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Cuadernos de Administración

Print version ISSN 0120-3592

Cuad. Adm. vol.20 no.33 Bogotá Jan./June 2007

 

Límites del enfoque de las políticas públicas para definir un “problema público”*

 

Egon Elier Montecinos Montecinos**

* El presente documento es un artículo de revisión, resultado de uno de los trabajos de investigación que terminó en marzo de 2005. El artículo se recibió el 01-05-2006 y se aprobó el 13-02-2007.

** Doctor en Investigación en Ciencias Sociales con Especialización en Ciencia Política, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, 2006; magíster en Ciencias Sociales con Mención en Desarrollo Regional, Universidad de los Lagos, Chile, 2003; asistente social, licenciado en Trabajo Social, Universidad de La Frontera, Chile, 1998. Profesor investigador, Centro de Estudios Regionales de la Universidad de los Lagos, Chile. Pertenece al grupo de investigación Gestión para el Desarrollo. Santiago de Chile, Chile. Correo electrónico: emontecinos@ulagos.cl

RESUMEN

En el artículo se revisa la literatura sobre la definición de un problema público. El objetivo es identificar los límites del enfoque de las políticas públicas, en particular la definición del problema público, cuando se enfrenta a realidades como las de América Latina. El principal resultado de esta reflexión teórica es que los límites que presenta el enfoque tradicional de las políticas públicas para definir un problema público se relaciona con su excesivo carácter tecnorracional y endógeno o elitista. Así, se pierde de vista la importancia de la deliberación política y pública que se puede realizar de los llamados problemas “públicos” en un espacio mayor y pluralista. De aquí se deduce que los actores sociopolíticos y representantes políticos, muchas veces, se enfrentan a un poder mayor “tecnopolítico”, que absorbe el real sentido político y ciudadano de la definición de los problemas públicos. La metodología utilizada fue revisión documental de bibliografía especializada.

Palabras clave: política pública, problema público, agenda pública, agenda de gobierno, proceso de política pública.

Limits of the approach of public policy in defining a “public problem”

ABSTRACT

This article reviews literature on the definition of a public problem. The objective is to identify the limits of the approach of public policy, in particular the definition of “public problem” when facing realities such as those of Latin America. The principal results of that theoretical reflection is that the limits encountered by the traditional approach of public policy to a public problem are related to its excessively technical and rational character, and its endogenous or elitist nature. Hence, we lose sight of the importance of political and public deliberation which could be conducted by discussing so-called “public” problems in a wider, pluralist forum. Hence, we deduce that social and political actors and political representatives often come up against a stronger “technical-po-litical” power, which absorbs the real political and civic sense of the definition of public problems. The method used was to review specialized material.

Key words: Public policy, public problem, public agenda, government agenda, public policy process

Introducción

Tradicionalmente, el estudio sobre las eta-pas del proceso de la política pública ha concentrado su atención en una de ellas. En su momento fue la etapa de la decisión, la cual desde el trabajo de Wildavsky “Implementation” (1979), fue desplazada por ésta, hasta llegar a los trabajos de Bardach (1993), Peters (1995) y Aguilar (1993), quienes retomaron la importancia de la definición del problema público. Este ensayo se centra en la etapa de la definición de un problema público y responde a las preguntas qué es y en qué consiste un problema público desde el enfoque teórico de las políticas públicas, haciendo especial alusión al tratamiento teórico que se ha hecho de ello en la ciencia política.

Los propósitos de esta revisión de la literatura son definir y caracterizar el problema público, así como identificar los límites que presenta el enfoque de las políticas públicas, en especial la definición del problema cuando se enfrenta a realidades como las de América Latina. Para responder a este objetivo, el ensayo se estructura en tres apartados.

En el primero se contextualiza el enfoque de las políticas públicas dentro de la discusión más amplia que se da en la disciplina de la ciencia política. En el segundo apartado se examina el concepto de problema público y se aborda la importancia de su adecuada definición. En el último apartado se plantean algunos límites del enfoque de las políticas públicas y de la definición del problema público. Finalmente, se cierra con algunas conclusiones derivadas del objetivo del ensayo.

1. Contextualización del enfoque delas políticas públicas en la ciencia política

El enfoque de las políticas públicas nace tanto como un enfoque que se sustenta en la interacción de diversos campos disciplinarios –por ejemplo, la economía, la administración pública, la ciencia política y la teoría de sistemas (De León, 1988)– como a partir de la crisis de la administración pública y de su incapacidad de enfrentar los problemas públicos y gubernamentales en la segunda mitad del siglo pasado (Arellano, 1996; Nelson, 2001). Ciertamente, es un origen difuso en lo teórico, y desafortunado en lo empírico; no obstante, su difusión y crecimiento académico han permitido que hoy se reconozca en éste un “enfoque” con cierta autonomía investigativa y consistencia teórica, en cuanto a la generación de conocimiento científico.

Aun cuando en su origen se reconoce este híbrido teórico –que para algunos autores como Arellano (1996) puede transformarse en una oportunidad al abrir una postura analítica fructífera–, en este ensayo se reconoce al enfoque de las políticas públicas como un subcampo disciplinar dentro de la ciencia política,1 y desde este panóptico se revisa la literatura. Así es como dentro de la ciencia política, el estudio de las políticas públicas se puede distinguir basado en “cuatro imperativos intelectuales” (Nelson, 2001), que han orientado las principales investigaciones en el campo.

Desde Lasswell (Lasswell y Lerner, 1951) hasta la fecha estos cuatro imperativos han sido: (a) un interés por el modelo completo de los sistemas políticos y sus procesos;

(b) una creencia sobre la importancia delas consecuencias de las acciones gubernamentales; (c) una lucha por conseguir conocimiento útil a la vez que teórica y empíricamente sensato, y (d) una convicción de que la democracia importa. Estos cuatro imperativos o supuestos orientadores, a la vez que se pueden identificar como contradictorios y ambiguos, han sido los principales gestores de conflictos y avances dentro del enfoque de la política pública en la administración pública y en la ciencia política (Nelson, 2001; Arellano, 1996).

Por su parte, el interés por el proceso de la política pública, en especial por la definición del problema público, se puede encontrar en el primer imperativo, relacionado con el interés por el modelo completo de los sistemas políticos y sus procesos. Éste, a su vez, viene expresado por medio de dos cuerpos de investigación: el primero se asocia con las tipologías de los problemas públicos, y el segundo, con las funciones gubernamentales que desempeñan los gobiernos en la práctica política.

Es en este segundo cuerpo de investigación donde se pueden ver reflejados los primeros trabajos orientados a entender el ciclo de las políticas públicas, como un proceso completo y de carácter más dinámico, en el cual se encuentra como uno de sus primeros pasos la definición de un problema público (Ranney, 1968; Sharkansky, 1970, y May y Wildavsky, 1978, citados en Nelson, 2001).

2. El proceso de la política pública y la definición del problema público

Una de las líneas de desarrollo más importantes en la historia de las políticas públicas es la preocupación “original” por conocer el mundo y cambiarlo. En esta escuela se inspiraron Dewey, Merrian, Lasswel, Simon, Lindblom y Wildavsky.

Merrian (1921 y 1925) generó una agenda de investigación que logró situar el comportamiento humano en el plano individual como un elemento importante para el buen funcionamiento de una democracia. Laswell, alumno de Merrian, en su libro The Policy Sciences [Ciencias de las políticas], editado junto a Daniel Lerner (1951), logró plasmar la preocupación de su maestro, ya que, al creer en la importancia democrática de los aspectos discursivos de la vida pública y que las buenas decisiones se cultivaban mejor a través de la discusión y la experiencia, logró llevar a la práctica gran parte de sus ideas, para alcanzar mayor calidad en la forma de gobierno, mejorando la calidad de la información que se le proporcionaba a éste (De León, 1997). De esta forma, y a partir de esa fecha, se ha dedicado una gran importancia y atención al estudio del proceso de las políticas públicas.

El proceso de la política pública ofrece diversas definiciones y acercamientos, por ejemplo, Guy Peters define el proceso como la suma de las actividades de los gobiernos, ya sea por medio de una aceptación directa, o por medio de agentes en la medida en que tengan una influencia sobre la vida de los ciudadanos (Peters 1986, citado en Nelson, 2001).

Otras definiciones más predominantes dentro del enfoque caracterizan al proceso de las políticas como un conjunto de actividades destinadas a la solución de problemas. Por ejemplo, John Dewey (1910 y 1978, citado en Nelson, 2001) dividió la toma de decisiones públicas en cinco pasos, que van desde un cierto sentido de perplejidad o asombro, pasando por la definición del problema, hasta llegar a la experimentación con la opción seleccionada. Por su parte, Lasswell describió el proceso como uno de decisión creativa, compuesto por las fases de recomendación, prescripción, invocación, aplicación y finalización (Lasswell y Lerner, 1971).

Otros autores inspirados en la teoría de sistemas, como Brewer y De León (1983), conforman el proceso de la política pública en sistemas y niveles, y lo articulan en seis etapas: iniciación, estimación, selección, implementación, evaluación y terminación. Por otra parte, Anderson (1990) define el proceso de elaboración de políticas como una pauta secuencial de actividad en la cual un número de categorías puede ser distinguido analíticamente, aunque no necesariamente de manera temporal y secuencial. Esto incluye identificación del problema y ordenación de la agenda, formulación de una política, adopción de una política, implementación de ella y evaluación.

Todas estas definiciones comparten un importante aspecto de carácter epistemológico: recalcan una visión holística del proceso de elaboración de las políticas públicas, una creencia que el todo es mayor que las partes y que los individuos, las instituciones, las interacciones y las ideologías importan, incluso aunque exista un desacuerdo notable entre la importancia o el predominio de cada una de ellas (Nelson, 2001).

Como vimos, en el proceso de la política pública se pueden identificar diversas etapas; no obstante, esta separación analítica no debe confundirse con una separación real, y coincide en que una de las etapas más importantes es determinar el “problema” o una situación problemática, para lo cual se elige y realiza determinado curso de acción (Aguilar, 1993).

¿Cuándo o dónde se comienza a definir un problema público? El enfoque de las políticas públicas recurre al concepto de formación de la agenda pública para ubicar política y analíticamente el surgimiento de los problemas públicos. Desde este análisis se afirma que los problemas públicos no existen por sí mismos y que su objetividad es más supuesta que real, ya que no todos los problemas se pueden convertir en problemas públicos y no todos los problemas públicos alcanzan una definición precisa que se traduzca o que pueda culminar en decisiones públicas acertadas.

Esto último lo refuerza negativamente Bárbara Nelson (1993), al señalar que, a pesar de la importancia que reviste la formación de la agenda pública y la agenda de gobierno en la definición del problema, el enfoque de la política pública ha caído en una patología que se ha dirigido a saber más cómo se resuelven los problemas y no tanto qué problemas llegan a ser objeto de intervención gubernamental, es decir, se observa un cierto predominio de la “receta” por sobre la enfermedad que se quiere resolver.

De ahí que resulte fundamental, a efectos de distinguir cuándo un problema es público, la diferenciación entre la agenda pública y la agenda gubernamental o de gobierno. Cobb y Elder (1972) hacen esta distinción y señalan que la agenda pública o sistémica “está integrada por todas las cuestiones que los miembros de una comunidad política perciben comúnmente como merecedoras de la atención pública y como asuntos que caen dentro de la jurisdicción legítima de la autoridad gubernamental existente”. Por su parte, Luis F. Aguilar define la agenda gubernamental o institucional como “el con-junto de asuntos explícitamente aceptados para consideración seria y activa por parte de los encargados de tomar las decisiones” (1993, s. p.).

La agenda pública, a diferencia de la agenda gubernamental, se inclina a ser más general y abstracta; los asuntos presentan una formulación genérica y aún se encuentran en su fase de formación de una problemática que afecta a un grupo considerable de personas. Por su parte, la agenda gubernamental tiende a ser más acotada, específica y concreta. No obstante, aquí interesa destacar que una vez el gobierno decide intervenir en un asunto o problema, debe traducirlo en un problema tratable, previendo una solución factible.

La inclusión de un problema en la agenda gubernamental es una condición necesaria, pero no suficiente, para que el problema dé lugar a una política pública que intente darle solución. Otra condición es que –como ya se mencionó–, a la luz de la crítica de Bárbara Nelson, exista una definición precisa del problema público, sin esto, no se puede hablar estrictamente de política pública. Esto exige pasar de una situación problemática a la definición del problema.

Entonces, ¿cuándo se define un problema como público? Primero, se pasa a la definición de un problema público una vez que éste se ha instalado en la agenda de gobierno y ha sido calificado de “público”, sin perjuicio de que ya en la propia definición de la agenda pública el problema se haya comenzado a configurar y definir como tratable para un gobierno. De esta manera, se entiende por definición de problema público al:

… proceso mediante el cual una cuestión, oportunidad o tendencia, ya aprobada y colocada en la agenda de la política pública, es estudiada, explorada, organizada y posiblemente cuantificada por los interesados, quienes no raramente actúan en el marco de una definición de autoridad, aceptable provisionalmente en términos de sus probables causas, componentes y consecuencias. (Aguilar, 1993, s. p.)

¿Cuáles son los principales inconvenientes para definir un problema público? Los problemas públicos, por su naturaleza, no son sencillos de resolver, ya sea por la escasez de recursos que implica para el gobierno, por la multicausalidad que el problema conlleva o por lo polémico que puede resultar para la opinión pública. Por eso la definición del problema presenta un doble desafío. Por un lado, construir y estructurar una definición aceptable, que supere los escollos de la polémica y pueda alcanzar un consenso; para esto debe ser capaz de convocar a múltiples actores y tener un carácter exógeno (Cabrero, 2000) y, a sugerencia de Peters (1995), participativo.2 Por otro lado, debería conducir a una definición operativa que tenga como consecuencia una intervención pública viable con los instrumentos y recursos a disposición del gobierno (Aguilar, 1993).

No obstante, si un problema se encuentra mal definido, mal planteado y mal estructurado, las soluciones que se adopten o los caminos por los cuales se opte van a impulsar medidas correctivas que resultarán peor que la enfermedad; serán “soluciones en busca de problemas” (Kissinger, 1979, citado en Nelson, 2001). Por ello los problemas públicos deben ser definidos, planteados y estructurados de manera que sean social y gubernamentalmente abordables, de acuerdo con los recursos intelectuales, legales, fiscales, políticos y administrativos disponibles (Aguilar, 1993).

En el contexto de encontrar mejores soluciones políticas para los problemas públicos, a través del análisis técnico, Herbert Simon (citado en Aguilar, 1993) descubrió que cuando los individuos toman decisiones, desarrollan métodos de búsqueda limitada de información; por lo tanto, las decisiones que toman están basadas en una racionalidad limitada. En concreto, le preocupaba superar los límites de la capacidad humana para decidir adecuadamente la intervención pública en un problema determinado. Esta cuestión señala que la manera técnica como se ha definido el problema, la información con la que se contó para ello, el tipo y número de preguntas que implicó, lo constituyen en soluble o irresoluble o, podríamos agregar, en generador de buenas soluciones o de nuevos problemas.

Simon (citado en Aguilar, 1993) fue uno de los primeros en destacar la importancia que tiene para la política pública la estructura técnica de los problemas, y distinguió entre problemas bien y mal estructurados. Los bien estructurados se distinguen por tener características precisas, bien formuladas y que cuentan con criterios precisos y un proceso mecánico para comprobar la solución, es decir, un problema bien estructurado tie-ne la característica de contar con un solucionador general del problema.

Definir una situación como problema de política pública también supone la formulación de su hipotética solución. Un problema puede no dejar de ser más que una situación lamentable si a su definición no se le aporta una solución factible de acuerdo con los recursos disponibles, los valores sociales predominantes y las posibilidades técnicas.

Al respecto, Eugene Bardarch (1993) señala algunos problemas que se presentan en la definición de los problemas públicos, entre los que menciona la suboptimización, es decir, fijarse en el problema “menor” y perder de vista el problema “mayor”, comúnmente porque un problema está relacionado con otros problemas más amplios y quizás más importantes. No obstante, la recomendación es que “es de gran ayuda tener un conocimiento teórico del tema y un buen monto de experiencia, aunque no demasiada” (Bardach, 1993, s. p.).

Otro problema recurrente es evitar que el analista se crea dueño de los problemas con los que trata. Aquí el camino es evaluar el ámbito, el carácter y la intensidad de los sentimientos ciudadanos acerca de situaciones consideradas problemáticas. Una terce-ra dificultad es lo que Bardach llama desempacar, una buena definición del problema del “paquete” de cuestiones retóricamente definidas, y evaluar críticamente los componentes factuales o causales que conllevan ciertas definiciones del problema.

Bardach recomienda que “la definición del problema debe ser tan sobria e imparcial como sea posible” (1993, s. p.), es decir, depurar o limpiar lo más que se puedan las explicaciones o prescripciones que estén de sobra en la definición del problema. Esta situación cobra relevancia a partir de lo expuesto por Majone (1997 y 2001), pues implica que en algún momento posterior habrá que dar razones y argumentos de por qué se definió de cierta manera un problema y por qué se optó por un curso de acción específico para su solución.

Por correcta que sea la definición, ésta no puede quedar en las mentes de los analistas o en algún cajón de la oficina, hay que tratar de persuadir y convencer a los actores que tienen distintas visiones del problema de que el curso elegido fue el mejor o el más viable en función de los recursos disponibles. En definitiva, y desde una perspectiva racionalconservadora, existe la necesidad de deslegitimar ciertas definiciones que, aunque basadas en sentimientos ciudadanos genuinos, van en contra de concepciones más razonadas del interés público.

De esta forma, el desafío del enfoque de la política pública con relación a la definición y formulación de los problemas públicos se puede sintetizar de la siguiente forma: el análisis debe encontrar un problema sobre el que se pueda y se deba hacer algo (es decir, sobre un problema racional), de tal manera que pueda ser resuelto, de acuerdo con los recursos y capacidades disponibles en un momento determinado.

Definir un problema público es encontrar o crear el balance operativo entre los hechos indeseados que se van a remover, los objetivos y los medios que posibilitan hacerlo, es decir, los recursos disponibles para su operación (Aguilar, 1993). Crear problemas significa propiamente crear soluciones, concebibles que propicien que los ciudadanos aprendan qué deberían querer, de conformidad con lo que cuentan para poder realizarlo (Aguilar, 2000).

3. Limitaciones del enfoque delproceso de la política pública y su implicancia en la definición de un problema público

Luis Aguilar (1992) señala que las ciencias de las políticas tienen un compromiso valorativo fundamental con la idea liberal de la política y de la democracia. Incluso, la intención original de Harold Lasswell fue la de consolidar una disciplina al servicio del gobierno y de la democracia de su país; eso sí, una democracia con ciertas características y situada territorialmente.

Desde esta perspectiva, parece ser que el enfoque de las políticas públicas tiene su inspiración en una forma particular de sociedad, y de ésta en relación con el Estado, con democracias consolidadas y que gozan de relativa estabilidad. A partir de estas ideas el enfoque de las políticas públicas se encuentra en el medio de las contradicciones sociales y de los diversos grupos de interés e incluso en el medio de la diferentes preferencias individuales de los ciudadanos (Cabrero, 2000).

Por otro lado, se señala que el modelo ha entregado respuestas sólidas cuando se enfrenta a problemas “simples” –por ejemplo, movimientos financieros y materiales–, pero presenta dificultades considerables para en-tender la naturaleza del proceso social que lo sustenta (Arellano, 1996). Arellano agrega que el tecnoenfoque de la política pública funcionaba bien (haciendo alusión a la sociedad estadounidense) cuando ésta era considerada homogénea y cuando los valores sociales eran bastante semejantes entre la población. Sin embargo, en un contexto de polarización social, de dominación elitista, de fuertes cacicazgos, de inestabilidad (política, social y democrática), como es América Latina, la posibilidad de un acercamiento técnico racional se hace más problemático.

Al respecto, Pedro Medellín Torres (1997) reconoce este tipo de realidad y la carencia del enfoque, y plantea una alternativa para la elaboración de las políticas públicas para América Latina, basada en el régimen político de nuestros países, a los cuales define como de baja autonomía gubernativa, con mucha inestabilidad e incertidumbre. Entonces, a partir de esta realidad política y social propone formular lo que él llama una estructuración de las políticas públicas.

De acuerdo con Wildavsky (citado en Are-llano, 1996), al enfrentarnos a una sociedad homogénea en términos de valores sociales, se facilita el hecho de pensar el abordaje de los problemas de la política pública desde el paso inicial crítico de la “definición del problema”; pero ¿qué sucede cuando las sociedades son tan heterogéneas como las de América Latina? Desde esta perspectiva, el mismo autor propone avanzar hacia el concepto de creación de problemas, donde lo que se hace es redefinir el problema, lo cual implica que la racionalidad es creada artificialmente y deberíamos ser conscientes de que la solución racional es sólo parcial.

Entonces, de acuerdo con esta crítica a los supuestos, al contexto original y a la excesiva racionalidad del enfoque de las políticas públicas, ¿qué pasa con la definición del problema público en sociedades centrífugas, como las nuestras, en contraposición a las sociedades centrípetas que inspiraron el enfoque?

Para abordar la pregunta pensemos en un contexto donde la definición del problema de la agenda se construye de manera exógena, es decir, existe un sistema democrático consolidado, abierto, permeable a la opinión pública, a las demandas ciudadanas y a la inclusión de actores en el proceso de la elaboración de las políticas públicas. En este escenario, la definición del problema y de la agenda se dan en un amplio contexto de agentes participantes, donde habría ganadores y perdedores, pero aun así, en el proceso de negociación, la solución final alcanzará un Pareto óptimo, donde al me-nos algunos mejorarán sin que empeore ninguno (Cabrero, 2000). Agrega el mismo autor que de aquí deviene el surgimiento de las coaliciones promotoras, que surgen a menudo con base en la argumentación y la persuasión –cuestiones descritas y abordadas por Majone (1997)3.

En este contexto, muy probablemente, buena parte de la agenda de gobierno y los problemas públicos serán de carácter exógeno, es decir, producto del diálogo de agentes externos al aparato gubernamental, y la agenda de gobierno será derivada de una real agenda pública. Como contrapartida, podemos deducir que en sociedades como las nuestras, en transición democrática o simplemente en sociedades que no se asemejan al menos a la estabilidad democrática de la realidad europea desarrollada o de Norteamérica, la situación de la definición del problema y la definición de la agenda pública se aprecia diametralmente opuesta.

En nuestras sociedades, la definición de problemas y de agenda se hace bajo un contexto de impermeabilidad, ya sea por insensibilidad gubernamental o porque las reglas del juego institucional no lo permiten, lo cual trae como consecuencia que el proceso se haga desde una lógica endógena. En consecuencia, los problemas públicos son percibidos por los especialistas gubernamentales de cada área política, y es en estos ámbitos donde se produce el diálogo y el ajuste mutuo del que se hablaba, y no en el proceso de la deliberación de los problemas públicos.

Como consecuencia, los problemas públicos son definidos en el interior de la estructura gubernamental y no junto a los demás actores sociales y políticos que configuran el espacio público. En este contexto, la agenda gubernamental da vida a la agenda pública y no a la inversa, para luego convertirse abiertamente en agenda de gobierno (Cabrero, 2000).

4. Algunas ideas finales

Cuando América Latina se ve enfrentada, con ritmos acelerados, a una revalorización del espacio público como punto de encuentro entre los actores que componen la sociedad, y como consecuencia se revaloriza la importancia de “lo ciudadano” y lo “político”, como un punto esencial que deben abordar las “nuevas políticas públicas eficientes y democráticas”, queda la sensación de que el culto a las tres E (eficiencia, eficacia y economía) sigue primando entre los actores tecnorracionales que toman las decisiones públicas.

Sin duda, esto implica asumir un doble riesgo. Por un lado, instrumentalizar el espacio público como un punto de partida para las tres E, el cual le entrega orientaciones a los técnicos constructores de oferta pública –hacia donde se mueve la agenda pública–; pero no se transforma en un espacio sustantivo de doble entrada, donde la agenda y la definición de un problema también se conviertan en un espacio donde se delibera y controla que los problemas públicos se transformen en soluciones públicas eficientes y legitimadas en ese espacio.

Este ausente camino contribuye escasamente a legitimar el otrora espacio público, deteriorado y “tomado” por diferentes grupos o caciques empoderados. Por el contrario, en la actualidad pareciera ser que quien se toma ese espacio público es el iluminismo técnico ejercido por tecnócratas que se niegan a incorporar otro tipo de racionalidades que no sean la económica e instrumental.

El segundo riesgo, muy relacionado con lo anterior, es que la eficiencia técnica se trans-forme en el principal filtro para definir un problema público, es decir, debido a la es-casa presencia de actores en su definición, representa el principal obstáculo para darle cabida a la legitimidad ciudadana que pueda tener un problema público.

Como consecuencia, se observa un espacio público paradójico, con más actores pero con un claro predominio de la tecnocracia pública, que no acepta otro tipo de racionalidad diferente a la económica, es decir, la esencia del espacio público, la deliberación, el diálogo y el consenso de actores se encuentra ausente, producto de la hegemonía de la filosofía de las tres E.

De entrada, esta crítica al ensalzamiento de lo técnico y reducido que resulta ser la definición de un problema público desde esta perspectiva, no debe ser entendida como una oposición u obstáculo epistemológico, ideológico o político intransable a lo abierto y democrático que pueda ser la discusión de un problema público. El problema está en que en América Latina las políticas públicas, e incluso las instituciones políticas del Estado, carecen de legitimidad ante los ciudadanos, por cuanto las instituciones del Estado deben buscar aceleradamente alternativas democráticas y ciudadanas que ayuden a sostener la esperanza democrática que hoy se vive en la región. No sólo de racionalidades técnicas se vive en el espacio público; esta instancia requiere mecanismos que permitan asegurar “sintonía” entre el debate y la definición de los problemas públicos y las soluciones que posteriormente son entregadas a los ciudadanos por medio de una política pública.

Más que cerrar con una gran conclusión, dejo en el papel una breve reflexión que tiene su origen en una “intuición de carácter latinoamericano”: ¿cuántos de nuestros países y, en concreto, en cuántos de nuestros gobiernos se definen los problemas públicos basados en una agenda pública o más bien basados en la discusión y el debate público de sus actores? Creo que en ninguno. Por el contra-rio, muchas de las grandes políticas públicas definidas e implementadas en la región –sean de naturaleza, fiscal, social (salud y educación) o económicas– han generado más problemas que soluciones, porque precisamente no se han sustentado en “problemas”; lo han hecho desde consecuencias y efectos cuyo origen se remonta mucho más atrás y mucho más al fondo, y además de ello no son lo suficientemente abiertas para incorporar otros jugadores a la discusión pública.

Finalmente, cierro con un par de preguntas: ¿será la solución para esta patología teórica y empírica del enfoque de las políticas públicas cuidar los aspectos técnicos al más puro estilo tecnorracional y adaptar el ambiente a ellos? ¿Será mejor construir la política de abajo hacia arriba, tal como lo propone Guy Peters, o parcializar la racionalidad del problema a la Wildavsky, o exogeneizar el proceso y por ende la definición del problema como lo propone Enrique Cabrero, o más bien construir un modelo latinoamericano tal como lo señala Pedro Medellín Torres?

Notas al pie de página

1. Esta opción contextualizadora del enfoque de las políticas públicas tiene su explicación en la formación disciplinar de quien suscribe. Además, en el último manual de ciencia política (1996 y versión español 2001), se reconoce el enfoque de las políticas públicas como un subcampo disciplinario dentro de la disciplina.

2. Este carácter participativo o democrático del proceso de la política pública forma parte de la propuesta de Guy Peters para una elaboración del proceso de la política que denomina de abajo hacia arriba. Esta propuesta privilegia más los aspectos democráticos-participativos, que los aspectos tecnorracionales del proceso.

3. Para profundizar en este aspecto, véase Majone (1997), Evidencia, argumentación y persuasión en la formulación de políticas.

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