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Revista Colombiana de Sociología

versión impresa ISSN 0120-159X

Rev. colomb. soc. vol.40  supl.1 Bogotá dic. 2017

 

Nota del Editor

Memorias del presente y del futuro: ¿cómo, para quién, para qué?

Paolo Vignolo* 

Jefferson Jaramillo Marín** 

Marta Jimena Cabrera Ardila*** 

*Doctorado en Historia de las Civilizaciones de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (Francia). Docente del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, Colombia. Correo electrónico: pvignolo@unal.edu.co- ORCID: 0000-0001-5098-2530

** Doctorado en Investigación en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), México. Docente del Departamento de Sociología de la Pontificia Universidad Javeriana, Colombia. Correo electrónico: jefferson.jaramillo@javeriana.edu.co- ORCID: 0000-0002-0016-7631.

*** Doctora en Comunicación y Estudios Culturales de la Universidad de Wollongong (Australia). Docente del Departamento de Estudios Culturales de la Pontificia Universidad Javeriana, Colombia. Correo electrónico: marta.cabrera@javeriana.edu.co-ORCID: 0000-0002-7317-7363


A comienzos del 2017, la RCS publicó el volumen 40(1) titulado Memorias del presente y del futuro: ¿cómo, para quién y para qué? En dicho número, invitamos a reflexionar sobre los procesos de construcción social de la memoria en Colombia y Latinoamérica. Producto de una amplia convocatoria nacional e internacional y de los procesos de evaluación desarrollados, se seleccionaron nueve artículos para la Sección Temática, cuyos objetivos académicos, trayectos empíricos y contenidos teóricos giraron alrededor de tres ejes de discusión: derechos humanos, justicia social y ciudadanía activa; historicidad de la memoria; producción social de la memoria, políticas públicas y medios de comunicación. En la nota editorial de ese número, pusimos también de presente cómo dichos ejes de discusión, en medio del clímax complejo de la refrendación del acuerdo final entre el Gobierno colombiano y la insurgencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), están enlazados a unos núcleos interpretativos insoslayables en los estudios sociales y culturales de la memoria y, en general, en las diversas apuestas por la comprensión de los vasos comunicantes entre marcos temporales, experiencias subjetivas y contextos conflictivos y en transicionalidad. Es así como mencionamos a la memoria como un acto colectivo de rememoración que articula el pasado, el presente y el futuro, que no es para nada un acto neutro o lineal, sino que más bien implica una escenificación tensionante de representaciones. También referimos en esta ocasión que la memoria opera menos como categoría abstracta y más como práctica social, dispositivo simbólico de resistencia y recurso político en tensión.

A eso se sumó, en esa nota, nuestra apuesta por considerar la memoria como un elemento central en las agendas de lucha de movimientos y colectivos sociales que buscan hoy incidir en la profundización de la democracia, por la vía de mantener ciertos recuerdos incomodos, subvertir o desmitificar otros hegemónicos y reconfigurar la comprensión de lo traumático, lo catastrófico, así como recodificar los silencios y olvidos. Quizá no lo añadimos en dicha ocasión con la suficiente contundencia, pero hoy lo recogemos y motivamos a su reflexión. Ya sea que la memoria actúe como fuente, objeto o enfoque o que sea un detonante o movilizador de los ejercicios de resistencia ciudadanos frente a la multiplicidad de violencias, requiere hoy cada vez más de historización, contextualización, comparación y conceptualización. Con respecto a esto último, resulta interesante, a propósito del reciente libro La historia como campo de batalla, del historiador italiano Enzo Traverso (2016), tomar en cuenta que si bien estas cuatro condiciones funcionan como parámetros en el oficio histórico, también pueden operar como dimensiones al momento de reconstruir la memoria, trabajar con ella, movilizarla, escribir sobre ella (pp. 25-26). En clave de estudios sociales y culturales de la memoria, se entiende aquí por historizar captar en el tiempo las transformaciones de las representaciones y las tramas narrativas. Se concibe contextualizar como una forma de ubicar estas representaciones en un marco social, en un clima de época, en un paisaje mental, como dice Traverso. Comparar se define como el examen de las narrativas y representaciones de forma global y el análisis de sus distintas transferencias culturales. Finalmente, la conceptualización demanda el encuadre comprensivo de la riqueza de la narración y la representación a través de conceptos y categorías densas.

Estas cuatro pautas, tomadas en su conjunto, más que como "corsé académico", como "señales reflexivas" para los trabajos de la memoria en el país, pueden ayudar a integrar y potenciar aún más algo en lo que también insistimos en la nota del número inicial: la integración entre la memoria como mecanismo reconstructivo y la memoria en su potencial transformador. Ahora bien, la presentación de aquella vez sirvió como pretexto inicial para generar una conversación pública sobre el tema de las memorias del presente y del futuro, y aun así dejó el hilo de estas abierto. Entonces, aprovechando que el dossier tuvo gran acogida en Colombia y Latinoamérica y que otros siete artículos fueron exitosamente evaluados a destiempo del cronograma tan ajustado que exigen hoy las revistas académicas, proponemos en este espacio dos rutas adicionales de diálogo y, en medio de estas, ampliar los ejes de discusión del dossier matriz con los nuevos artículos, en los cuales creemos percibir también estas rutas. Estos dos trayectos están relacionados con la memoria como vehículo cultural y la memoria como recurso político.

La memoria como vehículo cultural

La noción de vehículo se plantea aquí no tanto en su lógica de transmisión o de reproducción, sino más bien de engranaje generador, de dispositivo propulsor. Pensadores como Jan Assmann y John Czaplika, especialmente en su libro Memoria cultural e identidad cultural (1995), o Aleida Assmann, en su libro Espacios del recuerdo (1999), han insistido mucho en este abordaje de la memoria. Recogiendo este acumulado y otros más clásicos, la profesora Astrid Erll, en su texto Memorias colectivas y culturas del recuerdo (2012), condensa bien lo que podrían ser los principales atributos o elementos culturales de la memoria. Así, ella menciona que la memoria permite forjar una identidad a los grupos sociales o posibilitar unas prácticas de identificación. Además, sostiene que la memoria sirve para reconstruir el pasado en el presente, algo que ya fue detectado por clásicos como Halbwachs. De igual forma, la memoria depende de la continuidad del sentido, que se alcanza por medio de formas y canales diversos de expresión. También logra algún nivel de institucionalización y organización, a través de unos portadores especializados, con los que puede llegar a un grado de relevancia axiológica para el grupo o un carácter vinculante. A esto se suma que la memoria refleja el mundo vital del grupo: la imagen que este tiene de sí mismo ayuda en el proceso de reflexividad, conecta el ayer con el hoy. En una especie de diacronía, hace un uso selectivo, es decir, estratégico, relativo de los recuerdos y permite el posicionamiento de la subjetividad o la agencia de los sujetos colectivos actuantes.

El artículo "Identidades y memorias en Londres 38, Paine y Chacabuco (Chile)", de Gloria Alejandra Ochoa Sotomayor, va precisamente en esta dirección. A partir de una reflexión sobre tres lugares de la memoria emblemáticos del Chile contemporáneo, la autora señala la importancia de un análisis histórico, localizado y contingente de la relación entre identidad y memoria. Su interés es comprender que las prácticas que se llevan a cabo en cada uno de esos ámbitos sociales no operan en el vacío, sino que son parte de un proceso de construcción de sujetos colectivos que se han gestado desde antes del hecho traumático y que siguen presentes hasta el día de hoy: primero, una memoria militante asociada con las luchas de los años sesenta y setenta, en el caso del recinto clandestino de reclusión Londres 38; segundo, una memoria campesina en Paine, donde las identidades de buenos padres de familia aún priman sobre la dimensión política de los grupos rurales organizados; y, finalmente, la memoria de una comunidad política -los miembros de la Unidad Popular-, que se plasma en la resistencia organizada al interior del Campo de Prisioneros de Chacabuco.

En las articulaciones -las suturas, según la afortunada expresión de Stuart Hall (2003, pp. 13-37)- entre prácticas específicas, ubicadas en el espacio y en el tiempo, y en los procesos de largo aliento es justamente en donde se conforman subjetividades. Estas permiten la construcción de identidades generadoras de sentido, que operan de manera estratégica y no esencialista. Por ese camino, un lugar de memoria tiene el potencial de transformarse en lo que hemos llamado en otro contexto un laboratorio ciudadano. Eso es lo que permite a ese tipo de espacio no limitarse a ser un testigo mudo de acontecimientos pasados y volverse propulsor de debates y narrativas, que se alimentan de una doble dimensión de la memoria: productora-constructora de identidades y expresión de identidades ya preexistentes.

Esto nos lleva a retomar la cuestión de la historicidad de la memoria, que ya enunciamos en el volumen anterior de la RCS. Si la memoria es susceptible de ser historiada, ¿cómo hacer una historia de la memoria capaz de entretejer los vaivenes de los recuerdos individuales con los grandes acontecimientos que marcan las fronteras entre lo que se puede y lo que no se puede rememorar? Miriam Elizabeth Kriger y Luciana Cecilia Guglielmo aprovechan la noción de regímenes de la memoria de Vezzetti (2007) para esbozar, en el artículo "Memorias sociales y familiares de la dictadura cívico-militar: narrativas biográficas de integrantes de Abuelas de Plaza de Mayo", una respuesta a esa pregunta. A partir de unas notas autobiográficas de tres abuelas de Plaza de Mayo, en un intento original y consistente de análisis, articulan un doble registro: contextualizan las luchas de la memoria en Argentina (con sus protagonistas, sus marcos discursivos, sus potenciales heurísticos, sus desenlaces) y dan cuenta de cómo esos regímenes de una memoria social posibilitan determinados relatos familiares e imposibilitan otros.

En Colombia, muy poco se ha escrito sobre cómo han cambiado los regímenes de memoria social y cultural y, menos aún, sobre el papel que están desempeñando en la construcción de la memoria actualmente actores sociales, como los partidos políticos y las fuerzas armadas. Alberto Valencia Gutiérrez, en el artículo "El proceso de construcción de la memoria de los años cincuenta en Colombia", contribuye a llenar este vacío, volviendo a leer en clave de memoria los acontecimientos de la vida política de uno de los periodos más controversiales de la historia contemporánea del país. El autor plantea que nunca se dio un proceso de elaboración de lo sucedido durante el periodo conocido como La Violencia, que pudiera dar cuenta de lo que pasó durante "los años sin-cuenta", para parafrasear el título de un célebre montaje del teatro La Candelaria. Escribe Valencia Gutiérrez:

La Violencia no ha encontrado una verdadera integración en la trama de la historia nacional y el Frente Nacional puso en marcha un proceso de invención de la desmemoria que ha hecho ininteligible lo sucedido para las nuevas generaciones. (Valencia, 2017, p. 66) (cursivas del original)

El interés por la memoria cómo anamnésis más que como mnémé, es decir, como vehículo movilizador de subjetividades y no como simple recuerdo pasivo (Ricoeur, 2008), también está en el centro de la reflexión de Mariana Paganini. En el artículo "La memoria como búsqueda activa: la transmisión intergeneracional de la experiencia militante en el filme documental Seré millones", la autora analiza la compleja operación estética que está detrás de la reconstrucción de un acontecimiento puntual: el clamoroso asalto a un banco por parte de miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), en 1972. A través de una sofisticada mezcla de materiales de archivo, testimonios verdaderos e inventados, entrevistas a los actores durante el casting, irrupciones de las voces de los mismos autores, la película no solo cuestiona los límites entre ficción y documental, sino que se concentra en cómo actúa la memoria más que en qué se recuerda, con el fin explícito de tejer un lazo militante entre distintas generaciones. De esta manera, la memoria como vehículo cultural irrumpe en la arena pública como recurso político, que es la segunda ruta que interesa señalar en esta nota introductoria.

La memoria como recurso político

Cuando la memoria moviliza la experiencia pasada y presente y produce efectos de realidad proyectados hacia el futuro, se convierte en un recurso político. La categoría de recurso es comprendida aquí como posibilidad, medio, insumo de actuación, más que como instrumento. Por ejemplo, en el caso colombiano esa movilización de la experiencia ha permitido esclarecer lo ocurrido en los territorios y en las vidas de las personas. Este esclarecimiento ha ayudado a vislumbrar escenarios futuros a través de la reparación. Además, la memoria articula tejido colectivo para la dignificación de sujetos humanos y no humanos (pensemos, por ejemplo, en los paisajes sonoros reconfigurados con la guerra); también permite procesar dolores de comunidades y de territorios estigmatizados, violentados, sobrevivientes y memoriantes. Esa dignificación trasciende el inventario reconstructivo del dolor o las tipologías frías de hechos, daños, impactos, cadenas explicativas.

La memoria se constituye en un recurso para reafirmar la vida, para existir y reexistir, según la bella expresión a la que nos han acostumbrado las personas del Colectivo Montes de María. En esa medida, se convierte en un escenario potente para romper con el estigma. La memoria ancla en espacios y permite sanarlos cuando estos han sido fracturados, es decir, hay un potencial sanador y transformador de fracturas localizadas en cuerpos, en naturalezas y en geografías. Además, la memoria ayuda en la construcción de una ciudadanía plural (intergeneracional, intercultural, intertextual).

En el artículo "Bojayá: memoria y horizontes de paz", Natalia Quiceno Toro y Camila Orjuela Villanueva tratan a profundidad estas cuestiones a partir de lo que es probablemente el caso más emblemático y tristemente célebre del conflicto colombiano reciente: la masacre de Bojayá. Su reflexión problematiza, desde un lugar de enunciación muy cercano al Centro Nacional de Memoria Histórica, el proceso de producción del informe Bojayá. La guerra sin límites y su impacto en los trabajos de memoria sucesivos. Un primer elemento nos reconduce a la reflexión de la ruta inicial de esta nota sobre identidad y memoria: el informe fue una manera de "suturar" las prácticas de lucha y reivindicación de grupos afro e indígenas activos en la región con los dispositivos de memoria de las políticas del Estado. A pesar de no tener un mandato institucional que tuviera la fuerza y el impacto de una comisión de verdad, el trabajo del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) (2013), a juicio de las autoras, se volvió la plataforma también académica y política tanto de las conmemoraciones y rituales de duelo de los años siguientes como de las arduas negociaciones que llevaron a un acto de perdón y reparación por parte de las FARC-EP. La presencia de las cantoras de Pogue en la ceremonia de la firma del acuerdo de paz en Cartagena el 26 de septiembre del 2016, de alguna manera, sella este proceso. Su presencia muestra de forma casi icónica la importancia del acuerdo, pero también sus fragilidades. Las fragilidades son centrales en el tema político de la memoria. Una tiene que ver con el riesgo para Colombia de no contar aún con una comisión de la verdad, a pesar de haber asistido en su historia reciente (1958-2014) a más de una docena de comisiones de estudio sobre la violencia, como lo ha mostrado Jaramillo (2014). A propósito, Sandra Rios Oyola, en el artículo "La memoria social: una herramienta de la justicia transicional en Chile y Corea del Sur", argumenta:

a falta de una comisión de la verdad, el CNMH ha revelado el contexto de la violencia en Colombia, como lo describe el documento Basta ya! (CNMH, 2013). Aunque la principal función del grupo ha sido el esclarecimiento, cabe preguntar si, a falta de una comisión de la verdad, una perspectiva de memoria es adecuada para el reconocimiento oficial de los abusos del pasado, que pueda llevar a la deslegitimación de estructuras, prácticas y personas del régimen anterior al proceso de transición. (Ríos, 2017, p. 143)

El problema principal reside en que las comisiones de la verdad plantean narrativas que difícilmente pueden ser alteradas o desmentidas, mientras que las construcciones de la memoria son constantemente expuestas a negociaciones, ajustes, tensiones e inclusive reveses, según los vaivenes de la lucha política. Es esta una de las conclusiones más relevantes de este artículo, que busca investigar las diferentes maneras en que la memoria social aporta a los procesos de justicia transicional como herramienta para el fortalecimiento de la democracia, a partir de las experiencias chilena y coreana (esta última en particular interesante, ya que casi no se menciona en el actual debate nacional).

Otra fragilidad -que también aparece con más nitidez en una perspectiva comparativa internacional- es el riesgo de caer en lo que Martín-Baró (1998) llama una memoria fatalizante. En el artículo "Registro identitario de la memoria: políticas de la memoria e identidad nacional", David Villa Gómez y Daniela Barrera Machado señalan, en el análisis sobre las implicaciones políticas de las memorializaciones, como a menudo dominan "plantillas narrativas" que proponen una y otra vez relatos estereotipados que usan y consumen proyectos nacionalistas. Luego de una revisión panorámica de varias experiencias europeas y latinoamericanas, los autores se enfocan en la peculiaridad de la situación colombiana, en la que -para seguir la distinción planteada por Rabotnikof (2010)- el registro resistente y el registro terapéutico han sido mucho más presentes que el identitario. Sin embargo, según los autores,

el relato impuesto en los últimos años está encuadrado y domesticado: refuerza el fatalismo y no va al fondo de los conflictos históricos. Este es un registro identitario paradójico y complementario al nacionalista y patriótico, que también se pone al servicio de poderes establecidos históricamente.

[…]

Así, paradójicamente, un logro del movimiento social, al visibilizar las memorias ocultas, termina corriendo el riesgo de construir un estatuto identitario en el que la gente desempeña un papel asignado: la víctima "damnificada", "traumatizada", "pobrecita" ofrece "testimonio" en una plantilla sentimental, estetizante, lacrimógena y banalizada. Esta, contrario a lo esperado, se escucha poco y no logra convocar a esta sociedad a transformar el ethos psicosocial que apoya la guerra. (Villa y Barrera, 2017, p. 164)

Finalmente, no queremos cerrar esa nota editorial sin hacer mención a la foto de la portada de esta edición, tomada de la exposición Réquiem NN que el artista Juan Manuel Echevarría presentó en la Universidad Nacional de Colombia a finales del año pasado. La imagen condensa las prácticas religiosas de los habitantes de Puerto Berrío, que a lo largo de treinta años se han dedicado a rescatar del río Magdalena (río vital y trágico en la memoria nacional) los cuerpos anónimos de personas víctimas de la violencia política. Al recibir una digna sepultura y un cuidado cotidiano de sus tumbas, "los escogidos" han podido salir del olvido avergonzado al cual sus victimarios los querían destinar, para volverse intermediarios del más allá, puentes de comunicación entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.

Desde su sensibilidad artística, Juan Manuel Echevarría -que a lo largo de más de diez años ha tejido testimonios, gestos, huellas, colores de este ritual colectivo- ha sabido reconocer en la pared de un cementerio de pueblo el palimpsesto en el que convergen y colapsan todos los procesos que hemos evocado en esas páginas: la construcción de identidades que generan sentido a partir de prácticas específicas del recuerdo, los relatos íntimos a la sombra de regímenes culturales y políticos de memoria social y el increíble potencial dinamizador de una memoria impregnada de muerte que se vuelve abono transformador para el vivir en común. A la vez, Echeverría muestra la doble fragilidad de esas micropolíticas de la memoria, siempre acosadas por los vaivenes y los reveses de las políticas públicas y los riesgos de conmemoraciones victimistas o fatalizantes. Es difícil encontrar una imagen que mejor represente nuestras intenciones de explorar una memoria del presente y del futuro, para reafirmar la vida, para existir y reexistir.

Referencias

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