Introducción
Este artículo indaga sobre la temática de la violencia y las relaciones conyugales, a través del estudio de los delitos de homicidio, lesiones y disparos de armas de fuego cometidos por mujeres hacia sus esposos en el contexto de fines del siglo XIX y principios del XX, en la provincia de Buenos Aires, Argentina. La investigación se circunscribe a los departamentos judiciales Capital y Sud. El objetivo es analizar la construcción del delito a partir de la exploración de los sentidos de género y de violencia presentes en las miradas y negociaciones de los distintos actores sociales intervinientes en tres procesos judiciales letrados: los comisarios y auxiliares de policía, los fiscales, los defensores, los jueces de primera instancia, los testigos, las acusadas y los varones agredidos.1 El abordaje de estos tres procesos, seleccionados por su densidad documental, habilita el análisis de las voces en conflicto, a través de la observación de los gestos y las reacciones que aparecen como indicios históricos.2
En el marco de las relaciones conyugales, los varones reproducían las relaciones de poder constituidas con base en las diferencias atribuidas a los sexos.3 Esas nociones sobre las diferencias de género eran uno de los ejes de las codificaciones hispanoamericanas. Los códigos medievales y renacentistas tempranos establecían la primacía del padre por sobre todos los integrantes de la familia, centralizando las funciones de gobierno y dirección. En el virreinato del Río de La Plata, la legislación castellana e indiana instituía que el marido supervisaba la conducta de la esposa, quien le debía obediencia a su conyugue. Esta serie de deberes y derechos conyugales se encontraban sustentados en la idea de la debilidad del sexo femenino y en el concepto de primacía del varón sobre la mujer. Para los juristas del periodo, los varones eran los responsables de restringir y corregir las acciones de sus esposas, prerrogativa contemplada por la posibilidad del castigo moderado.4
En los Estados nación latinoamericanos en configuración, los códigos civiles fueron moldeados según el Código de Napoleón de 1804, adoptando la cláusula de la obediencia de las mujeres a los padres y a los maridos tomada casi literalmente de la ley francesa. Los códigos establecieron el matrimonio como un contrato social en el cual, aunque las mujeres eran sujetos de derecho quedaban subordinadas en razón de la potestad marital y del matrimonio, -lazo que Carole Pateman ha llamado "contrato sexual de sujeción"-.5 Para el caso mexicano, Ana Lidia García Peña ha afirmado que las reformas liberales, con su preocupación por la voluntad y las libertades individuales, fueron restringiendo cada vez más la problemática de la violencia conyugal al ámbito de la privacidad, fortaleciendo así la soberanía de los varones en los hogares.6 En Argentina, el Código Civil redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield entró en vigor en 1871. Allí se reafirmó la incapacidad jurídica de las casadas, estableciendo que los maridos eran los administradores de los bienes matrimoniales en las llamadas sociedades conyugales, y los representantes legales. El matrimonio civil organizaba el orden social, reforzando la subordinación de las mujeres a la familia y a la autoridad exclusiva de los varones.7
Estas construcciones se encontraban íntimamente ligadas a las prerrogativas de castigo físico de los varones hacia sus esposas, fundamentadas en la protección y restricción de las acciones de ellas. El Código Penal nacional vigente desde 1887 no hacía distinción de género en el artículo sobre el delito de uxoricidio. Sin embargo, como han afirmado Yolanda de Paz Trueba y María Bjerg, la corrección de las desviaciones consideradas femeninas justificaba una actitud violenta que la sociedad no condenaba abiertamente.8 A través del estudio de las fuentes judiciales se pueden observar las experiencias en torno a la violencia conyugal. Los hechos de sangre que eran judicializados expresaban las discusiones sobre los límites tolerables de la agresión masculina. En la historiografía hispanoamericana sobre fines del siglo XIX y principios del XX la problemática ha sido indagada por varios investigadores. Desde la perspectiva de la historia social de la justicia y la historia del derecho, Óscar Armando Castro López ha abordado para el caso de Colombia las construcciones históricas sobre el crimen pasional a nivel nacional. Partiendo de esta misma óptica, Elisa Speckman Guerra ha analizado los homicidios pasionales para la ciudad de México en el contexto del porfiriato. Desde una historia social, Lisette Rivera Reynaldos estudió a las mujeres autoras y cómplices en crímenes pasionales en el estado de Michoacán. En la misma perspectiva social, María Paz Fernández Smits ha investigado sobre las formas de la violencia conyugal y su penalidad en la justicia criminal a principios del siglo XX en Santiago de Chile.9 Para el espacio argentino, Mónica Ghirardi ha abordado la violencia conyugal, atendiendo a los dispositivos de disciplinamiento familiar y judicial. Desde la historia de las emociones, María Bjerg ha estudiado los conflictos maritales de inmigrantes en la provincia y ciudad de Buenos Aires, haciendo hincapié en los delitos cometidos por varones hacia mujeres. Por su parte, desde la historia social de la justicia, Yolanda de Paz Trueba ha entrevisto las denuncias de mujeres frente a la justicia de paz bonaerense como alternativa para dirimir conflictos frente a la violencia masculina.10
El presente artículo dialoga específicamente con estos trabajos, atendiendo a los aportes de la historia social, la historia social de la justicia y de la historia de las emociones, en sus intersecciones con los estudios de género. En particular, se ha prestado atención a las investigaciones sobre el espacio mexicano, que han priorizado a las mujeres como autoras de transgresiones violentas producidas contra varones. Estos casos se constituían como desvíos a la normatividad, poniendo en cuestión la violencia masculina, ya que se trataba de situaciones en las que ellas, y no los varones, utilizaban la fuerza propia o ajena en contra de estos.11
La pregunta que cabe realizar es: ¿qué construcciones de sentidos se ponían en juego en los procesos judiciales relativos a delitos considerados violentos, por los cuales las mujeres eran acusadas a fines del siglo XIX y principios del XX en la provincia de Buenos Aires? Durante el proceso, los distintos funcionarios policiales y profesionales judiciales letrados se encontraban encargados de observar las situaciones de violencia en contextos conyugales.12
De esta manera, producían subjetividades sobre los comportamientos femeninos, a partir de las normas sociales, morales y penales disponibles en el periodo histórico.13 Por su parte, las acusadas, los varones con quienes estas mantenían lazos conyugales y los testigos imprimían sus propias significaciones sobre las transgresiones producidas. En conjunto, los participantes del proceso disponían de una cultura judicial que les permitía encontrar puntos de contacto y negociación, a través de los sentidos de género que se configuraban y las apreciaciones sobre la violencia.14
A su vez, la excepcionalidad de los casos de mujeres acusadas de delitos violentos hacia los varones con quienes mantenían una vida en común permite iluminar el análisis sobre la vida cotidiana a fines del siglo XIX y principios del XX en la provincia de Buenos Aires. Allí, se visualizan arreglos y desequilibrios presentes en la cotidianeidad de estas mujeres y varones, salidos a la luz gracias al proceso judicial atravesado.15 Dichas negociaciones son abordadas teniendo en cuenta las transformaciones en las moralidades femeninas. El estudio de Sueann Caulfield realizado para el caso de Río de Janeiro ha visualizado que para ese periodo la respetabilidad femenina sustentada en la sexualidad reprimida y en la castidad fue adquiriendo connotaciones y límites nuevos y cambiantes.16
Desde la década de 1890, la provincia de Buenos Aires sobrellevaba procesos sociales y económicos tales como el desarrollo agroexportador, la instalación de frigoríficos, la extensión de las líneas férreas y la inmigración ultramarina, elementos que le otorgaban un lugar central en la economía y sociedad del país. Las ciudades más importantes, junto con los núcleos urbanos menores y otros poblados más pequeños formaban una dinámica red social y demográfica de poblaciones entrelazadas por las vías del ferrocarril y los circuitos comerciales.
En 1880 se produjo la federalización de la Ciudad de Buenos Aires, y en 1882 la fundación de la ciudad de La Plata como capital de la provincia, la cual comenzó a ser cabecera del departamento judicial Capital. Al sur, donde se ubicaba Dolores, la cabecera del departamento judicial Sud, el territorio de frontera se fue desdibujando hacia el último cuarto del siglo XIX. Como ha puntualizado María Angélica Corva, en el marco del proceso de construcción y configuración del Estado provincial, el poder judicial se fue volviendo parte constitutiva del sistema estatal, legitimador de su accionar político y mediador de la sociedad civil.17
Hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la criminalidad en Argentina era un síntoma de las transformaciones sociales. Las llamadas cuestiones sociales asignaban una variedad de problemas como el hacinamiento, la marginalidad, la prostitución, el alcoholismo y la delincuencia.18 El Estado nación, todavía en configuración, pretendía el abandono del uso de la violencia como medio de resolución de conflictos entre personas, controlando a través de las instituciones judiciales a sectores específicos de la sociedad que aparecían como discordantes.19 En 1886 se había aprobado el Código Penal a partir del cual se inició el proceso de codificación penal a nivel nacional. En 1903 se aprobó la reforma al Código Penal, aumentando la duración de las penas y ampliando la cantidad de faltas penales, en un contexto en el que aumentaba la preocupación de los agentes estatales por la problemática de la criminalidad.20
En primer lugar, se observarán las maneras en que los funcionarios policiales intervenían en la construcción de los delitos. En un segundo momento, se revisarán las formas en que las acusadas y los varones afectados se presentaban a sí mismos ante los agentes policiales. Por último, se explorarán las visiones y decisiones puestas en juego entre los profesionales letrados que actuaban en los procesos en cuestión.
Los funcionarios policiales y la configuración del delito
Los funcionarios policiales -el comisario junto con la ayuda de los auxiliares- eran los encargados de llevar a cabo el sumario judicial, cuyo objetivo principal era la justificación del delito y de los autores. En este momento, se recibía la denuncia, se llevaba a cabo el peritaje médico de las personas afectadas y el peritaje ocular en el lugar de los hechos; se tomaba declaración a los testigos, al acusado y a los afectados; y por último el comisario realizaba un informe de los hechos que era enviado al juez de la instancia correspondiente. Allí, en el espacio de la comisaría, se construían los elementos sobre los sucesos que luego llegarían a manos de los profesionales letrados en la parte plenaria del proceso judicial.21
Como ha observado Diego Galeano, el sumario judicial era un ámbito lindante con el de la administración de justicia en el que un concierto de voces se disputaba la propia interpretación del delito y de las significaciones que rodeaban al delincuente.22 En las declaraciones, los oficiales de policía se ocupaban de indagar los datos filiatorios de las mujeres y los hechos que ellas tenían para contar. A su vez, realizaban preguntas específicas sobre las circunstancias particulares de los eventos. El caso de Andrea, que veremos a continuación, permite visualizar la "cocina del delito".
En 1904, Andrea, quien aseguraba ser argentina, de treinta y siete años, y dedicada a los "quehaceres domésticos", fue acusada de asesinar a su esposo con tres disparos de arma de fuego. El suceso tuvo lugar en una casa de chacra ubicada en un paraje cercano a Necochea, correspondiente al departamento judicial Sud, al sur de la ciudad de La Plata. En su declaración, Andrea afirmaba que el día de los sucesos una persona empezó a golpear con violencia puertas y ventanas, ante lo cual, "temiendo la interrogada que se tratara de algún hecho que ponía en peligro su vida", produjo un disparo sin saber que se trataba de su marido.23 Cuando ella había preguntado quién se encontraba junto a la puerta, el varón no había respondido, queriendo entrar de manera violenta a la pieza donde ella se encontraba.24
Ante la pregunta del oficial de policía sobre si su marido acostumbraba a beber, Andrea negó que él tuviese dicho hábito. El agente le preguntó si ella se encontraba ebria en el momento del crimen, a lo que respondió que no, ya que "no acostumbraba a beber bebida alguna".25 En las interrogaciones se observaban las expectativas por encontrar rastros de ebriedad que otorgasen explicación a los acontecimientos. En la producción de testimonios, los auxiliares policiales configuraban las miradas más cercanas, temporal y espacialmente, sobre las transgresiones que habían tenido lugar, influyendo notablemente en la respetabilidad y credibilidad de los involucrados.
Para fines del siglo XIX y principios del XX, en el espacio latinoamericano la ebriedad era vista como un vicio, siendo profunda la condena social y moral que existía hacia el beodo. Estas apreciaciones formaban parte de las ideas liberales de aquel periodo, que sancionaban el ocio y ciertas conductas que abstraían a los varones del trabajo y a las mujeres de lo que era socialmente visto como una vida decente.26 El exceso en el consumo de alcohol era una costumbre que se consideraba propia de las clases trabajadoras, quienes bebían en fondines, pulperías, despachos de bebida, casas de tolerancia, y en sus propios hogares.27 Más allá de la clase social a la que pertenecieran los implicados, los policías buscaban explicaciones basadas en el alcohol como un factor que influía en las conductas violentas y en los "malos tratos" presentes en las relaciones del momento.28 Aunque la letra de la ley dejaba márgenes para interpretar la beodez dentro del "estado de furor" y observarla como un atenuante a la penalidad, lo cierto es que los oficiales tendían a controlar el uso de bebidas alcohólicas y a los bebedores.29
En el proceso de Andrea, uno de los testigos que declaró fue Donato, el capataz de la chacra donde el matrimonio vivía. El joven, ante las preguntas del oficial declaró que "jamás ha visto ebrio al extinto Jorge, aun cuando sabe que sabía tomar una que otra copa de bebida".30 Tal afirmación aparecía acorde a los testimonios de los otros declarantes, como Felipe, jornalero de la misma chacra; y Luis, dependiente del negocio al que entró Jorge momentos antes del asesinato.31 Como Óscar Armando Castro López ha afirmado para el espacio colombiano, en lugares pequeños como lo era una chacra situada en un paraje campestre, los testigos habitaban de modo adyacente a la morada. Allí, la vecindad se limitaba a las relaciones de parentesco y a los vínculos producto de la división social del trabajo de la región. En sus relatos, estos testigos próximos describían las actividades comunitarias y las posibles tensiones del matrimonio, lo que se convertía en rumor al interior de la comunidad. Esta información sería importante para los policías, y también posteriormente en el plenario judicial.32
Los agentes policiales también especulaban sobre la posibilidad de conflictos conyugales en los matrimonios, en los cuales cumplía un rol importante la actitud violenta del marido. El oficial que interrogó a Andrea le preguntó si "durante el tiempo que llevaban de matrimonio han tenido frecuentes reyertas", a lo que mujer respondió que "jamás tuvieron un disgusto, ni reyertas, por el contrario siempre han vivido en la mayor armonía".33 El testigo Donato afirmaba que "hace seis años que conoce a la familia, sin que en este tiempo, ni siquiera haya oído decir que se llevaban mal", lo que fue ratificado por los demás testimonios.34
Según el informe final del sumario, producido por el comisario Manuel Lambi, a pesar de los testigos que declararon, el hecho no había sido presenciado por persona alguna. El funcionario policial establecía en relación a la "víctima", que "no se ha conseguido esclarecer la causa real o probable para que el extinto se presentara en la forma en que lo hizo en la noche del once, pero en este caso existe la presunción de que era motivado a celos".35 El oficial ya había hecho alusión a dicha motivación, cuando había interpelado a la mujer sobre si su marido "en vida era celoso", a lo que la acusada había respondido que "durante el tiempo que llevaban de matrimonio nunca fue celoso".36
En el caso de Andrea, las expectativas de los policías chocaban con la falta de conflicto aducido por la acusada y los testigos. Ante la inexistencia de testimonios que explicaran el crimen a partir de los efectos de la ebriedad o de los conflictos maritales, para los funcionarios los celos masculinos podían ser un móvil importante en la explicación de los sucesos. Estas indagaciones conllevaban presupuestos de género que suponían la fidelidad sexual de las mujeres y su obediencia. Y estas premisas reafirmaban la autoridad marital mediante la protección y la restricción de las acciones femeninas, actitudes que además eran fuente de prestigio y sustentaban el honor masculino. En caso de ponerse en duda la fidelidad femenina, ello llevaba a que los varones se expresaran mediante el ejercicio de la violencia, acompañados de su temor a la pérdida de la honorabilidad.37 Para el caso de Colombia, Oscar Castro López ha observado que los celos eran un elemento articulador de los hechos previos al crimen, relativos a la violencia producida por varones hacia mujeres, lo que se evidencia en otras investigaciones sobre el espacio argentino y el mexicano.38
Era en la comisaría donde se iban construyendo los presupuestos sobre las transgresiones en cuestión, sustentados en las expectativas e indicios que proyectaban de los funcionarios policiales.39 Como ha establecido Gisela Sedeillán, eran criterios sociales y no legales los que influían en la producción del sumario judicial.40 A través de su testimonio, la mujer acusada había intentado negociar su explicación sobre los sucesos, con base en el argumento sobre las características accidentales del acontecimiento. Sin embargo, los agentes policiales habían logrado construir el delito mediante sus propias conjeturas, relativas a los celos, lo que era habitualmente esperado en un conflicto conyugal.
Disputas y negociaciones frente a los funcionarios policiales
En la comisaría se configuraban los elementos sobre los sucesos que luego llegarían a manos de los profesionales letrados en la parte plenaria del proceso judicial. En sus declaraciones ante los funcionarios policiales, las acusadas procuraban construir miradas de credibilidad y respetabilidad. Por su parte, los varones afectados acentuaban su autoridad marital frente a la desobediencia femenina.
En 1897, Teresa fue acusada de herir a su esposo Miguel por haberle lanzado un plato a la cabeza mientras almorzaban en su hogar ubicado en la ciudad de La Plata, cabecera del departamento judicial Capital. En la declaración sumarial, Teresa había declarado tener cuarenta y un años de edad, estar dedicada a los "quehaceres domésticos" y vivir en su casa junto a Miguel, quien se había autodefinido como mecánico, de treinta y tres años de edad. Ambos declaraban ser inmigrantes italianos. Como establece María Bjerg, los conflictos matrimoniales entre inmigrantes eran una constante en el periodo abordado. La frustración económica en las nuevas comunidades donde vivían generaba emociones como el desamor, el rencor y la ira. Así, el dinero fue motivo de recurrentes disputas conyugales que derivaban en maltrato y hechos de sangre.41
Teresa señaló que ese día, mientras almorzaban con su marido, estaban conversando acerca de que ella "una vez lo había hecho conducir preso a esta comisaría por los malos tratamientos de que es frecuentemente víctima". Era una de las comisarías donde se recibían las denuncias que las mujeres hacían sobre los "malos tratamientos" acaecidos por sus cónyuges antes de que se cometiera el delito en cuestión. La charla derivó en un conflicto y, debido al estado de ebriedad en que se encontraba Miguel, este se levantó de la silla de forma amenazadora y la insultó hasta que "levantándose rápidamente con un cuchillo en la mano del que se servía en ese momento la tomó por las ropas y le dijo que la iba a degollar como Meardi a su esposa".42 Luego de tomarla dos veces por el cuello, ella "sin darse cuenta y como un acto primo recuerda que tomó un plato arriba de la mesa, asustando con él a su esposo lo lesiono". Luego, aprovechando que él ya no la perseguía, Teresa trató de poner el hecho en conocimiento de la Policía por medio de un vecino.43
En relación a la violencia física producida por el varón en estado de ebriedad, tanto Sandra Gayol como Pablo Ben han atestiguado que la misma era un atributo de la sociabilidad masculina de las clases trabajadoras. Los varones, más allá de su estado civil, pasaban el tiempo libre en despachos de bebidas, espacios comunitarios o lugares de trabajo en donde interactuaban con pares del mismo género. Allí compartían experiencias como la ingesta de bebidas alcohólicas y la defensa del honor de manera física y simbólica. Sin embargo, la violencia y la defensa propia, componentes intrínsecos de la masculinidad, debían combinarse con el control de los propios actos e impulsos.44 Allí radicaban los límites que los varones debían tener en el ejercicio de la violencia hacia las mujeres y hacia sus esposas en particular.
Uno de los argumentos utilizados por Teresa ante la justicia para construir su imagen de víctima era el "acto primo" de defenderse frente a las amenazas y agresiones de su marido.45 Otra de las explicaciones para mostrar esa imagen era la rapidez con que ella recurrió a la policía. En conjunto, trataba de demostrar que se había defendido de manera "legítima", elementos que los agentes policiales iban a comunicar a los profesionales letrados. Tal como lo ha afirmado Víctor Brangier, la construcción por parte de los actores sociales de figuras y alegorías sobre la "víctima sufriente" para obtener la compasión de los agentes judiciales era habitual en el espacio hispanoamericano.46
Es pertinente observar que estos hábitos se encontraban entrelazados con las codificaciones disponibles para el periodo. Como ha puntualizado Elisa Speckman Guerra para la ciudad de México, en ese periodo los códigos penales nacionales abrían resquicios a la actuación de los particulares en la esfera de la justicia, dando lugar a una cultura judicial presente en los distintos agentes intervinientes en los procesos penales. No se consideraba como responsables, y por lo tanto como merecedores de sanción, a los individuos que en el "ejercicio de un legítimo derecho" cometían un acto tipificado como delito.47
Miguel declaró que durante el almuerzo habían tenido una discusión ya que ella le exigía que abandonase el trabajo de mecánico para ocuparse como obrero, mientras que él argumentaba que ello no era posible ya que "su taller producía lo suficiente para atender a la subsistencia de la familia". Ante ello, Teresa se había exasperado, arrojándole un plato a la cabeza. Ante las preguntas del policía auxiliar de turno, el varón establecía que habían sostenido algunas reyertas con su esposa "a causa de haber pretendido dominarlo y gobernar ella la casa a su antojo y como nunca lo ha conseguido tal vez pueda por esto haberle guardado rencor".48
En la declaración del varón se observan las pautas matrimoniales dispuestas para el periodo estudiado, a partir de las cuales la esposa era la que debía obediencia al marido. El hecho de que Teresa quisiese influir en las decisiones de Miguel sobre la manera de asegurar la "subsistencia de la familia", transgredía el rol de protector y proveedor del varón, atributos muy marcados en los inmigrantes italianos. Es importante tener en cuenta que en la Italia de fines del siglo xix, el deber de proveer sustento a la mujer y a los hijos seguía siendo constitutivo de las relaciones de género y de la distribución de las responsabilidades en la familia.49
Para Miguel, la "desviación" de Teresa no solo se explicaba por haber reaccionado de manera violenta, sino también por querer tomar decisiones que cuestionaban la autoridad marital, poniendo en cuestión la masculinidad como valor social y moral.50 Es importante tener en cuenta que el quehacer doméstico adjudicaba un poder a las mujeres, siendo el hogar un sitio desde donde estaban autorizadas a desplegar su acción.51 Aunque durante el sumario judicial ella se posicionase en el lugar de víctima, en el ámbito doméstico Teresa se encargaba de disputar y negociar su capacidad de tomar decisiones.
Al finalizar el sumario, el comisario Juvenal Martínez estipulaba en el informe que debía tomarse en consideración lo expuesto por la acusada, debido a que:
Es público en ese vecindario de que este individuo cada vez que se embriaga, lo que hace con frecuencia promueve desordenes en su domicilio, dando gritos y asestando golpes a su esposa, llegando éstos al extremo de que esta comisaría en varias ocasiones lo ha arrestado y remitido a este departamento.
No es extraño pues que esta vez haya ocurrido lo mismo y que la mujer asediada por los malos tratamiento de que es víctima tomara su defensa.52
La declaración de Teresa había logrado impactar en la construcción del delito que el comisario había configurado y que luego llegaría a manos de los profesionales letrados encargados de la parte plenaria. Para el comisario, la acusada era la "víctima" de los "malos tratamientos" de su marido, ya previamente denunciado por la mujer y arrestado.
Allí también aparecía la "voz pública" como un actor social cuyos rumores impactaban en las imágenes y en la credibilidad que los policías tenían sobre quienes habitaban en el lugar. Según el estudio de Lisette Rivera Reynaldos para el territorio michoacano, esta voz se constituía a través de los habitantes de la población, que no siempre eran los vecinos más cercanos al lugar de los hechos. Así, la oralidad popular conllevaba un cierto consenso sobre los comportamientos bien y mal vistos, lo que se constituyó en una fuente que ayudó a resolver "delitos pasionales", particularmente cuando las autoridades no contaban con el personal ni con los recursos suficientes para llevar a cabo las averiguaciones.53
Óscar Castro López ha observado que el seguimiento a estas violencias desatadas en el hogar era más producto del vecindario que de los funcionarios de policía. Para los oficiales, el ejercicio de la autoridad quedaba limitado a pernoctar en la comisaría, unos pocos días de cárcel o al pago de una multa menor. Solo cuando se cometía un delito considerado como tal salían a la luz, en las palabras de los agentes, los antecedentes de violencia y hostigamiento.54 De esta manera, se entrevé que, en los conflictos cotidianos entre esposos, las mujeres se encargaban de disputar el protagonismo de las decisiones familiares. Eso no impedía que a los ojos de los funcionarios policiales ellas se mostraran y apareciesen como víctimas. Con la ayuda de la "voz pública", Teresa había logrado que su imagen de víctima fuese tomada en consideración por el comisario en su informe final.
Funcionarios policiales y profesionales letrados: diferentes miradas en la constitución del delito
Una vez finalizado el informe sumarial por el comisario, este era enviado al juzgado del crimen o al juzgado correccional.55 Cuando el informe era recibido por el juez, este último procedía a observar el accionar de los agentes policiales. Allí tenía lugar la parte plenaria del proceso judicial, donde se discutía la culpabilidad o inocencia de los procesados, dándose la sentencia condenatoria o absolutoria.56 Las distintas miradas de los profesionales letrados implicaban concepciones particulares sobre los delitos construidos durante el sumario judicial.
En 1898, Sergia fue denunciada por Antonio por haberle disparado en su casa, ubicada en la localidad de Las Conchas, perteneciente al departamento judicial Capital, al norte de la ciudad de La Plata. Ambos declaraban ser inmigrantes españoles, ella de treinta y tres años y dedicada a los "quehaceres domésticos", mientras que él aducía ser un carpintero de cincuenta años de edad. Antonio señalaba que él se encontraba viviendo en partido de General Sarmiento, y que fue a la casa de su propiedad ubicada en Las Conchas, donde vivía su esposa. Allí Sergia le prohibió la entrada, siendo que "adentro de la casa había otro hombre". Antonio se dirigió a la comisaría y le pidió al oficial de guardia que echara al hombre que estaba adentro de su casa. Ante la pregunta del oficial sobre cómo había entrado tal hombre, Antonio argumentó que "había entrado con permiso de su mujer supuesto que estaba adentro y ella no se oponía a que tal cosa sucediera".57 El esposo volvió a la vivienda, y una vez allí intercambió unas palabras con Sergia. Al salir, ella le disparó un tiro de revolver, que no lo hirió pero le rozó una oreja. Decía que:
hace tiempo cree que su mujer le es infiel, pues todos sus actos hacen creer que tal cosa sucede, que puede probar con todo el vecindario de este Pueblo la conducta observada, y la que ella observa que es pública y motivada, que seguramente su mujer ha tenido la idea de asesinarlo supuesto que cuando disparó había martillado el segundo disparo que indudablemente le iba a hacer. Que todo esto lo pone en conocimiento de la autoridad para que tome las medidas que crea del caso, pues ha llegado ésta a hacerse incorregible.58
Antonio sostenía que su esposa no cumplía los preceptos de fidelidad sexual, lo que se encontraba vinculado a los celos antes observados y al miedo ante la puesta en duda de la honorabilidad masculina. En su conjunto, estos eran elementos articuladores de la violencia producida por los varones hacia las mujeres.59 La apelación al atributo de "incorregible" aludía a los derechos de los varones sobre la restricción y corrección de las conductas de ellas. Asimismo, se puede entrever nuevamente la invocación a la "voz pública" como testigo del comportamiento de la mujer.
La acusada admitía haberle disparado a su marido, pero aclarando que antes había sido amenazada por él mismo con un cuchillo. El varón acostumbraba a golpearla, a insultarla y no le daba "ni un centavo". Ante la pregunta del oficial, afirmaba que no había testigos presentes, pero que seguramente los vecinos habían escuchado el conflicto.60 En efecto, el vecino Genaro declaró que había sentido la detonación de los disparos y la disputa matrimonial. Decía que "hace ya algunos años que los conoce, y siempre han sabido tener sus agarradas".61 Sergia establecía que le había disparado una vez "solamente con el objeto de asustarlo para que la dejara tranquila". Ante la indagación del oficial sobre el hombre que se encontraba en su casa, ella estableció que se trataba de su cuñado; y ante la pregunta sobre si le había prohibido la entrada a su marido, ella aducía que no era cierto que no lo había dejado entrar, cuando no le abría la puerta era porque se encontraba ebrio. Agregaba que
se le ha hecho tan imposible la vida con este, que teme que a cada momento le pueda suceder una desgracia, pues ya varios empleados de la policía han tenido que intervenir en estos incidentes, habiéndose llegado a prohibir que venga al pueblo, pues cada vez que llega es un nuevo escándalo que dá -como le consta al señor comisario.62
La mujer explicaba sus comportamientos en respuesta a los antecedentes de "malos tratamientos" que recibía de él, así como también la falta de dinero "que le hacía pasar", y sus estados de ebriedad en apariencia habituales. Tanto Sergia como su marido basaban sus argumentos mostrando la baja respetabilidad moral que el otro tenía en la comunidad donde vivían.
En el momento sumarial, el proceso judicial contra Sergia había sido caratulado por los funcionarios policiales como "tentativa de homicidio".63
Sin embargo, cuando el expediente fue remitido para la instancia plenaria, el Dr. Dermidio Lascano, que en esa oportunidad actuaba como juez del crimen, le cambió la carátula por la de "disparo de armas de fuego".64 Como este delito era penalizado con entre uno y tres años de presidio, el expediente fue remitido al juzgado correccional en manos del Dr. Carranza Mármol. Se puede observar que la carátula de "tentativa de homicidio" propuesta por los agentes policiales se condecía con la declaración de Antonio, quien había afirmado que su esposa lo había querido asesinar. Ello implicaba una mirada cómplice entre Antonio y los policías.
Durante la parte plenaria del proceso, el agente fiscal realizaba la acusación intentando demostrar la participación del acusado y la existencia del cuerpo del delito, desestimando la denuncia o solicitando la pena considerada pertinente. El abogado defensor, que generalmente era el "de pobres" quien prestaba asistencia a la mayor parte de los acusados, intentaba demostrar la inocencia o desplegar un conjunto de circunstancias atenuantes que mejoraran la situación procesal de su defendido. Por su parte, en la sentencia el juez establecía la pena correspondiente o la absolución, ocupándose de la fundamentación de su decisión, citando la legislación según su criterio.65
En el proceso contra Sergia, el fiscal de turno establecía que la mujer debía ser absuelta en relación con el artículo 81 inciso 8 del Código Penal, y del artículo 13 del Código de Procedimiento Criminal, siendo que Sergia alegaba haber disparado en defensa propia, y que no había testigos presenciales del hecho.66 En conexión con ello, el Dr. Diógenes Diez Gómez, abogado defensor de la procesada, se adhería a lo dispuesto por el fiscal.67 El Dr. Carranza Mármol decidió absolverla, teniendo en cuenta el mismo artículo 81, inciso 8. El juez afirmaba que "no había prueba legal alguna que destruya lo declarado por la acusada".68
Sergia pasó de ser acusada por tentativa de homicidio por parte del comisario, a ser declarada por el juez sin responsabilidad penal por el hecho de haberse defendido de manera considerada legítima. En contraposición a los funcionarios de policía, las miradas del fiscal y del juez perseguían defender y proteger la posición de la esposa como víctima de los maltratos de su marido. La ley presente en el Código Penal establecía que, para el otorgamiento de la eximición de la pena por legítima defensa, el delito debía haber sido cometido en circunstancia de una "agresión ilegítima" producida por otra persona. En los casos de violencias producidas en contextos maritales, existía la posibilidad de que los profesionales letrados argumentaran que las agresiones producidas por varones podían ser consideradas "ilegítimas" por ir más allá de los límites tolerables de la violencia masculina ejercida hacia sus esposas. Allí también cobraba sentido la circulación de las ideas del periodo sobre la menor responsabilidad penal femenina, la cual podía connotar una actitud condescendiente hacia las acusadas y la pretensión de excluirlas de la experiencia carcelaria.69 Asimismo, tenía pertinencia el hecho de que los sucesos se hubiesen producido en una casa privada en donde ningún vecino había tenido noticias de lo sucedido, lo que le otorgaba valor a la palabra de Sergia.
En el caso de Andrea analizado más arriba, el fiscal establecía que la mujer era responsable, atendiendo a la confesión de la procesada, la cual era considerada como indivisible.70 Sin embargo, recomendaba el sobreseimiento definitivo, de acuerdo con el artículo 81 inciso 6 del Código Penal, el cual eximía de la responsabilidad penal a quien "causa un mal por mero accidente".71 El profesional justificaba el accionar de la procesada, observando que "tenía la conciencia de ejecutar un acto lícito cual era la defensa de su hogar".72
En el expediente, inmediatamente después del alegato fiscal, aparecía el fallo del juez del crimen sin que mediase el abogado defensor. Así, Enrique Johanneton, el juez del crimen, en concordancia con el dictamen fiscal, decidió sobreseer definitivamente a Andrea. El magistrado observaba que estaba comprobado que en el momento del hecho la mujer no sabía que se trataba de su marido, y que había empleado la fuerza para evitar que el asaltante penetrase en su morada, citando el artículo 81 inciso 11 del Código Penal, que eximía de responsabilidad penal a quien hería o mataba a quien pretendía entrar en su domicilio a la fuerza.73 La violencia producida por Andrea se encontraba justificada por la defensa de su hogar.
Al mismo tiempo, el juez estipulaba que "la formación de esta causa no afecta su buen nombre y honor".74 De esta manera, la falta de responsabilidad llevaba a proteger la respetabilidad moral de la mujer, la cual se había visto afectada por verse procesada ante la justicia por un hecho que la amparaba el eximente de legítima defensa. Como ha establecido Víctor Brangier para la zona centro-sur de Chile, este tipo de expresiones de los jueces brindaban un certificado reconocido de la honradez de la persona, que podía ser ostentada en el medio en el que viviera.75
Los jueces dictaban sus fallos siguiendo las recomendaciones de los fiscales, y otorgándole preminencia a la declaración de la acusada como prueba mayor. La defensa considerada legítima era una de las justificaciones que encontraban los jueces para sobreseer o absolver a las acusadas. En el caso de Andrea, el juez Enrique Johanneton, luego de sobreseerla observó que el procesamiento de ella no había afectado su "buen nombre y honor", ubicándose en una posición de protección hacia la respetabilidad de la mujer que había sido acusada. Dicho gesto puede servir como ejemplo de las miradas contemplativas que los jueces tenían sobre las procesadas, en especial sobre las mujeres casadas. La honorabilidad de estas mujeres, puesta en juego ante las situaciones de violencia, era amparada por los profesionales judiciales.
Conclusiones
El objetivo de este artículo ha sido analizar los delitos de homicidio, lesiones y disparos de armas de fuego producidos por mujeres a fines de siglo XIX y principios de siglo XX en la provincia de Buenos Aires, Argentina. A través de la observación de tres procesos judiciales, la investigación se ha podido enfocar en las imágenes de víctimas y de victimarios que se iban construyendo. Allí, las consideraciones sobre la violencia y los presupuestos de género cobraban significado en las argumentaciones de los actores sociales.
En las palabras de las mujeres y de sus esposos se puede entrever que los conflictos entre cónyuges estaban vinculados a las problemáticas económicas que tenían las sociedades bonaerenses. En el caso de Teresa, el conflicto por la subsistencia podía estar asociado a las frustraciones que producía la condición de inmigrantes. En este caso y en el de Sergia, los varones aparecían en el rol de proveedores, lo que podía llevar a la disputa por el dinero y al ejercicio de la violencia. Asimismo, el marido de Sergia se mostraba como protector de la sexualidad de su esposa, justificando así sus agresiones. Tanto Sergia como Teresa se encontraban negociando la supuesta obediencia que le debían a los varones y su lugar de poder en la economía doméstica. Aunque no eran víctimas, configuraban sus relatos desde su lugar de víctimas frente a los malos tratos propiciados por sus maridos.
Como se pudo entrever en el caso de Andrea, los oficiales introducían sus expectativas y presuposiciones -sobre los posibles conflictos conyugales, y sobre el consumo de bebidas alcohólicas-, las cuales chocaban con la aparente falta de conflicto. A pesar de las negaciones de la mujer ante tales preguntas y de las evidencias de que se trataba de un hecho accidental, el comisario había remitido el delito al juez del crimen, construyendo el rol de victimaria. El accionar del marido se explicaba a partir de la "presunción de celos" de este, lo que no aparecía fundamentado a través de los testimonios. De esta manera, los funcionarios policiales habían logrado imponer su visión de los acontecimientos con base a presunciones.
En el caso de Sergia, los sentidos atribuidos por los agentes policiales chocaron con los que introdujeron los profesionales letrados. Los primeros otorgaban crédito a los dichos del esposo, quien había indicado que se trataba de un intento de asesinato hacia su persona. Así, no tuvieron en cuenta la palabra de la mujer, quien afirmaba que se había defendido del cuchillo con el que este la amenazaba. Dicho posicionamiento había encontrado reparos por parte del juez del crimen, quien cambió la carátula de "tentativa de homicidio" por la de "disparos de arma".
En el proceso de Teresa, a partir de la palabra de ella y de los rumores existentes en el barrio, el comisario la caracterizó como una víctima frente a los "malos tratamientos" producidos por el marido. Las ideas de debilidad, protección y de defensa de las mujeres estaban presentes en los funcionarios policiales y profesionales letrados. En los casos de Sergia y Andrea, los jueces optaban por la explicación de que habían actuado respectivamente en defensa propia y en defensa del hogar ante la violencia masculina. En el caso de Andrea, el juez se preocupó por salvaguardar el "buen nombre y honor" de la procesada.
Las investigaciones en historia del derecho han postulado la convivencia, hacia principios de siglo XX, de las ideas del derecho clásico y del derecho positivista. Las concepciones reformistas del discurso médico-legal conllevaban el desplazamiento de las postulaciones sobre la voluntad criminal y la responsabilidad penal hacia la defensa de los peligros presentes en la sociedad. Sin embargo, al estudiar los procesos judiciales se observa que los criterios que fundamentaban los profesionales letrados no eran estrictamente encasillables en dichos rótulos. Más bien, se encontraban relacionados con los sentidos sociales, y no legales, que eran negociados por los distintos agentes que participaban de los juicios, quienes iban construyendo las imágenes de víctimas y victimarios. Así, los rumores y los conocimientos que tenían los policías a partir de la información que circulaba en los vecindarios y en la comisaría, y los testimonios tanto de los varones como de las mujeres, eran los elementos que muchas veces influían en la "cocina del delito" que se producía en el sumario, impactando de un modo u otro en el devenir histórico y en la experiencia judicial.