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Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

Print version ISSN 0120-2456

Anu. colomb. hist. soc. cult. vol.49 no.1 Bogotá Jan./June 2022  Epub Dec 16, 2021

https://doi.org/10.15446/achsc.v49n1.98775 

Reseñas

Sharika D. Crawford. The Last Turtlemen of the Caribbean. Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2020. 216 páginas.

*Universidad de los Andes, Colombia claleal@uniandes.edu.co


La gran mayoría de los colombianos vive entre paisajes andinos y pisando siempre tierra firme. Los intelectuales de "la" costa (así conocida, aunque no tenemos una sino dos) llevan décadas insistiendo en que el país no es solo andino sino también caribeño. Nos han recordado que, para aprehender cabalmente nuestro territorio y reconocer quiénes somos, debemos tener en cuenta las complejas redes que desde el siglo xvi le han dado forma al Gran Caribe insular y continental. Para quienes, como yo, estamos alejados del mar en cuerpo y espíritu (por hermoso que nos parezca), el libro The Last Turtlemen de Sharika Crawford nos sumerge en el territorio acuático del Caribe y nos permite pensar a Colombia desde una perspectiva inusual: de la mano de los cazadores de tortugas oriundos de las Islas Caimán. Esta perspectiva ubica a Providencia, aquella hermosa isla devastada hace poco por el huracán Iota, y no a Cartagena de Indias, en el centro de esa otra Colombia. Pero una mirada parroquial no hace justicia a este fascinante libro que relata la saga de un grupo de afrodescendientes que, tras acabar con las tortugas marinas de sus islas, se dedicaron, entre 1880 y 1960, a atraparlas en distintas localidades del Caribe.

Al seguir a estos cazadores, la profesora Crawford descubrió unos animales fascinantes, que jugaron un papel relevante en la formación del Caribe. Las tortugas verdes recorren en solitario miles de kilómetros durante sus vidas. Cada dos a cinco años, y como por arte de magia, regresan a la playa en la que nacieron. Allí se aparean y unos meses después las hembras regresan a desovar, lo que las hace -y también a sus huevos- presas fáciles. Su dieta vegetariana le da un rico sabor a su carne, razón por la cual las han cazado desde tiempos inmemoriales; mientras que las tortugas carey fueron perseguidas por su carapacho, utilizado para la fabricación de múltiples objetos hasta la generalización del uso del plástico. Se estima que en el Caribe hubo alrededor de setenta millones de tortugas verdes (y cerca de un millón de tortugas carey). Cuando llegaron los europeos se encontraron con esta fuente de alimento. La llegaron a valorar tanto que, en el siglo XVII, algunos barcos solían llevar indígenas Miskito, que eran diestros cazadores, para que mantuvieran a los marineros bien aprovisionados de esta carne. A las pobres tortugas las mantenían vivas a bordo, con sus aletas amarradas.

Cada vez con más frecuencia investigaciones históricas como esta nos recuerdan que los animales silvestres y domésticos han moldeado la historia humana de múltiples formas. Los cerdos, que fueron traídos del Viejo Mundo, ayudaron a garantizar el consumo de proteína de los invasores, como hace ya medio siglo nos lo relató Alfred Crosby.1 Estos animales tuvieron ese papel estratégico en la conquista del Caribe gracias a su resistencia, a que comen de todo (incluyendo el maíz americano) y a que se reproducen prolíficamente. Las tortugas silvestres del mar Caribe cumplieron un papel similar. El geógrafo Karl Offen siguió los pasos de James Parsons en reconocer la importancia de estas tortugas,2 pero solo hasta ahora -con The Last Turtlemen- contamos con un trabajo histórico contundente.

Uno de los lugares favoritos de estos reptiles eran las tres Islas Caimán: Grand Cayman, Cayman Brac y Little Cayman, que permanecieron deshabitadas hasta la década de 1730, cuando el Gobierno británico de Jamaica comenzó a repartir sus escasas tierras. Se desarrolló entonces una economía esclavista periférica, centrada en la extracción de caoba y luego en una agricultura poco productiva. Tras la emancipación, en 1834, los libertos, que conformaban más de la mitad de los escasos 2 000 habitantes, migraron hacia otras partes del Caribe o se quedaron allí viviendo principalmente de los recursos del mar. Encontraron en la cacería de tortugas un modo de vida, gracias al mercado que se había formado desde el siglo anterior. Por lo tanto, fue la madre naturaleza la que suministró la base de su economía. Estos afrodescendientes lograron dominar las aguas y conocer las andanzas de estos animales lo suficiente para atraparlos y venderlos. El mar permitió la autonomía que le dio sentido a su libertad, así como el control de la selva y del subsuelo que escondía polvo de oro y platino se la dio a los descendientes de esclavos en el Pacífico colombiano.3

Los cazadores de tortugas acabaron con ellas en sus islas, por lo cual hacia finales del siglo XIX tuvieron que ir a buscarlas a lugares distantes. Para esos viajes, que duraban semanas o incluso meses en las temporadas de enero a marzo y julio a septiembre, necesitaban barcos, que muy pocos podían costear. Así, la autonomía de estos marineros empezó a depender de los dueños y capitanes de las goletas, que repartían entre la tripulación la mitad de las ganancias de cada viaje. Los dueños y capitanes, a su vez, se convirtieron en intermediarios de los comerciantes de La Florida, en los Estados Unidos, que reemplazaron a los jamaiquinos y británicos que durante todo el siglo XIX sirvieron de enlace para el principal mercado: los comensales británicos, aficionados a la sopa de tortuga. Así, The Last Turtlemen se centra en la cacería que resultó de estos cambios, provocados por la extinción de las tortugas en las Islas Caimán y por la falta de alternativas de vida de sus habitantes.

De la mano de la profesora Crawford aprendemos que los cazadores tenían una vida emocionante, marcada por la camaradería masculina, pero difícil y que apenas proveía el sustento para sus familias. Mientras sudaban, se divertían y se ganaban algún dinero, fueron tejiendo parte de los hilos que forman el gran Caribe. Estos marineros contribuyeron a acercar lugares como las Islas de la Bahía (Honduras), la Isla de la Juventud (Cuba) y San Andrés y Providencia (Colombia). El viejo tortuguero Lee Jervis recordaba, en el año 2000, sus agradables estancias en Providencia: "Oh, them Providence people would treat you good" (p. 71). Algunos de sus compatriotas hicieron de San Andrés su hogar. Los tortugueros de este archipiélago colombiano aprendieron de los avezados cazadores de las Islas Caimán tanto el uso de redes como cuál era el mejor tipo de canoas para la caza, y algunos residentes más pudientes compraron barcos hechos en aquellas islas. El mar fue una gran zona de contacto forjada por marineros que seguían las rutas de las tortugas.

A pesar de los lazos de parentesco y amistad que unían a las poblaciones afrodescendientes y angloparlantes de ambos archipiélagos, había rivalidades entre ellas. Las personas vinculadas con el comercio de tortugas en San Andrés y Providencia veían con recelo a los visitantes de las Islas Caimán, que con mejores equipos se llevaban decenas de tortugas carey de los cayos Serrana, Serranilla, Roncador y Quitasueño. Solicitaron entonces apoyo a las autoridades colombianas para limitar la competencia; estas respondieron al llamado y buscaron controlar la cacería que los marineros de las Islas Caimán habían practicado durante décadas sin impedimento alguno. De esta manera, The Last Turtlemen muestra cómo al moverse por aguas transnacionales, los cazadores de tortugas participaron en la definición de fronteras marítimas y así hicieron parte del largo proceso de conformación nacional y de construcción estatal de América Latina y el Caribe.

Tras la Independencia, nuestros países estaban conformados por territorios que los Estados en buena medida no controlaban. La mayoría de las selvas (entre ellas la gran cuenca amazónica) y otras zonas (como la Patagonia) contaban con poca o nula presencia estatal. La historia republicana ha sido en parte un proceso de nacionalización de esos territorios, proceso que ha incluido la definición de límites, la creación de asentamientos y el establecimiento de instituciones. Algunos hemos pensado en ese proceso centrándonos en el territorio continental; Sharika Crawford nos recuerda que también fue marítimo. Aunque explora la correspondencia diplomática, esta historiadora no se limita a reconstruir intercambios entre funcionarios públicos. Ella nos explica cómo la tardía incorporación de la Mosquitia a Nicaragua estuvo relacionada con que los Cayos Miskitos (islotes de esa costa) eran la principal zona de cacería de los marineros de las Islas Caimán. Las pugnas entre cazadores y autoridades locales, y las tensiones entre los gobiernos nicaragüense y británico, resultaron de la promulgación de leyes que buscaban definir y controlar el espacio marítimo de la nación. Lo mismo sucedió en los casos de Cuba, Costa Rica y Colombia.

El requerimiento de permisos y pagos por atrapar tortugas que estos países impusieron afectó las finanzas de la cacería. A ello se sumó la creciente escasez de tortugas que puso en peligro la forma de vida de estos marineros y además generó un movimiento que abogó por la conservación de estos animales. Así, en 1975 se prohibió el comercio de las tortugas verde y carey, poniendo fin a una industria centenaria. El personaje que más influyó en la conservación de estas tortugas fue el herpetólogo estadounidense Archie Carr. Sharika Crawford nos explica cómo en sus investigaciones Carr se apoyó en el conocimiento de los tortugueros, asunto que reconoció en sus publicaciones. Ellos le contaron historias que le ayudaron a conocer los hábitos de estos animales, además de que luego le reportaban el hallazgo de tortugas que Carr y su equipo habían marcado en la playa de Tortuguero en Costa Rica. En alianza con empresarios estadounidenses que conformaron la Hermandad de la Tortuga Verde, que luego pasó a llamarse Caribbean Conservation Corporation, y del Gobierno de Costa Rica, Carr buscó conocer los secretos de estos animales para lograr un manejo científico que les permitiera sobrevivir y también garantizara la continuidad del consumo local e internacional de su carne. Pero los años le demostraron que esta idea era utópica.

Para el momento de la prohibición del comercio de tortugas eran ya muy pocos los cazadores que quedaban. Un buen número de habitantes de las Islas Caimán se alistó en el ejército británico durante la Segunda Guerra y cuando esta terminó encontró trabajo en barcos internacionales, que pagaban mucho mejor que la cacería. Además, las islas empezaron a desarrollar el turismo, con lo que la venta de sol y playa se volvió más atractiva que el negocio de facilitar una cena con sopa de tortuga. De la historia que así finalizó queda la memoria y un mar empobrecido. Sharika Crawford la reconstruye con mucho respeto hacia sus protagonistas humanos y reptiles. Para hacerlo, visitó varios países: estuvo en Bogotá (Colombia), Gainsville (Estados Unidos), Georgetown (Islas Caimán) y Londres (Inglaterra) recuperando documentos históricos. Además de correspondencia diplomática, consultó diecisiete periódicos distintos. En el Archivo Nacional de las Islas Caimán tuvo la suerte de encontrar más de cincuenta entrevistas transcritas, hechas a los cazadores. Sus voces y emociones permean así las páginas del libro.

Es difícil dejar de notar, antes de concluir esta reseña, que esta es una historia muy masculina: los cazadores son hombres, igual que los comerciantes, los funcionarios públicos y los conservacionistas. No sé si las fuentes habrían permitido dar cuenta del tipo de sociedad que esta actividad, marcada por largas ausencias de padres, hijos y hermanos, forjó en aquellas islas. Seguro que la historia del consumo de tortuga y las redes comerciales que lo permitieron está en otros archivos y fuentes históricas. Tal vez alguien escriba luego esa historia, que nos devele la otra pieza de este rompecabezas que tan hábilmente ha armado la profesora Crawford.

The Last Turtlemen nos devela un Caribe distinto al de las plantaciones, que es el más tratado en la historiografía (aunque no en la colombiana). Aprendí mucho leyendo este libro original. Se lo recomiendo a los historiadores y geógrafos, a aquellos costeños (del Caribe) que quieran saber más de su región, a los biólogos y los amantes de los animales, o a cualquiera que quiera disfrutar de un buen libro. Es fácil de leer y poderoso en su capacidad de hacernos ver grandes procesos al centrarse en unos cientos de marineros de unas pequeñas islas del gran mar Caribe.

1Alfred Crosby, El intercambio transoceánico. Consecuencias biológicas y culturales a partir de 1492 [1972] (Ciudad de México: UNAM, 1991).

2Karl Offen, "Subsidy from Nature: Green Sea Turtles in the Colonial Caribbean", Journal of Latin American Geography 19.1 (2020): 182-192; James J. Parsons, The Green Turtle and Man (Gainesville: University of Florida Press, 1962).

3Claudia Leal, Paisajes de libertad: El Pacífico colombiano después de la esclavitud (Bogotá: Universidad de los Andes, 2020).

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