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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

versão impressa ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.48 no.1 Bogotá jan./jun. 2021  Epub 28-Jan-2021

https://doi.org/10.15446/achsc.v48n1.91557 

Reseñas

Carlos Camacho Arango, Margarita Garrido Otoya y Daniel Gutiérrez Ardila, eds. Paz en la República. Colombia, siglo XIX. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2018. 334 páginas.

CATALINA MUÑOZ ROJAS* 

* Universidad de los Andes Bogotá, Colombia c.munoz2017@umandes.eduxo


Este libro compilado es un esfuerzo muy pertinente por hacer la historia relevante para el presente. En medio de las controversias que han suscitado recientemente las negociaciones de paz con las FARO y el ELN, este grupo de historiadores se propone "enriquecer estos debates con el estudio de los períodos de paz decimonónicos, con el fin de darle profundidad a la inmediatista mirada habitual" (p. 16). Ojalá con más frecuencia los historiadores nos animáramos a enriquecer el debate público con una perspectiva de más larga duración, tan fundamental para la comprensión de la coyuntura. Además de aportar profundidad histórica, nos invitan a romper con la creencia generalizada de que la guerra ha sido una constante en la historia de Colombia. Para hacerlo, abordan el siglo XIX, que repetidamente hemos llamado "el siglo de las guerras civiles", y nos demuestran que no lo fue: afirman que, después de 1839, cuando empieza la primera guerra civil propiamente dicha, hubo catorce años de guerra y cien de paz. Los capítulos estudian las paces hechas tras cada una de las ocho guerras civiles del siglo XIX y su conexión con el retorno posterior a la guerra. De esta manera, dirigen nuestra atención a lo que ha sido mayoritariamente espacio negativo ante nuestros ojos, más acostumbrados a ver la guerra.

A pesar de que el libro es sobre la paz, también nos enseña sobre las guerras civiles, pues la fluidez entre paz y guerra hace necesario estudiarlas atendiendo a las dos caras de la moneda. Cada capítulo explica las causas de una guerra (excepto el de Malcolm Deas, que aborda dos, correspondientes a 1885 y 1895), la forma como se negoció y alcanzó la paz, así como las limitaciones de esta última que generaron la detonación de una nueva guerra posteriormente. Los autores y autoras hacen énfasis en la heterogeneidad de las guerras, explicando en detalle las situaciones particulares que conllevaron a cada una de ellas y sus variaciones de región en región. La de los Supremos (1839-1842), estudiada por Luis Ervin Prado, no fue una: fueron una serie de levantamientos provinciales que tuvieron en común un llamado a la federalización. La de 1851, abordada por Margarita Garrido, fue motivada por la abolición de la esclavitud, pero también por la intervención del Estado en asuntos de la Iglesia y de las provincias, asuntos que amenazaban la noción del mundo y del orden social de los rebeldes. Carlos Camacho explica que la de 1854 tuvo varias particularidades: estalló en la capital, con un golpe de Estado de sectores militares apoyados por las Sociedades Democráticas bogotanas y de algunas provincias, y estuvo influenciada por las relaciones internacionales del momento. Por su parte, Daniel Gutiérrez examina la Guerra de 1860-1862 como resultado de la oposición conservadora a la Constitución federalista de 1853 que empezó en Bolívar, Santander y Cauca, pero pronto se generalizó. Luis Javier Ortiz aborda la Guerra de las Escuelas (1876-1877), que fue un levantamiento conservador pluriclasista en contra del sistema de educación laica y el federalismo. Malcolm Deas nos presenta las de 1885 y 1895 como manifestaciones de la oposición al excesivo poder de la presidencia y de la exclusión política de las minorías. Finalmente, Brenda Escobar explica que la de los Mil Días no fue una, sino varias, iniciadas en distintos lugares por líderes guerreristas unidos precariamente por el rechazo a una política electoral que los excluía y a manejos económicos que los perjudicaban.

En su capítulo, Malcolm Deas ofrece algunas generalizaciones en medio de esta diversidad que ayudan a hacer una lectura transversal. Deas llama la atención sobre elementos que tuvieron en común, como por ejemplo, el hecho de que las luchas fueran principalmente por asuntos relativos al poder político -como la inclusión electoral y la alternación del gobierno- y no tanto por razones sociales, étnicas o económicas. También señala la relevancia que tuvo el asunto del lugar de la Iglesia en el orden social, aunque no siempre terminó en guerra. Llama la atención sobre el hecho de que fuera posible para unos cuantos líderes guerreristas empezar una guerra con muy poca gente. Deas sugiere que tenemos que estudiar más a esos líderes para entender mejor las dinámicas.

En cuanto a la paz, los autores examinan las distintas formas de poner fin a la guerra. Mediaciones, exponsiones (acuerdo entre los bandos de cese de hostilidades sin entrega de armas), indultos y amnistías estuvieron a la orden del día y fueron objeto de intensos debates, como lo siguen siendo hoy. ¿Era conveniente para restablecer el orden dar al rival tratamiento de beligerante legítimo e indultarlo, o debía ser tratado como delincuente y reprimido sin clemencia? ¿Ofrecer indultos era síntoma de superioridad o de debilidad? ¿Era justo perdonar crímenes cometidos durante la guerra, a la luz del tratamiento que se daba a los delitos corrientes? ¿La paz y el orden se alcanzarían a través de la represión del rebelde o de su inclusión? Para Malcolm Deas, fueron las condiciones de posibilidad las que zanjaron el debate: el gobierno se caracterizó por ser débil y su incapacidad de suprimir los levantamientos -y al enemigo mismo- a través de la represión impuso la salida negociada a las guerras. El indulto para Deas es resultado de la imposibilidad de ajusticiar al enemigo y de la necesidad de que "todo el mundo regresara a casa" (p. 252). Esta postura deja campo a la discusión, pues todos los demás autores ponen énfasis en la tendencia de los ministeriales -y posteriormente conservadores- a optar por el fortalecimiento de la autoridad y la coerción como método para regresar al orden, mientras que la paz liberal recurrió con más facilidad al indulto como herramienta de disuasión y reconciliación. A diferencia de Deas, los demás autores dan más peso a la agencia de los individuos quienes actuaban también guiados por lo que consideraban apropiado, justo y hasta moralmente correcto.

Varios capítulos señalan de manera muy pertinente que la gran pregunta que estuvo detrás de los distintos debates sobre la paz era la de cómo se entendía el orden político y social. Margarita Garrido afirma que lo que hubo detrás de la contienda de 1851, animada por la abolición de la esclavitud, no fueron solo intereses económicos sino "concepciones del mundo muy diferentes" (p. 71). La de los liberales, que defendían valores y principios como el progreso, la democracia y las libertades individuales, se oponía a la de los conservadores que veían en la Iglesia la principal defensora de un orden social y moral que sentían amenazado. El enfrentamiento de nociones irreconciliables del orden, la legitimidad de la autoridad, lo justo, lo natural y hasta lo sagrado hacían de este conflicto un asunto cargado de emociones. Por su parte, Daniel Gutiérrez señala que el "problema radicaba en la incompatibilidad de los programas, aún entre políticos no exaltados, de suerte que para los derrotados toda alternancia equivalía ni más ni menos a una demolición" (p. 192). En el posfacio, Iván Orozco explica las guerras del XIX como el choque "entre una visión pre-moderna y otra moderna de la política" (p. 312). La visión premoderna, la de los conservadores aliados con la Iglesia, entendía el ejercicio de la política como la administración de diferencias sociales consideradas naturales. Por su parte, la moderna, del liberalismo, entendía la política como la contienda entre individuos libres e iguales por el poder. Para Orozco, hay muchas similitudes entre estas disputas del XIX y las del presente, en la medida en que se siguen enfrentando posturas que parecen irreconciliables: mientras unos luchan por el reconocimiento de su dignidad, los otros los deslegitiman como delincuentes. Orozco hace un llamado a poner fin a las reclamaciones mutuas entre la derecha y la izquierda, cada cual con sus víctimas, y apunta a la necesidad de "un centro político eficazmente conciliador" (p. 332).

Si bien el libro parte de la intención de utilizar la historia para iluminar los debates del presente sobre la paz, es solo en la introducción y en el posfacio que se presenta un diálogo explícito entre pasado y presente. Los demás capítulos, los que nos explican las guerras y paces del siglo XIX, no se animan a establecer esa conversación y se quedan en el pasado -un pasado que frecuentemente relatan, además, haciendo demasiado énfasis en eventos y decisiones de los líderes políticos y militares-. La tarea de interpretar la relación entre el pasado y el presente se la dejan a un no-historiador: Iván Orozco, politólogo y abogado, partícipe y estudioso de los procesos de paz, la justicia transicional y la memoria. En su posfacio, Orozco realiza el análisis prometido en la introducción con gran delicadeza, sin refundir el pasado con el presente. Los historiadores siguen siendo tímidos para comentar sobre el presente, como si hacerlo pusiera en duda la rigurosidad de su aproximación al pasado. Otras ciencias sociales han abrazado con más entusiasmo la posibilidad de tomar postura, sin que ello implique renunciar al conocimiento riguroso y legítimo. Sin duda, las comparaciones entre pasado y presente pueden ser problemáticas: los historiadores tenemos muy claro el peso de los contextos particulares y el riesgo del anacronismo. Pero eso no implica que no se puedan señalar continuidades y cambios de manera respetuosa por las particularidades, como lo hace Orozco. Ojalá los historiadores nos vayamos lanzando más a participar en los debates públicos del presente, enriqueciéndolos desde nuestro conocimiento y sensibilidad por el devenir del tiempo histórico.

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