Introducción
En vista de las tendencias sostenidas -cuando no aumentadas y aceleradas- de degradación ecológica global, en paralelo con tensiones sociopolíticas y socioeconómicas agudizadas en muchos lugares del mundo, existe una creciente conciencia de que una nueva "gran transformación" (en el sentido de Karl Polanyi1) de las trayectorias de desarrollo contemporáneas, o transición civilizatoria, ya sea buscada o no buscada, sea probablemente inevitable en el curso de las próximas décadas (ReiBig, 2011). Por lo mismo, es cada vez más claro que el discurso tecnocrático dominante del desarrollo sustentable, que insiste en la compatibilidad de las trayectorias expansivas actuales de desarrollo con los límites biofísicos del planeta, ha perdido gran parte de su credibilidad, luego de más de tres décadas de hegemonía global indiscutida y resultados exiguos, cuando no contraproducentes (Báckstrand, 2011; Dryzek, 2005; Hannigan, 2006).
Este artículo introduce el concepto de discursos de transición (Escobar, 2015) como fenómeno contemporáneo emergente que responde a las deficiencias -tanto prácticas como conceptuales- de las trayectorias actuales de desarrollo y de la agenda política que las impulsa a nivel global. El objetivo de este texto es realizar un análisis crítico de los límites y potencialidades de dos discursos de transición emblemáticos en el debate actual acerca de una transición civilizatoria: a) el buen vivir, proveniente de América Latina, y que ha marcado fuertemente el debate político y social desde inicios del siglo XXI en buena parte de la región; y b) el decrecimiento o de growth, principalmente instalado en el sur y centro de Europa, vinculado a la crítica social, económica y ecológica de una política económica orientada casi exclusivamente al crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), y que propone unos fundamentos programáticos alternativos. Este artículo analiza el potencial y los obstáculos estructurales que enfrentan ambos discursos como medio de transformación social, y finalmente propone un marco integrativo para la fertilización cruzada entre estos discursos y el mainstream liberal desarrollista, representado por el discurso del desarrollo humano. Dadas la interdependencias socioecológicas que caracterizan el mundo contemporáneo a nivel global (Acosta, 2014; Beck, 2008; Brand y Wissen, 2017; Chakrabarty, 2009; Escobar, 2015), esta fertilización -tal es nuestra tesis- aparece como necesaria para allanar el camino hacia una gran transformación que responda a los imperativos planteados por las ciencias de la sustentabilidad. Los discursos de transición en el Sur y el Norte presentan ciertas diferencias en sus respectivas definiciones y en su tratamiento ontológico y epistemológico de la crisis ambiental global, pero necesitan iluminarse mutuamente para poder articular respuestas pragmáticas capaces de superarla.
Tangencialmente, este artículo también plantea la pregunta por la relevancia de dicha tesis para la sociología como disciplina. Desde su emergencia en la década de 1970, la sociología ambiental ha pasado de una fase inicial de diagnóstico -cuya tarea principal consistió en identificar los factores centrales que creaban una crisis sostenida de degradación ambiental- a una de prescripción, en la que, en línea con la tradición crítica y emancipadora de las ciencias sociales, se procura identificar los mecanismos más eficaces para "mapear el camino hacia formas de organización social más seguras y amigables con el medioambiente" (Buttel, 2003, p. 335). En años recientes, las ciencias sociales han asumido de forma más decidida la relevancia e importancia de pensar el cambio para enfrentar el desafío de la sustentabilidad socioecológica (Unesco e ISSC, 2013). El análisis ofrecido en este artículo está alineado, en particular, con las aproximaciones integrales que estudiaron la construcción social de los "problemas ambientales" y de las respuestas adecuadas para construir una sociedad sustentable, desde una perspectiva cultural (Jasanoff, 1992; Rayner, 1991; Yearley, 2002, 2005) o discursiva (Dryzek, 2005; Fischer y Hajer, 1999; Hajer, 1997), así como desde un enfoque decolonial-intercultural (Escobar, 2018; Santos, 2009).
Discursos de transición: entre la globalidad y la localidad
Desde la perspectiva de su contenido, lo que Arturo Escobar llama discursos de transición no son una novedad del siglo XXI; son, más bien, parte de la imaginación y la práctica emancipadora para la construcción de un mundo mejor a lo largo de la historia humana. Lo que resulta notable respecto de estas propuestas contemporáneas, sin embargo, es el hecho de que, a pesar de provenir típicamente de grupos tradicionalmente marginados, su crítica no está formulada -solo- en términos de justicia social, sino de patologías sociales. Más precisamente: su crítica de la injusticia social está enraizada en un diagnóstico de patología social, no solo de una sociedad en particular, sino del modelo social dominante en el mundo contemporáneo: la sociedad industrialista y capitalista. El punto de partida de todos los discursos de transición es el diagnóstico de "crisis civilizatoria" y, en consecuencia, sus prescripciones se apartan -en grado variable- de ciertos supuestos habitualmente incuestionados, o aun naturalizados, de la modernidad euroatlántica: el materialismo, el antropocentrismo, el cercamiento de los comunes, y la fe ciega en la ciencia y la tecnología modernas.
Por otra parte, mientras que los proyectos utópicos generalmente adoptan la forma de experimentos localizados con formas alternativas de organización colectiva (por ejemplo, ecoaldeas u otras "comunidades intencionales"), el rasgo distintivo de los discursos de transición contemporáneos es que aspiran a corregir las trayectorias de desarrollo a escala global. Así ocurre, por ejemplo, con el ecofeminismo, los derechos de la naturaleza, el movimiento global de justicia ambiental, el discurso de soberanía alimentaria de la Vía Campesina, el posextractivismo en América Latina, el buen vivir, el decrecimiento, el movimiento de los commons (incluidos los digitales), el convivialismo, o el ecosocialismo2.
Sin duda, a pesar de sus aspiraciones globales, todos son discursos situados, nacidos como propuestas de cambio radical en escenarios (g) locales. En un contexto de gobernanza socioambiental predominantemente tecnocrática, los discursos de transición buscan repolitizar el debate cultural acerca de la necesaria transición civilizatoria, afirmando su disidencia frente a las representaciones actualmente hegemónicas del mundo y ofreciendo representaciones y posibilidades de futuro alternativas.
Sin embargo, estos discursos de transición a menudo se ignoran recíprocamente, sacrificando así su potencial sinérgico para promover la causa común de lo que se da en llamar, indistintamente, cambio sistémico, cambio de paradigma, o transición civilizatoria. Tanto académicos como activistas (Brand, 2015; D'Alisa, Demaria y Kallis, 2014; Escobar, 2015; Kothari, Demaria y Acosta, 2014; Narberhaus y Sheppard, 2015; Sneddon, Howarth y Norgaard, 2006) abogan cada vez más enfáticamente por un diálogo epistémico y estratégico entre discursos de transición como clave para una "gran transformación" a la sustentabilidad.
Las secciones siguientes presentan el buen vivir y el decrecimiento como dos discursos de transición emblemáticos del Sur y del Norte globales, respectivamente, que aparecen como catalizadores de otros discursos críticos. Así, visiones provenientes de la agroecología, el ecofeminismo, o el convivialismo -por citar unos pocos ejemplos- son incorporadas por el decrecimiento, mientras que las del posextractivismo, derechos de la naturaleza, cosmogonías indígenas, y luchas campesinas y ecoterritoriales están implícitas en el buen vivir. Más aún: buen vivir y decrecimiento -tal es el argumento desarrollado en las secciones siguientes- son candidatos particularmente aptos para un diálogo promisorio con el discurso actualmente más progresivo en la política internacional dominante: el desarrollo humano.
Buen vivir
El buen vivir es un discurso cultural y político que emerge en el mundo andino en los albores del siglo XXI3, en una coyuntura de convergencia entre el rechazo del grueso de la ciudadanía al orden neoliberal prevalente, por un lado, y la emersión política del mundo indígena, por otro. A nivel global, estas corrientes en la esfera doméstica convergen, a su vez, con una crisis de legitimidad del discurso del desarrollo y la consecuente ola revisionista (Beling y Vanhulst, 2016). El buen vivir promueve una reestructuración cultural y política a gran escala, y dio lugar a macro experimentos sociopolíticos, especialmente en Ecuador y Bolivia, que reformaron sus respectivas constituciones para incluir el buen vivir (llamado vivir bien en Bolivia) como piedra angular de un nuevo contrato social.
Al tener su raíz en las cosmogonías indígenas de la región -sobre todo en el mundo quechua y aymara- el buen vivir puede ser considerado el primer experimento de articulación entre ontologías modernas y no modernas a escala macrosocial. Como tal, dicho experimento no está exento de tensiones, contradicciones y cooptaciones (Acosta, 2011; Beling, 2016; Beling, Cubillo-Guevara, Vanhulst y Hidalgo-Capitán, en prensa; Cubillo-Guevara, Vanhulst, Hidalgo-Capitán y Beling, 2018; Grosfoguel, 2016; Gudynas, 2010). Sin embargo, independientemente del éxito o fracaso relativo del buen vivir4, este puede considerarse la expresión de un cambio cultural de proporciones épicas, que resulta de una fértil paradoja: la herencia cultural indígena, que habitualmente era vista (y aún lo es frecuentemente) como antitética al paradigma del desarrollo, pasa a ser entendida, en el discurso de la cooperación internacional, como la clave para la renovación de dicho paradigma (Carballo, 2015). A través de la idea de interdependencia constitutiva entre el hombre -entendido siempre en clave colectiva- y la naturaleza -cristalizada en la noción de Pachamama o madre tierra-, por un lado, y la cultura como una entidad esencialmente plural, por otro, el buen vivir ilumina las limitaciones de la ontología moderna-eurocéntrica. Por consiguiente, linealidad, individualismo, antropocentrismo, expansionismo, y racionalidad instrumental son contrapuestos a los principios de circularidad, relacionalidad, biocentrismo, holismo y una "racionalidad ambiental" (Leff, 2004), respectivamente. Al mismo tiempo, sin embargo, la emergencia del buen vivir refuerza las múltiples voces (ecosocialismo, ecofeminismo, anticapitalismo, convivialismo, justicia ambiental, etc.) que, desde Occidente, denuncian las limitaciones etnocéntricas y antropocéntircas de las concepciones convencionales de desarrollo y progreso.
Sin embargo, el éxito del buen vivir como programa político para una transición civilizatoria solo puede considerarse como muy limitado, en el mejor de los casos. Esto no debería sorprender: la dependencia estructural de las economías ecuatoriana y boliviana de una matriz extractivista-exportadora implica un limitante sistémico a la capacidad de los gobiernos-pero también de los movimientos sociales- para desafiar eficazmente la omnipotencia de los mercados en la economía neoliberal globalizada. Ciertamente, existen propuestas técnicamente viables para superar tal dependencia, pero, en términos políticos, las condiciones de posibilidad para su implementación no están dadas:
[...] existen pocas chances de que se implementen propuestas realistas y racionales, y menos aún de que sean exitosas, a menos que [el imaginario social sea fundamentalmente subvertido a través de] la utopía fértil de una sociedad autónoma y convivial. (Latouche, 2009, p. 66)
Es entonces en esta dimensión de una subversión cultural radical donde está la fortaleza principal del buen vivir.
Surge aquí, sin embargo, otra pregunta: ¿tiene esta retrotopia andina -como la llamaría el último Zygmunt Bauman (2017)- el potencial para inspirar un cambio cultural también en otras geografías? ¿Existe algún punto de resonancia cultural para el imaginario ecoconvivial del buen vivir en la cosmovisión euroatlántica? En efecto, entender el buen vivir como un fenómeno idiosincrático lo privaría de toda relevancia para el debate acerca de cómo reorientar las trayectorias actuales de desarrollo a escala global. Sin embargo, una concepción idiosincrática del buen vivir implicaría desconocer su proceso genealógico de conformación como discurso contemporáneo: en efecto, como han mostrado varios estudios (Altmann, 2015; Beling, Cubillo-Guevara, Vanhulst, J. y Hidalgo-Capitán, en prensa; Beling y Vanhulst, 2016; Cortez, 2011; Cubillo-Guevara, Vanhulst, Hidalgo-Capitán y Beling, 2018; Espinosa, 2015; Hidalgo-Capitán y Cubillo-Guevara, 2017), el buen vivir requirió de los insumos tanto ideacionales como pragmáticos de actores locales y extranjeros: además de las organizaciones indígenas, las agencias internacionales de desarrollo (por ejemplo, la Giz alemana) y ONG ambientalistas como la Pachamama Alliance y Acción Ecológica, así como de intelectuales y políticos que jugaron un papel protagónico en la articulación y difusión del buen vivir. El buen vivir constituye, entonces, un buen ejemplo de articulación discursiva glocal en busca de alternativas de, o al, desarrollo (Beling y Vanhulst, 2016).
Así, el buen vivir aparece, al mismo tiempo, como producto y como fuente de fuertes olas de transformación cultural, que resultan de la convergencia de voces emergentes largamente marginadas en el Sur global con un movimiento global de contestación discursiva del modelo de desarrollo dominante, buscando establecer vínculos territoriales como fuente de legitimidad política. Esta ha sido y es la principal performatividad del buen vivir como movimiento social y como proyecto político. En su ambición programática, sin embargo, los experimentos boliviano y ecuatoriano muestran claramente las limitaciones de una revolución política sin una transformación correspondiente de la base material. Esta dimensión material de la transformación social se encuentra en el centro del discurso del decrecimiento.
Decrecimiento
El término decrecimiento fue acuñado por André Gorz ya en 1972, en el marco de un intenso debate sobre los "límites al crecimiento", impulsado fundamentalmente por el informe de Meadows, Meadows, Randers y Behrens (1972) al Club de Roma. Luego de tres décadas de quedar opacado por la euforia neoliberal a nivel mundial, el discurso del decrecimiento ha experimentado un fuerte resurgimiento en la última década. Los movimientos sociales en Europa, aprovechando el descontento popular generalizado a partir de la llamada Gran Recesión del 2008, lo adoptaron como una "palabra misil" (Kallis, 2011) para llamar la atención pública hacia la insustentabilidad inherente de una política económica obsesionada con el crecimiento económico y del orden global resultante. En Latinoamérica este discurso apenas ha despertado interés, aunque está implícito en la corriente intelectual posdesarrollista y en movimientos sociales afines, y ha dado lugar a una flamante red regional de académicos y activistas de descrecimiento que busca instalar este debate, con centro en México. En septiembre del 2018 se celebró la primera Conferencia Norte-Sur de Descrecimiento5 en Ciudad de México.
El decrecimiento "impugna la hegemonía del crecimiento y llama a una reducción planificada en la escala de la producción y el consumo [...] como un medio para lograr la sostenibilidad ambiental, la justicia social y el bienestar" (Demaria, Schneider, Sekulova y Martinez-Alier, 2013, p. 209).
El decrecimiento ha sido influido por múltiples fuentes intelectuales6, que pueden resumirse en dos corrientes principales (Latouche, 2009): la corriente culturalista, que incluye una crítica al desarrollo como ideología (Castoriadis, 1999; Escobar, 2015; Illich, 1973; Martinez-Alier, 1994; Rist, 2002), y la corriente ecologista, que abreva en la tradición intelectual de la economía ecológica, representada por Nicholas Georgescu-Rogen, Kenneth Boulding y Hermann Delay. Los decrecentistas han desarrollado una profunda comprensión de los mecanismos que hacen a las economías capitalistas modernas estructuralmente dependientes del crecimiento económico y, en respuesta, han ideado un número de medidas técnicas-programáticas que, de ser implementadas, podrían disolver el dilema estructural fundamental que enfrentan los tomadores de decisión políticos que buscan promover un desarrollo sostenible: el dilema entre estabilidad socioeconómica de corto plazo y sostenibilidad ambiental de largo plazo (Jackson, 2009). En un mundo poscrecimiento, "la expansión ya no será una necesidad, y la racionalidad económica y los objetivos de eficiencia y maximización no dominarán ya sobre otras racionalidades y objetivos sociales" (Kallis, 2011, p. 875).
En general, la heterogénea literatura sobre decrecimiento coincide en tres argumentos centrales (Alexander y Rutherford, 2014): a) en que la universalización de los estándares de riqueza del norte global, aun si fuese posible, sería ecológicamente insustentable; b) en que esta promesa de prosperidad global ha mostrado históricamente ser una quimera, en la inmensa mayoría de los casos; y, c) en que, aún donde esto se ha logrado, no ha llevado a la felicidad. El "horizonte societal" deseable, desde una perspectiva decrecentista, prioriza el mantenimiento de la integridad ecológica del planeta, por un lado, y por otro, acepta el principio de suficiencia como un modo de vida que reduce desigualdades e incrementa el bienestar (Alexander y Rutherford, 2014; Schneidewind y Zahrnt, 2014).
La promoción de una "reducción en la escala de producción y consumo" no debe confundirse con la ralentización no planeada de una economía dependiente del crecimiento, lo que produciría recesión, desempleo, desigualdad, y conduciría a una política de austeridad y a la violación sistemática de estándares ambientales (Alexander y Rutherford, 2014). La propuesta de decrecimiento, en cambio, consiste en la creación de una estructura socioeconómica diferente mediante la transformación de las instituciones y reglas vigentes, promoviendo un equilibrio diferente al actual entre formas materiales e inmateriales de prosperidad: riqueza en términos de tiempo, "bienes relacionales" (amistad, convivialidad, etc.), formas comunitarias y no capitalistas de producción, intercambio, y consumo, entre otras cosas, recobrarían centralidad en la vida individual y social, por contraposición al consumismo ilimitado de la actualidad. En este sentido, decrecimiento puede entenderse también como acrecimiento, donde el prefijo 'a' funciona de forma análoga a "ateísmo", toda vez que pretende "exorcizar" o descolonizar a la sociedad del imaginario del crecimiento y de su influencia (D'Alisa, Demaria y Kallis, 2014; Latouche, 2009).
El movimiento decrecentista es un grupo ideológicamente heterogéneo7, cuya composición varía según contextos particulares. Existen, al menos, un decrecimiento liberal-reformista, otro orientado a la suficiencia, así como corrientes anticapitalistas, feministas, y -en algunos países como Francia y Alemania- incluso una corriente conservadora, representada por pensadores como Alain de Benoist y Meinhard Miegel, respectivamente (Schmelzer, 2015). Todas estas corrientes iluminan deficiencias importantes de las socio economías basadas en el crecimiento, y cada cual prioriza agentes, instrumentos y puntos de intervención particulares. Proponemos la tesis de que es particularmente la corriente liberal-reformista, representada por autores como TimJackson, Uwe Schneidewind y Angelika Zahrnt -y que goza de amplio apoyo en el sector ambientalista no gubernamental y de la cooperación al desarrollo en el Norte global-, la que ofrece mayor potencial como punta de lanza en el diálogo con la crítica económica establecida, abriendo la puerta a la aceptación de un cuestionamiento más fundamental del orden establecido. Ecológicamente intransigente a la vez que socialmente emancipatoria, esta corriente permanece, sin embargo, más bien conservadora en lo institucional, al buscar transformar las estructuras existentes que son esenciales para un orden internacional liberal, en lugar de reemplazarlas totalmente (Schmelzer, 2015). Aquí, las orientaciones básicas para una política económica son una drástica reducción del consumo de energía y recursos naturales, de acuerdo con los imperativos dictados por las ciencias de la sustentabilidad y políticamente consensuados internacionalmente, destronando así de facto al crecimiento del PIB como criterio válido para guiar la acción política. El aspecto distintivo de esta corriente, sin embargo, es el requerimiento de reestructurar las instituciones e infraestructuras que son dependientes del desarrollo (y que, a su vez, lo impulsan), como los sistemas de pensión, salud, educación, trabajo asalariado, estructuras fiscales (con los llamados "impuestos verdes" jugando un rol prominente), por no mencionar los mercados financieros.
Sin embargo, de forma análoga a lo que ocurre con el buen vivir, el decrecimiento requiere el establecimiento de condiciones de posibilidad culturales antes de poder traducirse en un programa político que aborde de forma eficaz las reformas arriba referidas. Existe el riesgo de que una institucionalización prematura del decrecimiento en la forma de una plataforma política conduzca a que los actores políticos queden atrapados en la lógica del juego político y se divorcien de la realidad socioecológica (Latouche, 2009).
¿Qué alternativa existe, pues, para lograr el cambio político sin involucrarse a priori en el juego de la política institucionalizada8? Una posible respuesta podría hallarse en la polinización de discursos políticamente establecidos, promoviendo así un cambio fundamental en la cultura y el debate políticos antes de lanzarse a una improbable aventura programática, de cuyo quimérico pronóstico, como hemos visto, da cuenta el experimento de estatización del buen vivir en Bolivia y Ecuador (Hidalgo-Capitán y Cubillo-Guevara, 2017).
La siguiente sección explora oportunidades y límites de articulación entre los discursos de transición analizados (buen vivir y decrecimiento), y la que puede ser considerada como la variante dominante del discurso del desarrollo en la política internacional contemporánea: el desarrollo humano.
Desarrollo humano
El concepto de desarrollo humano9 está comúnmente asociado al trabajo del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la publicación de su informe anual homónimo desde inicios de la década de 1990. En contraposición a los discursos de desarrollo Estado-céntricos o mercado-céntricos dominantes hasta entonces, que equiparaban el desarrollo a un crecimiento económico sostenido, el discurso del desarrollo humano pone el foco en las capacidades y en la agencia individual para que cada persona pueda desarrollar su máximo potencial y llevar adelante una vida productiva y creativa de acuerdo con sus necesidades e intereses.
Este giro hacia el individuo como agente y beneficiario central del desarrollo se sustenta teóricamente en el llamado enfoque de capacidades, articulado de forma prominente por Amartya Sen y Martha Nussbaum (Nussbaum, 2000; Nussbaum y Sen, 1993; Sen, 1989, 1999). La pregunta fundamental, desde la perspectiva de este artículo, es si el enfoque de capacidades ofrece fundamentos teóricos y éticos adecuados (particularmente, en términos de su concepto de justicia) para una gran transformación hacia la sustentabilidad global, así como un terreno fértil para el diálogo con los discursos de transición arriba analizados.
El desarrollo humano busca explícitamente distanciarse de concepciones materialistas del desarrollo (a diferencia del enfoque de necesidades básicas10, por ejemplo), y enfatizar, en cambio, la expansión de la libertad de elección de las personas. En el enfoque de capacidades, tal expansión de la libertad depende inherentemente de una expansión de la capacidad de actuar (agency); esto es: requiere un proceso de empoderamiento individual (Alkire, 2009; Ibrahim y Alkire, 2007). Así pues, el desarrollo se entiende aquí fundamentalmente como la eliminación de diversas formas de no-libertad o de barreras que le impiden a la persona ejercer su propia agency y transformar su propia realidad. En suma: el desarrollo humano ofrece un marco para abordar la multidimensionalidad del bienestar humano, más allá de definiciones estrechas relacionadas con el crecimiento económico, y da un rol central a la libertad de elección y a la deliberación pública en la definición y evaluación del bienestar social, por oposición a una política basada en idearios tecnocráticos preestablecidos por expertos.
Sin embargo, aunque la incorporación exitosa del foco mencionado en la libertad y las capacidades ofrece un espacio de reflexión crítica acerca de las formas convencionales de entender el desarrollo, las ideas de desarrollo humano, en sí mismas, no abren un espacio análogo al de los discursos del buen vivir y del decrecimiento para plantear interrogantes acerca de las múltiples complejidades y desafíos relacionados con la crisis ambiental global. En el desarrollo humano, la idea de desarrollo permanece anclada en las categorías occidentales de democracia liberal representativa y economías de mercado capitalistas (Carballo, 2015; Selwyn, 2014; Walsh, 2010). El imperativo expansionista del capitalismo global, con su producción sistemática de desigualdades y de degradación ambiental, no es identificado en el enfoque de capacidades como un obstáculo en el camino hacia el desarrollo humano (Shrivastava y Kothari, 2012). El desarrollo humano y el enfoque de capacidades también han sido fuertemente criticados por su énfasis y sus presupuestos individualistas, que minimizan la importancia de la inmersión del individuo en normas e inercias culturales, contextos institucionales, e infraestructuras materiales11.
Sin embargo, el desarrollo humano puede resultar prometedor en la medida en que el buen vivir y el decrecimiento logren aprovechar el excedente de significado12 (Muraca, 2014) de valores axiales del liberalismo político -tales como los de libertad, autonomía, individualidad, emancipación-, sobre los que se asienta la visión del desarrollo humano, para dar un giro transformativo a estos valores. En efecto, la sustentabilidad ecológica convencionalmente es representada como una restricción a la libertad, pero podría entenderse igualmente de modo contrario: como una forma de preservar la libertad de futuras generaciones y de los desempoderados y marginados de la economía globalizada, que sufren las consecuencias de la devastación ecológica en tiempo presente. Aún más: como una forma de restaurar la libertad a los propios individuos alienados del Norte global, presos de la llamada "paradoja de la felicidad" (Easterlin, 1974; Rosa, 2010; Sachs, 2007), cuya calidad de vida se desploma en correlación con ingresos económicos estables o incluso crecientes. La economista ecofeminista alemana Uta von Winterfeld (2011), por ejemplo, ha propuesto una representación positiva de la vida frugal que correspondería a una economía poscrecimiento, al acuñar el concepto de derecho a la suficiencia: en un mundo en el que el consumo se ha convertido en el medio central de diferenciación social, tanto la identidad individual como la aceptación social son una función de la medida en que una persona participa del frenesí consumista. Aquellos que intentan llevar adelante un estilo de vida frugal (es decir, ecológicamente sustentable) de forma voluntaria, se ven sistemáticamente expuestos a un déficit de reconocimiento social; es decir: sufren de una forma de discriminación estructural. En base a esto, von Winterfeld (2011) demanda acción afirmativa a favor de la frugalidad, invocando los valores liberales de igualdad y libertad, bajo el lema: "nadie debería verse forzado a desear tener cada vez más" (p. 58).
Además, la noción dominante de libertad, entendida como la ausencia de restricciones externas (es decir, una libertad respecto de, o libertad negativa) debería desenfatizarse a favor de una comprensión de la libertad como la capacidad de ejercer influencia en el propio entorno (libertad para, o libertad positiva), tal como está consagrado en el enfoque de capacidades de Sen y Nussbaum. Si este reenmarcamiento resultara exitoso, el discurso del desarrollo humano podría proporcionar la base ideológica para sustituir una política orientada al crecimiento económico por un enfoque centrado en necesidades (contextual y políticamente definidas), democratización y pluralización de la economía, y para la desmaterialización de los modos de vida actualmente prevalentes.
Fertilización cruzada y sinergias entre el buen vivir, el decrecimiento y el desarrollo humano
A modo de síntesis, luego de haber presentado y analizado los tres discursos de buen vivir, decrecimiento y desarrollo humano haciendo énfasis en sus fortalezas y deficiencias para allanar el camino a una transición civilizatoria hacia la sustentabilidad, podemos concluir que mientras que el buen vivir proporciona un reservorio de innovación cultural radical, el decrecimiento ofrece análisis técnicos detallados acerca de formas alternativas de organización micro y macroeconómicas, y el desarrollo humano proporciona "puntos de acople" con la matriz prevalente de valores y discursos culturales y políticos. De este modo, los tres discursos se presentan como puntas de lanza para una transformación cultural (buen vivir), material-económica (decrecimiento), y política (desarrollo humano), respectivamente. La figura 1 presenta visualmente un marco sistemático para la articulación estratégica de estos tres discursos, basado en los potenciales ideacionales y de apalancamiento sociopolítico que ofrece cada uno, así como en sus puntos ciegos y debilidades o "talones de Aquiles".
Por supuesto, más allá de las representaciones abstractas que conllevan, es importante considerar el carácter situado de los discursos de transición, ligado a las herencias sociohistóricas y a las situaciones geopolíticas y geoeconómicas de sus respectivos sitios de producción discursiva. Los principales obstáculos a un diálogo fructífero entre estos discursos no han de situarse entonces en elementos lingüísticos (como una falta de claridad conceptual o analítica), sino en las estructuras problemáticas y complejidades particulares derivadas de este carácter situado. La larga experiencia histórica de opresión estructural, exclusión y subordinación en América Latina, por ejemplo, explica el mayor énfasis en las relaciones y desequilibrios de poder que presenta el buen vivir en comparación con el decrecimiento. Así, en Latinoamérica el capitalismo no se entiende primariamente como un sistema de producción y consumo, como ocurre en el discurso ambientalista europeo, sino, ante todo, como un sistema de poder y dominación (también sobre la naturaleza) (Brand, 2015, p. 29). Los cinco siglos de experiencia colonial también han dejado "venas abiertas" (Eduardo Galeano) en la identidad cultural de las poblaciones latinoamericanas; de allí que la reafirmación de culturas y tradiciones nativas constituyan un vector discursivo fundamental en el buen vivir, al igual que el énfasis en el territorio como espacio (meta)físico de organización colectiva, autodeterminación, identidad y pertenencia. Esto también determina el carácter más colectivista y menos antropocéntrico del buen vivir frente al decrecimiento o al desarrollo humano.
Al mismo tiempo, sin embargo, el imaginario del desarrollo está fuertemente impregnado en la identidad política de los países latinoamericanos, por lo que un cuestionamiento frontal del crecimiento económico implicaría ir contra el sentido común establecido. De hecho, mucha de la energía crítica y combativa de los movimientos sociales e intelectuales tiene su raíz en la frustración derivada del maldesarrollo (Svampa y Viale, 2014; Tortosa, 2009), más que de la idea del desarrollo per se.
El mínimo común denominador entre estos tres discursos se encuentra, pues, en las interconexiones e interdependencias sistémicas de la economía capitalista globalizada, así como en las estructuras sociales y culturales que la sustentan. En consecuencia, los debates en torno al decrecimiento y al buen vivir deberían converger hacia esta raíz común de los problemas que ambos buscan abordar, redefiniéndolos como dos caras de la misma moneda (Acosta, 2014; Brand, 2015), y formulando posibles intervenciones a partir de esta perspectiva sistémica. La problemática del extractivismo, por ejemplo, es tratada en muchos círculos activistas e intelectuales latinoamericanos como si se tratara de un problema local, al margen de las luchas y debates que se dan simultáneamente en el Norte global acerca de los patrones de producción y consumo dominantes. En efecto, ambas dimensiones configuran la matriz de un "modo de vida imperial", que es inherentemente no generalizable, y depende para su reproducción de la existencia de un "exterior" al cual explotar (Brand y Wissen, 2017; Lessenich, 2016). En cambio, un entendimiento común de los mecanismos complejos e interdependientes de retroalimentación entre las respectivas problematizaciones sobre las que se construyen ambos discursos aumentaría significativamente, a su vez, la eficacia de las respectivas luchas locales, de las que ambos discursos derivan su legitimidad e influencia. El problema del extractivismo en el Sur no tiene solución sin un cuestionamiento fundamental de los patrones de consumo en el Norte.
La consideración de algunos marcadores situacionales y contextuales clave analizados arriba iluminaría, asimismo, algunas complementariedades promisorias entre buen vivir y decrecimiento. Por ejemplo, el foco del buen vivir sobre la centralidad del territorio puede ser enriquecido con el énfasis del decrecimiento en las relaciones e intercambios globales (y viceversa), profundizándose así la comprensión de las interconexiones sistémicas antes mencionadas. De igual manera, se complementarían el foco en la producción del primero (por ejemplo, en la crítica posextractivista) con el foco en el consumo del segundo; o el foco en las interdependencias sistémicas (que es prominente en desarrollo humano y decrecimiento) con el foco en elementos de poder y dominación (implícito en buen vivir).
A nivel de valores culturales, la vaguedad normativa del desarrollo humano crea espacio para una polinización a través de decrecimiento y buen vivir. El "excedente de significado" de valores liberales fuertemente arraigados como el de la libertad individual, ofrece un locus promisorio para un diálogo fértil con los discursos de transición. En efecto, el ethos celebrativo del buen vivir resuena positivamente con la aspiración a la libertad de la sociedad burguesa. Lo mismo cabe decir respecto al estilo de vida (auto)suficiente, rico en tiempo, y menos individualista que promueve el decrecimiento. En particular, la corriente liberal-reformista de decrecimiento presenta una base común con el desarrollo humano, a partir de la cual construir un diálogo. El desarrollo humano, por su parte, ofrece importantes claves respecto a cómo enmarcar el tema para hacerlo sociopolíticamente aceptable: se trata ni más ni menos que de expandir las capacidades de las generaciones presentes y futuras de llevar adelante una vida realizada o satisfactoria -a condición, desde luego, de que exista un futuro para la humanidad en este planeta-, en primer lugar, cosa que no puede darse ya por sentada sin transformaciones fundamentales en la escala y extensión previstas por el decrecimiento y el buen vivir.
Respondiendo a la interpelación de los pensadores pioneros en debate acerca de una transformación o transición socioecológica (Acosta, 2014; Brand, 2015; Escobar, 2015), en este artículo hemos buscado analizar y estructurar vías prometedoras para promover el diálogo entre discursos de transición en el Sur y en el Norte globales, así como de estos con el mainstream político, basándonos en un análisis de fortalezas, debilidades y complementariedades o sinergias entre los tres discursos emblemáticos del buen vivir, decrecimiento y desarrollo humano, creando así un puente discursivo que ofrece opciones concretas para un diálogo de saberes. Al mismo tiempo, este artículo ha pretendido iluminar un camino a seguir por la sociología, si esta pretende seriamente contribuir a una crítica social relevante en tiempos de crisis ambiental global y a promover una transición socioecológica que subvierta nociones convencionales del desarrollo (in)sostenible.