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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

versão impressa ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.41 no.2 Bogotá jul./dez. 2014

https://doi.org/10.15446/achsc.v41n2.48786 

http://dx.doi.org/10.15446/achsc.v41n2.48786

La "Auténtica Democracia". Una trama del nacionalismo argentino en los años 30 y 40

The "Authentic Democracy". A Facet of Argentinean Nationalism in the 1930s and 1940s

A "Autêntica Democracia". Uma trama do nacionalismo argentino nos anos 1930 e 40

BORIS MATÍAS GRINCHPUN*
Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani" Universidad de Buenos Aires, Buenos aires, Argentina
*matiasgrinchpun@gmail.com

Artículo de investigación.
Recepción: 02 de febrero de 2013. Aprobación: 05 de mayo de 2014.

Cómo citar este artículo.
Grinchpun, Boris Matías. "La ‘Auténtica Democracia'. Una trama del nacionalismo argentino en los años 30 y 40". Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 41.2 (2014): 191 – 224.


Resumen

El nacionalismo de derecha en Argentina ha sido visto, generalmente, como un movimiento elitista y antidemocrático. Sin embargo, también hubo intelectuales nacionalistas que tendieron puentes hacia una "tradición democrática". Carlos Ibarguren y Ernesto Palacio anunciaron, en el contexto de la Gran Depresión, que la "falsa" democracia liberal dejaría su lugar a otra más "genuina": el fascismo italiano, que reconstruía los lazos entre el Estado y la sociedad, a partir de liderazgos carismáticos, el corporativismo e el intervencionismo económico. Al mismo tiempo, según estos intelectuales, el fin del parlamentarismo y del liberalismo económico clausuraría las disputas políticas y posibilitaría una colaboración entre las clases sociales. Se estudia esta reformulación autoritaria de la democracia, fruto de la lectura que Palacio e Ibarguren hicieron del escenario político argentino e internacional.

Palabras clave: Ernesto Palacio, Carlos Ibarguren, nacionalismo, fascismo, democracia, Argentina.


Abstract

Right-wing nationalism in Argentina has generally been seen as an elitist and antidemocratic movement. Nonetheless, there were also nationalist intellectuals who built bridges toward a "democratic tradition". In the context of the Great Depression, Carlos Ibarguren and Ernesto Palacio announced that «false» liberal democracy would give way to a more «genuine» one: Italian Fascism, which would rebuild the bonds between the State and society, on the basis of charismatic leaders, corporatism, and economic interventionism. According to these intellectuals, the end of the parliamentary system and liberalism would also put an end to political disputes and make possible collaboration among social classes. The article examines this authoritarian reformulation of democracy, which was the result of Palacio and Ibarguren's reading of the Argentinean and international political scenarios.

Keywords: Ernesto Palacio, Carlos Ibarguren, nationalism, Fascism, democracy, Argentina.


Resumo

O nacionalismo de direita na Argentina tem sido visto, geralmente, como um movimento elitista e antidemocrático. Contudo, também houve intelectuais nacionalistas que estabeleceram pontes para uma "tradição democrática". Carlos Ibarguren e Ernesto Palacio anunciaram, no contexto da Grande Depressão, que a " falsa" democracia liberal deixaria seu lugar a outra mais "genuína": o fascismo italiano, que reconstruía os laços entre o Estado e a sociedade a partir de lideranças carismáticas, corporativismo e intervencionismo econômico. Ao mesmo tempo, segundo esses intelectuais, o fim do parlamentarismo e do liberalismo econômico encerraria as disputas políticas e possibilitaria uma colaboração entre as classes sociais. Estuda-se essa reformulação autoritária da democracia, fruto da leitura que Palacio e Ibarguren fizeram do cenário político argentino e internacional.

Palavras-chave: Ernesto Palacio, Carlos Ibarguren, nacionalismo, fascismo, democracia, Argentina.


Introducción. ¿Qué democracia?1

El 6 de septiembre de 1930 una columna compuesta mayormente por cadetes del Colegio Militar, bajo el mando del general José Félix Uriburu, marchó sobre la ciudad de Buenos Aires. Tras protagonizar algunos enfrentamientos aislados, las tropas ocuparon la Casa de Gobierno y consumaron el primer golpe de Estado del siglo XX en Argentina. El presidente Hipólito Yrigoyen, que se hallaba entonces de licencia por motivos de salud, se dirigió a la vecina ciudad de La Plata y dimitió de su cargo.

Diversos sectores sociales saludaron con alborozo la debacle del yrigoyenismo. Desde hacía algunos años la aversión a la administración radical se había unido con la aparente imposibilidad de derrotarla en las urnas, lo cual motivaba el surgimiento de conspiraciones en círculos civiles y militares. La participación en estos preparativos, el éxito de la "revolución de septiembre" y su posterior celebración apuntarían a la existencia de una cultura política2 en la Argentina que no consideraba contradictoria la realización de golpes de Estado con la defensa de la institucionalidad republicana. De hecho, la ruptura del orden constitucional se legitimaba en la defensa de la misma Constitución, la cual habría sido vapuleada por la Unión Cívica Radical e Yrigoyen.

Este no habría sido el caso de los intelectuales de derecha generalmente identificados como nacionalistas, quienes también apoyaron el golpe y tuvieron un papel destacado en su gestación. Como podía leerse en La Nueva República, periódico publicado por los hermanos Irazusta, o en La Fronda, dirigido por Francisco Uriburu, muchos de ellos responsabilizaban a la Ley Sáenz Peña de 1912 por la crisis política. El nuevo régimen electoral, al haber permitido la llegada del radicalismo al poder, había provocado la degeneración del sistema de gobierno, que habría devenido en una "oclocracia" caracterizada por la corrupción, el predominio de la "politiquería de comité" y el descontrol del "populacho".3 Pero la solución no residía en restaurar las instituciones republicanas, según el ideal de Sáenz Peña, o en remitirse a períodos aun anteriores, cuando el fraude y los gobiernos electores conjuraban la incertidumbre de las elecciones. La crisis sería superada solamente por medio de una reforma de la Constitución y del Estado. En este sentido, experiencias contemporáneas, como la de Miguel Primo de Rivera en España y la de Benito Mussolini en Italia, despertaban el interés y el entusiasmo de muchos nacionalistas.

Sin embargo, estas expectativas de cambio pronto se verían defraudadas. Para empezar, los jóvenes intelectuales nacionalistas (como Ernesto Palacio, quien fue fugazmente Interventor Interino de la provincia de San Juan) no recibieron los cargos que anhelaban o fueron directamente pasados por alto. Ya el 1 de octubre de 1930 Rodolfo Irazusta comentaba amargamente, en una carta a su hermano Julio, que "el cambio de gobierno operado en el país […] ha sido una de las cosas más absurdas que darse puedan. Preparado y ejecutado por los reaccionarios, es usufructuado abiertamente por los liberales".4 Mejor suerte tuvo Carlos Ibarguren, primo del general Uriburu, quien fue puesto a la cabeza de la intervención en la provincia de Córdoba. Allí manifestó su deseo de que "en el Estado actúen los representantes genuinos de los verdaderos intereses sociales, en todas sus capas, evitando que el profesionalismo electoral, que no significa ningún valor, acapare el gobierno y se interponga entre este y las fuerzas vivas y trabajadoras del país", una alusión apenas velada a las fórmulas corporativistas en boga en círculos católicos y fascistas.5

Estos proyectos carecieron de apoyos políticos concretos. La ausencia podría explicarse por las reticencias de sectores mayoritarios del ejército y de las elites, quienes habrían permanecido fieles a un ideario liberal más tradicional,6 así como también por el carácter impreciso de estas propuestas, que en muchos casos no pasaban de expresiones admirativas hacia los modelos foráneos y de consideraciones generales sobre su aplicación en la Argentina. El nacionalismo había demostrado ser un ariete valioso contra el yrigoyenismo, puesto que atacaba implacablemente su gestión de gobierno desde la prensa. Cuando Yrigoyen fue derrocado, el nacionalismo pasó a ocupar un rol marginal dentro de los actores que intrigaban en torno del gobierno.

Proyectos de ese tipo cayeron virtualmente en el olvido, al perder Uriburu la pulseada política que lo enfrentaba con el hombre fuerte del ejército, el general Agustín Pedro Justo. Este presentó su candidatura presidencial en 1931, y llegó al poder un año después, en buena medida gracias a su gran perspicacia política. Justo presidió un período que ha sido tildado de "restauración conservadora", expresión significativa si se toma en cuenta que los elencos políticos del pasado que Irazusta denostaba, y que eran en su mayoría poco afectos a los planes y al ideario nacionalistas, mantuvieron las riendas del gobierno.7 La actividad de los nacionalistas debió concentrarse en la fundación y refundación de organizaciones, el lanzamiento de nuevas publicaciones y el debate interno de cuestiones teóricas y prácticas. A partir de lo dicho, no debería pensarse que estos sectores ocuparon un lugar marginal: por el contrario, alcanzaron mediante sus actividades una repercusión significativa en la sociedad civil e incluso accedieron a cargos en el gobierno nacional y en los provinciales. Podría incluso argumentarse que el nacionalismo adquirió en este momento una relevancia política y social que no recuperaría durante las décadas siguientes.

Este trabajo se centra en algunos de los cambios que el ideario nacionalista sufrió durante ese período. La decepción frente a la experiencia iniciada el 6 de septiembre llevó a muchos de estos intelectuales a repensar sus diagnósticos sobre la realidad argentina y a elaborar nuevas soluciones para los problemas que la aquejaban. Los regímenes autoritarios que estaban en auge en Europa continuaron siendo una fuente de inspiración para los pensadores que buscaban alternativas a la democracia liberal, así como salvaguardas frente al comunismo soviético que aquella parecía favorecer antes que evitar. De todas formas, vale mencionar que desarrollos en países democráticos, como el New Deal en los EE.UU., fueron también tenidos en cuenta, aunque eran considerados pruebas de la imposibilidad de sostener el liberalismo, mas no intentos de defenderlo.

A lo largo de esta búsqueda de respuestas, términos como "dictadura", "corporativismo" y "cesarismo" sirvieron de puntos de referencia, pero también lo hicieron "democracia" y "pueblo". De hecho, varios de estos conceptos experimentaron profundas resignificaciones, lo cual daría cuenta de los cambios que las realidades políticas nacional e internacional provocaron en el pensamiento nacionalista. Frente a posturas como las de Marysa Navarro Gerassi,8 Christian Buchrucker9 y David Rock,10 este trabajo plantea la necesidad de matizar los juicios de conjunto acerca del carácter elitista y antidemocrático del nacionalismo de derecha. Si bien figuras como Enrique P. Osés, Nimio de Anquín o el padre Julio Meinvielle se ajustan en buena medida a las descripciones realizadas por dichos autores, otras presentan concepciones bien distintas. Como ha señalado Alberto Spektorowski, en su discurso aparecen temáticas aparentemente anómalas como el antiimperialismo y la justicia social.11 En su caso, sería más preciso hablar de "antiparlamentarismo" y de "antiliberalismo", antes que de "antidemocratismo" a secas.

En este sentido, el enfoque aquí adoptado es tributario de la perspectiva de Enrique Zuleta Álvarez, quien introdujo una distinción entre un "nacionalismo doctrinario", encerrado en la reproducción de modelos foráneos y, por ende, extraños a la realidad nacional, y un "nacionalismo republicano", que favorecería en mayor medida una política de masas y de promoción de la justicia social.12 Sin embargo, entre otras cosas, no se comparte aquí elentusiasmo militante de Zuleta Álvarez por el "nacionalismo republicano" y se presta atención a figuras que dicho autor deja relativamente de lado. Estas figuras son Carlos Ibarguren (1877-1956) y Ernesto Palacio (1900-1979). Esta selección podría fundamentarse en su común adscripción al nacionalismo, en su atracción por el fascismo y en su posterior acercamiento al peronismo. Al mismo tiempo, las diferencias entre ellos permiten complejizar y enriquecer el cuadro: así, mientras Ibarguren pertenece a la generación que alcanzó su madurez en torno del Centenario, Palacio se inserta en un grupo más joven con una actitud irónica y mordaz hacia sus antecesores. Asimismo él sería un intelectual, si se entiende esta categoría como "hombre de lo cultural, creador o mediador, colocado en la situación de hombre de lo político, productor o consumidor de ideología".13 Ibarguren podría ser asimilado más fácilmente a la figura del gentleman-escritor, ya que para él "la literatura no era oficio sino privilegio de la renta […] su estilo ‘daba tono y sello' por más espectacular y por conjugarse con un ocio mayor articulado en su prestigio y en el control de las estructuras de difusión".14 De hecho, estos autores permitirían observar el "fin del liderazgo de los gentlemen-escritores hacia una profesionalización del oficio de escribir […] un desplazamiento del predominio de los escritores con apellidos tradicionales a la aparición masiva y la preeminencia de escritores provenientes de la clase media".15

Las fuentes utilizadas son de índole literaria: se trata de libros de ensayos publicados entre 1930 y 1943. Algunos de esos textos ya habían aparecido en forma de artículos en la prensa periódica. Una excepción son las memorias de Ibarguren, que, a pesar de haber sido escritas durante la década del cincuenta, echan luz sobre la situación política y cultural argentina de veinte años antes, así como sobre las motivaciones (y arrepentimientos) de su autor.

Frente a este tipo de documentos sale a relucir lo que Oscar Terán ha llamado "un problema clásico de la historia intelectual: el del desfase entre lo real —si se permite hablar en estos términos— y lo que los contemporáneos se representan como real", cuestión a la cual presentó la respuesta de Johan Huizinga de que tanto lo que los sujetos ven como lo que no ven integra la forma que tienen de interpretar la realidad y actuar en ella.16 En otras palabras, los textos presentarían una visión sesgada de la realidad, tanto por intereses políticos y materiales inmediatos como por las limitaciones de los propios actores. Estos se encuentran inmersos en una situación que los condiciona desde lo económico, lo político y lo cultural, y frente a la cual eligen como forma de intervención la actividad intelectual. Por este motivo, puede resultar en ciertos puntos esclarecedor matizar el análisis de las obras con ciertas notas biográficas que permitan reconstruir la coyuntura en la cual los textos fueron escritos, publicados y recibidos.

La primera parte recorrerá los diagnósticos que estos pensadores hicieron de la realidad sociopolítica de Argentina después del golpe de Estado de 1930 y durante los primeros años de la presidencia de Justo. Una segunda parte prestará atención a la percepción que tenían de la escena internacional y de los modelos alternativos que esta presentaba, con un énfasis especial en la Italia mussoliniana. Una tercera y última parte combinará los problemas mencionados en la primera con las soluciones encontradas en la segunda para dar forma al concepto que cruzaría las reflexiones de los dos autores: una "auténtica democracia", uno de los puentes conceptuales entre el nacionalismo y el peronismo.

La "revolución traicionada"

¿Qué pensaban estos autores de Argentina? ¿Cómo percibieron el rápido agotamiento del capital político del general Uriburu? ¿Cuáles eran sus perspectivas sobre la "solución sin solución" que la "república imposible" de Justo presentaba para los problemas de la república verdadera, para utilizar la expresión de Tulio Halperín Donghi?17

Tras serle negada una entrevista con Uriburu, Palacio renunció al cargo que el "gobierno revolucionario" le había otorgado y se dedicó a publicar artículos de filosofía política en varios periódicos de Buenos Aires, así como al estudio de la Antigüedad clásica.18 Cuando La Nueva República reapareció como diario, en la segunda mitad de 1931, con el apenas velado objetivo de promocionar la candidatura de Justo, Palacio se sumó a la empresa.19 Como Rodolfo Irazusta casi un año antes, el futuro historiador afirmaría que:

Saludada con alborozo por la unanimidad de la opinión pública, que veía en ella la terminación de todos sus males, la revolución dilapidó ese tesoro de popularidad por no saber interpretar su propio sentido. Y no supo interpretarlo, porque llamó a colaborar en su obra a políticos valetudinarios, o jóvenes con espíritu de tales, a quienes todavía les duraba la sorpresa de haber sido desalojados por el radicalismo y que desde hacía veinte años no entendían lo que pasaba en el país.20

Junto a la crítica de los vetustos elencos gobernantes y de su desfasada visión de la política (tal vez una nueva expresión de decepción y resentimiento), Palacio introdujo su opinión del radicalismo: al ser "la única fuerza nacionalista con arraigo popular en el país", debía participar en los comicios para legitimarlos.21 Esta apreciación evidenciaba el abandono de una concepción netamente peyorativa de la Unión Cívica Radical, para pasar a reconocer su carácter nacionalista y mayoritario, aun sin el control de los resortes del gobierno.

De todas formas, los neorrepublicanos apostaban por Justo, ya que, en su condición de "candidato del ejército, de la revolución (en cuanto esta significa todavía una aspiración de bien público) y del país, el general Justo es la solución única". Pero a pesar de no haber otra alternativa al "socialismo extranjerizante", el apoyo al militar es condicional:

Nosotros profesamos que la legitimidad del gobierno se juzga por sus actos más que por su origen. El general Justo, que será ungido en una elección revolucionaria, tendrá en sus manos, con la posesión del poder, los medios de obtener la ratificación de su mandato, en la aprobación ulterior de la opinión pública beneficiada por sus actos de gobernante.22

Pero no solo a la actividad periodística se entregó Ernesto Palacio: "encerrado en una biblioteca, cuando todo mi ser me pedía guerra, la tarea de rehacer el episodio catilinario fue para mí una forma de liberarme, una válvula de escape, una compensación psicológica".23 Catilina, escrito durante 1931 pero publicado recién cuatro años después, no era "una obra artística, sino un manual político" para facilitar "a sus lectores la comprensión de las situaciones complejas y los conflictos que se presentan en la lucha eterna por el poder".24 La premisa es clara: "Catilina, precursor infortunado del imperio, no sería más que la víctima de una injusticia histórica, grabada a fuego, en materia imperecedera, por el talento de sus adversarios".25 Este enemigo era la oligarquía, que encontraba su más descollante vocero en Cicerón, quien "al servicio de todas las causas que defendió puso su maravillosa elocuencia", aunque "su moral fue siempre la del abogado".26 Posteriormente, Salustio habría acomodado su relato de la revuelta a la voluntad de César, quien habría condenado la conspiración tras favorecerla en sus inicios.

Así, la pretensión de Palacio era rehabilitar a Catilina y, junto con él, al recurso revolucionario. Este no debía ser rechazado por simples cuestiones de principio, sino que debía ser evaluado según sus intenciones:

la voluntad de librar a la patria de la opresión, de la corrupción, del desorden, para establecer un orden duradero y justo, es lo que diferencia a dichos movimientos de los estallidos espontáneos de la anarquía […] Cuando aquella voluntad los anima, son un bien.27

En pocas palabras, el estudio del mundo clásico le habría brindado a Palacio un referente histórico con el que podía identificarse y le permitía explicar (y explicarse) la situación que vivía el país: primero, "la revolución, su revolución, solo aprovechaba a una camarilla de hombres gastados".28 Luego Justo, quien habría sido apoyado por ser el mal menor en el seno de un "régimen republicano-aristocracia templada con democracia", que se había convertido en "crudamente oligárquico-financiero, bajo la máscara simpática y engañosa de la soberanía popular" y donde "la calidad empieza a medirse exclusivamente por la riqueza".29 En este contexto, sería legítimo que los jóvenes se rebelaran si es que en sus miras estaba destronar a la gerontocracia plutocrática y salvar a la patria. Este tipo de retórica antioligárquica no era nueva para un autor que había explorado y expresado en La Nueva República el pensamiento del monarquista Charles Maurras. En El Porvenir de la Inteligencia, de 1905, el principal ideólogo de L'Action Française denunciaba la transformación de la elite francesa en una plutocracia a lo largo del siglo XIX, como otra nefasta consecuencia de la revolución de 1789.30

También aparece en Catilina un elemento que será perdurable en la obra del escritor: la oposición entre la vida activa y la contemplativa. Este recurrente binomio de la filosofía occidental fue explorado contemporáneamente por Oswald Spengler, a quien Palacio reconoció explícitamente como inspirador de su obra.31 El pensador alemán había expuesto en su obra monumental La decadencia de Occidente una filosofía de la historia que rechazaba el progreso del Iluminismo, en favor de una sucesión de ciclos históricos, marcados por la natural alternancia entre el ascenso de culturas y el declive de civilizaciones. A partir de este planteamiento, podría reconocerse en los derrumbes del pasado las prefiguraciones de los cataclismos futuros. Palacio habría adoptado este argumento: la crisis argentina de su tiempo habría sido presentada como un reflejo de los últimos años de la República romana. También habría coincidido con Spengler cuando este manifestaba que:

[…] mientras el hombre vive plenamente, naturalmente, evidentemente, en una cultura en plenitud, su vida tiene una actitud indeliberada. Su moral es instintiva […] es hondamente poseída. Pero cuando la vida declina; cuando […] se hace necesaria una teoría para poner la vida en escena y ordenarla; cuando la vida se torna objeto de la contemplación, entonces la moral se convierte en problema.32

El autor de Catilina habría recuperado esta visión peyorativa de la actividad intelectual al caracterizar a Cicerón de la siguiente manera: "el abogado nato es un hombre de acción, un hombre de lucha; él, en cambio, se inclina, según hemos dicho, a la vida contemplativa: es un abogado injertado en hombre de letras".33 De todas formas, como se sugirió más arriba, esta dicotomía excede a estos dos autores y puede incluso remontarse a los orígenes de la tradición contrarrevolucionaria europea, con la obra de Edmund Burke.34

Carlos Ibarguren presenta un relato mucho más entusiasta de la revolución septembrina en La historia que he vivido. Frente al "desastre que la nación sufría como consecuencia del gobierno del señor Hipólito Yrigoyen", "el ejército ‘hecho pueblo y el pueblo hecho ejército'" había reaccionado.35

A las apoteósicas descripciones de José Félix Uriburu, las agrupaciones nacionalistas y la efímera gestión, se suma el autocelebratorio recuerdo de su paso por Córdoba. Su misión allí "no consistía solo en gobernar a esa provincia hasta la normalización de la República, sino principalmente en llevar al interior del país […] la palabra del jefe de la revolución y procurar la realización de su plan".36

¿En qué consistía este plan? Como proclamaría en un famoso y ampliamente citado discurso, en una reforma institucional "contra la prepotencia presidencial […] contra la absorción de las provincias por el Poder Ejecutivo Nacional" y a favor de la representación de "los verdaderos intereses sociales". El proyecto parecía respetar las instituciones establecidas cuando negaba querer "convertir al Congreso en parlamento fascista o asamblea compuesta solamente por delegados gremiales y corporativos".37 Según Olga Echeverría, esta ambigüedad frente al sistema heredado podía encontrarse en todo el sector uriburista, el cual habría mantenido algunas convicciones liberales por indefinición ideológica o conveniencia política.38 En cualquier caso, tanto su discurso como su acción de gobierno representarían un intento de reforma tibio e inseguro, sin vulnerar los límites de la Constitución ni los intereses de los principales partidos políticos.

El contrapunto de Uriburu en el relato de Ibarguren es el general Justo, "político por vocación, ambicioso por naturaleza, liberal, inquieto, cauteloso y maniobrero".39 En este contexto de intriga y pugna, el llamado a elecciones en la provincia de Buenos Aires para el 5 de abril de 1931 supuso "dar un salto en el vacío y socavar la revolución".40 Los posteriores intentos de Uriburu por continuar con sus reformas fracasaron frente a las presiones de los partidos, las conspiraciones de los radicales y las ambiciones de Justo, que devino en "verdugo" del proyecto septembrino. Con su llegada a la presidencia se mantuvieron en el poder "grupos políticos en decadencia que no representaban al país real y constituían, en su mayor parte, los restos del antiguo régimen que el radicalismo había desplazado durante quince años". Al rechazo expresado por radicales, nacionalistas y la población en general, se sumaba su responsabilidad en el caos social, con "la desocupación, el malestar del proletariado y la propaganda anárquica y comunista".41 La decepcionante experiencia de la "restauración conservadora" habría provocado una transformación en el jurista, quien habría renegado definitivamente de la democracia liberal al punto de declarar su defunción histórica en La inquietud de esta hora.

A modo de cierre, podría señalarse que estas perspectivas coincidieron en su tono pesimista, aunque encontraban distintos culpables. Mientras Ibarguren encomia a Uriburu por su voluntad de reformar las instituciones y salvar a la nación, Palacio lo critica por haber propiciado el regreso de los políticos conservadores al poder. Para el primer autor, este rol lo habría cumplido Justo, a quien el joven neorrepublicano da, al menos en un principio, un tibio apoyo.

Así mismo, la naturaleza de los problemas sería distinta para cada uno de estos intelectuales: Palacio descarga su artillería contra una oligarquía vetusta, dedicada a satisfacer sus intereses materiales y a perpetuarse en el poder, por lo cual el conflicto se ubicaría en un plano social y generacional. Por su parte, un Ibarguren, resentido por su efímero y decepcionante regreso a la política, parece apuntar a un régimen corrupto y obsoleto que se encuentra peligrosamente desfasado respecto de las transformaciones que el mundo en general y Argentina en particular están sufriendo.

Roma o Moscú

Ernesto Palacio reconoció en Catilina las bondades del autoritarismo:

[…] el cesarismo significa […] algo más que la sustitución de un orden inicuo por otro nuevo, más ajustado a la equidad. Significa también un rejuvenecimiento de las naciones, por el establecimiento de la sucesión natural en el ejercicio del mando. Y, en consecuencia, una resurrección moral, por la exaltación de las virtudes heroicas.42

Al parecer, la juventud no tenía la fuerza suficiente para derrocar la gerontocracia atrincherada en el poder: necesitaba un líder excepcional capaz de orientar sus esfuerzos y derrocar al régimen establecido

Ya en El espíritu y la letra, colección de ensayos aparecida en 1936, el eje no estaba puesto entonces en la juventud, sino en las masas. Palacio habría reconocido que, por su peso numérico y creciente politización, estos sectores no podían ser excluidos de la lucha por el poder. Sin embargo, la naturaleza voluble e inconstante que las caracterizaba las hacía impredecibles: "[ellas] pueden llevar al poder a hombres indignos, a aventureros sin escrúpulos, tan ciegamente como pueden elegir al estadista irremplazable, al salvador, al César benéfico".43

Podría argumentarse que la peyorativa apreciación de las masas hecha por Palacio sería tributaria de la influyente Psicología de las multitudes de Gustave Le Bon, ampliamente leída en la Argentina desde finales del siglo XIX. El erudito francés sostenía que la masa:

[…] era conducida casi exclusivamente por el inconsciente. Sus actos están mucho más influidos por la médula espinal que por el cerebro [...] La masa, juguete de todos los estímulos exteriores, refleja las incesantes variaciones de los mismos [...] En un instante pasan de la ferocidad más sanguinaria a la generosidad o el heroísmo más absolutos.44

Ese comportamiento explicaba el surgimiento de los regímenes cesaristas:

El autoritarismo y la intolerancia constituyen para las masas sentimientos muy claros, que soportan tan fácilmente como practican. Respetan la fuerza y no les impresiona la bondad [...] El tipo de héroe querido por las masas tendrá siempre la estructura de un César [...] Dispuesta siempre a sublevarse contra una autoridad débil, la masa se inclina servilmente frente a una autoridad fuerte.45

Lo que Le Bon había teorizado a partir de Napoleón III y el general Boulanger, Palacio intentaba aplicarlo a los dictadores de su época: "Mussolini e Hitler [sic] no son hombres de círculo ‘ilustrado', sino de mayorías aplasta-doras, y viven en contacto permanente con la multitud, cuyas aspiraciones interpretan".46 Entre estos anhelos, el escritor resaltó "la existencia de estados fuertes, los cuales requieren, para subsistir, una sólida armazón de virtudes. Sin patriotismo, sin justicia, sin espíritu de sacrificio, sin orgullo nacional, sin fidelidad, no hay Estado".47 Es apropiado señalar que esta imagen estaba muy extendida entre los políticos argentinos, quienes criticaban a los conservadores y nacionalistas locales por su distancia respecto del elemento popular.

La oposición entre la vida activa y la contemplativa tiene un peso mucho mayor en El espíritu y la letra que en Catilina. Al referirse al fascismo, Palacio observa que "sus hombres representativos no son intelectuales. Son políticos, hombres de puño, o ‘recordmen', o capitanes de industria, o aventureros internacionales".48 En este sentido, se diferenciarían de unas elites que habrían claudicado frente a las costumbres burguesas y pasado a tener "arte, ciencia, cultura como finalidad de la vida", una "fórmula que nadie discute, so pena de encarnar el torvo fantasma del obscurantismo".49 Esta centralidad de las actividades especulativas habría conducido al "apaciguamiento de las pasiones, a su vez, tan definitivo, que redunde en blandicia femenina, por extirpación de ese mínimo de ferocidad que debemos conservar los ejemplares machos de nuestra especie". Palacio achacaría a estas transformaciones el estado de decadencia que observa en la civilización occidental, el cual se manifestaría en una reducción de la agresividad.50 En este aspecto, el escritor se acercaría a los propagandistas italianos: la violencia sería exaltada de manera recurrente por los intelectuales y la propaganda fascistas. La ideología de la acción, que el fascismo proclamaba encarnar, era presentada como una oposición al conformismo y el racionalismo burgueses.51

Palacio revisitó algunas de estas temáticas en La historia falsificada, recopilación de artículos aparecida en 1939. El autor ampliaba allí su descripción de los "regímenes totalitarios":

[…] un estudio somero de los orígenes del fascismo y del nacional-socialismo nos muestra que surgieron y triunfaron como movimientos de masas, encabezados por caudillos de origen y tendencias eminentemente populares […] una autoridad que cuenta con tales auspicios no puede ser despótica, desde que solo hay despotismo en la medida en que falta el consentimiento general de los gobernados.52

Como ya lo hiciera en El espíritu y la letra, el escritor asimila el supuesto apoyo de las masas al régimen a su carácter democrático. El plebiscito, al darle expresión a la identificación profunda entre líder y masa, sería más auténtico que las elecciones. Incluso sería más liberal, ya que "el gobierno obra en el mismo sentido, del entusiasmo popular y le da al pueblo una conciencia mística de la nacionalidad y un alto orgullo colectivo" y, por ende, "la idea de libertad […] sufre menos".53 En otras palabras, el fascismo sería una respuesta más adecuada al problema de la sociedad de masas que la democracia liberal, al fundir las expectativas del individuo en un metacolectivo denominado "pueblo", el cual tendría a su vez una relación de identidad con el líder. El autoritarismo superaría en forma dialéctica al liberalismo, al conjugar la libertad y el orden a través de la jerarquía.

Similares ataques contra el "demo-liberalismo" lanzó Carlos Ibarguren en La inquietud de esta hora, aparecido en 1934. Las crisis políticas que Francia e Inglaterra estaban atravesando le permitían aseverar que

en la hora presente podemos señalar como característica […] un ansioso anhelo por salir de los escombros del liberalismo democrático para forjar un sistema nuevo, distinto, basado no en el individualismo, sino en el grupo, en la colectividad, en la corporación.54

La multiplicación de los gobiernos autoritarios en Europa constituía para Ibarguren una evidencia irrefutable de ese ansioso anhelo.

La ruina del sistema liberal podía explicarse, en principio, porque se basaba en una ilusión: "el pueblo, como suma de votos personales, es algo inorgánico, vago, caprichoso, ciego, y considerado como entidad en los discursos políticos, es solo una palabra, una abstracción. El pueblo no consiste en los organismos parasitarios llamados partidos políticos".55 Como consecuencia del derrumbe habrían surgido dos ideologías mortalmente enfrentadas entre sí: el fascismo y el comunismo. Mientras que este último habría avanzado por la fuerza sobre el individuo, la familia, la propiedad y la religión, el primero habría "creado un régimen de trabajo productivo y solidario, es decir, un régimen social: el de las corporaciones", de manera tal que "el fascismo no anula al individuo disolviéndolo en la masa, ni sacrifica la persona al esfuerzo colectivo, sino que los armoniza".56 En otras palabras, solo el fascismo representaba una alternativa viable: este régimen aparecía como la única fuerza capaz de contener la "ofensiva general comunista" y "el torrente de anarquía que puede desencadenarse".57

Ibarguren también cuenta entre las reacciones al demo-liberalismo a "los ensayos del Presidente Roosevelt, realizados sin el concurso del Congreso y en uso de los poderes verdaderamente dictatoriales que se le han conferido", que representan "una profunda transformación económica y social. El liberalismo individualista en el país que se presentaba como la expresión más acabada de ese sistema, está siendo arrasado por completo".58 El jurista habría hecho eco de las reacciones que el New Deal provocaba en la sociedad estadounidense: el mismo presidente había presentado sus medidas como un "experimento autoritario".59 Sin embargo, podría pensarse también que el autor sobredimensionaba los aspectos novedosos introducidos por el presidente demócrata y soslayaba el mantenimiento de los mecanismos republicanos para reforzar su argumentación.60

¿Cuáles serían para Ibarguren las características del fascismo? En primer lugar, el pragmatismo: gracias a la conducción de un líder excepcional el régimen habría podido amoldarse de forma metódica y continua a la realidad social, económica y política.61 La exitosa adaptación se habría logrado gracias a una concepción orgánica e histórica de la sociedad que se opone a la atomística y materialista del liberalismo. El individuo no es el fin supremo de la sociedad; ella tiene fines propios e inmanentes de conservación, de expansión y de perfeccionamiento distintos de los peculiares de los individuos que en un momento dado la componen. Los individuos son los medios con los que la sociedad realiza sus fines.62

La forma por la cual los sujetos realizarían los fines de la sociedad no sería coercitiva, sino a través de la participación en las corporaciones organizadas por el Estado.

A modo de cierre, ¿creían estos autores que el fascismo podía aplicarse en la Argentina? Como se señaló, ambos coincidían en que el país y el mundo atravesaban una etapa crítica marcada por la decadencia y el peligro, por lo cual un cambio de rumbo se volvía ineludible. Convergían también en su apreciación de las transformaciones ideológicas posteriores a la Gran Guerra, las cuales habrían consistido en la recuperación del sentido heroico de la vida, el amor por la nación, el triunfo de los fuertes y hasta la reivindicación de la violencia.63 Ahora bien, mientras Palacio sugería que los golpes de mano y los gobiernos fuertes eran necesarios, no manifestaba que el fascismo fuera la solución adecuada ni la única: podría pensarse entonces, como ha sostenido Zuleta Álvarez, que buscara una solución autóctona antes que una copia de experiencias foráneas. Ibarguren, por su lado, culminaba el análisis de las ideologías y regímenes políticos de su época sosteniendo que

para realizar ese ideal (por el espiritualismo y el heroísmo) en la Argentina y para que ella lo difunda en Sud América es menester en esta hora de tormentosa confusión transformar la estructura del Estado, hacer que su concepto comprenda integralmente a la nación entera.64

No obstante, esa transformación del Estado debía seguir una vía vernácula: "los argentinos debemos analizarnos a nosotros mismos y sin copiar ciegamente modelos extranjeros".65

En definitiva, los dos autores habrían planteado que era imprescindible una reforma autóctona en la senda del fascismo. De hecho, ninguno habría abandonado la idea de que la Argentina tenía una responsabilidad que la excedía: debía encabezar la misión redentora del nacionalismo en todo el continente. Si bien Palacio e Ibarguren compartían la preocupación sobre cómo encuadrar y dirigir a las masas, el primero parece enfatizar en los lazos morales construidos en torno de las virtudes republicanas clásicas, mientras al segundo le interesaría más la relación individuo-sociedad mediada por las corporaciones. A su vez, mientras Palacio atacaba abiertamente a las clases dirigentes, el jurista mantenía su respeto por el sector social cuyas realizaciones pasadas no condena y con el que se sentía identificado. En lo que coincidían, en última instancia, era en que la solución al problema de la sociedad de masas estaba en la conjugación de orden y libertad, a través de la subordinación al Estado y al líder, con el cual las masas establecían una relación contradictoria de identidad y exterioridad.66

Una "revolución democrática" completa

Las resistencias a aplicar el modelo italiano sin modificaciones en la Argentina invitarían a dejar de lado toda identificación apresurada entre los nacionalistas vernáculos y el fascismo. En todo caso, sería más apropiado hablar de tendencias "filofascistas" dentro de una atracción más general por los autoritarismos en boga durante los años treinta.67 Ahora bien, ¿cuál era, entonces, la solución que planteaban estos escritores?

Ernesto Palacio brindaba una pista en El espíritu y la letra, donde profundizaba en el sentido que a su parecer tenían las transformaciones políticas europeas: para empezar, el autor negaba tajantemente la existencia de una "crisis de los gobiernos populares", ya que "la intervención de las masas en los asuntos públicos tiende a ser, por el contrario, cada vez mayor, y de este fenómeno no están excluidas ni Italia ni Alemania".68 De hecho, estaría teniendo lugar todo lo contrario:

[…] la renovación política que se anuncia no se manifestará verosímilmente como un fortalecimiento de las jerarquías actuales sobre la masa de la población, sino al revés, como el cumplimiento completo de la revolución democrática por el arrasamiento o subordinación al Estado, o sea a la colectividad, de la única jerarquía efectiva que subsiste y que es la del dinero.69

El cambio no sería necesariamente violento ni revolucionario, ya que "el sufragio universal […] en circunstancias especiales, puede ser un instrumento eficacísimo, salvador".70 Palacio habría estado convencido de la existencia de muchos medios para alcanzar una transformación del Estado en clave "democrática", y no solamente a través de las conspiraciones con las que los nacionalistas han sido muchas veces asociados.

Más detallada es la formulación presentada años después en Nuevo Orden, empresa periodística que reunió al escritor católico con los hermanos Irazusta. En su condición de director, se encargó de polemizar con agrupaciones de la derecha y de la definición teórica que Zuleta Álvarez llamaría "nacionalismo republicano". En una serie de artículos dedicados a esta cuestión, Palacio sostenía que la premisa de las visiones nacionalistas era la historia, ya que en el pasado se encontrarían las soluciones para los problemas del presente. ¿Qué mostraba ese pasado? En primer lugar, y como venían argumentando desde la década pasada los Irazusta, el conflicto entre las aspiraciones nacionales y una elite económica aliada con los intereses extranjeros que cruzaba toda la historia argentina. Pero, en segundo lugar, también habrían surgido figuras capaces de dirigir a las masas para imponer una política de soberanía e independencia económica, cuyo máximo exponente sería el caudillo Juan Manuel de Rosas (1793-1877). Si bien escapa a los propósitos de este artículo, no puede soslayarse que Palacio y otros colaboradores de Nuevo Orden participaron de la fundación del Instituto de Investigaciones Históricas "Juan Manuel de Rosas" y que inauguraron (o, si se prefiere, retomaron) el revisionismo histórico.71 El instituto debía funcionar como la punta de lanza contra la "historia oficial", construcción creada por intelectuales al servicio de las elites extranjerizantes para vilipendiar de forma injusta al Restaurador y distorsionar la realidad histórica.72

El pensador nacionalista no habría dejado de lado sus veleidades cesaristas, aunque la concentración del poder en un caudillo traía ahora aparejados un relativo respeto por las libertades individuales y un intento de acercamiento a las masas. En este sentido, resulta interesante que el escritor se reconciliara con la figura de Hipólito Yrigoyen, quien pasó de ser el denostado y demagógico "Peludo", a un "apóstol" comprometido con la defensa de la soberanía, la promoción de la justicia social y el fortalecimiento de la independencia económica. En una obra posterior y algo tardía, como lo es Historia de la Argentina, Ernesto Palacio encomiaba a la gestión radical. Así, "el secreto de la fascinación de Yrigoyen" descansaba en que "sentía en su propia carne la patria escarnecida y el pueblo vilipendiado";73 la "neutralidad […] fue antes que nada una afirmación de soberanía" que posibilitó "un proceso de industrialización"; y adoptaría frente a los trabajadores "una actitud nueva: de comprensión y auspicio de las legítimas aspiraciones".74

Muy distinta era la opinión de Carlos Ibarguren. Si había apoyado el golpe de 1930, se debía a que era necesaria una reacción contra el descalabro administrativo provocado por el radicalismo. Aún en los años cincuenta el jurista no dudaba en criticar "el personalismo de mandón que este [Yrigoyen] ejerció implacablemente y el predominio de gente inferior por su incultura e ineptitud que hacía cometer desaciertos", "la atención primordial, diré casi exclusiva […] encaminada a satisfacer los intereses del partido radical y el dominio de su oficialismo", la corrupción y, al contrario de lo señalado por Palacio, la total desatención por la cuestión obrera. De todas formas, compartía con el director de Nuevo Orden el respeto por "la firmeza, el patriotismo y la dignidad con que defendió a la soberanía nacional en los graves conflictos provocados por la guerra mundial".75 Al considerar la segunda presidencia del caudillo radical esa relativa ecuanimidad deja lugar a un ataque abierto:

[…] todo ese año 1929, cuando la crisis económica y financiera hería terriblemente a la Argentina, el Poder Ejecutivo nada importante proyectó ni realizó para conjurar, reparar o atenuar los males que sufría la nación. El tiempo invirtióse en mezquinas rencillas políticas […] y en incidencias tumultuosas provocadas por el ‘clan' personalista.76

¿Cómo explicar tal encono? Podría responderse que Ibarguren es sincero en su crítica a un gobierno signado por su autoritarismo y corrupción, aunque tal argumento no daría cuenta del apoyo que dio a otros regímenes que adolecían de los mismos vicios. Otra explicación posible radicaría en el prejuicio de clase que un hombre de la elite sentía por los políticos y militantes radicales, supuestamente de baja extracción, por ende, incultos e incapaces. A estos dos motivos podría sumarse otro, más personal, sugerido por Manuel Gálvez: al hablar de quien considera su amigo, lamenta que una persona con tales capacidades no haya podido dar todo de sí al verse prácticamente excluido de la vida política después de 1916.77 Desde esta perspectiva, Ibarguren se contaría con amargura entre el "sector social exponente de alta cultura que ejercía positiva influencia en las esferas públicas" supuestamente desalojado del poder con el advenimiento del radicalismo.78

Al quedar fuera de toda consideración este movimiento político, ¿qué solución proponía Ibarguren? En La inquietud de esta hora proclamaba la llegada de "la era de la democracia funcional",79 en la cual el Estado sumaba a sus tradicionales funciones de defensa y mantenimiento del orden público, la de estructurar a la sociedad. Para ello, "en sus cuerpos directivos debieran estar representados auténticamente los factores de las actividades en las distintas clases de la sociedad", de manera tal que "la democracia representativa se habrá realizado con verdad".80 Ibarguren depositaba sus esperanzas en un sistema corporativo organizado por el Estado, de manera que fuesen los intereses sociales antes que los individuales los que se vieran expresados. La democracia funcional presuponía un relativo declive de los parlamentos frente a la conformación de poderes ejecutivos fuertes, lo cual provocaría "una extensión de la democracia y no una limitación de ella".81 Los límites solo serían aparentes, ya que la combinación de un líder popular con los organismos corporativos daría lugar a una participación plena de la sociedad que superaría ampliamente a las elecciones. Para Ibarguren, "democracia" no suponía necesariamente la existencia de libertades individuales: las necesidades del sujeto pasarían a ocupar un lugar secundario respecto de las exigencias de la comunidad y el Estado.

Según Ibarguren, la democracia funcional se habría realizado en la Italia de Mussolini. Sin embargo, en la Argentina las perspectivas no parecían alentadoras: el único movimiento que podría impulsarla era el nacionalismo, el cual se encontraba fragmentado en pequeñas organizaciones muchas veces enfrentadas entre sí. Recién con la entrada en escena de Juan Domingo Perón, Ibarguren vería una posibilidad de poner en práctica el corporativismo: en 1948, el veterano jurista replanteó muchas de sus ideas en La reforma constitucional. Como en las décadas pasadas, Ibarguren advertía que:

Debe tenerse en cuenta la transformación del Estado liberal individualista, hacia la socialización de las funciones estatales; el nuevo concepto de la libertad individual —sobre todo económica— ante las necesidades e intereses colectivos de la Nación, que tienen que ser satisfechos y dirigidos por el Estado y no librada su solución a la acción privada. Los problemas del trabajo y económicos creados por los nuevos aspectos con que las masas trabajadoras reclaman una más equitativa distribución de la riqueza, y la previsión y la asistencia sociales.82

Sin embargo, dicha obra suscitó poco interés y no tuvo mayor influencia durante la reforma constitucional de 1949.83 Ibarguren no se habría dado por vencido: en varios puntos de sus memorias, escritas durante las primeras presidencias de Perón, el abogado intentó mostrar sus iniciativas como antecedentes del justicialismo. Relató, por ejemplo, la elaboración de un proyecto de ley de Asistencia y Previsión Social presentado durante la presidencia de Roque Sáenz Peña, "el primero que encaraba y procuraba resolver en forma institucional y orgánica uno de los grandes problemas de ese magno campo".84 Según le comunicó al entonces primer mandatario, era "menester completar la democracia política con la democracia social fundada en la unión de los hombres, solidarizados por su recíproca asistencia y ayudados eficazmente por el Estado".85 Durante los años siguientes, el jurista presentó ideas similares, como en la plataforma del Partido Demócrata Progresista que redactó y en los discursos de su campaña presidencial en 1922.86 Podría entonces pensarse que este autor buscó emparentar su carrera política y sus ideas con las del peronismo, para presentarse como un precursor. Sin embargo, su escasa relevancia permite explicar que la única respuesta haya sido un respetuoso silencio. Puede resultar paradójico que tal acercamiento haya llamado más la atención de opositores, como el historiador José Luis Romero, quien presentó a Ibarguren como "el mayor teórico" del nacionalismo, cuyas "consideraciones sobre la ‘verdadera democracia'" serían típicamente fascistas y estarían conectadas con "la llamada ‘doctrina justicialista'".87

¿Qué postura adoptó Palacio frente al peronismo? Hacia 1945 se había sumado ya a las filas de dicho movimiento y lo defendía desde las columnas del periódico Política, polemizando incluso con sus antiguos compañeros de ruta Rodolfo y Julio Irazusta.88 Poco después, en las elecciones de febrero de 1946 que consagraron como presidente a Perón, el escritor católico accedió a una banca de diputado por la Capital Federal. Sin embargo, este ácido ensayista no asumió un rol protagónico durante su paso por la cámara baja, lo cual no respondería a una decepción frente a las acciones del gobierno, sino a la marginalidad que tuvo, como otros nacionalistas, dentro del peronismo.

Podría hallarse evidencia del apoyo del autor, así como indicios de los motivos de su adhesión, en Historia de la Argentina. Según esta obra, Perón habría continuado y profundizado las políticas desplegadas por Hipólito Yrigoyen, incluso antes de acceder a la presidencia, cuando ocupaba la Secretaría de Trabajo y Previsión. Durante su "década de gobierno singularmente laborioso" se habrían sancionado leyes sociales fundamentales, así como iniciado una planificación moderna de la economía y realizado importantes nacionalizaciones que fortalecían la Independencia frente a los intereses foráneos.89 En otras palabras, para Palacio, los grandes líderes habrían encarnado las aspiraciones de las masas y puesto en práctica los objetivos históricos del nacionalismo. De esta manera, ambas experiencias se conectaban entre sí y, tomando en cuenta lo planteado por el autor durante los años treinta, con la de Mussolini en Italia.

Resulta interesante que, a pesar del distanciamiento que menciona Enrique Zuleta Álvarez entre los hermanos Irazusta y Palacio, ambos consideraban que la política de Perón se fundamentaba en el nacionalismo. Mientras para los entrerrianos el ambicioso militar habría robado los postulados nacionalistas persiguiendo sus ambiciones personales (o, peor aún, las de los capitales extranjeros), el autor de Catilina habría creído en la sinceridad de las intenciones de Perón y habría visto en él al caudillo que por tanto tiempo el nacionalismo había buscado.90

Entonces, ¿en qué consistía para Palacio e Ibarguren la "auténtica democracia"? Se trataría de una forma de gobierno que postergaba la "democracia política" como condición para construir una "democracia social". Las instituciones republicanas habrían decepcionado a estos autores, ya que, según ellos, sirvieron exclusivamente a los intereses de las clases dominantes y habrían exacerbado, en consecuencia, la lucha de clases. Frente a esta situación, el parlamentarismo liberal debía ser abandonado para mantener a la nación unida y protegerla de los peligros del comunismo y la anarquía. La presencia de un líder carismático, íntimamente identificado con las masas de las cuales provenía, era tan importante como la formación de nuevos organismos estatales, dedicados a una mejor administración de la economía y a la integración armónica de los principales actores sociales.

La combinación entre régimen democrático, intervención gubernamental en la economía y mesianismo político fue analizada tempranamente por el historiador israelí Jacob Talmon. Según este autor, las "democracias totalitarias" serían la realización de la filosofía política de Rousseau, quien habría puesto la omnipotencia de la voluntad general por encima de los derechos individuales. El fascismo se habría limitado a aplicar esta doctrina autoritaria en el siglo XX y la habría llevado hasta sus últimas consecuencias.91

¿Fueron entonces los nacionalistas unos herederos involuntarios de quien Maurras llamaba el "psicópata ginebrino"? Norberto Bobbio ha defendido al filósofo ilustrado, señalando que "aunque sostiene que el pacto social proporciona al cuerpo político un poder absoluto, afirma que ‘el cuerpo soberano [...] no puede cargar a los súbditos de ninguna cadena que sea inútil a la comunidad'".92 La caracterización realizada por George Sabine de la tradición democrática "rousseauniana" admite la presencia ciertas tendencias totalitarias, pero incluye también dos elementos extraños al fascismo y a la "democracia funcional": la importancia de los ciudadanos activos en toda república saludable y la desconfianza hacia cuerpos intermedios, como las corporaciones.93 Tampoco pueden hallarse las aspiraciones igualitarias de esta tradición democrática, puesto que estos autores y los intelectuales fascistas han reivindicado la existencia de jerarquías en la sociedad, sean de base intelectual, espiritual o moral.

La polémica no sería, como intentaban mostrar Palacio e Ibarguren, entre una "auténtica democracia" corporativo-cesariana y una corrupta democracia liberal; se trataría, más bien, de la oposición entre dos tradiciones políticas: el individualismo y el organicismo. Este último se opondría tanto al liberalismo como a la democracia moderna. Al primero, porque "no puede permitir algún espacio a esferas de acción independientes del todo, no puede reconocer una distinción entre la esfera privada y la esfera pública"; y se opondría a la segunda porque se basa en "una concepción descendente (del poder)" y defiende "modelos autocráticos de gobierno:

es difícil imaginar un organismo en el que manden los miembros y no la cabeza".94 A partir de la idea de que "la personalidad puede ser identificada con, o agotada por, la posición social y el status",95 el individuo quedaría reducido a ser una célula obediente dentro de uno de los muchos órganos que integran a la sociedad. Los plebiscitos ofrecerían a estos regímenes un mecanismo legal para presentar el autoritarismo como una consecuencia del mandato popular. Así, los excesos de Benito Mussolini y Adolf Hitler podían ser justificados con una retórica democrática. En ambos casos, se habría tratado de prefabricar un consenso ficticio al impedir la expresión del disenso: el apoyo de las masas se habría debido, según la situación, a la adhesión sincera, al nicodemismo o a la coerción.96

¿Cómo llegaron estos autores al organicismo? En primer lugar, a través de la filosofía política clásica, ampliamente conocida por ambos. En segundo lugar, gracias al pensamiento católico y en particular al tomismo, de gran importancia para el autor de La historia falsificada (Ibarguren, por su parte, mostraba cierta reticencia frente al corporativismo propugnado por la Iglesia97). Podrían mencionarse también, en tercer lugar, a los principales representantes de la contrarrevolución europea, como Joseph de Maistre, Juan Donoso Cortés y Charles Maurras. Incluso se pondría aventurar una recepción de Giovanni Gentile y la doctrina neohegeliana del "Estado ético", según la cual este tendría una moral propia y superior a los individuos,98 postura afín a las propuestas de Ibarguren, quien, como señaló Tulio Halperín Donghi, mantuvo sus objetivos desde 1912: la solución de la cuestión social a partir de una legislación articulada desde el Estado.99 Antes de 1930, esa misión habría sido compatible con un régimen republicano; posteriormente, el jurista habría girado hacia opciones crecientemente autoritarias.

Los autores aquí estudiados presentaban algunas diferencias en sus visiones de la "auténtica democracia". Mientras Carlos Ibarguren enfatizaba en los aspectos corporativistas de su "democracia funcional", Ernesto Palacio cargaba las tintas sobre los cesaristas: la tendencia predominante de su época habría sido la multiplicación de gobiernos auténticamente populares, en los cuales los hombres fuertes brindaban a las masas el orden y el bienestar que buscaban. Así mismo, mientras el segundo conceptuaba al radicalismo como un régimen "auténticamente democrático", a pesar de sus defectos, el primero recuperaba los topoi del consevadurismo, al presentar al yrigoyenismo como el ejemplo cabal del desgobierno de los "incultos" e "incapaces". Los dos, no obstante, verían en el peronismo la puesta en práctica de las ideas que venían defendiendo en sus ensayos desde mediados de los años treinta, antes que un régimen completamente novedoso.

Conclusión. La "democracia" según los nacionalistas

El principal objetivo de este trabajo fue explorar y explicar la peculiar trayectoria que estos pensadores realizaron entre los años treinta y cuarenta, que los llevó del nacionalismo hasta el peronismo. La respuesta más directa (y cínica) apuntaría a la conveniencia política, aunque los magros beneficios materiales y simbólicos que Palacio e Ibarguren cosecharon conducen en otra dirección. Por ese motivo, la indagación se orientó hacia el plano ideológico, prestando atención a los cambios de percepción provocados en estos escritores por las coyunturas nacional y mundial.

En este sentido, este artículo no se alejaría del gran caudal de estudios sobre el nacionalismo dedicados al período 1927-1943, que, explícita o implícitamente, buscaron analizar las relaciones entre dicha corriente político-cultural y el peronismo. Pero a diferencia de muchos de ellos, que tildaban a todo el nacionalismo de autoritario y sugerían, por ende, que el peronismo también lo era, se recurrió aquí al ejemplo de algunos representantes que habían transitado por ambos movimientos, para mostrar la presencia de matices "democráticos". Así, estos pensadores habrían reconocido, como Alexis de Tocqueville un siglo antes, que era imposible soslayar la importancia de las masas en la política. La cuestión no era, entonces, si se debía incluirlas o no dentro gobierno, sino cómo tanto el radicalismo como la experiencia iniciada en septiembre de 1930 no parecían conjurar el peligro de la lucha de clases ni defender los intereses nacionales, por lo cual se habría buscado inspiración en el exterior. La Italia de Mussolini parecía ofrecer un ejemplo prestigioso y exitoso, al haber defendido al país de la amenaza roja, cambiado la organización del Estado y controlado a las mayorías a través de un hombre fuerte que encarnaba y concretaba sus aspiraciones.

La convicción de que el fascismo no podía ser trasplantado directamente a la realidad nacional, a pesar de sus aparentes virtudes, habría llevado a estos autores a postular que ese régimen constituía una "auténtica democracia", un modelo a ser emulado. Las entelequias liberales debían ser abandonadas para poner en primer plano a un líder fuerte, estrechamente vinculado con las masas, que ponía en práctica sus aspiraciones y defendía los intereses de la nación frente a las injerencias extranjeras. En consecuencia, Argentina debía buscar su propia forma de "democracia auténtica", y para ello se indagó en el pasado desde diversos horizontes de temporalidad. Al lado de la figura de Juan Manuel de Rosas, pensadores como Palacio recuperaron a Hipólito Yrigoyen e incluso a Juan Domingo Perón. Entre estas y otras figuras se intentaría esbozar una línea de continuidad, una sucesión de "caudillos democráticos".

Esta noción habría pasado por alto la particularidad de cada una de las experiencias consideradas, para plantear una semejanza esencial entre los programas del nacionalismo argentino, el fascismo italiano, el radicalismo y, posteriormente, el peronismo. Podría pensarse que se trataba de una simplificación excesiva para entender una realidad compleja o para orientar la acción política. O bien, podría aventurarse que, en medio de la "tormenta del mundo", los límites entre los campos ideológicos se habrían hecho difusos, al punto de que ciertas tramas permitían cruzar de uno a otro casi sin solución de continuidad.

El uso positivo del término "democracia", en una época caracterizada por el auge de los autoritarismos, resulta llamativo. De todas maneras, es conveniente no perder de vista la polisemia del término. La inmensa variedad y diversidad de tradiciones políticas y de autores que han invocado la democracia, para exaltarla o execrarla, invita a analizar con cuidado el uso de esta noción por parte de estos nacionalistas. La "auténtica democracia" habría encubierto una concepción tradicionalista y orgánica de la sociedad, y habría limitado la participación de los sujetos a las corporaciones, el plebiscito y las apoteósicas liturgias al líder. En este sentido, los textos de Palacio e Ibarguren pueden ser vistos como un desafío a discutir la democracia en sus aspectos históricos, políticos y culturales, pero también como una advertencia contra relecturas autoritarias de ella.

Irónicamente, a pesar de su desprecio por los "hombres de letras", estos autores no protagonizaron los cambios que propugnaban, sino que fueron marginados, encasillados en la, según ellos, incómoda categoría de "intelectuales". Y, de forma un tanto trágica, verían desde ese lugar cómo el peronismo, al igual que el uriburismo y el fascismo, les deparaba una nueva decepción.


Pie de página

1 Una versión preliminar de este artículo fue presentada en la IV Jornada de Discusión de Avances de Investigación de Historia Argentina: fuentes, problemas y métodos, realizada en la ciudad de Rosario el 19 de octubre de 2012. Agradezco a Alejandro Cattaruzza y Julio Stortini por los valiosos comentarios y aportes que realizaron a este trabajo. Los errores y omisiones que contenga son de mi exclusiva responsabilidad.
2 El concepto de cultura política es entendido aquí, siguiendo a Serge Bernstein, como las tradiciones, doctrinas y hasta representaciones del mundo que persisten en el tiempo y se encuentran extendidas en sectores amplios de la sociedad. Por este motivo, actúan como fuerzas condicionantes de los comportamientos colectivos. Miguel Ángel Cabrera, "La investigación histórica y el concepto de cultura política", Culturas políticas: teoría e historia, eds. Manuel Pérez Ledesma y María Sierra (Zaragoza: Institución "Fernando el Católico", 2010) 36-40. Respecto de las representaciones del golpe del 6 de septiembre de 1930, véase Luciano De Privitellio, "La política bajo el signo de la crisis", Crisis económica, Avance del Estado e incertidumbre política (1930-1943), dir. Alejandro Cattaruzza (Buenos Aires: Sudamericana, 2001) 105-106.
3 Fernando Devoto, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia (Buenos Aires: Siglo XXI: 2005) 264-270.
4 Julio Irazusta, Memorias (de un historiador a la fuerza) (Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1975) 197.
5 Carlos Ibarguren, La historia que he vivido (Buenos Aires: Eudeba, 1969) 383. Ibarguren inició su trayectoria política como funcionario de las administraciones conservadoras. Posteriormente, se plegó al Partido Demócrata Progresista, ya que consideraba, como Lisandro de la Torre, que debía construirse una agrupación orgánica a partir del conservadurismo para competir electoralmente con el radicalismo. Los fracasos políticos lo habrían hecho girar durante los años 20 y 30 hacia la derecha. Intentó aproximarse al nacionalismo, aunque su relación con otros exponentes de esta corriente fue, en varias instancias, problemática. Un recorrido similar tuvo su pariente Francisco Uriburu, como puede verse en el texto de María Inés Tato, Viento de fronda. Liberalismo, conservadurismo y democracia en la Argentina, 1911-1932 (Buenos Aires: Siglo XXI, 2004).
6 Esta situación cambiaría con el correr de los años treinta, a medida en que el ejército sufría un marcado proceso de confesionalización. El surgimiento del "Ejército cristiano" habría sido acompañado por la difusión de posturas filofascistas y de un marcado escepticismo frente a la democracia liberal. Véase Loris Zanatta, Del Estado Liberal a la Nación Católica. Iglesia y ejército en los orígenes del peronismo. 1930-1943 (Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 2005).
7 Tulio Halperín Donghi, La República imposible (1930-1945) (Buenos Aires: Emecé, 2007) 64-88.
8 "En verdad, mientras atribuían los males de su país a las ideas liberales importadas de Francia e Inglaterra, lo que hicieron fue simplemente apropiarse de los conceptos antidemocráticos que estaban de moda en Europa, por lo común a través de una interpretación equivocada o una mala digestión de los mismos [sic.]". Marysa Navarro Gerassi, Los Nacionalistas (Buenos Aires: Jorge Álvarez: 1968) 16.
9 Buchrucker divide al nacionalismo de los treinta en "populista" y "restaurador". Este último estaría vinculado con el uriburismo y contendría "fobias antipopulares y antidemocráticas". El presente trabajo pretende demostrar que muchos "restauradores" no exhibieron esos temores. De todas maneras, el autor concede a Zuleta Álvarez que podría introducirse una categoría intermedia de "republicanos" entre los "restauradores" y los "populistas". Christian Buchrucker, Nacionalismo y Peronismo. La Argentina en la crisis ideológica mundial (1927-1955) (Buenos Aires: Sudamericana, 1999) 112-113.
10 David Rock ha enfatizado en las semejanzas entre los nacionalistas argentinos y la tradición contrarrevolucionaria europea, a su juicio, más importantes que los vínculos con el fascismo. "Los nacionalistas eran reaccionarios puros quienes contemplaban a las sociedades y a los gobiernos del pasado como modelos para el futuro". Esto explicaría su aversión a las multitudes: "Cada vez que buscaron la adhesión de las masas demandaron un apoyo incondicional con mínimas concesiones recíprocas de cambio social". David Rock, La Argentina autoritaria. Los nacionalistas, su historia y su influencia en la vida pública (Buenos Aires: Ariel, 1993) 16-18.
11 "The common ground shared by European and Latin American radical rightwing nationalists was that they all pressed for the renewal of the national soul in a modern setting, and all of them believed that national renewal would require political authoritarianism and an integrated self-sufficient society [...] Based on that ideological framework, I argue that in Argentina between the 1930s and 1940s a new political discourse arose that blended a reactionary politics with popular mobilization, anti-imperialism, and themes of social justice". Alberto Spektorowski, The Origins of Argentina's Revolution of the Right (Indiana: University of Notre Dame, 2003) 1-5.
12 Enrique Zuleta Álvarez, El nacionalismo Argentino I (Buenos Aires: La Bastilla, 1975) 310-314.
13 Pascal Ory y Jean-François Sirinelli, Los Intelectuales en Francia. Del caso Dreyfus a nuestros días (Valencia: Universitat de València, 2007) 21. Destacado en el original.
14 David Viñas, Literatura Argentina y realidad política (Buenos Aires: Jorge Álvarez, 1964) 260.
15 Viñas 261. Palacio, de todas formas, nació en el seno de una acomodada familia porteña. Si se desea mantener la imagen de una transición, Palacio ocuparía una instancia temprana.
16 Oscar Terán, Vida intelectual en el Buenos Aires fin de siglo. Derivas de la cultura científica (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008) 112.
17 Halperín, La República 88-90.
18 Zuleta, El nacionalismo Argentino I 345.
19 Devoto 308.
20 Ernesto Palacio, "La Revolución Necesaria", La Nueva República [Buenos Aires] 9 oct. de 1931.
21 Ernesto Palacio, "Notas Políticas", La Nueva República [Buenos Aires] 29 oct. de 1931.
22 Ernesto Palacio, "El Candidato de la Revolución", La Nueva República [Buenos Aires] 17 oct. de 1931.
23 Ernesto Palacio, Catilina. Una revolución contra la plutocracia en Roma (Buenos Aires: Dictio, 1977) 9.
24 Palacio, Catilina 9.
25 Palacio, Catilina 14.
26 Palacio, Catilina 109.
27 Palacio, Catilina 19.
28 Palacio, Catilina 67.
29 Palacio, Catilina 28-29. La idea de que Justo triunfó por poder presentarse como un "mal menor" es sugerida en Halperín, La República 78.
30 Sobre la influencia maurrasiana en La Nueva República en general y en Palacio en particular, véase Devoto 219-231. Sobre la prédica antioligárquica de Charles Maurras, véase Michael Sutton, Nationalism, Positivism and Catholicism (Cambridge: Cambridge University Press, 1982) 11-15.
31 Palacio, Catlina 8.
32 Oswald Spengler, La Decadencia de Occidente I (Barcelona: Planeta-Agostini, 1993) 443.
33 Palacio, Catilina 111. Destacado agregado.
34 Pierre Rosanvallon, El modelo político francés. La sociedad civil contra el jacobinismo de 1789 hasta nuestros días (Buenos Aires: Siglo XXI, 2007) 91-92.
35 Ibarguren, La historia 361-362.
36 Ibarguren, La historia 382.
37 Ibarguren, La historia 383.
38 Olga Echeverría, Las voces del miedo. Los intelectuales autoritarios argentinos en las primeras décadas del siglo XX (Buenos Aires: Prohistoria, 2009) 184-185.
39 Ibarguren, La historia 373-374.
40 Ibarguren, La historia 396.
41 Es importante remarcar que para Palacio la restauración conservadora habría comenzado con el mismo golpe de Estado del 6 de septiembre, mientras Ibarguren afirma que la responsabilidad por el retorno de los elencos conservadores habría pertenecido solamente a Justo. Ibarguren, Historia 423-424.
42 Palacio, Catilina 157.
43 Resulta interesante apuntar que en este libro Palacio incluía un artículo aparecido el año anterior en La Nación, titulado "¿Qué piensan los jóvenes?", donde afirmaba que "somos jóvenes todavía. No somos ya los jóvenes" Ernesto Palacio, El espíritu y la letra (Buenos Aires: Serviam, 1936) 127. Podría pensarse que la cuestión generacional habría perdido peso para el autor. Véase Tulio Halperín Donghi, La Argentina y la tormenta del mundo. Ideas e ideologías entre 1930 y 1945 (Buenos Aires: Siglo XXI, 2003) 96.
44 Gustave Le Bon, Psicología de las multitudes (Madrid: Morata, 1995) 35-36.
45 Le Bon 46-47.
46 Palacio, El espíritu 161.
47 Palacio, El espíritu 38.
48 Palacio, El espíritu 58.
49 Palacio, El espíritu 36.
50 Palacio, El espíritu 47.
51 Norberto Bobbio, Ensayos sobre el fascismo (Buenos Aires: Prometeo, 2008) 56-57.
52 Ernesto Palacio, La historia falsificada (Buenos Aires: Difusión, 1939) 149.
53 Palacio, La historia 150. Destacado en el original.
54 Carlos Ibarguren, La inquietud de esta hora (Buenos Aires: La Facultad, 1934) 59.
55 Ibarguren, La inquietud 38.
56 Ibarguren, La inquietud 62-63.
57 Ibarguren, La inquietud 72.
58 Ibarguren, La inquietud 80.
59 Aurora Bosch, Historia de Estados Unidos, 1776-1945 (Barcelona: Crítica, 2010) 418-420.
60 Tulio Halperín Donghi apunta incluso que Ibarguren ignoraba (u omitía) que el parlamento italiano estaba todavía conformado por "individuos aislados". Al mismo tiempo, habría ocultado deliberadamente los aspectos más escabrosos del régimen de Mussolini. Halperín, La Argentina 38.
61 Ibarguren, La inquietud 114.
62 Ibarguren, La inquietud 111-112. Resulta curioso que, a pesar de las críticas a Jean-Jacques Rousseau, la función que Carlos Ibarguren adjudica a las corporaciones es idéntica a la que el filósofo ginebrino confería a las leyes: esto es, la de mediar armónicamente entre la voluntad individual y los fines sociales. Véase Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre Economía Política (Buenos Aires: Quadrata, 2003) 42-43.
63 Sobre la visión de la Primera Guerra Mundial como ruptura civilizatoria, véase especialmente Carlos Ibarguren, La literatura y la Gran Guerra (Buenos Aires: Cooperativa Editorial Buenos Aires, 1920).
64 Ibarguren, La inquietud 157.
65 Ibarguren, La inquietud 144.
66 La idea de una relación que es a la vez de identidad y de diferencia entre las masas y los líderes en movimientos con características personalistas es tomada de Theodor Adorno. Véase "La teoría freudiana y los esquemas de la propaganda fascista", Ensayos sobre la propaganda fascista. Psicoanálisis del antisemitismo (Buenos Aires: Paradiso, 2005).
67 Una postura contraria es la de Federico Finchelstein, quien mantiene la identidad sustancial entre los fascistas italianos y los nacionalistas argentinos, en términos políticos e ideológicos. Federico Finchelstein, Fascismo Transatlántico. Ideología, violencia y sacralidad en Argentina y en Italia, 19191945 (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2010) 213.
68 Palacio, El espíritu 160.
69 Palacio, El espíritu 165.
70 Palacio, El espíritu 128.
71 Véase, entre otros, Diana Quatrocchi Woisson, Los males de la memoria. Historia y política en la Argentina (Buenos Aires: Emecé, 1995).
72 Enrique Zuleta Álvarez, El nacionalismo argentino II (Buenos Aires: La Bastilla, 1975) 363-394.
73 Ernesto Palacio, Historia de la Argentina (1515-1943) (Buenos Aires: A. Peña Lillo, 1979) 689.
74 Palacio, Historia 694.
75 Ibarguren, La historia 303-305.
76 Ibarguren, La historia 354.
77 Manuel Gálvez, Recuerdos de la vida literaria II (Buenos Aires: Taurus, 2003) 650-653.
78 Ibarguren, La historia 297.
79 Ibarguren, La inquietud 59.
80 Ibarguren, La inquietud 97.
81 Ibarguren, La inquietud 101.
82 Carlos Ibarguren, La Reforma Constitucional (Buenos Aires: Valerio Abeledo Editor, 1948) 15-16.
83 Ibarguren, La historia 449.
84 Ibarguren, La historia 237.
85 Ibarguren, La historia 234.
86 Véase, por ejemplo, "Discurso del Dr. Carlos Ibarguren", La Nación [Buenos Aires] 27 mar. de 1922.
87 José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina (Buenos Aires: Tierra Firme, 1959) 238.
88 Zuleta, El nacionalismo argentino II 512.
89 Palacio, Historia 744-749.
90 Otras figuras del nacionalismo, como Mario Amadeo y Juan Carlos Goyeneche, también expresaron sentimientos encontrados frente a la experiencia peronista. Zuleta, El nacionalismo argentino II 523-524.
91 Jacob Talmon, The Origins of Totalitarian Democracy (Londres: Secker and Warburg, 1955).
92 Norberto Bobbio, Liberalismo y democracia (México: Fondo de Cultura Económica, 2012) 9.
93 George Sabine, "The Two Democratic Traditions", The Philosophical Review 61 (1952): 463-464.
94 Bobbio, Liberalismo 50.
95 Sabine 471.
96 Bobbio, Ensayos 14.
97 Halperín. La Argentina 39.
98 Bobbio, Ensayos 83.
99 Halperín, La Argentina 40.


OBRAS CITADAS

I. Fuentes primarias

Publicaciones periódicas

La Nación [Buenos Aires] 1922.         [ Links ]

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Documentos impresos y manuscritos

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II. Fuentes secundarias

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