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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

Print version ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.41 no.2 Bogotá July/Dec. 2014

https://doi.org/10.15446/achsc.v41n2.48795 

http://dx.doi.org/10.15446/achsc.v41n2.48795

In memoriam

Periodización, renacimiento y una larga edad media.
Jacques Le Goff. Faut-il vraiment découper l’histoire en tranches?
Paris: Editions du Seuil, 2014. 208 páginas.

El primero de abril del 2014 murió Jacques Le Goff, el medievalista francés de mayor influencia dentro y fuera de Europa, de la llamada tercera generación de la Escuela de los Annales. En el mes de enero se publicó este, su último libro, recién cumplidos sus noventa años. Sea esta reseña un homenaje a sus valiosas contribuciones a la comprensión de la Edad Media. Según Le Goff, la periodización hace que la historia sea una ciencia, "sin duda no una ciencia exacta pero una ciencia social que se apoya en bases objetivas que se llaman fuentes" (p. 188). Es un hábito que se remonta a la antigüedad, cuando la división en épocas fue obra especialmente de religiosos. En la tradición judeocristiana solía periodizarse según cifras simbólicas: las cuatro estaciones, las seis etapas de la vida. El profeta Daniel habló de cuatro períodos que se devoraban uno tras otro. San Agustín de seis edades: la primera infancia, de Adán a Noé; la infancia, de Noé a Abraham; la adolescencia, de Abraham a David; la juventud, de David al cautiverio de Babilonia; la madurez, del cautiverio de Babilonia al nacimiento de Cristo; la vejez, o sea, la época actual, que va hasta el final de los tiempos.

En el siglo vi después de Cristo, Dionisio el pequeño introdujo la ruptura fundamental, al distinguir un antes de la reencarnación y un después de ella. Es la división que aún hoy conservamos. Hacia mediados del siglo xiii, Jacques de Voragine dividió la historia en cuatro etapas: la del desconcierto, de Adán a Moisés; la de la renovación, de Moisés al nacimiento de Cristo; la reconciliación, de pascuas a pentecostés; y la actual o de peregrinación. En el siglo xviii, Voltaire se valió del término siglo para designar no un lapso de cien años, sino un período de apogeo que los hacía coincidir con notables líderes; habló del siglo de César y Augusto, del de Luis XIV, entre otros. No tuvo en cuenta la Edad Media porque la consideraba una época sin esplendor.

A finales del siglo xiv y comienzos del xv se tuvo conciencia "oficial" de la periodización, precisamente cuando diversos escritores definieron la Edad Media como periodo oscuro, intermedio entre el de los antiguos y el que ellos creían inaugurar. Petrarca (1304-1374) fue el primero en emplear esa expresión, cuyo uso se generalizó después del siglo xvii. Según Christopher Cellarius (1638-1703), la Edad Media comprendía desde la conversión de Constantino a la caída de Constantinopla. En el siglo xix, el romanticismo la rehabilitó, al dejar de considerarla como oscurantista, lo que desde entonces se ha ido afianzado, aunque aún se repita en tono peyorativo la frase "ya no estamos en la Edad Media" (p. 36).

La división en períodos se consolidó cuando la historia llegó a ser materia de enseñanza. En la Edad Media, la historia no hacía parte de los planes de estudio de las universidades. Que esta accediera a ser materia de enseñanza fue un proceso lento, primero en Alemania desde 1527, en Inglaterra desde 1622 y en Francia desde 1775. Se daban lecciones a los herederos de los reyes y a los niños, con base en juegos y anécdotas. En un comienzo, su estudio iba acompañado de otra asignatura: historia y ética, historia y poética; además, se esperaba que fuera maestra de la vida, que favoreciera la formación de ciudadanos y a la construcción de la nación. Con el fin de facilitar su enseñanza, la historia se organizaba en periodos. La división más corriente era la oposición entre antiguos y modernos.

Jules Michelet (1789-1874) propuso un nuevo período: el Renacimiento. Lo describió como el fin de la Edad Media, el comienzo de la mundialización, un paso al mundo moderno y el retorno al paganismo, la sensualidad y la libertad. La iniciativa de Jacobo Buckhardt (1818-1897) tuvo un sentido similar: el Renacimiento es una época nueva en la historia del mundo porque, en ese entonces, se formaron los primeros Estados modernos; fue el tiempo del individualismo, de los hombres universales -Alberti, por ejemplo, fue a la vez arquitecto y matemático-, de la exaltación de la gloria como propósito familiar e individual, del retorno a la antigüedad como pasado glorioso, de la exaltación de la naturaleza, del descubrimiento del mundo mediante la astronomía y la biología.

En el siglo xx y a comienzos del xxi, el Renacimiento sigue siendo considerado como un periodo propio. Para mostrarlo, Le Goff examina las obras de cuatro historiadores. Paul Oscar Kristeller destaca las siguientes novedades: mientras en el taller medieval los artistas eran vigilados por la Iglesia, en el Renacimiento las relaciones entre el artista y sus discípulos son autónomas; la creciente influencia de las ideas de Platón en escritores y políticos, un ejemplo es Lorenzo de Médicis; los rituales festivos pierden su carácter guerrero para convertirse en eventos deportivos. Eugenio Garin contrasta los sistemas teológicos medievales con la filosofía del Renacimiento: en aquellos, Dios es el único centro del universo; en esta, el hombre está en el primer plano de la acción histórica. Garin insiste en que Platón es modelo de inspiración, al punto de llegar a considerar a Lorenzo de Médicis como un nuevo Platón y a Savonarola como ejemplo de humanismo. Erwin Panofsky distingue entre renacimientos y Renacimiento: los primeros corresponden a la Edad Media, el segundo es un concepto que comprehende casi todas las actividades culturales; se remonta a Petrarca, y es un periodo nuevo. Según Jean Delumeau, el descubrimiento de América, la circunnavegación mundial y la Reforma Protestante cambiaron el curso de la historia.

Ahora bien, Le Goff estima que la idea misma de un largo período oscuro y un renacer brillante se apoya en presupuestos equivocados. En efecto, no es cierto que durante la Edad Media se hayan abandonado principios y valores de la antigüedad; así lo muestra el empleo de las artes liberales y del latín como idioma de clérigos y de la élite laica. La lectura y la escritura estuvieron más extendidas que en la antigüedad. Los universitarios se valían de la lógica aristotélica y de la razón en el sentido de espíritu de cálculo. Se escribieron nuevas ediciones de la geometría de Euclides, se introdujo el cero y hubo notables progresos técnicos en la administración del comercio y de la banca. El individualismo y el humanismo son también medievales. El movimiento conocido como la devotio moderna estimulaba la lectura particular de la biblia, se elaboraban retratos con la intención de representar una persona; filósofos de Chartres, en el siglo xii, propusieron que el mundo fue creado para el hombre. El pluralismo no procede del Renacimiento, pues las herejías eran expresiones de diversidad contra el dogmatismo oficial. "La bruja es más un personaje del pretendido Renacimiento que de la Edad Media" (p. 131).

De manera que poco hay de renovación en el llamado Renacimiento. Por tal razón, Le Goff prefiere hablar de una larga Edad Media, que se extiende hasta la segunda mitad del siglo xviii. Plantea que solo entonces se hicieron sentir las repercusiones del descubrimiento de América y que solo con la fundación de Estados Unidos y la independencia de Hispanoamérica, América se convierte en interlocutor de Europa. Destaca las continuidades: la economía sigue siendo rural, el pensamiento económico aún se basa en nociones que provienen de Aristóteles, la prohibición de la usura se mantiene, pestes y hambrunas siguen azotando a Europa, la alimentación todavía es principalmente de origen vegetal. El régimen político fue monárquico hasta la llegada de la Revolución francesa. 1492 es una síntesis más de continuidad que de cambio; Colón mismo era de espíritu medieval. Shakespeare "fue hombre y escritor de la Edad Media" (p. 160), por el mundo en que vivió y por los autores en que se inspiró. La abundancia de metales preciosos, la difusión de técnicas bancarias contribuyeron al desarrollo del capitalismo, pero antes de 1776, fecha de la publicación del libro de Adam Smith Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, "no se puede considerar que la economía haya franqueado los límites y prácticas de la Edad Media" (p. 171). Si bien en esta época se tenía consciencia de la novedad, "el sentido del progreso y su correspondiente palabra no surgen sino en el siglo xviii". (p. 185). La Edad Media tuvo fases, subperíodos o renacimientos, como los llama el autor, uno de los cuales fue el del siglo xvi.

Le Goff logra probar que los defensores del Renacimiento como período propio exageran algunos de sus alcances, desdeñan logros de la Edad Media y no caen en la cuenta de que las mayores transformaciones tuvieron lugar después del siglo xviii. Sin embargo, el historiador francés, al privilegiar las permanencias por encima de los cambios, omite innovaciones notables y subestima repercusiones de procesos que tuvieron lugar entre finales del siglo xv y mediados del xviii en Europa occidental. Para identificar ese lapso en el que conviven manifestaciones modernas con las medievales, la literatura histórica de habla inglesa prefiere la denominación "temprana Edad Moderna". Fue una propuesta de historiadores de la economía, formulada en los años treinta del siglo xx. La idea se afianzó más tarde, en 1966, con una colección titulada Early Modern History. Como escribe uno de sus promotores, el propósito era examinar "la interacción entre continuidad (la prolongación de ideas medievales y formas de organización social y política) y el cambio (el impacto de nuevas ideas, nuevos métodos, nuevas exigencias en las estructuras tradicionales)".1

En relación con esto, es útil la indicación de Carlos Marx, según la cual, para comprender lo más antiguo, conviene comenzar con lo más reciente. La anatomía del hombre es una clave de la del mono, sin tener que identificarlas.2 Con este método se puede saber cuándo una determinada transformación se hizo irreversible. Ahora bien, si se examinan las radicales transformaciones de mediados del siglo xviii, propias de la época moderna, se colige que algunas de ellas se iniciaron desde el siglo xv, para afianzarse de forma progresiva. Por tal motivo, es preferible la noción "temprana Edad Moderna" a la de una "larga Edad Media". Esto es, que, a diferencia de lo que sugiere Le Goff, entre los siglos xv y xvii hubo cambios fundamentales. El principal fue la formación del régimen capitalista de producción. Por supuesto, fue un cambio lento pero perceptible en diversas ramas de la economía. El historiador francés no le presta atención, entre otras razones, porque su noción de capitalismo se reduce al crecimiento de los intercambios comerciales, a la amplitud del uso de la moneda y al crecimiento de la industria moderna, caracterizada por el uso de la máquina a vapor.

La propuesta de Marx es más útil y completa para explicar lo que ocurrió en la temprana Edad Moderna. "El preludio de la revolución que sentó las bases del modo de producción capitalista se efectuó en el último cuarto del siglo xv y en los primeros decenios del xvi".3 Tal revolución corresponde al proceso de acumulación originaria, que es una fase separada en el tiempo, anterior al desarrollo propio de la industria capitalista de mediados del siglo xviii, y caracterizada por una intensa lucha social, un generalizado uso de la violencia para superar los obstáculos que se oponían a la consolidación de las dos clases antagónicas: la burguesía y el proletariado. Los trabajadores fueron perdiendo la propiedad de los medios de producción, los medios sociales de vida y de producción se convirtieron en capital, y los productores directos en asalariados. La abolición de la servidumbre, y la legislación contra los gremios de artesanos, fueron parte del proceso. También lo fue el desarrollo de la industria textil rural en Inglaterra, con base en el trabajo a domicilio por encargo —que conllevaba la presencia del capital y la venta de fuerza de trabajo— y en los cercamientos cuyos efectos fueron el despojo de tierras y el despoblamiento del campo. Un mayor número de arrendamientos a término y contratos de aparcería, unos y otros con el propósito de producir para el mercado, modernizaron las relaciones sociales en el campo. En la industria minera aparecieron las primeras concentraciones obreras; en 1550 había más de 1200 trabajadores en las minas de Shwaz. Un verdadero proletariado.4

Las repercusiones de la conquista y colonización del nuevo mundo fueron más tempranas y de mayor alcance de lo que supone Le Goff. No se limitaron a la llegada de nuevos productos agrícolas y de metal precioso. No fueron despreciables las repercusiones de los intercambios transoceánicos. El historiador Ruggiero Romano mostró que nunca, como en el siglo xvi, hubo progresos comerciales tan brillantes, con una velocidad de expansión tan acelerada.5 No parece exagerado concluir que, después de los viajes de Cristóbal Colón, Europa se fue convirtiendo en un mercado mundial y que 1492 es el punto de partida de la moderna era imperial y colonial, junto con lo que ella acarreó: trabajos forzosos de indígenas en América, esclavización de africanos y el saqueo de las Indias orientales.

Le Goff desestima los logros de la Revolución inglesa; cree que fracasó porque la monarquía resistió. Pero la restauración monárquica no impidió que las conquistas se mantuvieran. En efecto, se acabaron los tribunales con prerrogativas y el parlamento controlaba los impuestos. Con razón, entonces, concluye Christopher Hill, "[l]as décadas de 1640 y 1650 señalaron el fin de la Inglaterra medieval y Tudor".6 Además, por primera vez en la historia, un rey ungido fue juzgado, condenado y ahorcado, y su cargo abolido por no cumplir su palabra con los súbditos.7 El parlamento afianzó su supremacía tras la revolución gloriosa de 1688. Su consentimiento era indispensable para tener ejércitos permanentes, crear impuestos y proveer recursos al rey. Este aún mantenía considerables poderes, pero su soberanía quedó limitada. "En adelante el parlamento fue parte necesaria y continua de la Constitución, en estrecha relación con el electorado". La frase "el rey no puede equivocarse", con la cual se justificaban las acciones arbitrarias, tiene ahora otra interpretación, que Christopher Hill considera revolucionaria: si se comete un error es atribuible a un ministro. La frase pasó a implicar responsabilidad política.8 Nos encontramos, entonces, con un nuevo régimen: la monarquía parlamentaria.

Es cierto, sin duda, que "la influencia del cristianismo en la fe de los occidentales se mantuvo casi en su totalidad hasta el siglo xviii" (p. 171). Pero la Reforma Protestante sí contribuyó a la modernización, o en palabras de Charles Taylor, a la secularización; es decir, al desencantamiento. En la condición premoderna se vive en un mundo encantado de los espíritus y fuerzas morales; unas son malas, como Satanás, otras buenas, como los santos. El desencantamiento es la desaparición de ese mundo y el reemplazo por el que hoy vivimos, en el cual, el único lugar de los pensamientos, de los sentimientos, es la mente humana. En la Edad Media, lo sagrado desempeñaba un papel central en las prácticas de la Iglesia. Taylor entiende por sagrado aquellos lugares, personas o cosas donde se concentra el poder de Dios: las iglesias, las fiestas sagradas, los sacramentales —procesiones, reliquias, velas— y también en sujetos extrahumanos. A lo sagrado se recurre para alcanzar la salvación. Lo profano es todo aquello en donde no se concentra el poder de Dios.

La Reforma fue una "máquina de desencantamiento". Lutero y Calvino, al hacer de la fe la condición de la salvación, negaron la magia de la Iglesia y cambiaron el centro de gravedad de la vida religiosa. El poder de Dios no se manifiesta por medio de los sacramentales o de la intercesión de los santos, por ser actos mágicos, inútiles y blasfemos, sino en toda acción, lugar o persona. Se debilita, entonces, la diferencia entre lo profano y lo sagrado. Según los dos reformadores, la salvación no se merece: es un acto de la inmensa misericordia de Dios. En opinión de Calvino, toda magia es negra, incluyendo los rituales de la Iglesia. Al no depender de los viejos tabúes, podemos racionalizar el mundo y expulsar de él el misterio.9

Le Goff acepta que la imprenta tuvo una importancia "excepcional", pero agrega que fue en la Edad Media cuando se hicieron "las revoluciones" con respecto a la lectura: el rollo sustituyó al códex, las bibliotecas universitarias a las scriptoria de los monjes, el papel al pergamino (p. 184). Con todo, se debiera reconocer que el impreso fue también una revolución comunicativa de los albores de la Edad Moderna, como lo sustenta Elizabeth Eisenstein, en su extensa investigación. Los logros de la imprenta no habrían sido posibles con el libro escrito. En efecto, la imprenta transformó los métodos de recopilación, el sistema de almacenamiento y recuperación y las redes de comunicación. La uniformidad y la sincronización se volvieron prácticas comunes, como no lo habían sido antes, lo que, sin duda, masificó la lectura. La imprenta hizo que los libros abandonaran las estrechas paredes de las bibliotecas, para ser "una biblioteca sin muros". Mientras la reproducción fuera manual, la conservación de la herencia clásica era limitada. Las innovaciones científicas dependieron de la imprenta, pues la observación y las mediciones se volvieron más precisas, al reproducirse con exactitud tablas y registros.10

Como lo ha demostrado Natalie Davis, en un estudio sobre Francia, en la temprana Edad Moderna, la imprenta divulgó textos para sectores populares y sirvió de apoyo a la Reforma Protestante; aumentó el número de libros en las veladas rurales; los buhoneros evangélicos recorrían los campos vendiendo biblias en lengua vernácula; en las ciudades, circulaban libros mediante préstamos y compras. La imprenta contribuyó al desarrollo de la conciencia política, dado que permitió que los artesanos y comerciantes expresaran sus opiniones, además de que los panfletos divulgaron noticias de acontecimientos nacionales; destruyó monopolios de conocimiento y retó a los valores tradicionales.11 La publicación de biblias devaluó el papel del sacerdote intérprete, como no lo podía hacer el manuscrito.

En el ámbito del saber, Le Goff reconoce que lo novedoso, antes de la segunda mitad del siglo xviii, es el recurso sistemático de la experiencia; solo la publicación de la Enciclopedia "señala el fin de un período y el advenimiento de otro" (p. 153). No deja de sorprender la omisión del impacto, en la construcción de la ciencia moderna, de las ideas de Galileo, Kepler, Descartes y Newton. Poca duda debiera caber que en el siglo xvii hubo consciente desafío, resistencia, y conquista. "La filosofía natural aristotélica, afianzada en las universidades de Europa, en la Iglesia y en la visión del mundo de la mayor parte de personas instruidas, fue reemplazada por conceptos y prácticas más parecidos a los de la ciencia moderna".12 Con Galileo, Descartes y Newton se impugna y desvanece el universo aristotélico, con siglos de duración, a cambio de un universo geometrizado, que siglos más tarde caerá con las revoluciones de Einstein.13 Puede entonces decirse que se pone fin a un movimiento de larga duración en la historia de las ciencias.


Pie de página

1 John Elliott, Haciendo Historia (Madrid: Taurus Historia, 2012) 76-77.
2 Carlos Marx, Introducción general a la crítica de la economía política (1857) (Bogotá: Ediciones La Chispa, 1971) 62.
3 Carlos Marx, El Capital, vol. I (México: Fondo de Cultura Económica, 1976) 611.
4 Fernand Braudel, Civilización material, economía y capitalismo. Tomo II, Los juegos del intercambio (Madrid: Alianza Editorial, 1984) 274.
5 Ruggiero Romano, Fundamentos del mundo moderno (Madrid: Siglo XXI Editores, 1972) 285.
6 Christopher Hill, De la Reforma a la Revolución industrial 1530-1780 (Barcelona: Editorial Ariel, 1980) 151.
7 Lawrence Stone, "La Revolución Inglesa", Revoluciones y rebeliones de la Europa moderna (Madrid: Alianza Universidad, 1972) 120.
8 Christopher Hill, The Century of Revolution (London: Cardinal, 1974) 247.
9 Charles Taylor, A Secular Age (Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007) 25-26, 77-81.
10 Elizabeth Eisenstein, La imprenta como agente de cambio (México: Fondo de Cultura Económica, 2010) XVI, 22, 207, 206.
11 Natalie Davis, Sociedad y cultura en la Francia moderna (Barcelona: Editorial Crítica, 1993) 186 y siguientes.
12 Stephen Pumfrey, "The Scientific Revolution", Companion to Historiography, ed. Michael Bentley, (London: Routledge, 1997) 295.
13 Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales (Madrid: Editorial Alianza, 1970) 72.


Abel I. López
Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia
aloforero@yahoo.com

Cómo citar.

López, Abel. "Jacques Le Goff. Faut-il vraiment découper I’histoire en tranches?" (reseña). Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 41.2 (2014): 355 – 363.