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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

versión impresa ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.61 no.172 Bogotá jul./dic. 2019  Epub 25-Ene-2021

https://doi.org/10.21500/01201468.4469 

Teología

Fraternidad, Minoridad de cara al problema de la Paz en Colombia: reflexiones desde la filosofía política y la espiritualidad franciscana*

Fraternity, Minority facing the problem of Peace in Colombia. Reflections from the political philosophy and the Franciscan spirituality

Jhon Jairo Losada Cubillosa  **

Fray Julián Andrés Beltránb  ***O.F.M

aUniversidad del Tolima; Ibagué; Colombia.

bInstituto Católico de París; París; Francia.


Resumen

En este artículo proponemos reflexionar en torno a una cuestión que ocupa un lugar central en la práctica educativa, política y evangelizadora, a saber, el problema de la paz. Asunto que toma especial relevancia, sobre todo si se tiene en cuenta el momento coyuntural por el que atraviesa Colombia y en general la sociedad contemporánea. La tesis que sostiene el artículo es que la ausencia de la guerra no supone necesariamente la consecución de la paz, pues ella (la guerra) conlleva a una suerte de condiciones de aceptación de un ethos que naturaliza prácticas bélicas que dividen, atomizan la sociedad creando un sentido de desesperanza y de despolitización. Proponemos que, para afrontar esta situación, es decir, para desnaturalizar dicho ethos (sentido común de la guerra) hace falta una dimensión espiritual que permita el establecimiento de fuertes lazos sociales (fraternidad) y del reconocimiento de las diferencias, la particularidad e individualidad (minoridad). Para desarrollar esta labor proponemos, entonces, un diálogo a partir de los presupuestos de la espiritualidad y el pensamiento franciscano, especialmente desde los conceptos de fraternidad y de minoridad con la cuestión en mención. Con esto entendemos que el marco de comprensión que nos brindan los presupuestos franciscanos cuenta con un potencial relevante para contribuir al debate sobre de la paz en tiempos actuales del posconflicto colombiano.

Palabras Clave: Paz; Colombia; Fraternidad; Minoridad; Espiritualidad

Abstract

In the article we intend to ponder over a topic, which is central in education, politics and evangelization practices, I mean the problem of peace. This topic is particularly appropriate, above all if we consider the present times lived by Colombia, and more generally by the contemporaneous society. The thesis supported by the article is that the absence of a war does not mean necessarily the reign of peace, as war carries with it a kind of acceptance conditions of an ethos, which makes it natural a number of warlike practices, which divide and atomize the society, thus creating a sense of despair and depoliticization. In order to face this situation, that is to reverse this natural character of this ethos (war as a natural fact), we state that a spiritual dimension is required to make possible an establishing of strong social links (brotherhood) and the recognition of differences, every one’s peculiarity and individuality. In order to develop this task we then propose a dialogue starting from the postulates of spirituality and Franciscan thought, particularly fraternity and minority concepts in relation to the topic. So doing, we mean that the understanding frame offered by the Franciscan postulates presents an adequate potential to contribute to the debate on peace in the present times following the Colombian conflict.

Key words Peace; Colombia; Fraternity; Minority; Spirituality

Introducción

La historia colombiana ha estado marcada por una dinámica auspiciada por la guerra y políticas bélicas que han construido un entramado complejo de relaciones entre violencia, muerte y dolor. Dichas articulaciones le plantean a Colombia el problema de superar el conflicto a través de la construcción de la paz; pero adicionalmente, demandan interrogantes teóricos y problemas no solo filosóficos, sino además políticos, pedagógicos e incluso espirituales, tales como la relación entre la democracia y violencia, la legitimidad de las instituciones políticas, educativas, religiosas y el Estado; también genera tensiones entre la legalidad y la ilegalidad, el hombre y sus relaciones con el otro, la justicia y la paz, etc., así como cuestiones éticas acerca del perdón, la diferencia o la reconciliación.

El pasado 26 de septiembre de 2016 tras 52 años se firmó la terminación del conflicto armado con las FARC a través del denominado «Acuerdo de Paz», el cual buscaba la estabilidad y durabilidad de la paz en la nueva era de postconflicto que se pretendía inaugurar. No obstante, es importante considerar que hablar de paz y/o postconflicto exige una «lectura crítica» de aquellos escenarios que se constituyen en puntos neurálgicos en el abordaje de la misma, puesto que «confiar en una paz a ciegas es como saltar al vacío», como dijera Humberto de la Calle en su discurso de terminación del fin del conflicto. Considerar la paz como un valor inalterable, independiente de las dinámicas sociales es despolitizar su sentido, es particularizarlo, individualizarlo. La consecuencia de esto en el cuerpo social es la consolidación de un imaginario de desesperanza: la despolitización de la sociedad.

Con esto entendemos la consolidación de un sentido común que naturaliza y, por ende, acepta y legitima la guerra a través de un conjunto de condiciones de aceptabilidad que lleva, entre otras cosas, a establecer un fuerte desinterés por aquello que nos atañe a todos como ciudadanos de este país, a saber, el compromiso con la paz. Esto supone que, en efecto, la paz al ser un fenómeno que en teoría tiene que vérselas con todos los miembros de la sociedad (por ser justamente un asunto político), termine reducido a cuestiones jurídicas o, en el mejor de los casos, a cuestiones teóricas-abstractas, fuera del alcance mismo de los individuos que dan sentido a dichas dinámicas.

Al señalar de entrada que es necesario una «lectura crítica» de la paz, queremos subrayar que no nos oponemos a los procesos que han conllevado la firma y terminación del conflicto. Por el contrario, nos parece necesario sumarnos a este esfuerzo. Sin embargo, entendemos que la crítica es la pregunta por las condiciones de posibilidad de algo. La crítica no es un simple ejercicio de negatividad, no es oponerse simplemente a algo. Valga la pena decir que no todo ejercicio de negatividad y de oposición es crítica. La crítica ostenta una condición especial y es que se hace crítica en la medida en que se puede visibilizar las condiciones de emergencia de ese algo que se critica (en nuestro caso el sentido común de la guerra que se naturaliza y que no se acaba con la ausencia de la guerra o, como en el caso colombiano, con la terminación del conflicto) para desnaturalizar ese algo, para mostrar que no es algo permanente, anclado en la naturaleza de aquellos que han sido golpeados por el flagelo de la guerra, para mostrar que se puede modificar, desmontar y transformar.

Bajo este panorama, podemos decir la lectura crítica de la paz toma dimensiones mayores al solo hecho de pensarla desde su negatividad, en tanto ausencia de guerra. Por ello, creer que la paz llegará de manera automática con la terminación del conflicto armado en Colombia (ausencia de guerra) es solo una ilusión ingenua. Por ello, hay que plantearse la pregunta, ¿qué es lo que hace posible la paz? ¿Cuáles son las condiciones de emergencia de algo que pudiésemos llamar paz en una sociedad como la colombiana? ¿Cómo promover la consolidación de un sentido común en torno a la paz sustentado en dimensiones espirituales como la fraternidad y la minoridad, propias del carisma franciscano, que tengan implicaciones directas en escenarios sociales, políticos, pedagógicos, etc.?

No pretendemos hacer aquí una genealogía de la guerra en Colombia, para mostrar cómo ha surgido la paz en tanto de ausencia de aquella. Tampoco queremos simplemente oponernos a la guerra para la consecución de la paz. Pero, de otro lado, sí asumimos que asuntos como los procesos de negociación y la terminación del conflicto armado no tienen como resultado necesario la paz, aunque tampoco desconocemos que puedan contribuir a la consecución de aquella y que a su vez sean un paso indispensable. Sostenemos que la guerra y la ausencia de la paz, tiene que vérselas con asuntos que van más allá de cuestiones militares. En otros términos, la terminación del conflicto armado (con los diferentes actores que lo dinamizan tales como las diversas organizaciones al margen de la ley) no es la terminación de la guerra y, mucho menos el logro de la paz; ella termina cuando el ethos de la guerra, es decir, las condiciones de aceptación y naturalización de la guerra en el mundo circundante de aquellos (seres humanos y no humanos) que han sido marcados por este fenómeno, es desplazado, desnaturalizado y estos puedan vivir realmente bajo condiciones de paz que, en el reconocimiento de sus diferencias, logren establecer lazos potenciados por la fraternidad, la minoridad y la comunión con todos los demás seres que cohabitamos el mundo.

1. Tensiones entre la justicia, libertad y la paz: sobre el sentido común de la guerra y su legado colonial

En cualquier proceso de paz, o construcción de la misma, se debe tener en cuenta «la diferencia». La totalización supone de entrada una práctica de violencia. La guerra naturaliza la totalización y atomiza, particulariza la sociedad. Cuando se habla de «diferencia» en el contexto de la comprensión de fenómenos como la guerra y la paz, entendemos con ello la condición más primigenia de los seres humanos, de aquellos que intervienen en un proceso de reconciliación y de justicia.

De manera general, en este tipo de procesos se tiende a homogenizar los valores, creencias, costumbres e imaginarios, en últimas la visión del mundo y de la vida de todos los sujetos que intervienen en determinadas dinámicas sociales, particularmente en el caso de los que deben ser incluidos y reconocidos, como sucede con las víctimas, lo cual constituye un ataque a la «diferencia», por tanto, a lo esencial de los partícipes del proceso1.

En este sentido, se puede afirmar que las reglas de inclusión, son más bien de exclusión. Reglas que al ser de naturaleza jurídica no alcanzan a abordar la magnitud de la situación que concierne al fenómeno de la guerra. Entonces, ¿dónde queda la justicia? ¿es insuficiente un modelo basado en la justicia para el logro de la paz y la finalización de la guerra? Decimos que no hay nada peor que ser incluido en la negación de la Diferencia, pues esto determina otro orden profundo de exclusión, para esto no hace falta mencionar la cantidad de personas que quedan por fuera del proceso, lo cual fue justamente una de las fuertes críticas al proceso de paz al que hemos hecho mención. El problema es que este orden, ya no pasa por niveles macroestructurales sino que se ancla en el sentido común de los sujetos cuyas subjetividades se han constituido en el seno de unas relaciones de poder de esta naturaleza, excluyentes, de dominación y subordinación.

El punto de partida para la comprensión del problema de la paz radica en el hecho de asumirla como una realidad que participa de la experiencia humana del coexistir, de la reciprocidad y en la justicia. En este sentido el agregado «derecho a la paz» se refiere a este aspecto, es decir, al hecho de que una realidad se manifieste como una vivencia del ser del hombre como coexistencia, como un ser con otros seres en un mundo que les es común, en el plano de la justicia y la reciprocidad. Sobre esta relación de la justicia y su componente jurídico, Daniel Herrera señalará:

La justicia no es un sentimiento ni una idea que habite en mi conciencia: en mi conciencia no habita nada, porque ella no es un receptáculo. La justicia es un modo intencional de coexistir, es la forma de cohabitar con otros en un mismo mundo, respetando sus derechos, es decir, aceptando mi exclusión de aquello que les pertenece. No se trata, sin embargo, de un simple coexistir de facto: el que el otro me pueda exigir que le respete sus derechos, presupone que Yo deba ser justo, es decir, que Yo tengo una obligación frente a él. Deber y obligación se sitúan, según esto, en el nivel ético: s, i soy justo seré bueno, si soy injusto seré malo. La justicia la vivimos, por consiguiente, como valor, como virtud. Esta justicia es, precisamente, la que debería consagrar la ley2.

En otros términos, si el existir es un coexistir en el mundo, la consecución de la paz y, por tanto, la desnaturalización del ethos de la guerra conlleva el deber y la obligación de respetar al otro. Por ello, la injusticia producida por este orden hegemónico naturalizado en el sentido común y que lleva a la aceptación sin más de un ethos bélico3, solamente podrá ser corregida a través de una profunda transformación de las instituciones políticas y sociales que comprenda una redefinición de la relación entre la Identidad y la Diferencia. Lo anterior lleva a pensar en un proceso de justicia que debe, en primer lugar, analizar y describir las experiencias de injusticia que se dan en nuestra realidad social (negación de la Diferencia) y, en segundo lugar, generar las condiciones de posibilidad para el desarrollo experiencial de dicha condición primigenia, en cualquier caso «dejar ser diferente» como una apuesta real, concreta en una sociedad que cree en la reconciliación.

Conceptos tan importantes como la inclusión y la justicia, deben pensarse desde un contexto de violencia (la naturalización de la guerra), a partir de otra lógica diferente a la que sostiene el orden excluyente. Pues es evidentemente que los procesos de inclusión desarrollados a lo largo de la historia de Colombia han provocado la creación de nuevas formas de exclusión. Esto porque se piensa bajo la dinámica que pretende homogenizar, universalizar y acabar con la diferencia. En este sentido, la primera tensión que queremos destacar, de naturaleza jurídico-política, es que resulta imposible pensar la identidad sin la diferencia y, aún más, la justicia, ya que son procesos mutuamente constitutivos.

De otro lado, nos parece pertinente apuntar al hecho de que como sociedad que se ha constituido en el seno de unas relaciones de poder de índole colonial y que ha naturalizado un sentido común excluyente y violento. En Colombia, se ha establecido cierta jerarquización de orden ontológico, que ha llevado a que algunos seres tomen un valor preponderante sobre otros y, en ese sentido, en función de una cierta condición subontológica, que los sitúa como dispensables, controlables y manipulables, por tanto, la vida y la muerte no toman el mismo sentido del que adquiere en aquellos que gozan de privilegios ontológicos y para los cuales su existencia en el mundo está predeterminada por lógicas de exclusión y dominación legadas del hecho colonial. Hablamos de una tensión entre aquello «que es» y aquello que «no es» o «es menos», la tensión de la colonialidad del ser.

Tensión, que además de generar nuevas situaciones de opresión, genera también nuevas dinámicas de resistencias de actores que han quedado siempre en medio de conflictos, tales como las comunidades indígenas y afros, como lo que ha sucedido en el caso colombiano. Esta situación ha quedado evidenciada en la finalización del Acuerdo de Paz, ya mencionado; en donde, como lo menciona Rodríguez, las comunidades indígenas y las comunidades afro, así como las mujeres y las víctimas, se encuentran entre los grupos más activos que tuvieron incidencia en las negociaciones de paz. Es bien conocido que los pueblos colectivos, las organizaciones afrodescendientes e indígenas se organizaron conjuntamente para asegurar que la implementación del acuerdo en sus territorios no afectase a sus derechos étnicos colectivos adquiridos históricamente, principalmente aquellos relacionados con su territorio4. Por ello, vale la pena destacar en sintonía de esta autora que, para los pueblos indígenas y afrocolombianos, la paz territorial está relacionada con sus luchas ontológicas, el ejercicio de su autonomía, y sus procesos históricos de resistencia ante la exclusión y el conflicto armado. La lucha ontológica se define como el ejercicio político de los pueblos por existir y resistir al interior de un estado-nación que se dice pluriétnico y multicultural en el papel pero que suprime las diferencias epistemológicas y ontológicas5.

En sintonía con lo anterior, señalamos de la mano de Caballero, que en Colombia se debe eliminar la diferencia subontológica que condena más de 4.5 millones de habitantes hoy desplazados, que niega, victimiza, viola a las mujeres, que señala, judicializa, asesina a las poblaciones que ha clasificado como indígenas, negros, campesinos, pobres de la ciudad y el campo6.

Apoyados en el análisis de Caballero y del trabajo del Instituto de estudios para el desarrollo y la paz (INDEPAZ) entendemos algunos factores que harían parte de la conformación de dicho imaginario y de la no-ética de la guerra que funciona en favor del mantenimiento de las jerarquías, de la dominación y exclusión y que limita la consecución de la paz. En primera instancia, alude buscar el desarrollo social y económico desde una concepción dominante que niegue otras concepciones, las subordine, y en nombre de su supuesta superioridad científica, técnica, económica, se imponga sobre las poblaciones que las defienden y sobre sus territorios. De otro lado, legitima y abre la posibilidad a pasar por encima de las poblaciones, hacerlas dispensables, invisibilizar su dolor y su memoria, negar sus alternativas, impedirles ser. Adicionalmente, permite utilizar mediáticamente los conflictos parciales que se desmonten, para ocultar, negar y continuar el despojo, la conquista, la violencia cotidiana, la normalización de la -no ética de guerra- contra las poblaciones empobrecidas de la ciudad y el campo7.

Si en la primera tensión hablamos de la imposibilidad de pensar la identidad sin la diferencia en procesos de justicia y reconciliación, aquí anotamos la pertinencia de entender la diferencia ontológica colonial que opera, al decir de Maldonado-Torres, en la naturalización de la no-ética de la guerra, es decir, en el anclaje en la intimidad, el sentido común de los aquellos que se han constituido en el legado de relaciones de poder de índole colonial y en su experiencia vivida en tanto colonizados8.

Como sabemos, hoy el panorama de la relación de la paz con el legado colonial, no parece ser un escenario que sea motivo de orgullo9. Solo por mencionar algunas razones, podemos destacar: una economía decreciente e inestable que reproduce un modelo desarrollista obsoleto, que continúa basándose en las contradicciones de la acumulación capitalista y que reproduce la lógica del «subdesarrollo» y del «tercer mundo»; una gran brecha social que vislumbra el ritmo de estratificación social y de las, cada vez más claras, diferencias sociales; frecuentes casos de discriminación y exclusión por diversas razones, tales como creencias religiosas, preferencias sexuales, color de piel producto del racismo arraigado en las subjetividades; procedencia étnica (recordar connotaciones del «pastuso», el «indio», o de el «negro», etc.); una sociedad predominantemente machista, patrones androcéntricos intensamente arraigados en la cultura (muestra de ello son las tasas cada vez más altas de maltrato a la mujer y múltiples casos de feminicidios), políticas educativas insuficientes, ancladas en el modelo neoliberal; una devastadora relación con la naturaleza y con otros seres vivos, producto de la concepción eurocéntrica y trasnochada de que todo debe girar alrededor del ser humano y, por ende, susceptible a ser utilizado para satisfacer sus necesidades; son solo algunos de los aspectos adicionales que hemos heredado de nuestro pasado colonial y que nos invitan a cuestionarnos la realidad de dicha independencia en el marco de la paz.

2. La naturaleza de la paz y la espiritualidad franciscana

Para Kant «el camino para instaurar la paz duradera, es el derecho, creador del estado civil, a saber, un estado en donde priva la concordia y armonía de todos los hombres»10. Para este filósofo alemán, la paz es un ideal factible, gracias a la esencia y curso de la historia, es decir, es de carácter necesario; la paz, en Kant tiene un sentido cosmopolita; concepto, por cierto, que hace posible la paz entre los hombres: «La paz perpetua no es una idea ilusoria ni vacía, sino una tarea humana que precisa resolver de manera paulatina; lo que será posible gracias a la creación de un derecho público, universal»11.

El problema en este autor no reside, pues, en el hecho considerar si es o no posible la paz, sino, en cómo esta será perpetua y universal. Debido a esto, para la realización de la paz perpetua indica que es necesario una comunidad jurídica internacional que la garantice. Una liga internacional de los Estados, que evite la lucha entre los pueblos, «la guerra»; «una liga de los pueblos, en la que los Estados, aun el más pequeño, puede esperar seguridad y derecho»12, pues ningún estado puede ser superior e inferior a otro, cada uno merece respeto, y cada uno posee una soberanía, la cual no puede ser insultada.

Sin embargo, y pese a los planteamientos del filósofo alemán, nos permitimos lanzar el interrogante: ¿es suficiente la creación de una comunidad internacional, tal como lo propusiera Kant para hacer frente y desnaturalizar el ethos de la guerra (no-ética de la guerra) y por tanto lograr la paz con las implicaciones que hemos descrito arriba?

Con esto llegamos a una de las apuestas principales de este documento y es la articulación entre el problema de la paz y la espiritualidad franciscana. Como tesis de este artículo hemos propuesto que la ausencia de la guerra no supone necesariamente la consecución de la paz, pues ella (la guerra) conlleva a una suerte de condiciones de aceptación de un ethos que naturaliza prácticas bélicas que dividen, atomizan la sociedad creando un sentido de desesperanza y de despolitización. Proponemos que, para afrontar esta situación, es decir, para desnaturalizar dicho ethos (sentido común de la guerra) hace falta una dimensión espiritual, con un potente valor político13, que permita el establecimiento de fuertes lazos sociales (fraternidad) y del reconocimiento de las diferencias, la particularidad e individualidad y el servicio (minoridad). Creemos así que no es suficiente limitar el problema de la paz a un marco jurídico, incluso ético, que restrinja las libertades de los hombres y sus particularidades en contextos como el colombiano, que cuenta con una larga historia de conflicto armado, pero además con un legado colonial que aún opera.

De entrada, hay que decirlo, el problema de la paz va más allá de una tematización ideológica; ella es, más bien, una experiencia espiritual que transforma la vida del hombre. Con dimensión espiritual entendemos a una cuestión que no se reduce meramente a la institucionalidad religiosa o a una forma peculiar de credo14. Más si asumimos una dimensión constitutiva de los seres humanos, que excede las barreras jurídicas y/o racionales, que han sido presa fácil y funcionales a los grandes proyectos que han amenazado la humanidad misma. ¿Qué puede entonces aportar la espiritualidad franciscana? ¿Cuál es la visión Franciscana de la paz?

En el texto visión franciscana de la vida cotidiana Merino aclara que «Francisco de Asís no fue un sociólogo ni un teórico del problema de la violencia ni de la cuestión social, sino un cristiano convencido y coherente que llevó su fe viva hasta las entrañas de la realidad social sin comprometerse jamás en política»15. Esto significa que el compromiso por la paz debe ir necesariamente mucho más allá de compromisos políticos partidistas e inmediatistas16. La Paz es el valor universal por excelencia que los seres humanos debemos proteger con ideas, pero, sobre todo, con amor, con acciones reales, no con armas, por muy idealista que esto suene. En este sentido, el anclaje político de nuestra propuesta tiene que ver con el reconocimiento del otro, de las diferencias y con la construcción social de la paz.

Examinemos las mismas palabras de Francisco de Asís17 a sus hermanos en su Testamento (23): «comme salutation, le Seigneur me révéla que nous devions dire: Que le Seigneur te donne la paix»18. Pensar en este saludo, es pensar en un mandato que se hace realidad por una experiencia de transformación del espíritu que solo se obtiene, desde el punto de vista teológico, por la gracia de Dios; gracia que, entre otras cosas, posibilita al hombre actuar en libertad, es decir, libre de los apegos mezquinos del poder. Francisco, afirma Merino, puso toda su libertad y creatividad, corazón y espíritu, al servicio de una paz casi imposible en una sociedad lacerada por tantos conflictos, tensiones y violencia19.

Según lo anterior, la paz desde la mirada franciscana, brota de la experiencia de la fe vivida, de una fe centrada en la persona de Jesucristo, asumida como compromiso existencial, tremendamente realista y con propuestas concretas. La historia del lobo de Gubbio20 es un claro ejemplo de cómo es posible pacificar una sociedad anclada en el odio y en el poder de quienes manipulan y acusan en una sociedad. En ella Francisco actúa como intermediario de dos partes que no buscaban la reconciliación, sino la prolongación del conflicto. Francisco pacifica no a fuerza de la mera razón objetiva, aunque sabe que es necesaria, -pues no es un hombre fanático- él pacifica por la fuerza que viene del corazón y de la comprensión del otro en todas sus dimensiones. Francisco logra reconciliar el poder dominante, excluyente, con aquel o aquellos que se revelan frente a la injusticia en todos sus aspectos. Francisco deviene en un hombre artesano de la paz.

Como la paz proviene de la fuerza que emana de Dios, ella se convierte en un deber inexcusable para la espiritualidad; la paz es, por consecuencia, una columna vertebral de la espiritualidad franciscana. Hermosamente nos enseña Merino que «cuando uno se pone en contacto con Francisco, inmediatamente se percata de que ha entrado en un universo incomparable de paz. Paz como experiencia, paz como misión, paz como estilo, paz como destino »21. Vista así, la paz se convierte en un auténtico ethos, una morada en la que habita el seguidor, el discípulo de la persona de Francisco y cuyo sentido radica en ser vivida y comunicada. Una morada, por supuesto, dispuesta a acoger a todos los seres humanos que quieran entrar por su puerta. En este punto vemos que el nuevo ethos que planteamos tiene que ver con la construcción de la paz en la vida cotidiana, en el contacto con el otro y los otros.

De acuerdo con lo expresado arriba, esta paz que se vive y se predica desde la espiritualidad franciscana, exige renuncias que son absolutamente necesarias en la construcción de una sociedad equilibrada. De hecho, las personas deben renunciar a sus intereses más íntimos como poseer y controlar para entrar en plena comprensión de la paz como imperativo moral. Si la paz es la gran misión de los hermanos y es un valor de toda sociedad, junto al respeto por la vida, luego es absolutamente necesario despojarnos de nuestros paradigmas y posesiones para establecer un ambiente ideal donde el bienestar de todos, espiritual y material, sea la base de un diálogo fecundo y no el privilegio de pocos. Ahora bien, sabemos que existen guerras e iniquidades porque desafortunadamente algunos humanos desean (deseamos) poseer más que los demás, creando injusticias; sin embargo, si somos honestos, lo único que realmente poseemos es nuestro espíritu, nuestro cuerpo, que entre otras cosas es temporal, y con ellos debemos aprender a construir un mundo mejor. Por eso, si le apostamos a la paz, debemos hacer fuertes sacrificios.

En la coyuntura histórica de nuestro país, entonces, el valor franciscano de la paz se convierte en una rotunda necesidad para eliminar el odio que nos ha condenado a una guerra sin sentido por décadas. En consecuencia, como bien lo hizo Francisco de Asís, debemos proponer la paz como programa de nuestra vida social. ¿Qué debemos hacer? Pregunta que no pretendemos agotar con lo que vamos a decir. Pero es urgente cambiar nuestra mentalidad y tener una verdadera voluntad política de transformación social, y eso solo se logra si estamos dispuestos a renunciar a nuestros intereses personales, es decir, a dejar de creernos el centro del universo. La idea es convertirnos en artesanos, no en poderosos que quieren conservar ciertos prestigios y unos estatutos que afectan a Colombia. Ese cambio nos permitirá entrar por un camino adecuado convirtiéndonos en artesanos de la paz.

La Paz en primer lugar, lo señala muy bien el profesor Merino, es la armonía con uno mismo, con Dios, con todos los hombres y con la creación entera. Ello implica entender la paz, indudablemente, como un modo de ser en el mundo, de sentir, de interpretar y de vivir, es decir, «una hermenéutica existencial de la vida humana en la que el singular solo es comprensible en el plural, el yo en el nosotros»22. En ese sentido, comprendemos la paz como un camino que se abre y que se construye diariamente desde la inclusión del otro como ser único. El ethos de la espiritualidad franciscana busca la aceptación del otro en su singularidad o en su individualidad.

De esta forma, está claro que en el universo de la espiritualidad franciscana la paz se convierte en la columna vertebral que sostiene el proyecto de evangelización y de educación de los que siguen como hermanos a Francisco y de aquellos que están atraídos por esta propuesta, la cual se diseña para nuestro caso particular y por qué no, para una humanidad en búsqueda de sentido. Como ya hemos mencionado, en la base de esta propuesta, se encuentra una profunda relación con Dios y con los otros que determinan, evidentemente, la manera de actuar del hombre en el -mundo de la vida-23. La espiritualidad franciscana está llamada por vocación a construir, a edificar siempre y en todo momento un mundo más humano y justo, el cual tiene por prioridad la misión de la paz, y a exigir en esa correlación hombre-mundo, la instauración de la paz.

Nos permitimos entonces adjuntar algunos principios y comportamientos que el profesor Merino destaca en su obra para contribuir a la construcción de la paz:

  • El reconocimiento de la dignidad del otro que no puede ser reducible a objeto, a mercancía ni a un medio utilizable.

  • El hombre es estructuralmente relacional y tiene vocación de comunidad o de sociedad.

  • Las normas que deben imperar en nuestra sociedad que es comunidad, deben ser el respeto como método, la cortesía como estilo y la caridad como norma.

  • El hombre es un homo viator que vive en el tiempo, pero aspira a la eternidad (no material). Por eso la existencia es paso y no posesión.

  • Asumir lo negativo y la limitación del otro, pues solo Dios es absoluto. El hombre es una gran posibilidad, pero es también limitación. Cuando dejamos de ser narcisistas nacemos a la realidad complementaria del otro.

  • Ante las agresividades y las tensiones que se acumulan en la vida cotidiana no hay mejor remedio que un talante positivo, de comunicación y de participación gozosa y alegre.

3. El valor político de la espiritualidad franciscana: hacia el camino de la paz

A lo largo de la historia, todos los sistemas de espiritualidad han desarrollado una serie de valores que han servido de soporte para afrontar su propio devenir. Propiamente dicho, la espiritualidad franciscana no es un sistema jerárquico de ideas. Más que eso, dicha espiritualidad es una experiencia de vida y como tal, encarna unos valores que le permiten narrarse, contarse frente a Dios, la sociedad, y en concreto, frente a los otros. El punto de partida es y será siempre, la vida radicalmente evangélica de Francisco de Asís. Ese hombre de la edad media que supo afrontar los retos que la sociedad medieval le planteó -y lo hizo de una manera auténtica- abrió un camino que hasta el día tiene su valía gracias, obviamente, a quienes han continuado su herencia con fervor y compromiso.

En su primera regla el santo de Asís afirma: «Todos vosotros sois hermanos y entre vosotros no llaméis a nadie padre vuestro sobre la tierra»24. Esta afirmación de la regla es muy importante para entender la identidad de la espiritualidad, pero también para comprender la concepción de la fraternidad, que está estrechamente ligada a la fundación de la Orden franciscana. Esa experiencia Francisco la extendió a todos: hombres, mujeres, niños, jóvenes y hasta a las mismas criaturas cuando compuso en 1225 el Cántico de las Criaturas. Cuando Francisco cae en la cuenta que todos somos hermanos porque procedemos de un mismo Padre, abre el horizonte de reflexión y ve en ello una auténtica experiencia de reconocimiento del otro. En nuestra sociedad colombiana, es necesario partir de ahí, del reconocimiento del otro para acabar con el sesgo de la herencia colonial que aún señala y divide la sociedad en clases. Es importante apelar a la fraternidad como valor que une a toda sociedad, como valor que tiende verdaderos lazos sociales, los cuales buscan empujar todos los procesos hacia la paz. Nosotros somos colombianos, hijos de una misma nación, compartimos un espacio común y, por lo tanto, debemos cuidar eso que nos hace realmente humanos: la fraternidad25 con un enfoque en lo social, es decir, en la dignidad de cada colombiano.

En ese orden de ideas, a lo largo de su historia la espiritualidad franciscana ha desarrollado la idea de la fraternidad en clave del reconocimiento del otro, de la singularidad como núcleo central de su ser y quehacer en este mundo. Hay entre líneas un valor absolutamente político al interior de esta espiritualidad que sirve de apoyo en los diferentes procesos que, como hemos expresado, conducen al camino de la paz y al fortalecimiento de lo social: este se llama fraternidad como reconocimiento del otro.

Por otra parte, podríamos afirmar que Francisco de Asís fue un crítico del sistema operante en la edad media. Sin embargo, su crítica no estuvo encaminada a dividir la sociedad entre buenos y malos, tampoco fue una simple oposición vacía e irresponsable, su deseo fue vivir una vida radicalmente evangélica siendo un hombre pacífico; su mensaje sí fue, insistimos, políticamente poderoso puesto que logró cambiar la visión de un mundo saturado de una lógica del dominio del más fuerte hacia el más débil. Dicha visión posibilitó que, sin el uso de las armas y de la destrucción dialéctica que algunas personas habilidosamente desarrollan, se enfocara mejor en el reconocimiento del otro, para que la gente pudiese reconciliarse consigo misma e, incluso, con Dios como Ser cercano. Esta manera de ver, también diríamos de sentir al otro, es lo que queremos articular con nuestra propuesta, la cual ve en lo espiritual un elemento esencial para la reconciliación de nuestro país y la búsqueda del camino adecuado para la paz que como el poverello queremos ser sus artesanos; por consecuencia, que dicha propuesta nos permita desnaturalizar ese ethos de la guerra que ha patologizado a nuestra nación y al hombre en general.

Ahora bien, es importante resaltar que el legado de la espiritualidad franciscana no es estrictamente el de la lucha absurda del poder por el poder, sino el servicio y el testimonio. Por eso dicho legado sí comporta un cambio de actitud en todos aquellos que lo viven. Esto trae unas consecuencias prácticas de las cuales destacamos una por la centralidad que ocupa en nuestra búsqueda: aceptar la diferencia, es decir, al otro en su singularidad; es más, en su diversidad, en medio, por supuesto, de una sociedad que se pretende mayor -no por el uso de la razón-, sino por la dominación socialmente establecida.

Esta nueva visión de la espiritualidad es, precisamente, la que llama la atención de muchos de sus compañeros de vida y de la gente en general de ese pequeño, pero hermoso pueblo de Asís en Italia. Él configura un estilo de vida fraterno y simple al lado de sus primeros compañeros, que se eleva como un signo de cambio, de contraste en comparación a la marcada distancia existente entre las capas sociales de su época. Por esa razón, otra de las marcas distintivas de su ideal espiritual es la de llevar una vida humilde, simple y sin apegos. Francisco se acerca entonces a los más desfavorecidos y con ellos configura una alianza centrada en el Evangelio, la cual es sorprendente para su época. De acuerdo con esto, si Francisco se acerca a los más pobres, a los más desfavorecidos, es porque sabe que con ellos puede construir el reino de Dios, porque sabe que con ellos aprende a vivir realmente el Evangelio, porque sabe que ellos son hijos de Dios y por tanto hermanos.

En resumen, Francisco vivió entre los más pobres y no quiso derogarse para sí ningún título que lo hiciera pasar como un ser arrogante. Y a pesar de que él procedía de una familia burguesa en ascenso según los cánones sociales, tomó la decisión de hacer de su vida un proyecto entregado en manos de Dios; de hecho, para contrarrestar la tendencia social de su momento histórico, él quiso ser menor entre los menores, vivir entre los más pobres compartiendo sus alegrías y tristezas, pero también devolviéndoles la esperanza de una vida más humana. Nuestra concepción entonces del valor político de la espiritualidad franciscana la entendemos a partir de la relevancia que tiene dicha visión de la vida en toda la esfera social, especialmente con los más pobres, respetando también las diferencias que configuran a todo ser humano.

Esta manera de vivir se configura en todo un estilo de vida marcado, como hemos dicho ya, por la centralidad del Evangelio, del otro, del hermano y de su dignidad como persona. Un estilo de vida entre hermanos que va más allá de las reglas monásticas y que será el lugar teológico de toda la familia franciscana: la fraternidad. Examinemos cómo Francisco escribe en su Testamento a toda la Orden.26

3.1. Sobre la fraternidad y la minoridad

Et après que le Seigneur m’eut donné des frères, personne ne me montrait ce que je devais faire, mais le Très-Haut lui-même me révéla que je devais vivre selon la forme du saint Évangile27.

Con esta cita de su Testamento de Francisco podemos recordar la importancia, por un lado, de los hermanos y, por el otro, la del Evangelio. En Primer lugar, los hermanos llegan a la vida de Francisco no por selección personal, ni por cálculo de simpatías, ellos llegan y son recibidos como don gratuito que proviene de Dios. Bajo esa condición, la persona es vista en toda su dignidad como hija de Dios y en consecuencia como persona libre, en su singularidad específica. Así pues, en la espiritualidad franciscana, la persona, el hermano, ese que llamamos el otro: es único, irrepetible, singular con características que lo hacen ser diferente frente a los otros. En esto podemos ver que no existe una idea de la exclusión o de la posesión de los unos sobre los otros, todo lo contrario. Si de algo nos es útil esta espiritualidad es que cada uno es libre, puede expresarse y realizarse en medio de los otros; cuando la persona es libre puede forjar con los otros auténticos lazos sociales.

De acuerdo con lo dicho, la espiritualidad va más allá de lo teórico y concibe al hombre como persona, como ser pensante y abierta a los valores. El ya citado filósofo colombiano, de formación franciscana, Daniel Herrera Restrepo, asegura:

Persona es un ser que, sobre la base de su substancialidad, individualidad y racionalidad, está referido al mundo del valor, está abierto a los valores y es capaz de acogerlos dentro de sí. Este acoger se cumple en el conocimiento y en el amor: la persona es capaz de ver los valores y de entregarse voluntariamente a lo visto con fin de realizarlo28.

Por esa razón, entendida así la persona, ella se convierte en otro de los núcleos importantes de la espiritualidad. Este aporte nos permite entender, igualmente, al hombre en permanente relación con los otros, con la naturaleza y con Dios. Esa vida y esa apuesta en común que traspasó las barreras de lo normativo por acoger lo profundo del ser humano, es lo que muy apropiadamente se llama fraternidad. A propósito de esto, el profesor Aguerri nos recuerda que:

Esta vocación de fraternidad deja a los hermanos a merced de los hermanos todos, los de cerca y los de lejos, los de aquí y los de allí, los «santos» y los «mediocres», pues constituimos entre todos la Fraternidad que se realiza en la comunión de los hermanos y de todos los seres. Este quedar a merced de los otros lleva a los hermanos al amor mutuo, a la comunión, al perdón, al no-juicio, a la acogida y aceptación mutuas. Y bien sabemos que nada de esto puede realizarse sin el continuo nacimiento del Espíritu Santo29.

Esto es en concreto lo que entendemos por espiritualidad franciscana al servicio de los social. A ello debemos agregar que la norma, el eje y el centro de dicha espiritualidad es vivir el Evangelio, pero en fraternidad, es decir, asumir y poner en práctica el proyecto de vida concretado en la persona de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, en medio del tejido social.

Ahora bien, cabe destacar que Francisco de Asís no nos ofrece una teoría del hombre ni de la sociedad, al decir del profesor Merino. Él, Francisco, no piensa con categorías teológicas, ni filosóficas, ni jurídicas, sino que vive intensa y extensamente el Evangelio de Jesucristo; y desde la luz de la revelación y la fe, hecha praxis, vive al otro no como un semejante ni tampoco como prójimo, sino como un hermano, porque ha experimentado que Dios es Padre de todos. Nos encontramos acá frente a lo que este filósofo franciscano español llamó muy acertadamente: una antropología de relación de la fraternidad. Antropología que evidentemente nos hace falta tomar en cuenta en el proceso de construcción de la paz en Colombia, pues ella parte del hecho importante de que todos poseemos la misma dignidad como seres humanos; en otras palabras, para la espiritualidad franciscana, es posible hablar de una ontología de la relación en la que nadie está por encima del otro y en donde todos respeten las diferencias.

Así pues, la mirada franciscana de la fraternidad se abre al universo de seres con quienes co- habitamos la tierra, particularmente se abre a todos los que portamos la nacionalidad colombiana y queremos trabajar por un país con equidad, con justicia, con fraternidad y, sobre todo, un pais en paz. Para que esto sea una realidad y no una simple teoría o una idea romántica, Francisco concibió, entre otras cosas, su forma de vida y la de los hermanos como una vida sin ostentaciones; él concibió una vida minorum30, es decir, una vida entendida como servicio, como respeto de la diferencia y de la individualidad; una vida simple, sin pretensiones y aspiraciones que desdibujaran la esencia del Evangelio y del carisma.

Uno de los biógrafos de Francisco, Thomas de Celano, describe al santo en estos términos: «pequeño de talla, humilde de alma, menor por profesión31». Esta es una buena imagen de lo que podríamos entender por minoridad. Ahora bien, en nuestro medio social, el valor de la minoridad no ha sido pedagógicamente trabajado; es más, como palabra es poco usada en nuestro vocabulario, pero bien sabemos que tiene un significado profundo en la manera según la cual podríamos concebir nuestro estar en el mundo. Francisco por consiguiente no solo era pequeño, sino que también era un hombre con un alma trasparente, con una vida simple, entregada al servicio de los demás. El padre Julio Micó afirma lo siguiente: «Francisco se consideró menor y se puso al servicio de todos, no porque tuviera una baja autoestima, sino porque percibió que la actitud de las bienaventuranzas es fundamental a la hora del seguimiento, ya que Jesús, además de anunciarla como actitud clave en la comprensión del Reino, la vivió con todas sus consecuencias»32.

La minoridad es entonces una expresión muy genuina de la espiritualidad, es una actitud evangélica por excelencia, es decir, está en el corazón del seguimiento de Jésus; fue adoptada por Francisco y sus seguidores en gran medida por los abusos de poder que existían en la ya mencionada edad media, y a su vez para resaltar el trabajo y la singularidad de cada hermano. Él quería sensibilizar a los hermanos de los riesgos que contrae una sociedad que piensa que existen personas de diferentes categorías de acuerdo a una nociva idea de estratificación social.

Así las cosas, la minoridad se transforma en el modus operandi de la espiritualidad franciscana que encarna, en la vida concreta, la idea del compromiso radical por el otro y por la construcción de un mundo más humano y más justo; en otras palabras, encarna el servicio como bandera en el respeto por la diferencia. Esto se transforma al mismo tiempo en un punto de anclaje, para entender que los seres humanos estamos llamados a donarnos en servicio, esto es, llamados existencialmente a construir nuestro mundo sin ningún interés personal; pero, desde lo singular, llamados a edificar un mejor país.

La minoridad nos hace iguales en dignidad, es decir, nos hace hermanos, pero diferentes los unos de los otros; también aleja de nosotros pretensiones de dominación que ya hemos mencionado. Además, este valor franciscano nos lanza una invitación a ser hombres laboriosos, humildes y por encima de cualquier cosa: con una gran vocación al servicio y al respeto por el otro. En él, nadie está por encima de nadie y solo estamos llamados a aportar al crecimiento humano.

Sin embargo, nuestra sociedad occidental actual, incluyendo la colombiana, se ufana del éxito en términos de fama, de logros financieros, de prosperidad y aplaude permanentemente a todos aquellos que alcanzan una estabilidad económica y a aquellos que amasan grandes fortunas, incluso pasando por encima de todo; pero olvida lo verdaderamente «esencial»: la dignidad del ser humano en cuanto hombre abierto a valores y con una dignidad propia. Es allí donde la minoridad franciscana nos invita a reconocer que a mi lado hay un otro que me interpela y que me configura. La minoridad reconduce nuestra vida por el camino del trabajo serio, responsable, dignificante, pero al mismo tiempo humilde, sencillo que hace individualmente y colectivamente.

La minoridad es también un ponerse del lado de los más pobres y excluidos de la sociedad, de aquellos que han luchado por generar unas condiciones de vida más humanas y tolerantes. Este valor, entre otras cosas, nos permite compartir gozos y esperanzas, puesto que él nos permite construir con los más pobres, un proyecto común, una casa común (Papa Francisco). De este modo, creer que la espiritualidad es una herramienta adecuada en el camino de la paz que debemos hacer juntos, es realmente hablar y pensar la misma paz en tiempos del post- conflicto colombiano en clave de fraternidad y minoridad como auténticos valores que forjan una mentalidad nueva, que forjan un hombre nuevo.

Por eso razón, la grandeza de un hombre no estriba en sus obras materiales o en creer tener la última palabra sobre las cosas; la grandeza de un hombre radica en su compromiso por construir un mundo más humano, más fraterno, alcanzable para todos, un mundo en paz o por lo menos una sociedad que busca construirla con todos: cercanos, lejanos y diferentes. La espiritualidad franciscana debe sostener este compromiso, así como lo hizo el hermano Francisco en su momento, cuando la Iglesia amenazaba ruinas, en un momento en donde la misma humanidad amenazaba ruinas.

Conclusiones

Después del recorrido que hemos hecho a través del análisis histórico, social y luego espiritual de la paz, nos permitimos afirmar a manera de síntesis y como contribución al debate los siguientes argumentos:

Solo es posible desnaturalizar el ethos de la guerra si atendemos el legado colonial que sigue operando en nuestro país, dejando prácticas de exclusión y de rechazo hacia los más pobres, desfavorecidos de nuestra sociedad, aquellos que históricamente han estado en la parte inferior de la jerarquía de valores sobre los cuales se ha levantado nuestra sociedad. Por esto se hace urgente una hermenéutica de la historia que no camufle los hechos y que no sobreponga conceptos donde hay realidades a denunciar. Nosotros proponemos el ethos que tiene su origen en la espiritualidad franciscana y que conduce a la construcción de la paz en la vida cotidiana, a partir de dos valores potentes que poco o nada se han trabajado socialmente: la fraternidad y la minoridad.

La construcción de la paz tiene, entre otras cosas, un valor político auténtico, es decir, está al servicio de la sociedad y no puede ser el interés de algunos cuántos. La Paz es una preocupación de todos y como tal debe ser entendida bajo la responsabilidad que cada uno asume en este proceso. En la idea que hemos planteado de la concepción de la paz a partir de la espiritualidad franciscana, vemos una connotación política que tiene que ver esencialmente con el reconocimiento del otro en su dimensión individual y social.

Finalmente, esta propuesta se aterriza si consideramos la fraternidad y la minoridad como valores que pueden contribuir al logro y mantenimiento de la paz en la sociedad colombiana. El primero tiene que ver con la idea, según la cual, los seres humanos somos hermanos más allá de las diferencias que poseemos, pues cada uno es un ser singular, una persona que se constituye al lado de los otros, pero que, al mismo tiempo, forja los lazos sociales que nuestro país necesita; el segundo tiene que ver, precisamente, con el respeto de la diferencia, de la individualidad desde el servicio que cada uno puede prestar a la sociedad. Históricamente hemos sido un país que margina o rechaza todo lo que es diferente; por esa razón, proponemos la articulación de estos dos valores franciscanos en clave de pensar cada día la construcción de la paz en Colombia. Así las cosas, consideramos que en este proceso la espiritualidad es absolutamente necesaria para despolitizar la idea de la guerra o de la violencia que ha configurado nuestro país por los elementos coloniales presentes en ella.

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1 Luz Adriana Maya Restrepo, «Racismo institucional, violencia y políticas culturales. Legados coloniales y políticas de la diferencia en Colombia», Historia Crítica 39 (2009): 222.

2 Daniel Herrera, La persona y el mundo de su experiencia (Bogotá: TecnoPress, 2002), 147.

3 Nelson Maldonado-Torres, Against war: Views from the underside of modernity (Durham: Duke University Press, 2008), 3-4.

4 Ana Isabel Rodríguez, «Las voces étnicas en el acuerdo de Paz de Colombia: una resistencia ontológica», Relaciones Internacionales 39 (2018): 166.

5Ana Isabel Rodríguez, «Las voces étnicas en el acuerdo de Paz de Colombia», 166-67.

6 Henry Caballero, «Filosofía, paz y colonialidad del ser», Instituto de Estudios para el desarrollo y la paz, (enero, 2013), http://www.indepaz.org.co/filosofia-paz-y-colonialidad-del-ser/, 2.

7Henry Caballero, «Filosofía, paz y colonialidad del ser», 3.

8 Nelson Maldonado-Torres, «Sobre la colonialidad del ser: contribuciones al desarrollo de un concepto», en El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, ed. Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel (Bogotá: IESCO-Pensar-Siglo del Hombre Editores, 2007), 137.

9 Luis Eduardo Fajardo, «La Corrupción Heredada: Pasado Colonial, Sistema Legal y Desarrollo Económico En Colombia», Revista de Estudios Sociales 12 (2002): 23.

10 Immanuel Kant, La paz perpetua (México: Porrúa, 2003): 238.

11Immanuel Kant, La paz perpetua, 241

12Immanuel Kant, La paz perpetua, 239

13Cf. Jürgen Habermas, El poder de la religión en la esfera pública (Madrid: Trotta, 2011).

14Cf. Jürgen Habermas, Mundo de la vida, política y religión (Madrid: Trotta, 2015).

15 José Antonio Merino, Visión franciscana de la vida cotidiana (Madrid: Paulinas, 1991), 113.

16Cf. Alberto Echeverri, «Al menos, un poco de aire fresco. Contribución a una relectura de la paz y la libertad religiosa desde la encíclica Pacem in terris», Franciscanum 162, Vol. 56 (2014): 133-159.

17En adelante vamos a utilizar el nombre de Francisco para referirnos a este gran santo de la edad media que se ganó la admiración y el reconocimiento de todos los pueblos.

18Traducción propia «Como saludo, el Señor me revela que deberíamos decir: ‘Que el Señor te dé paz’».

19José Antonio Merino, Visión franciscana de la vida cotidiana, 113-114.

20Cómo San Francisco amansó, por virtud divina, un lobo ferocísimo (Florecillas de San Francisco, Capítulo XXI).

21José Antonio Merino, Visión franciscana de la vida cotidiana, 114-115.

22José Antonio Merino, visión franciscana de la vida cotidiana, 118.

23Expresión acuñada por el filósofo alemán Edmund Husserl en el x29 de Krisis.

24Primera regla que redactó San Francisco para los hermanos. Cf. 1 R 22, 33-34.

25Fraternidad entonces es sentir a los otros como hermanos, debe ser un sentimiento auténtico, -no puede ser una postura artificial-, pues es lo que posibilita entrar en permanente relación de intercambio y de entrega mutua. En ese orden de ideas, para la espiritualidad la francisca el otro, real y concreto, no es un obstáculo a vencer, el otro es hermano con quien comparto un proyecto de vida en común, una casa común (Papa Francisco), una lucha común, en nuestro caso: la lucha de la construcción de la paz, la lucha por un nuevo ethos.

26Este es uno de los más importantes manuscritos de San Francisco de Asís que expresa una síntesis de su vida entregada al Evangelio y la herencia de él a la naciente Orden. Cf. TO 1-41.

27Traducción propia: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba lo que yo debía hacer, pero el mismo altísimo, (Dios) me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio».

28 Daniel Herrera, «Persona, concepto y realidad», Franciscanum 129 (2001): 111-118.

29 José María Arregui, «La vocación de los hermanos menores», Selecciones de Franciscanismo 67 (1994): 89- 121.

30La minoridad es el otro gran valor de la espiritualidad franciscana, el cual configura un binomio fundamental con el valor de la fraternidad y da soporte carismático a dicha espiritualidad. Este valor es un estilo de vida, un modo de ser y de situarse frente a la misma vida, a los demás e indudablemente frente a Dios. Esencialmente, hay que comprender dicho valor como actitud de servicio, de desapego y de respeto por el otro, es decir, como un criterio de vida.

31En el texto de los Escritos de San Francisco se encuentra la segunda vida de Celano referida al santo de Asís. Cf. 2 Cel 18.

32 Julio Micó, «Menores y al servicio de todos», Selecciones de Franciscanismo 60 (1991): 427-450.

*Artículo de Reflexión producto de las investigaciones y discusiones que los autores desarrollan en sus respectivos procesos de formación y labor pedagógica.

**Licenciado en Filosofía. Especialista y Magister en Filosofía Contemporánea. Doctorante en Filosofía y miembro investigador del Centro de Filosofía del Derecho (CPDR) de la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Catedrático de la Universidad del Tolima, Colombia. Contacto: Jhon.losada@uclouvain.be.

***Licenciado en Filosofía y Licenciado en Teología. Especialista en Filosofía Contemporánea de la Universidad de San Buenaventura, Bogotá. Actualmente realiza el Master en Filosofía en el Instituto Católico de París, Francia. Contacto: julianbeltranofm@hotmail.com.

Para citar este artículo: Losada Cubillos, Jhon Jairo y Beltrán O.F.M., Fr. Julián Andrés «Fraternidad, Minoridad de cara al problema de la Paz en Colombia: reflexiones desde la filosofía política y la espiritualidad franciscana». Franciscanum 172, Vol. LXI (2019): 1-18.

Recibido: 24 de Noviembre de 2018; Aprobado: 22 de Diciembre de 2018

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