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Forma y Función

versión impresa ISSN 0120-338X

Forma. func. vol.35 no.1 Bogotá ene./jun. 2022  Epub 12-Dic-2021

https://doi.org/10.15446/fyf.v35n1.86017 

Artículos

Y al fin, ¿en dónde nos deja el enfoque comunicativo?*

Where Does the Communicative Approach Leave Us?

Tania Cristina Alfonso Quitian1 
http://orcid.org/0000-0002-1608-227X

1Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. tcalfonsoq@unal.edu.co


Resumen

A más de medio siglo de la aparición del enfoque comunicativo, seguimos hablando de él como sinónimo de éxito e innovación en la enseñanza de lenguas. Pero su popularidad puede no traducirse en la práctica real de los principios comunicativos en el aula. Esta revisión bibliográfica explora las concepciones actuales de lo comunicativo y las replantea a la luz de los influjos teóricos que ha recibido el enfoque a lo largo de su historia. Paralelamente, revisa las diversas aplicaciones que la teoría ha tenido en la enseñanza de lenguas y los problemas que han surgido para cada modelo. Termina con un ejemplo de lo que podría hacerse en el campo metodológico tras estudiar cuidadosamente los principios comunicativos. En últimas, la cuestión sobre cómo enseñar (comunicativamente) de la mejor manera sigue abierta a propuestas informadas y contextualmente situadas.

Palabras clave: enfoque comunicativo; enseñanza comunicativa de lenguas; historia de la enseñanza de lenguas; lingüística aplicada; diseño curricular; formación docente

Abstract

More than half a century since the advent of the Communicative Approach, we still see it as a synonym of success and innovation in language teaching. But its popularity may not necessarily translate into the actual practice of communicative principles in the classroom. This literature review explores current (mis)conceptions of Communicative Language Teaching and reconsiders them in light of all the theoretical input it has received all throughout its development. It also will go over some of the applications these theories have had, along with their shortcomings. This will ultimately lead to an example of what can be done from a methodological perspective if the communicative underpinnings are studied thoroughly, although the question of how (best) to teach language as communication is still open to informed and contextually situated solutions.

Keywords: Communicative Approach; Communicative Language Teaching; History of Language Teaching; Applied Linguistics; Language Curriculum Design; Language Teacher Education

1. Introducción

Hace más de medio siglo que el movimiento comunicativo en la lingüística aplicada o enfoque comunicativo (EC) revolucionó la enseñanza de lenguas y, aún hoy, sigue vigente. Este enfoque, convertido en la enseñanza comunicativa de lenguas (ECL), es quizá aún el más popular entre profesionales del área, quienes lo perciben como sinónimo de innovación, calidad y éxito. Pero, como ya indicaba Widdowson en 1978, su aprobación masiva ha opacado la necesidad de una evaluación crítica de los supuestos sobre los que trabajamos y de nuestra aplicación de la teoría. En últimas, el uso indiscriminado del calificativo comunicativo le ha restado claridad como ya Wesche y Skehan (2002) y Kumaravadivelu (2006) habían denunciado, y creo, desde mi papel de educadora, que su sentido primario se ha perdido en muchos contextos.

En efecto, ya para 1998, VanPatten había identificado tres concepciones sobre lo comunicativo que no se ajustaban a lo promulgado por académicos del área. En primer lugar, el autor reporta que para su época se hablaba de lo comunicativo en referencia a la mera interacción oral entre aprendices, sobre todo en oposición a ejercicios gramaticales; por lo tanto, se había perdido de vista la enseñanza para el desarrollo tanto del conocimiento gramatical como de todas las habilidades comunicativas. En segundo lugar, VanPatten encuentra que lo comunicativo era visto como un punto de llegada y no como un proceso; como el producto final de una lección sobre aspectos formales de la lengua, mas no en referencia a su uso continuo para expresar, interpretar y negociar significado, muy a pesar de que la literatura especializada habla de un único proceso: comunicar para aprender, y aprender para comunicar. Más aún, y en tercer lugar, los materiales de enseñanza reforzarían la percepción sobre las actividades comunicativas como destinadas principalmente a practicar el contenido léxico-gramatical de la lección, sin tomar en cuenta las funciones sociales y cognitivas de la lengua; esto contradiría el principio de que una actividad es comunicativa solo cuando tiene un propósito más allá de sí misma: obtener información para solucionar problemas, producir algo nuevo, o establecer y mantener relaciones sociales.

Partiendo de este escenario, y por medio de una revisión bibliográfica, me propongo explorar la evolución que ha tenido la ECL, atendiendo los diferentes influjos teóricos que la han nutrido. Partiré del supuesto de que el estudio de estos postulados puede darnos luces a quienes queremos adherirnos a los principios comunicativos en nuestro quehacer pedagógico. Después de todo, como lo sugieren VanPatten (1998), Garrett (1986) y Yalden (1983), parte de la confusión puede derivarse del vacío entre la teoría y la práctica, entre la producción académica y nuestra interpretación y aplicación de ella.

Para alcanzar este objetivo, haré un recuento histórico desde dos momentos y puntos geográficos. En un principio, contextualizaré el problema en el establecimiento del paradigma funcional lingüístico y el desarrollo de la lingüística aplicada en Europa. Luego revisaré los aportes de otras disciplinas que hicieron su entrada a la ECL desde Norteamérica. A lo largo de esta historia, presentaré las diversas formas que ha tomado la ECL haciendo énfasis en la manera en que llevaron a la práctica los preceptos teóricos comunicativos y en los problemas que encontraron. En definitiva, este recorrido me llevará a la conclusión de que no hay recetas milagrosas en la enseñanza de lenguas y de que la ECL está aún en construcción.

2. Lingüística Funcional y el EC

Al hablar del surgimiento y desarrollo del EC, varios autores distinguen dos líneas de pensamiento: la británica y la americana (Yalden, 1983; Howatt & Widdowson, 2004; Roberts, 2004). Aunque para Yalden (1983) no pueda establecerse una dicotomía absoluta, sus diferencias son notables y hacen compleja la tarea de trazar una única línea de tiempo para el EC. Por eso, Howatt y Widdowson (2004) aclaran que lo único que podemos hacer es identificar un mosaico de ideas que surgieron en distintos lugares entre las décadas de los 60 y los 70.

Por esas fechas, el paradigma lingüístico funcional había tomado fuerza como alternativa a las perspectivas y métodos de análisis lingüístico formales, al relacionar la estructura de la lengua con las necesidades, los propósitos, los medios y las circunstancias de la comunicación humana (Cabré & Lorente, 2003). El cambio fue en parte respuesta a y ampliación de las dicotomías langue-parole y competence-performance, de Saussure y Chomsky, respectivamente (Canale & Swain, 1980; Widdowson, 1989; Spolsky, 1989; Stratton, 1977; Lee, 2006). Pese a constituir piedras angulares en el desarrollo de la lingüística como disciplina, estas dos propuestas fueron calificadas como inadecuadas para explicar el lenguaje en su totalidad (Malinowski, 1923, citado por Yalden, 1983; Campbell & Wales, 1970; Hymes, 1972a). Después de todo, Saussure limitaba el estudio de la lingüística a la langue, un sistema ideal y abstracto, independiente de sus usuarios y de su realización en el habla, mientras que Chomsky había resuelto concentrarse en la competencia, o el conocimiento tácito de la lengua que poseen los hablantes nativos y que les permite entender y generar un sinnúmero de oraciones gramaticales, separándola además de los factores sociales que pueden intervenir en la adquisición y uso de una lengua (Hymes, 1972a).

El giro funcional fue especialmente notorio en Europa, en donde varios estudiosos del lenguaje pusieron en el centro del debate su función social. A principios de siglo, Roman Jakobson lanzó su teoría de las funciones del lenguaje y el modelo clásico de la comunicación (Yalden, 1983). Luego, en los 60, John R. Firth presentó su teoría contextual del significado, adoptando el término contexto situacional acuñado por Malinowsky, según el cual la lengua es una herramienta de acción dependiente de la situación y la cultura en que se dé (Yalden, 1983). Esta propuesta sería desarrollada luego por Michael Halliday (1970), quien definió la lengua como un conjunto de opciones formales que le dan expresión a todo lo que los seres humanos podemos hacer al interactuar con otros. Para él, ya no era un simple compendio de unidades y estructuras, sino un sistema organizado alrededor de tres funciones generales, cada una de las cuales tendría una forma de expresión fonética y morfosintáctica: la función ideacional o proposicional, la interpersonal y la textual. Según Halliday (1970), además de expresar nuestra experiencia del mundo por medio de categorías semánticas como agente, paciente, proceso y demás (función ideacional), la lengua pone de manifiesto los papeles que cada interlocutor asume en el evento comunicativo (función interpersonal) y permite organizar la información apropiadamente según el contexto lingüístico y comunicativo en el que se da (función textual). Aprender o adquirir nuestra lengua materna (L1) consistiría en ampliar las opciones de expresión disponibles para cada macrofunción (Halliday, 1973).

La lingüística funcional de Firth y Halliday estaba a su vez en línea con la teoría de los actos de habla de los filósofos del lenguaje Austin (1962) y Searle (1969), en la que reconocían que no todos los usos de la lengua podían describirse en términos de la fidelidad con la que representan al mundo, pues un enunciado constituye además una acción social. Y es que al hablar se ejecutan varios actos simultáneamente: en primer lugar, se produce una cadena de sonidos, morfemas y palabras (actos de enunciación, para Searle [1969], o fonéticos y fácticos, para Austin [1962]); este se usa a su vez para referirse a entes del mundo y predicar sobre ellos (actos proposicionales, según Searle [1969], o réticos, según Austin [1962]). Austin (1962) agrupa estos dos tipos de actos en el denominado acto locutivo: la base fonética, sintáctica y semántica del acto de habla. Pero todo acto locutivo tiene además un fin o valor comunicativo, como preguntar, afirmar, advertir, criticar, etc., lo que constituye un acto ilocutivo según ambos autores. Al conjunto de estas tres acciones (enunciación, locución e ilocución) es a lo que llaman acto de habla o acto comunicativo, entendiendo que no pueden ocurrir de manera separada; normalmente, no producimos palabras sin decir algo con ellas, y si las usamos es para lograr algo más allá de su mera enunciación (Austin, 1962; Searle, 1969).

Al ser llevada a la enseñanza de lenguas, esta nueva perspectiva del lenguaje se tradujo en el replanteamiento del fin último de la enseñanza de lenguas (Yalden, 1983; Howatt & Widdowson, 2004). Ya no se buscaba solo la adquisición de conocimiento lingüístico formal, sino el desarrollo de la habilidad de interactuar efectivamente en eventos sociales por medio de la herramienta comunicativa que es la lengua. Pero, según Spolsky (1989), fue el concepto de competencia comunicativa de Hymes (1972a) el que mejor expresó este cambio de foco.

Para el antropólogo americano, ser un usuario fluido y altamente competente de una lengua es saber lo que es comunicativamente apropiado, además de lo formalmente correcto (Hymes, 1972a). El autor continúa diciendo que un niño se vuelve comunicativamente competente al ser capaz de realizar cierto repertorio de actos de habla, de participar en eventos comunicativos y de evaluar el rendimiento de otras personas en estos según las reglas de uso social y culturalmente dadas. La competencia comunicativa abarca entonces tanto el conocimiento que tenemos sobre qué es gramatical en nuestra lengua, así como el de cuándo, dónde, con quién y de qué manera debemos hablar sobre un tema dado (competencias lingüística y sociolingüística, respectivamente, según Canale y Swain [1980]).

3. ECL en Europa

Tras fijar el desarrollo de la competencia comunicativa como el objetivo último de la enseñanza de lenguas, en la Europa de los años 70 aparecieron los currículos semánticos en oposición a los estructurales, los cuales incluyeron, en primer lugar, la propuesta funcional (Yalden, 1983). El sistema de unidades para el aprendizaje de lenguas modernas en adultos del Consulado Europeo (Trim, 1979), por ejemplo, describía aquello que los aprendices debían poder hacer con la lengua y estaba organizado ya no como una secuencia aditiva de estructuras gramaticales, sino en términos de situaciones comunicativas que podían ser cubiertas en su totalidad o no según las necesidades del aprendiz. Al poder ensamblar unidades de diversas maneras luego de fijar objetivos de aprendizaje individuales claros (Richterich [1972] y Munby [1978] elaborarían detallados modelos de análisis para ello), estos programas daban respuesta a los límites de tiempo del trabajador promedio, además de proveer herramientas comunicativas hechas a su medida. Y aunque en el pasado ya habían surgido materiales de enseñanza de lenguas para gremios, fue el movimiento comunicativo el que le diera su forma moderna a los programas de inglés para fines académicos y laborales específicos (ESP, por sus siglas en inglés) (Howatt, 1984). No fue despreciable la cantidad y calidad de materiales y programas ESP que aparecieron en esta época, alimentados por el creciente número de análisis lexicográficos y de registro sobre textos especializados (Howatt, 1984; Howatt & Widdowson, 2004).

Pero a pesar de lo innovadores que en un principio parecieron estos programas, desde finales de los 70 empezaron a surgir dudas sobre la utilidad de la propuesta de Hymes y de las nuevas teorías del lenguaje para el desarrollo curricular, el diseño de materiales de enseñanza y la evaluación de la competencia comunicativa en una segunda lengua (L2) (Paulston, 1992, Spolsky, 1989; Stratton, 1977; Widdowson, 1989). Después de todo, la limitada evidencia empírica y producción académica desde estas teorías había dejado sin guía a maestros y académicos a la hora de tomar decisiones sobre el contenido curricular y la metodología más apropiados para la ECL. No hubo entonces una descripción teórica lo suficientemente precisa para diseñar un currículo comunicativo con una rigurosidad semejante a la que alcanzaron los programas de traducción y el audiolingual basados en las descripciones de la lingüística estructural (Widdowson, 1978).

Para Stratton (1977), por ejemplo, el componente sociocultural era muy problemático, pues ninguna propuesta de análisis lingüístico parecía llenar los vacíos que Hymes (1972b) había dejado con su lista indeterminada de elementos a tener en cuenta. Algunos de los problemas identificados en la literatura enseñanza de la lengua inglesa (ELT, según sus siglas en inglés) a propósito de este listado incluyen (1) la falta de claridad respecto a cómo interactúan los diferentes componentes de una situación comunicativa, en particular sobre la relación entre la forma, el contenido y la función de un enunciado; (2) si todos son necesarios o si son los únicos que hay que tener en cuenta; y (3) la imposibilidad de determinar un conjunto finito de reglas de uso o de actos de habla adecuados a una situación para fines educativos (Paulston, 1992 Spolsky, 1989; Stratton, 1977; Widdowson, 1989). Surgía así una pregunta: en medio de la gran variabilidad inherente al uso, ¿las reglas de qué país, pueblo o cultura debemos enseñar? (Paulston, 1992). Aquí Cook (2003) pone de manifiesto la continua tergiversación que habría sufrido la noción de lo comunicativamente apropiado, interpretada por algunos como la necesidad de enseñar maneras norteamericanas o británicas, ignorando las culturas, contextos y propósitos de aprendizaje propios de cada estudiante, muy a pesar de la posibilidad de romper las reglas de uso según las intenciones de quien comunica, tal y como lo hace cualquier hablante nativo según Hymes (1972a).

Paulston (1992) menciona como otro obstáculo la gran exigencia que implica para un docente el aplicar currículos semánticos. No solo son numerosos los nuevos roles que asumiría en el aula de clase (e. g. organizador, modelo de lengua, guía, investigador, etc.); está además la gran complejidad de la competencia comunicativa como objetivo de instrucción. Esto se pone de manifiesto en la gran cantidad de lineamientos que surgieron luego, los cuales llegaron a postular hasta seis componentes distintos de la competencia comunicativa: las competencias lingüística, sociocultural y estratégica de Canale y Swain (1980), a las que luego se sumarían la discursiva, la accional (Celce-Murcia et al., 1995) y la interactiva (Kramsch, 1986).

Para completar, Widdowson (1989) denunció que las aplicaciones más radicales de estas primeras formas de la ECL podrían haber llevado a resultados opuestos e igualmente insuficientes que los de modelos tradicionales, como adquirir conocimiento sobre el lenguaje apropiado a una situación sin desarrollar la habilidad para componer y descomponer oraciones con referencia a la gramática de la lengua, lo que traería como consecuencia la falta de flexibilidad para adaptarlas a otros contextos lingüísticos y discursivos. Para Wilkins (1979b), estas metodologías no llevarían al uso creativo de la lengua del que un ser humano es capaz, sino solo a la adquisición de comportamientos pseudolingüísticos en respuesta a ciertos estímulos. Algunos incluso demeritaron la utilidad e innovación de estos currículos, comparándolos con lo que ofrecían ya desde el Renacimiento los manuales de conversación para turistas y comerciantes: una lista de frases hechas (Yalden, 1983).

Y aunque la transición de lo estructural a lo funcional pudo traer consigo una mayor motivación por parte del estudiantado, al encontrar un uso inmediato para el contenido de sus lecciones, además de una mayor heterogeneidad gramatical en el lenguaje al que se veía expuesto, Wilkins (1979b) encontró un problema más: escoger y describir situaciones comunicativas definidas como usos de la lengua íntimamente ligados a las circunstancias físicas y sociales en que ocurren podía llevar a que se vieran agotadas fácilmente. Por el contrario, tomar una postura más abierta obligaría a la inútil empresa de abarcar todo el mundo físico y social expresado por medio de la lengua, con lo que el currículo funcional se haría inviable.

Los currículos nocionales que, según Yalden (1983), aparecieron paralelamente y en complemento a los funcionales dentro de los currículos semánticos pretendían solucionar algunas de estas dificultades. Según Wilkins (1979a), el asunto central no debería ser cómo un hablante competente se expresa, ni dónde o cuándo, cuestiones en las que se centran las propuestas estructural y funcional, respectivamente; para el autor, lo fundamental es qué ideas deberá ser capaz de expresar. Esto nos obligaría a considerar el valor comunicativo de todo lo que enseñamos; además, haría posible describir las necesidades comunicativas de diferentes grupos de aprendices a nivel general o especializado (Wilkins, 1979a). El Threshold level de Van Ek (1979) para el Consulado Europeo, por ejemplo, a diferencia de los currículos gramaticales tradicionales, no pretendía enseñar la totalidad del sistema de la lengua, sino solo las formas más comunes y que fueran útiles en la expresión de significados para una gran variedad de situaciones (Wilkins, 1979a; Van Ek, 1979). La diferencia radicaba en que ya no se partía de una fórmula gramatical aislada (e. g. presente simple), sino de una noción (e. g. tiempo, cantidad, obligación, etc.), que podría abarcar estructuras varias con una función común. Pero estos currículos no fueron muy exitosos, mucho menos en programas de lenguas para niños y adolescentes, dado el nivel de abstracción que implica usar conceptos como duración, secuencia, agentividad, etc. (Howatt, 1984). En últimas, más que una alternativa a las categorías gramaticales de antaño, el nuevo énfasis en nociones y funciones fue llevado a la práctica como un complemento que daba entrada a nuevas actividades de clase y le restaba rigidez al currículo estructural (Howatt, 1984).

El problema siguió siendo que con ninguna de estas alternativas se enseñaba una lengua en verdad comunicativamente. Tanto los currículos estructurales como los semánticos (funcionales o nocionales) permiten solo un estudio parcial del significado, al centrarse en una sola dimensión de la lengua (Candlin et al., 1975). Pero, como señala Widdowson (1978), así como no es suficiente producir oraciones gramaticalmente correctas para comunicarnos, no basta tampoco expresar nociones o realizar funciones aisladas, mucho menos si esto último se hace siguiendo un guion. Pasar de lo estructural a lo comunicativo no puede reducirse a reemplazar unidades de análisis gramatical por abstracciones cognitivas o comportamentales. Detrás de todas estas propuestas curriculares se escondía aún el supuesto de que, para que la enseñanza de lenguas fuera exitosa, se debería especificar previamente y con lujo de detalle qué enseñar como un conjunto finito de unidades léxicas, fórmulas gramaticales o actos de habla, los cuales serían almacenados en la memoria al momento de la instrucción hasta cuando se requiriera su uso real (Widdowson, 1975; Sánchez, 2004).

Para Widdowson (1978), el enseñar comunicativamente debería llevarnos a replantear esa mirada atomista sobre la lengua como un compendio de unidades y fórmulas y, en cambio, a considerar cómo estas se combinan siguiendo un patrón retórico que caracteriza al conjunto como un todo (el discurso), y a las habilidades que se requieren para producirlo. Tal sería la implicación más importante de adoptar las teorías funcionales del lenguaje (Howatt & Widdowson, 2004).

Para entender el discurso, Widdowson (1978, 1979) habla de cohesión y coherencia. La primera tiene que ver con la adecuación de una oración a su contexto lingüístico/gramatical, con cómo las estructuras oracionales se conectan unas con otras en relación con la organización de la información en un texto (oral o escrito). Fenómenos como la repetición, la sinonimia, la elipsis, así como el uso de pronombres y conectores discursivos, son indicadores de cohesión que nos ayudan a interpretar el significado. Pero hay ocasiones en las que, pese a no haber enlaces gramaticales explícitos, una combinación de oraciones sigue siendo coherente a nivel discursivo. La ausencia de conexiones textuales no nos impide interpretar un enunciado como una respuesta apropiada al que lo precede en términos del evento comunicativo. La coherencia hablaría entonces de la conexión no a nivel formal sino funcional, teniendo en cuenta el propósito o valor comunicativo de cada enunciado.

Según el autor, identificar no solo el contenido sino el valor de los enunciados nos permite discriminar la información según su importancia dentro del discurso. Podemos obviar pasajes enteros de un texto si, por ejemplo, reconocemos su papel secundario en relación a lo que en verdad nos interesa o consideramos importante según el propósito general del discurso. Resulta así que el comunicarnos eficientemente implica no solo la asimilación del significado, o la lectura a nivel proposicional, sino su discriminación según relevancia y función. Todo esto es lo que, para Widdowson (1978), constituiría la habilidad general de comunicarnos efectivamente: la interpretación.

Para Candlin et al. (1975), quienes también adoptaron una perspectiva discursiva, la lengua es multivalente y la competencia comunicativa corresponde a la habilidad de descifrar varios niveles de significado, como capas del mismo objeto formal: el enunciado. Los autores hablan de cuatro niveles, a saber, los significados nocional, proposicional, contextual y pragmático. Este modelo de análisis complementa el que presentan Selinker et al. (1978) para el discurso académico escrito en inglés. Por eso, revisaremos ambas propuestas paralelamente.

Partiendo del párrafo como unidad de análisis y de la premisa de que la organización del lenguaje en cada nivel depende de jerarquías más altas, para Selinker et al. (1978), por ejemplo, nuestra intención de dar a conocer los resultados de un estudio determina el tipo discursivo que debemos usar: un reporte de investigación. Este primer nivel de desarrollo retórico (A), en el que se definen los propósitos comunicativos generales del discurso, determina a su vez su organización en el siguiente nivel (B); en tanto unidad discursiva, un reporte de investigación tiene una estructura base y requiere ciertas funciones retóricas generales para alcanzar su objetivo siguiendo las rutinas discursivas del mundo académico: presentar los propósitos de la investigación, revisar la literatura científica pertinente, describir el problema, etc.

Una vez definidos los objetivos generales y la estructura del texto, también se limita el abanico de opciones que tenemos para darle realidad a cada sección. Selinker et al. (1978) hablan entonces de un tercer nivel (C), el de funciones retóricas más específicas. Así, para presentar la metodología que usamos, por ejemplo, tenemos que describir los elementos que necesitamos y el proceso que seguimos por medio de actos de habla especiales. Es esta la conexión con la propuesta de Candlin et al. (1975), para quienes las funciones retóricas específicas corresponden al significado pragmático de los enunciados, o a su valor ilocutivo (e.g. descripciones, definiciones, etc.). Pero para acceder a los niveles de significado superiores (A, B y C), dependemos en últimas de herramientas retóricas mucho más básicas que establecen relaciones entre elementos al interior de un enunciado o de un enunciado a otro (cohesión) y nos permiten identificar el valor de cada uno respecto a lo que presupone e implica dentro de la secuencia discursiva (coherencia). Este sería el nivel de organización retórica más elemental (D) en Selinker et al., el cual parece sobreponerse a uno de los niveles de significado descritos por Candlin et al. (1975): el contextual.

Para Candlin et al. (1975), es claro además que el tipo de significado que guardan las unidades más pequeñas (oraciones, sintagmas y palabras) es la materia prima de la comunicación, por lo que hablan además del significado nocional, por un lado, y del referencial, por el otro. El primero se refiere a la carga semántica del léxico y la gramática dentro del sistema de la lengua, a ideas como el tiempo, la manera, la cantidad, etc. El significado referencial, por su parte, alude al enunciado en tanto proposición, es decir, a la relación entre las formas lingüísticas y la realidad particular que designan. En estos niveles de significado, continúan Candlin et al. (1975), la lengua solo tiene un sentido literal estrechamente relacionado con la estructura superficial. Hablamos entonces de preguntas y afirmaciones en sentido estricto. Pero la lectura literal es insuficiente en sí misma y debe llevarnos a la interpretación de los niveles de significado superiores.

Aunque el lenguaje escrito es tomado como ejemplo en ambos modelos, para Widdowson (1978) es claro que la interpretación subyace a todos los usos de la lengua. Así, ya no podemos hablar únicamente de las cuatro habilidades tradicionales. El autor aclara que la distinción entre hablar, escuchar, leer y escribir se refiere únicamente a la manifestación física del lenguaje, es decir, al medio a través el cual se transmite un mensaje: aural para la oralidad y visual para el lenguaje escrito. Asimismo, alude a los papeles activo y pasivo que el modelo de comunicación clásico les concede a los participantes. Pero no fue Widdowson ni el primero ni el último en tildar de simplista esta perspectiva (e. g.Moreno [2014]). Para él, esta solo daría cuenta de la lengua como sistema formal, a la habilidad de producir oraciones gramaticalmente correctas (use). Pero, para comunicar, falta además reconocer el valor de un enunciado dentro del discurso como acabamos de revisar (usage). Widdowson (1978) postula entonces el modelo mostrado en la Figura 1.

Figura 1. Modelo de habilidades lingüísticas y comunicativas de Widdowson (1978, p. 66) (traducción propia) 

Aquí, el autor da cuenta de dos criterios más: la manera en que se da la comunicación (como una actividad social/recíproca o psicológica/no recíproca), y el nivel de uso de la lengua que se requiere (como use o usage). Tenemos entonces que para conversar o dar un discurso (hablar/talking), además de articular o producir una cadena de sonidos (speaking), debemos decir cosas apropiadas y coherentes (saying), y escuchar con atención a nuestro interlocutor, además de leer los signos no verbales que acompañan la comunicación (listening); solamente oír (hearing) no basta.

Widdowson (1983) encontró una distinción similar en el modelo de análisis de necesidades comunicativas de Munby (1978), a saber, la que hay entre las habilidades automáticas (skills) y las comunicativas (abilities). Según esta taxonomía, las habilidades de articular y oír sonidos del habla, aunque imprescindibles, usualmente son ejercitadas inconscientemente, puesto que solo sirven de materia prima para ejecutar de otras más directamente relacionadas con la interpretación. Ahora, aunque este análisis pudo haber servido para fines curriculares, en tanto permitió establecer objetivos de aprendizaje individuales claros, no ayuda a entender cómo todas las habilidades operan en conjunto en el uso real de la lengua. Para Widdowson, esta sigue presentando una visión atomista de la lengua, aplicada ahora a las habilidades, lo que había devenido en el descuido de cuestiones metodológicas en las áreas ESP y ELT en general, al concentrar toda discusión en definir qué enseñar y no cómo hacerlo desde el EC. De ahí que las propuestas curriculares semánticas fueran identificadas como las formas más débiles del enfoque (Wesche & Skehan, 2002; Roberts, 2004).

Para superar el problema del aprendizaje visto como la acumulación de conocimiento, Widdowson (1983) propone una nueva ampliación a la teoría de la competencia comunicativa al hablar de capacidad. Según su interpretación de los postulados del sicólogo F. C. Bartlett (1932, citado por Widdowson, 1983), el componente sociolingüístico corresponde a nuestro conocimiento esquemático, es decir, a los modelos cognitivos que nos ayudan a categorizar y ordenar información proveniente de la experiencia en relación con patrones previamente aprendidos. Esto incluye tanto marcos de referencia socioculturales, por un lado, como rutinas retóricas, por otro. Los primeros definirían nuestro conocimiento del mundo según lo que se dice normalmente de un ente o evento bajo ciertas circunstancias (parámetros de organización conceptual), mientras que las segundas nos hablarían de lo que se hace usualmente con esa información al interactuar (parámetros de participación en la vida social). Se entiende entonces que un hablante competente tiene que, además de producir y entender cualquier uso de la lengua en relación con su significado dentro del sistema, saber con qué esquema relacionarlo para poder comunicarse efectivamente (Widdowson, 1983).

Pero visto ya no desde una perspectiva analítica sino discursiva, el uso real de la lengua no se limita a hacer juicios sobre si un enunciado se ajusta a reglas preexistentes (formales o de uso); según el autor, un hablante utiliza este conocimiento sobre todo de manera interpretativa, para darles sentido a expresiones que varían en su nivel de adecuación al sistema lingüístico y a los modelos cognitivos que tengamos. Además de conocer tácitamente estas normas, debemos manipularlas para negociar el significado en cualquier intercambio, y es esto a lo que llama capacidad. Después de todo:

Si la comunicación fuera simplemente un asunto de aplicar el esquema apropiado, la vida sería mucho más fácil de lo que es; y carecería casi totalmente de significado. Hay ocasiones, […], en las que uno puede, por así decirlo, prender el piloto automático y dejarse llevar por los lugares comunes y la rutina. Pero, con frecuencia, la proyección de esquemas requiere de negociación y pronto esto supondrá cierta modificación sobre los esquemas mismos. Sin ellos, no hay un patrón que le dé sentido a lo nuevo; pero, de igual forma, si dominan y modelan toda la información a su imagen y semejanza, no puede tomarse nada nuevo que modifique lo ya dado. En ambos casos, no puede haber ningún aprendizaje y, conforme a esto, no puede haber comunicación alguna. Tenemos que considerar entonces qué procedimientos se requieren para actualizar estas configuraciones abstractas en el proceso discursivo mismo. (Widdowson, 1983, p. 40 [traducción propia])

Widdowson (1983) propone aquí revertir el proceso de idealización propio del análisis lingüístico que antaño fuera el eje central del aula de clase, para darle lugar al uso de la lengua con propósitos claros como principal herramienta pedagógica. El simple hecho de incluir en el contenido programático de un curso tanto elementos formales como funcionales o nocionales no parece ser suficiente si la manera en la que se introducen sigue siendo artificial y fragmentada. Falta además usar la lengua de manera significativa, a través de materiales y situaciones relevantes para la población a la que estén dirigidos, y que la lleven a aplicar y desarrollar el conocimiento y las habilidades previamente adquiridos. Es este el tránsito de lo meramente curricular a lo metodológico que sugiere el autor.

La aplicación directa de todas estas consideraciones sobre el discurso en el área de ELT se vio en la aparición de programas para el desarrollo de habilidades de estudio en inglés como rama del ESP. Así lo hicieron Selinker et al. (1978) y Candlin et al. (1975) al usar sus modelos de análisis discursivo como herramientas metodológicas para preparar a aprendices intermedios y avanzados de inglés para participar exitosamente en eventos comunicativos propios de la vida universitaria, como la lectura y redacción de textos especializados, la asistencia a cátedras y las discusiones académicas con colegas.

Iniciativas como estas dieron paso a una preocupación más grande sobre metodologías de enseñanza de lenguas y sobre el papel del aprendiz como protagonista de la clase y de su propio proceso de aprendizaje (Howatt & Widdowson, 2004). Así, desde la década de los 80, ya no fue suficiente que los estudiantes de lenguas estuvieran sentados «absorbiendo» lo que sus maestros decidían presentarles. Cada vez se les pedía hacer más cosas con la intención de darles la oportunidad de identificar por sí mismos rasgos importantes del texto y de la lengua que se usaban en clase, y de cooperar con otros en la resolución de estos y otros problemas para estimular el uso genuino y comunicativo de la lengua. En últimas, este creciente interés les dio un papel central a las tareas (tasks) en los nuevos materiales de enseñanza, las cuales se convertirían a su vez en la principal herramienta pedagógica de la metodología TBL (aprendizaje basado en tareas o Task-based Learning) (Howatt & Widdowson, 2004).

El TBL surgió bajo el nombre del Proyecto Bangalore, que se implementó en varias escuelas de la India en la década de los 80 (Howatt & Widdowson, 2004). Para superar el fracaso que habían tenido otras metodologías y el obstáculo que suponía la falta de necesidades comunicativas inmediatas que motivaran y sirvieran de excusa para que niños y jóvenes aprendieran inglés en el colegio, el grupo a cargo del proyecto diseñó una serie de tareas de razonamiento lógico que debían ser resueltas en L2. Las actividades debían ser familiares para los chicos gracias a su experiencia de aprendizaje dentro y fuera del colegio. Algunas se organizaron por nivel de dificultad en secuencias que compartían el contexto en el que se ubicara el problema y el área léxico-semántica que requería su solución, con el objetivo de reducir la brecha entre lo que los chicos podían hacer ya con la lengua y los vacíos que aún tenían. Así, solo tendrían que volver su atención sobre las formas lingüísticas en momentos en los que fuera crítico para comunicarse y resolver la tarea en cuestión. Pero para entender esta propuesta, debemos devolvernos al principio de nuestra historia, para repasar los aportes que se dieron desde otras áreas como parte del desarrollo de la ECL.

4. ECL en Norteamérica

Entre las décadas de los 60 y los 70, cuando la lingüística sistémico-funcional y los currículos semánticos tomaban fuerza en Europa, en la otra orilla del Atlántico la batalla académica se libraba desde la psicolingüística (Yalden, 1983). El generativismo en cabeza de Chomsky y el paradigma cognitivo que de ella se desprendiera pusieron en tela de juicio las teorías conductistas del aprendizaje, las cuales habían brindado soporte teórico al método audiolingual en su pretensión de enseñar una L2 como un conjunto de hábitos lingüísticos por medio de la repetición constante de patrones gramaticales (Yalden, 1983; Savignon, 1991; Howatt & Widdowson, 2004). Al postular su diada competencia/performance, Chomsky (1965, citado por Howatt & Widdowson, 2004; Cabré & Lorente, 2003) había determinado como problema central de la lingüística el explicar la manera como un niño, independientemente de su origen, es capaz de adquirir su L1 en un lapso reducido de tiempo, tan solo por el hecho de estar expuesto a ella. Este fenómeno no podía explicarse por medio de funciones o propósitos comunicativos, sino como resultado de una predisposición innata de la especie a través de un mecanismo de adquisición del lenguaje (LAD, por sus siglas en inglés). Esta nueva preocupación fue adoptada por la lingüística aplicada al abordar las implicaciones del LAD en la enseñanza de lenguas (Howatt & Widdowson, 2004). Esto se tradujo en una nueva línea de investigación sobre la adquisición de una L2 (SLA, por sus siglas en inglés), que encontraría una importante fuente de datos en los programas de educación bilingüe en los Estados Unidos para inmigrantes de habla no inglesa y los de inmersión en francés dirigidos a la población angloparlante de Canadá (Wesche & Skehan, 2002).

Para Howatt y Widdowson (2004) dos ideas surgidas de la psicología y la SLA tuvieron un papel central en el desarrollo de la ECL: la del aprendizaje como formulación y ensayo de hipótesis para resolver problemas y la de los errores, no como obstáculos, sino como muestras de aprendizaje (Miller et al., 1960, citados por Howatt & Widdowson, 2004). Al ser llevadas a la enseñanza de lenguas, estas ideas derivaron a su vez en el supuesto de que era suficiente exponer al aprendiz a material lo suficientemente interesante para que se diera la adquisición de una L2 como la construcción inconsciente de hipótesis sobre ella y su confirmación o corrección a través de la interacción, simulando el proceso de aprendizaje de una L1. Así, los errores sistemáticos empezaron a ser vistos como vestigios de hipótesis fallidas que desaparecerían al final como parte del proceso natural de aprendizaje (Corder, 1967, citado por Howatt & Widdowson, 2004). Esto concordaba con la evidencia sobre la existencia de un syllabus innato o un orden natural de aprendizaje de ciertas estructuras gramaticales independiente de la organización de los currículos de lenguas (Mager, 1961, citado por Howatt & Widdowson, 2004).

Quien mejor representó esta posición en el área de ELT fue Krashen (1985, citado por Wesche & Skehan, 2002), al sostener que la internalización de una L2 se puede dar naturalmente siguiendo el currículo interno al presentar material que tenga elementos nuevos sin dejar de ser comprensible para los aprendices gracias a las habilidades y conocimiento lingüístico que ya manejan. Este conocimiento previo no se limitaría al bagaje en L2, sino que incluiría la experiencia de adquisición y uso de la L1 y de sistemas de comunicación no verbales, como ya Widdowson (1978) había recalcado.

Prabhu, del Proyecto Bangalore, y otros académicos resaltaron además la importancia de la producción como la manera en que un aprendiz puede de hecho probar sus hipótesis sobre el funcionamiento de una L2 y avanzar en su proceso de adquisición, visto como reorganización cognitiva (Howatt & Widdowson, 2004; Sánchez, 2004). Estudios sobre la interacción en L2 entre pares demostraron luego que la modificación sobre el habla individual que se da en aras de alcanzar un mutuo entendimiento eleva la consciencia lingüística en aprendices de lengua (Kumaravadivelu, 1994). Finalmente, desde la psicología y la SLA se reivindicaron la dimensión emocional del aprendiz (Yalden, 1983) y el aprendizaje colaborativo (Yalden, 1983; Dueñas, 2004) como factores clave.

A la luz de estas nuevas ideas, el papel del docente también cambió (Howatt & Widdowson, 2004). Ya no debía seleccionar y organizar los elementos lingüísticos que el aprendiz debería manejar antes de aventurarse a usar su L2; su trabajo era en cambio proveer material adecuado, diseñar actividades para el uso real de la lengua y mediar durante la interacción, es decir, brindar las condiciones necesarias para que los aprendices entraran en contacto con la lengua y la internalizaran.

Pero todos estos cambios en la enseñanza de lenguas estaban enmarcados en un movimiento mucho más amplio en la educación y la pedagogía enraizado a su vez en las ideas constructivistas de Piaget, Rousseau, Pestalozzi (Howatt & Widdowson, 2004) y Vigotsky (Sánchez, 2004). Y aunque, según Reagan (1999), el impacto que ha tenido el constructivismo en la ECL como la conocemos ahora no ha sido suficiente o explícitamente discutido, y pese a que la aparente rivalidad entre las dos escuelas más importantes del movimiento (la cognitiva basada en Piaget, y la social de Vigotsky) no se haya aún resuelto, nada de esto fue impedimento para que surgieran características comunes a diversas aplicaciones del constructivismo para todas las áreas de conocimiento. En general, las formas de enseñanza constructivistas, más centradas en el aprendiz que en el maestro, son descritas por Reagan (1999) como un descubrimiento guiado que involucra activamente al primero en la solución de problemas reales que requieren la manipulación de información y material concreto y la constante interacción.

En la enseñanza de lenguas, estas ideas cobraron vida de varias formas (Wesche & Skehan, 2002). En primer lugar, las actividades comunicativas (simulaciones, juegos de rol, entrevistas, etc.) se instauraron como elemento indispensable de cualquier clase de lenguas en complemento a los currículos estructurales que sobreviven hasta hoy. Ya en 1972, Savignon (1972, citado por Savignon, 1991) había estudiado el efecto de este cocktail, encontrando una diferencia a favor del uso complementario de ejercicios comunicativos al incidir positivamente en la fluidez, claridad y participación de los estudiantes. Así, desde la década de los 80, los materiales de texto y docentes de lengua han incluido en mayor medida estas actividades, aunque conservando el enfoque analítico estructural como eje de organización (Wesche & Skehan, 2002; Kumaravadivelu, 2006), como lo puso en evidencia VanPatten (1998) al referirse a las publicaciones autodenominadas comunicativas más modernas para su época. De hecho, más recientemente, Li y Baldauf (2011) identificaron estos sílabos estructurales subyacentes a materiales de enseñanza comunicativos como uno de los obstáculos más importantes en la implementación del ECL en China y la plena entrada de actividades y pedagogías comunicativas al aula, junto con los límites de tiempo, del sistema de evaluación estatal y de la formación, disponibilidad y disposición docente (Li & Baldauf, 2011). Todo esto no dista mucho de la realidad de muchos maestros de lengua alrededor del mundo, como recalca Kumaravadivelu (2006, 2012) al citar otras aplicaciones fallidas de la ECL a nivel mundial y al hablar de los libros de texto como la forma en que los métodos de enseñanza se propagan y preservan, sobre todo al ser impuestos por entes gubernamentales o institucionales. Por esa razón, el uso complementario de actividades comunicativas en clases que aún siguen un currículo estructural es para Wesche y Skehan (2002) la forma metodológica más débil de la ECL a nivel global.

Pero tras el cambio de siglo, han tomado fuerza, especialmente en Norteamérica, las modalidades más experienciales del enfoque: el TBL, la inmersión y el aprendizaje basado en contenidos (o CBL, por sus siglas en inglés) (Wesche & Skehan, 2002; Dueñas, 2004). La vasta evidencia científica que ha surgido especialmente a favor de las dos últimas fue incluso interpretada por algunos como prueba de que la enseñanza formal de lenguas era obsoleta. Pero el hecho es que, a pesar de desarrollar altos niveles de fluidez, las personas que aprenden lenguas bajo estos modelos parecen no avanzar en términos de gramaticalidad después de cierto punto, sino que persisten en usar formas alejadas de la norma, o propios de la interlengua del aula que, pese a no impedir la comunicación, no los hacen usuarios del todo competentes (Wesche & Skehan, 2002; Sánchez, 2004). Es así como, más recientemente, se ha reintroducido el componente gramatical en estos programas en forma ya no de explicaciones descontextualizadas, sino de análisis lingüístico sobre material usado en clase y como parte del desarrollo de tareas comunicativas. Además, se ha hecho notable la utilidad de dar retroalimentación personalizada como parte de ejercicios de producción oral, con el fin mejorar el rendimiento de los aprendices en estos al repetirlos, en oposición a la conversación libre e improvisada que muchos aún hoy defienden (Wesche & Skehan, 2002). Después de todo, como Ellis (1993, 2006) expone, no son pocas las bondades de la instrucción gramatical y del conocimiento lingüístico explícito que de ella se deriva. Según el autor, estas pueden facilitar (1) el proceso de monitoreo o autocorrección en el output, (2) el reconocimiento de rasgos gramaticales y su función en el input, y (3) la reacomodación de la representación gramatical que tenga el estudiante.

Para Wesche y Skehan (2002), eso nos deja, en el cambio de siglo, con una tensión aún sin resolver entre las formas analíticas/curriculares y experienciales/metodológicas de la ECL. Si bien, por un lado, las segundas han cobrado gran popularidad, por otro, para varios académicos es inútil seguir buscando o defendiendo una única propuesta para alcanzar altos niveles tanto de fluidez como de gramaticalidad. Después de todo, los problemas particulares de la implementación de las formas modernas del ECL no son pocos. Para el TBL, aún no es claro qué constituye una tarea en oposición a un ejercicio de clase, pues el decir que la primera se concentra en la negociación de significado y la segunda en las formas lingüísticas es muy vago (Howatt & Widdowson, 2004), aunque Kumaravadivelu (2006) presenta varios intentos por refinar esa definición. En segundo lugar, el exigir que las tareas recreen los usos auténticos de la lengua fuera del aula no le hace justicia a la inventiva del maestro y a la posibilidad de proponer ejercicios que, a pesar de ser artificiales, pueden resultar motivantes y efectivos, tales como los juegos verbales (siguiendo los principios de la gamificación) o los materiales virtuales para el aprendizaje autónomo (Howatt & Widdowson, 2004). Tampoco se sabe a ciencia cierta cuál es la manera ideal de introducir el análisis lingüístico en el TBL (Wesche & Skehan, 2002; Kumaravadivelu, 2006), si justo cuando surge un problema comunicativo como parte de la interacción o en un momento especial de la clase, llamado por algunos el post-task (Wesche & Skehan, 2002). La primera opción parece difícil de implementar, pues no solo requiere una gran flexibilidad por parte del maestro, sino que puede interferir con el desarrollo de la tarea. La segunda opción es tan solo la técnica tradicional de presentación explícita de una regla gramatical.

Por su parte, el CBL y los programas de inmersión tienen como argumentos en contra los grandes esfuerzos que implica su implementación, pues requieren del compromiso de comunidades enteras, un diseño curricular especial para cada población y un cuerpo docente altamente especializado (Wesche & Skehan, 2002; Dueñas, 2004). La inmersión enfrenta además grandes problemas éticos y sociopolíticos. El uso de una L2 como medio de instrucción escolar en programas dirigidos a minorías lingüísticas, por ejemplo, plantea cuestionamientos sobre el imperialismo lingüístico, el papel de la L1 en el desarrollo cognitivo y la relación del nivel de proficiencia en L2 con los logros académicos de los niños (Valdés, 1997).

Es así como lo que muchos sugieren es replantear el papel mismo de los métodos en la enseñanza de lenguas, y la relación entre la teoría en que se basan y la forma como la aplicamos (Kumaravadivelu, 1994; Paulston, 1992; Howatt & Widdowson, 2004). Aunque la ECL sigue siendo tal vez el avance más importante en el último siglo, no supone una solución definitiva (Wesche & Skehan, 2002). Después de todo, según Roberts (2004), las ideas que hemos discutido pueden no servir de base a un único método, entendido como un conjunto cerrado de técnicas de enseñanza, debido a la falta de una teoría del aprendizaje general y específica para la lengua (L1 o L2) probada empíricamente o, en palabras de Howatt y Widdowson (2004), a que todas las metodologías que se han popularizado a lo largo de la historia se basan en supuestos en cierto grado hipotéticos, abstracciones cuya relevancia en circunstancias locales nunca puede darse por sentada. A pesar de estos y otros cuestionamientos sobre la pertinencia del concepto de método, tal y como los resume Kumaravadivelu (1994, 2006), los docentes están en la posición de explorar las posibilidades que puede ofrecer el EC con sus múltiples influjos teóricos (Widdowson, 1978).

Este último estadio, la llamada condición posmétodo de Kumaravadivelu (1994), pone en el centro del debate el papel del maestro como el único capaz de proponer soluciones reales a los contextos que solo él conoce. Hablamos aquí del reconocimiento de las condiciones y actores particulares de los procesos educativos no como obstáculos para la aplicación de teorías sobre el uso y el aprendizaje de lenguas, sino como factores centrales en la toma de decisiones pedagógicas, del empoderamiento del maestro como productor de sus propios marcos conceptuales y prácticas metodológicas (Kumaravadivelu, 1994, 2006; Howatt & Widdowson, 2004). Pero esta alternativa a los métodos de antaño no puede llevar al eclecticismo asistemático y poco crítico, sino al pragmatismo informado, en palabras de Kumaravadivelu (1994), basado en los últimos avances empíricos y teóricos, en nuestra propia experiencia de enseñanza y aprendizaje, y en un juicioso análisis del contexto educativo en el que nos desenvolvemos. Así, se confirma que el éxito de la enseñanza de lenguas depende enormemente de la formación e iniciativa docentes; de su capacidad para actuar autónomamente dentro de los límites curriculares o institucionales; de reflexionar críticamente sobre su propio desempeño en el aula y los principios sobre los que trabaja, y de evaluar el impacto que tienen en últimas sus prácticas pedagógicas (Kumaravadivelu, 1994).

5. ECL en contexto

Una muestra de que esto es posible desde el EC es la metodología diseñada por Ordóñez (2015a, 2015b, 2018) para el nivel de educación universitaria en Colombia. En el segundo semestre de 2012, la investigadora desarrolló un curso de inglés dirigido a estudiantes nuevos de una licenciatura en idiomas, impartido por sus colegas de últimos semestres, en aras de aportar tanto a su aprendizaje de lengua como a su formación docente a través de una experiencia pedagógica innovadora. Para ello, se basó en principios constructivistas, el concepto de desempeño auténtico comunicativo y el modelo de análisis discursivo de Candlin et al. (1975).

El curso se organizó en ocho estaciones comunicativas dirigidas por un tutor distinto cada una y por las cuales subgrupos de 6-8 estudiantes deberían rotar cada 30 minutos. En las estaciones se trabajaba material o actividades auténticos en tanto enfrentaban a los estudiantes con retos reales, como los que vive un usuario de la lengua a diario, con la ayuda del tutor encargado por medio de preguntas e instrucciones que guiaban el trabajo del aprendiz, y de explicaciones cortas y espontáneas en L1 o L2 a propósito de los problemas de comunicación que surgían en la marcha. La autenticidad, según Ordóñez (2015a), radicaría no solo en exponer a los aprendices a contenidos producidos por y para hablantes nativos, sino en el conducirlos a desenvolverse como usuarios reales de la lengua, desentrañando el sentido que guardan o produciendo un discurso coherente y cohesivo.

El reto más obvio de la implementación de este curso, la selección de material y de las actividades comunicativas, se hacía recurriendo a la Internet como fuente primaria y estudiando los cuatro niveles de significado de Candlin et al. (1975). Esta tarea servía además en la toma de decisiones pedagógicas sobre cómo abordar el material o la actividad, sobre qué preguntas o instrucciones dar, y en la predicción de los problemas de comprensión y producción que podrían tener los estudiantes y cómo ayudarles a solucionarlos.

Los resultados de esa primera experiencia fueron evaluados cualitativamente a través de entrevistas y reflexiones escritas por los tutores en formación. Ordóñez (2015b) encontró que los futuros docentes habían percibido grandes avances en (1) su propio nivel de lengua, (2) su comprensión sobre cómo funciona esta en tanto herramienta de comunicación, y (3) su concepción sobre la enseñanza y el aprendizaje. Tras implementar su metodología en dos periodos académicos más, la investigadora (Ordóñez, 2015a) reportó en un estudio mixto el impacto que había tenido sobre los estudiantes mismos a través de pre y postests, además de una encuesta, entrevistas individuales y grupos focales. El análisis de estos datos arrojó resultados positivos en cuanto a la diferencia cuantitativa entre los grupos de entrada y salida, así como al aumento de su autonomía, motivación y compromiso respecto a su propio proceso de aprendizaje.

Ante este panorama tan positivo, Ordóñez (2018) no duda en decir que son la reflexión, discusión y cambio constantes los que han permitido el surgimiento de nuevas versiones de esta metodología en cursos de lectoescritura en L1, de español para extranjeros, de inglés para niños en edad escolar y uno ESP dirigido a estudiantes de ingeniería. Están aún por resolver cuestiones como el manejo de los desempeños auténticos comunicativos con principiantes reales, la poca sistematización del trabajo gramatical, y el desarrollo de las habilidades orales en un curso que le dedica tanto esfuerzo a la comprensión oral. Es claro entonces que esta propuesta se encuentra aún en construcción y que solo un estudio juicioso de la teoría y del contexto educativo en el que nos desenvolvemos puede realmente darles continuidad a este modelo y a cuantos puedan surgir desde el EC en la enseñanza de lenguas.

6. Conclusiones

Esta revisión bibliográfica e histórica tenía como objetivo reevaluar las creencias populares sobre lo que constituye enseñar una lengua comunicativamente a la luz de los postulados teóricos de disciplinas varias que han nutrido la enseñanza de lenguas por ya más de 50 años. Sabemos, gracias a los estudiosos del lenguaje del siglo pasado, que no es cierto que lo comunicativo se oponga a lo gramatical, sino que ambos confluyen a la hora de usar y aprender una lengua; que la producción oral no es la única forma de comunicar y que, incluso, el modelo de las cuatro habilidades, pese a su practicidad en términos curriculares y evaluativos, peca por ser simplista. Por eso, un curso de lengua debe cubrir y desarrollar todas las habilidades requeridas para interpretar y producir cualquier forma discursiva, no aisladamente, sino como engranajes de un mismo sistema. Desde la psicología y la pedagogía, además, podemos afirmar que para aprender/enseñar a comunicarnos no es necesario esperar al final del currículo de una L2; que la comunicación no puede ser solo un complemento al contenido formal o un fin por años pospuesto, sino el medio mismo de adquirir/aprender un nuevo sistema lingüístico. Superados los límites que nos imponían, por un lado, las concepciones tradicionales sobre la lengua y su enseñanza/aprendizaje y, por otro, los parámetros que impusieron a su tiempo modas metodológicas y curriculares, hoy la ECL sigue más que viva, pero es nuestra tarea el darle su justo lugar dentro de cada contexto educativo.

En últimas, este artículo no pretende servir simplemente como acercamiento y recapitulación teórica para la formación y desarrollo docente; más bien, busca nutrir el debate y constante desarrollo de la enseñanza de lenguas, no solo como consumidora de la producción académica desde otras áreas, sino como una disciplina independiente en sí misma, cuyos representantes, los docentes de lengua, están en la posibilidad y tienen el deber de plantear sus propias propuestas dentro del aula de manera informada. Queda por explorar cómo se ha dado este desarrollo disciplinar a nivel nacional y regional, más aún para la enseñanza de lenguas distintas al inglés como L1 o L2, la cual puede encontrarse en un estadio distinto. Es además indispensable el estudio crítico de la relevancia de cada forma (curricular o metodológica) de la ECL para cada contexto educativo. De lo contrario, la apropiación conceptual y producción académico-pedagógica en contexto de las que hablamos no serán posibles.

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*Revisión bibliográfica elaborada como proyecto de grado del programa de Lingüística durante el periodo 2018-1. Mis agradecimientos a la Dr. Claudia Lucía Ordóñez, quien lo dirigió y ha sido mi mentora a lo largo de todos estos años.

Cómo citar este artículo: Alfonso Quitian, T. C. (2022). Y al fin, ¿en dónde nos deja el enfoque comunicativo? Forma y Función, 35(1). https://doi.org/10.15446/fyf.v35n1.86017

8. Abreviaturas

EC

Enfoque Comunicativo

ECL

Enseñanza Comunicativa de Lenguas

L1

First Language

L2

Second Language

ELT

English Language Teaching

TBL

Task-based Learning

LAD

Language Adquisition Device

SLA

Second Language Adquisition

CBL

Content-based Learning

Recibido: 02 de Abril de 2020; Aprobado: 15 de Julio de 2021

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