1. El modelo de la circulación: el pneuma/spiritus desde Galeno a Descartes
La pregunta por la naturaleza de la vida y de lo viviente ha estado presente desde los inicios de la filosofía. Una de las notas más importantes para definir la vida ha sido la de autarquía, es decir, el hecho de que lo viviente se basta a sí mismo en su dinamismo interno. De allí que la espontaneidad y la inmanencia hayan sido consideradas desde la filosofía clásica como las propiedades fundamentales de lo viviente: el ser vivo actúa desde sí mismo (sin necesidad de un motor externo) y todos sus actos redundan en sí mismo (y no son meramente transitivos)1. La historia de la conceptualización de la vida en el pensamiento Occidental no puede comprenderse sin esta necesidad de dar cuenta de este carácter circular del viviente, gracias al cual sus actividades comienzan y terminan en sí mismo. En este artículo intentaré ofrecer algunos elementos para comprender la continuidad que hay detrás de la historia de la biología Occidental, desde Grecia a nuestros días, cuyo énfasis ha recaído sobre la comprensión de la vida como estrategia para autopreservarse, y así en la necesidad de garantizar la auto-regulación y auto-gobierno del viviente. De este modo, la historia de la biología Occidental ha estado asediada por la sombra de la muerte inminente, supeditando la vida a su contrario. Quizá sea necesario en futuros trabajos examinar si acaso la biología Occidental no es deudora de una inquietud médica y no es más que la conceptualización y teorización de aquella práctica que apunta a mantenernos en vida, aun cuando nos encontremos siempre a la puerta de nuestra descomposición. En todo caso, la necesidad del viviente de preservarse a sí mismo ha llevado a las teorías biológicas a dejar en un segundo plano la categoría de relación y de alteridad, puesto que aquello que no es parte orgánica del viviente, aquello que es otro respecto de su dinamismo, parece amenazar de muerte al organismo. La urgencia por deconstruir este paradigma de la autarquía responde a la incapacidad de nuestra cultura y de nuestros discursos occidentales de pensar la relacionalidad y la pluralidad sin subsumirlas a la unidad y a la totalidad. Este trabajo pretende, por ello, llamar la atención sobre la potencia explicativa pero también sobre las consecuencias negativas que este campo metafórico de la organización trae a nuestra comprensión de la vida (un campo que posibilita un incesante desplazamiento entre lo político y lo biológico).
Si bien la noción de alma ha ocupado un lugar primordial en las consideraciones respecto a los vivientes en Occidente, prefiero atender a otro concepto igualmente fundamental del cual no siempre se tiene debida cuenta: el concepto de pneuma (πνεῦμα) o spiritus. Esta elección no es inocente, puesto que mi interés en este trabajo es examinar la continuidad de una comprensión de la vida en los discursos biológicos, y la noción de alma tiene una connotación demasiado inmaterial y metafísica que ha motivado generalmente a los científicos a dejarla a un lado en sus explicaciones fisiológicas. Por el contrario, el concepto de pneuma/spiritus ha tenido un éxito innegable en el orden de los discursos científicos acerca de los cuerpos vivos, dada su naturaleza material. En efecto, el concepto de pneuma/spiritus juega un papel fundamental en esta historia del cuerpo orgánico y de la causalidad circular del viviente, y conecta la antigua fisiología con la moderna biología, sobre todo por el carácter auto-referido de esta circulación, que comienza y termina en el viviente mismo. La historia del concepto de pneuma es asaz compleja, y sus ambivalencias pueden ya notarse en el vaivén entre su valor semántico tanto material como inmaterial: pneuma puede referirse tanto al cuasi-elemento que transita por los cuerpos orgánicos como al principio inmaterial que conecta lo humano con lo divino. En esta historia, las tradiciones platónicas y estoicas se cruzan con las judeo-cristianas2 y el concepto de pneuma permanecerá en un estado de ambivalencia hasta, al menos, el siglo XVII. En este trabajo, me interesa examinar el valor «material» y fisiológico de este concepto que, como tal, obtuvo un valor científico-técnico en Aristóteles, y luego pasó a ocupar un lugar central en el estoicismo (en un desplazamiento que hizo del pneuma también un principio cósmico). La función del pneuma en Aristóteles es capital en tanto que actúa como el elemento organizador que efectúa las disposiciones formales del alma3. Pero la importancia del pneuma en Occidente se debe, ante todo, a la influencia de la fisiología de Galeno. Para Galeno, el pneuma proviene sobre todo del aire que se introduce al cuerpo por inspiración y que circula por la sangre. Es, por ello, de naturaleza corpórea y material, aunque se trate de una materia excepcionalmente fina y refinada, como un «vapor caliente». Esta composición del pneuma, hecho de los elementos más sutiles de aire y de fuego, le posibilita actuar sobre todo el cuerpo y cumplir todas las posibles funciones vitales, algo que la materia ordinaria, dado su peso e impenetrabilidad, no puede realizar4. Para Galeno hay, al menos, dos tipos de pneuma: el psíquico (πνεῦμα ψυχικόν) y el vital (πνεῦμα ζῳτικόν), y sus seguidores atribuyen aún un tercero, el pneuma natural (πνεῦμα φυσικόν). Los dos primeros tipos de pneuma cumplen una determinada función en el cuerpo5. Dado que, para Galeno, la parte del ser vivo que rige sobre el resto del cuerpo (lo que los estoicos llaman ἡγεμονικός)6 no es el corazón, sino el cerebro, la explicación fisiológica se torna más compleja que en el caso de Aristóteles. En el caso de ubicar al corazón como el órgano central, el proceso parecía bastante sencillo y directo: desde el aire de afuera el pneuma va directamente al corazón a través de los pulmones. Galeno debía explicar, en cambio, no solo un proceso que implicara una distancia mayor del recorrido pneumático, que va desde el aire hacia los pulmones, de allí al corazón, y de allí al cerebro, sino también justificar la necesidad de un sistema más complejo. Las arterias, por un lado, son aquellas que acarrean el pneuma. Por otro lado, el pneuma debe ser progresivamente elaborado para lograr un elemento cualitativamente más sutil que el que se encuentra en el aire para alcanzar el cerebro. Así, el paso preliminar tiene lugar en los pulmones (la sustancia pneumática), luego en el corazón (pneuma vital), hasta las elaboraciones finales en las partes correspondientes del cerebro (pneuma psíquico)7.
La importancia de los trabajos de Galeno fue decisiva en toda la Edad Media, y su obra «significó una síntesis brillante, aunque final, de la medicina griega»8. Dada la influencia de la tradición judeo-cristiana (que lleva a la idea de espíritu a la que hoy estamos acostumbrados), el término pneuma o spiritus se volvió equívoco. Por ello, para los pensadores medievales, sobre todo en el siglo XII y XIII, la naturaleza del spiritus se tornó problemática, en tanto que se intentaba integrar al spiritus en las operaciones que el alma realizaba en el cuerpo, pero también en tanto que buscaba articular la vida divina con la vida humana, puesto que lo espiritual era lo que ambas realidades tenían en común. Así, aparecían al menos dos esquemas antropológicos muy distintos, en tanto que ubicaban al spiritus en un lugar o en otro: o bien el hombre se compone como alma-spiritus-cuerpo (siendo el spiritus el mediador entre el alma inmaterial y el cuerpo material), o bien como spiritus-alma-cuerpo (siendo el spiritus identificado con el νοῦς griego, es decir, con el principio intelectual que conecta con lo divino por su carácter absolutamente inmaterial). Esta diseminación del concepto de spiritus se acentuaba también en tanto que impactaba en las especulaciones cosmológicas y en las relaciones entre el anima mundi, los cuerpos celestes, las inteligencias y la inteligencia divina, y el Espíritu Santo y su función cósmica como dador y productor de la vida (πνεῦμα ζῳοποιοῦν)9. Esta diseminación, sin embargo, fue domesticada gracias al uso (y abuso) de la analogía en los siglos XI y XII para pensar la omnipresencia del espíritu en el orden creado: la única característica común a todos los sentidos en que se usara spiritus parecía ser -como argüía Hugo de San Víctor- la subtilitas, es decir, su carácter sutil que le permitía transitar y circular por todos lados y permear todas las realidades10. Dentro de esta inevitable diseminación del concepto de spiritus, la cuestión acerca de su función y de su naturaleza estaban en el centro de las especulaciones como resultado de la interacción entre la fisiología galénica y los sistemas teológicos, cosmológicos y antropológicos del cristianismo. En todo caso, «cualquiera haya sido su destino, la contribución de los autores medievales fue el de elevar al spiritus al estatuto de un peculiar y necesario mediador de la vida»11.
Heredero de esta tradición es René Descartes, quien, como iniciador de una nueva época, no pertenece del todo ni a la Antigüedad ni a la Modernidad. A su amplia formación en física y matemática, se sumaron los descubrimientos anatómicos del sistema circulatorio de Harvey y el impacto revolucionario de las obras de la ingeniería mecánica, como el reloj. Todo ello contribuyó a darle forma a sus teorías en torno a los seres vivos. En efecto, Descartes tomó como modelo explicativo de lo viviente a aquellas máquinas que gozaban de una cierta independencia en su accionar para dar cuenta de los cuerpos organizados y de sus procesos fisiológicos. El Tratado sobre el hombre de Descartes comienza con una particular paráfrasis del Génesis, donde se narra la creación del hombre por parte de Dios, para ofrecer una explicación de la constitución de los cuerpos vivientes (Descartes propone todo esto de una manera ficcional). En vez de insuflarle el principio vital a la materia extraída de la tierra para dar origen al hombre, Dios dispone de esta materia como si se tratara de un mecánico:
Voy a suponer que el cuerpo no es más que una estatua o máquina de tierra que Dios, adrede, forma para hacerla lo más semejante posible a nosotros, de tal manera que no solo le dé exteriormente el color y la forma de todos nuestros miembros, sino también que introduzca en su interior todas las piezas necesarias para que ande, coma, respire y, finalmente, imite todas aquellas de nuestras funciones que se pueden imaginar procedentes de la materia y que sólo dependen de la disposición de los órganos12.
Si bien Descartes comienza por la doble metáfora de la estatua y de la máquina, vemos en seguida que se centrará en la segunda13. En efecto, para poder presentar su esquema fisiológico, toma como modelos a los relojes, fuentes artificiales, molinos y otras máquinas. Aquello que tienen en común el cuerpo del hombre con las máquinas, y que posibilita su analogización, es que ambas tienen la capacidad de moverse por sí mismas de muchas y distintas maneras. Es decir, la analogía principal que rige la fisiología cartesiana no es el mecanismo en sí, sino la capacidad de ciertos mecanismos de dar cuenta de sus propios movimientos sin recurrir a otro principio que no sea la máquina misma. De allí que el modelo fisiológico cartesiano estaría mejor caracterizado si lo refiriéramos como automatismo (siendo el reloj, por ejemplo, un caso paradigmático de autómata) más que como mecanicismo. Lo que, a su vez, define a un autómata son dos características: por un lado, estar compuesto de partes, y, por otra, que dichas partes sean funcionales y estén dispuestas de tal modo que puedan coordinar sus movimientos dentro de una unidad sistémica. Un ser simple no puede ser mecánico, pero un compuesto no funcional tampoco. Sin embargo, para ser un autómata es preciso una última característica: que sus procesos estén garantizados y sostenidos por la interacción entre sus partes, sin necesidad de un principio extraño a este compuesto mismo. Un piano puede ser una máquina, pero no un autómata; una pianola, en cambio, sí. Mientras que el primero necesita de un pianista para emitir sonido, el segundo puede producir por sí mismo la melodía. Claro que uno podría discriminar en una escala de autómatas cuál es el más perfecto según cuánto necesite de un principio externo para el desarrollo de sus actividades y procesos. Esta escala se construiría, entonces, sobre la predicación analógica de la autarquía14.
Definir el modelo cartesiano como auto-matismo significa inscribirlo en la tradición Occidental que comienza en Grecia sin problema alguno, ya que lo vivo se define, justamente, por su capacidad de auto-movimiento. Esto implica, a su vez, que no puede contraponerse simplemente el automatismo con el organicismo, como postulan algunos para enfrentar el modelo cartesiano al aristotélico. En efecto, ambas tradiciones definen las partes del cuerpo vivo como órganos en tanto que cumplen una determinada función (ὀργανον, en griego, significa también útil), y que la unidad total del mecanismo se sostiene sobre la organización de sus partes, es decir, en la disposición de cada parte según su función, en su mutua interacción. En rigor, si tomamos en cuenta que el alma aristotélica no es un principio trascendente o extraño al cuerpo orgánico, entonces no hay entre Descartes y Aristóteles un abismo explicativo15. Claro que Descartes rechazará la inmanencia del alma aristotélica por dos razones: primero, porque el esquema explicativo en Descartes se reduce a las causas materiales y eficientes; segundo, porque Descartes quiere salvar la autonomía del alma espiritual, sustrayéndola de toda dependencia ontológica respecto a la materia, y asegurando así tanto la inmortalidad del alma como su contacto directo con lo divino. El proyecto cartesiano, en efecto, está motivado tanto por su interés científico como por su compromiso teológico. Pero la continuidad con el esquema clásico aristotélico-galénico también puede rastrearse en la importancia epistemológica que tiene el spiritus en la fisiología cartesiana, pasando por la tradición teológica medieval16. En la traducción al latín, pneuma es spiritus, y en el modelo cartesiano el spiritus animalis cumple exactamente la misma función fisiológica que el pneuma de Galeno (al menos en lo que respecta al organismo como tal, aunque sus efectos en el orden de la reproducción y su continuidad respecto al elemento del ether sean también análogos)17. En efecto, Descartes centra el proceso orgánico en la capacidad de combustión del corazón, que tiene como un «fuego sin luz»18, y que garantiza la vida en tanto que «el movimiento de la sangre en el cuerpo no es sino una circulación perpetua (circulation perpetuelle)»19. Dentro de la sustancia de la sangre, encontramos, sin embargo, una materia sutil, que se distingue del resto por su tamaño y peso, y que Descartes llama spiritus animalis, en tanto que dichas partículas alcanzan la glándula pineal, allí donde se encuentra la sede del alma inmaterial como principio sintiente y gobernante del cuerpo. Aquí sí que es interesante notar la diferencia con el esquema clásico, en tanto que Descartes reserva la palabra spiritus para la sustancia que se comunica con la dimensión sintiente y razonante, que para Galeno era tan solo un tipo de pneuma. Sin embargo, si dejamos a un lado una cuestión meramente terminológica, la peculiaridad y centralidad de la sangre como principio vivificante es homologable, también, al pneuma en sentido amplio. De hecho, el principio vital que sigue rigiendo la explicación fisiológica es el calor, por lo cual se habla de dicho «fuego sin luz», es decir, una sustancia etérea que es caliente pero que, al no estar hecha de un material sólido, no puede emitir luz alguna (tal como el pneuma, un semi- elemento de aire-fuego). La metáfora gubernamental de Galeno se mantiene en Descartes, en tanto que es el spiritus el que lleva a cabo los procesos fisiológicos desde el cerebro (la sede del ἡγεμονικόν estoico), y más particularmente desde la glándula pineal que regula el sistema nervioso. Lo importante aquí es notar que se mantiene este carácter circulatorio del principio vital, responsable de todos los movimientos del cuerpo, y de la conexión entre todos sus miembros: principio que es sangre, pero que es también nervioso (recordemos también la continuidad entre sangre y spiritus) y en el que el alma cumple ahora una función reguladora, oficiando de regente20. Si no hay circulación, no hay círculo, es decir, totalidad sistémica cerrada sobre sí y autosuficiente21. En esta línea de argumentación en torno a la continuidad entre ambas tradiciones fisiológicas, Georges Canguilhem afirma que tanto el mecanicismo como el organicismo son tan solo dos especies de una única explicación tecnológica de la vida, una explicación que obedece a una lógica técnica y funcional que liga las partes con el todo del organismo22.
2.Cuerpo orgánico y medio interno: el modelo de la economía animal
El modelo mecanicista ensayado en el siglo XVII por Descartes, Hobbes y otros pensadores y fisiólogos de la época, mostró sus limitaciones a poco tiempo de su nacimiento. El mismo Descartes reconocía que el modelo del autómata era tan solo un modelo explicativo, que no llegaba de ningún modo a dar cuenta cabal de la vida, y reconoce que hay un hiato irreductible entre el Tratado sobre el Mundo y el Tratado sobre el Hombre, es decir, entre las leyes mecánicas de la física y la naturaleza del cuerpo humano23. Sin embargo, fueron muchos los pensadores y científicos que prosiguieron este atractivo programa cartesiano. A principios del siglo XVIII los médicos mecanicistas, llamados iatromecanicistas, avanzaron sobre esta explicación funcional y física del cuerpo humano, celebrándolo como uno de los logros más importantes en lo que respecta al conocimiento del hombre. Como argüía Giorgio Baglivi (1668-1707), este modelo posibilitó el descubrimiento de innumerables fenómenos antes ignorados y demostró que «el cuerpo humano no es sino un sistema complejo de movimientos mecánicos y químicos que obedecen a las leyes matemáticas»24. Si bien los iatromecanicistas han sido considerados como aquellos que han llevado a cabo la revolución más significativa en el ámbito del conocimiento del cuerpo orgánico, en tanto que han dejado atrás los postulados metafísicos y abierto el camino propiamente científico, la consistencia de su modelo es problemático. Aunque muchas de sus decisivas contribuciones a la fisiología fueron posibles gracias a la comparación sistemática del cuerpo humano con una máquina, examinando cuidadosamente los aspectos cuantitativos de las dinámicas vitales, las implicaciones filosóficas y epistemológicas de dicho modelo fueron objeto de crítica ya a partir del siglo XVIII. En efecto, como explica Sergio Moravia, el iatromecanicismo supone una serie de postulados filosóficos bastante problemáticos: por un lado, tiende a reducir la materia orgánica a mera res extensa, identificando los fenómenos biológicos con fenómenos físicos y mecánicos, y explicando la vida y a los organismos vivos como si su fenomenología y sus leyes fueran a priori de un determinado tipo. En segundo lugar, las técnicas explicativas que caracterizan mayormente los textos iatromecanicistas son los de la hipótesis y la analogía, e implican un círculo vicioso basado en una petitio principii en tanto que postulan haber arribado a la demostración de la naturaleza mecánica de ciertos fenómenos cuando en realidad ellos comienzan subrepticiamente atribuyendo a dichos fenómenos las características que favorecerían dicha demostración. En tercer lugar, el iatromecanicismo prefiere el análisis estructural antes que el análisis funcional del organismo, reduciendo la fisiología a la anatomía, e ignorando el dinamismo de las fuerzas orgánicas, o simplemente reduciéndolas a esquemas kinéticos de naturaleza físico-mecánica. En cuarto lugar, el principio fundamental de su doctrina consiste en una interpretación sumamente precisa de la vida como movimiento y del viviente (incluyendo al hombre) como máquina25.
El iatromecanismo, pues, despertó serias dudas como programa científico ya en los finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII, en tanto que muchas de las observaciones y descubrimientos experimentales parecían postular una imagen del cuerpo orgánico bastante distinta al de una máquina. Por un lado, un hito en esta historia se encuentra en el trabajo de Francis Glisson (1596-1677), quien atribuye al organismo una fuerza real (vis insita in materia) que llamó «irritabilidad», y su tratado de fisiología, De naturae substantia energetica (1672) inaugura una nueva filosofía y orientación científica en el estudio de los cuerpos orgánicos. Por otro lado, las doctrinas de Leibniz y de Newton llevaron a los científicos a reconsiderar la existencia de fuerzas de alguna manera inmanentes a la materia que actúan según sus propios principios teleológicos. Podemos encontrar en Georg-Ernst Stahl (1659-1734) un caso típico de esta revisión, para quien la tarea fundamental de la fisiología es comprender la vida en su carácter irreductible a la naturaleza física. El modo de abordar al organismo en base a las manifestaciones de su interioridad, comenzando por su sensibilidad (algo que el iatromecanicismo había ignorado por completo), llevó a Stahl a distinguir, ya en su tesis doctoral de 1684, entre «cuerpos animados» que tienen un alma que los regula, y los «agregados» que tienen un orden más o menos confuso. A su vez, Stahl también distingue entre la concepción material y la formal de los órganos, una distinción que es análoga a aquella que hay entre «cuerpos concretos» y «cuerpos orgánicos o instrumentos»: mientras que la concepción de los cuerpos concretos es mecánica, la concepción formal de los cuerpos orgánicos es operacional o funcional. Solo esta última consideración explica el uso de las partes y la dimensión teleológica del orden del cuerpo como un todo, que llamaba «organismo formal». En su obra De mechanismi et organismo diversitate (1706), Stahl utiliza el término Organismus (en singular y con mayúscula) como un principio de orden categóricamente diferente del principio del Mechanismus. Como un principio general de orden de los cuerpos vivos u orgánicos, el Organismus no representa un nombre genérico para los cuerpos vivos, aunque sea un principio propio de ellos. Hay entre el ámbito de lo vivo y el ámbito de los cuerpos físicos una diferencia radical, basada en la intervención de principios completamente heterogéneos e irreductibles: el principio orgánico y el principio mecánico26.
Influidos por este programa anti-mecanicista de Stahl, los fisiólogos de la Escuela de Montpellier avanzaron sobre el estudio experimental de los organismos vivos en su irreductibilidad fenoménica. Suele considerarse que la corriente del «vitalismo» ha surgido primero en esta Escuela, sobre todo gracias a la adopción de las ideas animistas de Stahl por parte de Francois Boissier de Sauvages (1706-1767)27. La autonomía de la vida respecto a las nociones y a las leyes provenientes de lo inerte fue especialmente defendida por uno de los principales representantes de la Escuela de Montpellier, Théophile Bordeu (1722-1776). El fisiólogo francés aborda el estudio de las membranas mucosas, la acción de las glándulas y de los orígenes y desarrollos de los desórdenes patológicos en el organismo, mostrando la imposibilidad de interpretar los fenómenos orgánicos como el resultado de movimientos y de presiones de índole físico-mecánica. Para Bordeu, el verdadero método para comprender la vida no es a partir de la aplicación de las leyes físicas, mecánicas o químicas a la medicina, sino observar los fenómenos de la salud y de la enfermedad, y «solo siguiendo el curso de las enfermedades y ponderándolas podrá comprenderse la verdadera composición, combinaciones y verdadera naturaleza de los humores animales»28. Como veremos hacia el final, esta perspectiva supone comprender a la vida como un fenómeno dinámico que se define también por la inminencia de la muerte, es decir, por la diacronicidad fundamental de lo viviente en su historia de salud y de enfermedad, y las estrategias del organismo para evitar su cabal descomposición.
Aun rechazando el postulado de un principio metafísico como es el alma, la existencia de funciones en el organismo vivo presupone la acción de fuerzas innatas a la materia viva. En la época en que Bordeu llevaba a cabo sus investigaciones, Albrecht von Haller postulaba, gracias a métodos experimentales rigurosos, una fuerza inherente a las fibras musculares que llamaba, como Glisson, irratibilidad, demostrando así la propiedad fundamental de la sensitividad en las fibras nerviosas. A pesar de las diferencias entre Haller y Bordeu, encontramos en estos pensadores un giro decisivo en la historia de la fisiología respecto de la herencia mecanicista. Como afirma Sergio Moravia, «para los iatromecanicistas, la vida es movimiento, mientras que para Bordeu, la vida es sensibilidad; para los iatromecanicistas, el hombre es un aparato mecánico, mientras que para Bordeu, el hombre es un organismo»29. Justamente, el interés de Bordeu por este fenómeno de la sensitividad de los órganos (objeto de su tesis doctoral en 1742) lo había llevado a desestimar y criticar las tres tradiciones prevalentes en su época: la doctrina de los spiritus animalis que se retrotrae a Galeno, el animismo de Stahl, y el mecanicismo30. Lejos de contentarse con haber mostrado que la sensibilidad es la fuente de todas las funciones y procesos orgánicos, Bordeu examina la acción específica de las propiedades sensitivas en la estructura psicofísica del hombre. Analizando el modo en que funciona el organismo humano, Bordeu muestra que los diversos órganos del cuerpo tienen patrones de comportamiento o características que son mayormente independientes y autónomos, aun cuando estos órganos interactúen íntimamente entre sí, y que algunas funciones orgánicas son sustancialmente independientes de la acción y del control del cerebro. Rechazando el postulado de un principio espiritual anímico que unificara al cuerpo orgánico, Bordeu afirma que el hombre no es un ser unitario-monárquico, es decir, que no es un ser que está sujeto a la acción unitaria y uniformadora de un único principio, sea el alma, la conciencia o el cerebro. Para Bordeu, el hombre es un compuesto articulado y descentralizado, es una «federación de órganos»31, cuya armonía entre sus acciones y funciones resultan en la salud del cuerpo. La imagen utilizada por Bordeu para ilustrar el cuerpo orgánico es la colmena de las abejas, puesto que, si el cuerpo orgánico es, en rigor, una sociedad de pequeños vivientes (animal in animali), entonces el cuerpo orgánico funciona con una lógica política de parte-todo, definida por la categoría de función. Así como en una colmena, los distintos órganos del cuerpo colaboran (trabajan juntos) de manera tal que forman un cuerpo suficientemente sólido, pero ello implica que cada uno de estos órganos tienen una acción específica32. Esta idea de una «división del trabajo» será luego desarrollada por el fisiólogo Henri Milne-Edwards, quien ilustra a los cuerpos orgánicos en términos de fábricas, donde cada trabajador tiene una función particular, y quien propone como criterio para una biología evolutiva considerar que cuanto mayor y más específica sea esta división, más perfecto será el viviente (culminando en el hombre)33.
Como nota al margen (pero, creo, de gran valor para una arqueología de nuestro paradigma de lo viviente), es interesante notar que ya para Aristóteles, las abejas (junto también con las hormigas, entre otras especies animales) eran parte del conjunto de «animales políticos» (πολιτικὸν ζῷον) en el que también se incluyen eminentemente los hombres. A diferencia de los animales gregarios, los políticos no solo viven juntos, sino que trabajan conjuntamente en pos de una finalidad en común, lo cual implica una cierta funcionalización y organización de cada una de las partes en ese todo social34. El campo metafórico que abre la noción de organización posibilita así una infinidad de contaminaciones semánticas entre lo político y lo biológico, teniendo un impacto insospechado en la fisiología este modo «político» de comprender la composición de los cuerpos vivientes. Así como para Thomas Hobbes la salud del cuerpo político era la unidad de la colaboración de sus miembros (aunque en su caso la figura del soberano sea la que realiza dicha unidad) y la sedición era la enfermedad35, también en el cuerpo orgánico la salud es la manifestación de esta colaboración unificada. Como afirma Bordeu, «los órganos del cuerpo están conectados los unos a los otros, y cada uno tiene su distrito y su actividad, y la relación entre estas acciones y su harmonía resultante es lo que constituye la salud»36. El cuerpo orgánico es, así, una estructura dinámica que se mantiene unida gracias a una causalidad circular («circle de action») entre sus diferentes partes37. En contraposición con la causalidad lineal del mecanicismo, el esquema de la economía animal está atravesada por la máxima Hipocrática: todo concurre, consiente y conspira conjuntamente en el cuerpo38. El término oeconomia en «economía animal» comienza a hacer sonar sus armónicos políticos.
Más allá de la presencia en Bordeu de algunos elementos animistas provenientes de van Helmont, hay, para Moravia, algunas tesis sumamente importantes que marcaron la historia en la fisiología: en primer lugar, Bordeu comprende que toda reflexión en torno a la vida debe comenzar por el principio de la irreductible vitalidad de los órganos; en segundo lugar, Bordeu traduce esta doctrina en términos empíricos y experimentales, a partir de la observaciones de los filamentos nerviosos; en tercer lugar, afirma que estos filamentos no están conectados tan solo al cerebro, sino que se agrupan en diversas glándulas, situadas en todos los órganos periféricos del cuerpo y que actúan según leyes aún no descubiertas. «En suma, aparece y se desarrolla lo que puede llamarse medicina “regional” o fisiología»39. Esta imagen del ser vivo propuesta por Bordeu, y luego oportunamente elaborado por Pierre-Jean- Georges Cabanis (1757-1808), se contrapone no solo al modelo iatromecánico del hombre- máquina, sino también al modelo del hombre-estatua propuesto por Condillac. A diferencia de la máquina y de la estatua, el organismo vivo no está determinado exclusivamente por el medio ambiente y sus modificaciones, sino que, compuesto por centros sensibles y dinámicos, el hombre posee una vitalidad y una actividad internas: sus órganos llevan a cabo determinadas funciones, producen determinadas sensaciones, e interactúan entre ellos independientemente de los estímulos externos. Mientras que la escuela de los sensualistas (con Condillac a la cabeza) subrayan la importancia del medio externo, Bordeu y los vitalistas se enfocan en el interior orgánico del hombre. En esta contraposición entre lo interno y lo externo, el concepto de organismo jugará un papel primordial. En efecto, es en el ámbito filosófico-natural alemán donde el concepto de Organismo va ganando mayor terreno sobre el concepto de «cuerpo orgánico». Como advierte Cheung, la doble significancia de Organismo que encontramos ya en los escritos tardíos de Immanuel Kant, tanto para designar el principio del orden cosmológico (el «nexo total» de las relaciones mutuas entre todos los seres) como para designar a los «sujetos», los cuales, aunque existan como parte del organismo general de la naturaleza, son también un Organismo individual40. A su vez, Schelling, influido por la contraposición entre el «Yo» y el «no-Yo» introducida por Fichte, intenta encontrar un modelo natural para esta idea de una unidad absolutamente incondicionada del Yo y de su capacidad de experimentar el mundo. Así, se refiere Schelling a un «proceso» de mediación entre el Yo y el mundo (no-Yo) en términos de «asimilación» del no-Yo al Yo, un término que ya habían establecido alrededor de 1750 el conde de Buffon y Charles Bonnet. El modelo de Bonnet describe un proceso según el cual una unidad organizada se diferencia y se desarrolla en múltiples pero interrelacionadas estructuras que tienen una relación sistemática con el mundo circundante. Schelling llama al producto de dicho proceso de continuo auto-diferenciación un Organismo individual (individuellen Organismus).
Estas consideraciones del Organismo, que se jugaban en las relaciones entre el micro- y macro-cosmos, fue desarrollada por Lorenz Oken en su Lehrbuch der Naturphilosophie (1808-1811), quien define a los organismos como entidades en las cuales el todo está representado en sus partes y en el que las partes se transforman en un todo. Oken llama a estas partes «células» o vesículas, por lo cual define al organismo como «un cuerpo individual, total, cerrado en sí (in sich geschlossener), excitado y causado por sí mismo»41. Junto con Oken, Carl Friedrich Kielmeyer fue otro de los primeros naturalistas en usar sistemáticamente el término «organismo» como un nombre genérico para entidades individuales, y se enfoca en la «individualidad material» del organismo como una forma específica de existencia (Dasein) y de organización. Si bien, debido a las connotaciones metafísicas que adquirió en el contexto alemán, la palabra «organismo» no fue utilizada Georges Cuvier ni Jean-Baptiste Lamarck (colegas de Kielmeyer en el Muséum de Paris), muchos científicos como Richard Owen, Auguste Comte y Claude Bernard, usaron frecuentemente el término «organismo» en fisiología, embriología y teoría de los medios42. El mismo Claude Bernard utiliza el término organismo y, frente a la postura de Comte, enfatiza que, para comprender a los seres vivos, los procesos regulatorios del «medio interior» son aún más importantes que sus circunstancias externas. Son dos, pues, las dialécticas que determinan la naturaleza del organismo en esta época: la dialéctica partes- todo, y la dialéctica medio interno-medio externo. Luego de una historia que comienza tímidamente en la Edad Media, es gracias a Blainville, Comte y Bernard que los diccionarios reemplazaron sistemáticamente las expresiones «cuerpo orgánico» u «organización» orgánica con la palabra «organismo». Y en la doceava edición del Diccionaire de médecine de Littré y Robin (1865) encontramos la definición de organismo como «el conjunto de órganos que ejecutan las funciones de vida»43. Como muestra Tobias Cheung en su artículo, se pasa lentamente de una consideración del orden y la disposición funcional de un cuerpo (el organismo de un cuerpo) a la consideración del organismo como una entidad especial e individual de composición material (el cuerpo de un organismo). Se subraya, así, la consideración del ser vivo como un ser autárquico, que se auto-organiza y auto-regula en sus procesos vitales.
3. Metabolismo, Homeostasis y Autopoiesis
El concepto de auto-regulación es especialmente importante en la fisiología de Claude Bernard y en lo que hoy llamamos metabolismo44. El esquema biológico-político que ofrecía la idea de auto-regulación había sido elaborado principalmente por la Escuela de Montpellier y su idea de oeconomia animalis. Como define Dominique Guillo, la economía animal es un modelo del cuerpo vivo que busca articular la interacción de las partes «como una totalidad unificada que obedece a los principios de regulación global gracias a los cuales la actividad de cada parte está ajustada harmónicamente con la de las demás»45. Esta aproximación implicaba un cambio de perspectiva profundo, pasando de una visión espacial de la anatomía (con la que el mecanicismo se encontraba a sus anchas), con una consideración temporal del cuerpo organizado, más propia de la fisiología (como mostraba la epistemología de Bordeu al seguir el hilo conductor de las enfermedades para desentrañar el fenómeno vital). Dentro de esta estela de influencia, nace la «anatomía comparada» con Georges Cuvier (1769-1832), la cual implica un abordaje a la vez sincrónico y diacrónico de los cuerpos vivos. El maridaje entre la paleontología y la fisiología tenía como su punto de alianza a la noción misma de organización, en tanto que la organización no era meramente una disposición de partes en un todo, sino que implicaba una historia de esta disposición46. En este punto, el mecanicismo resultaba completamente insuficiente. En esta historia del organismo, Cuvier proponía la existencia de un «lazo vital» que es un principio de totalización harmónica que se manifiesta en el movimiento general y común de todas las partes del cuerpo, que trabajan juntas en pos de un objetivo común. Así, puesto que las partes de un organismo se deben a la lógica del todo del cuerpo, el «lazo vital» es considerado por Cuvier como un «lazo económico», es decir como una distribución de la actividad vital a todas las partes del cuerpo vivo. De allí que «la organización no sea el resultado material de una composición, sino, de una manera más abstracta, un sistema en equilibrio dinámico»47. Pero, como todo equilibrio, el del sistema vivo es también frágil y vulnerable48. No por nada, Xavier Bichat (autor clave que se encuentra entre el final de la Escuela de Montpellier y el inicio de la fisiología experimental) definía a la vida como «el grupo de funciones que resisten a la muerte»49. Los vivientes son, para Bichat, aquellos seres que están amenazados por una destrucción inminente, y su vida no es sino su persistencia en la conservación de sí gracias a la auto-regulación de sus estados físico-químicos50. Es tras esta estela que el concepto de «medio interno» (milieu intérieure) de Claude Bernard aparece51. Este concepto juega para la fisiología de Bernard una operación analógica que le permite clasificar a los distintos seres vivos según su grado de autonomía frente al medio externo en el que se sitúan. Así, hay tres formas de vida a la que pueden pertenecer los vivientes: la vida latente (definida por un estado de «indiferencia» o de falta de transacciones químicas), la vida oscilante (aquella que cae bajo la influencia del medio externo, como la de las plantas, invertebrados y vertebrados de «sangre fría»; y la vida constante o libre (en la que los vivientes logran mantener una condición constante de su medio interior a pesar de los cambios en el medio externo). De este modo, «la fijación de los medios internos permite el desarrollo de las formas de organización más complejas en los seres vivos, alcanzando su cima en los seres humanos»52. Para Bernard, esta constancia y estabilidad del medio interno, que expresa la autonomía del viviente frente a lo que le es externo, es posible ante todo por el sistema nervioso. La escala analógica de la vida depende, pues, del desarrollo del sistema nervioso, que es a su vez un sistema caracterizado por la idea de control y regulación centralizada53.
Es Walter Bradford Cannon quien, siguiendo la propuesta de Bernard, acuña la palabra homeostasis para referirse a esta capacidad del viviente de regularse a sí mismo. La palabra griega stasis (στάσις) es particularmente interesante porque significa, al mismo tiempo, «estar parado» y «pararse». De allí que sea usada para referirse a aquello estático (de allí proviene, de hecho, nuestro vocablo español, que puede encontrarse en Estado, estatua, estatuto), que no se mueve, pero también para referirse a las guerras civiles, a las transformaciones y revoluciones (de allí el sentido político de «levantamiento»)54. Esta ambivalencia define también la dialéctica de la vida, en tanto que los cambios dentro del sistema orgánico son necesarios para su preservación, sólo en la medida en que estos mismos movimientos alcancen un cierto equilibrio mutuo. Aunque sea un sistema abierto, sujeto a innumerables perturbaciones, lo propio del viviente es que puede lograr un estado equilibrado, logrando un balance gracias a mecanismos fisiológicos. En tanto que se mantienen a sí mismos en un «estado similar» (ὁμεο-στάσις), son capaces de preservarse a sí mismos55. Cannon afirmaba, por ello, que «un estado bastante equilibrado y constante, mantenido en muchos aspectos de la economía del cuerpo aún cuando están cercados por condiciones que tienden a distrubarlo, es una característica remarcable del organismo viviente»56. Es interesante notar aquí que la dimensión temporal del viviente es privilegiada por sobre la dimensión espacial, en tanto que la identidad del viviente no es fija (es decir, no es «homo-estática»), sino dinámica, y por ello el viviente se mantiene en un estado no «igual», sino «similar» respecto a sí mismo (homeo-estática). Como resume Edgar Morin, «la idea de organización viviente se identificó con la idea de organismo, y el organismo, de Claude Bernard a Cannon, se ha revelado como una formidable maquinaria que organiza por sí misma su constancia y su regulación»57.
El gran problema biológico es dar cuenta de por qué y cómo puede un ser garantizar- se a sí mismo su propia subsistencia. En este sentido, Georges Canguilhem subraya que hay un elemento de continuidad en la historia de la biología, en tanto que se configura como la ciencia que reflexiona en torno «al hecho indisputable de que la vida, cualquiera sea la forma que tome, implica auto-preservación por medio de la auto-regulación»58. A su modo de ver, los conceptos aristotélicos de alma y órgano han marcado la marcha de la biología, sobre todo en lo que respecta al segundo, el cual al menos hasta el final del siglo XVIII la anatomía y la psicología seguían utilizando. El sentido ambiguo del concepto de órgano, que se mueve desde el arte a la naturaleza, y que implica una cierta analogía entre la vida y la técnica, rige los diferentes modelos funcionales del ser vivo. En efecto, Descartes mismo confronta las tesis aristotélicas pero mantiene el concepto anatómico y fisiológico de órgano, aunque eliminando toda diferencia entre el sentido de organización y fabricación (cambiando así de modelo biológico): «un cuerpo vivo podía servir como un modelo para un autómaton o viceversa»59. De este modo, la física cartesiana no puede admitir una diferencia ontológica entre la naturaleza y el arte. Sin embargo, aún en Descartes, la auto-preservación es la característica distintiva del cuerpo vivo, y cuando Antoine Lavoisier introduce el concepto de «reguladores de la máquina animal» en fisiología, «los conceptos cartesianos fueron alineados con la intuición hipocrática»60. En 1640, el concepto de «economía animal», cuyo propósito es conservar la relación entre la estructura y la función en los cuerpos orgánicos, marca el cambio desde la noción de una «máquina animal» a la noción de «organismo». En esta historia de las ideas de normalidad y regulación en las ciencias de la vida, Canguilhem subraya la importancia que adquiere el prefijo reflexivo «autos» para referirse a las funciones y a los comportamientos de los seres vivos, como muestran los conceptos de auto- organización, auto-reproducción, auto-regulación, auto-inmunización. La importancia epistemológica de nombrar las propiedades de estos sistemas con el prefijo auto se debe a la necesidad de expresar el modo en que los seres vivientes se relacionan con su medio. «Los sistemas vivos son sistemas abiertos, no-equilibrados, que mantienen su organización tanto porque están abiertos al mundo externo y a pesar de estar abiertos al mundo externo»61.
Actualmente, en efecto, si bien la definición de la vida es todavía problemática en biología, puesto que los criterios son aún diversos y no se logra un consenso, la clave para comprender a los seres vivos, más allá de los elementos materiales que los constituyen, es tanto la idea de estructura que organiza la información y los procesos orgánicos (auto- regulación), como los dinamismos que garantizan la supervivencia de la especie (auto- replicación)62. Más allá de la controversia entre los partidarios de la auto-regulación y aquellos de la auto-replicación, lo que parecen tener en común ambas posturas es la centralidad del prefijo auto- para definir lo vivo, es decir, la causalidad reflexiva (o «circular») respecto de sus dinámicas vitales. Dentro de la línea biológica centrada en el metabolismo (auto-regulación) se encuentra la teoría de la autopóiesis de los biólogos Humberto Maturana y Francisco Varela. En su trabajo en conjunto, han definido a los organismos vivos como «estructuras autopoiéticas», estructuras que pueden construirse y generarse a sí mismas desde sí mismas y por sí mismas. El término autopoiesis se compone por el prefijo reflexivo αὐτός y por el verbo ποιέω, que significa crear, causar, hacer, fabricar, etcétera. Si bien el comentario de Canguilhem acerca de la proliferación del uso del prefijo auto- no parece aludir a esta teoría, es claro que la autopóiesis no escapa a esta observación63. Humberto Maturana y Francisco Varela escriben juntos en 1973 su obra principal: Sobre máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de los seres vivos. El objetivo principal de este trabajo era dar una definición conceptual de vida, para lo cual consideran a los seres vivos como un tipo especial de máquinas. Toda máquina, en efecto, se define como un cierto sistema, donde sus partes se relacionan unas con otras por la necesidad del todo. Sin embargo, hay dos tipos de máquinas: autopoiéticas y alopoiéticas. La diferencia entre ellas se basa en el resultado de sus operaciones o funciones: mientras que las máquinas alopoiéticas producen algo otro que ellas mismas, las máquinas autopoiéticas son sistemas que se producen a sí mismas. Estas máquinas autopoiéticas producen, por un lado, sus propios componentes, generando los procesos y las relaciones que los producen gracias a sus continuas interacciones y transformaciones. Por otro lado, se constituyen a sí mismas como una unidad en el espacio físico64. Las máquinas autopoiéticas «son sistemas homeostáticos que tienen su propia organización como la variable que se mantiene constante»65. Una máquina autopoiética se caracteriza, pues, por su individualidad (a diferencia de los objetos físicos, los seres biológicos son siempre y principalmente individuos)66, por la unidad (definida tan solo por su organización autopoiética)67, y por su falta de inputs y outputs. Hay una implicación recíproca entre los seres vivos y los sistemas autopoiéticos, puesto que todo ser vivo es una máquina autopoiética, y si hay un sistema autopoiético, entonces se trata de un viviente. Así, pues, «la noción de autopoiesis es necesaria y suficiente para caracterizar la organización de los sistemas vivientes»68.
La estrategia biológica de Maturana y Varela es deliberadamente mecanicista en tanto que rechaza tanto un principio inmaterial como una perspectiva teleológica para dar cuenta de la organización de los seres vivos. Sin embargo, esta perspectiva mecanicista no se enfoca en la propiedad de los componentes del sistema vivo, sino solo en sus procesos y sus relaciones. Así, la perspectiva material no es tan importante, mientras que la perspectiva formal es capital ya que la materialidad de los componentes se define, primero, por sus relaciones constitutivas (la topología de la organización autopoiética); segundo, por sus relaciones de especificidad; y, por último, por sus relaciones de orden69. A su vez, esta perspectiva formal es reforzada por la subordinación de todos los elementos y componentes a la condición de unidad del sistema. La organización es, pues, un concepto formal que define el estatus de los componentes materiales, y no viceversa70. Sin embargo, no hay una dimensión teleológica o teleonómica de esta organización: lejos del modelo orgánico aristotélico, la noción de finalidad es extraña al modelo mecánico (y se trata aquí de máquinas autopoiéticas). La idea de «diseño», para Maturana y Varela, solo obedece a la perspectiva del observador y no pertenece al dominio de la máquina en sí misma71. En el sistema autopoiético, todo está en función de su sola conservación.
Lo que es claro es que la idea de autonomía es central para entender la vida desde esta teoría. Sin embargo, es interesante que Maturana eligió otro término para definir la vida: auto-poiesis. Antes de escribir esta obra con Varela, Maturana había estado ya trabajando en la idea de auto-referencia para caracterizar la «organización circular» de los seres vivos, aunque este término no le parecía aún del todo claro. El término autopoiesis aparece, tal como narra Maturana, en una conversación que tiene con su amigo, el filósofo José María Bulnes, en torno a Don Quijote de la Mancha. En dicho intercambio, Bulnes contraponía la palabra poiesis a la palabra praxis72. La importancia de esta anécdota reside en que muestra el radicalismo de la apuesta biológica de Maturana: los organismos vivos no son solo el principio de sus acciones (praxis), sino el principio de su constitución, en tanto que producen su propia estructura (poiesis). Pero, a su vez, la importancia semántica de este término es que refuerza la vieja relación semántica entre la naturaleza y el arte, una relación que hace posible que existan desplazamientos semánticos que se muevan desde lo político, lo económico, lo estético, lo biológico, lo teológico y lo mecánico en lo referente al sentido de la vida. Por esta razón, no es sorprendente que la palabra autopoiesis haya sido tomada y asimilada por las ciencias sociales, como puede -apreciarse en el caso de Günther Teubner (en las ciencias jurídicas), Niels Gregersen (en teología) y de Niklas Luhmann (en la sociología)73. En pocas palabras, esta auto-referencialidad de los sistemas auto-organizados se traslada desde un discurso hacia otro, en una mutua contaminación de los discursos biológicos, políticos, teológicos y aún cosmológicos. Lo que parece central a todos estos discursos es garantizar la unidad de un compuesto a partir de una relación inmanente que consiga organizar la pluralidad de sus elementos gracias a su funcionalización74.
4. La vida ensimismada (frente a su inminente muerte)
Evidentemente, a nadie puede escapársele que la vida se juega también en sus relaciones con aquello que la rodea; nadie podría simplemente negar que los vivientes no se encuentran íntimamente relacionados los unos con los otros. Por ello, la biología no solo considera la relación que los seres vivos establecen consigo mismos en una dinámica inmanente, sino también en sus relaciones con los otros y lo otro de sí, sea el medio, sean otros seres vivos. Ya la idea misma de medio interno implica una dialéctica con un medio que le es externo. Podríamos tomar, como ejemplo, la propuesta actual del bioquímico norteamericano, Daniel Koshland Jr., en el que veremos actuar esta dialéctica75. Koshland propone siete características fundamentales de la vida, al menos en el modo en que aparece aquí en el planeta tierra. Los siete Pilares de la Vida (como él mismo los llama) son: Programa, Improvisación, Compartimentalización, Energía, Regeneración, Adaptabilidad y Seclusión. Las iniciales de estos pilares forman la palabra PICERAS, una palabra con la que bien Koshland podría haber nombrado a la Diosa de la vida si estuviera en la Grecia antigua. En esta caracterización, uno puede encontrar aún una continuidad con el paradigma de la autarquía, puesto que todos los siete pilares refieren a la capacidad que tienen los vivientes de moverse por sí mismos y la característica de que sus acciones redundan también en sí mismos. Es cierto que muchos de estos pilares implican, también, una referencia a la alteridad y a la participación del viviente en una comunidad de la vida, tales como Programa (con su componente genético), Improvisación (en tanto que es algo otro que el organismo lo que suscita nuevos comportamientos), Adaptabilidad (los organismos precisan de su medio ambiente para vivir), y Seclusión (en su sentido negativo, implica que el organismo debe sustraerse de todo aquello que lo rodeo, por lo cual la seclusión sería un término insignificante si los seres vivos no estuvieran ya inmersos en una comunidad de vida más amplia). Uno debiera reconocer, sin embargo, que la idea que prevalece aún detrás de estos «pilares» es la de autarquía, en tanto que el comercio que un organismo tiene con otros seres es biológicamente significativo si el ser vivo puede asimilarlos dentro de su propia dinámica inmanente.
Como hemos querido mostrar a lo largo del presente artículo, aunque la relación con lo otro sea una característica ineludible de los seres vivientes que encontramos en el mundo natural, esta característica ha sido supeditada en Occidente a la propiedad fundamental y definitoria del carácter autárquico del ser vivo. Esta obsesión por la autarquía y la necesidad de lograr la unidad del viviente consigo mismo puede rastrearse en el temor por la disgregación y la desmembración del cuerpo organizado76. La sombra de la muerte, de la pérdida del sí mismo, a partir de la desfuncionalización de las partes orgánicas (es muy elocuente al respecto que se labre un acta de defunción cuando una persona fallece), parece motivar las estrategias explicativas de los modelos centrados en el metabolismo. En tanto que esta tradición de la economía animal y de Bernard y Cannon, luego, definen a la vida en términos de su poder para evitar la disgregación, la vida solo adquiere sentido a la sombra de la muerte. Es interesante notar aquí que para un filósofo como Hans Jonas, que ha dedicado gran parte de su trabajo a la cuestión de la vida, la biología del siglo XX estuvo bajo la sombra de la «ontología de la muerte» (ontologie de la mort), en tanto que intenta conceptualizar lo vivo desde lo no-vivo, reduciendo la interioridad de los seres vivos a la exterioridad de sus condiciones físico-químicas. Contra esta reducción, Jonas reafirma el carácter irreductible de lo viviente subrayando su capacidad metabólica, es decir, la autonomía y la auto-regulación que todo viviente lleva adelante para garantizar su auto-preservación. Lo que parece paradójico es que Jonas no sea consciente de que es, justamente, esa obsesión por la auto- preservación la que lleva en sí ya la huella de la muerte en el viviente. En este sentido, Renaud Barbaras argumenta que la perspectiva biológica de Hans Jonas, basada en el carácter metabólico del viviente, no logra comprender la originalidad de la vida, reduciéndola a la super-viviencia (sur-vie), a la perpetuación de sí (perpétuation de soi) gracias a su auto- aislamiento (auto-isolement): para Barbaras, la vida según Jonas es fundamentalmente preocupación de sí, y por tanto, necesidad (besoin)77. Así, esta necesidad que tiene la vida por asegurar su propia subsistencia (no ya su propia vida, puesto que vida no dice supervivencia) es significativa solo bajo la inminencia de su pérdida78. La idea de vida que ofrecen las perspectivas metabólicas (y que, es mi hipótesis, expresan el paradigma de Occidente de Grecia a nuestros días) es ella misma deudora de la «ontología de la muerte». Quizá sea interesante llevar adelante, en este sentido, una genealogía de la biología y de la fisiología como disciplinas científicas a partir de las prácticas médicas, lo cual explicaría esta fascinación por la muerte y por la necesidad de sobre-vivirla que está en el centro mismo de su discurso. En todo caso, la amenaza de muerte termina definiendo la vida desde el criterio de la autarquía. Que la vida no suceda nunca en solitario, que sea un fenómeno esencialmente relacional, parece no tener mayor cabida epistémica; que la vida sea relación no parece ser más que una caracterización secundaria, una nota accesoria que hay que atender, pero que no es parte de la definición de lo viviente. Aunque, más precisamente, la relación es parte de la definición de la vida, pero solo en su costado negativo, en tanto que el hecho de que lo viviente esté expuesto a lo otro (esté puesto fuera de sí, que esté brindado hacia lo exterior) es aquello mismo que lo pone en peligro. No por nada, el viviente perfecto (Dios) era para Aristóteles impasible e inalterable, libre de todo comercio con nada que no fuera Él mismo79. Estoy cierto de que la verdadera «ontología de la muerte» no es aquella que comprende lo vivo desde lo no-viviente, sino aquella que entiende a la vida como autopreservación, como mecanismo y estrategia perpetua por asegurar el dominio de sí a pesar de lo otro… de garantizar su autarquía, enferma de soledad.