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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

versión impresa ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.47 no.2 Bogotá jul./dic. 2020  Epub 20-Mar-2021

https://doi.org/10.15446/achsc.v47n2.86174 

Reseñas

Graciela Flores Flores. La justicia criminal ordinaria en tiempos de transición. La construcción de un nuevo orden judicial (Ciudad de México, 1824-1871). México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2019. 413 páginas.

ANDRÉS DAVID MUÑOZ C.* 

* Universidad Autónoma Metropolitana - Unidad Iztapalapa andamuco@gmail.com


La base de los problemas historiográficos que constituyen el nódulo del presente libro es la tesis doctoral de Graciela Flores Flores, defendida en la Universidad Nacional Autónoma de México bajo la dirección de Elisa Speckman. A la historiografía de las instituciones judiciales en la Hispanoamérica republicana -más allá de ciertas contribuciones importantes enmarcadas en la apertura disciplinar de las últimas décadas-, le urgen estudios de esta índole que permitan analizar las continuidades y rupturas en ese complejo tránsito entre un orden jurisdiccional y uno propio del Estado de Derecho, tal como actualmente es concebido. La obra que nos ocupa es rica en matices y detalles, así que procuraré esbozar las líneas argumentativas más sobresalientes a mi modo ver.

La complejidad del abigarrado orden jurídico novohispano, caracterizado por su pluralismo y por la preminencia del arbitrio judicial, nos dice la autora, necesariamente habría de convivir durante un par de décadas con las frágiles intentonas de instaurar una justicia entendida por Jaime del Arenal Fenochio como "absolutismo legalista" o "absolutismo jurídico". Ello es clara muestra de que la "continuidad jurídica", en palabras de Carlos Garriga, era un hecho connatural al diseño del Estado surgido de la independencia, cuyo sistema judicial habría de exhibir algunas rémoras propias de la tradición hispánica que la República no podía barrer de un plumazo.

El libro está dividido en tres partes, acordes con la periodización de la autora, quien se ha ceñido a ciertos hitos propios de la historia jurídica y judicial mexicana y no estrictamente a acontecimientos de orden puramente político. Esto es así porque la Constitución de 1824, fundadora del Estado mexicano y de sus instituciones, se nos muestra no solo como un hito político sino sobre todo jurídico; más aún el decreto de 1841, que pretendía la fundamentación de las sentencias judiciales (y con ello un quiebre definitivo con la vieja justicia arbitrista); el artículo 14 de la Constitución de 1857, que buscaba la exacta aplicación de la ley; y por último, la promulgación del primer Código Penal para el Distrito Federal en 1871, culmen de lo que Flores denomina "el triunfo codificador". Esta denominación que da la autora al periodo iniciado en la segunda mitad del siglo xix no debe ser interpretada necesariamente como el triunfo de la civilización y el imperio absoluto de la ley, pero al menos sí como la definitiva preponderancia del nuevo orden jurídico legalista sobre el viejo, el cual tardaría algunos años más en extinguirse de manera definitiva.

Con aparente dejo de ironía, Graciela Flores dice que el estudio de la práctica judicial tal vez no sea la parte más entretenida de su trabajo, pero a mi modo de ver, el confrontar la norma con las realidades efectivas de la administración de justicia y de sus actores es lo que marca una diferencia, muchas veces notable, con la historiografía de viejo cuño, cuyo interés central era más el Derecho que la Historia, tal como en su momento afirmaron María del Refugio González y otros investigadores que abrieron el campo disciplinar en el que se inscribe este libro. Lo que constituye el nervio de modernas investigaciones como esta es la apelación a fuentes primarias que revelan los entramados de la actuación de agentes sociales como los fiscales, jueces, defensores y acusados.

Superar las limitaciones de las fuentes puramente normativas, como los cuerpos de leyes y la obra de los juristas, ambas muy válidas, implica entonces explorar fondos documentales que han sido muy poco trabajados, y que incluso se hallan sin catalogar o sin ser descritos sus contenidos. Es el caso del Fondo del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal - siglo xix, ampliamente trabajado por la autora para examinar las sentencias proferidas en las distintas salas de la Corte contra los condenados por robos, riñas y/o heridas, portación de arma, homicidios y otros delitos. De este modo logra, más allá de ver el funcionamiento de las instituciones judiciales -objetivo prioritario de la investigación-, dar presencia y nombre a individuos secularmente marginados por la historia política y económica más tradicional. El análisis de la praxis penal, por otra parte, se ve enriquecido por la evaluación de las así llamadas sentencias de tipo ascendente y descendente, pues Flores nos muestra que las condenas en segunda instancia podían variar de acuerdo a las reconsideraciones de los jueces, surgidas tras los pedimentos de los fiscales, funcionarios que en la vida republicana fueron cobrando un protagonismo creciente en el entramado judicial mexicano.

La narración de Graciela Flores va llevando al lector de la mano para mostrarle el ritmo del cambio jurídico en las primeras décadas republicanas, no exento de múltiples dificultades para la implementación de la correcta administración de justicia basada en leyes claras y precisas. Ello fue así pese a que, como afirma la autora, su objeto de estudio, la Ciudad de México, era un lugar privilegiado para poner en marcha un nuevo sistema judicial que reemplazara el propio del Antiguo Régimen. Si cotejamos el caso de la ciudad capital con el de otras capitales estatales, en el Distrito Federal se pudo solventar con mayor suficiencia la carencia de jueces letrados, aunque hubo algunos importantes proyectos que tuvieron que esperar hasta la Primera República Centralista para verse concretados, tal es el caso de la instauración y puesta en funcionamiento del Tribunal Superior. Y aunque Ciudad de México también fue privilegiada en tanto matriz de la legislación republicana local y federal, así como de una nueva jurisprudencia, también es cierto que la relegación de las leyes novohispanas fue bastante lenta y pausada: una mirada sobre las causas judiciales así lo pone en evidencia. Ni qué decir de la tardía implementación del Código Penal del Distrito Federal, muy posterior al de estados como Oaxaca, Jalisco y Zacatecas o al de repúblicas centralistas como Colombia, conformado en 1837.

Más allá de tales avatares, en el libro se ponen de relieve avances como los de los centralistas en materia judicial, al haber comenzado a exigir la fundamentación de las sentencias, lo que según la autora fue el primer golpe de gracia dado a una justicia apoyada en el buen criterio del juez, a quien se le empezó a exigir una praxis jurídica garantista, solo basada en las leyes vigentes. La autora recoge otras disposiciones que sirvieron como preámbulo a la época codificadora, como la Ley Juárez de 1855, que buscaba la exacta aplicación de la ley, o la del 5 de enero de 1857, que consagró a la prisión como una pena más. Por otra parte, aunque la instauración del Segundo Imperio Mexicano, presidido por Maximiliano de Habsburgo, fue un fenómeno claramente disruptivo en términos políticos, en materia judicial y legislativa dio continuidad tanto a la administración de justicia cimentada durante los años previos, así como al uso de su legislación. Resulta interesante observar cómo regímenes políticos de corte "conservador", y asumidos regularmente como retrógrados, en materia de justicia criminal fueron tanto o más vanguardistas que los federales, homologados de forma errónea como liberales strictu sensu.

Para terminar, quiero resaltar un aporte sugerente para quienes estudian esta época transicional. Y es que durante la época virreinal y buena parte del siglo XIX, no solo existió un pluralismo normativo, sino también un pluralismo punitivo, donde los trabajos penados en sus múltiples modalidades -como el trabajo en obras públicas, el presidio en cualquiera de sus variantes o los servicios de cárcel- eran los más frecuentemente recetados a los condenados por una muy amplia gama de delitos. Graciela Flores afirma con agudeza que el paso del pluralismo al monismo no se dio solo en el terreno de las leyes, sino también en el de las penas, puesto que la prisión pasó a ocupar el lugar privilegiado dentro de estas últimas. Tal fenómeno estuvo ligado a la puesta en práctica de una justicia garantista que, si bien no resulta sencillo calificarla como plenamente moderna, al menos constituyó el puntal de un nuevo orden en materia judicial.

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