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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

Print version ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.43 no.2 Bogotá July/Dec. 2016

https://doi.org/10.15446/achsc.v43n2.59088 

http://dx.doi,org/10.15446/achsc.v43n2.59088

Eduardo Valenzuela. Prólogo de René Millar Carvacho

Maleficio: Historias de hechicería y brujería en el Chile colonial. Santiago: Pehuén Editores, 2013. 176 páginas

Este trabajo del historiador Eduardo Valenzuela es un análisis de varios casos de hechicería y brujería que sucedieron en tres áreas geográficas diferentes de Chile en el siglo XVIII y llegaron a la Real Audiencia de Lima. Valenzuela indagó en los archivos de esa institución para demostrar que esas causas poseen algunos rasgos propios, es decir, configuran una tipología de delitos. Tales procesos, como queda dicho, fueron atendidos por la justicia ordinaria debido a que en todos ellos hubo rasgos considerados criminales: producir enfermedad, daño o muerte y el ejercicio de las prácticas mágicas fue el medio para cometer las transgresiones. Cabe anotar que todos los "maleficiadores", indígenas, españoles, negros y castas debían responder ante esos tribunales. La corrección y control de las prácticas religiosas indígenas "blandas" como danza, música y aspectos de irreligiosidad menores dependían del juez eclesiástico que debía "enderezar" a los nativos.

Valenzuela hace un aporte a la escasa historiografía chilena sobre el tema al probar que los rituales indígenas ancestrales, los traslados en forma de aves y los vuelos extáticos, la utilización de plantas o de dispositivos mágicos que en Europa se consideraron actos de hechicería, fueron juzgados en el Virreinato del Perú como maniobras de brujería. El rasgo más significativo del modelo mágico americano, que documenta muy bien el autor, fue el uso de la cueva. Los indígenas, reunidos en juntas, visitaban cavernas para adquirir conocimientos sobre curaciones y cómo cambiar la voluntad de las personas. Según el paradigma demonológico europeo y católico, el Sabbat-aquelarre o misa invertida oficiada por el demonio se llevaba a cabo en páramos, descampados, ranchos, a veces bosques. Tampoco en el sur de América la mayoría de los practicantes de magia fueron mujeres ni las acusadas de maleficiadoras se consideraron diabólicas y perversas. Pareciera que para la época estudiada los elementos de la brujería europea, como la obsesión por el sexo y la relación entre lo femenino y el mal, no estaban completamente incorporados en el mundo conceptual de los jueces ni en el de los americanos.

Valenzuela, además, fractura esos rasgos de hechicería y brujería desde la ética y las reflexiones sobre el trasplante de las instituciones a América, en particular de la administración de justicia. Pone de presente la asimetría de los mecanismos de juzgamiento, la ignorancia de los jueces sobre el significado de los instrumentos u objetos para producir magia de los locales, los interrogatorios amañados, duda de la credibilidad de los testigos, recuerda que son distintas las nociones del bien y del mal de los procesados indígenas que necesitan de traductor para ser escuchados.

Como señala René Millar Carvacho en el prólogo, si los indígenas que fueron enjuiciados no estaban cristianizados ni sabían castellano ¿por qué las narraciones de los hechos que realizan los acusados son similares entre ellas?, ¿son tales relatos producidos por la acción mediadora del juez que impuso su universo mental, o influyeron otros factores como las creencias indígenas reflejadas en los testimonios de testigos y acusados? Valenzuela nos obliga a preguntarnos ¿qué es lo justo en estos casos sobre hechos inéditos para la ley española?, ¿puede ser justo un juez con estos hombres, con esos indígenas, con esos mulatos, que desconocen al Dios católico o lo entienden a su manera?

Los procesos estudiados por Valenzuela revelan cruces culturales impensados antes de la colonización cultural americana. No los desentraña de la manera minuciosa y profunda que hubiéramos querido, presta poca atención al tema de género o, mejor, a la creencia en el "arquetipo de la bruja", pero da relevancia, como es infrecuente entre los científicos sociales, a lo simbólico, al análisis del discurso: al hecho de que el lenguaje crea realidad. ¿No son de muchas maneras actos de lenguaje, discurso puro, las acusaciones de hechicería o brujería? ¿No son fabricaciones del lenguaje los actos mágicos? Idolatría, superchería, Sabbat, estereotipo de la bruja, la bolsa colorada, los maleficios con solimán y sesos de asnos son expresiones, artefactos que repiensa el autor. Reconstruye el origen de las palabras para formular hechizos, va al inicio de las artes mágicas cuyo uso fue proscrito desde antes de la aparición del cristianismo. La Iglesia católica frenó aún más el empleo de tales rituales que servían para complacer a los dioses griegos y llegar a la verdad, porque sostuvo que una curación "lícita" se podía lograr invocando a Dios o por medio de plantas, mientras que la sanación obtenida por otros medios era obra demoníaca. Desarrolló una nueva teoría de las artes mágicas, depuró sus herramientas de control, estableció la Inquisición. Los paganos idólatras, las brujas heréticas, los indios maleficiadores de Hispanoamérica fueron los sujetos peligrosos de ese contexto en el cual los límites entre lo divino y lo diabólico eran tenues.

Para Valenzuela, esos delitos trasplantados a América se hacen nebulosos, de límites inciertos. Los casos investigados, seleccionados por sus rasgos inusuales, le permiten concluir que los cargos por brujería o hechicería enmascaran otros problemas o intereses, los que hicieron más indeseables a indígenas, negros o mulatos. Todos los procesados salieron bien librados, con excepción de Petrona Briceño.

¿Cuál es la rareza de los casos? ¿Qué es lo que ocultan las acusaciones? En 1765 en Talca, el mulato Domingo Rojas fue acusado de maleficiador y hechicero porque llevaba un atado de solimán crudo y había puesto un atado de pelos a una de sus víctimas. Rojas era vago, ocioso, había estado en la cárcel y escapado de ella, pero, además, usaba el discurso sobre la hechicería para sus fines eróticos: amenazaba a las mujeres con hacerles daño si no tenían sexo con él. No aceptó los cargos de ser "hechicero demoníaco", pero sí las imputaciones por amancebamiento e intento de homicidio a su esposa. No fue condenado.

Juana Cosodero, española que vivía en Santiago de Chile, fue procesada en 1693 por matar a su marido, Juan Gutiérrez, con un maleficio contenido en sesos de asno que, decían, volvía al hechizado dócil ante su esposa. El médico Juan Dávalos certificó que Gutiérrez padecía de gota coral, es decir, de epilepsia, y que esa enfermedad causó su deceso. Por el dictamen científico la mujer fue liberada de todo cargo.

En 1739, en Santiago, fue apresado el indio Joseph Acosta. Portaba una bolsa roja de contenido extraño: una serpiente disecada; sangre seca junto a filacterias (tiras que sirven para atar personas y someter voluntades); un pedazo de naranjillo y un pedazo de culén (planta silvestre que tiene aplicaciones medicinales); además, un relicario cristiano con una inscripción en papel. Por ese motivo, Joseph debía ser brujo o hechicero y era sospechoso de haber lesionado a un muchacho. Llamaron como "especialista" a un cacique que curaba maleficios, gesto político inusual, quien aseguró que el contenido de la bolsa delataba a un hechicero. Joseph Acosta no dio explicaciones satisfactorias acerca de la bolsa roja. El juez Pedro Gregorio de Elsso primero lo condenó a la tortura y después, sin motivo aparente, revocó el dictamen debido a una apelación.

La cacica Tomasa Briceño culpó en 1710 al ministro de campo, Antonio Garcés, del rapto de su nieta Petrona, de diez años. Garcés afirmó que la niña le había sido dada por el corregidor de Colchagua para educarla cristianamente y que su abuela era conocedora de las "malas artes", razón por la cual Petrona podría convertirse en bruja. Los testigos corroboraron los comportamientos ajenos a la fe de Tomasa, que nunca recuperó a su nieta. Devaluar a Tomasa a los ojos de la comunidad de la cual era líder puede entenderse como una estrategia para desestructurar al grupo indígena.

Lorenzo Andrés Millacura, cacique, fue sentenciado a azotes y destierro en Itata, en 1714. Fue acusado de producir varios maleficios. Millacura fue defendido por el coadjutor de indios quien estaba convencido de que el propósito real de las incriminaciones era desterrar al cacique para despojarlo de unas propiedades. Se le declaró inocente tras la aparición del coadjutor en el juicio.

Las denuncias contra Juan de Quiroga recibidas en 1731 por la Audiencia de Santiago por bestialismo, maleficiar y matar a varias mujeres tenían el mismo objetivo: castigar al acusado o erradicarlo del lugar para quitarle unas cabezas de ganado. Quiroga fue maltratado ilegalmente, hecho que fue denunciado por el coadjutor de indios. No se sabe qué suerte corrió.

En 1777, en Santiago, la negra esclava Isidora y la mulata Margarita fueron señaladas de matar, usando solimán y haciéndole tragar porquerías, a su ama, Theresa Crusate, aunque el verdadero objeto del maleficio era la madre de esta, doña Josefa, quien era cruel con las mujeres. Ambas, Margarita e Isidora, esclavas iletradas, escribieron cartas sobre su participación en los sucesos, acto que resulta insólito. Fueron absueltas.

Valenzuela trabaja cuatro procesos contra indígenas por brujería, sucedidos entre 1693 y 1749, que muestran el avance de la demonización de algunas prácticas nativas (efecto de la colonización religiosa). Empezaron como incidentes de hechicería y cumplieron con los estereotipos de esta falta a la ley: se inculpó a un individuo de causar perjuicios a través del maleficio y no hubo rastro alguno de adoración de ídolos o al demonio, ni invocaciones a poderes prohibidos. Pero la visita a la cueva, que realizaron todos los procesados, transformó a la hechicería en brujería. En consecuencia, aparecen los otros elementos de ese modelo mágico: vuelos fantásticos, metamorfosis en animales, pacto con el demonio. La cueva, custodiada por culebras, que son parte de la religiosidad indígena de la zona, es ahora la morada del macho cabrío que los reos, diciendo lo que los jueces quieren oír, adoran.

En suma, la tipología delictiva de las artes mágicas del Antiguo Perú que establece Eduardo Valenzuela muestra una vez más la emergencia de rituales y conceptos sincréticos de prácticas novedosas. Es, también, una reflexión sobre la construcción de las alteridades, de los indeseables del orden social colonial que fueron inculpados de delitos que no cometieron. Valenzuela hilvana su texto de manera seductora: su interpretación de cada caso empieza donde termina la anterior.

ÁNGELA INÉS ROBLEDO
Universidad Nacional de Colombia, Colombia
airobledop@unal.edu.co

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