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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

versão impressa ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.39 no.1 Bogotá jan./jun. 2012

 

RESEÑAS

Laure Murat.
L'homme qui se prenait pour Napoléon. Pour une histoire politique de la folie.

Paris: Gallimard, 2011. 379 páginas.


Poner de relieve el carácter social de objetos, fenómenos, acontecimientos o procesos que se esconden bajo la forma de naturaleza (o de biología sin historia) ha sido posiblemente la meta más grande del análisis histórico. Así ha sido desde mediados del siglo XIX, cuando autores como Marx mostraron que la naturalización de lo social constituía el dispositivo por excelencia de lo que el mencionado autor designó, en algunos momentos, como la ideología. Si uno quisiera señalar uno de los rasgos dominantes en el siglo XX del trabajo de las ciencias sociales -antropología, sociología- y de la historia en sus mejores expresiones, tendría que decir que la continuación de ese proyecto de romper con los fenómenos de naturalización, y descubrir en cada forma social congelada y petrificada -sea como acontecimiento, sea como representación-, la presencia de la acción humana, ha sido la tarea mejor cumplida.

Más allá del mundo de las relaciones sociales -teatro por excelencia del trabajo de des/naturalización emprendido por Marx en el siglo XIX-, en el siglo XX la mayor parte de los objetos que parecía escapar a la historia -en el sentido fuerte de la expresión- ha pasado a ser parte de las formas sociales que analizan los historiadores. Ellos, además, inscriben esas formas en el marco de las conexiones -reprimidas por el naturalismo- entre sociedad e individuo. Este hecho nos recuerda que el individuo es social "hasta en los pliegues más íntimos de su existencia", para decirlo con palabras de Estanislao Zuleta, palabras tomadas de uno de sus artículos menos citados, pero del que debería recordarse que constituye un texto pionero sobre un tema mayor del siglo XX: las relaciones entre marxismo y psicoanálisis.

Desde el ataque frontal de Émile Durkheim contra el naturalismo y el biologismo, en su libro sobre el suicidio, hasta la crítica frontal de Elizabeth Badinter al "amor materno", como sentimiento espontáneo, natural y eterno, pasando por la historización de la locura en la obra temprana de Michel Foucault -para citar solamente tres ejemplos significativos, aunque reducidos a una geografía cultural que tiene muchísimas más vertientes y puntos de elaboración-, las ciencias sociales y la historia se han encontrado en el camino de devolver al individuo y a la sociedad lo que le pertenece. La biología y el naturalismo sociológico o psicológico se lo habían hurtado, y habían expulsado del territorio de las cambiantes realidades humanas una parte mayor de eso que es precisamente "humano demasiado humano", según la expresión de Nietzsche, partidario por excelencia de llevar al análisis histórico todo lo que parecía escapársele. Para él significaba, casi siempre, lo que da particular color y tono a la historia humana, la historia de los sentidos, de los sentimientos, de la moral, de las formas de percepción, del gusto, etc. Esta empresa de investigación, continuada por los más diversos caminos por las ciencias sociales y la historia, desde luego debe continuarse. No solo porque muchos procesos y objetos de la vida social permanecen presos en formas de conocimiento que los hurtan al análisis histórico, sino porque es distintivo precisamente del funcionamiento ideológico, en el sentido de Marx, volver a llevar a la red del naturalismo el funcionamiento de las formas sociales, para producir e imponer, de manera espontánea a la conciencia ingenua, una forma de interpretación que de nuevo expulsa a la historia en favor de la naturaleza.

El libro que presentamos, escrito por Laure Murat -francesa, profesora en la Universidad de California y autora de una importante obra de intelectual relacionada con el análisis de las instituciones de asilo, con análisis sobre la historia de la "sociedad intelectual" y sus formas de reconocimiento, y con otros temas de acento marcadamente moderno, no solo por el tema sino por el tratamiento-, titulado L'homme qui se prenait pour Napoléon, no es ninguno de esos falsos intentos frecuentes por hacer "psicohistoira" y comenzar el análisis social volviendo a introducir en su centro la "robinsonada" (la expresión es de Marx). Es decir, la idea de separar al individuo de la sociedad, o hacer a este "anterior" a la sociedad, como en llamado el individualismo metodológico -es sabido que a Margaret Thatcher le gustaba decir: "la sociedad no existe, solo existen individuos"-. Esta "robinsonada" hoy en día se ha extendido bajo el argumento curioso de que las raíces sociales del individuo, y las formas de determinación que pesan sobre él, serían el principio de desconocimiento de la individualidad, la negación del sujeto, el ahogamiento de la personalidad de cada uno de los seres que irremediablemente constituyen la sociedad y viven en grupo.

Señalemos de una vez que la autora del libro que reseñamos localiza su trabajo en un punto de partida -el del Durkheim y el de Freud, el de las ciencias sociales- que no deja deslizar su tema de investigación en las aguas enturbiadas de las valoraciones que condenan la locura o que se lanzan -desconociendo el sufrimiento que ella entraña- por el camino de su exaltación. Sin desconocer de ninguna manera lo que significa la "locura" -una forma particular de relación con lo "real", que arrastra al sufrimiento y a la pérdida del lenguaje que comunica, es decir lenguaje que nos hace pertenecer a algo más que a nuestros propios sueños y pesadillas-, Laure Murat entiende que lo "normal" y lo "patológico" no son dos realidades completamente separadas, y que más bien debe decirse que son dos dimensiones constitutivas de toda existencia humana. De tal manera, la locura es sencillamente la "unilateralización" de un cierto tipo de conducta, que no encuentra su balanza de equilibrio en otros elementos. Esto, a su vez, recuerda el significado perverso de toda relación de identificación total con lo "normal", un hecho que pondría de presente otra forma de relación unilateral con lo real -tal como ha puesto de presente el psicoanálisis al afirmar que un individuo que se identifique solamente y exclusivamente con Napoleón, está loco, incluso si se trata del propio Napoleón-.1

L'homme qui se prenait pour Napoléon es todo lo contrario de una "robinsonada", y desde luego mucho más. Avanzando más allá de la Historia de la locura de Michel Foucault, obra por la que la autora expresa todos sus reconocimientos, no es ninguna forma de denuncia del "gran encierro" y de las instituciones a que dio lugar, ni la prolongación de esa tesis para otro periodo de la historia de Francia. El objeto del libro puede ser descrito como un objeto constituido por dos dimensiones. Desde cierto punto de vista, se trata del análisis histórico de la institución de asilo mental del siglo XIX. Un tipo de institución que, para hombres y mujeres -que desde luego permanecían separados-, tuvo su mayor punto de eclosión en Paris, en donde coexistieron la Salpetrière, Charenton -con su Marques de Sade, inmortalizado allí por Peter Weiss- y el más tardío de Sainte-Anne. Se trata de un análisis riguroso, apoyado de manera cuidadosa en un gran archivo consultado con todos los protocolos del trabajo del historiador, aunque no se trate de una monografía particular de ninguna de esas instituciones. No hay que olvidar que el siglo XIX es el gran siglo de la psiquiatría francesa -de Pinel a Esquirol-, y que la concentración de esas "instituciones de encierro" en París no es ajena a un movimiento académico de estudio de la conducta humana, con todas las ambigüedades que han interferido siempre una forma de análisis que es al mismo tiempo una clasificación y una valoración morales.

Pero por debajo de ese objeto primero, por así decir, se encuentra otro más general y de más difícil tratamiento, que es el que aparece indicado de manera explícita en el subtítulo de la obra: "Por una historia política de la locura". Este resulta ser el gran objeto de esta obra y en donde se encuentra el centro de gravedad de su importancia como análisis histórico. Pero no quiere decir que las dos dimensiones del objeto no se encuentren relacionadas y que cada una no sea soporte de la otra, lo mismo que el conjunto de informaciones que la obra brinda sobre el siglo XIX francés y que son fundamentales para el argumento del libro.

Una precisión primera: una historia política de la locura exige mencionar desde el principio que el siglo XIX francés es ese siglo marcado por un acontecimiento básico de la modernidad. Por su fecha, este pertenece formalmente al siglo XVIII -1789-, y fue seguido y continuado por la vuelta al poder de los antiguos dominantes -la monarquía-, por la fase del imperio -con Napoleón a la cabeza-, por las "revoluciones" que van de 1830 a 1848, por la dictadura que continúa a ese periodo -bajo la dictadura del "sobrino del tío"-, y por los multiplicados sucesos políticos y sociales que van hasta la Comuna de París y que parecen cerrar un gran ciclo revolucionario -o por lo menos un periodo de grandes disturbios políticos-. Este ciclo dará lugar, luego, a una fase más "conservadora", de búsqueda de estabilidad, de lucha por nuevos equilibrios, a esa república del orden y de la integración que será precisamente uno de los grandes alimentos de la obra sociológica de Émile Durkheim. Pero antes pasará por la guerra de 1870 con los alemanes, con todo lo que significó esa derrota para el "estado espiritual" de Francia -según se desprende del capítulo final de este libro-.

La historia política se encuentra, pues, en el centro del siglo XIX francés y tiene como punto básico de referencia la revolución de 1789 y sus fases y periodos subsiguientes. Se trata de episodios que deben ser considerados en su calidad de acontecimientos fundadores, de eventos de ruptura, de fenómenos originales -muchos de ellos sin antecedentes o con pocos antecedentes-. Estos episodios son puntos en los que se concentraron de manera inusual alteraciones del orden y de la vida social, aperturas al vacío que no podían dejar inalteradas las formas como se piensa y se imagina, como se vive, el vínculo social básico -y ello en todas sus dimensiones-. A partir de la revolución, y durante un largo periodo, la vida se alteró y se volvió otra cosa, una cosa desconocida, difícil de fijar, una materia que tendía a modificar la "paz interior de los espíritus", y los ponía ante eventos que no resultaban fáciles de interpretar, y aun menos fáciles de asimilar. La revolución moderna es el principio mismo de alteración de las "conductas" y a su manera la condición de posibilidad de la "explicación" de ese desvío hacia el sufrimiento que constituye la locura, un estado que, si bien otorga licencia de muchas de las obligaciones cotidianas -beneficios secundarios de la enfermedad, diría Freud-, no deja de ser una causa de tormentos para quien la padece y para su entorno.

Habría que conocer muy bien la historia de Inglaterra y de Alemania para saber si sus "propios locos" deliraban en el registro de las máquinas que caracterizan la revolución industrial, o lo hacían, en el segundo caso, en un "registro hegeliano abstracto universal". Si damos fe al Marx y al Engels de La Ideología alemana, y a sus análisis de los efectos que produjo en el profesorado universitario de su época la "descomposición del espíritu absoluto", habría que pensar que muchas de las particulares filosofías de esos años pueden haber sido delirios filosóficos surgidos como respuesta a la muerte del maestro. Todo ello no dejó, en términos de la conducta visible de los académicos afectados, nada más que algunas conductas estrambóticas, que no crearon ninguna noticia ni motivo de encierro, por su propia frecuencia en la vida universitaria; también dejó algunos libros y doctrinas hoy casi olvidados por completo.

En todo caso, en la Francia del siglo XIX se extienden y se vuelven dominantes, durante un cierto periodo, los delirios políticos. O, de otra manera -más cercana al espíritu de este libro-, la materia política se vuelve el centro del delirio, tal como lo revelan las historias clínicas y demás expedientes consultados por la autora. O, aun de manera más precisa, si el delirio se relaciona en general con percepciones y vivencias muy alteradas del vínculo social, el núcleo de la materia delirada se concentra en este periodo de la historia francesa en la política. Marx había adelantado algunas intuiciones sobre ese vínculo entre política y delirio en las páginas iniciales del Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, en donde extiende la idea de delirio al universo colectivo y habla de los delirios del pueblo francés, a quien compara con un loco encerrado en un sanatorio londinense, mientras pensaba que se encontraba encarcelado en Etiopía "para sacar oro para los antiguos faraones".2

Planteada esa relación entre política y delirio, que se inscribe, no en postulados generales, sino en la fuerza misma de los acontecimientos históricos que han definido la vida de la mayoría de los franceses en el siglo XIX, la autora se abre el camino para indicar e investigar su idea de trabajo más general, que nos lleva más allá del París del siglo XIX y sus instituciones de asilo mental: la idea de que existe una cierta conexión -que no puede ser concebida en términos de una ley, ni de una correlación simple, ni de una constante siempre igual a ella misma-. Entre las condiciones generales de una época, las formas de representación del vínculo social, y las formas de la "salud mental" -es decir, las formas de percepción del vínculo social-.

En el caso particular de esa forma específica de vivir la relación con los otros y con los acontecimientos que nos rodean, que designamos como "delirio", la conexión se hace aun más estrecha. Los "diccionarios de patologías" deberían abrir una casilla nueva a sus clasificaciones -a veces tan simplistas- para hablar de manera directa, rompiendo con el encierro de las psicologías, del delirio político, como una de las formas que asume, dadas ciertas circunstancias, el delirio. En cierta manera, muchos marxistas, incluido el propio Lenin, por sus propios caminos de simplificación y reducción poco imaginativas, habían llegado a la misma conclusión, cuando hablando, por ejemplo, de ciertos grupos religiosos, reconocían en el fondo de ese discurso, la presencia de "reflejos de la lucha de clases". Pero, claro, la demostración era simplista: los pobres siempre se quejan hasta en los sueños de su situación material, y bien pronto se afiliarán al partido que los representa.

L'homme qui se prenait pour Napoléon es un ejercicio de imaginación desbordada -bien conducido- y, en cierta forma, un libro que narra historias que nos harían carcajear, por lo disparatadas, si no fuera por el sufrimiento que han debido significar para esos seres humanos allí encerrados. Se trata de historias "contadas otra vez", principalmente a partir de las historias clínicas, un tipo de documentación que revisa el médico, el psicólogo o psicoanalista, la trabajadora social, y el historiador desde hace unos años. En este caso se trata de historias recuperadas del olvido, en donde la autora encuentra relatos que ofrece al lector. Estos relatos nos ponen en la situación difícil de reír a partir de situaciones que, aun a pesar de la distancia de más de un siglo que de ellas nos separan, no dejan de ser un testimonio de la sinrazón y, por tanto, de una forma de dolor. Así, por ejemplo, quién puede dejar siquiera de sonreír frente al delirio de alguien que asegura -en la sociedad que inventó la guillotina- que ha perdido su cabeza, que tiene una de reemplazo por ahora y que la suya, la propia, se encuentra por algún extraño azar en Inglaterra.

Los capítulos del libro sugieren una organización que retoma a cada momento el análisis monográfico, el examen de las proposiciones más generales del libro, el estudio de caso, la caracterización general del delirio sobre la base de la época -Morbus democraticum-. Hay además un movimiento de ascenso y de descenso que va del individuo a la sociedad y viceversa, sin que se pueda decir -ni valga la pena preguntar- cuál es el movimiento inicial de la cadena. Tampoco nunca desaparece una crítica a la institución del asilo mental, que es al mismo comprensiva de una fase histórica de la evolución de la sociedad. Por eso mismo evita toda denuncia anacrónica de la realidad que analiza.

Al final de la lectura de este documentado trabajo, el lector queda con la idea de que se ha dado un paso adelante en el análisis de la "locura" y del "encierro", y en la comprensión de las relaciones entre política y delirio. Se puede comparar con los viejos tiempos de la "anti/psiquiatría" de Cooper y Laing y de Basaglia, tan importantes desde el punto de vista de la denuncia y de la movilización de la opinión pública para la mejora de las condiciones de vida de los "alienados", aunque tan insustanciales desde el punto de vista del análisis. Aquí, por el contrario, se está ante un libro sosegado, que solo busca poner de presente una fase de la historia de las "instituciones mentales" y la relación que existe -aun en el presente- entre las formas del delirio y las condiciones de la vida social. Es un análisis que no pierde objetividad por el hecho de que la autora sienta simpatía por las víctimas del delirio y del encierro, como queda claro en las dedicatorias del libro y en otras partes más.

Desde luego que hay muchas conclusiones que extraer a partir de la lectura del libro sobre las instituciones del encierro y sobre la sociedad que nos "enloquece", pero el libro no las impone a la manera de un programa de acción impuesto al lector, como en los tiempos de la anti/psiquiatría. Esa es, desde luego, una tarea del lector, en cuya inteligencia y libertad siempre debe confiar un escritor. Por lo demás, el lector puede comprender, a lo largo del texto, que el fondo social del delirio no evita la reflexión sobre el carácter individual del delirio. Deliran los sujetos -que son los sujetos del lenguaje-, y no las sociedades. A menos que esto se postule solamente como una figura de lenguaje, como metáfora e ilustración de las pasiones y creencias colectivas, como en el texto de Marx que hemos citado. Muchos quisieron ser Napoleón. Algunos lo lograron -por así decir- como "l'homme qui se prenait pour Napoléon", aunque con un costo que no podemos saber, aunque sí adivinar.


        1 La obra de Laure Murat tiene como epígrafe la bellísima "frase/observación" de Henri Michaux: "Qui cache son fou, meurt sans voix".

2 Marx escribe en el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: "La nación [francesa] se parece a aquel inglés loco de Bedlam que creía vivir en los tiempos de los viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras faenas que tenía que ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía, emparedado en aquella cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina sujeta en la cabeza, detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y en las salidas una turbamulta de mercenarios bárbaros, incapaces de comprender a los forzados ni de entenderse entre sí porque no hablaban el mismo idioma. '¡Y todo eso -suspira el loco- me lo han impuesto a mí, a un ciudadano inglés libre, para sacar oro para los antiguos faraones!'. '¡Para pagar las deudas de la familia Bonaparte!', suspira la nación francesa".


RENÁN SILVA
Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
rj.silva33@uniandes.edu.co