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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

Print version ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.65 no.180 Bogotá July/Dec. 2023  Epub Feb 12, 2024

https://doi.org/10.21500/01201468.6031 

TEOLOGÍA

Los trascendentales en cuanto clave cognoscitiva del Creador por medio de la criatura, y como condición de posibilidad de la estructura del universo*

The transcendentals as a cognitive key of the Creator through the creature, and as a condition of possibility of the structure of the universe

Catalina Velarde. L.1  **

1Centro de Edith Stein; Universidad Católica de Chile; Chile.


Resumen

En este artículo se quiere mostrar cómo el bien la verdad y la belleza, al ser propiedades que se identifican con el ser, es decir, trascendentales, develan algunas características del ser perfecto en los entes imperfectos. Esto es posible desde el pensamiento de Tomás de Aquino, porque dios, que es aquel que crea, al hacerlo transmite algo de su propio ser a su obra; así como el artista se refleja en algún respecto en su creación. En el caso de dios, este reflejo se llama vestigio, y tiene carácter analógico. Sin embargo, permite que una criatura racional encarnada pueda descubrirlo por medio de la contemplación del universo, lo que transforma a la creación en un fenómeno ierofánico. En este trabajo mostraremos cómo cada trascendental revela un aspecto de la divinidad. La verdad la hace inteligible, la bondad deseable y la belleza digna de ser amada.

Palabras clave: bien; verdad; belleza; manifestación; analogía

Abstract

In this article, we want to show truth and beauty as good, as they are characteristics that are identified with being, that is, transcendental; reveal some characteristics of the perfect being in imperfect entities. This is possible from the thought of Thomas Aquinas, because God, who is the one who creates, in doing so transmits something of his own being to his work; just as the artist is reflected in some respect in his work. In the case of God, this reflection is called vestige, and has an analog character. However, it allows a rational incarnated creature to discover it through the contemplation of the universe, which transforms creation into a hierophanic phenomenon.

Keywords: good; truth; beauty; manifestation; analogy

Introducción

En este artículo se sostendrá que es posible conocer algo de Dios por medio de sus criaturas, porque al crear imprime en ellas un vestigio de su esencia1. Algunas de estas características se identifican con atributos divinos que, plasmados en las criaturas, son llamados trascendentales. Para que una perfección sea considerada un trascendental, debe ser convertible con la noción de ente, por lo que se trata de particularidades constitutivas de cada criatura2. Al igual que los nombres divinos no son sinónimos, porque explicitan un rasgo específico de la divinidad, las nociones trascendentales manifiestan alguna peculiaridad de la noción de ente3. Así, cada una de ellas revela un aspecto distinto del Creador en cada una de sus criaturas4.

Al inicio del De Veritate, Santo Tomás se ocupa de la sistematización de los trascendentales y de su jerarquía5. Señala que el ente es lo primero conocido por el intelecto, y la «condición de posibilidad» de cualquier conceptualización, ya que no puede conocerse algo que no es, sino en contraste con el ser6. La noción de ente es análoga, porque en cada uno de los entes se encuentra con toda su riqueza; no es un género, porque no prescinde nunca de sus determinaciones específicas7. No obstante, hay dos tipos de nociones que especifican algunas particularidades del ente: las categorías, que se refieren a los modos especiales en que se da en la realidad, y los trascendentales que son propiedades del ente. Estas propiedades explicitan una de sus características, pero sólo en un sentido conceptual, ya que en su definición hay dos elementos: el ente en cuanto fundamento y aquella peculiaridad que manifiestan. Todas las nociones trascendentales se refieren al ente en cuanto tal, pero resaltando un matiz distinto de este8.

Santo Tomás divide estas nociones en dos clases: las que contemplan al ente en sí mismo o nociones absolutas, y aquellas que lo contemplan desde el punto de vista de su conveniencia con otro o nociones relativas9.

Dentro de las nociones absolutas, la primera es la de cosa, que pone de manifiesto el contenido específico del ente, es decir, su quididad10. La segunda es la de uno, que resalta la indivisión del ente en cuanto que es una esencia particular, lo que destaca su propia identidad al negar su división interna11. La primera noción relativa es la de algo, que indica que un ente determinado es distinto de los demás12. Hace posible la comprensión de lo múltiple, ya que se trata de muchos algos distintos unos de otros, lo que genera una multitud. Esta noción es contraria a la de uno, pero no la contradice ya que para que exista la multiplicidad se requiere de la unidad interna de todos sus componentes13.

Hay otros dos trascendentales relativos que destacan la conveniencia de un ente con respecto de otro, lo que requiere de un sujeto cognoscente que esté ordenado a convenir con todo ente, es decir, que sea de algún modo todas las cosas14. Este es el caso del alma humana, que tiene dos facultades: la cognoscitiva y la apetitiva. Santo Tomás señala que la conveniencia del ente con el apetito es denominada bueno, ya que el bien es aquello que todos apetecen, por lo que tiene relación con el fin. En cambio, la conveniencia del ente con el intelecto es lo verdadero, ya que en el conocimiento lo conocido es «asimilado» por el cognoscente; lo que permite una adecuación entre el intelecto y la cosa15. El último trascendental que señalaremos aquí es objeto de debate, porque no figura en los elencos explícitos de estas nociones que hace Santo Tomás. Se trata de lo bello. Forment sostiene, citando a Tomás de Aquino, que se identifica con la bondad, porque ambos se fundan en la forma, pero la belleza hace referencia al conocimiento, ya que consiste en aquello que agrada a la vista16.

En este artículo se estudiarán tres de los trascendentales, ya que dan a conocer la esencia divina a la única criatura racional que puede descubrir a dios, contemplando su entorno, y que es atraído hacia el Creador por medio del conocimiento de lo verdadero, del apetito del bien y de la contemplación de la belleza de la totalidad del universo.

Con este objeto, nos ocuparemos, en primer lugar, de la verdad, en la que consideraremos especialmente los aspectos de adecuación y de inteligibilidad. Luego, se analizará la noción de bien, atendiendo tanto a la perfección como a la virtud. Y, finalmente, se pondrá atención a la belleza, que requiere un intelecto generador y otro capaz de admitir este valor al contemplar algunos aspectos de su entorno. Durante el análisis de las tres nociones, se destacará su relación tanto con el aspecto cognoscitivo de la persona como con su afectividad; ambos fundamentales para que el ser humano sea pleno y reconozca gratuitamente su origen, por tanto, a su creador.

1. La verdad como vestigio de Dios en las criaturas

En la Suma Teológica, al tratar el tema de la verdad, Santo Tomás la distingue del apetito por su referencia al intelecto, y la define como una adecuación entre el intelecto y la cosa17. Señala que esta adecuación puede ser esencial si la existencia de la cosa depende del intelecto, o accidental, en cuanto es cognoscible por este18. Si se aplica la noción al universo creado y a su relación con el intelecto divino, puede sostenerse que se trata de una relación esencial, ya que la existencia de los entes depende de su adecuación con la idea que de ellos hay en la esencia divina, que es su causa ejemplar. Santo Tomás esboza la correspondencia en los siguientes términos:

Asimismo, se dice que las cosas son verdaderas por asemejarse a la imagen de las especies que hay en la mente divina. Ejemplo: se dice que una piedra es verdadera piedra cuando posee la naturaleza propia de la piedra, según la concepción previa existente en el entendimiento divino. Por lo tanto, la verdad, principalmente, está en el entendimiento; secundariamente, está en las cosas en tanto que se relacionan con el entendimiento como principio19.

Fijar al intelecto divino como principio de las cosas sitúa el primer aspecto de la verdad en una adecuación de la realidad con dicho intelecto. Esta correspondencia tiene dos funciones: por una parte, manifiesta la esencia divina en una multiplicidad de criaturas, y, por otra, hace posible la existencia de las cosas. De esta definición se desprenden dos características: la equivalencia con el ser y la adecuación.

1.1. La correspondencia con el ser

Santo Tomás en el De Veritate distingue tres tipos de definiciones de verdad de las que pueden desprenderse tres aspectos de la misma. En este trabajo se analizará la primera de ellas. Se trata de la definición de San Agustín: la verdad es aquello que es. O en palabras de Avicena: la verdad de una cosa es el ser propio de ella según se le ha establecido20. En este nivel, la verdad y el ser son equivalentes, se trata de una verdad ontológica. Como la verdad hace referencia a un intelecto, es necesario considerar dos polos: el intelecto y la cosa. Esta relación se da en el conocimiento: si se trata del intelecto práctico, es la medida de las cosas, y en el caso del intelecto divino, la causa de su ser. En cambio, si se trata del intelecto especulativo, la cosa es la medida del conocimiento, y en ella se encuentra la posibilidad de ser conocida, ya que su forma puede estar en otro intelecto21. De aquí se desprende que, según santo Tomás de Aquino, el ámbito de la verdad y del ser es el mismo, es decir, que si algo está configurado en orden a la existencia, también estará configurado para adecuarse con un intelecto22.

La equivalencia tiene su origen en la causa primera de todo que es Dios que tiene inteligencia y voluntad. Y cuando decide crear lo hace según los principios propios de la racionalidad23.

Pieper sostiene que la verdad es un trascendental, porque el ente no puede existir sin hacer referencia a un intelecto, es decir, sin ser verdadero24. La adecuación hace referencia, en primer lugar, al intelecto práctico del Creador, que es la medida de las cosas, ya que de Él reciben su esencia; en cambio, de la potencia divina, su existencia25. La doble dependencia del intelecto divino hace que todos los entes, por tener una esencia, sean inteligibles26. La inteligibilidad originaria funda en las criaturas la verdad ontológica, que tiene sus raíces en la única verdad divina.

El fundamento de la verdad ontológica consiste en que todas las cosas están referidas al intelecto creador divino. De aquí puede deducirse que todas las cosas son conocidas por Dios y que no hay ningún ente que sea incomprensible en sí mismo27. Según esta perspectiva, más bien están las cosas en Dios que Dios en las cosas, ya que las formas substanciales de cada ente son un reflejo de la esencia divina, que constituye un sello de Dios en su criatura28. Las cosas pueden considerarse desde dos perspectivas: en sí mismas o en el Verbo Divino. Desde el primer punto de vista, cada cosa tiene el nivel ontológico que le corresponde, es decir, la piedra no tiene vida, y la tiene el animal. Sin embargo, desde el segundo punto de vista, todas las cosas tienen vida en el Verbo, porque la vida pertenece a la esencia divina. Esta perspectiva nos permitirá mostrar que por medio de la creación se puede llegar al conocimiento de Dios, porque en algún sentido lo manifiesta29.

1.2. Verdad y adecuación

El segundo tipo de definiciones de verdad, que transcribe Santo Tomás de Aquino en el De Veritate, se refiere a su carácter de adecuación: la verdad es la adecuación de la cosa y el intelecto. O según San Anselmo: la verdad es la rectitud que sólo el intelecto puede percibir, pues esta rectitud se dice según cierta adecuación. O según Aristóteles: al definir lo verdadero decimos ser lo que es y no ser lo que no es30.

Esta definición, no hace referencia solamente al intelecto divino en tanto les da existencia a los entes, o en tanto los hace cognoscibles; sino también a otro intelecto creado que aunque en un modo imperfecto también es capaz de conocer. En este sentido, puede decirse que la realidad se encuentra entre dos intelectos: el divino y el humano31.

La doble adecuación es posible porque la forma esencial de la cosa desempeña dos funciones: es reflejo de la esencia divina en tanto se adecua con ella, y es causa del concepto de la cosa en la mente del hombre32. Como ya se ha indicado, su adecuación con el intelecto divino es esencial, ya que sin ella no existiría ni sería cognoscible,; en cambio, la adecuación con el intelecto humano es accidental, ya que ni la existencia de la cosa ni su cognoscibilidad dependen de un conocimiento efectivo del hombre33.

La inmutabilidad de la verdad divina es garantía tanto del ser como de la cognoscibilidad de los entes, por tanto, de que el conocimiento del hombre sea verdadero34. Todo lo real existe gracias al conocimiento divino en acto35. La luz intelectual es siempre estable, es el fundamento del conocimiento humano, porque le revela la verdad de las cosas36. Como la misma luz intelectual divina es la que le da el ser a la cosa, y la que la hace cognoscible por un intelecto, puede deducirse que todo lo real por el hecho de existir puede ser conocido por el hombre, que a diferencia de Dios tiene un intelecto en potencia37.

Se dice que la relación de lo real con el intelecto del hombre es accidental, ya que su existencia no depende del conocimiento humano de ellas. Sin embargo, una de las propiedades de las cosas consiste en poder ser conocidas por el hombre. Esto puede mostrarse por la capacidad de la cosa de originar en nosotros conceptos verdaderos, y porque un juicio es verdadero cuando corresponde con la realidad que enuncia38. Ambos movimientos son posibles gracias a la forma que, por una parte, es manifestación de la esencia divina al adecuarse con ella y originar un ente verdadero, y, por otra, da origen al concepto que hace posible una segunda adecuación, la de la cosa con un intelecto en un intelecto39.

Millán Puelles trata el asunto al hablar de la capacidad del hombre de estar en la realidad en un modo intelectual40. Gracias a su facultad cognoscitiva, el hombre es consciente de su ser y del de las demás criaturas. Además, es capaz de distinguir esta capacidad de su facultad volitiva, y puede diferenciar cuando dicha facultad está en acto o cuando está solo en potencia. La autoconciencia de la propia inteligencia prueba su existencia, aunque se admita que se trata de una facultad intelectiva condicionada tanto a las facultades sensitivas que le proporcionan las imágenes que hacen posible la abstracción como de una dependencia con el intelecto divino41. Es la potencia intelectiva la que le permite al hombre estar en la realidad de un modo intelectual, es decir, entendiéndola42. Al conocer la realidad de esta forma, el hombre descubre el ser de las cosas y, por medio de él, el ser en general43. La relación con el ser hace posible que realice juicios verdaderos y que sea capaz de reconocer el error, cuando sea el caso44.

La relación intelectual del hombre con la realidad es posible porque posee un alma espiritual que le permite estar abierto a ella. Así lo expresa Santo Tomás de Aquino:

Así como se llama bien aquello a lo que tiende el apetito, se llama verdadero aquello a lo que tiende el entendimiento. La diferencia entre el apetito, el entendimiento o cualquier otro tipo de facultad, está en que el conocimiento es tal según está lo conocido en quien lo conoce; y el apetito es tal según el que apetece tiende hacia lo apetecido45.

En la esencia del hombre hay dos facultades que le permiten concordar con el ente en cuanto tal: la inteligencia y la voluntad46. El alma humana hace posible que la verdad sea un trascendental, porque es capaz de adecuarse con todo lo que tiene ser47. Esta adecuación es el fundamento de la verdad, y el conocimiento de las cosas una de sus consecuencias. La adecuación del ente con el intelecto equivale al adagio aristotélico según el cual el alma humana conoce, porque puede ser en algún sentido todas las cosas48. Esta plasticidad es posible porque estructuralmente está capacitada para conocer lo universal. Por este motivo, puede conocer las formas esenciales de las cosas, que por ser formas son universales, y también la totalidad de ellas49. El conocimiento de lo universal es lo que pone en relación al hombre tanto con el ente en cuanto tal como con la totalidad de lo creado, abriendo su universo a unas dimensiones infinitas, ya que sus fronteras equivalen a las del ser.

2. El bien como vestigio de Dios en las criaturas

Habiendo tratado de la verdad en cuanto trascendental y mostrado que por medio de ella se puede conocer un aspecto de la divinidad por analogía, lo que la convierte en un vestigio de Dios en sus criaturas, se tratará del bien con el mismo propósito. Entre los autores medievales se discute quien tiene la primacía, si el bien o el ser. La tradición platónica sostiene que la idea de bien es superior al mundo eidético, y sustento de toda bondad y entidad50. Plotino, al enumerar las hipóstasis, señala que las tres principales son el bien del que derivan la inteligencia y el alma, estableciendo así la primacía sobre el ser51. Aristóteles, al restablecer un valor real a las cosas sensibles, sostiene que el bien es aquello que todos apetecen, poniendo en relación la bondad con el apetito. Al establecer la sede de la bondad en las cosas, garantiza la primacía del ser, ya que deben existir antes de ser buenas. En cambio, Plotino sostiene que la principal característica del bien es su difusividad, lo que tiene como consecuencia que lo bueno sea apetecible52.

Santo Tomás opta por la primacía del ser, ya que conceptualmente es anterior, porque es lo primero conocido por el intelecto53. Sin embargo, esta primacía tiene un parangón en la realidad, ya que los filósofos cristianos, a diferencia de los griegos, identifican al ser con Dios54. La identificación tiene un origen bíblico, pues, en el Éxodo, Dios declara que su nombre es «el que soy»55. De esta revelación se siguen algunas consecuencias. La primera es teológica: hay un solo Dios que se identifica con el ser, y la segunda es filosófica: el ser se identifica con la esencia divina, por lo que se trata de un ser verdadero y consistente56. Si la esencia de Dios es el ser, puede inferirse que consiste en un principio activo incausado, porque es perfecto, lo que implica que se basta a sí mismo, por lo que no puede tener ninguna influencia externa que lo modifique esencialmente en lo más mínimo57.

Dios en cuanto principio activo tiene inteligencia y voluntad. Como el bien es el ser deseable, Dios que es el ser subsistente y perfecto, en primer lugar, se quiere a sí mismo, y, en orden a él, a todas las demás criaturas58. Como el bien pone al ser en relación con una voluntad, porque es apetecible, cuando se trata del bien perfecto que es Dios, puede comunicarse creando entes semejantes a él mismo59. Como estamos hablando de seres análogos, puede observarse en ellos algunos rasgos de la bondad del Creador, lo que transforma al bien en una noción trascendental60.

3. El lugar del bien en los trascendentales y su aporte

Después de haber mostrado que el ser tiene primacía sobre el bien, se expondrá su equivalencia con la noción de ente y aquello que manifiesta dentro de ella, para poder descubrir en qué sentido la bondad es un vestigio de Dios en el universo creado.

Al indagar sobre la distinción entre ente y bien, el Aquinate hace un estudio detallado de los modos en que un ente puede añadir algo a otro61. En primer lugar, distingue entre una adición real y otra de razón. En la primera, la adición puede darse como un accidente extrínseco a la substancia, como blanco le añade algo a ente, o como la especie que explicita una característica específica de algunos entes dentro de un género determinado y así lo restringe. Sin embargo, el bien no le añade algo al ente en este sentido, ya que esta noción se encuentra en todos los géneros y en todas las especies62. Entonces, puede concluirse que consiste en un añadido de razón. En este respecto, el Aquinate hace dos distinciones: por una parte, la privación en cuanto carencia de una cualidad que debiera poseerse, como el caso del hombre ciego, y, por otra, una relación. Es una relación de razón, porque hace referencia a una dependencia no real, como la del número con la ciencia matemática, ya que, si se tratara de una dependencia real, sería la ciencia la que depende del número y no al revés63.

En el caso del ente y del bien, es una relación de razón entre lo perfectivo y su objeto. A diferencia de la noción de verdad, la relación se da en el plano de lo real, por lo que la noción de bien tiene carácter de fin, ya que consiste en la plenitud de aquello a lo que perfecciona. Es por esta razón que una de las características del bien es ser apetecible64.

Santo Tomás sintetiza la definición de lo bueno como: primaria y principalmente el ente perfectivo de otro a modo de fin suyo, y, secundariamente, se dice bueno lo que conduce al fin, como acontece en lo útil, que se llama bueno porque puede ayudarnos a alcanzar un fin, como lo sano lo es no sólo por tener salud en sí mismo, sino porque produce, conserva y significa la salud65.

La relación de razón a la que nos referimos anteriormente hace referencia al apetito en general, facultad por la que los entes se mueven hacia el fin y buscan los medios para alcanzarlo66. Para que algo sea apetecible y tenga carácter de fin, debe ser perfecto en algún sentido, y ser capaz de perfeccionar a otro.

3.1. Ser apetecible

Al mostrar que ser y bien son equivalentes, Santo Tomás explicita la primera característica del bien que es ser apetecible. Para que esto ocurra el ente debe ser perfecto en algún sentido y también estar en acto67. Como ambas son condiciones del ser, es evidente que son nociones equivalentes68. La correspondencia junto con probar la trascendentalidad de la noción de bien ponen de manifiesto que todo ente por el solo hecho de existir es bueno y, por tanto, apetecible69. En este contexto, la noción de apetito señala la tendencia de todo ser, racional o no, a su conservación en el ser, es decir, a su plenitud. La tendencia particular de cada ente a su propio bien pone de manifiesto que el objeto apetecido es un bien particular proporcionado a cada ente70.

Sin embargo, a través del bien particular, cada ente tiende al bien perfecto en el que consiste la bondad divina71. De aquí puede concluirse que, así como todos los entes son verdaderos porque se adecúan con la esencia divina en cuanto causa ejemplar, son buenos, porque tienden a la semejanza divina en cuanto causa final. Esta tendencia revela, por una parte, que el bien es difusivo y, por otra, que Dios atrae hacia sí a las criaturas provocando en ellas el deseo72.

Este tipo de atracción es posible porque al poseer la plenitud del ser, también, posee la plenitud de bien, lo que lo convierte en el objeto más deseable. Este deseo equivale al apetito o tendencia de las criaturas por el Creador en cuanto bien supremo. La tendencia del ente hacia su bien particular, y en él a Dios en cuanto fin, supone un movimiento de algo imperfecto a su propia perfección73. Aunque todo ente por serlo es bueno, tiene la capacidad de perfeccionarse por actos añadidos a su esencia primaria. Así pasa de ser bueno según algún respecto a ser bueno de modo absoluto74. Aunque este movimiento se da en todos los entes, hay algunos que son conscientes de su propio fin y de las acciones que deben realizar para alcanzarlo. La autoconciencia supone una mayor perfección, por tanto, mayor bondad.

3.2. La perfección

Si se considera que Dios es el ser perfecto y también el sumo bien75, ambas características revelan un doble movimiento: por una parte, Dios que es perfecto, por serlo crea a su semejanza, y en este acto creativo hace participar de su bondad a sus criaturas, y, por otra parte, un movimiento de retorno, por el que las criaturas al actualizar sus potencias se perfeccionan alcanzando su bondad, que consiste en asemejarse a Dios, que al ser el sumo bien actúa como causa final76.

El primer aspecto del problema subraya la bondad de las criaturas secundum quid, es decir, desde el punto de vista de su forma; lo que quiere decir que todo ente por ser es bueno en algún sentido. La primera bondad de los entes destaca la equivalencia entre ser y bondad, igual que en el caso de la verdad en la que todo ente es verdadero por el sólo hecho de existir77. Sin embargo, así como en la verdad hay un segundo nivel que corresponde al conocimiento, en el de la bondad concierne a la acción buena, que es consecuencia de la perfección del ente78. La acción es una perfección del ente, y lo hace pasar de ser bueno secundum quid a ser bueno de modo absoluto.

Aunque en todos los seres vivos hay una actualización de las potencias por medio de la acción, este proceso se da en el hombre en un modo especial, ya que posee una facultad volitiva que tiende al bien, conociéndolo en un modo intelectual. En el siguiente pasaje, Santo Tomás muestra la forma en que el hombre difunde el bien a los demás, y por tanto se asemeja al Creador:

Las cosas tienden a la semejanza divina porque Dios es bueno, según dijimos. Y Dios, precisamente por ser bueno, prodiga el ser a los demás, pues cada cual obra en cuanto que es actualmente perfecto. Luego las cosas, en común, desean ser causas de otras para asemejarse a Dios […] Esto demuestra que cuando un ser tiene una virtud más perfecta y sobresale más en el grado de bondad, tiene un apetito más universal del bien y lo busca y produce en las cosas más distanciadas de él. Pues los seres imperfectos sólo tienden al bien propio del individuo; sin embargo, los perfectos tienden al bien de la especie; y los más perfectos que éstos al bien del género; y Dios, que es perfectísimo en bondad al bien de todo ser79.

Aquí se ve con claridad el doble movimiento del que hablábamos anteriormente: por una parte, Dios causa el bien, junto con el ser en sus criaturas, y, por otra, las criaturas tienden a asemejarse a Dios imitando su bondad. En el caso del hombre que posee una naturaleza racional, tiene dos facultades que lo distinguen de los demás seres vivos: puede conocer intelectualmente y amar libremente80. Como el obrar sigue al ser, por medio de estas dos facultades es capaz de conocer y amar a Dios de un modo semejante al que él se conoce y se ama, condiciones que permiten que la naturaleza humana sea perfectible por la gracia81.

Sin embargo, sin la intervención de la gracia, logra conocer tanto la verdad como aquello que es verosímil, conocimientos que se distinguen por medio de la ley natural, que consiste en una luz intelectual que le permite discernir entre lo verdadero y lo falso. Si se deja guiar por la verdad, advertirá que su vida tiene un fin sobrenatural, al que debe encaminarse por medio de las buenas obras82. De lo anterior, puede deducirse que se perfecciona por medio de su operación, que consiste en actuar guiado por la voluntad, que tiende al bien en cuanto fin83.

No obstante, la operación en cuanto tal, por tratarse de una acción inmanente, perfecciona al sujeto volviéndolo bueno84. Esto acontece cuando el ser humano actúa según la virtud moral, que consiste en un hábito electivo que modera las inclinaciones de los apetitos para disponerlos a actuar según la recta razón85. Por medio de la virtud, el hombre se perfecciona y es capaz de elegir bien, elección que le permite difundir el bien por medio de sus buenas obras86. Así, aquel que es generoso es capaz de dar a cada uno el dinero que necesita sin derrocharlo, y el caritativo de procurar el bien para todos sus semejantes. Entonces, la criatura humana refleja la bondad del Creador, aunque muy débilmente, por medio de sus acciones, realizadas libres y amorosamente.

3.3. El bien en cuanto fin

La última característica del bien que destacaremos aquí es su carácter de fin. Es consecuencia directa del bien en cuanto perfección, ya que el fin de un ente consiste en alcanzar su propia plenitud87. El obrar por el bien puede tener dos acepciones: o permanecer en la existencia o perfeccionarse hasta alcanzar la plenitud de su forma, en la que consiste su propio bien88. Hay dos niveles en los fines: en primer lugar, el fin de cada criatura, que consiste en su bien propio, y, en segundo lugar, la tendencia de cada ente hacia el último fin, que es también el bien perfecto89.

Cardona, al explicar los dos niveles de bien al que tienden las criaturas, sostiene, siguiendo a Santo Tomás, que Dios es el bien simplíciter, que comunica su bondad a todas las demás criaturas que son bienes participados90. Como el bien tiene carácter de fin, Dios en cuanto bien perfecto es la causa final de todo el universo. Sin embargo, como cada criatura participa del sumo bien, porque es creada a su semejanza, su bien particular consiste en alcanzar la plenitud de su forma, por la que es llamada buena91.

Una de las razones por las que Dios crea el universo, según Santo Tomás, es comunicar su bondad92. Este objetivo se consigue de mejor modo utilizando una multitud de entes ordenados que uno solo, ya que las criaturas participan del ser y las perfecciones divinas de un modo particular y, por tanto, limitado93. Entonces, Dios es el bien común de todos los entes, porque es el fin último de cada uno de ellos. Pero las criaturas no pueden alcanzar su propia plenitud de manera individual, deben ocupar el lugar que les corresponde en el orden del universo, porque la totalidad del universo refleja mejor la bondad divina que cada una de ellas94.

El cosmos constituye una comunidad de orden en la que los entes más perfectos poseen las cualidades de los más imperfectos de un modo superior, por lo que les ayudan a orientarse hacia el último fin95. Aunque Dios en cuanto bien supremo es extrínseco a la creación, cada criatura y el conjunto de ellas se orienta hacia él para manifestar su bondad96.

Hay algunas criaturas que, por poseer un apetito racional, son conscientes del fin al que tienden, y así, como conocen la verdad, pueden amar el bien97. El amor se enciende en ellas al constatar la bondad y la belleza de las criaturas, por medio de las que reconoce al Creador como el sumo bien98.

Reinhardt, al explicar en qué consiste la imagen natural de Dios en el hombre, sostiene que se trata de su capacidad de conocer y amar a Dios. Esto es posible porque tiene un alma espiritual con inteligencia y voluntad, que le permiten amar y conocer la verdad y el bien99. En la racionalidad consiste la imagen natural de Dios en la criatura humana, que se perfecciona amando el bien y la verdad y actuando con ellas como modelo. Así, la imagen natural de Dios adquiere una semejanza con la divinidad consentida libremente por el individuo virtuoso que se encamina hacia el Creador por medio de sus buenas obras100.

Sin embargo, existe otro camino de ascenso de las criaturas hacia Dios, que consiste en la contemplación del universo creado. Al descubrir algunos rasgos de bondad y belleza en el mundo sensible, el corazón humano se inflama de amor y busca al autor tras su obra101. Además de ser atraídos por el amor del bien y el conocimiento de lo verdadero, el hombre puede descubrir a Dios en el universo por medio del deleite de los sentidos. Es por este motivo que la tercera noción trascendental que se abordará es la belleza.

4. La belleza como derivada del bien y la verdad

Cuando Santo Tomás enumera en el De Veritate las nociones trascendentales, no incluye en su lista a la belleza, asunto que genera un debate sobre la categoría trascendental de la misma102. Una corriente de pensamiento lo admite como un trascendental y sostiene que lo que explicita del ente es el deleite a la vista, lo que implica una relación con la facultad cognoscitiva103. Sin embargo, otros autores refutan este argumento, ya que la relación con el intelecto es propia de la verdad y el deleite del bien, por lo que la belleza, más que un trascendental independiente, sería una noción derivada de ambos104. El argumento se ve reafirmado porque las veces que Santo Tomás habla de la belleza en la Suma Teológica lo hace en relación al bien y no le dedica a ella una cuestión específica105. Nos inclinaremos por la última línea de pensamiento, ya que la belleza puede ser considerada como un vestigio de Dios en su obra, pues al complacer a los sentidos genera en el hombre una búsqueda intelectual del autor de todo lo creado.

En el siguiente pasaje, Santo Tomás compara el bien y la belleza:

Lo bello y el bien son lo mismo porque se fundamentan en lo mismo, la forma. Por eso se canta al bien por bello. Pero difieren en la razón. Pues el bien va referido al apetito, ya que es bien lo que todos apetecen. Y así, tiene razón de fin, pues el apetito es como una tendencia a algo. Lo bello, por su parte, va referido al entendimiento, ya que se llama bello aquello cuya vista agrada. De ahí que lo bello consista en una adecuada proporción, porque el sentido se deleita en las cosas bien proporcionadas como semejantes a sí, ya que el sentido, como facultad cognoscitiva, es un cierto entendimiento. Y como quiera que el conocimiento se hace por asimilación, y la semejanza va referida a la forma, lo bello pertenece propiamente a la razón de causa formal106.

Si bien ambas nociones se relacionan con la forma, parecen distinguirse en el efecto que producen en el sujeto, ya que el bien al ser apetecible adquiere carácter de causa final, en cambio la belleza al deleitar a los sentidos, en particular a la vista y al oído, se relaciona con la causa formal. Sin embargo, todo aquello que es apetecido y alcanzado por aquel que lo apetece tiene como consecuencia el deleite, sea en un plano sensitivo o en uno intelectual.

La relación del placer estético con la facultad cognoscitiva del hombre le añade a la belleza una condición de sobreabundancia, ya que el acto contemplativo deja libre al objeto contemplado, porque al tratarse de un goce intelectual no requiere poseerlo107. El hombre puede gozar de la belleza en ámbitos muy distintos: en la contemplación de la naturaleza, de un razonamiento bien hecho o de un acto virtuoso, gracias a su condición trascendental que la pone en relación con el acto de existir108. Son bellos todos los existentes, en cualquier categoría que se encuentren, que causen placer a la vista, es decir, al hombre que los contempla. Como se trata de un sujeto racional, puede ascender por los seres singulares bellos, desde aquellos que ostentan una belleza que es producto de sus cualidades físicas, como la inmensidad del mar, hasta aquellos que poseen una belleza espiritual, como los hombres buenos, para llegar a descubrir la belleza del Creador de todas las cosas bellas109.

Ya hemos dicho que una de las características esenciales de la belleza es que agrada a la vista, lo que admite en ella una perfección que radica en su forma110.

En Aristóteles y en Santo Tomás, la forma es uno de los modos de entender la substancia, ya que la causa formal es la que comunica tanto el ser a la materia como su modo de actuar111. Es por este motivo que una perfección de la forma tiene como consecuencia una proporción entre los elementos que componen el objeto, una cierta integridad o plenitud de la causa formal, ya que la mutilación no es considerada bella, y una cierta claridad o resplandor, que es causada por las dos propiedades anteriores112.

Los tres elementos corresponden al modo en que se estructura un ente individual bello, y también un conjunto de entes que producen a la vista un resultado armónico. Así, los tres componentes formales fundamentarán tanto la estructura de los entes particulares como la del universo en general.

4.1. La proporción

La proporción consiste en la conveniencia entre los principios de un ente113. Esto se da en un primer momento entre la materia y la forma, ya que la forma no puede concretarse en una substancia si no está en una materia; luego, entre la substancia y los accidentes, y, finalmente, entre esencia y existencia, ya que el acto de ser perfecciona a la forma. Entre ambos hay una relación de conveniencia, puesto que a la esencia que tiene la capacidad de existir le conviene el acto de ser114. La conveniencia entre los principios constitutivos del ente convierte a la proporción en un elemento metafísico, puesto que un ente sin ninguna proporción entre sus partes no podría ser, ya que en él no habría unidad substancial; lo que implica que cada ente, por el sólo hecho de ser, es también proporcionado y, por tanto, bello115.

Las criaturas participan de la belleza supra-sustancial que es Dios, que la posee en un modo simple y unitario, según los tres elementos señalados anteriormente116. En consecuencia, como Dios crea a su semejanza, infunde su armonía en todos los ámbitos de la vida: así, puede ser bello por ser proporcionado tanto un acto honesto como la estructura del cuerpo humano117.

La proporción se manifiesta en el universo de tres modos: por medio de la simetría, la armonía y el ritmo118. La simetría consiste en un conjunto acompasado de partes que forman un todo. La figura simétrica por excelencia es el círculo, cuyas partes son todas equidistantes del centro. Implica orden y proporción entre las partes, lo que produce un goce estético en el observador. Puede darse en la naturaleza, la arquitectura y las artes plásticas119. En cuanto al orden en la naturaleza, pueden observarse tres niveles: en primer lugar, hay un orden de las partes con respecto a un todo, que hacen posible la existencia del ente; en segundo lugar, hay un orden entre los distintos tipos de entes, que permiten formar un todo armónico que compone el universo en su totalidad120, y, finalmente, cada ente en particular y, también, la totalidad del universo se ordenan a Dios en cuanto último fin, deseando retornar a él, que es tanto su primera causa como su causa final121.

El segundo aspecto de la proporción es la armonía, concepto que tiene su origen en la música y consiste en un acorde simultáneo de sonidos122. Al aplicarse a la proporción, se refiere a la relación de distintos elementos con una unidad como referencia123. A diferencia de la simetría, puede darse en todos los ámbitos de la experiencia, ya sea sensible o intelectual124. Desde el punto de vista ontológico, consiste en la adecuación del ente consigo mismo, y desde el cosmológico, tanto con la causa ejemplar como con la realización de su propia finalidad125. Ambos órdenes garantizan una armonía interna del ente y una relación armónica con el conjunto de entes con el que compone un todo, que hace referencia a una unidad superior126.

Desde el punto de vista cosmológico, el ejemplo más ilustrativo en Santo Tomás es el mundo en cuanto unificador de una multitud de entes que se ordenan de múltiples maneras, pero que forman parte de un mismo universo. La creación en su totalidad, puede ser considerada una imagen de la providencia divina, ya que además de mantener en la existencia a cada ente individual, los ordena a todos hacia Dios en cuanto causa final127. En cambio, desde el punto de vista antropológico, hay una proporción armónica entre el sentido externo del hombre y el objeto que percibe, entre su inteligencia y el objeto conocido. Este tipo de conveniencia funda el valor estético, ya que la belleza consiste en la contemplación de una verdad proporcionada a nuestra capacidad cognoscitiva128. Desde el punto de vista moral, hay armonía en los actos del hombre virtuoso que están regulados por la recta razón y tienen como resultado la paz del espíritu que es producto de la armonía interior129.

El tercer elemento de la proporción es el ritmo. También proviene del lenguaje musical y consiste en una sucesión de sonidos ordenados con distinta duración e intensidad entre ellos130. Puede aplicarse a todas las realidades en que existe movimiento, como el movimiento de los cuerpos celestes o las estaciones del año que se suceden a intervalos regulares. Todos los entes constituidos por materia y forma están sometidos al movimiento, por lo que tienen una existencia rítmica131.

4.2. La integridad

El segundo elemento esencial de la belleza es la integridad, que consiste en una cierta perfección que implica que un ente determinado posee todas sus partes esenciales132. La integridad supone una cierta perfección en la forma, por lo que se trata de un grado de plenitud al realizar la propia naturaleza, esta concordancia en cuanto a su causa formal hace que percibamos al ente como bello133. Esta característica de la belleza se relaciona también con la causa ejemplar, ya que una naturaleza íntegra es aquella que se adecúa con dicha causa, realizando así la verdad ontológica134.

La adecuación de la cosa con su causa ejemplar atrae tanto a la vista como al apetito del hombre y la convierte en un objeto digno de ser amado y contemplado, ya que lo bello y lo bueno son cualidades que hacen amables a aquellos que las poseen135. Una consecuencia del amor que suscita la belleza de los objetos íntegros consiste en que, a partir del amor de las realidades sublunares, que por ser materiales son imperfectas, los hombres buscan la belleza perfecta en la que consiste Dios, que es digno de amor por sobre todas las cosas.

4.3. El esplendor

La tercera característica esencial de la belleza es el esplendor o claridad. Surge de la nitidez de los colores, que al ser resaltados por la luz exterior agradan a la vista. Así, los colores brillantes son considerados bellos136. Sin embargo, este término también se utiliza en el caso de las ideas, que para ser inteligibles deben ser «claras y distintas»137. Esto es posible gracias al intelecto agente que las abstrae de los entes materiales iluminando al fantasma que se encuentra en la imaginación138. Tanto la claridad de la imagen que agrada a la vista como la evidencia intelectual surgen de la forma, ya que hace que la cosa sea lo que es y, además, que sea inteligible; por lo que puede sostenerse que es la manifestación del ser de la cosa. Así, cuando dicha forma resplandece es considerada bella139.

Santo Tomás, comentando a Dionisio, sostiene que Dios es la fuente de la belleza y que cada una de sus criaturas participa de ella según su naturaleza se lo permite140. Utilizando la imagen de la luz, afirma que el resplandor es consecuencia de la perfección de la forma, por lo que aumenta en las criaturas más perfectas141. Los rayos divinos también son fuente de la iluminación intelectual, ya que tienen la fuerza para remover la ignorancia e infundir a los intelectos la energía para poder entender142. Así, el resplandor tiene un aspecto que agrada a la vista, y otro que ilumina al intelecto.

El último aspecto del resplandor que abordaremos hace referencia a la vida espiritual143. En el caso de la honestidad, se considera bella porque es regulada por la razón. Los actos virtuosos por ser razonables le otorgan cierto resplandor a aquel que los realiza, y pueden ser captados por un hombre puro de corazón y de mirada limpia, apto para las realidades del espíritu144. En este hombre, el resplandor de la honestidad inflamaría su corazón de amor y de gozo. El último ejemplo supone una relación entre un acto honesto y un hombre que lo conoce145. El primero resplandece porque encarna la imagen ideal del hombre que vive según la razón, y el segundo puede conocerlo, porque gracias a su inteligencia es capaz de captar la forma, que es aquello que es inteligible en las cosas. Entonces, puede concluirse que el resplandor al igual que todas las características de la belleza pueden ser conocidas por el hombre que es inteligente, porque brotan de criaturas que tienen una estructura inteligible. Es por este motivo que la belleza aumenta de grados desde las criaturas sensibles hasta la que puede encontrarse en los hombres virtuosos o en las realidades inteligibles.

Conclusión

En este artículo se ha mostrado que el bien, la verdad y la belleza son características intrínsecas de la divinidad, por lo que, cuando crea, las trasmite a su obra como un sello. Si nos referimos a la verdad, este vestigio se manifiesta en la inteligibilidad del universo, que puede ser entendido por el ser humano. Esto es claro, ya que existe la ciencia que busca las causas de las cosas, y ha encontrado respuestas en distintos niveles. Estas respuestas no han sido inventadas por los científicos, sino que descubiertas al observar la naturaleza, experimentar y razonar sobre los resultados de sus experimentos; asunto que demuestra que no sólo hay una percepción del universo, sino una relación intelectual con el mismo.

En cuanto al bien, se sabe que la divinidad es buena por esencia. Y al crear traspasa esta cualidad a su criatura al darle la posibilidad de actualizar su esencia hasta llegar a su propia perfección.

El segundo aspecto por considerar es la atracción mutua entre los entes sublunares. Esta es posible porque al tender a la perfección son fines para aquellos que los contemplan, y poseen una facultad tendencial que pueda desearlos o quererlos según el caso. En el caso de los seres humanos, esta facultad es racional, por lo que es capaz de generar amor hacia sus semejantes y ser atraídos por estos; lo que produce una comunión que permite formar familias y sociedades cuya amistad sea vestigio de la comunión trinitaria.

Finalmente, podemos referirnos a la belleza. El ser humano es el único ser viviente encarnado que es capaz de descubrir este trascendental en las criaturas, ya que para hacerlo se requiere tener una relación intelectual con el entorno que le permita utilizar los sentidos externos de modo contemplativo. Es por este motivo que decimos que la belleza es el resplandor de la verdad.

En cuanto a la relación entre la belleza y el bien, se puede sostener que el bien se identifica con la belleza porque esta es causa de deleite, lo que hace que aquello contemplado sea atractivo146. No obstante, podemos identificar algunas características propias de la noción de belleza, como la proporción, la integridad y el resplandor, que hacen posible el deleite en aquel que contempla algún objeto, ya sea natural o artificial, que las posee.

Las tres condiciones se encuentran en el universo creado, porque Dios, que es la bondad y la belleza por excelencia, al crear, al igual que todos los artistas, deja su huella en aquello que crea147. La belleza cósmica, que puede observarse en los distintos planos de la existencia, nos muestra que el universo ha sido creado siguiendo parámetros racionales que le permiten a un hombre inteligente deleitarse al descubrirlos.

Así, el científico se deleita al contemplar los movimientos de los electrones en el átomo, y un astrónomo al mirar por el telescopio las órbitas de los distintos planetas. El deleite contemplativo sólo es posible para un ser racional porque se trata de un goce estético causado por propiedades de los entes que superan a la captación sensible. Así, la belleza, igual que la verdad, implica una relación de un Creador inteligente que, por identificarse con ella en su máximo resplandor, crea seres bellos; con un hombre inteligente capaz de deleitarse al contemplarlos148.

Cada criatura participa de la belleza del Creador según su propia naturaleza se lo permite. Esto supone que en el cosmos hay tantos grados de belleza como de perfección, que están determinados por los diversos grados de participación en el ser de cada una de las criaturas149. En el hombre, Dios manifiesta su destreza de artista creando un ser entre el cielo y la tierra, capaz de utilizar la creación a su servicio, pero de reconocer en ella huellas de la divinidad, que le permiten conmoverse por el don recibido y adorar al Creador de todo.

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*Este artículo nace de la tesis doctoral defendida y aceptada por la Universidad Católica de Chile en Junio del 2019 titulada: «Una visión del hombre y del universo desde la perspectiva de la causa final, según la suma teológica y la suma contra gentiles de Santo Tomás de Aquino». Beca otorgada por CONICYT Doctorado Nacional 2012. Fecha de desarrollo: 2012-2019.

1Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2010). I, q. 44, a. 1, InC.

2Cf. Eudaldo Forment, «La sistematización de Santo Tomás de los trascendentales», Contrastes. Revista Interdisciplinar de Filosofía 1 (1996): 107-124.

3Cf. Gerald Cresta, «La sistematización de los trascendentales del ser en su desarrollo histórico», Acta Scientiarum 38, n.° 4 (2016): 347-374.

4Sobre una perspectiva un poco distinta sobre los trascendentales en Tomás de Aquino, véase: Juan Manuel Navarro Cordón, «Ser y trascendentalidad. Un estudio en Tomás de Aquino», Logos: Anales del Seminario de Metafísica 19 (1984): 11-62.

5Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, Traducción y citas textuales de Antonio Osuna Fernández-Largo, 1ra edición (Buenos Aires: Agape Libros, 2007), q. 1, a. 1, InC.

6Cf. Eudaldo Forment, «La sistematización de Santo Tomás de los trascendentales», 108.

7Cf. Eudaldo Forment, «La sistematización de Santo Tomás de los trascendentales», 109.

8Cf. Eudaldo Forment, «La sistematización de Santo Tomás de los trascendentales», 110.

9Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1, InC.

10Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1, InC.

11Cf. Eudaldo Forment, «La sistematización de Santo Tomás de los trascendentales», 115.

12Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1, InC.

13Cf. Eudaldo Forment, «La sistematización de Santo Tomás de los trascendentales», 116.

14Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1, InC.

15Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a.1, InC.

16Cf. Eudaldo Forment, «La sistematización de Santo Tomás de los trascendentales», 123.

17Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 16, a. 1, InC.

18Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 16, a. 1, InC.

19Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 16, a. 1, InC.

20Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1, InC.

21Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad (Madrid: Rialp, 1974), 144.

22Cf. Jan A. Aertsen, La filosofía medieval y los trascendentales. Un estudio sobre Tomás de Aquino (Pamplona: Eunsa, 2003), 248.

23Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 16, a. 5, InC.

24Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 139.

25Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 145.

26Cf. Osvaldo Lira, El misterio de la poesía: el poeta. Tomo I (Santiago: Ediciones Nueva Universidad, 1974), 189.

27Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 150.

28Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 151.

29Para un estudio más exhaustivo sobre la diferencia entre el conocimiento platónico y el aristotélico, véase: Cornelio Fabro, Introducción al tomismo (Madrid: Rialp, 1967), 56-59.

30Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1, InC.

31Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 160.

32Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 160.

33Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 164.

34Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 16, a. 8, InC.

35Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 160.

36Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 163.

37Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 164.

38Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 167.

39Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 160.

40Cf. Antonio Millán Puelles, El interés por la verdad (Madrid: Ediciones Rialp, 1997), 58.

41Cf. Antonio Millán Puelles, El interés por la verdad, 62.

42Cf. Antonio Millán Puelles, El interés por la verdad, 63.

43Cf. Antonio Millán Puelles, El interés por la verdad, 71.

44Cf. Antonio Millán Puelles, El interés por la verdad, 72.

45Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 16, a. 1, InC.

46Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 196

47Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 197.

48Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1, InC.

49Cf. Josef Pieper, El descubrimiento de la realidad, 217.

50Cf. Ángel González Álvarez, Tratado de Metafísica. Ontología (Madrid: Gredos, 1968), 159.

51Cf. Jesús García López, Introducción a El bien, de Tomás de Aquino (Navarra: Cuadernos de Anuario Filosófico. Serie Universitaria Núm. 27, 1996), 7.

52Cf. Ángel González Álvarez, Tratado de metafísica. Ontología, 159-161.

53Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 5, a. 2, InC.

54Cf. Etienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval (Buenos Aires: Emecé Editores, 1952), 66.

55Cf. Ex 3:14, Biblia de Jerusalén.

56Cf. Gilson, Etienne, El espíritu de la filosofía medieval, 104-106.

57Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 25, a. 1, InC.

58Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 4, a. 1, InC.

59Cf. Tomás de Aquino, S. C. G., II, c. 45.

60Cf. Etienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, 101.

61Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, Traducción y citas textuales de Antonio Osuna Fernández-Largo, 1ra edición (Buenos Aires: Agape Libros, 2007), q. 21, a. 1, InC.

62Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1, InC.

63Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 21, a. 1, InC.

64Cf. Jesús García López, Metafìsica tomista. Ontología, Gnoseología y Teología natural (Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra, 2001), 131-133.

65Tomás de Aquino, De Veritate, q. 21, a. 1, InC.

66Cf. Jesús García López, Introducción a El bien, de Tomás de Aquino, 8-9.

67Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 5, a. 1, InC.

68Para un estudio sobre la equivalencia de ambas nociones, véase: Jan A. Aertsen, «Filosofía cristiana ¿Primacía del ser versus primacía del bien?», Anuario Filosófico 33, n.° 2 (2000): 339-361.

69Cf. Jan A. Aertsen, La filosofía medieval y los trascendentales…, 293.

70Cf. Jan A. Aertsen, La filosofía medieval y los trascendentales…, 193.

71Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, III, c. 24.

72Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, I, c. 37.

73Cf. Tomás de Aquino, Comentario de la ética a Nicómaco, Traducción y nota preliminar de Ana María Mallea, Ediciones Ciafic, 1983, libro I, lec. 1, 9.

74Cf. Jan A. Aertsen, La filosofía medieval y los trascendentales…, 308.

75Cf. Tomás de Aquino Suma Contra Gentiles, I, c. 37.

76Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, III, c. 24.

77Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 5, a. 3, ad. 1.

78Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, III, c. 3.

79Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, III, c. 24.

80Cf. Elisabeth Reinhardt, La dignidad del hombre en cuanto imagen de Dios (Pamplona: Eunsa, Ediciones Universidad de Navarra, 2005), 106.

81Cf. Elisabeth Reinhardt, La dignidad del hombre en cuanto imagen de Dios, 106.

82Cf. Elisabeth Reinhardt, La dignidad del hombre en cuanto imagen de Dios, 108.

83Para un estudio sobre la acción buena guiada por la inclinación afectiva, véase: Gabino Tabossi, «El conocimiento del bien por connaturalidad afectiva. El dinamismo integral de la prudencia en la IIae-IIae de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino», Revista Teología 53, n.° 120 (2016): 100-120.

84Cf. Carlos Cardona, La metafísica del bien común (Madrid: Rialp, 1966), 16.

85Cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Ed. Bilingüe y traducción por María Araujo y Julián Marías (Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970), libro II., c. 2.

86Para un estudio más detallado sobre la virtud como hábito electivo, véase: Ángel Rodríguez Luño, Ética General (Pamplona: Eunsa, 2014), 191-193.

87Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, III, c. 3.

88Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, III, c. 16.

89Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, I, c. 16.

90Cf. Carlos Cardona, La metafísica del bien común, 26.

91Cf. Carlos Cardona, La metafísica del bien común, 27.

92Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, III, c. 17.

93Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, II, c. 45.

94Cf. Carlos Cardona, La metafísica del bien común, 45.

95Cf. Carlos Cardona, La metafísica del bien común, 32.

96Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, III, c. 17.

97Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 109, a. 2, ad. 1.

98Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles,II, c. 2.

99Cf. Elisabeth Reinhardt, La dignidad del hombre en cuanto imagen de Dios, 109.

100Cf. Elisabeth Reinhardt, La dignidad del hombre en cuanto imagen de Dios, 162.

101Cf. Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, II, c. 2.

102Cf. Jan A. Aertsen, La filosofía medieval y los trascendentales…, 325.

103Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza (Barcelona: Editorial Herder, 1965), 66-68.

104Cf. Eudaldo Forment, «La trascendentalidad de la belleza», Thémata. Revista de Filosofía, n.° 9 (1992): 181.

105Cf. Jan A. Aertsen, La filosofía medieval y los trascendentales…, 341-343.

106Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 5, a. 4, InC.

107Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 69.

108Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 71-72.

109Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 74-76.

110Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 5, a. 4, ad. 1.

111Cf. Tomás de Aquino, El ente y la esencia (Pamplona, Eunsa, 2002), n. 5.

112Cf. Jan A. Aertsen, La filosofía medieval y los trascendentales…, 328.

113Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 90-91.

114Cf. Umberto Eco, Il problema estético in Tomaso D’ Aquino (Milán:‎ Valentino Bompiani, 1970) 111-115.

115Cf. Umberto Eco, Il problema estético in Tomaso D’ Aquino, 113-115.

116Cf. Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 5, n. 340.

117Cf. Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 145, a. 2, InC.

118Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 91.

119Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 92.

120Cf. Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 5, n. 340.

121Cf. Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 3, n. 307.

122Cf. Abelardo Lovato, Ser y belleza…, 92.

123Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 34-35.

124Cf. Tomás de Aquino Suma Teológica, II-II, q. 180, a. 2, ad. 3.

125Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 73, a. 1, InC.

126Cf. Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 6, n. 363.

127Umberto Eco, Il problema estético in Tomaso D’ Aquino, 121-123.

128Cfr. Umberto Eco, Il problema estético in Tomaso D’ Aquino, 123-125.

129Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 145, a. 4. InC.

130Cfr. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 93.

131Cfr. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 93.

132Cfr. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 86.

133Cfr. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 87-89.

134Cfr. Umberto Eco, Il problema estético in Tomaso D’ Aquino, 129-131.

135Cfr. Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 9, n. 407.

136Cfr. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 96.

137Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 97.

138Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 84, a. 6, InC.

139Cf. Abelardo Lobato, Ser y belleza…, 98-99.

140Cf. Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 5, n. 339.

141Cf. Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 5, n. 345-347.

142Cf. Tomás de aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 4, n. 327.

143Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 145, a. 2, InC.

144Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 145, a. 2, ad. 2.

145Cf. Umberto Eco, Il problema estético in Tomaso D’ Aquino, 148-150.

146Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 5, a. 4, InC.

147Cfr. Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 3, n. 307-310.

148Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 4, a. 3. InC.

149Cfr. Tomás de Aquino, Commento ai nomi divini de Dionigi, cap. IV, lec. 6, n. 363-364.

Para citar este artículo: Velarde L., Catalina. «Los trascendentales en cuanto clave cognoscitiva del Creador por medio de la criatura, y como condición de posibilidad de la estructura del universo». Franciscanum 180, Vol. 65 (2023): 1-32.

**Profesora del Departamento de Formación e Identidad de la Universidad Santo Tomás sede Santiago. Centro de Edith Stein, Universidad Católica de Chile.

Recibido: 26 de Julio de 2022; Aprobado: 05 de Mayo de 2023

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