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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

versión impresa ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.63 no.175 Bogotá ene./jun. 2021  Epub 26-Abr-2021

https://doi.org/10.21500/01201468.4648 

Filosofía

La alegría de ser nada. La dádiva perfecta y la existencia capaz de recibirla en los Discursos edificantes de Søren Kierkegaard*

The joy of being nothing. The perfect endowment and the existence worthy of receiving it in Søren Kierkegaard's Constructive Discourses

Ángel Enrique Garrido Maturano1  **
http://orcid.org/0000-0002-0509-6692

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET); Instituto de Investigaciones Geohistóricas (IIGHI); Resistencia; Argentina


Resumen

El artículo analiza el discurso de S. Kierkegaard «Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba» y lo articula con otros dos Discursos edificantes. La articulación procura, primero, elucidar por qué el sí mismo auténtico es aquel que asume que no puede nada. Segundo, muestra el silencio, la obediencia y la alegría como las actitudes fundamentales sobre cuya base el sí mismo auténtico es en el mundo y caracteriza la fe originaria implícita en ellas como su condición de posibilidad. Finalmente, explicita el mundo en el que es el sí mismo auténtico como sitio justo abierto a la espera del reino.

Palabras clave: Sí mismo; Don; Nada; Fe; Alegría

Abstract

The article analyzes the discourse of S. Kierkegaard «Every good talent and every perfect endowment comes from above» and articulates it with two other constructive discourses. First, the articulation tries to elucidate why the authentic self is the one that assumes that it can do nothing. Secondly, it shows silence, obedience and joy as the fundamental attitudes on the basis of which the authentic self is in the world and characterizes the original faith implicit in them as its condition of possibility. Finally, it makes explicit the world in which the authentic self is as a just place open to the expectation of the Reign.

Keywords: Self; endowment; Nothingness; Faith; Joy

Introducción

El segundo de los Discursos edificantes publicado en el año 1843 por S. Kierkegaard se refiere a Sant 1, 17-21 y lleva por título «Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba»1. El primero de otro grupo de Discursos edificantes sale a la luz un año más tarde y se titula «Necesitar de Dios es la suprema perfección del hombre»2. En 1849 aparece «El lirio en el campo y el pájaro bajo el cielo. Tres discursos piadosos» que conforma la tercera de las series de discursos religiosos reunidos en Los lirios del campo y las aves del cielo3 por el tema bíblico común tratado en ellos. Las reflexiones que aquí comienzan se proponen reconstruir la articulación entre las afirmaciones esenciales de estas tres obras que acabo de señalar. El eje hermenéutico, en referencia al cual la investigación articulará los diferentes discursos, es la comprensión de la existencia como «ser-en-el mundo». Ello no debe ser entendido, en modo alguno, como el intento de reducir el contenido de los discursos kierkegaardianos a la explicitación que Heidegger ofrece de este existenciario fundamental en Ser y tiempo. No se trata de encajar los discursos religiosos del danés en la analítica existenciaria del alemán. Antes bien, de lo que se trata aquí es de tomar la estructura «ser- en-el mundo» como guía formal general del preguntar, de modo tal que ella nos permita explicitar quién es el existente capaz de recibir el don bueno y la dádiva perfecta que viene desde arriba; cómo «es-en» el mundo ese existente; y, finalmente, cómo viene al aparecer el mundo con el cual se relaciona el existente capaz de recibir la dádiva. Quedan así pre- delineados los objetivos a partir de los cuales se lleva adelante esta lectura de los textos kierkegaardianos, a saber, en primer lugar, explicitar por qué y en qué medida el existente capaz de recibir el don bueno y la dádiva perfecta debe ser concebido como nada. En este sentido, se parte de la hipótesis de que en los Discursos edificantes Kierkegaard comprende aquel sí mismo que es en verdad el sí mismo que él esencialmente es a partir de un «des- empoderamiento» de sí, de modo tal que los poderes fácticos de la subjetividad no se realicen como un proceso de determinación del mundo por el hombre, sino como la respuesta a una instanciación en que Dios, a través del mundo, sitúa al existente. En segundo lugar, se procurará determinar por qué y en qué medida las actitudes fundamentales -silencio, obediencia, alegría- a partir de las cuales el existente que ha logrado «ser-nada» se relaciona con el mundo surgen de la fe como su condición de posibilidad última. En este otro sentido, se toma como punto de partida la hipótesis según la cual los Discursos edificantes suponen una fe en el acontecer de lo que acontece que resulta originaria y constitutiva del sí mismo que existe auténticamente. Finalmente, el tercer y último objetivo radica en mostrar cómo viene al aparecer el mundo para el sujeto que es nada y que se relaciona con ese mundo sobre la base de la fe originaria. En este último sentido, la hipótesis que rige la lectura considera que el mundo viene al aparecer como la apertura de la posibilidad del reino. Es aquí, es decir en la apertura al mundo como posibilidad del Reino para todo sí mismo que es auténticamente tal, donde la interpretación filosófica de los Discursos edificantes debe callar, puesto que el paso de la apertura de la posibilidad del Reino a la espera de su efectivo advenimiento es sólo patrimonio de la fe religiosa.

En lo que al método respecta, aquí se trata -como decía- de reconstruir la articulación de las tesis fundamentales de diversos discursos por medio de un ejercicio hermenéutico. Con el término reconstruir se mienta el hecho de que la articulación propuesta, si bien no está expresa en los discursos kierkegaardianos, está implícita en ellos como una significación potencial susceptible de ser desplegada por obra de una interpretación que tome como eje de referencia para la lectura de los textos el modo en que en ellos se concreta la estructura formal general «ser-en-el mundo». Precisamente en la medida en que nos proponemos explicitar y configurar, a través de la puesta en diálogo de los distintos Discursos en función de un eje de referencia, lo que permanece implícito en ellos como mera posibilidad de sentido, el método de lectura se comprende a sí mismo como hermenéutico. Sin embargo, no se trata de una hermenéutica de tipo filológico ni de intención teológica, sino de lo que podríamos llamar una hermenéutica filosófica de la facticidad. En efecto, no me interesa tanto comprender de modo intrínseco los discursos de Kierkegaard ni las implicaciones teológicas o bíblico- exegéticas de su fe cristiana a través del análisis erudito e inmanente de los textos, cuanto explicitar las condiciones e implicancias filosóficas del factum de que el sí mismo sea esencialmente nada, y de que, por tanto y correlativamente, toda perfección del ser acaezca como donación que trasciende -«viene de arriba»- el poder del sujeto. Por ello hablamos de una hermenéutica de la facticidad y de un enfoque filosófico y no filológico o teológico. Finalmente agregaré que esta hermenéutica responde a una intención fenomenológico- trascendental. Jérȏme de Gramont, refiriéndose al discurso «Todo don bueno y toda gracia perfecta viene desde arriba», sugiere «reconocer como decididamente fenomenológico el hecho de que el cómo de la existencia permita acceder a la cosa misma, y que un pensamiento se construya alrededor del círculo formado por aquello que se da (toda gracia excelente y todo don perfecto venidos de lo alto) y lo que nosotros experimentamos (el cómo de la experiencia entendido como pathos existencial)»4. Si esto es cierto, este ejercicio hermenéutico, que se mantiene dentro de este círculo, en cuanto piensa el acceso a aquel don del que habla Kierkegaard en correlación con un modo de experimentar la propia existencia, se mantiene también, en un sentido amplio, en el orden fenomenológico. Además, y por último, puede agregarse que se trata de una fenomenología trascendental, toda vez que no se propone tan sólo describir la correlación entre un modo de realizar el sí mismo su existencia y un modo de acceder a aquello que se da, sino que trata de mostrar las condiciones últimas de posibilidad sobre la base de las cuales es posible comprender el sí mismo como nada y, correlativamente, el origen de la donación del ser de lo que es en el mundo como trascendente5.

1. El «quién» que recibe la dádiva: el sí mismo

1.1 El Don

Si abordamos el análisis del discurso «Todo buen don y toda dádiva perfecta viene desde arriba» en el contexto metodológico indicado, es decir, el de la correlación fenomenológica, debemos distinguir, por un lado, lo que se da, el don bueno y la dádiva perfecta, y, por otro, el modo en que el existente puede acceder a lo que se da tal cual ello se da. Centrémonos, en un primer momento, en el don bueno y en su donación. Ante todo Kierkegaard nos advierte que el don bueno no puede provenir del hombre. ¿Por qué? Porque un hombre puede llegar a saber que algo es bueno, puede saber cómo darlo y puede intentar darlo a otros hombres o a sí mismo, pero como el hombre no puede dominar el conjunto de acontecimientos y de relaciones que a cada momento se dan en la realidad efectiva, nunca puede estar del todo seguro si el bien que ha intentado dar no termina siendo un mal o, al menos, no es lo que en ese momento hubiese sido bueno sin reservas. No sin razón afirma Kierkegaard «que aun el amor del hombre más honrado, al intentar hacer el bien, podría ser dañino para otro hombre»6. Dicho con brevedad, como el modo en que se articula la totalidad de la realidad efectiva escapa al poder siempre finito del hombre, quien nunca puede ser cierto del conjunto de condiciones y consecuencias en que se insertan sus actos, ningún hombre puede ser el origen de una dádiva perfecta, aunque sepa teóricamente, es decir, de modo atemporal, abstracto y universal, qué es lo bueno; y aunque tenga la intención de darlo. El don absolutamente bueno no puede ser tampoco un don del mundo, porque el don bueno no se da «en» el mundo, sino al mundo, es decir, el mundo mismo, un cierto modo de acontecer suyo, es lo bueno dado: es el don que se da y no quien da el don. Por lo tanto, si el don bueno sin reservas no puede provenir del hombre ni del mundo, todo don verdadero, es decir, absolutamente bueno, toda dádiva perfecta, debe venir de lo Otro del hombre y del mundo. Y lo único Otro respecto del hombre y del mundo es Dios. Por eso el bien sólo puede venir, «de arriba», es decir, de aquel Poder -que el apóstol llama Padre de las luces- que hace ser al mundo y que puede hacer que él acontezca como lo absolutamente bueno. Por eso también Kierkegaard puede responder a la pregunta ¿qué es el bien? y ¿qué es lo perfecto? afirmando: «Es lo que viene de arriba»7. ¿De dónde viene, entonces, el bien? «De arriba. ¿Qué es el bien? Es Dios. ¿Quién es el que lo da? Es Dios»8. Dios no es, pues, sólo el donador, es también el único bien absoluto. El que da desde arriba el don perfecto se da dando el don. Pero Dios es lo perfecto e infinito y, como tal, no es susceptible de ser comprendido ni determinado por el hombre. Un Dios que se diera de modo que pudiese ser poseído por el hombre sería un ídolo. Si esto es así, dándose, Dios no se vuelve accesible en sí mismo, no se da, por así decir, en sí mismo, cual un algo que pudiese ser objetivado por un hombre, sino que se da como donador del don. ¿Y cuál es ese don perfecto a través del cual Dios se da como donador?

Kierkegaard no responde a esta pregunta de modo directo, pero lo hace indirectamente, remitiendo al lector al relato bíblico del estado anterior al pecado originario, cuando Adán y Eva vagaban libres e inocentes por el Paraíso, sin haber probado aún del fruto del árbol de la ciencia. En ese entonces, si Adán no hubiese cedido a la tentación y caído en el pecado de querer conocer y determinar por sí mismo que era lo bueno y lo malo, hubiera seguido disfrutando del don perfecto que Dios le daba. En tal caso, Adán «no se habría ocultado en el jardín y en su interioridad, sino que todo habría sido manifiesto, y el único que se habría ocultado habría sido el Señor, por más que de manera desapercibida estuviera presente en todas las cosas»9. En el Paraíso, cuando el hombre no se había separado de Dios, el Señor se daba, no mostrándose en sí mismo, sino estando presente en todas las cosas. He aquí, pues, un primer indicio para comprender cuál es el don a través del cual Dios mismo se da: Dios se da como dádiva perfecta y don verdaderamente bueno estando presente en todas las cosas. ¿Y cómo está presente Dios en todas las cosas? Kierkegaard nos da aquí un segundo indicio esencial. Nos dice, recurriendo nuevamente al relato bíblico, que en el paraíso «habría habido fidelidad en todas las cosas, pues todo era lo que parecía ser; la justicia habría brotado de la tierra»10. Dios se da, pues, como el brotar de la justicia en la tierra; y la justicia radica, precisamente, en que cada cosa sea fiel a lo que parece ser, esto es, que cada cosa, en armonía con las demás, cumpla su esencia y realice en plenitud las posibilidades que fácticamente, en un aquí y ahora concretos, le han sido dadas11. Por eso puede afirmar el danés que, si el don perfecto estuviese dado, como lo estaba antes del pecado original, «habría verdad en todas las cosas», esto es, cada ser sería lo que es, sería su propia «verdad», desarrollando, en conjunto con los demás la plenitud de las posibilidades que le han sido dadas. Esto mismo podría expresarse en lenguaje teológico en los siguientes términos: Dios se da al mundo dándole a éste la posibilidad de devenir reino, pues el Reino es el don bueno y la dádiva perfecta; una dádiva -la del reino- que no puede ser otra cosa que aquel estado del mundo en que impera la justicia, a saber, aquel en que cada ser consumaría su sentido cumpliendo con la realización de sus posibilidades propias y esenciales en con-formidad con las posibilidades de las demás seres12.

Ahora bien, la realización de las propias posibilidades no es asunto fácil. No es un camino de rosas, sino que, las más de las veces, por no decir todas, se encuentra lleno de espinas. El acceso a las posibilidades que, en cada caso, al existente le están destinadas resulta sin dudas transido por el sufrimiento. El paradigma de ello es Cristo. Para descubrir quién era él en verdad, Cristo debió cruzar el desierto; y para realizar su misión en el mundo, morir en la cruz. Como señala Christian Möller, sólo se puede interiorizar, es decir, asumir y hacer propio el verdadero ser, «en la medida en que el hombre no eluda el sufrimiento que le está determinado»13. Sin embargo, cabría preguntar, ¿cómo sé cuáles son mis posibilidades propias y, por tanto, los sufrimientos que debo soportar para realizarlas. Esta pregunta, en el contexto de una filosofía que se centra en la existencia como devenir, tal cual lo es la kierkegaardiana, no puede ser objeto de una respuesta esencialista. Es en el concreto irse desarrollando de mi ser en el mundo con los otros y con lo otro en donde paso a paso habré de recibir la respuesta a esa pregunta y, así, aprender también cuáles son las posibilidades y los sufrimientos que ellas implican. «Sólo se deja decir con posterioridad, esto es, en la mirada retrospectiva hacia el sufrimiento padecido, cuál es el sufrimiento que me ha sido adjudicado»14. El hombre, entonces, no puede saber por anticipado ni decidir por sí mismo, teniendo en cuenta tan sólo su propio interés y bienestar, cuáles son sus posibilidades más propias -su sitio en el mundo- ni los sufrimientos que implican, sino que aquellas y estos tienen que serle dadas a través del suceder de la realidad efectiva. Tienen que ser puestas en juego por el desenvolvimiento mismo de la realidad en su conjunto, para que el existente efectivamente las juegue. Y si no está en poder del hombre determinar el sitio que él mismo ha de ocupar en la realidad, menos aún lo está pretender disponer qué sitio ha de ocupar cada cosa en el mundo. No es ni puede ser objeto del poder humano decidir lo que es cada cosa ni hacer que cada cosa sea lo que es. El hombre, respecto del bien supremo, de la dádiva perfecta, de aquel Reino en que cada ser es plenamente lo que él es, no puede nada, puesto que ni siquiera puede determinar por sí mismo su lugar en el advenimiento de ese bien. Él sólo puede recibirlo, como una dádiva, como un don que -de venir- viene «de arriba». Pero la precondición para que lo reciba radica en que comprenda que él no puede nada, que, por sí mismo, no es nada; y que, por tanto, necesita que el don le sea dado. Dicho de otro modo, debe comprender que necesita de Dios.

1.2 El sí mismo como nada

Kierkegaard -en el discurso de 1843- afirma que «Dios es el único que da de manera tal que da también la condición, el único que, al dar, ya ha dado»15 ¿Cuál es esa condición, que Dios da al hombre y «que le hace posible recibir la dádiva buena y perfecta»?16 ¿Cuál es-dicho de otra manera- la condición sobre la base de la cual podemos ocupar nuestro sitio particular en la búsqueda del reino? Esa condición, constitutiva de la existencia humana, es ser un yo o «sí mismo». El hombre no se ha dado a sí su condición de sí mismo, sino que se encuentra con esa condición. Ser sí mismo o yo es existir como espíritu, esto es, es ser de un modo tal de relacionarse a sí mismo en la relación que se mantiene con lo otro que sí17. El espíritu no es una mera relación. No es sólo la capacidad de salir del encierro en el ser «en sí» cósico para mantener una relación con lo otro, sino aquella condición esencial por la cual el hombre ya siempre se relaciona a la relación misma a la que él ha sido arrojado y, así, se elige y se hace en cada caso el sí mismo particular y único que él siempre está en trance de ser. ¿Y en función de qué se elige el sí mismo? La respuesta es clave para entender porque, para Kierkegaard, Dios no sólo da el don, sino también la condición para recibirlo. Cada elección de sí, cada proyección o devenir hacia sí mismo, presupone que aquel modo de ser hacia el que devengo tiene para mí sentido, de lo contrario no nos proyectaríamos hacia nada, ni nos relacionaríamos con ningún proyecto de ser, ni, por tanto, nos haríamos a nosotros mismos, como lo exige nuestra condición de sí mismo. Ahora bien, si suponemos que una determinada elección de sí tiene sentido, es porque, aun cuando más no fuera de un modo implícito y aunque no sepamos cuál es, suponemos que nuestro existir responde a un sentido absoluto hacia el que nos encontramos tendidos y que le da sentido a cada una de las elecciones particulares de sí, a través de las cuales realizamos nuestra existencia como espíritu. De no ser así, si no postulásemos implícitamente ese absoluto de sentido, si no supusiésemos que la existencia en su conjunto tiene un sentido absoluto, cada uno de los sentidos afirmados y elegidos para nuestro propio existir flotaría en el mar tenebroso del sinsentido y la existencia naufragaría en el absurdo. El hombre, entonces, por su condición de sí mismo, necesita un absoluto, un bien absolutamente bueno, un sentido consumado en función del cual cada sentido hacia el que proyecta ese devenir auto-relacional que es su existencia como espíritu cobra, precisamente, sentido. Sin embargo, a él, por su condición finita y temporal, y al mundo, por la inexorable corrupción que todo lo domina, le está vedado realizar cualquier absoluto. El existente necesita, pues, un absoluto que no puede realizar. Y no lo necesita porque arbitrariamente se le ocurra, sino -reitero- para ser el sí mismo que él es. Ante esta necesidad irrealizable le caben dos opciones. La primera es negare como sí mismo, auto-engañarse, tratando de no elegirse a sí mismo o tomando como criterio y medida absoluta de toda elección de sí un bien meramente relativo. Pero como el hombre es un sí mismo que, para serlo, no puede sino elegirse en función de un sentido absoluto y consumado de su existencia, este camino sólo puede conducir a la desesperación, ya sea que ésta sea consciente o reprimida. La segunda opción es asumirse como el sí mismo que se es y asumir, también, por tanto, que el sentido consumado de mi existencia, a saber, ese bien absoluto sobre la base del cual me elijo, no puedo ni realizarlo ni conocerlo por mí mismo, sino que necesito que me sea dado; o, lo que viene a ser lo mismo, que necesito de Dios, pues ni yo puedo dármelo ni el mundo ofrecérmelo. La conclusión que Kierkegaard extrae de ello es obvia: al darme mi sí mismo se me da también la condición para que ese sí mismo pueda relacionarse con el bien absoluto, a saber, la necesidad de lo absoluto: la necesidad de Dios. Y como la relación con el bien absoluto es la condición de mi existencia entera y de cada uno de los bienes a él relativos que en ella realizo o procuro realizar, la necesidad de que me sea dado ese bien, la necesidad de Dios, es la más alta o mayor perfección posible de la existencia. La necesidad de Dios es, entonces, la condición de que pueda recibir toda dádiva buena y perfecta. Y esta condición -inherente a la constitución del sí mismo- me la ha dado el mismo Poder que me puso como el sí mismo que soy. Esa condición la ha dado Dios mismo.

En síntesis: el sí mismo sólo puede ser el sí mismo que él es, en la medida en que, existiendo, se relaciona con su necesidad de Dios. Pero, ¿cómo puede hacerlo? El primer discurso de su tercera serie de discursos de 1844 ofrece una respuesta contundente a esta pregunta: «Lo más alto es que un hombre se convenza plenamente de qué él mismo no puede nada, absolutamente nada»18. El hombre sólo se relaciona con su perfección suprema - necesitar de Dios- cuando reconoce e interioriza que él no puede absolutamente nada. ¿Y qué significa reconocer que no puedo absolutamente nada, cuando patentemente el hombre puede muchas cosas, tanto admirables como aborrecibles? ¿Cómo es posible que un hombre que, entre todos los seres, es el único que tiene el poder de la libertad y puede, por ello, elegirse a sí y obrar en consecuencia, no pueda, en realidad, absolutamente nada? Según mi lectura, la afirmación de Kierkegaard no es una mera declaración edificante, sino que tiene fundamentos filosóficos sólidos, relativos a la propia condición trascendental y constitución del existente. En efecto, el hombre no puede nada en tres sentidos diferentes. En primer lugar, él no puede nada respecto de sus propios fundamentos constitutivos. No puede nada respecto de su condición de sí mismo. No puede nada, incluso, respecto de su libertad, porque él no es ni puede ser el origen de sí. Su espíritu -su condición ontológica- no es el fruto de su poder, sino que le ha sido dado. El existente se ha encontrado, por así decir, con que existe como un sí mismo espiritual. No lo ha elegido. No es libre respecto de su libertad. En relación con los fundamentos constitutivos últimos de su ser el hombre no puede, entonces, absolutamente nada. En segundo lugar, el hombre no puede nada respecto de su inexorable condición finita. Él no puede nada respecto al hecho cierto de que, más temprano o más tarde, ha de morir. Su inevitable deceso no está ni puede ser puesto en discusión por el ejercicio de sus presuntos poderes. Por eso mismo es posible afirmar también que, respecto del propio fin de su existencia, como respecto de su origen, el hombre no puede absolutamente nada. Pero -he aquí el tercer aspecto- el hombre no sólo no puede nada respecto de su origen ni de su fin, sino que, en un sentido absoluto, no puede nada tampoco respecto de la determinación del curso que tome la totalidad de la realidad efectiva en función de los actos que él mismo ejerce desde el principio al fin. En efecto, él no puede saber con certeza ni determinar hacia dónde conducen, en última instancia, a sí mismo y al conjunto de la realidad el ejercicio de sus presuntos poderes. No puede decidir respecto del acontecer de la realidad, porque nunca ningún hombre domina todas las variables. Kierkegaard lo ilustra con el ejemplo de Moisés, de quien sorprendentemente nos dice que «no es capaz de nada en absoluto»19. Cuando el pueblo sediento en el desierto le ruega al patriarca que tome su cayado, golpee la roca y haga manar agua, Moisés bien podría responder que él no es capaz de hacerlo, pero que, puesto que el pueblo lo desea y que él no soporta el sufrimiento de los sedientos, puede intentarlo, aunque él mismo no crea que agua alguna haya de brotar de la roca por el hecho de que el la golpee con una vara. Entonces Moisés golpea la roca. Sin embargo, él no puede saber si manará o no agua, no puede saber si el cayado que lleva en la mano es la simple vara de Moisés o si, en realidad, es el dedo del Todopoderoso. «Eso no lo sabe, ni siquiera en el instante en el que el cayado toca la roca; lo sabe sólo cuando ha pasado»20. Lo sabe, pues, sólo cuando el agua ya está brotando de la roca. La analogía es magnífica. Que el hombre no pueda nada, no significa que no puede hacer nada, que no pueda actuar. Él puede múltiples cosas, como pudo Moisés con su cayado golpear la roca. No le está vedado avanzar sobre el mundo con sus artificios. Pero, así como Moisés no sabe ni puede saber si saldrá agua de la roca hasta que efectivamente ha sucedido, el hombre tampoco puede saber absolutamente qué saldrá del mundo por su acción, hasta que efectivamente suceda lo que haya de suceder. Él, en consecuencia, respecto del curso del mundo y del suceder de lo que sucede, no puede, de modo absoluto, nada.

Pues bien: un ser que no puede nada respecto de su condición originaria, que no puede nada respecto de su fin y que no puede nada respecto de la determinación última del escenario de sucesos en los que se inserta su existir entre el comienzo y el fin, es un ser que, en verdad, no puede nada absolutamente, que no puede nada de modo absoluto. Su presunto poder, su elección de sí, sus actos libres ejercidos en el mundo se limitan, en última instancia, a ser una respuesta, pero nunca una determinación última ni del mundo ni de su propia condición fundamental. Siendo libremente el espíritu que es, el hombre no determina por sí mismo existir como sí mismo, sino que responde a una condición que le ha sido nada. Actuando libremente en el mundo, el hombre no determina el acontecer de lo que acontece, sino que responde, como lo hizo Moisés, a la instancia en que se haya emplazado por el Poder que hace que el mundo suceda tal cual ya siempre sucede. El poder humano es una mera respuesta a una instanciación, es decir, al emplazamiento en el que, en un cierto lapso de tiempo, se encuentra, pero, en términos absolutos, el hombre no puede nada.21 Por ello es que para todo -para ser el sí mismo qué es; para que su actuar en el mundo no sea una superfluidad, sino que se inserte en un fin absoluto que de sentido a los fines particulares; y para que su destino sea otro que la muerte y el olvido- necesita de un Poder que lo trascienda. Necesita de aquel Poder que pudo ponerlo como el sí mismo que es; de aquel Poder que puede hacer que suceda lo que sucede como sucede y en cuyas manos está guardado el sentido último de ese suceder; de aquel Poder que puede por sobre la finitud, en cuanto él puso esa finitud. Necesita de Dios.

La condición para poder recibir la dádiva perfecta es que el hombre re-conozca que él no es ni puede nada en absoluto y que, por tanto, necesita de Dios para ser. El modo en que Kierkegaard comprende por antonomasia el sujeto en los textos ortónimos y, por excelencia, en los Discursos edificantes no tiene como punto de partida ni el poder ni la libertad. Su poder y su libertad son, en el mejor de los casos, el ejercicio de una respuesta a una instancia a la que se encuentra ya siempre arrojado y que no puede dominar. Por ello, la existencia auténtica, aquella que no niega la propia condición constitutiva, es todo lo contrario de la obstinación, concebida «como aquel comportamiento en el cual el sí mismo persiste expresamente en ser un sí mismo únicamente según su propia representación y con independencia de cualquier poder fuera del propio»22. A la inversa de semejante obstinación, propia del sujeto moderno, la existencia auténtica es la de aquel que lleva adelante un des- empoderamiento de sí y reconoce que no es nada. El reconocimiento del sujeto des- empoderado no debe malentenderse, cual si se tratase de una auto-aniquilación o auto- supresión23. Antes bien, de lo que se trata es de la decisión consciente de realizarse como aquello que todo hombre, según Kierkegaard, es «un sí mismo que debe llegar a ser sí mismo para conocer que él no puede ser sí mismo, sino que ello sólo le es posible a través de la fuerza de aquello que lo puso como tal»24.

El «quién» de aquel que es en el mundo de modo tal de poder recibir el don bueno y la dádiva perfecta es, entonces, el sí mismo des-empoderado de sí, esto es, aquel que ha reconocido que él no puede esencialmente nada, y que, por tanto, para todo necesita de Dios. Tal reconocimiento no supone dejar de actuar en el mundo y sentarse en el zaguán a ver pasar la vida. Equivale a ser una y otra vez conscientes de que, por más poder e influencia que se tenga en el mundo circundante, nuestra condición ontológica, el curso que tomen los sucesos y el sentido último de nuestra propia existencia está en manos de un Poder que nos sobrepasa. Es ser conscientes de que, en términos absolutos, nuestro poder es aparente y Otro es el poderoso25. Y aquel que en su conciencia sabe que Dios es quien tiene el poder, y que, por tanto, para todo necesita de Dios, se ha vuelto también consciente de sí mismo. Mientras que aquel otro que cree que puede por sí mismo realizarse a sí mismo en plenitud no se conoce a sí mismo. «Y la vida de un hombre que no se conoce a sí mismo es, en sentido profundo, un engaño»26.

2. El modo en que es en el mundo el sí mismo que es nada

2.1 Silencio, obediencia, alegría

¿Cómo es en el mundo un hombre, sincero consigo mismo, que ha reconocido, que, por ser un sí mismo, no puede absolutamente nada y, por tanto, sólo le cabe esperar que la dádiva perfecta venga desde arriba? La respuesta, a mi modo de ver, radica en tres actitudes fundamentales, que Kierkegaard describe en uno de los discursos que componen Los lirios del campo y las aves del cielo, y que no son otras que el silencio, la obediencia y la alegría.

Kierkegaard nos dice que quien se convierte en la nada que como sí mismo es debe comenzar por el silencio. El silencio es el punto de partida del hombre que necesita de Dios y sale al mundo en búsqueda de su dádiva perfecta: el reino. Sentencia el danés: «Tienes que hacerte, en el más profundo sentido de la palabra, a ti mismo nada, tornarte nada delante de Dios, aprender a callar; en este silencio está el comienzo que consiste en buscar primeramente el Reino de Dios»27. Buscar el reino, buscar un absoluto indeterminable que sólo Dios puede darme, y hacerlo en primer lugar, no significa, entonces, ir de aquí para allá, tratando de adecuar el mundo a la idea y representación que de él pudiera tener, sino que, antes que cualquier otra cosa, significa acallar las ansias y reclamos de la propia voluntad, por más generosas y sublimes que parezcan, para poder oír. El hombre de veras silencioso «se convierte en oyente»28. Ser en el mundo una nada que permanece en silencio no significa, entonces, hundirse en el mutismo de la indiferencia; significa comenzar por oír; y supeditar nuestra voluntad y actos a aquello que oímos. ¿Pero qué oímos? Hemos de permanecer en silencio -la forma suprema de la oración- «hasta que el orante oiga a Dios»29. ¿Y cómo saber qué es lo que Dios dice? Kierkegaard nos refiere que el silencio, en el que se llega a escuchar la voz de Dios, lo podemos «aprender junto al lirio y al pájaro»30. El lirio y el pájaro no escuchan murmullos dentro de su mente que le imparten instrucciones inexplicables. Tampoco acuden a dogmas escritos que, cual un vademécum, le indicarían lo que en cada problema tienen que hacer. Menos aún interpretan signos esotéricos y cifrados. Antes bien, se limitan a ser lo que son y, siéndolo, se dedican a embellecer la creación. El lirio que se mece bajo la brisa y el pájaro que aletea al tomar vuelo, siendo lo que son, son a la par lo que el escenario del mundo necesita, para que, en esa instancia precisa, el paisaje luzca en todo su esplendor. Comenzar a relacionarse con el mundo a partir del silencio y no desde el tumulto de las voces significa «oír», en la propia situación en la que ya siempre estamos, qué es lo que el ser pide de nosotros para alcanzar la mayor plenitud posible en esa instancia, en lugar de querer determinar el ser y la situación por obra de la voluntad. Comenzar por el silencio significa, pues, comenzar oyendo y asumiendo que toda palabra es respuesta. ¿Y cómo saber si en realidad hemos comenzado oyendo y si nuestro actuar brota del silencio en vez de interrumpirlo? Eso habrá de descubrirlo cada uno en cada caso, porque la existencia es devenir y llegar a ser auténticamente quienes somos es patrimonio de los sabios, antes que de los filósofos. Sin embargo, es posible afirmar que nuestro actuar será silencio y surgirá del silencio, cuando, como el del lirio y el del pájaro, se con-forme con el orden intrínseco de las cosas, es decir, cuando nuestra palabra sea hasta tal punto uní-sona y monó-tona con el ritmo a través del cual el mundo acontece que no pueda distinguirse de ese ritmo. Nuestra existencia debe dar el tono en la sinfonía del mundo como lo dan el rumor del mar o el susurro del bosque desde la aurora hasta el ocaso, porque ellos no perturban el silencio, sino que «forman parte del silencio mismo y, en cuanto vuelven a estar de acuerdo tácito con él, misteriosamente lo aumentan»31. Sólo desde el silencio puede el existente atisbar la llegada del in-stante, esto es, del espacio-tiempo propicio, en el que el acontecer del mundo lo concierne de tal modo que le vuelve patente sus posibilidades más propias. Pero quien no aprenda a callar, difícilmente llegue a comprender la presencia del instante ni pueda aprovecharlo como es debido, pues él «viene suavemente, con un paso más ligero que el de la criatura más rauda, (...) viene con el paso ágil de lo repentino, viene a hurtadillas»32. Y como el instante huye apenas llega, quien está ocupado hablando no puede captar lo que aquí y ahora se requiere de él para que su existencia adquiera en verdad sentido. Sólo desde el silencio es posible llegar a experimentar cuál es nuestro sitio en el mundo; o, dicho en un lenguaje teológico, cuál es el don que Dios nos ha dado y tiene reservado para nosotros.

Pero quien aprende a callar, aprende también a obedecer. Comprende lo que dice la Escritura, a saber, «que ni siquiera un gorrión cae al suelo sin la voluntad del Padre»33. Dicho de otro modo; quien calla, sabe que el acontecer del mundo, desde el brillo de las luminarias cósmicas hasta el último aleteo de un pajarillo cualquiera, pasando por el devenir de cada existente singular, está sujeto a un Poder -el del «Padre de las luces»- que se nos escapa. Sabe que, igualmente, se nos escapa el sentido de ese acontecer y que, querámoslo o no, a la larga habremos de obedecerlo. La obediencia no lo es entonces a dogmas, artículos de fe y preceptos impuestos por la autoridad humana que fuese, sino que es obediencia al acontecimiento del ser. El ejemplo por excelencia de esta obediencia es la naturaleza, magníficamente representada por el lirio y el pájaro, pues ellos cumplen con el ser que les ha sido dado. La obediencia de la que habla Kierkegaard y que la naturaleza practica de forma puntillosa no es, entonces, sojuzgarse a la autoridad de otro hombre o de una institución cualquiera. Antes bien, de lo que se trata aquí es de in-stanciar-se de tal modo en el proceso mismo de ser que, por un lado, puedan cumplirse de la manera más completa posible las posibilidades fácticas de aquel que obedece; y, por otro y correlativamente, ellas resulten consonantes con el desenvolvimiento, en última instancia, del orden inmanente del cosmos. Ello -refrenda Kierkegaard- lo entiende perfectamente el pájaro que no se empecina en su voluntad, sino que, cuando se presenta el instante de emigrar y aunque se encontrase muy a gusto donde está, «emprende instantáneamente el viaje y con toda sencillez, gracias a la obediencia absoluta, sólo entiende una cosa, pero la entiende de modo absoluto: que ése es absolutamente el instante»34. Él sabe que aquí y ahora su trabajo es emigrar «y que exclusivamente tiene que hacer lo suyo»35. El pájaro aprovecha el instante, hace lo suyo y cumple con su ser cuando asume las posibilidades que en un determinado instante le están fácticamente dadas, sean éstas emigrar, sobrevolando los océanos, o precipitarse al suelo después del último aleteo. Y cumpliendo con su ser, cumple con la voluntad de Dios. Por ello es posible afirmar, con G. Thonhauser que obediencia «es la designación para el abrirse a la posibilidad de asumir la facticidad y relacionarse de modo productivo con ella, por más insoportable que en detalle pudiera parecer esta facticidad»36. Sólo a partir del silencio y la obediencia el hombre es nada y, paradójicamente, también es fructífero para sí y para el mundo. Por eso llegar a ser nada en el mundo y vincularse con los hombres y las cosas bajo el sino del silencio y la obediencia es un camino que puede parecer arduo, incluso escabroso, pero que, en realidad, no es ni más ni menos que el camino hacia la alegría.

En la alegría encontramos la tercera de las actitudes fundamentales, descriptas por Kierkegaard, a partir de las cuales se relaciona con el mundo el hombre que se ha contentado con ser sí mismo y que reconoce no poder absolutamente nada. ¿Pero qué es la alegría? Brevemente descripta, ella radica en el hecho, expresado por nuestro propio modo de vivir, de que para nosotros hay un hoy y de que en ese hoy no nos embarga la angustia por el incierto día de mañana, pues, al fin y al cabo, en términos absolutos, respecto del mañana no podemos nada. Alegría es, pues, el sentirse a sí mismo realizado haciendo efectivas las posibilidades que me son dadas en este instante presente, en este ahora y aquí del mundo que hoy me ha tocado en suerte vivir, sin caer en la insensatez de querer determinar también el curso de los sucesos por venir. En ella no son ni las culpas del ayer fallido ni las angustias del mañana amenazante las que determinan mi temporalización, sino que es este hoy aquí presente, esto que en este instante me toca efectivamente en suerte ser, lo que rige mis relaciones con el pasado que ya fue y el futuro que aún no es. En la alegría habita el lirio, cuando luce hoy sus flores blancas sin que le importe que mañana estén marchitas. En la alegría habita el pájaro, cuando cruza sereno por el cielo sin saber si más tarde habrá de tener fuerzas para volar. La alegría -nos dice Kierkegaard- es «ser de verdad actual a uno mismo»37. Podríamos desplegar esta definición afirmando que la alegría consiste en ser en el mundo de un modo tal de tener efectivamente presente en nuestra conciencia y en nuestra atención aquello que en este instante presente acaece y, por tanto, está ahí presente junto a mí. Pero tal cosa significa, tal cual nos lo dice el propio autor, «estar al día», «ser de verdad al día»38. Sin embargo -seamos sensatos- ¿hay motivos en el día de hoy para estar alegres? Responde Kierkegaard: «¿Acaso no será tampoco algún motivo de alegría el que hayas nacido, que existas, que consigas “hoy” lo necesario para subsistir; que hayas nacido hombre; que veas -¡medítalo!-, que puedas ver, oír, oler, gustar, tocar? ¿Que el sol brille para ti. Y que por ti, cuando el sol se cansa, aparezca la luna y se enciendan las estrellas?»39.

El hombre sensato siempre tiene motivo para la alegría, porque sabe en su interioridad que hoy y cada día está disfrutando de tres milagros, sobre la base de los cuales es posible el mundo y toda relación con él. Se trata, por cierto, de milagros, puesto que de su acontecer, que hace posible tanto los sucesos que forman el mundo cuanto la relación con ellos, no puede él dar cuenta en absoluto. Primero, el milagro de que haya ser y no nada. Segundo, el milagro de que el universo no sea un caos sin lugar para la vida, sino un orden, en el que las estrellas relumbran al ponerse el sol. Y, finalmente, el milagro de haber recibido la condición de ser un ser que puede experimentar -ver, oler, oír gustar, tocar; y saber que ve, huele, oye, gusta y toca- los otros dos milagros. Hay, pues, motivos más que suficientes para estar alegres en el mundo; y también los hay para no permitir que la alegría se vea perturbada por la certidumbre de la corrupción, por el hecho inevitable de que todas las luces del mundo algún día se extinguirán. ¿Pero por qué el sí mismo, que nada puede, no debería temer a la nada inminente? ¿Por qué no pensar que el destino del hoy rebosante es el mañana pavoroso? Porque -según nos dice Kierkegaard- el hombre que sabe quién es él, como la hacen el lirio y el pájaro, toma absolutamente al pie de la letra las palabras del apóstol Pedro: «arrojad todos vuestros cuidados sobre Dios»40; y en el mismo instante en que lo hace le ocurre a él lo que siempre les ocurre a ellos: que «están absolutamente alegres»41. Arrojar los cuidados sobre Dios no es existir irresponsablemente. No es vivir en el divertimento y la disipación ni tampoco en el autoengaño del que toma por absoluto lo relativo. Es gozarse del instante de ser, sabiendo en conciencia que, tanto el sentido último de ese instante como el de la finitud de todas las figuras del mundo, nos trasciende y que acerca de ello nada podemos saber. Así las cosas, sólo cabe confiarse a que el Poder que puso los tres milagros que hacen posible el mundo y toda experiencia del mundo; y confiar en que Él haya reservado también un sentido para la finitud y para cada uno de los aconteceres. Es -en términos del propio Kierkegaard- confiar en que «el Omnipotente sostiene todo el mundo y porta todos los cuidados del mundo»42. Esta es la actitud del hombre de fe: confiar en que ese Poder, que sostiene el mundo, se ocupará de darle un sentido último a las cuitas y pavores del mundo - se ocupará de aquello sobre lo que él no tiene poder alguno. Ciertamente su fe no habrá de eliminar la corrupción, pero hará posible que el hecho de que el día de hoy sea no ocurra en vano. La fe se revela, así, como el origen último del ser en el mundo del existente auténtico; y como el fundamento sobre el cual cual él va cumpliendo silenciosa y obedientemente en ese mismo mundo con la tarea de su existencia: estar cada día alegre de existir43.

2.2 La fe

Para que el hombre pueda existir en el mundo sabiendo que es nada y hacerlo con aquella alegría que brota del silencio y la obediencia, es preciso que tenga fe. Esta fe no es, por lo pronto, la fe confesional en una religión positiva, como lo es el cristianismo, aunque bien puede concretarse de este modo, como se concretó en la vida del existente singular S. Kierkegaard. Se trata de una fe originaria y concomitante con el reconocimiento del hombre-de cualquier hombre, independientemente de cual fuera su religión positiva- de que, como la nada que es, no puede determinar el curso del acontecer ni su sentido último. Esta fe, a mi modo de ver, la expresa magníficamente el propio Kierkegaard en el primero de su tercera serie de discursos, cuando, comentando las obras de Moisés, más grandes que las hazañas del más grande de los héroes, asevera que en realidad Moisés no podía absolutamente nada. En efecto, Moisés no podía decidir por sí mismo que la realidad en la que existía se hubiese dado de modo tal de terminar él teniendo que encargarse de liberar a su pueblo de Egipto; y, menos aún, puede estar seguro de que lo liberará, porque Moisés, como cualquier otro hombre, no domina el conjunto de la realidad. Su sola fuerza, sin el concurso del conjunto de fuerzas que opera sobre la realidad, no le permite decidir el curso de los sucesos. Y, por supuesto, no es él quien dictamina que se dé o no se dé ese concurso de fuerzas. Moisés no es, entonces, capaz de nada en absoluto. No puede ni siquiera entregar la vida por su pueblo, si el Señor así no lo quiere. «Sólo soy capaz de encomendarlo todo al Señor»44, confiesa Moisés. Y ello porque sobre la totalidad (y sobre la manera en que la totalidad orienta cada uno de los sucesos) él no dispone de poder alguno. Sin embargo, se presenta ante el Faraón desprovisto de fuerzas y sin otra arma que las plegarias; «e incluso cuando cuando la última palabra de la plegaria ya ha alcanzado el cielo, él no sabe todavía qué ha de suceder»45. Pero Moisés cree. Él tiene fe. ¿Fe en que el pueblo sea liberado? ¿Fe en que él tiene el poder de lograrlo? En modo alguno. Moisés tiene fe en que se cumpla la voluntad de Dios, al que se ha encomendado; y ello concretamente significa que él «cree que, suceda lo que suceda, sucederá lo mejor»46. He aquí la fe originaria del hombre que no puede nada, pero que, sin embargo, vive con alegría, aceptando su propia condición ontológica, asumiendo la facticidad que le ha tocado en suerte y procurando, también, responder a ella del mejor modo posible. Su fe no es otra que la convicción interior de que «suceda lo que suceda, sucederá lo mejor» o, lo que es lo mismo, la convicción de que siempre se cumple la voluntad de Dios, que es lo mejor, aun cuando se oponga a la voluntad del individuo singular47. Respecto de eso «mejor» el hombre que reconoce que no puede nada sabe-como buen socrático- que no sabe lo que es y menos aún puede por sí mismo realizarlo. Esta fe es anterior a toda fe confesional, pero constituye el presupuesto sobre la base del cual el existente, que no se engaña a sí mismo -el existente auténtico-, «es-en» y se relaciona con el acontecer del mundo. ¿Se trata de fe? Ciertamente, pues no hay manera de demostrar que sucederá lo mejor. El hombre en términos absolutos no sabe ni puede saber qué es lo mejor. Sólo puede confiar en que sucederá. Sin embargo, siempre es posible que lo mejor no suceda. La duda intelectual es siempre posible, por eso no se trata de conocimiento, sino de fe. Pero el que haya dudas, el que no se pueda comprender qué es lo mejor, no falsifica la convicción de la fe. Por el contrario, «resultaría dudoso si la duda pudiera comprenderlo»48, como lo resulta cualquier absoluto pretendidamente demostrado por un conocimiento finito. Por ello mismo, si pudiese aportarse la demostración exigida por la duda, entonces la duda no tendría fin. Por ello mismo también, en estos órdenes, el único camino a través del cual muere la duda es el de la fe. ¿Se trata de una fe ciega y absurda? No a mi modo de ver ni de leer el pensamiento de Kierkegaard. La fe en que, suceda lo que suceda, sucederá lo mejor, tiene para creer los mismos motivos que tiene la alegría para alegrarse, a saber, que se han dado tres milagros, cada uno de los cuales plenifica al anterior: el del ser, que es más que la nada; el del orden del cosmos, que es más que el caos amorfo de un ser sin sentido; y el de la existencia de seres espirituales, dotados de la capacidad de experimentar y relacionarse con el cosmos. La fe, entonces, no surge del absurdo ni de la arbitrariedad. Surge del milagro. No es sólo fe en el milagro, sino que, antes que ello, es fe gracias al milagro. Pero sigue siendo fe, pues quien reconoce que es nada, debe reconocer también que nada sabe y que no tiene modo de saber si sucederá lo mejor.

3. El mundo como sitio justo y la espera del reino

Quien tiene fe, quien cree que, suceda lo que suceda, sucederá lo mejor, ocupa su sitio en el mundo a la espera del reino, porque el Reino es la dádiva perfecta que sólo puede venir desde arriba. Es lo mejor que puede llegar a suceder. El mundo, hacia el que se proyecta este sí mismo que asume que no puede nada y que se relaciona con lo que le sale al encuentro desde las actitudes fundamentales del silencio, la obediencia y la alegría es, entonces, más que un mundo. Es, podríamos decir con mayor exactitud, un sitio que es más que un sitio. Es, por cierto, y en primer lugar, un sitio de justicia. Por tal habremos de entender la instanciación de un plexo de con-formidad en la que el existente, en todas sus relaciones de ser, tanto en aquellas que sostiene con lo que le sale al encuentro como en aquellas otras que mantiene con aquello hacia lo que se dirige, realiza de tal modo las posibilidades de las que fácticamente dispone, que la realización de dichas posibilidades converge o se con-forma con el mayor grado posible de plenitud de ser de todo aquello por lo cual se haya concernido. Entendido en este específico sentido, el mundo acontece como un sitio justo. Pero ningún sitio es suficientemente justo; ninguna con-formidad es plenamente convergente; ninguna figura o instanciación del mundo es la «dádiva perfecta», «lo mejor» en lo que cree el hombre de fe. Por ello el mundo, en el que es el sí mismo que sabe que no puede nada y que para todo necesita de Dios, se con-forma, por cierto, como un sitio justo, pero es más que un sitio justo. Es un sitio que, sobre la base de la descripta fe originaria, se mantiene abierto a la posibilidad del advenimiento del reino. El mundo deviene, así, el sitio que está tendido a recibir la posibilidad de que, al fin y al cabo, sea dada «desde arriba» la consumación absoluta y convergente del ser de todo lo que es -el reino-; sea esta consumación lo que fuese y ocurra ella cómo haya de ocurrir. He aquí el mundo al que se proyecta desde su sitio el hombre de fe.

Quien se ha asumido como el sí mismo que fácticamente es, ha asumido que en sentido absoluto no puede nada. Quien existe acorde con ello, confiesa, existiendo, que tiene fe en el sentido último de su existencia en el mundo, justamente porque reconoce que sobre este sentido último no tiene poder alguno y que, en relación con él, sólo puede esperar que le sea dado por un Poder que lo trasciende y que lo puso como el sí mismo que es. Ahora bien, tener fe en el sentido último de la existencia, tener fe en que todo tiene sentido y que, por eso, mi existencia misma también lo tiene, equivale a tener fe en que, suceda lo que suceda, sucederá lo mejor. Esa fe es una posibilidad abierta a todo hombre en tanto tal, con tal que no se engañe a sí mismo. Quien asume esa fe y su impotencia constitutiva, sabe que eso mejor sólo puede venir desde arriba y que, por tanto, pertenece a la constitución de la existencia auténtica estar abierto y abrir el mundo a la posibilidad del reino. Pero es en este punto donde la filosofía -el saber del hombre que no puede nada- debe callar. Ella nada tiene para decir acerca de si el Reino efectivamente acontecerá y, menos aún, puede pretender determinarlo. Éste es su límite último. Más allá de este límite, ella debe ceder toda palabra a la fe. El paso de la descripción de los fundamentos, por los cuales el existente se ve movido a «ser-en-el mundo» de modo tal de dejar acaecer un sitio justo abierto a la posibilidad del reino, a la aseveración del efectivo advenimiento de este último, es un salto que el pensamiento filosófico no puede dar. Aquí es donde el pensamiento debe esperar.

Se trata de un esperar que se relaciona con lo eterno como futuro. La dádiva perfecta-el reino- sólo puede ser pensada como eterna, porque -redunda decirlo- en el orden de la temporalidad impera el sello de la corrupción. Mas esto eterno no puede darse en el presente, porque, en ese caso, el presente sería lo eterno. Pero el presente pasa velozmente para hundirse en la inexistencia, mientras que el pasado no es sino lo que fue presente. «Por lo tanto, cuando lo eterno está en lo temporal, lo está en lo futuro (...) o bien en la posibilidad»49. Eternamente está lo eterno -el bien perfecto- en lo futuro, en lo posible. Por eso el auténtico esperar -el esperar que espera la dádiva perfecta- «no puede consistir en ninguna expectativa temporal, sino que es una esperanza eterna»50. Es ésta la mayor alegría con la que se premia al hombre que no es nada: la de tener una esperanza eterna. Él, como bien se advierte en Las obras del amor, jamás podrá ser engañado, pues lo que espera es lo eterno que está en lo futuro que ningún presente puede desmentir. Por ello quien es nada no tiene por qué renunciar a nada y puede esperarlo todo. Hasta en el último instante puede repetir con Kierkegaard: «¡No, no desesperes y espéralo todo!»51.

Bibliografía

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1 Søren Kierkegaard, «Todo buen don y dádiva perfecta viene de arriba», en Escritos de Søren Kierkegaard. Volumen 5. Discursos Edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. Darío González (Madrid: Trotta, 2010), 140-152.

2Søren Kierkegaard, «Necesitar de Dios es la suprema perfección del hombre», en Escritos de Søren Kierkegaard 5, 294-318.

3 Søren Kierkegaard, «El lirio en el campo y el pájaro bajo el cielo. Tres discursos piadosos», en Los lirios del campo y las aves del cielo (Madrid: Trotta, 2007), 157-197.

4 Jérȏme de Gramont, «Kierkegaard. Pequeña fenomenología de la donación», Open Insight 8, Vol. 5 (2014): 85.

5Afirmar que en el contexto de los Discursos edificantes Dios se da no como una figura del mundo, sino como aquello trascendente a partir de lo cual el cosmos se da en una cierta figura -como «Padre de las luces», tal cual lo denomina la Epístola del Apóstol Santiago- es colocarse en las antípodas de la tesis que afirma que «el punto crucial de la posición kierkegaardiana (...) es el concepto de un Dios que es la negación del mundo y de sus relaciones esenciales». Udo Marquard, Der Einzelne Vorlesung zur Existenzphilosophie (Stuttgart: Reclam, 2013), 179. Notoriamente Marquard llega a esta conclusión porque en ningún momento en su interpretación de Kierkegaard considera los Discursos edificantes. La idea de un Dios que niega el mundo y de Dios como «Padre de las luces» (esto es, de las estrellas que son las luces originarias del cosmos) y origen de todo don bueno que se da en el mundo son por completo incompatibles. Ello se verá todavía más claramente cuando se considere que el sí mismo que es auténticamente sí mismo no niega la facticidad del mundo, sino que la asume en plenitud, y no se separa del mundo, sino que es plenamente actual a todo lo que se le da a él en ese mismo mundo.

6Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 144.

7Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 144.

8Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 147.

9Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 141.

10Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 141.

11En el mismo sentido, en Los lirios del campo y las aves del cielo Kierkegaard considera que el nombre de la felicidad eterna, que bien puede considerarse el don perfecto que le ha sido prometida al hombre, es el Reino de Dios. Por tanto, lo que ha de buscar el hombre primero de todo es «el Reino de Dios y su justicia», Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 74. Ahora bien, para el autor «con la última palabra se describe la primera, pues el Reino de Dios es “justicia”». Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 76. Buscar el Reino de Dios es, pues, buscar la justicia y buscar la justicia no es sino «permanecer en el sitio donde estás y que te ha sido destinado, cualquier búsqueda lejos de ese sitio es ya una injusticia», Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 77. De acuerdo con ello buscar la justicia y recibir, así, el don perfecto a través del cual Dios se da no sería sino asumir la facticidad, realizar las propias posibilidades del caso y ser cada uno aquello a lo que está esencialmente destinado a ser. Por ello el lirio es un verdadero maestro de justicia, pues crece en su sitio y lo es el pájaro que, obediente a su esencia, cruza los cielos. Justicia-podría decirse- es no interferir en el orden del universo, sino convertirse en un vehículo a su servicio.

12Bernhard Welte -un gran lector de Kierkegaard- ha determinado formalmente el significado para la sociedad humana de esta noción de reino, en la que, para utilizar el lenguaje del danés, imperaría la justicia sobre la tierra y la fidelidad de todas las cosas. Escribe Welte: «Es un estado de la sociedad en el cual, por un lado, la libre e ilimitada auto-posesión de cada persona y, por otro, la unidad y totalidad (...) del “ser-uno-con-otro” convergerían por completo y serían de tal modo una y la misma cosa que, el “ser-uno-con-otro” nunca limitaría la persona ni se vería fracturado por causa de ella; y la persona, por su parte, alcanzaría en el “ser-uno-con- otro” la completa y libre plenitud de su entero ser sí mismo, sin ser enajenada o fracturada [por la totalidad]». Bernhard Welte, Gesammelte Schriften Band I/2. Mensch und Geschichte (Freiburg/Basel/Wien: Herder, 2006), 250. Lo que aquí Welte aplica a la sociedad humana puede fácilmente extrapolarse al cosmos todo.

13 Michael Heymel y Christian Möller, Das Wagnis, eine Einzelner zu sein. Glauben und Denken Søren Kierkegaards am Beispiel seiner Reden (Zürich: Theologischer Verlag, 2013), 53.

14Michael Heymel y Christian Möller, Das Wagnis, eine Einzelner zu sein, 53.

15Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 147.

16Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 149.

17No cabe aquí sino recordar la que tal vez sea la cita más repetida de la obra de Kierkegaard: su definición de espíritu al comienzo de La enfermedad mortal: «El hombre es espíritu. Mas, ¿qué es el espíritu? El espíritu es el yo. Pero ¿qué es el yo? El yo es una relación que se relaciona consigo misma, o dicho de otra manera: es lo que en la relación hace que ésta se relacione consigo misma». Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal (Madrid: Trotta, 2008), 33.

18Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 303.

19Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 305.

20Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 306.

21En un sentido convergente con esta comprensión del poder humano como respuesta instanciada lee J. de Gramont los Discursos edificantes como una figura avanzada y ejemplar de la inversión de la perspectiva de la fenomenología histórica. En efecto, Kierkegaard tomaría «como hilo conductor no ya las tareas de la subjetividad constituyente, sino el carácter primero de la llamada, del acontecimiento y del don y el carácter segundo de nuestras respuestas y sus múltiples figuras». Jérȏme de Gramont, «Kierkegaard. Pequeña fenomenología de la donación», 93.

22 Annemarie Pieper, Søren Kierkegaard (München: Verlag C. H. Beck, 22014), 121.

23La interpretación, según la cual la concepción del sí mismo en los Discursos edificantes se dirigiría hacia la autonegación o incluso a la autoaniquilación del sujeto, «puede naturalmente ser rechazada sin rodeos». Richard Purkarthofer, Kierkegaard (Stuttgart: Reclam, 2014), 98. Para el estudioso de lo que se trata no es, entonces, de auto-aniquilarse, sino de convertir en nada, esto es, de quitarle todo poder -de allí la idea de des- empoderamiento- a la restricción que se autoimpone el sujeto, según la cual ni él ni el mundo podrían recibir dádiva alguna, sino que su ser y el del mundo debieran tan solo regirse por sus propias representaciones. «Sólo a través de la ano-nada-ción (Ver-nicht-ung) de este patrón de comportamiento [auto-restrictivo A G-M] se concede a Dios, por así decir, el espacio de crear al hombre precisamente a su semejanza». Richard Purkarthofer, Kierkegaard, 99. Me atrevería a corregir a Purkarthofer y proponer, en la cita precedente, reemplazar el término «semejanza» por «voluntad».

24 Ann-Kathrin Banser y Philipp Bode, Selbstwerden. Über das Selbst als Aufgabe und die Möglichkeit seiner Realisierung bei Søren Kierkegaard (Würzburg: Könighausen & Neumann, 2018), 106. Los autores sostienen que esta comprensión del sí mismo de Kierkegaard sigue un específico modo de pensamiento cristiano. Incluso afirman: «La fe en el Dios cristiano como origen de toda existencia humana es entonces la condición para el conjunto de “la filosofía del sí mismo” kierkegaardiana», Ann-Kathrin Banser y Philipp Bode, Selbstwerden. Über das Selbst als Aufgabe und die Möglichkeit seiner Realisierung bei Søren Kierkegaard, 106. En mi opinión es indiscutible que fácticamente Kierkegaard escribe aquí desde la fe cristiana, sin embargo, para una perspectiva filosófica de análisis, la comprensión del sí mismo no requiere de modo necesario asumir la fe en Cristo. Que el hombre no pueda darse su propia condición de espíritu finito, ni determinar el sentido último de los sucesos y de su obrar en el mundo son facta, antes que dogmas de fe. El análisis kierkegaardiano del «sí mismo», reconstruido filosóficamente, se sitúa «antes» de la fe cristiana y «más acá» que toda concepción confesional. Su desarrollo legitima ante el pensamiento la posibilidad de la fe, aun cuando no se pretenda «demostrar racionalmente» la existencia del Dios que la fe supone. Sin embargo, no me parece necesario identificar inmediatamente esta fe con la cristiana, sino con una fe legítima en un Poder, indeterminable por el pensamiento, que trasciende al hombre y que es precisamente aquel que lo pudo poner como el sí mismo que es y que puede dejar que el cosmos suceda tal cual sucede. Pero es cierto también que, desde una perspectiva religiosa, es plenamente posible y no necesario identificar ese Poder con el Dios cristiano.

25En este sentido escribe Kierkegaard en su Diario de 1846: «En la conciencia [Gewissen], ahí tiene Dios el poder. Deja que un hombre tenga todo el poder del mundo, ahí adentro es, sin embargo, Dios el poderoso. Y así le habla el poderoso, que sabe, que tiene el poder, al que no tiene poder: haz libremente lo que quieras, finge que tú eres el poderoso; lo que realmente pasa, eso es un secreto que guardamos entre tú y yo». Søren Kierkegaard, Ausgewählte Journale Band I (Berlin/Boston: Walter de Gruyter, 2013), 478.

26Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 306.

27Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 164-165.

28Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 166.

29Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 166.

30Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 166.

31Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 167.

32Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 168.

33Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 179. Cf. Mateo, 10:29.

34Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 182.

35Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 182.

36 Gerhard Thonhauser, Über das Konzept der Zeitlichkeit bei Søren Kierkegaard mit ständigem Hinblick auf Martin Heidegger (Freiburg/Müchen: Alber, 2011), 182.

37Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 192.

38Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 192.

39Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 192.

40Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 194.

41Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 194.

42Søren Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, 194.

43Richard Purkarthofer, apelando a una cita de los Papirer, observa precisamente que, por más sorprendente que pudiera parecer en el autor de títulos como El concepto de la angustia, La enfermedad mortal y Temor y temblor, la respuesta que Kierkegaard ofrece en la tercera serie de discursos que componen Los lirios del campo y las aves del cielo a la pregunta acerca de lo que significa ser un hombre radica «sólo en una única tarea, y por cierto la siguiente: siempre estar alegre». Richard Purkarthofer, Kierkegaard, 101.

44Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 305 (cursivas mías).

45Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 305.

46Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 305.

47En este sentido tiene razón Suances Marcos, cuando afirma el carácter dialéctico de la apropiación de la fe. Ella es dialéctica en un sentido eminente, pues es la voluntad de que no se cumpla mi voluntad, sino la de Dios. «Cuando le pedimos algo a Dios hay que añadir: si es esa tu voluntad; es decir, que hay que hacer dialéctica esa petición, o sea, que hay que estar dispuesto a soportar lo contrario». Manuel Suances Marcos, Søren Kierkegaard. Tomo II: Trayectoria de un pensamiento filosófico (Madrid: UNED, 1998), 337.

48Søren Kierkegaard, Escritos de Søren Kierkegaard, Volumen 5, 147.

49 Søren Kierkegaard, Las obras del amor (Salamanca: Sígueme, 2006), 307.

50Søren Kierkegaard, Las obras del amor, 307.

51Søren Kierkegaard, Las obras del amor, 306.

*Investigación financiada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina. Fecha de desarrollo: febrero/marzo de 2020.

**Profesor, doctor por la Universidad de Buenos Aires, becario de la Fundación Alexander von Humboldt, investigador principal del CONICET. Contacto: hieloypuna@hotmail.com. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-0509-6692

Para citar este artículo: Garrido Maturano, Ángel Enrique. «La alegría de ser nada. La dádiva perfecta y la existencia capaz de recibirla en los Discursos edificantes de Søren Kierkegaard». Franciscanum 175, Vol. 63 (2021): 1-19.

Recibido: 29 de Marzo de 2020; Aprobado: 09 de Mayo de 2020

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