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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

Print version ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.62 no.173 Bogotá Jan./June 2020  Epub Jan 26, 2021

https://doi.org/10.21500/01201468.4151 

Filosofía

Conciencia y subjetividad. Explicitación crítica de los presupuestos filosóficos inherentes a la noción de «objeción de conciencia» *

Consciousness and subjectivity. A critical explicitation of the philosophical assumptions inherent in the notion of «conscientious objection»

Federico Ignacio Violaa  **
http://orcid.org/0000-0001-6845-9270

aUniversidad Católica de Santa Fe - CONICET Santa Fe, Argentina


Resumen

Esta investigación ofrece un esbozo de una forma alternativa de concebir la categoría clásica de la subjetividad que subyace al concepto de objeción de conciencia y de desobediencia civil.

La mayoría de los puntos de vista habituales sobre este tema se centran en el individuo y sus derechos. Demostrando que este enfoque es insuficiente y, por lo tanto, insatisfactorio, esta investigación destaca la importancia de conceptualizar de nuevo la categoría de subjetividad, lo que a su vez hará posible una nueva forma de conceptualizar la noción de objeción de conciencia, es decir, pensar en ella no más como un derecho individual, sino como un deber de responsabilidad social.

Para la explicitación de este enfoque alternativo, esta investigación se basa principalmente en la obra de Emmanuel Levinas, quien centra todas sus reflexiones filosóficas en la perspectiva del otro (autrui).

Palabras clave: objeción de conciencia; desobediencia civil; subjetividad; conciencia; Levinas

Abstract

This research offer an sketch of an alternative way of conceiving the classic category of subjectivity which underlies the concept of conscientious objection and civil disobedience.

Most usual viewpoints on this topic focuses on the individual and his/her rights. Through showing that this approach is not satisfying and insufficient, this research highlights the importance of conceptualizing anew the category of subjectivity, which in turn makes possible a new way of conceptualizing the conscientious objection, i.e. thinking of it not any more as an individual right but as a social responsibility duty.

To address this alternative approach this research draws upon mostly the work of Emmanuel Levinas, who focus all his philosophical reflections on the perspective of the other (autrui).

Key words: Conscientious objection; civil disobedience; subjectivity; conscience; Levinas

Introducción

En las reflexiones que siguen a continuación me propongo cuestionar de manera general la noción de «objeción de conciencia» tal cual la conocemos y concebimos en nuestra época1, aclarando que este «cuestionar» posee aquí el sentido eminentemente positivo de un preguntar que busca poner de relieve los supuestos dados por evidentes y ciertos de manera acrítica, sin más, relativos a tal concepto. Este cuestionar crítico representa un poner en tela de juicio en el sentido de un llamar a juicio a una forma de entender la «objeción de conciencia» surgida en torno al paradigma moderno de subjetividad. Consideramos que la mencionada noción de «objeción», no ha sido cuestionada de manera radical, ni siquiera por los acérrimos detractores de la noción moderna de subjetividad.

De esta forma se aspira a superar el dilema planteado por Rawls entre desobediencia civil como cuestión publica y objeción de conciencia como una cuestión exclusivamente privada2. El dilema, en efecto, desaparece a partir de que la objeción de conciencia deja de ser concebida como un acto meramente privado, «subjetivo», ya que, como se sostendrá a lo largo del presente estudio, la conciencia no es la que objeta, sino la que es objetada. De suerte que esta surge no de una mera elucubración privada, de un soliloquio pseudo-moral subjetivo, sino que se constituye como tal, esto es como desobediente y cuestionadora de un determinado orden jurídico, en tanto tiene que obedecer a una alteridad que la interpela, que la conmina y convoca a cumplir con una responsabilidad que está más acá de todos los derechos que sostenía y de todos los compromisos que había asumido.

Lo que me propongo, por lo tanto, no es entrar en el dilema de tener que definir si la objeción de conciencia en cuanto tal es una medida que sea legítimo tomar y sostener, o que deba ser descartada de plano. Simplemente me propongo plantear preguntas respecto de su carácter eminentemente ético y social. Carácter que se pone de relieve en determinados casos en los que el objetor de conciencia parece más bien acatar una orden, cumplir con un deber, antes que ejercer un derecho.

Siguiendo los escritos de Emmanuel Levinas me esforzaré por cuestionar ante todo el principio general según el cual la objeción de conciencia deriva del principio fundamental de la libertad de la conciencia y por esto mismo se pondrá en tela de juicio, aunque más no sea de manera indirecta, el concepto de libertad en su uso medianamente vulgar.

En esta misma línea intentaré demostrar que la objeción de conciencia consiste en un acontecimiento absolutamente excepcional e individual personalísimo aunque no por eso de carácter meramente subjetivo individual. Lo cual acarrea que la reflexión que aquí se presenta sea, más bien, de naturaleza extra-jurídica, pues se trata de plantear una situación extra- ordinaria, es decir, una situación que consiste en un hecho que supera, precisamente, todo ordenamiento normativo y legal y, en cuanto tal, introduce exactamente una ex-cepción a las normas vigentes.

Se hará evidente, por eso mismo, el hecho de que la reflexión crítica llevada a cabo en este estudio es de naturaleza extra jurídica y no «anti» jurídica, es decir, que el planteo ofrecido no intenta meramente contrarrestar el orden jurídico sino ir «más allá» de sus contornos normativos, demostrando, de esa forma, su insuficiencia. Esto significa que el presente estudio no aspira, de ninguna manera, a negar el orden jurídico, así como tampoco aspira a subestimarlo, ni mucho menos a pretender suplantarlo a través de la postulación de un orden de otro tipo, ya sea de naturaleza axiológica, ética o moral. Lo que se intenta aquí precisamente es tematizar una situación que justamente no se puede categorizar, no se puede sistematizar, ni mucho menos conceptualizar, de manera que nos vemos enfrentados a la paradoja de querer circunscribir con palabras aquello que, justamente por su misma naturaleza no se puede poner en palabras, no puede ser dicho, porque no se puede ni pre-ver y en este sentido no se puede pre-decir. Por esto mismo tampoco se puede prescribir.

Se parte, por lo tanto, del presupuesto cuasi obvio de que todo ordenamiento jurídico no solo es legítimo de suyo, sino también y sobre todo necesario, de donde se colige que el ordenamiento jurídico de la sociedad es de suyo fundamental y originario3. Pero, al mismo tiempo, se postula la posibilidad de la irrupción de una situación pre-originaria que pone en jaque dicha legitimidad fundamental del ordenamiento del derecho por el carácter extra-ordinario y ex-cepcional que reviste dicha irrupción4.

Queremos poner de manifiesto que esta irrupción acontece en la forma de una desobediencia a la norma y que, por lo tanto, no puede sino ser percibida como una perturbación del orden establecido. La principal hipótesis planteada consistirá entonces en reparar en el hecho paradójico de que la desobediencia de la ley, consecuencia de la objeción de conciencia, se basa, empero, en una obediencia primordial a un mandato de carácter ético y social al que no se responde desde la propia autonomía y libertad. Esto es, la responsabilidad ética por los otros no surge de una «iniciativa» propia, sino que el gesto mismo de responder a dicho mandato es precisamente la expresión inaugural instituyente -el síntoma- de una autonomía subjetiva que inicia desde sí misma, pero que a su vez está precedida, «investida», por una responsabilidad que ya siempre la orienta.

Es precisamente en este sentido que será menester esbozar una concepción de la conciencia, y por ello mismo de la subjetividad, diferente a la que conocemos por la tradición filosófica occidental -y que se ha dado por obvia sin más-. Esta concepción tradicional del sujeto, como ya se mencionó, es deudora principalmente de la modernidad filosófica y, enmarcada dentro de la tradición griega, constituye también una forma bien determinada de comprender el cristianismo y su rol en la esfera pública5.

1.Sujeto y libertad

Lo que se tratará de dilucidar a continuación es en qué puede consistir una obediencia que no se vincula con la libertad, es decir, que no se vincula con ninguna forma de autonomía subjetiva, puesto que refiere a un tipo de «subjetividad» que acontece, precisamente, como el acatamiento mismo del mandato que la interpela. De ahí que la subjetividad es tal en cuanto obedece el mandato. Se trata de una forma de la subjetividad que se efectiviza como acatamiento.

Según el modelo corriente de libertad, la obediencia a una ley que obliga, a un imperativo prescrito, presenta una paradoja difícil de salvar, a saber, el hecho de que la subjetividad libre en cuanto tal no puede obedecer una norma a no ser que esta provenga de ella misma. Lo cual acarrea que obedecer un mandato que no provenga de la misma voluntad autónoma implique una contradicción en los términos y, por eso mismo, la destrucción misma de la libertad.

Acorde con esto, la racionalidad occidental rechaza de lleno, escandalizada, la idea de un compromiso por el otro sin elección. Razonan de este modo los hombres, en nombre de la libertad, como si hubiesen asistido a la creación del mundo y como si solo pudiesen hacerse cargo de un mundo surgido de su libre arbitrio y de sus propios proyectos. Pero estas son solo presunciones de filósofos, presunciones idealistas, declara Levinas6.

La heteronomía, esto es la obediencia a un mandato que no provenga de sí mismo, está, según este esquema, en contradicción directa con la arquitectura de la razón práctica. De manera que el problema de la imposibilidad de acatar un mandato solo quedaría resuelto si se acepta el supuesto de que «mandar es estar de acuerdo de antemano con la voluntad a la que se manda»7. Consecuentemente si obedecer supone hacer la voluntad del que manda, mandar, implicará, según el principio de la autonomía, «hacer la voluntad del que obedece», puesto que -como explica Levinas- «la voluntad solo puede recibir la orden de otra voluntad porque encuentra dicha orden en sí misma. [de manera que] si la orden es contraria a la razón, chocará contra la resistencia absoluta de la razón»8. Así es como la «libertad de mandar», lejos de constituir una fuerza ciega, representaría ante todo un pensamiento razonable del que no se puede escapar so pena de caer en contradicción consigo mismo en cuanto «ente racional».

No deja de ser interesante, sin embargo, -a la vez que sintomático- el hecho de que Kant ponga a un sentimiento (Gefühl) como el origen del respeto por la dignidad del otro9. Dicho sentimiento no es sino, pues, la conciencia de subordinación de la voluntad a la ley que, a diferencia de los demás «sentimientos», no resulta del influjo de un elemento empírico. Por el contrario, tiene su origen en el efecto que sobre la conciencia moral tiene la ley establecida por la razón pura en su uso práctico. En este sentido, afirma Kant, «aquello que reconozco inmediatamente como una ley para mí, lo reconozco con respeto, lo cual significa simplemente que cobro consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una ley sin la mediación de otros influjos sobre mi sentido»10. Lo que el sujeto reconoce como ley, lo reconoce al mismo tiempo con respeto. Y ese respeto, que es de orden sensible, lo mueve a cumplir la ley.

El respeto representa aquí un «móvil a priori» en oposición a los otros móviles empíricos de la sensibilidad. Kant lo denomina «“sentimiento producido espontáneamente” por oposición a los otros afectos que son “sufridos o recibidos por influencia”»11; este constituye, por tanto, un estado afectivo que padece el sujeto como correlato del ejercicio de la razón pura y que deja su huella en la facultad de desear.

Ahora bien, el respeto de la alteridad del otro, en tanto esta es percibida como el límite o más propiamente como la «suprema condición restrictiva en el uso de todos los medios»12, impuesto al sujeto, no mienta ni una limitación en la potencia de conocer (límite puramente especulativo), ni una limitación en la potencia de actuar (impotencia empírica, obstaculización física). El respeto por el otro constituye un sentimiento cuya «potencia» no compite contra una fuerza que se le opone. El mandato de respetar al otro no es por eso no coercitivo ni coactivo. Pues, bien lo sabemos, puedo asesinar al otro si se me antoja aplicando un mínimo de esfuerzo y de ingenio, al punto que el asesinato constituye uno de los hechos más triviales y comunes de la historia humana13. La exigencia ética no es, por eso, una necesidad de orden ontológico14; designa más bien un límite ético-práctico; en el sentido de que dicho límite «es aquí pura alteridad: el otro vale y existe, existe y vale de frente a mí. Y su alteridad se distingue en el sentido de colocar un punto de detención a mi tendencia a determinar todas las cosas como dirección de mis inclinaciones y a incluirlo por lo tanto intencionalmente en mí como objeto de mis inclinaciones»15.

A partir de la noción de respeto, la alteridad pasa a constituir el límite de la acción ética, así como en el orden teorético, la cosa en sí constituye el límite de toda experiencia posible. En efecto, la existencia absoluta del otro no puede ser, estrictamente hablando, percibida «teóricamente» por el sujeto, de manera que su «ser» se hace efectivo en y a través de la obediencia al postulado práctico que lo determina «como aquello que limita la pretensión de reducir la persona a su cualidad deseable y como aquello que funda su aparición misma»16. El otro en cuanto tal no «aparece», por lo tanto, sino en el plano práctico, es decir que solo comparece como límite y como «objeto» de respeto. Por eso, cada persona, declara Ricoeur, «no solamente se me aparece, sino que se posiciona absolutamente como fin en sí limitando mis pretensiones de objetivarla teoréticamente y de utilizarla prácticamente, es entonces que ella existe, al mismo tiempo, para mí y en sí»17 de modo que su existencia solo puede ser concebida como una existencia-valor.

2.De la libertad al orden y sus paradojas

El orden institucional que se basa, por el contrario, en la forma antes mencionada de comprender la libertad, lejos de contribuir a la instauración de una comunidad de semejantes en la que cada uno mira por el otro, constituye -según Levinas- antes bien un orden formal en el que cada individuo representa una unidad indivisa, una identidad, que se pone, que se afirma a sí misma en su particularidad, y que excluye a todas las demás identidades. Un individuo representa en este esquema una mera alteridad individual. Siendo esta una mera alteridad formal. Como dice Levinas cada uno representa «un otro para todos los demás.

Cada uno excluye a todos los demás, existe aparte de ellos, existe por su parte»18. De suerte que cuando las libertades se ponen unas al lado de otras como fuerzas que se afirman al negarse recíprocamente, se desemboca necesariamente en un tipo de sociedad en la que los individuos conforman un conjunto en el que las libertades de cada uno inevitablemente o se enfrentan o se ignoran entre sí. Y así es entonces que el Estado deviene una necesidad, ya que solo siguiendo la sabiduría de la tradición y del pensamiento occidentales, es como los Individuos pueden superar la violencia excluyente producto de su autoafirmación identitaria y de su mutua oposición a través de una paz establecida por el saber y garantizada por la Razón y la Verdad19.

De esta forma se hace patente que la obra suprema de la libertad, su función última y primordial, no consiste más que en ser garantía de sí misma, lo cual conlleva que coagule en institución, esto significa que su producto más acabado constituye un orden externo al sujeto que aseguraría, precisamente, la posibilidad de superar los obstáculos que la amenazan como tal20. Esta «externalización» del orden racional subjetivo es precisamente el Estado, que en cuanto ordenamiento institucional no surge sino del compromiso de la libertad para consigo misma. El orden institucional del Estado que surge, como queda demostrado, de la libertad y es su garantía permanente; y que con su estructura normativa y legal es garantía de tranquilidad en la «tolerancia» recíproca de los individuos, es descrito admirablemente por Levinas del siguiente modo:

Los «yoes» diversos convergen en la verdad racional a la que obedecen sin coacción, sin renunciar a su libertad. La voluntad particular del Individuo se eleva a auto-nomía de la persona en la que el nomos, la ley universal, obliga al ego, consciente y racional, sin forzarle. La voluntad es razón práctica. Las personas, diferentes o extrañas unas a otras, se asimilan. Así se satisface -tal es al menos la intención- la unificación libre de las personas particulares en torno a verdades ideales, especialmente las de la Ley. El Individuo se abre a la paz humana a partir del Estado, de las instituciones, de la política. Incluso en lo religioso, la autoridad se impone a la libertad del Yo a través de la teología mediante la verdad de la Razón. (…) Y, por tanto, la conciencia, el saber, la verdad y la sabiduría de la que la conciencia es posibilidad, así como el amor -y en consecuencia la filosofía, en el sentido griego del término, madre de toda ciencia y de toda política-, constituirían la espiritualidad misma del Individuo humano, la humanidad del hombre, la personalidad del Individuo, fuente de los derechos humanos y principio de toda justificación. Espiritualidad que significa la igualdad entre personas en paz. Paz del Individuo humano en cuanto existencia para sí, en cuanto seguridad del hombre satisfecho en el bienestar y la libertad. Tranquilidad de un reposo en su positividad y en su posición (…). Y es esta una igualdad (…) en la que se promete a los Individuos humanos, mediante la Razón, la igualdad formal de todos los Individuos -por muy desigualmente que la Naturaleza les haya dotado- de su género. Los Individuos humanos, en el género humano, se prestan al juicio y a la objetividad necesaria para el ejercicio de la justicia que restablece en cada caso la paz. Este es el esquema al que todos nosotros [ occidentales] referimos la condición humana y los célebres derechos humanos, principio y criterio de toda justificación. [Los derechos humanos] queda [n] así referido [s] al Estado y a la lógica de lo Universal y lo Particular, [y representarían de esta forma] el orden ineluctable de la humanización del Individuo, de su justicia y de su paz21.

La humanidad del individuo y el orden que la protege serían el subproducto de su conciencia racional. Sin embargo, el orden que pretende garantizar la libertad contra la tiranía del desorden y del caos no se presenta exento de paradojas y a la larga termina siendo percibido como contradictorio de facto con la propia libertad. Pues las garantías adoptadas por las voluntades libres para su propia salvaguarda, las cuales se plasman en un contrato que sustenta el orden, son experimentadas al fin de cuentas como una nueva forma de opresión. Y esto es así, probablemente porque no se puede identificar pura y simplemente la voluntad del individuo concreto con la racionalidad impersonal, esencia del ordenamiento social general. Es por esto que Levinas postula una forma de la subjetividad que no se reduce a la conciencia y a la voluntad, siempre universales y formales, sino que propone concebirla como refractaria al orden, esto es como una forma extra-ordinaria o ex-cepcional de ser sujeto. Dicha forma, que reside más acá de cualquier identidad individual, Levinas la denomina interioridad22.

Con dicho término no hace más que referir el hecho de que el sujeto en cuanto libre, en cuanto comienzo y origen primero, se encuentra siempre ya precedido con una precedencia irrepresentable. Es decir, que su identidad está antecedida por un pasado que jamás ha sido presente y que por eso mismo no se deja recuperar por ninguna forma de conciencia, sino que permanece siempre indefectiblemente como pasado inmemorial o an-árquico23.

Es precisamente en este sentido que Levinas afirma que la libertad constituye una suerte de inicio absoluto, de manera que ser un sujeto libre constituye el hecho de existir como origen. Así pues, toda acción se realiza según «el carácter iniciador -incoativo- libre de la conciencia [y] la conciencia es un modo de ser tal que el comienzo es su esencia. […] Acción, libertad, comienzo, presente, representación -memoria e historia- articulan de diversas maneras esta modalidad ontológica que es la conciencia»24, concluye Levinas.

Ahora bien, este pasado inmemorial no refiere a la nada del ser, pues esta no representa sino su contra cara, el revés del ser. Aquí Levinas se refiere a un derecho del ser cuyo revés no se puede dar vuelta, esto es a un derecho sin contracara, sin correlato. En este sentido, y jugando con las palabras, diremos que los sujetos en tanto libres son concernidos en sus derechos por un «revés» que los determina pero que no se deja a su vez «poner al derecho», es decir, que no se transforma jamás ni puede traducirse en derecho positivo.

3.Más allá de la alternativa binaria libertad/determinismo

Aquí tocamos el punto esencial de nuestra hipótesis en tanto que arribamos a la noción de una determinación que instituye la subjetividad, la libertad, pero sin ser su correlato causal; de manera que dicha determinación permanece siempre más acá de la dicotomía libre/no- libre. Pues se trata de un tipo de determinación que no constituye el contrapunto negativo de la libertad, es decir, que estamos hablando de una determinación que no se contrapone frontalmente a la libertad porque que le es anterior con una anterioridad insuperable. Este es precisamente el sentido de una determinación de orden moral.

Y esto es así porque el comparecer del determinante ante lo determinado es imposible cuando se trata del bien, puesto que el bien -afirma Levinas contrariando toda una venerable tradición filosófica- constituye una obligación no escogida sin representar por esto una violencia opuesta a una elección. De esta forma la relación con el bien, su ejercicio efectivo en la bondad, configura al sujeto como interioridad y lo sitúa más acá de la libertad y de la no-libertad, fuera de toda bipolaridad axiológica. De manera que el sujeto responsable se encuentra obedeciendo al bien con una obediencia anterior a la recepción de órdenes25, acatando de esta forma un «valor» único que carece de un anti-valor correlativo, un valor - comenta Levinas- que no se ofrece jamás como tema, que no está jamás presente, que siempre ya pasó y que por eso no puede ser representado26. De él solo podemos decir que es no-ausente gracias a los vestigios y huellas, siempre ambiguas, que deja tras de sí.

Esta noción de una interioridad orientada «a priori» nos remite a la noción de un «Bien, que no es objeto de una elección, pues se ha adueñado del sujeto antes de que el sujeto haya tenido el tiempo -es decir la distancia- necesaria para su elección»27. Pero al carácter avasallador del Bien y de la responsabilidad que desbordan toda capacidad elección, el carácter abrumador «de la obediencia anterior a la presentación o la representación del mandato que obliga a la responsabilidad -se anula por la bondad del Bien que ordena. [De manera que] el obediente vuelve a encontrar, más acá del sometimiento, su integridad. La responsabilidad indeclinable y, sin embargo, nunca asumida con entera libertad es bien»28 concluye Levinas.

Esta noción de interioridad que se intenta circunscribir coincide, evidentemente, con la noción de una pasividad sui generis que no es el correlato de ninguna actividad ontológica, sino que debe pensarse como pasividad absoluta sin más. Cabría preguntarse aquí, ciertamente, si conceder un tipo de pasividad tan radical no significaría -pregunta Levinas- entregarse a la fatalidad o a la determinación que son la abolición misma del sujeto. La respuesta a dicha pregunta debería ser afirmativa solo si la alternativa libre/no-libre es última y si la subjetividad consiste meramente en ser origen de sí misma, identidad absoluta irrebasable29.

Pero la pasividad a la que aquí nos referimos está más acá de toda dicotomía, lo que nos permite pensar una forma de la subjetividad donde la obediencia a un mandato no constituye el efecto que se sigue a partir de la libertad que la cualifica, sino que representa precisamente su inicio mismo como subjetividad libre en el ser.

Diremos entonces que la subjetividad en tanto interioridad comienza en el ser, adviene a la existencia, como respuesta obediente a un mandato que la constituye como tal. La subjetividad es, por esto mismo, responsable. La «imposibilidad» por eso de describir esta interioridad pre-originaria, antes que designar la incapacidad de la formulación de un concepto que figure en el discurso «normal» de la filosofía, refiere más bien a una responsabilidad, anterior a la libertad, responsabilidad por los otros, anterior a todo compromiso libre30.

En efecto la interioridad en cuanto pasividad radical designa precisamente la situación de estar acatando obedientemente el mandato (heterónomo) del otro sin tener la posibilidad de no acatarlo, es decir, sin tener la capacidad de elegir acatarlo o no. Representa, por lo tanto, en cuanto lugar de la bondad, la excepción a la regla del ser, lo extra-ordinario que irrumpe e interrumpe el orden de la ontología.

Existir en la forma de una interioridad consiste entonces en estar obligado a una responsabilidad que no tiene ni comienzo ni final, es decir consiste en existir «responsorialmente» obedeciendo un mandato antes de percibirlo como tal.

4. La objeción a la conciencia

Con relación a la historia de nuestra cultura se hace imprescindible -junto con Levinas- preguntar: «¿Ha convencido siempre la Razón, a las voluntades? ¿Han sido siempre las voluntades razón práctica, impenitentes en una cultura en la que la Razón triunfal de las ciencias animaba la historia misma y no podía cometer paralogismo alguno?»31.

Ante tales preguntas no hay conciencia que quede incólume, no hay conciencia que no acuse cargo de conciencia. Pues nos embarga «la angustia - dice Levinas - de una responsabilidad que [nos] incumbe [como] individuos que sobreviven a la muerte violenta de [tantos seres humanos]. Como un escrúpulo de sobrevivir a los peligros que amenazan a los demás. Como si cada [uno de nosotros], con sus manos limpias y en la inocencia cierta o presunta, tuviese que responder por las hambrunas y los crímenes [que se cometen a diario]. El temor de cada cual por sí mismo, en su propia mortalidad, no basta para acallar el escándalo [que genera tanta] indiferencia ante los sufrimientos ajenos»32.

Y esta angustia que surge, no de la propia finitud condenada a existir hasta la muerte, sino más bien de la responsabilidad ante la finitud, ante fragilidad del otro, nos remonta hasta su misma alteridad, hasta su mismo rostro, cuya esencia no constituye sino el imperativo mismo, el mandato con el que nos interpela. En efecto, toda la alteridad del otro está hecha de este imperativo con el que nos enfrenta. Pues el otro no es el «emisor» de un mandato que percibimos en la forma de una articulación lingüística determinada, en la forma de una configuración simbólica definida, sino que el otro, su rostro, es el mandato mismo. Y desde su rostro, que constituye el contenido de su alteridad misma, nos requiere entonces con un imperativo inaplazable: «No matarás». Esta posibilidad la vislumbra Levinas cuando pregunta:

¿No existe siempre ya una relación de mandato sin tiranía, esto es de voluntad a voluntad, que antes de ser obediencia a una ley impersonal, representa la condición indispensable para la institución de toda ley, de todo orden jurídico? La institución de una ley razonable que busca garantizar y proteger la libertad ¿no supone siempre ya una posibilidad de entendimiento directo, in-mediato, entre particulares como condición para la institución de dicha ley?33.

En el mundo de la libertad, donde todo está permitido salvo lo imposible34, irrumpe el bien como bondad de particular a particular. Y esta irrupción que siempre ya acontece como sustrayéndose a la bipolaridad axiológica que nace de la libertad, constituye una «objeción» a la conciencia, al sujeto libre y autónomo. La objeción de conciencia, en el sentido objetivo de la preposición de genitivo «de», refiere por lo tanto a la determinación de una conciencia por una alteridad que, interpelándola, la ordena reorientándola hacia el bien. El acontecimiento efectivo de dicha objeción tiene lugar, por lo tanto, más allá del esquema moral y político tradicional imperante según el cual la percepción de un valor extra-jurídico «subjetivo y privado» entra en conflicto con otro valor obligante de la ley positiva, y conduce de esta forma a la desobediencia de la ley considerada injusta.

La determinación política de lo bueno y de lo malo, inherente al esquema del derecho positivo y liberal, es tan necesaria como aporética en cuanto termina reduciéndose al gesto astuto y sagaz de los que detentan el poder. Es decir, desemboca en esa forma de la praxis política tal y como la conocemos en la actualidad.

Pero la objeción ética con la que la alteridad del otro se opone a la conciencia subjetiva no representa un reparo cualquiera, sino que constituye la manera misma de su comparecer. De suerte que su oposición no cualifica meramente la esencia de la libertad, sino que la constituye, pues el otro -dice Levinas admirablemente-, a diferencia de los objetos mundanos «es el que me ofrece resistencia por su oposición, y no lo que se me opone por su resistencia»35. Es decir, que su oposición no se hace efectiva dialécticamente contra mi libertad, como si mi libertad constituyera su razón de ser, sino que es mi libertad la que resulta cualificada por su oposición, cualificada esencialmente como finita, como libertad limitada, condicionada en tanto que responsable por aquello que la confronta.

Esta objeción imperativa que proviene del otro significa a la manera de un «no» que, si bien no es meramente formal, tampoco constituye, como ya se ha mencionado, una fuerza intramundana que se contrapone a mis potencias y capacidades. La imposibilidad de hacer el mal a quien me presenta su rostro representa la posibilidad de «encontrarse con un ser a través de una prohibición»36. Una prohibición que va más allá de su mera toma de conciencia, es decir, que no se reduce al mero conocimiento de la imposibilidad de dañar al otro, sino que representa esa imposibilidad misma en cuanto tal. Imposibilidad, sin embargo, que no es de orden ontológico, es decir, que no constituye el hecho bruto de una coerción física - obviamente se puede matar a otro, esa capacidad jamás desaparece. Se trata, empero, de una «imposibilidad» de orden inteligible, a la manera de un imperativo que obliga éticamente, más allá o más acá de la voluntad misma y su capacidad de autodeterminación.

La desobediencia al orden jurídico, a la ley establecida, constituye por lo tanto el epifenómeno derivado de esta obediencia ética primordial, «condición» de la conciencia, de la libertad y del orden que impone la ley positiva.

El desacato al orden resulta sin duda escandaloso y no puede ciertamente no serlo. Dicho escándalo, empero, constituye precisamente la condición de una paz más fundamental que la tranquilidad del hombre seguro de sí mismo, perseverante en su ser, puesto que dicha paz no se reduce a la mera ausencia de confrontación, al armisticio, a la tolerancia a regañadientes de lo que me estorba, pero me es indiferente. Se trata antes bien de concebir una paz paradójica que supone una conciencia in-quieta, in-tranquila, incapaz de encontrar reposo y exasperada por un cargo de conciencia que no puede conjurar37. Pues la paz no es reposo, descanso, satisfacción de uno consigo mismo, sino esencialmente una tarea infinita: la de la responsabilidad para con todos los otros, siempre más inocentes que yo.

Conclusión: la objeción de conciencia como obligación o deber, más allá de todo derecho

Se trata de aventurarse a pensar una forma de obediencia primordial y primigenia, que acata una orden inaudita. Una orden que no posee carácter prescriptivo sino carácter constitutivo. Una «orden» que significa ante todo como un ordenamiento, como una disposición, esto es, que designa más una manera de existir antes que una determinada forma de actuar.

Se trata de la paradoja que atenta contra la lógica y el sentido común en cuanto, como dice Levinas, supone un trastorno anacrónico, esto es una anterioridad de la responsabilidad y de la obediencia con respecto a la orden recibida o al contrato38. Como «si el primer movimiento de la responsabilidad no pudiese consistir ni en esperar ni siquiera en acoger la orden (lo cual sería aún una cuasi-actividad), sino [que consistiera] en obedecer a esta orden antes de que se formule. O también como si se formulase antes de todo presente posible, en un pasado que se muestra en el presente de la obediencia sin recordarlo, sin proceder de la memoria; como si se formulase por aquel que obedece en esta obediencia misma»39.

Esta obediencia anterior a la libertad, anacrónica por antonomasia, determina a la conciencia a su pesar «orientándola» en la toma de decisiones morales, libres y conscientes. Es la condición misma de la conciencia en cuanto tal.

Este condicionamiento determina una obligación por la cual el actor moral, muchas veces, no puede dar cuenta precisa de su comportamiento, como si, justamente, hiciera algo que no puede no hacer y que no tiene su origen en una decisión absolutamente consciente y voluntaria propia. Brownlee, oponiéndose al plateo rawlsiano, concede precisamente el hecho de que la conciencia en el momento de desobedecer se encuentra constreñida a hacerlo. Aboga de esta forma por una noción más amplia de desobediencia civil según la cual esta se definiría como un verse constreñido a violar la ley de manera consciente y sin ocultarlo, en orden demostrar la oposición personal a la ley cuestionada y el deseo propio de un cambio profundo y permanente de la sociedad40.

En este sentido, la noción de desobediencia civil (política) se reconfigura como obediencia ética consciente de responsabilidad, esto es como el acatamiento de un mandato inmemorial antes de toda toma de decisiones.

Sin recurrir a una casuística vulgar, ni pretender probar nada con hechos, no está demás recordar aquí el caso Snowden41, el caso de un individuo que desobedece y desafía el orden establecido sin poder referirse a un «orden superior» jurídico, social o político para justificar su acción. En este resonado caso de impacto mundial que cambió la forma de percibir y de entender el Internet, y que incluso llevó a una crisis internacional diplomática sin precedentes, se muestran los vestigios de una desobediencia «obediente», esto es de una desobediencia cuyo fondo se confunde con el acatamiento de un mandato que no se puede desoír y que no proviene de ninguna voluntad ni libertad sino que, más bien, constituye su condición y razón de ser.

Brownlee señala con gran agudeza, en su controversia con Scheuerman42, la insuficiencia de la concepción rawlsiana respecto de la objeción de conciencia para comprender de forma adecuada y suficiente precisamente el caso Snowden.

En el presente planteo, tanto como en Brownlee, se hace evidente que la objeción de conciencia concebida en su radicalidad efectiva no puede reducirse a un mero acto de obstinación o pertinacia de un individuo a partir de convicciones meramente subjetivas o puntos de vista más o menos opinables. Pues como se intentó demostrar, la objeción de conciencia no consiste en la mera insistencia en doctrinas teóricas respecto de las cuales un sujeto adhiere «ciegamente» y a partir de cuyo conjunto se conformaría una creencia indiscutible a la que el sujeto adheriría de manera contumaz. No se trata ni de una insistencia, ni de una adhesión, sino precisamente del cuestionamiento de los compromisos y las adhesiones previas que constituyen la subjetividad en cuanto tal. La objeción a la conciencia se realiza en efecto no como adhesión sino como perturbación, es decir, como puesta en tela de juicio del orden establecido y de las creencias históricamente sedimentadas, tanto subjetivas como objetivas e institucionales.

El sujeto que objeta lo hace en cuanto ha sido previamente objetado en sus convicciones por una responsabilidad irreductiblemente precedente. Y este ser objetado no constituye el resultado de una especulación reflexiva a partir de la cual el individuo, partiendo de sus soliloquios, cambia sus convicciones y se decide a la acción. Se trata antes bien de un ser conminado, ser interpelado y reorientado a la acción por una interpelación que manda y ante la cual la conciencia acata.

De esta forma se supera la dicotomía entre objeción de conciencia y desobediencia civil, en tanto aquella no difiere de esta última por su privacidad y subjetividad. Un acto de resistencia en conciencia es necesariamente social porque es una respuesta a una interpelación, según el esquema levinasiano, que no se puede desoír. En el esquema liberal individualista que sostiene Rawls, por el contrario, la objeción individual forma parte de la toma de posición de individuos aislados que se aferran a convicciones o creencias que los definen como tales43. La desobediencia solo podría tener lugar en el esquema de leyes y derechos, donde la ley es criticada en aras de una mejora formal o legal. La desobediencia civil, en este sentido, contribuiría al progreso de la ley y el orden, es decir, del sistema, pero no necesariamente de los individuos concretos.

Coincidimos con Brownlee en subrayar la insuficiencia del planteo liberal que no puede superar la dicotomía entre la idea de una objeción de conciencia meramente privada y subjetivista. Pero en nuestro planteo vamos más lejos cuando sostenemos que el dilema se resuelve planteando la noción de una conciencia objetada, esto es, de una conciencia que se entrega a un deber más allá de todos sus derechos y que por eso es eminentemente «social» desde el principio.

No se trata en efecto en la objeción de conciencia de la elevación de una pretensión privada al rango de un derecho universal igualmente válido para todos, sino del deber que le adviene al sujeto a su pesar en la forma de un mandato ante el cual se juega su autonomía y libertad. Se trata, ciertamente, de una situación excepcional, extra-ordinaria. Pero lo excepcional, lo extraordinario es precisamente lo que define lo humano en cuanto tal. Por lo tanto, la conciencia que objeta lo hace en tanto solidaria de la humanidad de lo humano, lo cual si bien requiere la normatividad jurídica, no se define ni agota en ella, sino que la trasciende.

La desobediencia civil no puede constituir por esto mismo un derecho, puesto que no tiene «revés» posible. Esta situación única y difícil de contornear conceptualmente, está permanentemente presente influyendo activamente en la conformación del tejido social y político de nuestras sociedades contemporáneas. Negar su existencia es tarea fácil para el positivista y el realista político, pero su evidencia trastorna velis nolis el acontecer social sin que ese trastorno pueda convertirse en bandera partidista de ninguna facción en puja. Su efectividad, pues, no es apropiable, previsible ni controlable. Pues su sustancia no se compone de otra cosa que de la esperanza humana que ansía una convivencia social cada vez más justa, cada vez mejor.

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1 Por objeción de conciencia entendemos la «negativa de cualquier persona a seguir una orden judicial, directiva o ley sobre la base de una convicción inamovible personal declarada» Cf. Kimberley Brownlee, «Conscientious Objection and Civil Disobedience», en The Routledge Companion to the Philosophy of Law. Andrei Marmor ed. (London: Routledge, 2012), 532. Para una aproximación general al concepto de «objeción de conciencia», Cf. Kimberley Brownlee, «Civil Disobedience», The Stanford Encyclopedia of Philosophy (2017), consultada en enero 10, 2019, https://plato.stanford.edu/archives/fall2017/entries/civil-disobedience. William Smith and Kimberley Brownlee, «Civil Disobedience and Conscientious Objection», Oxford Research Encyclopedia of Politics, vol. 1 (2017); así como el artículo de Bobbio «Disobbedienza civile», en Norberto Bobbio, et al, eds. Dizionario Di Politica (Torino: UTET, 1983), 338.

2Cf. John Rawls, A Theory of Justice (Cambridge: Harvard University Press, 1971). Cf. también Maeve Cooke and Danielle Petherbridge, «Civil Disobedience and Conscientious Objection», Philosophy & Social Criticism, 10, Vol. 42 (2016): 2.

3En su trabajo como filósofo del derecho Fabio Ciaramelli insiste reiteradamente a lo largo de sus escritos en este carácter irrebasable y fundamental del ordenamiento jurídico, lo cual a su vez no excluye un preoriginario de carácter ético del cual aquel no se deduce de manera directa pero solo a partir del cual cobra sentido y significación. Cf. por ejemplo Fabio Ciaramelli, Instituciones y normas (Madrid: Trotta, 2009); Fabio Ciaramelli, Lo spazio simbolico della democrazia (Troina: Città Aperta Edizioni, 2003).

4Cf. Fabio Ciaramelli, «The Circle of the Origin», en Reinterpreting the Political: Continental Philosophy and Political Theory, ed. Lenore Langsdorf, Stephen H. Watson y Karen A. Smith (Albany: State University of New York, 1998), 127-140.

5Cf. Federico Ignacio Viola y Ana María Bonet de Viola, «Trascendencia y Sentido. Para una resignificación y revalidación de lo religioso en el ámbito público», en La Hospitalidad Del Pensar. Homenaje a Bernhard Casper, ed. Ángel E. Garrido-Maturano (Buenos Aires: sb, 2018), 115-128.

6 Emmanuel Levinas, De otro modo que ser o más allá de la esencia (Salamanca: Sígueme, 1995), 194.

7 Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre (Madrid: Caparrós, 1998), 100.

88 Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 100.

9Para un estudio más detallado sobre el tema del sentimiento de respeto en Kant, Cf. Federico Ignacio Viola, «Consideraciones en torno a la concepción kantiana de dignidad humana desde una perspectiva heterónoma», Revista de Filosofía 1, Vol. 39 (2014): 119.

10 Immanuel Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres (Madrid: Alianza, 2012), 75.

11Cf. Paul Ricoeur, A l’école de la Phéoménologie (Paris: Librairie Philosophique J. Vrin, 1986), 277.

12Cf. Immanuel Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, 128.

13 Emmanuel Levinas, Totalidad e Infinito (Salamanca: Sigueme, 1997), 212.

14Cf. Emmanuel Levinas, Ética e Infinito (Madrid: Visor, 1991), 81.

15Paul Ricoeur, A l’école de la Phéoménologie, 275. 16 Paul Ricoeur, A l’école de la Phéoménologie, 250.

16Paul Ricoeur, A l’école de la Phéoménologie, 250.

17Paul Ricoeur, A l’école de la Phéoménologie, 276

18 Emmanuel Levinas, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro (Valencia: Pre-textos, 2003), 221.

19Emmanuel Levinas, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, 222.

20Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 102.

21Emmanuel Levinas, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, 222-223.

22Emmanuel Levinas, Ética e Infinito, 63.

23Vale aclarar que la noción de an-arquía no reviste ningún sentido social-político sino ontológico designando aquello que carece de comienzo, de origen, de ἀρχή.

24Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 69.

25Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 7475.

26Cf. Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 76.

27Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 74.

28Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 74.

29Cf. Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 70.

30Cf. Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 72.

31Emmanuel Levinas, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, 223.

32Emmanuel Levinas, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, 224.

33Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre,103.

34Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, 103.

35 Emmanuel Levinas, La realidad y su sombra (Madrid: Trotta, 2001), 77.

36Emmanuel Levinas, La realidad y su sombra, 80.

37Sobre las paradojas de una paz ética Cf. Aïcha Liviana Messina, «La paz como primer lenguaje», Ideas y Valores 150, Vol. 61 (2012): 145-167.

38Cf. Fabio Ciaramelli, «L'anacronismo», en Etica come filosofia prima, ed. E. Levinas y A. Peperzak (Milano: Guerini, 1989), 155-179.

39Emmanuel Levinas, De otro modo que ser o más allá de la esencia, 57-58.

40«This broader conception sees civil disobedience as a constrained, conscientious and communicative breach oflaw that demon- strates one’s opposition to a law or policy and one’s desire for lasting change». Kimberley Brownlee, «The Civil Disobedience of Edward Snowden: A Reply to William Scheuerman», Philosophy and Social Criticism 10, Vol. 42 (2015): 4.

41Cf. William E. Scheuerman, «Whistleblowing as Civil Disobedience: The Case of Edward Snowden», Philosophy and Social Criticism 7, Vol. 40 (2014): 609-628.

42Kimberley Brownlee, «The Civil Disobedience of Edward Snowden: A Reply to William Scheuerman», 965- 970.

43 John Rawls, A Theory of Justice (Cambridge: Harvard University Press, 1971), § 55. 2. § 55.

*El presente artículo es el resultado de la investigación llevada a cabo como Investigador asistente del CONICET en el marco del Proyecto PIP 2015-2017 «Filosofía Postmetafísica. Sus consecuencias para la ética, el Estado de Derecho y el papel de la religión en el ámbito público» (Código identificación: 11220150100405CO).

**Doctor en Filosofía por la Universidad de Friburgo, Alemania, y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Litoral, Argentina. Ejerce la docencia en la Universidad Católica de Santa Fe, Argentina, y es investigador asistente del CONICET. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-6845-9270. Contacto: fviola@ucsf.edu.ar.

Para citar este artículo: Viola, Federico Ignacio. «Conciencia y subjetividad. Explicitación crítica de los presupuestos filosóficos inherentes a la noción de “objeción de conciencia”». Franciscanum 173, Vol. 62 (2020): 1-16

Recibido: 12 de Junio de 2019; Aprobado: 20 de Agosto de 2019

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