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Un enemigo invisible puso en reposo a gran parte del sistema económico del mundo. Se trató del virus SARS-COV-2, que, para octubre de 2020, cobraba mundialmente ya más de treinta millones de contagiados, más de un millón de muertos y todavía estaba lejos de desaparecer.
La pandemia, en sus inicios, generó una concentración temática tan fuerte en los medios de comunicación que todo lo que sucedía por fuera de sus lógicas tenía la posibilidad de pasar rápidamente al olvido o incluso desapercibido. Más allá del desastre humano, la pandemia produjo algo perverso: cálculo político. Y, en sintonía con esta lógica, todo aquello que durante la normalidad cotidiana ponía en jaque a la democracia, en plena pandemia, fue más extremo: una serie de acontecimientos destruía los principios democráticos como consecuencia del estado de emergencia sanitario.
Las nuevas formas de darwinismo social a nivel internacional son solo una muestra de tal situación. Al trivializar en un inicio las medidas de autocuidado, se encauzó a la población, sobre todo a la vulnerable, enferma y mayor, a un callejón de la muerte. Más valía proteger la economía de los más fuertes que las vidas de los débiles. Su muerte era solo un efecto colateral de la prioridad nacional, cuyo objetivo era resguardar la preponderancia económica. Si bien Estados Unidos y Brasil marcaron la pauta, esto no fue un asunto exclusivo de derechas. Países con gobiernos de izquierda democrática, tales como México, estuvieron en sintonía con estas técnicas de gobierno. Por otra parte, incluso países con estructuras autoritarias como Venezuela e Irán no dudaron a la hora de ocultar y manipular cifras sobre las dimensiones de la pandemia poniendo en juego la salud y la vida de la población. Y, si bien las biovigilancias no fueron tan exitosas en América Latina, en China, Corea del Sur, Japón e Israel se probaron nuevas formas de Estados ciberpoliciales no solo para la detección de contagiados en aras de la salud colectiva, sino para hacer perfilamientos en contravía de la privacidad y la libertad.
En Colombia, mientras tanto, veintitrés presos murieron en La Modelo a raíz de un motín y, casi en paralelo, según los diarios, los delincuentes de cuello blanco, cuyas cifras desconocemos, fueron excarcelados para salvaguardar su salud. Para junio, las medidas de la cuarentena se habían flexibilizado, pero, a pesar del aislamiento general, la muerte de los líderes sociales persistía y los asesinatos de desmovilizados de las FARC alcanzaban una cifra récord. Entre tanto, la paz en Colombia sufría una fuerte desfinanciación; la otrora guerrilla, con sus negocios de narcotráfico, seguía siendo inaceptable para la democracia; y, por cierto, la noticia de que el hermano de la vicepresidente Marta Lucía Ramírez había traficado heroína, se consideraba una "tragedia" familiar.
El virus no solo fue catalizador del desmoronamiento de los principios democráticos. También develó viejos problemas de la deficiencia estatal. La prensa y las redes sociales se atiborraron de noticias que anunciaban el recrudecimiento de la guerra en Colombia o, al menos, la llegada de imágenes de una vieja guerra ante los ojos de ciudadanos que ahora veían el mundo a través de pequeñas pantallas, las nuevas ventanas al mundo exterior.
A mediados del año inició el conteo de una oleada de masacres y hechos violentos en diferentes zonas del territorio nacional, perpetrados por diferentes actores violentos. El 13 de junio, un grupo armado asesinó a Jesús Antonio Rivera, comunero indígena del resguardo Huellas en Caloto, Cauca;1 el 16 de julio, en Quebradón, Huila, asesinaron a cuatro personas, incluidos familiares de excombatientes de las FARC;2 el 18 de julio, la masacre de ocho personas generó un desplazamiento masivo en Tibú, Norte de Santander;3 el 5 de agosto, el líder social Erminso Trochez fue asesinado frente a su hijo en Caloto;4 el 11 de agosto, cinco adolecentes fueron asesinados en el sur de Cali;5 el 15 de agosto, masacraron a ocho jóvenes en Samaniego, Nariño;6 el 19 de agosto, en la zona rural del municipio de Ricaurte, Nariño, fueron encontrados tres cuerpos sin vida de jóvenes indígenas del pueblo awá;7 el 21 de agosto, se registró una masacre de seis personas en El Tambo, Cauca,8 y otra de seis jóvenes en Tumaco;9 el 23 de agosto, dos jóvenes y un adolescente fueron asesinados en Venecia, Antioquia;10 el 25 de agosto, tres cuerpos de jóvenes sin vida fueron hallados en la vía nacional que comunica a los municipios de Ocaña y Ábrego;11 el 27 de agosto, dos hermanos gemelos de 17 años fueron asesinados en Tarazá, Antioquia;12 el 4 de septiembre, cuatro personas fueron acribilladas en Buesaco, Nariño;13 el 5 de septiembre, tres personas aparecieron muertas en el sector conocido como Seguengue, ubicado entre los municipios de Cajibío y El Tambo;14 el 7 de septiembre, ocho personas resultaron muertas en dos masacres en zonas rurales de los departamentos de Antioquia y Bolívar;15 el 20 de septiembre, al menos siete personas fueron acribilladas en Buenos Aires, Cauca;16 el 26 de septiembre, tres personas aparecieron muertas en el resguardo Inda Sabaleta perteneciente al pueblo indígena awá;17 el 3 de octubre, en zona rural de Cáceres, Bajo Cauca antioqueño, se reportó el asesinato de tres personas, entre ellas un niño menor de 15 años.18
Estos fueron solo algunos de los cruentos hechos de violencia registrados por la prensa durante el año 2020, que, para el 3 de octubre, registraba alrededor de 66 masacres.19 A lo anterior, se sumaron continuos hostigamientos a la sociedad civil por parte de grupos armados que vieron en el confinamiento una oportunidad para expandir su poder sobre las poblaciones locales. Muestra de ello serían los múltiples toques de queda, amenazas, asesinatos y ataques para imponer sus propias medidas en contra de la propagación del virus. Para julio, en al menos once departamentos del territorio nacional estos grupos habían impuesto reglamentaciones extraoficiales a través de la circulación de panfletos.20 Y, ¿qué sucedió con los múltiples amenazados de muerte por resultar positivos tanto en las zonas rurales como urbanas del país? ¿Se habrá hecho seguimiento a esos casos?
Por su parte, algunos miembros de las instituciones estatales, lejos de presentar contrapeso a estos hechos, se convirtieron en agentes directos de abuso contra la población. El 22 de junio, siete soldados del Ejército Nacional violaron a una niña indígena embera de 13 años perteneciente al resguardo embera katio Gitó Dokabú en Santa Cecilia, municipio de Pueblo Rico, Risaralda; dos meses y medio después, los familiares de una niña de 15 años denunciarían que la menor fue agredida sexualmente en un CAÍ de Bogotá.21
No parecían ser hechos aislados. De manera similar al caso del asesinato por asfixia del afroamericano George Floyd en Estados Unidos, en Puerto Tejada, el afrocolombiano Anderson Arboleda fue abatido a punta de bolillo policial por violar el confinamiento en el mes de mayo.22 Cuatro meses después, el 9 de septiembre, Javier Ordoñez sería brutalmente atacado por miembros de la Policía Nacional en el barrio Villaluz de Bogotá. Su imagen, siendo sometido por varios agentes con una pistola taser, circuló ampliamente por redes sociales, y su muerte desencadenó varios días de intensa protesta contra el abuso policial. Miles de personas salieron indignadas a las calles de varias ciudades del país y reaccionaron también con violencia. Las manifestaciones dejaron a su paso múltiples estaciones de policía destruidas, alrededor de 400 heridos y al menos trece personas, de entre 17 y 27 años, que perdieron su vida.23 Paradójicamente, el tapabocas que pretendía cubrir del virus a los manifestantes hizo las veces de protector de las identidades y los rostros ante la autoridad policial y la mirada de las cámaras del Estado.
Todo lo anterior nos confirma que las enfermedades, más allá de su realidad viral, en este caso, despliegan una realidad política y social según diferentes culturas de ilegalidad y técnicas de soberanía. Por lo tanto, señalar qué acaece durante una crisis sanitaria y cómo se afronta dicha crisis durante un estado de emergencia, nos dice mucho más sobre las nociones de gobierno en tiempos de normalidad. La razón es sencilla: la excepción activa la sinceridad política; y la sinceridad política devela que los discursos en pro de la democracia son un simple manto de intereses, ajenos a los grupos vulnerables o a los que disienten.
En medio del desasosiego producido por la pandemia, acceder a información fiable y rigurosa fue casi imposible. Las estadísticas, las curvas y la cuantificación mostraron su impotencia y terminaron siendo un juego de desilusiones o ilusiones. Las fake news se hicieron parte de la cotidianidad y evocaron miedos que terminaron siendo útiles para algunos. La multiplicidad de narrativas generó tal saturación de la información24 que la indiferencia mediática terminó siendo un mecanismo de defensa. Con todo, la información fue rápida, contradictoria y en muchos casos superficial, lo cual no redundó en certezas y sí en incertidumbres sobre el porvenir: ¿Qué grado de empatía tendrán las farmacéuticas y los que logren patentar vacunas con los países y grupos más vulnerables? O peor, ¿tendremos que ver cómo una retórica altruista cínica en pro de los menos privilegiados transforma sus cuerpos con las vacunas en objetos experimentales a la espera de posibles secuelas en la salud? ¿Asumirán las farmacéuticas y los gobiernos la responsabilidad o habrán artimañas jurídicas para delegar toda responsabilidad en la ciudadanía?
***
Editar en estas circunstancias hace reflexionar sobre el sentido de la disciplina histórica. Y estas cavilaciones se acentuaron en aquellos meses por las experiencias vividas con el equipo editorial de la revista. Los pagos se retrasaron; por momentos, solo una parte del equipo fue vinculado; el presupuesto del Departamento de Historia se congeló y no fue posible renovar las licencias de un software de diseño. Y a pesar de las trabas de la oficina jurídica de la Facultad -sí, en plena pandemia-, tanto autores como evaluadores y el equipo de la revista hicieron lo posible por sacar adelante el proyecto. Se logró, pero pregunto: ¿qué sentido tiene editar en estas épocas de crisis, cuando las formas disciplinarias ya no se concentran en la escuela, la fábrica y el hospital, sino mediante "tecnologías biomoleculares, microprostéticas, digitales y de transmisión y de información"?25 ¿Qué sentido tiene editar el pasado cuando en el presente lo que deseas es tener tu propio aire y lo más preciado: inmunidad?
Pues bien, al acercarme al material -no puedo negarlo, con cierto letargo y decepcionado por recibir, una vez más, presiones para la publicación de un artículo desaprobado por los evaluadores-, confirmé que muchos de los problemas detonados por la pandemia pasaban por una reflexión histórica en el número. Claro, esto demuestra también cómo durante los procesos de lectura la significación se ve altamente influenciada por el momento. Leer es un acto situado, y el mismo texto puede ser interpretado de diferentes maneras al estar vinculado con angustia, miedo o entusiasmo ante diferentes situaciones. Consciente de esto, me aventuro a presentarles mi lectura del material del presente Anuario, lectura influenciada por la emergencia sanitara.
Primero, la investigación de Edgardo Pérez y el artículo de Rodolfo Aguirre nos muestran diferentes formas de cómo se consolidaron procesos de discriminación racial en el pasado colonial mexicano y en la época independentista colombiana. Aguirre lo hace con los afamados estatutos de limpieza de sangre y las "tolerancias selectivas" de los procesos de admisión a las universidades, y Pérez, paradójicamente, con personajes que lideraron la abolición. Segundo, Miguel Galindo y Angélica Tamayo nos hacen reflexionar sobre el asesinato del opositor político. En el primer caso se trata de unos sacerdotes colombianos en plena Guerra Civil española, y, en el segundo, de opositores del Estado colombiano durante el conflicto armado en Colombia. Una tercera preocupación se deja rescatar del trabajo de Isabela Santamaría, quien reconstruye la historia del Asilo de Mendigos de Cali a principios del siglo XX. En su investigación pone en evidencia la estigmatización de los mendigos como fuente de contagio e incivilización. Cuarto, el trabajo de Sol Calandria hace un recorrido sobre la delincuencia femenina y la patologización del crimen como masculinidad a principios del siglo XX en el estado bonaerense.
Racismo, exterminio de opositores políticos, estigmatización del mendigo, violencia y castigo de mujeres son fenómenos que indudablemente durante estos momentos de crisis sanitaria han exacerbado su nefasto potencial. Hacer conciencia de ello solo es posible gracias a las investigaciones históricas de nuestros colegas y, por supuesto, también a un ejercicio de memoria que, sin una profesionalización de la historia, tal como lo plantea Alexander Betancourt, sería mucho más difícil.
Ahora bien, con el artículo de Isidro Vanegas podemos pensar la historia de la elección política en términos comparativos entre la Colonia y la República, y, en consecuencia, como una forma lenta y discontinua de la consolidación de la democracia. Pero ¿de qué nos sirven las democracias y las constantes celebraciones de efemérides republicanas (analizadas por Pablo Ortemberg) cuando vemos que durante una emergencia sanitaria se detonan bombas de tiempo en las cárceles, en las calles con los mendigos y por doquier con el asesinato de aquellos sujetos construidos como enemigos? Ojalá Bruno Latour tenga razón al señalar que con la superación de la pandemia existe la posibilidad de dar un giro hacia una ecología política. En Colombia, diríamos que condicionada por la paz con un mejor sistema de salud global para todos, según Zizek. A la luz del trabajo de Matthew Brown, se podría sintetizar: ¡con más bicicletas y menos contaminación! Sería una ecología política para proteger aquello que nos da vida, pero que terminamos por privatizar y contaminar.
Dicho todo esto, no puedo terminar este editorial sin agradecer el acompañamiento en el proceso investigativo para este texto por parte de Jacobo Zuluaga, quien levantó la información de prensa e intervino en los pasajes sobre las masacres. Claro, como siempre, gracias a Daniel Trujillo por la revisión y el apoyo en la ardua tarea de dirigir una revista.
