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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

Print version ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.39 no.1 Bogotá Jan./June 2012

 

RESEÑAS

Thomas Bender.
Historia de los Estados Unidos: una nación entre naciones.

Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2011. 384 páginas.


El libro de Thomas Bender es una obra que busca reclamar un lugar dentro de la extensa bibliografía que ya acumula la historia de los Estados Unidos. Para ello, apunta al reconocimiento de las conexiones externas de la historia nacional y, de paso, entiende  que la nación no es una entidad autosustentada. Está, al igual que cualquier forma de solidaridad humana, conectada con aquello que la excede, y que además, contribuye a configurarla (p. 15). Es por esta razón que el autor debate con los teóricos del excepcionalismo norteamericano, para instalar los principales acontecimientos nacionales, incluidos los más distintivos (como la revolución y la guerra civil), en un contexto global. El debate sobre el método, más que el barrido detallado de los hechos históricos, es el principal aporte de este historiador del Centro Internacional para Estudios Avanzados de la Universidad de Nueva York.

En el primer capítulo explora y redefine la "era del descubrimiento" como el comienzo de la historia global, donde la relación entre agua y tierra sufrió una revolución total, comparable por su trascendencia, con la aparición de la agricultura o de las ciudades. Con los viajes hacia América, el océano dejó de ser una barrera, un borde, para ser un conector de continentes. Se convirtió en un nuevo camino para el movimiento global de personas, dinero, mercancías e ideas; también para la superación del mundo isla que constituía el mar mediterráneo y el océano Índico, con consecuencias sobre Europa, el Levante, África, el centro y el sur de Asia y las Américas (p. 32).

De hecho, se transformó la relación entre las potencias atlánticas y, de paso, entre el cristianismo y el Islam. Hasta "el descubrimiento", el alcance y la energía de la actividad mercantil y artística islámica excedían con creces a los europeos en el siglo XIV y XV. Por esta razón, Bender sostiene que la expansión europea hacia el borde del mundo no puede explicarse por su riqueza, su tecnología o su civilización superior, sino que fue producto de un sentimiento de debilidad, marginalidad e inferioridad. Posteriormente, el comercio oceánico superó al mundo mediterráneo y debilitó los imperios islámicos.

Estos relatos geopolíticos, con los que el autor comienza su libro, buscan debatir y debilitar la simple narrativa progresiva de la civilización occidental, donde su estadio más avanzado es Norteamérica. En la mejor tradición de Walter Benjamin y sus tesis sobre la historia, el objetivo del autor es cuestionar la raíz más profunda del dogma de una temporalidad homogénea y vacía. El objetivo es hacer una crítica a la marcha incesante y deshumanizada de la historia, sin lucha, sin disputas desde abajo que logren rupturas y discontinuidades.1 Los relatos sobre la huida, por motivos religiosos, y la búsqueda de oportunidades económicas llenan de significado la historia nacional norteamericana. Se alzan como recuerdos intencionados, pero también como olvidos peligrosos, ya que desconocen que muchos recorrieron el atlántico porque fueron capturados, obligados y explotados. La retórica lineal del progreso es funcional a la construcción de una identidad nacional, mientras se convive con la afamada paradoja norteamericana, donde "la libertad de los blancos está basada en el sometimiento de los negros" (p. 67).

En el segundo capítulo, el autor busca reinterpretar la revolución estadounidense y la guerra civil -acontecimientos centrales de la historia nacional- como parte de un movimiento global de independencias en todos los continentes, guerras entre las potencias europeas y conflictos sociales al interior de las colonias en torno a la construcción nacional.

Para una cantidad considerable de autores, la revolución y la independencia estadounidense retumbó en un mundo acallado, calmado y pasivo; desconociendo las agitaciones al interior de las colonias europeas alrededor del mundo. Generalmente, se ha concentrado la narrativa en los asuntos ingleses y la constitución, y solo se globaliza su perspectiva para indicar cómo los colonos redactaron los primeros derechos del hombre. Sin embargo, Bender aterriza esa perspectiva en clave global. La resistencia y la posterior rebelión de los colonos de Norteamérica fueron únicas por su precocidad y alcance. Fueron parte de un movimiento que apareció en todos los continentes en la segunda mitad del siglo XVIII, y que los historiadores han invisibilizado al ignorar el carácter global del fenómeno o, simplemente, cuando estudian un solo imperio o cuando lo hacen de manera parcial. "Gracias a la circulación de personas, conocimiento y mercancías se desarrolló una nueva universalidad; estos cambios crearon los motivos -y también los espacios- para que surgieran nuevos tipos de conflictos" (p. 85).

Por un lado, con la declaración de independencia los norteamericanos podían contar con el apoyo y reconocimiento extranjero necesario para soportar su nuevo proyecto nacional. El reconocimiento de Francia y el apoyo por parte del republicanismo a su proyecto, tuvo como propósito el evitar que Estados Unidos e Inglaterra zanjaran sus diferencias, y luego atacaran sus posesiones en las indias occidentales. Por otro lado, con la independencia, las colonias se librarían de los costos de un "estado fiscal militar", como lo llamó el historiador John Brewer, defendido por una importante armada nacional y soportado por el Banco de Inglaterra (p. 78).

Los capítulos tres y cinco presentan las relaciones entre libertad y nación en Norteamérica y su eco sobre el resto del continente. En las Américas convivieron dos revoluciones, la haitiana y la norteamericana, con conexiones recíprocas y paradójicas. En 1791, cuando estalla el conflicto entre Santo Domingo y Francia, la administración de Adams mantenía relaciones comerciales con la isla, por lo cual las vías comerciales sirvieron para prestar apoyo naval, alimentos y armas a los revolucionarios. Sin embargo, prontamente se generó una solidaridad transnacional entre las élites y plantadores blancos, contra una expansión de la revolución haitiana. "La revolución norteamericana tenía la ventaja de terminar con los privilegios monárquicos sin movilizar a las clases bajas (como había ocurrido en Francia) ni provocar una rebelión de los esclavos (como en Haití)" (p.107). Para Bender los límites de la revolución norteamericana, que coinciden con su popularidad entre las élites blancas de Hispanoamérica es el "respeto hacia los derechos tradicionales y el derecho a la propiedad", mientras que "no se opone de manera enérgica a las desigualdades de riqueza, raza y género" (p. 110).

La conservación de la unión de las trece colonias pasó por evitar la universalización de los derechos ciudadanos a la población esclava y a las comunidades aborígenes. La unión se apoyó en el equilibrio de votos entre estados libres y estados esclavistas, por lo que la expansión de los Estados Unidos hacia el Oeste y el sur implicó un debate en torno a la organización de estos territorios. La guerra mexicana y la expansión hacia el país indio exacerbaron las contradicciones internas hasta que el clima de tensión desencadenó en una guerra civil entre 1861 y 1865.

La libertad para los republicanos radicales debería ser tan extensa como la nación. Eran defensores acérrimos del trabajo libre, como cimientos para la construcción republicana, pero también como punto de partida para ejercer influencia en el mundo. Nacionalismo y liberalismo se entremezclaban haciéndose indiferenciables. No obstante, luego de la guerra civil y la Reconstrucción, un nacionalismo racista debilitó la retórica liberal que inspiró a los republicanos radicales. Este nacionalismo no extendió la promesa de plena ciudadanía a los libertos, ni se detuvo ante la extinción y exclusión de los aborígenes norteamericanos a fines del siglo XIX. De hecho, no solo negó a las tribus su condición de comunidad política, sino que buscó desplazarlas hacia algunas reservas y condicionó su ciudadanía a la conversión de las familias al estilo de vida agrícola euronorteamericano (granjas individuales).

"Había una similitud de miras entre los que condenaban la esclavitud y quienes censuraban a los inmigrantes y a los católicos: todos eran nacionalistas a ultranza que, cada uno a su manera, querían una sociedad nacional más uniforme." El impulso regulador del nacionalismo modernizador "los incitaba a prestar mayor atención y a vigilar con mayor rigor las formas desviadas de la sexualidad, las relaciones de género y las organizaciones familiares" (pp. 176-177). Bender no solo establece esta caracterización de los republicanos como parte de una visión moral que encontraba su expresión en el progreso material, sino que además reconoce que es una noción materialista del sentido de la vida humana expresada en términos morales.

El cuarto capítulo busca caracterizar el lugar que tuvo Estados Unidos dentro de la influencia de las potencias globales durante el siglo XIX y XX. Los norteamericanos disimulan la realidad de su imperio llamándolo la "expansión hacia el oeste", borrando de un plumazo la propiedad que los pueblos aborígenes y mexicanos ejercían en dichos territorios. El despojo y el gobierno colonial han sido temas recurrentes de la historia de los Estados Unidos, aunque no reconocidos. Generalmente se suele hablar de un imperio sin ser imperialistas, de un país que renunció al control territorial y favoreció el imperio del comercio y las finanzas. Bender, al igual que David Harvey, interpreta la especificidad de la hegemonía estadounidense como una delicada mezcla entre consenso y coerción, donde el consenso es alcanzado cuando las acciones de la nación hegemónica logran proclamarse creíblemente como parte de una defensa del interés general. Por otro lado, la intención de extender la libertad más allá de sus costas ha llevado a los estadounidenses a forzar a otros países a aceptar sus designios, con métodos muy parecidos a los imperiales.

Lamentablemente, el autor no logra aplicar su método de investigación global para precisar las maneras como los Estados Unidos hacen parte de una lógica capitalista que los supera. Harvey llega mucho más lejos al señalar que la característica del imperialismo norteamericano de los últimos tres siglos se ha caracterizado por sus consecuencias económicas al ampliar los circuitos de producción, distribución y acumulación de mercancías y capitales.* Bender, en este sentido, no define la especificidad del imperialismo capitalista frente al de otros tiempos, aunque su narrativa deja un margen para tales interpretaciones.

La intervención de los Estados Unidos en el resto del mundo puede sintetizarse para el autor a través de dos características. En primer lugar, dar por sentado la superioridad respecto de los pueblos cuyas tierras codiciaban; y, en segundo lugar, malinterpretar la cultura, las ideas y las aspiraciones de los demás pueblos, considerando que sus postulados locales eran universales y debían imponerse. En síntesis, la relación de los Estados Unidos con los otros países del mundo está marcada su negativa y su coherente actitud de no sentir empatía.

Estos dos rasgos fundamentales sirven para explicar la participación de los Estados Unidos en el conflicto con España por Cuba y Filipinas, que erróneamente denominan "guerra hispano-norteamericana", cuando en realidad en cada uno de estos lugares se libraron dos guerras, una con la metrópoli europea y otra con la resistencia nacionalista. Mientras en Filipinas los Estados Unidos anexaron las islas y luego disputaron fuertes batallas para apagar el movimiento independentista, en Cuba la enmienda Platt reconocía forzosamente el derecho de los Estados Unidos a intervenir en sus asuntos para proteger "la vida, la propiedad y la libertad individual", subvirtiendo la potencia retórica y práctica antirracista del movimiento independentista (p. 236). La condición de no blancos justificó la intervención de los Estados Unidos, ya sea para gobernar directamente, como en el caso de Cuba, o apoyándose en una élite europeizada y conservadora, casi siempre terrateniente, como en el caso de Filipinas. Para los Estados Unidos, el siglo de las revoluciones terminó en el siglo XVIII. Su actitud hacia los cambios radicales fue, en el mejor de los casos, discreto, porque casi siempre empuñó las causas contrarrevolucionarias.

En la sección final del libro, en un ejercicio inconcluso de interpretación de Estados Unidos durante el final del siglo XIX y principios del siglo XX, el autor señala cómo el capitalismo industrial exigió una activa participación del Estado entre 1890 y 1915, al igual que Europa Occidental. En ambos lugares existían importantes partidos socialistas dentro del panorama del liberalismo social. Sin embargo, después de la primera guerra mundial, el equilibrio entre el individualismo y la intervención social gubernamental se inclinó en Norteamérica por el primero. El autor no interpreta a la luz del exepcionalismo norteamericano la permanencia del liberalismo en Estados Unidos, durante un periodo dominado por gobiernos autoritarios en la mayor parte del mundo. Dos fueron las razones para entender dicha senda histórica "atípica". Por un lado, el liberalismo hizo parte de una historia común de la comunidad británica de naciones, con mayor tradición de instituciones parlamentarias y de la filosofía liberal (Canadá, Nueva Zelanda y Australia). Por otro lado, el liberalismo de mercado fue una reacción conservadora por parte de las élites norteamericanas por tratar de evitar la manipulación del estado interventor a favor de la extensión de derechos ciudadanos a la población marginada. Esta última y polémica tesis del autor, con la que remata su libro, explica cómo se pasó de un Estado activo durante el siglo XIX a un Estado liviano, vaciado de responsabilidades en materia de política social durante el siglo XX.

Bender buscó, con este libro, tramitar una mejor relación entre las tradiciones nacionales y una experiencia humana más amplia, como parte de un principio ético que nos hace a todos ciudadanos del mundo. Adicionalmente, plantea que un enfoque mucho más cosmopolita, que tiene la gran virtud de la verosimilitud, porque "la historia y la humanidad, en realidad, no están encerradas en compartimientos estancos, sean nacionales, étnicos, locales o continentales. La buena historia empírica debería reflejar esta verdad" (p. 314)


1 Michael Lowy, Walter Benjamin: aviso de incendio (México: Fondo de Cultura Económica, 2003).


JHON FLORIÁN GUZMÁN
Universidad Nacional de Colombia - Centro de Estudios Estadounidenses, sede Bogotá
jhfloriang@unal.edu.co