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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

versão impressa ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.48 no.1 Bogotá jan./jun. 2021  Epub 27-Jan-2021

https://doi.org/10.15446/achsc.v48n1.91542 

Artículos

Charles Bergquist: historia vivida, historia pensada

Charles Bergquist: History Lived, History Thought

Charles Bergquist: história vivida, história pensada

GONZALO SÁNCHEZ GÓMEZ* 

* PROFESOR EMÉRITO UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA BOGOTÁ, COLOMBIA


Charles Bergquist, historiador de la Universidad de Stanford (1973), profesor durante años de la Universidad de Duke (1972-1988) y luego de la Universidad de Washington (1989-2007) en Seattle, murió plácidamente, tras una velada con amigos, el 30 de julio pasado, a sus 78 años de edad.1 Chuck, como lo conocíamos familiarmente, hacía parte de esa gran red de estudiosos y promotores de Colombia en el exterior que, desde por lo menos la primera mitad del siglo XX, comenzaron a interesarse en la economía, la sociedad y la cultura de nuestro país, y que, en décadas recientes, se organizaron en torno a la Asociación de Colombianistas.

Pese a estos esfuerzos de Quijotes de las ciencias sociales, Colombia seguía siendo marginal en el ya de por sí limitado mundo de los interesados en América Latina. No era un país de contraste o de visibilidad concluyente en los grandes temas de la región, como las revoluciones, los populismos o las dictaduras. Éramos -y somos- un país de medianía. Hacíamos parte del trío "civilizado" de América Latina, junto con Uruguay y Costa Rica. Tampoco ayudaba mucho que en el concierto continental Colombia fuera vista como nación de reconocida docilidad, cuando no sumisión, especialmente frente a los Estados Unidos. Eso hace tanto más meritoria la persistencia de los pocos, entre ellos Bergquist, que se enfocaron durante años o décadas en Colombia como principal campo/caso de estudio. De hecho, Bergquist fue uno de los más activos en la formación de estudiantes, en la producción historiográfica y en el activismo académico para promover la presencia de Colombia en colectivos como la Conferencia sobre la Historia de América Latina, LASA y la American Historical Association.

Se puede afirmar con certeza que en ese contexto Bergquist no vino a estudiar los sobresaltos, sino las continuidades y los factores estabilizantes de la política colombiana, como también lo había hecho David Bushnell, uno de sus padres intelectuales, autor de ese texto provocador, titulado Colombia: una nación a pesar de sí misma. Bushnell subrayó la incidencia de los partidos en esas continuidades, en tanto que Bergquist la documentó y teorizó a partir de la incursión en las estructuras cafeteras como amortiguadoras de las luchas sociales. Otro mentor, su director de tesis doctoral, John Johnson, autor del libro clásico Political Change in Latin America, despertó en la mente de Bergquist la curiosidad por la práctica de las aproximaciones comparativas, subyacentes a casi toda su producción universitaria. Eran tiempos en que aquellos investigadores extranjeros venían a nuestro país, y nosotros íbamos ocasionalmente invitados por ellos. Me temo que esta dimensión presencial recíproca ya está desapareciendo y nos ha dejado cada vez más en una nueva asimetría. De afuera siguen viniendo a estudiarnos, pero nosotros tenemos cada vez más limitadas opciones de beneficiarnos de la academia internacional. En efecto, los estudios latinoamericanos perdieron momentum no solo en Estados Unidos sino también en Europa. Con la caída del muro, Europa sustituyó a América Latina por su Este, y Estados Unidos se desplazó económica, política y culturalmente hacia el Pacífico asiático. Un recurso que contrarresta en algo esa creciente marginalización lo proveen las plataformas digitales (como las de las bibliotecas de Washington, del British Museum o de Texas, que son accesibles por internet), a través de las cuales los investigadores locales pueden alimentarse de la literatura universal en sus respectivos campos desde casa.

Conocí a Charles Bergquist por allá entre 1983 y 1984 en un evento del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Se me acercó, conducido, hasta donde recuerdo, por Hermes Tovar, para expresarme su entusiasmo por mi opúsculo Los bolcheviques del Líbano, que, dicho sea de paso, consideraba mi mejor escrito. Sin rodeos me hizo el ofrecimiento de una estadía como Profesor Visitante en el Departamento de Historia de la Universidad de Duke. De mis bolcheviques le gustaban, si mal no recuerdo, tres cosas: eran cafeteros, eran revolucionarios y estaban insertos en dinámicas políticas internacionales. Su interés por la protesta social y sus vínculos personales y académicos con la ruralidad cafetera de Colombia lo hermanaban con mis orígenes campesinos y sus sensibilidades obreras. Quizá por esos otros caminos del afecto nos decíamos el uno al otro "hermanito".

Bergquist había llegado a comienzos de los años sesenta a la población cafetera de Vergara, en el departamento de Cundinamarca, a hacer una especie de práctica rural y probablemente huyéndole a un posible reclutamiento para la guerra de Vietnam, de la cual era ardiente crítico desde sus años de universidad. Se enroló como miembro de los voluntarios Peace Corps que el gobierno de Kennedy diseminó por la América del Sur con el propósito de contrarrestar lo que se consideraba el efecto contaminante de la Revolución Cubana. En Vergara pasó dos años cruciales de su vida. Formó hogar con Magola Bohórquez, su primera esposa, y encontró su gran objeto y laboratorio de investigación a partir de esa experiencia en lo local/nacional, que se plasmó en su primer gran texto: Café y conflicto en Colombia 1886-1910 (Medellín: Fundación Antioqueña de Estudios Sociales, 1981), cuya versión original en inglés data de 1978. Las fechas cuentan, porque el libro se gesta y sale en un momento en el que están en auge los estudios agrarios en Colombia. Esa fue su primera prueba como investigador; lo marcó de por vida.

Parado en la frontera del siglo XIX y el siglo XX, Café y conflicto dialogaba con la preocupación de las teorías latinoamericanas de la dependencia sobre "el desarrollo hacia afuera", pero ponía el énfasis en las dinámicas internas de la configuración social y económica, en las raíces históricas y sociales de la guerra. No se trataba solo de una preocupación por la caracterización de las estructuras productivas y exportadoras del país. Le interesaba explícitamente el vínculo de la floreciente economía cafetera de Colombia con un evento macropolítico, la Guerra de los Mil Días, la última de las guerras civiles en Colombia y la más importante, según él, del siglo XIX en América Latina. Desde lo local-nacional preparaba el camino para lo latinoamericano. La fuerza explicativa que le dio a su investigación de las estructuras cafeteras fue enorme. Le permitía entender los límites estructurales de los proyectos revolucionarios; el modo de gestación del movimiento obrero; el modo de configuración del movimiento campesino; los límites de la izquierda; y, más aún, los límites de los proyectos armados.

Al final de su prefacio a la segunda edición en inglés hizo la autocrítica de Café y conflicto, así: "De lo que adolece el libro es de un análisis de las clases trabajadoras colombianas comparable al que se realizó con respecto a las élites sociales. Cuando tal cosa se haga, las tesis de Café y conflicto necesitarán, sin duda alguna, una revisión seria". En la caracterización planteaba la tarea a seguir.

De este estudio de caso -el de Colombia en Café y conflicto- dio un salto a su compilación El trabajo en el sistema capitalista mundial. Allí se preguntó por qué los trabajadores no habían sido puestos en el centro de las explicaciones del sistema capitalista mundial. Señaló cómo el impresionante progreso del capitalismo entre la Primera Guerra Mundial y el fin de la Segunda se debía a las impactantes conquistas de las fuerzas populares que, durante décadas, habían contribuido a imponer políticas redistributivas de la riqueza, en la versión política de la socialdemocracia. Más adelante, en los años setenta, este gran despliegue del movimiento obrero y las clases populares (Bergquist insistía más en la dimensión popular que en la obrera) había creado la ilusión de una convergencia, de un compromiso histórico, entre las sociedades capitalistas y socialistas.

Lo novedoso del giro copernicano a las salidas teóricas a esos impases es que fueron elaboradas, según Bergquist, no por la academia del mundo capitalista, sino por científicos sociales de la periferia, particularmente en la reflexión sobre Latinoamérica: André Gunder Frank, Celso Furtado, Fernando Henrique Cardoso y Oswaldo Sunkel son algunos de esos referentes que él valora. No vamos a entrar aquí en explicaciones de cómo pudo ser esto. Él no lo desarrolla; lo deja simplemente como hipótesis en la introducción a ese libro colectivo y como enunciado de un aporte fundamental de las ciencias sociales de la América Latina al mundo capitalista.

En todo caso, en este interés por los estudios comparados, volvimos a encontrarnos en la docencia universitaria. Me hizo partícipe de uno de sus seminarios, en el cual recurría a los lenguajes audiovisuales como repertorio para motivar a sus alumnos a estudiar la historia de América Latina. Hasta donde recuerdo, y debe figurar en los programas de sus cursos, presentaba y luego sometía a discusión películas como Patagonia rebelde (1974), basada en el libro de Oswaldo Bayer, sobre la represión en los albores del movimiento obrero argentino; La hora de los hornos (1968), del Grupo de Cine Liberación, sobre la era peronista; Qué es la Democracia (1971), del colombiano Carlos Álvarez, que desnuda los formalismos que ocultan la violencia cotidiana de nuestra política; o el largometraje Memorias del subdesarrollo (1968), del cubano Tomás Gutiérrez Alea, sobre las tensiones político-culturales en los albores de la revolución. Mientras Bergquist tenía como centro los trabajadores de América Latina, yo tenía mi foco de atención en los campesinos e impartía en Duke un seminario comparado sobre La Revolución Mexicana, la Revolución Boliviana y la Violencia en Colombia.

Antes de iniciar estos cursos, en diciembre de 1984, con él, Donny Meertens y Magola Bohórquez, viajamos en carro desde Carolina del Norte hasta Chicago, al encuentro anual de la Conference on Latin American History, en la cual bajo su impulso presenté como ponencia un texto sobre los estudios de la Violencia, titulado "Violence in Colombia: New Research, New Questions", que luego se publicó en la Hispanic American Historical Review, todo un evento entonces para mí. Me atrevo a decir que ese ensayo, discutido párrafo a párrafo con él, suscitó en Bergquist un particular interés por el tema que nos llevó más tarde a la publicación conjunta de los textos colectivos Violence in Colombia: The Contemporary Crisis in Historical Perspective (1992) y Violence in Colombia 1990-2000: Waging War and NegotiatingPeace (2001), editados entre Bergquist, Ricardo Peñaranda y yo.

El paréntesis no resuelto

Entre Café y conflicto y la introducción a su compilación sobre Labor in the Capitalist World-Economy había quedado entre paréntesis Latinoamérica. La conexión la estableció su segunda más notable publicación, Los trabajadores en la historia latinoamericana (estudios comparativos de Chile, Argentina, Venezuela y Colombia), donde entabló una conversación más directa con el subcontinente y buscó una categoría a mitad de camino entre los proletarios, los obreros y los campesinos. Subrayo que la categoría que orientó su análisis no fue la de campesinos, ni la de proletarios, sino la de trabajadores. Una categoría que no contrapuso obreros a campesinos, sino que instauró una línea de continuidad entre ellos. Un camino propio de un "marxista heterodoxo", como diría con afortunada precisión Forrest Hylton, uno de sus más notables y entusiastas epígonos. "Trabajadores" era la categoría abierta que necesitaba para que le cupieran en un mismo análisis los formidables sindicatos mineros chilenos del cobre, los petroleros venezolanos, los de la carne en Argentina y los campesinos cafeteros colombianos. Y no se trata de una categoría de la ortodoxia marxista. De hecho, Bergquist no era un doctrinario marxista. Ciertamente es notable su veneración, expresada especialmente en sus últimos trabajos, por dos historiadores británicos marxistas: E. P. Thompson y Perry Anderson. A este último, alma de la afamada New Left Review, lo conocí brevemente a través de Bergquist en abril de 2009 cuando estuvo de paso por Colombia.

Pero quizás tengan una influencia indirecta más sistemática en su obra algunos neomarxistas, que piensan más en los modos de articulación y subordinación que en relaciones de producción, y entre los cuales los más citados en su obra son el estadounidense Inmanuel Wallerstein, creador del concepto sistema-mundo y, dentro de la misma línea, el egipcio Samir Amin y el italiano Giovanni Arrighi. Influencia particular reconoce en otro estadounidense de origen obrero, Harry Braverman, autor del famoso Labor and Monopoly Capital; y en David Montgomery, también estadounidense y autor del célebre Workers Control in America, quien trabajó también como obrero. Se trata de autores en su conjunto interesados en la dimensión sistema-mundo del capitalismo y en el control de los procesos de producción. Para Bergquist estos autores eran modelo intelectual y modelo de vida. En todo caso, Bergquist no fue un marxista de formación. Lo fue más bien de voluntad y de compromiso amplio con los sectores subalternos. Fue un militante sin partido. Había en él un cierto culto a la espontaneidad y a la presunción de la sabiduría inmanente de los grupos populares. El trabajador se transforma desde adentro, no por partidos o fuerzas insurgentes que le llegan de fuera.

Bergquist se familiarizó con algunos autores marxistas como los señalados en el desarrollo de su trabajo y para uso en temas puntuales, lo cual no debería verse como un déficit de su construcción conceptual. Al contrario, no estar atado a una visión dogmática, canónica y literal le dio libertad a su creación intelectual. Era, repito, un marxista de la voluntad, forjado más en la militancia contra la Guerra de Vietnam y las dictaduras centroamericanas que en los textos de los clásicos. Creía en la capacidad transformadora de los subalternos, pero tenía conciencia de sus límites y determinantes; un dualismo difícil de resolver. La historia de sus obreros no es una historia de derrotados, sino de agentes transformadores de sociedades, aunque no fueran reconocidos socialmente como tales. Me hizo el honor de pedirme el prólogo para ese libro en su versión en español, que leí en clave de formaciones culturales obreras. Para la versión inglesa, acudió al historiador británico Perry Anderson.

Si la pregunta en su primer libro sobre Colombia, Café y conflicto, era cómo el sistema mundial nos determina, la pregunta en esta última fase sería cómo los trabajadores de nuestros países determinan las configuraciones de nuestras formaciones nacionales. Parecía entonces invertir la respuesta que nos había dado en el primer libro. Si Café y conflicto tenía el sello de su estadía en una zona cafetera, Trabajadores tenía el sello de infancia en esa que él llama "Company town" de Seattle, cuna de un vigoroso movimiento obrero desde los inicios del siglo XX y más tarde sede de la Boeing y la poderosa industria aeronáutica nacional. Allí, según lo recuerda, antes de conseguir empleo como historiador, se ocupó en numerosos oficios ocasionales. En Trabajadores, Bergquist hizo un gran esfuerzo por incluir en términos comparados el caso de Colombia. No era fácil, porque Colombia no era caso ni de dictaduras, ni de revoluciones, ni de populismos, que fungían como las tres grandes puertas de entrada a la historia global latinoamericana.

Como un desarrollo casi natural, coetáneamente con su investigación sobre los trabajadores de América Latina, Bergquist se embarcó en la fundación de un Centro de Estudios Internacionales en Duke, para el cual, tuve la impresión durante mi estancia en esa universidad, careció del respaldo esperado de las directivas. De hecho, es un pasaje de su vida académica que significativamente silencia en las entrevistas que conozco. Ese sentimiento de frustración quizá lo llevó a pensar en su regreso como docente a la Universidad de Washington, en su natal Seattle, de la cual fue Profesor Emérito desde el 2008. Allí, al lado de sus cursos de rutina, se desempeñó como Coordinador de Estudios Latinoamericanos y director del Centro de Estudios Laborales. El sentimiento de deuda con los trabajadores lo acompañó toda la vida. A ese centro, del cual fue su gran promotor, fueron invitados colegas de la Universidad Nacional cercanos a sus intereses como Mauricio Archila y Medófilo Medina.

Los principales ejes articuladores de su producción

La investigación como construcción piramidal

Bergquist construyó, a lo largo de sus años, una verdadera escalera investigativa, en un afán sistemático por superarse a sí mismo. Representa lo que pudiéramos llamar el ideal del selfmade man academicus. Saltó, en continuidad asombrosa, de lo local (Colombia) a lo regional (Latinoamérica) y finalmente a lo hemisférico. Su obsesión era cómo demostrar que el subdesarrollo del sur del continente se derivaba del desarrollo imperial (no republicano) del Norte. Estados Unidos no era la democracia soñada por un momento en el siglo XIX, sino el nuevo Imperio que se erigía incluso como un poder colonial (Cuba, Puerto Rico, Hawai). Y como Bergquist tenía una mente insaciable, en el último escalón, quiso salir del continente. En entrevista a Hernán Jiménez, comentó:

También, si Dios me da vida, quisiera desarrollar una comparación del desarrollo económico de Corea del Sur y Colombia desde 1950. Obviamente las diferencias entre estos dos países son tremendas, entre ellas el hecho que Colombia sufrió un colonialismo mucho más largo y de características mucho más negativas que el que vivió Corea como colonia de Japón entre 1910 y 1945. Sin embargo, los dos países tenían mucho en común en los años cincuenta. Tenían más o menos la misma población, eran igual de pobres, habían sufrido una guerra civil terrible (aunque la de Corea fue mucho más destructiva). Hoy en día, sin embargo, Corea es un país industrializado y rico, mientras que Colombia sigue muy atrasado.

No había final para él. Siempre tenía una meta por cumplir.

La rebelión contra el sentido común

Bergquist tenía una sorprendente capacidad para dar intempestivos giros metodológicos, para darle vuelco al abordaje de los problemas que se proponía investigar. Estudió las élites cafeteras en términos relacionales para entender el papel de los campesinos. Abordó el desarrollo de Estados Unidos para entender el subdesarrollo de América Latina. En esta temática concreta reconoció explícitamente el impacto de dos historiadores marxistas caribeños: C. L. R. James y Eric Williams. Estudió los obreros, no tanto para mostrar cómo eran explotados, sino para probar su capacidad de agencia, de configuración y transformación de las sociedades latinoamericanas. En entrevista a Luz Ángela Núñez Espinel, se refirió a la recepción que tuvo su libro de los Trabajadores:

Yo me siento un poco desilusionado porque no tuvo el impacto que esperaba. Cuando el libro fue publicado algunos lectores se mostraron muy optimistas sobre el futuro de la obra. Perry Anderson, por ejemplo, en una reseña afirmó que si ese libro hubiera sido escrito por un europeo se hubiera convertido rápidamente en un clásico; después, como esto no pasó, dijo que con el correr del tiempo llegaría a ser una obra clásica y aún hoy eso no ha ocurrido.

Chuck pensaba que este libro sería su obra consagratoria, y con justicia lamentó que no hubiera resultado así. En esto Bergquist no solo estaba más allá de su tiempo, como le dijo Gilbert Joseph a Forrest Hilton, sino también, de alguna manera, por fuera de su tiempo. Lo aquejaron entonces la nostalgia de la tarea inconclusa, el sentimiento de ser un pensador social incomprendido y el reconocimiento esquivo a su trabajo. De otro lado, Colombia no había salido de la violencia, América Latina había visto la derrota del movimiento obrero y Estados Unidos no era la democracia soñada sino un nuevo imperio. Pero tan pronto se asomaba a su propio pesimismo, se animaba a sí mismo para seguir. Revivía en carne propia el viejo mito de Sísifo. A él sí que le sentaba bien el lema de Gramsci: pesimista de la razón, optimista de la acción. Veía la necesidad de cambiar el mundo, pero no encontraba cómo.

Por último, en su enfoque de la izquierda colombiana también es notoria su capacidad de moverles el piso a las formas habituales de formular los problemas y trastocar los términos de formulación de los mismos. Para él, la izquierda colombiana se frenaba a sí misma. Sus límites tenían que ver con condiciones estructurales, ciertamente, y con la represión, desde luego, pero también en gran medida con ella misma. Bergquist estuvo obsesionado por entender los límites de nuestra economía, de nuestras élites, pero también los límites de nuestra izquierda. En su artículo sobre "La historia paradójica de la izquierda colombiana" advirtió que iba a tratar de explicar un tema central de la historia política de Colombia, a saber: "cómo la guerrilla más vieja y fuerte de Latinoamérica prosperó en el país cuya izquierda no armada ha sido, históricamente, entre las más débiles del hemisferio".

El eterno retorno más allá del origen

Si se observa su parábola investigativa completa, uno encuentra que habiendo comenzado con Colombia, pasado por América Latina e incursionado en el capitalismo mundial, su último libro, como señaló Forrest Hilton a propósito de Labor and the Course of American Democracy: us History in Latin American Perspective, fue un regreso a la reflexión sobre su propio país para explicar cómo los Estados Unidos habían optado por un modelo de desarrollo útil para su vocación imperial, pero frustrante para sus obreros y para el potencial democrático de los Estados Unidos.

De otro lado, el hecho de haber vivido a edad temprana la cotidianidad del campesinado de Vergara, en el departamento de Cundinamarca, lo marcó para siempre. No exagero al decir que su vida estuvo marcada por el paisaje cafetero, física y espiritualmente. Y su final nunca dejó de ser su punto de partida (Colombia). Chuck se construyó entonces lo que pudiéramos llamar una utopía campesina. El 4 de diciembre del 2008 me escribió sobre un viaje con su segunda esposa, la coreana Hwasook Nam, a Hawái, acerca de una finca cafetera, sin pobreza y sin violencia, en donde le hubiera gustado vivir su jubilación. Sí, ese hubiera sido su retorno al origen transformado: y hubiera tomado la forma de una finca cafetera con vista al mar.

En su última venida a Colombia en 2017 vino a entregar su casa en el barrio La Candelaria de Bogotá. Lloró durante la despedida. Y como en ese momento lo aquejaban algunos dolores de columna, se sintió obligado a aclararme en un correo posterior: "Lloré no tanto por las enfermedades, sino por la despedida de Colombia". No se me borra de la mente la imagen de derrota que vi en su rostro. Chuck percibía que, muy a su pesar, no llegaría a su final en una finca cafetera colombiana ni hawaiana frente al mar. Fue un hombre obsesionado con la idea del regreso al origen, a sus múltiples orígenes.

En una especie de retiro de todo, permaneció algún tiempo en Tucson (Arizona) y, pocos meses antes de su muerte, el 2 de abril del 2020, me escribió con las preocupaciones propias de esta era pandémica:

Estamos en Tucson desde octubre y hasta ahora el virus no ha tocado fuerte. Sin embargo, hace unos 10 días nuestra alcaldesa, una latina elegida hace poco, ha cerrado casi todo menos servicios necesarios. El gobernador, un republicano, ha resistido cerrar mucho, aunque hace unos días canceló las escuelas para lo que queda del año escolar. Hace cinco días Hwasook se aisló porque tenía tos, dolor de cabeza, y fiebre (no supimos qué tan alta, pues nuestro termómetro está en Washington y no se consigue uno por ningún lado). Hasta ahora sus síntomas han sido relativamente leves y es posible que sea un resfriado y la influenza. Mientras tanto está gozando de mis talentos culinarios (ja ja) y mi servicio atento. Sin embargo, estoy preocupado. Yo sigo caminando en el desierto por las mañanas (hay un parque nacional muy bello cerca) y de vez en cuando hago mercado. En los supermercados no hay papel higiénico, ni alcohol para desinfectar, ni otras cosas. Pero, menos mal, trago sí hay.

Sentía, por otra parte, que Hwasook estaba completando su tarea. Me comentó, combinando inglés y castellano:

Hwasook terminó un segundo libro sobre trabajadoras en la historia laboral de Corea y hace meses lo mandó a Cornell University Press. I think it is a terrific book covering a hundred years of female struggle and revealing their central place in the modern history of the nation.

Thanks to the virus we sold our place in Tucson, Arizona, gave away all our furniture, and came back up north to the Seattle area. We are now lighter and glad to be back. Hwasook's book is now in press at Cornell and we are hunkered down and working to defeat the maniac we have for our president.

Volver a sus viejos lugares, volver a sus temas de siempre, volver a su natal Seattle. Chuck regresó a Seattle para morir allí, tranquilamente, después de compartir un día feliz con sus amigos.

1Para estas notas me he apoyado en varias entrevistas que otros autores hicieron a Bergquist: Hernán David Jiménez Patiño, "Entrevista a Charles Bergquist, Profesor Emérito del Departamento de historia de la Universidad de Washington", Historelo. Revista de Historia Regional y Local 8.15 (2016): 410-423; Luz Ángela Núñez Espinel, "La historia en perspectiva comparada: entrevista con el profesor Charles Bergquist", Historia Crítica 42 (2010): 204-213. Y, especialmente, en el panel "La vocación de historia: vida y obra de Charles Bergquist", organizado por el Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, en el cual participamos Catherine Legrand, Medófilo Medina, Mauricio Archila, Forrest Hylton y yo, el 25 de agosto del 2020. Este fue transmitido por YouTube y está disponible en el siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=pTdJmjll-ek&feature=youtu.be.

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