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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

versão impressa ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.40 no.1 Bogotá jan./jun. 2013

 

La administración de justicia penal y la criminalidad en la Gobernación de Popayán (1750-1820)

The Administration of Criminal Justice and Criminality in the Governorship of Popayán (1750-1820)


Andrés David Muñoz Cogaría*
Universidad del Valle
Cali, Colombia
* andamuco@gmail.com

Artículo de investigación.
Recepción: 24 de julio de 2012. Aprobación: 25 de octubre de 2012.


    Resumen

    El artículo se propone evidenciar la organización característicamente jerárquica de los ministros encargados de administrar justicia penal en la Gobernación de Popayán, en el ocaso del periodo colonial. Las funciones tanto judiciales como fiscales y gubernativas solían entremezclarse en las atribuciones de estos funcionarios, lo cual sugiere la ausencia de una institución encargada exclusivamente de administrar justicia penal. Acto seguido, se hace énfasis en la construcción del criminal a partir del discurso economicista y utilitario, emanado de las autoridades borbónicas, que impulsó una praxis penal, no pocas veces desfasada, con relación a la legislación criminal indiana.

    Palabras clave: Gobernación de Popayán, siglo XVIII, legislación indiana, justicia penal, criminalidad, penalidad.


    Abstract

    The article seeks to show the typically hierarchical organization of the officials in charge of administering criminal justice in the Governorship of Popayán toward the end of the Colonial period. It was common for the powers of said officials to combine judicial, fiscal, and government functions, which suggests the lack of an institution exclusively responsible for the administration of criminal justice. The paper also focuses on the construction of the criminal on the basis of the economic and utilitarian discourse of the authorities of the Spanish Crown, which fostered a criminal praxis that rarely coincided with the provisions regarding criminality in the Laws of the Indies.

    Keywords: Governorship of Popayán, 18th century, laws of the Indies, criminal justice, criminality, punishment.


La ley no tiene la menor relación con las
necesidades humanas; es una estafa perpetrada por un sindicato de parásitos.
Coge simplemente un libro de derecho y lee un
pasaje cualquiera en voz alta. Si estás en tu sano
juicio, parece demencial. Y es demencial,
por Dios, ¡si lo sabré yo!

Henry Miller, Sexus.

Introducción

Posiblemente una de las más acuciantes necesidades de la historiografía colombiana consista en estudiar las formas bajo las cuales el concepto de justicia ha sido aplicado de acuerdo a un contexto histórico determinado. Nuestro objetivo consiste en acercarnos a la comprensión del funcionamiento de los resortes internos del poder y de la dominación sociopolítica a través de la administración de justicia penal, en el marco de la Nueva Granada a fines de la Colonia e inicios de la República, y más específicamente, en la así llamada Gobernación de Popayán, entre 1750 y 1820.

En primera instancia, nos preguntamos por la existencia efectiva de instituciones creadas expresamente para impartir justicia penal por parte de la administración colonial española; lógicamente buscamos conocer su composición efectiva en cuanto al personal burocrático y los límites teóricos de las atribuciones de dicho funcionariado. Igualmente, pretendemos saber si durante la etapa independentista las funciones de las justicias sufrieron modificaciones de alguna importancia.

Lo anterior nos enfrenta al estudio ya no meramente de la institucionalidad, sino también de las conductas sociales sancionadas por la costumbre, que muchas veces -al ir en contravía de las leyes, contra lo estatuido y lo reglamentado por los grupos dominantes- podían ser señaladas como punibles, esto es, dignas de castigo en tanto eran vistas como acciones criminales o delincuenciales que atentaban directamente contra el orden social. Estas acciones, fruto inequívoco de las tensiones de índole étnica, de clase y de estatus, pueden ser leídas a su vez en clave de resistencia social, cultural, política y económica por parte de los habitantes de la Gobernación de Popayán, mayoritariamente integrada por sectores populares. No en balde, su frecuente aparición en las causas penales de la época en cuestión.

Establecido el anterior presupuesto, el presente ensayo estará articulado del siguiente modo: en primera instancia, esbozamos una caracterización de los funcionarios encargados de hacer aplicar la ley penal, denominados "justicias"; acto seguido, reducimos la escala de observación para penetrar en la cotidianidad de los sectores populares habitantes de la región y para conocer algo de sus costumbres, sus actitudes, su modo de vida, etc., apoyados en un estudio de caso centrado en el valle geográfico del río Cauca. El cometido es insertar aquel bagaje sociocultural en el marco más amplio de la Gobernación de Popayán entre 1750 y 1820 para aproximarnos a la noción de lo que por entonces fue denominado como "delito" o "crimen" por parte de las autoridades respectivas, y para desentrañar algunos de los factores que propiciaban aquellos actos dignos de punición. Por último, se efectúa una reflexión sobre la penalidad a la usanza de los borbones, quienes exhibían nuevas preocupaciones en torno a la aplicación de los castigos, los cuales debían ser útiles y productivos en términos económicos, sin renunciar por ello a su tradicional valor ejemplarizante. Planteamos, a ese respecto, que las intentonas de modernización de la monarquía ilustrada tenían como uno de sus objetivos la puesta en marcha de una "nueva economía del poder de castigar", capaz de actuar sobre los cuerpos, extrayendo paralelamente tiempo y trabajo, incrementando la productividad de los sujetos sometidos y la eficacia de las fuerzas estatales.1

La burocracia colonial: las "justicias"

La ineludible brecha geográfica que distanciaba la metrópoli española de sus colonias americanas y la complejidad que las caracterizaba, en cuanto entes político-administrativos, llevaron a los monarcas peninsulares a la dispersión paulatina de sus poderes y atribuciones en numerosos funcionarios, con variadísimas funciones en todos los órdenes: administrativo, fiscal, militar, etc. Aunque se hallaban organizados jerárquicamente, los límites de su jurisdicción se caracterizaron por no estar claramente definidos, razón por la cual se presentaron ingentes problemas de competencias entre funcionarios de todos los niveles, desde la cúspide hasta la base local o municipal, encarnada en el Cabildo.2

Los virreyes

Individuos pertenecientes en su inmensa mayoría a la nobleza "de capa y espada", los virreyes tuvieron como destacada característica la universalidad de sus atribuciones, que abarcaban tanto los aspectos militares y de defensa del territorio, así como funciones de orden legislativo, judicial, gubernativo, fiscal e incluso eclesiástico, pues de acuerdo a lo estipulado en el Regio Patronato Indiano, suscrito entre la Corona española y el papado de Roma, eran los virreyes vicepatronos de las iglesias de su jurisdicción.

Aunque tal vez caeríamos en un exceso si catalogáramos a los virreyes como especies de álter egos del Rey español en sus colonias, bien es cierto que actuaban como representantes directos del soberano en las Indias, encarnando su cuerpo y siendo, por ende, su par. Los pomposos títulos nobiliarios de un virrey solían incluir, además, los de Comendador, Mariscal de Campo, Gobernador y Capitán General y Presidente de la Audiencia Real. La de Santafé, por ejemplo, tuvo al virrey como su Presidente desde la institucionalización definitiva de este cargo, recién restaurado el virreinato en 1740, hasta poco antes de la crisis monárquica peninsular, lo que indica la posición de privilegio que ostentaban los virreyes como funcionarios de la Corona.3

Los oidores

Probablemente sea este cuerpo de funcionarios los que representaban con mayor fidelidad a la, por entonces, nueva burocracia profesional, jerarquizada y racional que, como recuerda oportunamente Ots Capdequí, fue -paralelamente a la implementación de un derecho igualmente racional- uno de los rasgos constitutivos del moderno Estado capitalista weberiano,4 aunque dicha aseveración debe ser tajantemente matizada. De hecho, el Estado español del siglo XVIII cabe solamente de un modo muy imperfecto en dicha categorización. Además, consideramos que otros rasgos fundantes del Estado capitalista moderno en la teoría de Weber, como el monopolio legitimo de la coacción física o la constitución del Estado a manera de empresa racional, son ciertamente cuestionables en el caso que tenemos por objeto de estudio.

No obstante el evidente prestigio y la autoridad de los virreyes, la "burocracia política" colonial y el lugar de los oidores -"burócratas profesionales"- no sufrieron menoscabo alguno en lo tocante a su papel como jueces supremos e inapelables en las causas penales y la mayor parte de las civiles, como legisladores, gobernadores y administradores.5 Aunque los oidores pudiesen encontrarse sometidos al poder virreinal en determinados casos, estaban asimismo facultados para compartir con los virreyes las tareas gubernativas "y aún para fiscalizar la actuación de estos altos funcionarios".6

De acuerdo con la exhaustiva investigación de Mark Burkholder y David Chandler, los efectos de las Reformas Borbónicas, encuadradas en lo que estos autores denominan "Edad del Poder" -es decir, cuando la impotencia monárquica se tornó en autoridad-, fueron más importantes y tempranos en el campo judicial que en el fiscal o en el militar. La suspensión de la venta de cargos en organismos como las Audiencias luego de 1750 y su consecuente acaparamiento por parte de los peninsulares en detrimento de los criollos, provocó sin duda descontento y malestar generalizado ya para las décadas de 1770 y 1780. El origen de la mayor parte de los oidores y otros funcionarios a ellos ligados explica, en buena medida, sus inclinaciones realistas luego de los sucesos desatados en 1808.

Los gobernadores

El cargo de gobernador era de importancia supralocal y parecía tener atribuciones bastante difusas. Las atribuciones militares eran las prioritarias, de allí que usualmente los gobernadores detentasen títulos militares tal como los virreyes, aunque aquella no era condición sine qua non para acceder a tan privilegiada posición. Quienes ocuparon el cargo de gobernador en Antioquia, por ejemplo, lo hicieron por un tiempo moderado: según Beatriz Patiño, un promedio de cinco años.7 En Popayán apreciamos un promedio de seis años y medio por gobernador; no obstante, de los nueve gobernadores en ejercicio entre 1753 y 1811, tres de ellos fueron interinos, mientras que algunos de los titulares tuvieron periodos inusualmente largos. Diego Antonio Nieto estuvo quince años en el cargo, entre 1791 y 1806, y Pedro Antonio Beccaria Espinoza lo detentó por doce años, entre 1777 y 1789. Aun así, debemos decir que cinco funcionarios cumplieron con el periodo recomendado de cinco años.8

La efectiva ligazón de los gobernadores a los influyentes clanes criollos se reforzaba con los nombramientos de algunos lugartenientes, como es el caso de los corregidores, los alcaldes de minas y, sobre todo, los tenientes de gobernador, quienes actuaron como representantes suyos durante la época borbónica en las diferentes ciudades y centros mineros. Según lo que se puede colegir de la no muy abundante documentación, dichos tenientes, integrantes de los cabildos y poseedores, además, del pomposo título de "justicia mayor", tuvieron una participación notable en la apertura de causas criminales en el valle geográfico del río Cauca, considerando la distancia que separaba sus "ciudades" de la capital Popayán, residencia ordinaria del gobernador.

Es probable que las funciones prioritarias de los gobernadores no fuesen tan solo judiciales o militares, sino fiscales: la recaudación ordenada y eficaz de los quintos reales, provenientes de la actividad minera. Pero ni siquiera en aquellos cometidos, prioritarios para el restablecimiento económico de la monarquía borbónica, lograron destacarse por su efectividad.9 Las atribuciones militares, no obstante, cobraron relevancia para los gobernadores de la provincia de Popayán luego de 1810, reforzadas oportunamente durante el proceso de la "reconquista" española. Evidencia de ello es una circular de buen gobierno fechada en 1817, que tenía por destinatarios a todos los Cabildos de la Gobernación, y en la cual Don José Solís exhibe los títulos de "teniente coronel de los Reales Exercitos gobernador politico y militar interino de esta provincia, vice-patrono real y subdelegado de las reales rentas, y de los correos por su Majestad etc.".10

Los alcaldes ordinarios

Electos regularmente por el cabildo cada 1.° de enero, los alcaldes ordinarios representaban el escalón más influyente de aquellos micropoderes estudiados por Diana Luz Ceballos: sustentaban la operatividad de un mecanismo de dominación y control social, como la institución del cabildo, que presidían.11 La alcaldía de primer voto era, por supuesto, el cargo más apetecido, en la medida que confería poderes en la esfera ejecutiva, judicial (conocimiento en primera instancia de causas civiles y criminales) y legislativa (promulgación de autos de buen gobierno).

La concentración monopolizada del poder en unas mismas familias o clanes esclavistas, que Patiño describe para el Cabildo de la ciudad de Antioquia, fue tanto o más marcada en los ayuntamientos de la Gobernación de Popayán. Colmenares detecta, para el siglo XVIII, en Cali, setenta reelecciones de alcaldes, catorce de los cuales eran miembros de la familia Caicedo y dieciséis, allegados, quienes fueron investidos como alcaldes de primer voto durante treinta y nueve años, allende de que dicha familia ostentó el título de Alférez Real (uno de los oficios concejiles o vendibles) durante sucesivas generaciones. La oportuna combinación de estas dos dignidades le permitió a Don Nicolás de Caicedo Hinestroza, uno de los hombres más poderosos de su época, denominarse a sí mismo "Rei de esta dicha ciudad" de Cali, tal como quedó evidenciado en la fórmula de obedecimiento de una Real Provisión fechada en 1732, dirigida a la Audiencia de Quito y por ende, al Cabildo caleño.12

En el Cabildo de Popayán durante el siglo XVIII, la alcaldía de primer voto fue acaparada por cinco familias emparentadas entre sí: los Mosquera, los Arboleda, los Hurtado, los Bonilla y los Prieto de Tobar, expresión fehaciente de una de un gran círculo de influencias local capaz de defender los intereses de los potentados nacidos en América frente al pueblo llano y frente a los comerciantes peninsulares.13 Todo ello contribuía, sin duda, a enturbiar la recta administración de justicia, al quedar supeditada a los dictámenes particulares de una minoría selecta.

Así como los gobernadores-visitadores de la provincia de Antioquia en la década de 1780 intentaron controlar y poner límites al excesivo poder de los alcaldes ordinarios con la creación del cargo de teniente gobernador asesor -lo cual reforzó las atribuciones judiciales del gobernador mismo-, los encargados del gobierno de la provincia de Popayán decidieron nombrar, desde mediados del siglo XVIII a ciertos patricios de origen español (principalmente comerciantes) como tenientes de gobernador en Cali , con el fin de "morigerar la soberbia" criolla y equilibrar las fuerzas de las facciones que estuviesen en pugna, pues los conflictos al seno de la oligarquía fueron múltiples y continuos.14 Presumimos que el título de teniente de gobernador y justicia mayor encarnaba un cargo homólogo al de su símil antioqueño, más allá de su epíteto como asesor. La situación anterior puede justificar la prácticamente igual participación de los alcaldes ordinarios y de los tenientes de gobernador en el conocimiento de causas criminales en el valle del río Cauca, en particular en la jurisdicción de Cali, luego de 1750.

Contrario a lo acaecido con los gobernadores,15 parece ser que la administración de justicia volvió a ser controlada por los alcaldes ordinarios luego de 1810, aunque muy probablemente se vieron menguadas algunas de sus viejas prerrogativas.16 Los poderes locales, exacerbados con la vacancia del trono español, encarnaron en los cabildos la expresión más conspicua del nepotismo criollo: "las mismas familias que habían ocupado el cargo en la época colonial, continuaron ejerciéndolo durante la Independencia, bien fuera bajo el gobierno patriota o el realista. Esta es una demostración de que las estructuras de poder local no se alteraron".17

Los alcaldes de la Santa Hermandad

Integrantes de los cabildos de diversas ciudades hispanoamericanas, los alcaldes de la Santa Hermandad eran elegidos por los hacendados de la ciudad y su jurisdicción, tal y como ocurría en Cali.18 Algunos autores presentan la Santa Hermandad como una añeja institución en franca decadencia hacia mediados del siglo XVIII, cercenadas ya las atribuciones judiciales de estos alcaldes, que otrora podían actuar como jueces de primera instancia, dentro de los límites inmanentes a la jurisdicción rural de una ciudad.

Tal parece, sin embargo, que el papel de alcalde de la Santa Hermandad fue desempeñado con cierto celo en el valle del río Cauca, aun en las postrimerías del siglo XVIII. Aparentemente, estos funcionarios estaban encargados de evitar el abigeato o, en palabras de Germán Colmenares, cuidar del "sosiego" (de los hacendados) en los campos:

    En el zitio de Parraga términos, y jurisdicción de la ciudad de Caloto, en veinte y quatro dias, del mes de agosto, de mil setecientos y sesenta. Yo Don Antonio Santo Pastor alcalde de la Santa Hermandad de dicha ciudad, y su jurisdizion por su Majestad dije que haviendo en cumplimiento de mi obligación por el empleo que obtengo pasado a recorrer los campos de dicha jurisdizion en este dicho sitio Don Salvador Quintero y Saa se querelló crimen y criminalmente contra Don Joseph Marmolexo vezino de dicha ciudad por haverle urtado una yunta de ganado de la hazienda de Don Salvador Quintero Príncipe su padre difunto que como heredero y por suplica del albacea se halla administrando y habiendo oído y aceptado dicha querella pasé hazer inquizizion sobre el echo y haviendolo justificado de publico y notorio, con varios suxetos deste distrito; pasé al sitio de los quales y a la casa y morada de dicho Don Joseph (…) a quien apresé y traxe preso a este dicho sitio y para el seguimiento de esta causa mandé y mando se haga sumaria informazion del echo y que se pase a hazer envargo de sus bienes, ymbentario y abaluo dellos, y que sea con sitazion de la parte querellante.19

Observando procederes tan enérgicos y celosos como el de Don Antonio Santo Pastor, deberíamos estar de acuerdo, por lo menos en primera instancia, con autores como María Elena Cortés, quien asevera que en la Nueva España, hacia 1720 (mucho antes de las reformas borbónicas), la Santa Hermandad era una "institución temida por lo expedito y lo drástico de su funcionamiento",20 con capacidad para capturar esclavos fugitivos o resolver crímenes cometidos en "despoblado", la mayor parte de las veces, el robo de semovientes o abigeato. Para otros investigadores, no obstante, este cargo ya no era considerado en el siglo XVIII como una muestra ostensible de estatus y/o prestigio social, debido a la pésima reputación de los alcaldes hermandarios como dilapidadores de la hacienda pública21 y como agentes de la tiranía de los terratenientes sobre los campesinos pobres,22 de ahí que Don Antonio Santo Pastor defendiera los intereses de la familia Quintero, uno de los más poderosos clanes esclavistas de la Gobernación.23 De acuerdo con esta lectura acerca de aquellos policías y jueces del mundo rural colonial, podemos inferir que la pertenencia a una institución tan precaria, si bien podía deparar algún grado de distinción social y poder político, no garantizaba un pleno reconocimiento notabiliar, al menos en el ámbito de la Nueva Granada.

Los alcaldes partidarios o pedáneos

Los alcaldes partidiarios o pedáneos han sido puestos por la historiografía al mismo nivel de los alcaldes hermandarios (e incluso, en franca competencia con ellos).24 Fueron, pese a lo limitado de su jurisdicción y a la en apariencia poca importancia que revestía sus labores, "los lideres que gestionaron la formación de partidos, villas y parroquias de los sectores que habitaban, convirtiéndose en los detentadores del poder de los reducidos poblados con un radio de acción que no superaba los limites locales".25

Por ejemplo, las seis ciudades comprendidas dentro del ámbito del valle geográfico del río Cauca (Anserma, Buga, Cali, Caloto, Cartago y Toro), estaban divididas en partidos, cada uno de ellos provisto a su vez de alcalde o juez pedáneo, cargo que, en palabras de Eduardo Mejía, era de carácter honorífico y no entrañaba retribuciones pecuniarias.26 La costumbre, más que la ley escrita, prescribía que los pedáneos fuesen "notables" residentes en el lugar donde habrían de ejercer y con un nivel de instrucción suficiente, pero todo parece indicar que la mayor parte de las veces estas funciones fueron desempeñadas por personas analfabetas o con precario -o nulo- conocimiento jurisprudencial; en suma, personas no aptas para administrar justicia, tal como se evidencia en las apreciaciones de las propias autoridades superiores, de la Gobernación y del Virreinato.27

En cualquier caso, al igual que sus símiles hermandarios, los alcaldes pedáneos fungían como representantes de la autoridad real, otorgada directamente por Dios,28 y como agentes del control social ejercido por el Estado a partir de la administración de justicia.29 Pero tal vez la característica más sobresaliente de los alcaldes pedáneos, en concreto, haya sido su función como ejes articuladores entre las autoridades coloniales y las comunidades, entre las imposiciones legales venidas desde arriba y las demandas de los sectores populares, esto es, como garantes del "equilibrio" que debía existir entre estamentos tan nítidamente jerarquizados y de la pax tan necesaria entre las castas subordinadas, cuyo aporte era fundamental para la pervivencia del régimen colonial hispanoamericano.30 En cualquier caso, sus labores no carecían de relevancia.

Efectivamente, la precariedad del Estado colonial explica en buena medida la delegación que tuvo que hacerse del ejercicio de ciertos poderes en las élites de las ciudades, villas, pueblos y sitios, élites letradas habituadas a hacer de la administración de justicia un dispositivo de poder y prestigio diferenciador sobre el resto de los habitantes.31 Por eso, podemos afirmar que dichas células de poder local o micropoderes resultaban indispensables para el control de los individuos y, en general, de los estamentos subordinados, además de servir como puentes de mediación entre los diversos grupos constituyentes de la sociedad colonial.

Construcción del criminal

El evidente peso demográfico de los denominados "libres de todos los colores" en el valle del río Cauca colonial ha sido mostrado en trabajos como los de Eduardo Mejía Prado. Para este autor, el auge de la población libre y el advenimiento de las nuevas relaciones socioeconómicas que representaba denotaban la decadencia irreversible del sistema esclavista colonial, respaldado en el usufructo de las minas. El censo de 1797, por ejemplo, le sirve al autor para confirmar la prevalencia de los sectores libres sobre el resto de los grupos étnicos,32 y atribuye tanto a su número como a la dinámica inherente a sus economías domésticas -que ayudaban a abastecer los mercados locales y las cuadrillas de trabajadores esclavos- su capacidad de respuesta y de resistencia, frente a lo que consideraban como abusos de los funcionarios de la Corona en materia fiscal y penal. Hacemos referencia a medidas sumamente impopulares como la pretendida erección de cárceles y de horcas, o la iniciativa gubernamental de estancar productos básicos de la economía campesina, como es el caso del tabaco y del aguardiente, que fueron producidos y comercializados clandestinamente.33

Haciendo abstracción momentánea en lo referente a la economía hacendaria y la campesina de la Gobernación de Popayán, es cierto que el significativo aumento de la población libre y racialmente mezclada, aparejó un incremento (o al menos una mayor persecución) de lo que las autoridades coloniales denominaron actos "criminales": los que atentaban contra la propiedad privada, como el robo de reses (abigeato), o conductas que reñían con la moralidad de aquella sociedad cristiana tradicional (amancebamiento, concubinato, vagancia, etc.). Todas estas conductas estabas relacionadas con el modo de poblamiento de los libres de todos los colores, quienes fueron ocupando, paulatinamente y a lo largo del siglo XVIII, los intersticios o márgenes de las inmensas haciendas que caracterizaban toda la provincia.

Este modo disperso de poblamiento -que por supuesto no se atenía a los cánones hispánicos y que, como ya dijimos, era presunto germen de una serie de "vicios" corruptores de la moral y las buenas costumbres propugnadas por la sociedad católica hegemónica- hizo que las autoridades calificasen masivamente a los campesinos pobladores del valle del río Cauca, entre otras regiones de la Gobernación, como "vagos" y "delincuentes", léxico de connotación despectiva que se prolongó aún después del cambio de régimen político en la Nueva Granada.34 En el caso del valle del río Cauca, sin embargo, existe una clave hermenéutica para comprender aquel fenómeno: precisamente, para los hacendados, muchos de ellos funcionarios del Estado colonial, eran intolerables "aquellos sujetos no-dependientes, viviendo libremente, sin influencias directas ni de las autoridades ni de la Iglesia, conformando grupos o comunidades por fuera del poder que siempre habían mantenido los grandes propietarios de la tierra desde la Conquista".35

A guisa de ejemplo para lo planteado anteriormente, veamos lo acaecido en el sitio de Chimbilaco, en Yumbo, jurisdicción de la ciudad de Cali. Allí, en el año de 1797, Miguel Gregorio Carrera, pardo libre, fue acusado de la comisión de una gama de delitos, entre los que se contaban la injuria a una autoridad judicial, el homicidio de un hombre y el amancebamiento con una hija de Manuel de Villafaña, de nombre Josefa. Su situación, ya de por sí compleja, se agravaba aún más en la medida en que el demandante de Carrera era el alcalde pedáneo de Yumbo, Don Gregorio Ramírez, quien, entre otras cosas, apresó en el cepo de su hacienda a Carrera por cuenta propia, tal como lo denunciaba el abogado, Don Nicolás López Llanos, al pedir el desembargo de los bienes de Carrera. Así se pronunciaba la defensa ante el alcalde de la Santa Hermandad conocedor de la causa en primera instancia:

    Estos son Señor alcalde los puntos que inclusive el proseso corto pero grande en su monstruosidad por lo que osioso es detenerse el fiscal a manifestar la devilidad del expuesto sumario (…) de ningun modo tuvo facultad el pedáneo aprehender el conocimiento por ser doctrina comun que el jues no puede ni deve conoser de la injuria que se le hase quando la pena no es determinada por la ley sino que se deja a su advitrio dando la razón el selevre espositor de las partidas (…) acaso se vusca la causa inmobil para determinar su naturaleza, y merito, y pena, en el presente no lo es el Carrera como lo grita el mismo expediente y reservando a la discrepcion de Vuestra Merced lo mas de su novle oficio, y que conforme a justicia que es lo que solicita el fiscal en este año de Chimbilaco, y febrero 20 de 1797.36

Los abusos del alcalde pedáneo contra Carrera son denunciados posteriormente por el mismo reo, exponiendo además lo que para él significaba la persecución a la que se estaba siendo sometido y las repercusiones que esta había conllevado:

    Esto dio motivos a mi adversario para concebir contra mi un odio mortal, que no se hubiera aplacado con verme en la ultima miseria del mundo: vien lo ha dado a conoser en la presente causa pues sin la menor que yo hubiese dado como constara de los autos que ha procurado mi total ruina y es el caso que hallándome yo recoxiendo un poco de ganado en la cercania de sus tierras, me mandó a llamar con la autoridad de jues y haviendo concurrido puntualmente, suponiendo que yo le faltava al respecto tubo ocacion de su bengansa, porque rebestido con la autoridad, de jues, que a la verdad no lo podrá ser de mis causas, presedio al arresto de mi persona conduciéndome a un quarto cosina de su casa y allí me puso en la aserva pricion de un sepo de ambos pies tan retirado el uno del otro quanto bastaba a tenerme con un continuado tormento y con el inminente riesgo de la vida por estar impedido a socorrer las necesidades naturales: dando a conoser con esto que no prosedia como jues y si como aserrimo enemigo que saciaba su encono y jusgava su propia causa, sobre cuyo asumpto trataré cuando me convenga, como que para simular su atentado pasó a suponerme delitos injustificables que solo tienen color en su idea.37

El abogado acusador, Don Manuel María Ramírez, en su intentona por demostrar los presuntos actos delictivos de Carrera, recurrió en su momento al alcalde ordinario de Cali, haciendo uso de los argumentos racistas tan característicos en las leyes penales de la época, en aras de amplificar la magnitud de las faltas atribuidas a este miembro de las "castas". En el expediente, Ramírez invoca un surtido de aquellas leyes justificando la actuación y atinado proceder de su parte, pues Carrera ya había confesado -y la confesión era la "Reina de las pruebas"- que "durmió vajo de un mismo techo la noche antes de la pricion" con su concubina y cómplice de asesinato, Josefa Villafaña:

    Creciendo los delitos en Carrera a correspondencia de su nacimiento, siendo sertisimo que crece el ultrage de la persona del ofendido tanto quanto es el ofensor mas inferior en calidad, y circunstancias, y atendiendo a esto mismo manda, y hordena la ley 15 titulo 5 libro 7 de la Recopilación de Yndias: que si se provare, que algun negro, o lovo echase mano a las armas, contra español, aunque no hyera con ellas, por primera ves, se le den cien asotes, y clabe la mano, y por la segunda se le corte si no fuera defendiendose, y aludiendo a esto manda la ley 14 titulo 5 libro 7 so graves penas que los mulatos y sambaijos no traigan armas. (…) Puede cualquiera del pueblo, citio o lugar, prender por su propia autoridad, a la persona que encontrare infragante delito, y presentarlo al jues mas inmediato, assi lo hordena la ley 20 titulo 9 partida 2 y las leyes 12 titulo 17 partida 7 ley 2 titulo 29 partida 7 (…) y si esto puede hacer un particular por ministerio de las leyes, como no lo podrá hacer un jues como lo hera mi parte?38

El hecho de que Miguel Gregorio Carrera y su compañero, Cosme Ruiz, no diesen aviso al juez local ni al cura del sitio en el que habían enterrado, practicando la caridad, el cadáver de un desconocido "suponiendo ser aogado y que ya estaba corruto", indicaban la supuesta propensión connatural a la maldad en la persona del pardo, y lo convertían en un indiscutible merecedor de la pena "condigna". Posteriormente, Ramírez revelaba ciertos detalles contundentes con el fin de dejar en claro que las conductas inmorales y punibles de Carrera se remontaban a mucho tiempo atrás:

    Que siendo jues el dicho mi parte le insultó de palabras diciendole que era un jues apacionado, que luego que supo lo havian echo alcalde se prometio avia de tomar venganza, y que si queria le diera doscientos asotes o un balaso, que tenia la masa en la mano, que le pusiera un freno; haverse reido a las reconvenciones; haverse hallado con un puñal oculto haver herido a ignacio Bejarano por estar amancebado con su mujer; haver aporreado muchas ocaciones a su muger Maria Teresa Baca, haver estado preso en Popayán, Nóvita y Buga, como lo declaran los testigos de la ynformación.39

Resulta complejo colegir si, en efecto, las imputaciones impuestas anteriormente eran meros inventos o exageraciones de la parte acusadora, pero si en verdad tuvieron lugar, ello denotaría un cierto espíritu de rebeldía e insolencia de los habitantes pobres del campo ante autoridades que desconocían como tales. En todo caso, luego de transcurridos dos años y cuatro meses del proceso judicial, el alcalde pedáneo de Yumbo, Don Gregorio Ramírez, fue condenado a pagar la mayor parte de los "costos y costas" de este, y a Carrera se le ordenó trasladar sus ganados lejos de las tierras pertenecientes a la hacienda de su mortal enemigo.

Bien puede ser que Carrera contase con medios suficientes para sustentar su defensa, pero ello no oculta lo asombroso de su relativo éxito en la pugna con un funcionario real, puesto que terminó imponiéndose por sobre la parcialidad que afrontó desde la apertura misma del expediente criminal: un individuo de tan "inferior calidad", acusado de ser pecador, rebelde, levantisco y homicida (delincuente por antonomasia), de antemano no podía hacer casi nada frente a las atribuciones morales y legales de su contraparte, quien llegó a darse el lujo de humillarlo, tomándolo como su prisionero personal. Ahora bien, la resolución del pleito pudo haber obedecido a la puesta en práctica, así fuese de un modo parcial, del precepto gubernamental ilustrado que buscaba quitarle legitimidad a la tan extendida práctica de la venganza privada, "que en las sociedades tradicionales era entendida como un derecho y una necesidad irrenunciable"40 y, de paso, iniciar el proceso de monopolización de la violencia por parte del Estado, esbozado desde la segunda mitad del siglo XVIII. Así las cosas, no resulta extraña la tensión entre los abusos de la "justicia privada", como los señalados en el caso anterior, y un nuevo ideal en lo que respecta a la administración de justicia penal, donde el Estado pretendía actuar como agente mediador en la resolución de conflictos interpersonales.

La penalidad en la Gobernación de Popayán

Corría el año de 1771. El hacendado patiano, Don Pedro López Crespo de Bustamante, había sido asesinado. Como presuntos autores del crimen fueron señalados su esposa, Doña Dionisia Mosquera, Don Pedro García de Lemus, Pedro Luis de Borja, Joaquín Perdomo y el negro Francisco Fuche, quienes terminaron siendo condenados a la "pena ordinaria de muerte" por la Audiencia de Quito. La sentencia de los oidores rezaba así:

    Hallamos, que haziendo justicia y en fuerza de los meritos del processo devemos de condenar, y condenamos en la pena ordinaria de muerte a Don Pedro Garcia de Lemus, a Doña Dionisia Mosquera, mujer que fue de Don Pedro Crespo, a Joachín Perdomo, a Pedro Luiz de Borja, y a Francisco Fuche, la que se executará en la manera siguiente. Don Pedro Lemus y Doña Dionicia Mosquera, seran condusidos al cadalso publico donde sentados y arrimados a un garrote se les ahogará con un cordel, hasta que naturalmente mueran: Joachin Perdomo, Pedro Luiz de Borxa y Francisco Fuche se sacarán amarrados a la cola de un caballo, y seran conducidos por las calles publicas hasta el lugar de la horca, donde seran colgados del pescueso, hasta que mueran, manteniendolos en ella bastante tiempo con correspondiente guardia; y puestos después los cuerpos en el suelo, seran trozados y desquartizados, cuyas cabessas en jaulas de fierro se clavarán en las puertas de la carcel y los demas quartos, seran puestos en bigas altas, repartidos por los caminos del Patía.41

Aunque el dictamen de los letrados quiteños no llegó a ejecutarse, puede ayudarnos a comprender la persistencia de ciertos elementos inherentes al así denominado "teatro del poder",42 cuya expresión más dramática era la ejecución del reo y el eventual desmembramiento de su cuerpo, procedimiento tan caro a las sociedades de Antiguo Régimen, pero tan infrecuente en la Gobernación de Popayán. En primer término, la connotación de gravedad implícita en el delito en cuestión, el parricidio, tremendamente funesto en el imaginario de una sociedad definida como patriarcal; segundo, las características de los instrumentos y métodos de las ejecuciones, como en el caso del garrote, que legalmente estaba reservado a los reos pertenecientes a las élites, y que necesitaba de un verdugo con pericia suficiente, mientras que morir ahorcados era el dudoso privilegio de quienes no pasaban por nobles;43 y tercero, la disparidad consecuente en la aplicación de las penas, mediadas por el estatus de los criminales: a aquellos de condición plebeya, carentes de títulos donativos, les fue recetada una ejecución que, más allá de su espectacularidad, quería mostrarse como ejemplo aleccionador para todos aquellos que osaran alterar los cimientos del orden social.

Estas aseveraciones lucen tan válidas en el contexto de la Gobernación de Popayán como en el de toda la América hispana tardocolonial, aunque siempre debemos tener en cuenta que "la aplicación de penas espectaculares estaba reservada a momentos tan excepcionales como los de una rebelión masiva y particularmente amenazante o a crímenes horrendos".44 Para satisfacer la tan invocada "vindicta pública", sin embargo, no resultaban indispensables las medidas penales más rigurosas y ceñidas a la letra, tal y como eran formuladas por el "derecho clásico", propio de las monarquías de Ancien Régime:

    El castigo era siempre vindicta, y vindicta personal del soberano. Este volvía a enfrentar al criminal; pero esta vez, en el despliegue ritual de su fuerza, en el cadalso, lo que se producía era sin duda la inversión ceremonial del crimen. En el castigo del criminal se asistía a la reconstrucción ritual y regulada de la integridad del poder (…). Un crimen llegado a cierto nivel de intensidad se consideraba atroz, y al crimen atroz tenía que responder la atrocidad de la pena. Los castigos atroces estaban destinados a responder, a retomar en sí mismos, pero para anularlas y derrotarlas, las atrocidades del crimen. Con la atrocidad de la pena se trataba de hacer que la atrocidad del crimen se inclinara ante el exceso del poder triunfante. Réplica, por consiguiente, y no medida.45

Como resulta evidente al estudiar la documentación, la mayor parte de las veces las justicias coloniales se conformaban con aplicar las formas atenuadas del "teatro del poder", donde se castigaba el cuerpo del transgresor, prescribiendo por lo general los azotes o el destierro (por separado o combinados), los cuales podían ser acompañados de la correspondiente sanción pecuniaria, destinada usualmente a los "gastos de justicia" del gobierno colonial. En cuanto a los fiscales, pese a sus vehementes alegatos para que se ejecutasen los castigos tal y como eran prescritos por la ley, acababan reconociendo las innumerables atenuantes y gradaciones que admitían la aplicación de la justicia penal indiana, a raíz del peso de la costumbre en la praxis de los jueces encargados de sentenciar una causa determinada. Veamos un ejemplo.

Fabián Alejo, indio de San Isidro, dio muerte en 1763, al natural de Novirao Alonso Isingo, al parecer movido por los celos. El golpe mortal propinado al occiso, de acuerdo a las palabras de la parte acusadora, fue asestado por Alejo de forma traicionera, encargándose además, de modo malicioso, de arrojar el cuerpo del difunto a un charco para que las autoridades no pudiesen dar con él. Tal parece que el reo quería hacer creer a las justicias que Isingo había fallecido a causa del ahogamiento en aquel charco, durante la refriega en que ambos se trabaron. No obstante, para el fiscal no bastaba con la explícita confesión de Alejo para hacerlo merecedor de la pena ordinaria de último suplicio, pues el cuerpo del delito, "un palo o cabo de hacha", no había sido hallado aún. Además, el homicida era un manifiesto menor de edad, digno de la misericordia de la Corona:

    Es indubitable que lo mató alevosamente, respecto de la anticipada zelotipia que obtuvo para su execucion en odio de averse visto despreciado de la yndia concubina Maria Theresa con quien el difunto pretendia casarse con aceptación suya y de sus padres, y no con el dicho reo; y en cuyos terminos claro está que por su grave delito, se hazia digno de la pena ordinaria de horca para satisfacción de la vindicta publica y exemplar castigo de su omisidio, y que juntamente se le embrgassen todos los bienes propios que se le encontraran, porque como traydor alebe debia perderlos, pues no consta que el difunto hubiese tenido ninguna arma para su defenza (…) y por que debiera observarse puntualmente lo dispuesto y prevenido por la ley real de partida con semejantes delinquentes; pero mas conciderada con atenta refleccion su minoridad, pues ha confessado tener la hedad de veinte y un años, no es dudable que en este caso, se atempere el rigor de dicha ley, no solo en los delitos graves, como el que tiene cometido este reo.46

Lo precedente tiende a corroborar las afirmaciones de los investigadores que han visto la amenaza de la pena de muerte como una manera relativamente efectiva de aterrorizar y amedrentar a la población, con el objeto de que no osaran perturbar jamás el orden social estatuido. Pero al mismo tiempo, como un castigo de muy exigua aplicación en Hispanoamérica colonial, a diferencia de lo acaecido en reinos como los de Francia e Inglaterra, donde sin duda el "teatro del poder" tuvo un despliegue más visible.47

En abril de 1756, en la ciudad capital de Popayán, el fiscal Don Joseph de la Peña González pidió la pena capital para el indio Martín de Zúñiga, por el homicidio confeso de Bernabé Salazar. Así justificaba su concepto la parte acusadora:

    Se haze digno de la mas severa pena, que le corresponde al enorme arrojo, que tuvo en executar dicha muerte en cuyos terminos le parece al fiscal debe Vuestra Merced [el teniente de gobernador] en meritos de justicia condenarle en la pena ordinaria de suplicio, como corresponde al delito cometido, y que sirva de exemplo a otros, que abusando de la justicia, y acogiendose a la miseria de la naturaleza de yndios, procuran sin temor alguno insultar las vidas, como se ha experimentado en este reo, y otros de su igual naturaleza.48

Tal como era usual, el proceso tomó otros derroteros al determinarse la existencia de circunstancias atenuantes en la comisión del crimen aludido: los jueces concluyeron que Martín de Zúñiga dio muerte a Salazar al intervenir en una riña entre este y su hermano, Lázaro de Zúñiga. En consecuencia, a los representantes de la Corona les pareció de mayor utilidad condenar a Zúñiga -quien seguramente ejercía como peón en el ámbito rural, pues era "yndio de la Real Corona"- a cinco años de destierro y concierto agrario.49 La condena habría de cumplirse en la hacienda de Quinamayó, propiedad de Don Francisco Antonio de Arboleda, miembro de una poderosa estirpe de terratenientes-mineros, cuya más tenaz influencia se centraba en la zona de Caloto-Quilichao.50 Allende a la pena de extrañamiento y el consecuente sometimiento a trabajos forzados que habría de desempeñar en el agro, el indio fue condenado a modo de pena infamante, a sufrir cien azotes:

    Que se le darán por las calles publicas y acostumbradas de esta ciudad caballero en una albarda, que por vos de pregonero se haga notorio su delito, lo que executado se le entregará a dicho capitan Don Francisco Antonio de Arboleda para que tenga efecto el dicho destierro, y que se entienda sin perjuicio de las demoras o tributos que debe como yndio pagar a Su Majestad y no conciencia que de alli salga interin no cumpla el termino de dichos sinco años y de su entrega se pondra recibo en estos autos.51

El discurso que apelaba al trabajo como redención de las penas, a la vez que como correctivo y potencial elemento de aleccionamiento social, ha sido usualmente atribuido por la historiografía a los ecos del pensamiento ilustrado en su variante borbónica. Sin embargo, solía imbricarse, en no pocas ocasiones, con el de la penalidad barroca a la usanza de las Partidas o la Recopilación, que privilegiaban las penas corporales cuando, tras haber ejercido la piedad, no se podía llegar a la absoluta benevolencia y dejar las faltas impunes.52 En 1759, el alcalde ordinario de Popayán, Don Joseph Hidalgo de Aracena, condenó al abigeo Nicolás Simanca, alias caraqueño, a una pena de cien azotes y al destierro por seis años de la jurisdicción de la ciudad, apercibiéndole que de retornar a la capital en un lapso de tiempo inferior al estipulado, la pena le sería duplicada. Le advirtieron al reo, por otra parte, que de volver a reincidir en el hurto de semovientes: "(…) se le pasarán a aplicar las penas dispuestas por derecho sin que se le pueda disminuir, ni compensar la de muerte, que está dispuesta contra los ladrones de todo genero de ganados, y abigeo; debiendo vivir con sugecion al trabajo para adquirir su manutension, y vestuario".53

Aunque puede que la apelación al trabajo como un dispositivo de disciplina y control social no haya sido propiamente un invento de los déspotas ilustrados -en la Recopilación de 1680 las penas a trabajos forzados ya se prescribían, y muchas de esas leyes datan del siglo XVI-, es claro que en la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX, las autoridades de turno tendieron a identificar la ociosidad o la no aplicación en el trabajo productivo con la criminalidad y la delincuencia.54 Se fortaleció, en consecuencia, un discurso que quiso incentivar el así llamado "trabajo disciplinado y continuo", como la base hipotética de una nueva ética, cuya función prioritaria habría de ser la utilidad para la República, ávida de bienestar, felicidad, orden y progreso, según la jerga de los filósofos iluministas, pero sin descuidar la función ejemplarizante tradicionalmente adjudicada a la administración de justicia penal. Evidentemente, el Estado colonial necesitaba, en el mayor grado posible, tanto de las riquezas de la tierra como de la fuerza laboral de sus moradores, un bien sumamente escaso en la Gobernación de Popayán. Por ende, es consecuente que se haya visto en los reos una fuente potencial de mano de obra gratuita.

Después de 1750, entonces, a la par que se perseguían con mayor fruición delitos que otrora eran meros actos que hacían parte de una compleja trama de "ilegalismos tolerados", cobró auge una penalidad basada en los trabajos forzados, bien fuese sirviendo en el ejército o en construcciones de índole militar, en las obras públicas (caminos, cárceles, iglesias, puentes, etc.), o en el concierto agrario, por ejemplo. Así pues, la "nueva economía del poder de castigar" que Foucault estudió en la Francia dieciochesca -que intentaba actuar ya no solo sobre el cuerpo sino también sobre el "alma" del condenado, quien se corregía a sí mismo y daba con su ejemplo cátedra de moral a sus congéneres-55 puede entreverse de tímido modo en la Nueva Granada colonial por la misma época.

De otra parte, la legislación castellana encarnada en la Recopilación de 1680 fue readaptada convenientemente por los jueces actuantes en América, quienes reemplazaron las penas en galeras o el mortífero trabajo en las minas de azogue por las de presidio, los arsenales y las obras públicas.56 Dichos trabajos forzados, tan útiles para la Corona y tan moralizantes para la plebe, también hallaban cabida al seno de las guarniciones militares. Los soldados infractores -muchos de los cuales estaban enrolados a la fuerza, o se encontraban purgando una pena previa-, usualmente castigados con calabozo, cepo, azotes, palos, con la infamante "carrera de baquetas" y mutilaciones corporales, fueron destinados, con mucha más asiduidad, en el cenit del siglo XVIII, al trabajo en fortificaciones militares, lo que implicaba también el destierro de los condenados.57

Nos atrevemos a sugerir, asimismo, que en lo concerniente al carácter moralizante que las penas debían tener, se evidencia una suerte de continuidad en el discurso de los primeros ideólogos republicanos hispanoamericanos. En esta etapa, se vio reforzada la vieja idea de que la ociosidad y su variante, la pereza, eran las matrices de todos los vicios y, junto al egoísmo, la mala fe y el escándalo, un modo de conducta cuasi criminal, tal como ocurría en el contexto neogranadino tardocolonial:

    La inaccion, ú ociosidad, es una culpa, que la experiencia demuestra: ser un manantial de males gravissimos en la sociedad: escaséa los frutos de la tierra, amorteciendo infinidad de brazos capaces de trabajarla: es el cirujano impío, y temible, que ya corta las piernas, de los que podrian correr á las negociaciones; y ya echa abajo las manos de los que podrian adelantar las manufacturas: es el verdugo, que ahoga la respiracion, de los que podrian enseñar las artes, y las ciencias; y es una fiebre lenta que poco á poco va minando los mas solidos fundamentos de un Estado, hasta conducirlo a su total destruccion, y ruina. (…) Horrorizaos, hijos mios de semejantes faltas; y conociendolas, sabreis reservaros una porcion de vuestro discurso, para perseguirlas, desterrarlas, y exterminarlas de la Patria: son fieras, es menester perseguirlas; son facinerosos, es preciso desterrarlas; son contagios, es necesario exterminarlas.58

Pero si para los déspotas ilustrados fue toda una obsesión modernizar la economía de la metrópoli y de sus colonias, podemos también constatar que los líderes de las refriegas independentistas, herederos de una tradición que se preciaba de utilitarista, fueron pragmáticos en medio de las dificultades que deparaba la guerra, como el caso del eficaz avituallamiento y la manutención de los ejércitos patriotas que se hallaban en el momento más crudo de la confrontación armada con las huestes realistas. Es así como se puede apreciar, en la Gobernación de Popayán, la existencia de planes poco comunes, en pro de emplear con utilidad y provecho la mano de obra de los reos: el trabajo en faenas agrícolas, pero más exactamente, en sementeras comunitarias:

    Popayán. Decretos del Gobierno. Habiendose incitado á todas las Municipalidades del Estado sobre que promuevan el interesante objeto de la agricultura, que se les encarga ahora nuevamente; se les previene en particular el fomento en el ramo de arroses, por ser mucho lo que de este genero va á necesitarse para el consúmo del exército; y desde luego se les encarga procuren establecer inmediatamente sementeras de comunidad á beneficio del Estado, en cuyo trabajo se apliquen los vagos, mal entretenidos, y reos de cortos delitos; y el Ayuntamiento de Caly, á mas, destinará desde luego á los precidiarios que tiene alli, como lo podrá hacer tambien para todas las demas obras públicas, cuidando si de que hagan el servicio con la guardia y custodia bastante para evitar su extravío; y sobre que en todo caso será responsable aquel cuerpo. Palacio del Supremo Gobierno de Popayán Julio siete de mil ochocientos catorce. Valecilla Presidente. Valencia Consejero Secretario. Murgueytio Secretario Consejero.59

Conclusiones

El sistema judicial de la monarquía española establecido en las colonias del continente americano, encargado de hacer cumplir las disposiciones de la autoridad regia y de sus representantes, se mostraba en la realidad sumamente flexible y poco riguroso en lo concerniente a la aplicación efectiva de la legislación indiana. El derecho penal de encargo real se hallaba con frecuencia desligado de las sentencias cotidianas, pues los formidables arbitrios y potestades de los ministros o "justicias" influían directamente en la praxis de la penalidad, de acuerdo a ciertos factores como la "calidad" de los implicados en una causa criminal, los móviles del delito en cuestión, la conmoción causada en el cuerpo social o la coyuntura histórica que sirviera de marco a los hechos.

La organización del funcionariado judicial durante la Colonia fue por definición jerárquica por definición y en extremo compleja, dada la multiplicidad de los ministros y la variedad de sus atribuciones. Entre las personas que integraban altas instancias gubernativas -como las Reales Audiencias-, incluidos los virreyes confluían tanto las funciones estrictamente judiciales y legislativas, como otras tocantes a los asuntos militares, de gobierno, de administración, y de fiscalidad, etc. Las autoridades locales, por otra parte, pese a lo limitado de sus atribuciones efectivas como jueces, a su parcialidad y a su evidente inclinación facciosa en la administración de justicia, resultaban vitales en el mantenimiento del orden social colonial, pues servían como mediadores entre las imposiciones desde arriba y las demandas de los sectores populares, a los que se debía tener en cuenta dado su elevado número y su potencial insurrección.

Puede decirse, a modo de hipótesis, que no existía órgano o institución alguna en el entramado del sistema colonial hispánico cuyas únicas funciones se limitasen a impartir justicia, situación acentuada en el periodo independentista (1808-1820), cuando los desordenes paralelos a la guerra incrementaron la característica confusión jurisdiccional entre el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, confusión propia de los regímenes monárquicos. Pero no solo el entramado judicial y la legislación colonial sobrevivieron a la emancipación política, sino también determinadas penas (en especial los trabajos forzados), que por sus beneficios morales y económicos estaban siendo implementadas ya por los reformistas ilustrados borbónicos, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XVIII.

A este respecto, resultan más que interesantes los discursos de los distintos actores al apelar cada vez con mayor asiduidad al trabajo y a las labores útiles, valores tan caros para el mejoramiento del Estado y la felicidad de la sociedad, o al criticar abiertamente los así llamados "vicios", como la pereza y la ociosidad, puestos al nivel de los crímenes más horrendos. Consideramos que ese mayor utilitarismo penal estuvo asociado, por una parte, a la escasez de brazos para la agricultura y la milicia, y por otra, a los cada vez más frecuentes cuestionamientos hacia las penas basadas en suplicios infamantes e inútiles, proferidas inicialmente por los reformadores ilustrados de la Europa del Siglo de las Luces.60 Dichas prácticas constituían un claro rezago de barbarie, al decir de los primeros líderes republicanos en la Nueva Granada y la Gobernación de Popayán, aunque resulta evidente que la puesta en escena de aquel "teatro del poder" distó mucho de ser la nota usual en el contexto espacio-temporal elegido para el presente análisis.

No debemos perder de vista que aquel discurso economicista, que recurría cada vez con mayor frecuencia al trabajo como pena útil -revestida de infamia, pero a la vez redentora- era simultáneo a la criminalización de ciertas conductas y hábitos de los miembros de los estamentos subalternos de la sociedad colonial -los así denominados por las autoridades "libres de todos los colores", agrupados racialmente bajo el epíteto de "castas"-. Aunque la ley penal indiana prescribía castigos rigurosos para estos individuos, los jueces ilustrados de la monarquía hispánica se apegaron cada vez más a esta práctica con el fin de aprovechar diversas oportunidades: la de cooptar fuerza de trabajo condenada para la Corona y los hacendados, con lo que resolvían un problema económico; de mantener controlados a aquellos individuos considerados lesivos y "peligrosos", resolviendo así un problema político; y la de mantener la rígida jerarquización basada en privilegios raciales y de nacimiento, con lo que, en apariencia, zanjaban un problema social.


1 Michel Foucault, Defender la sociedad (Curso en el College de France, 1975-1976) (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2001) 43.

2 Debemos tener presente que en las sociedades de Antiguo Régimen no solo los jueces de profesión tenían la facultad de ejercer como tales (lo que evidenciaremos en los parágrafos siguientes), sino que los jueces mismos estaban encargados de otras tareas de índole gubernativa o administrativa (transversalidad funcional). "O ofício de julgar não era, no Antigo Regime, exclusivo de magistrados (entendidos aqui no sentido de juízes), mas podia ser exercido, conforme situações legalmente determinadas, por outras autoridades, para o atendimento de situações específicas. A recíproca também era verdadeira: os juízes (e ouvidores, e desembargadores) exerciam funções de administração e de governo que nada tinham a ver com a judicatura". Arno Wehling y María José Wehling, "O caráter prismático do oficio de julgar no Brasil do Antigo Regime", Revista Chilena de Historia del Derecho 22.2 (2010): 1093.

3 Anthony McFarlane, Colombia antes de la Independencia: economía, sociedad y política bajo el dominio Borbón (Bogotá: Banco de la República / El Áncora, 1997) 330.

4 Max Weber, Economía y Sociedad: esbozo de sociología comprensiva (México: Fondo de Cultura Económica, 1977) 1061-1062.

5 Mark Burkholder y David Chandler, De la Impotencia a la Autoridad: la Corona española y las Audiencias en América (1687-1808) (México: Fondo de Cultura Económica, 1984) 14.

6 José María Ots Capdequí, España en América: las instituciones coloniales (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1992) 110.

7 Beatriz Patiño, Criminalidad, ley penal y estructura social en la provincia de Antioquia (1750-1820) (Medellín: IDEA, 1994) 178.

8 Nos hemos basado en la serie elaborada por Jaime Arroyo. Ver Sergio Elías Ortíz, Historia Extensa de Colombia, vol. 4, tomo 2: Nuevo Reino de Granada. El Virreynato (1753-1810) (Bogotá: Academia Colombiana de la Historia / Lerner, 1970) 463.

9 Germán Colmenares, Historia Económica y Social de Colombia, vol. 2: Popayán, una sociedad esclavista (1680-1800) (Cali: Universidad del Valle / Tercer Mundo / Colciencias / Banco de la República, 1997) 245-246.

10 Archivo Histórico de Cali (AHC), Cali, Fondo Cabildo, tomo 39, folio. 66r.

11 "Los micropoderes son, pues, tejidos informales, que por medio de redes sociales se articulan y se conectan a las instituciones, a las cuales relevan, en parte, de las funciones de control y con las que comparten el ejercicio del poder (…). En Indias los micropoderes están representados por los encomenderos, los poseedores de esclavos (amos), los propietarios de tierras y de minas". Diana Luz Ceballos, "Gobernar las Indias: por una historia social de la normalización", Historia y Sociedad 5 (dic., 1998): 177.

12 AHC, Cali, F. Cabildo, t. 13, ff. 216-217.

13 Colmenares, Historia económica y social…, vol. 2, 243.

14 Patiño 162; Germán Colmenares, Cali: terratenientes, mineros y comerciantes. Siglo XVIII (Bogotá: Banco Popular, 1983) 149.

15 "Las funciones judiciales del gobernador cesaron con la independencia". Patiño 181.

16 Patiño 162.

17 Patiño 163.

18 Colmenares, Cali: terratenientes… 146.

19 AHC, Cali, F. Judicial, caja 57, expediente 10, f. 1v.

20 María Elena Cortés Jácome, "No tengo más delito que haberme casado otra vez, o de cómo la perversión no siempre está donde se cree", De la santidad a la perversión. O de porqué no se cumplía la ley de Dios en la sociedad novohispana, ed. Sergio Ortega (México: Grijalbo, 1986) 170.

21 Ots Capdequí 31.

22 Iván Espinosa, El sueño del ahorcado: una experiencia subjetiva de la pena de muerte a finales de la Colonia (Bogotá: Universidad de los Andes / CESO, 2008) 148-149.

23 Ver Colmenares, Cali: terratenientes

24 Marta Herrera enfatiza en otra de las rivalidades jurisdiccionales características del siglo XVIII, esta vez entre jueces pedáneos y corregidores de naturales en la provincia de Santafé. Los segundos, con la progresiva eliminación de los pueblos de indios, vieron menguadas sus atribuciones en beneficio de los primeros, justicias encargadas de ejercer entre la cada vez mayor población "blanca" insertada en dichos pueblos. Ver Marta Herrera, Poder local, población y ordenamiento territorial en la Nueva Granada, siglo XVIII (Bogotá: Archivo General de la Nación, 1996).

25 Eduardo Mejía Prado, Campesinos, poblamiento y conflictos: Valle del Cauca (1800-1848) (Cali: Universidad del Valle / Centro de Estudios Regionales REGION, 2002) 38-39.

26 Eduardo Mejía Prado, Bugalagrande: formación histórica de un pueblo valluno. Siglos XVII-XIX (Cali: Universidad del Valle / Alcaldía Municipal de Bugalagrande, 2008) 54.

27 Patiño 150; Herrera 125-126.

28 Margarita Garrido, "Entre el honor y la obediencia: prácticas de desacato en la Nueva Granada colonial", Historia y Sociedad 5 (dic., 1998): 32.

29 Herrera 169.

30 Eduardo Mejía Prado, Origen del campesino vallecaucano. Siglos XVIII y XIX (Cali: Universidad del Valle, 1996) 64-65.

31 Recordemos que tanto la interpretación arbitraria de las leyes como la oscuridad y desconocimiento de estas, en las que se mantenía a la gente común, son algunos de los puntos en los que el jurista Cesare Beccaria enfocó su crítica de cuño ilustrado al sistema judicial de la época: "Si es un mal la interpretación de las leyes, es otro evidentemente la oscuridad que arrastra consigo necesariamente la interpretación, y aún lo será mayor cuando las leyes están escritas en una lengua extraña para el pueblo, que lo pongan en la dependencia de algunos pocos, no pudiendo juzgar por sí mismo cual será el éxito de su libertad o de sus miembros en una lengua que forma de un libro público y solemne uno casi privado y doméstico". Cesare Beccaria, Tratado de los delitos y de las penas (Buenos Aires: Heliasta, 1993) 67.

32 La información recogida en el Resúmen [sic] general del censo de población de la provincia de Popayán, formado por los padrones particulares de 1808 y de algunos años anteriores no hace otra cosa que ratificar el predominio demográfico casi absoluto de los individuos calificados esta vez como "personas libres", mayoría en casi todas las "municipalidades" de la Gobernación, excepto en Los Pastos y el Distrito de Mocóa [sic], de leve prevalencia indígena, y en la tenencia de Raposo, con mayoría de esclavizados. Los libres del valle geográfico del río Cauca pasaron de ser 33.018 en 1797 a 51.014 en 1808, aunque su porcentaje poblacional en relación con el total de la Gobernación de Popayán disminuye en términos relativos: de un 60% a un 55%. Ello sugiere una más que plausible intensificación del mestizaje en la generalidad de la provincia durante los once años intercensales. Ver La Aurora [Popayán] 15 may. 1814: 91.

33 Mejía Prado, Campesinos, poblamiento… 97-98.

34 Alonso Valencia Llano, Marginados y "sepultados en los montes": orígenes de la insurgencia social en el valle del río Cauca (1810-1830) (Cali: Universidad del Valle, 2008) 53.

35 Mejía Prado, Origen del campesino… 61-62.

36 AHC, Cali, F. Judicial, caja 54, exp. 20, ff. 29r.-30r.

37 AHC, Cali, F. Judicial, caja 54, exp. 20, ff. 38r. y v.

38 AHC, Cali, F. Judicial, caja 54, exp. 20, f. 99v.

39 AHC, Cali, F. Judicial, caja 54, exp. 20, f. 101r.

40 Verónica Undurraga Schüller, "Valentones, alcaldes de barrio y paradigmas de civilidad. Conflictos y acomodaciones en Santiago de Chile, siglo XVIII", Revista de Historia Social y de las Mentalidades 14.2 (2010): 53-55

41 Archivo Central del Cauca (ACC), Popayán, Sección Colonia, Fondo Judicial-Criminal 43, ff. 2r.-3r.

42 Edward Palmer Thompson, "Historia y Antropología", Agenda para una historia radical (Barcelona: Crítica, 2000) 26.

43 Claudia Arancibia, José Tomás Cornejo y Carolina González, "Hasta que naturalmente muera. Ejecución pública en Chile colonial (1700-1810)", Revista de Historia Social y de las Mentalidades 5 (inv., 2001): 172.

44 Germán Colmenares, "El manejo ideológico de la ley en un periodo de transición", Historia Crítica 4 (jul.-dic., 1990): 19.

45 Michel Foucault, Los Anormales (Curso en el College de France, 1974-1975) (Madrid: Akal, 2001) 81.

46 ACC, Popayán, S. Colonia, F. Judicial-Criminal 157, f. 12r.

47 Patiño 413-415.

48 ACC, Popayán, S. Colonia, F. Judicial-Criminal 144, f. 21r.

49 Patiño 324.

50 No es casualidad que a Zúñiga lo hubiesen destinado, en principio, a la inmensa hacienda de La Bolsa.

51 ACC, Popayán, S. Colonia, F. Judicial-Criminal 144, f. 22v.

52 El propio Beccaria llegó a recomendar, para quienes cometiesen un hurto impregnado de violencia, una pena mezcla de esclavitud temporal (servil) con castigos corporales. Beccaria, Tratado de los delitos… 104.

53 ACC, Popayán, S. Colonia, F. Judicial-Criminal 151, ff. 17r. y v.

54 Juan Carlos Jurado Jurado, Vagos, pobres y mendigos. Contribución a la historia social colombiana (1750-1850) (Medellín: La Carreta, 2004) 42.

55 Michel Foucault, Vigilar y Castigar: nacimiento de la prisión (México: Siglo XXI, 1984) 112-113.

56 Patiño 419.

57 Juan Marchena F., Ejército y milicias en el mundo colonial americano (Madrid: Mapfre, 1992) 259.

58 "Exhortación de la Patria", Correo curioso, erudito, económico y mercantil 3 [Santafé] 3 mar. 1801.

59 La Aurora [Popayán] 7 ago. 1814: 158-159.

60 Era el caso de Cesare Beccaria, para quien la finalidad de toda pena "El fin, pues, no es otro que impedir al reo causar nuevos daños a sus ciudadanos, y retraer los demás de la comisión de otros iguales". Beccaria, Tratado de los delitos… 80.


Obras citadas

I. Fuentes primarias

Archivos

Archivo Central del Cauca, Popayán (ACC)
Sección Colonia,
Fondo Judicial-Criminal         [ Links ]

Archivo Histórico de Cali, Cali (AHC)
Fondos Cabildo y Judicial        [ Links ]

Periódicos

La Aurora [Popayán] 1814.         [ Links ]
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