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Theologica Xaveriana

Print version ISSN 0120-3649

Theol. Xave. vol.59 no.167 Bogotá Jan./June 2009

 

SENTIDO Y VALOR REDENTOR DE LA IGLESIA EN EL MUNDO*

MEANING AND REDEMPTORY VALUE OF THE CHURCH IN THE WORLD

O SENTIDO E O VALOR REDENTOR DA IGREJA NO MUNDO


MELINA ESCORCIA GUERRERO**


* Artículo de investigación. Propone el proyecto de investigación de Maestría concluido y sustentado en marzo de 2008 en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana, con el título "Significado y valor redentor de la Iglesia en el mundo".
** Antropóloga, Universidad de los Andes, Bogotá; Magistra en Teología, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá; profesora de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana; miembro del Grupo de Investigación Cosmópolis de la Facultad de Teología de la misma Universidad. Correo electrónico: pescorcia@javeriana.edu.co

Fecha de recibo: 16 de abril de 2008. Fecha de evaluación: 15 de agosto de 2008. Fecha de aprobación: 13 de noviembre de 2008.


Resumen

El proceso acelerado de secularización acompaña una pérdida existencial de interés por la pertenencia a la Iglesia y surge la pregunta por su sentido y valor como comunidad de salvación en el mundo actual. Al respecto, la propuesta metódica de Bernard Lonergan es pertinente para la articulación antropológica y teológica de este problema, al integrar la mutua relación entre religión y cultura. En éste artículo, a través de la identificación de fuentes y categorías antropológicoteológicas, la autora va mostrando el camino para una apropiación del sentido y valor redentor de la Iglesia en el mundo.

Palabras clave: Categorías, significado-valor, desarrollo, redención, conversión, Iglesia.



Abstract

The accelerated process of secularization carries with it an existential loss of interest for belonging to the Church, which prompts the question for its meaning and value as salvation community in the present world. In this respect Bernard Lonergan's methodic proposal is pertinent for the anthropological and theological articulation of this problem, as it integrates the mutual relationship between religion and culture. In this paper, through the identification of anthropological-theological sources and categories, the author shows the path toward an appropiation of the redemptive meaning and value of the Church in the world.

Key words: Categories, meaning-value, development, redemption, conversion, Church.


Resumo

O rápido processo de secularização traz uma perda existencial de interesse pela pertença à igreja, e a partir dali nasce uma pergunta pelo sentido e o valor como comunidade de salvação no mundo atual. Ao respeito, a proposta do Bernard Lonergan é boa para a articulação antropológica e teológica deste problema ao integrar a relação entre religião e cultura. Neste artigo por meio da identificação de fontes e categorias antropológicas-teológicas a autora mostra o caminho para sentir a pertença do sentido e valor redentor da igreja no mundo.

Palavras Chave: Categorias, o significado do valor, desenvolvimento, redenção, conversão, igreja.



INTRODUCCIÓN: LA PREGUNTA POR EL SIGNIFICADO Y EL VALOR DE LA IGLESIA EN EL MUNDO

La fe religiosa experimenta cambios como todo proceso dinámico en la historia; pero es particularmente sensible a los cambios culturales de significado y valor. Por eso, la fe no es indiferente a algunas de las comprensiones que configuran la cultura moderna. C. Bravo se refiere a tales comprensiones de la siguiente manera1: el ser humano es un ser pequeño e insignificante frente a la grandeza del cosmos (Galileo), su origen es animal y está marcado por la evolución (Darwin), tiene una responsabilidad histórica en el desarrollo equitativo, social y político del mundo (Marx), es un ser capaz de conocer sus propias limitaciones por medio del escrutinio de su interioridad (Freud), y es un ser libre que no está determinado por un Dios que ya tiene planeado milimétricamente su destino (Hegel y Nietzche). En el campo cristiano se reconoce que la salvación acontece en la historia (Dibelius y Bultmann), que la revelación debe ser examinada por la inteligencia humana (el proyecto de la Ilustración) y que la religión debe inscribirse dentro de los límites de la razón (Kant).

En este contexto, en el que se destruye la ilusión de poseer una verdad absoluta, surge un pluralismo de actitudes ante la fe que hace problemático al lenguaje que se refiere a ella. Como lo expresa A. Torres Queiruga, el descubrimiento del carácter autónomo de los distintos estratos que constituyen el mundo obliga a pensar de nuevo la relación de Dios con el mundo natural, con la subjetividad y la historia humana. El mundo físico está regido por leyes propias que hacen inconcebible un intervencionismo divino; el mundo humano rechaza como alienante toda imposición autoritaria que no dé razón de sí misma y toda legitimación religiosa de las relaciones sociales injustas.2

Entre las diversas actitudes que surgen ante la fe, no resulta extraño que a veces se cuestione la validez del hecho religioso como signo de la percepción que el ser humano tiene de la dimensión trascendente; o como mediación del misterio que vive en su experiencia de Dios; más aún, que se cuestione sobre el proceso que comienza en una experiencia religiosa y desemboca en un desarrollo comunitario e institucional. Es un problema no de teoría sino de existencia: se cuestiona si la fe y la tradición cristiana católica tienen algún significado y/o valor para las personas y las culturas concretas; y si lo tienen, cuáles son sus fundamentos.

Para responder a esta pregunta, se hace necesario buscar una comprensión sobre el cómo y el por qué de la relación entre la experiencia religiosa y el desarrollo comunitario e institucional de la Iglesia. Además, el desarrollo eclesial no escapa a la dialéctica de la historia, y exige por tanto una localización del significado y el valor de la Iglesia en relación con el desarrollo y el bien humano en la historia. El escenario general de tales cuestiones se refiere a la relación que existe entre religión y cultura, al sentido que ofrece y al papel que debe asumir una religión en un proceso cultural determinado; al reconocimiento de que la cultura misma es portadora de sentido y ejerce a su vez una función en la religión. El abandono o el interés por la comprensión de estas relaciones marca profundamente la propia constitución de la Iglesia y su misión evangelizadora.

Pensemos por ejemplo en el horizonte que la Iglesia Católica consideró legítimo para su tarea evangelizadora en América y el mundo hasta la apertura del Concilio Vaticano II, un horizonte marcado por algunas comprensiones asumidas desde Constantino y los carolingios: en ellas se identificó el cristianismo con la cristiandad, el Evangelio con la cultura, el ser cristiano con el ser ciudadano y el poder eclesiástico con el civil.3 Este horizonte, característico de Occidente, descansa en una comprensión normativa de la cultura, en la que ésta es identificada con una cultura determinada, que al mismo tiempo es valorada como el ideal universal.4

La comprensión en plural de las culturas y de su mutua validez se tomó tiempo para surgir en Occidente, y más tiempo aún para ser asumida por algunas instituciones, como el Estado y la Iglesia: en efecto, fue en 1991 cuando el Estado colombiano reconoció -en su nueva Constitución- el carácter multiétnico y pluricultural de la nación; y fue en el Concilio Vaticano II (1962-1965) cuando la Iglesia hizo explícito su deseo de renovarse para que la fe cristiana pueda cooperar con fuerza en la realización del bien humano en el mundo.

En este Concilio también redescubrió el valor de las iglesias particulares (LG 23, 26-28), y cómo en ellas y a partir de ellas existe la iglesia universal.5 Esta realidad se ha manifestado en las conferencias generales del episcopado latinoamericano y del Caribe, en las que se ha ido construyendo sin duda, aunque con altibajos, un perfil distintivo de la Iglesia en América Latina, una Iglesia en búsqueda permanente del Reino de Dios, cuya fe en Cristo implica la opción por el pobre.

Por esta razón, en una elaboración de fundamentos teológicos (teología fundamental) se presentan categorías antropológicas (generales) y categorías teológicas especiales que ayudan a develar el problema y su solución: desarrollo y bien humano, experiencia cristiana y conversión (fundamentos del testimonio); existencia comunitaria eclesial: intersubjetividad y relaciones personales; dinamismos de la constitución de la comunidad; importancia del mundo mediado por el significado y el valor. A continuación de la exposición de estas nociones se trata el problema de la autocomprensión de la Iglesia Católica en relación con el mundo: se explicitan las fuentes de esta autocomprensión y las líneas principales de una eclesiología posconciliar.

En síntesis, este trabajo sugiere la articulación de dos dinamismos que con frecuencia se separan cuando se presenta la realidad de la Iglesia: sus dinamismos existenciales, que la constituyen como comunidad humana y religiosa específica; y los aspectos doctrinales, que están presentes en una autocomprensión de la misma realidad comunitaria de la Iglesia en relación con el mundo.


LA TEOLOGÍA COMO MEDIACIÓN: EN BÚSQUEDA DE FUENTES Y CATEGORÍAS

La pregunta por el significado y el valor de la Iglesia en el mundo es pertinente, tanto a una fe personal que busca comprender la experiencia religiosa del don del amor de Dios en la comunidad cristiana, como a un cuestionamiento externo sobre esa misma fe, su relación con la Iglesia y con el mundo. Para abordar tales relaciones es necesario comprender la interacción de la religión y la cultura, campos concretos donde se relacionan los significados culturales y religiosos. Al respecto, se muestra adecuada una comprensión operativa de la teología, como la que ha ofrecido B. Lonergan: según su propuesta, la teología es una mediación entre una cultura determinada y la función significativa de una religión específica en dicha cultura.6

La mediación teológica se hace efectiva cuando los teólogos cooperan mutuamente para lograr una comprensión de las realidades que las preguntas teológicas abordan. A su vez, la comprensión lograda se explica por medio de categorías que articulan los términos y las relaciones que se refieren a tales realidades. Pero la teología sólo da su fruto cuando aquello que -comprendido y valorado desde la fe como significativo para una cultura determinada- logra ser apropiado y acogido como elemento constructivo por las diferentes comunidades y personas que viven constituidas por los significados y valores de dicha cultura.

Esto implica que para que la teología sea tal debe ser elaborada en diálogo y cooperación constante con las comunidades y las otras ciencias sociales y humanas. La diferencia radica en que son las experiencias humanas, creyentes y eclesiales de los teólogos, las fuentes a partir de las cuales elaboran aquellas categorías que hacen explícito el significado y el valor que encuentran, para la cultura, en la experiencia religiosa y su relación con la comunidad cristiana.

La importancia del campo de la interioridad humana salta a la vista al reconocer que es la autoapropiación que hacen los teólogos de su proceso de comprensión inteligente la que funciona como base de control metódico en teología. Parte de este proceso metódico es hacer explícitas las fuentes a partir de las cuales se elaboran las categorías teológicas hoy.

En este artículo pretendo hacer explícitas las fuentes en las que encuentro el sentido y el valor de la Iglesia en el mundo:

- La primera fuente se ubica en el campo de la interioridad humana y la mutua influencia entre este campo y el de las diferentes especialidades que configuran las ciencias humanas en general, y las teológicas en particular. A partir de esta fuente se ha optado por una propuesta metódica específica, que ha sido enunciada antes de manera breve, pero que permite ubicar unos elementos determinados como fuentes válidas para responder por la pregunta sobre el sentido y el valor de la Iglesia en el mundo.

- La segunda fuente es el desarrollo y el bien humano, junto con los problemas y las alternativas que surgen frente al mismo en la historia.

- En tercer y cuarto lugar, tenemos la existencia cristiana y la existencia eclesial respectivamente.

- Por último, se encuentra una quinta fuente en la relación entre el problema del desarrollo humano y la existencia cristiana y eclesial. La comprensión de esta relación permite mostrar el significado y el valor de la Iglesia en el mundo.


DESARROLLO Y BIEN HUMANO EN LA HISTORIA: PROBLEMAS Y ALTERNATIVAS

Pensar el desarrollo en el transcurrir de la historia nos permite distinguirlo como un proceso dinámico en el que continuamente se crean y se transmiten las culturas, entendidas como conjuntos de significados y valores que participan y comunican una forma de vida determinada.

Así como la creación y la transmisión de la cultura pueden ayudar a la construcción de sujetos individuales y colectivos, libres para elegir cómo autodeterminarse de manera inteligente, responsable y en cooperación con el bien humano, también estos dinamismos pueden ser truncados por acciones o decisiones, individuales o colectivas, que impiden el ejercicio real de la libertad haciendo de la socialización, la aculturación y la educación, procesos que dan lugar al estancamiento de los sujetos e incluso al fracaso en el intento por hacer de su vida un proceso creativo y autodeterminado.7

Para explicar la responsabilidad individual y colectiva en la historia, B. Lonergan usa como estructura heurística la distinción ontológica contemporánea, en la realidad humana concreta, de dos componentes: uno invariante, que es la naturaleza humana, y otro variable, que es la historicidad humana.8 La naturaleza humana, entendida como la forma concreta en que opera el sujeto, le es dada al nacer, mientras que la historicidad es lo que el ser humano hace de sí mismo. La distinción ontológica de los componentes invariable y variable de la realidad humana es una estructura heurística que también es aplicable al bien en cuanto realidad humana.9

La estructura variable del bien humano, en tanto relacionada con la historicidad humana, da cuenta de aquellos principios que generan diferencias en los sujetos, en la sociedad y en la cultura.10 Cuenta -en primer lugar- con la capacidad que tiene el ser humano de ser inteligente y libre para autoconstituirse; con su posibilidad de autotrascenderse auténticamente, esto es, de generar con cierta constancia integraciones cada vez más plenas y significativas de sí mismo, en apertura a los otros y a lo distinto, en su historia y contexto particular.

Este es un primer elemento que desencadena diferencias en la realización del bien humano, porque el logro de la autotrascendencia es contingente y depende del despliegue de la libertad humana en un contexto histórico y cultural específico que la condiciona. Además, hay que tener en cuenta un segundo elemento que se opone al primero: la orientación contraria a la inteligencia y a la responsabilidad, un sesgo que puede ser existencial, cultural o social, y en tanto rechazo de la autotrascendencia, puede dar lugar a un sujeto que se niegue sistemáticamente a entrar en relación con los otros, lo otro y lo distinto, a cooperar en la construcción responsable de la historia y la cultura.

Este autocentramiento va en dirección contraria a la intencionalidad de las operaciones humanas: experimentar, entender, juzgar y decidir son operaciones orientadas a crear y a estar en relación con, a trascender, al encuentro. Frente a esa realidad de trascendencia que se manifiesta como sentido auténtico de la existencia humana, justificar el autocentramiento es justificar la inautenticidad humana. En términos teológicos generales, tal justificación se puede comprender como la realidad del pecado, que puede ser personal y social.

Esta realidad requiere que sin anular ni vulnerar la singularidad específica de la persona, ni sus opciones libres, su inteligencia y sus afectos, se lleve a cabo en el interior del sujeto y de las comunidades una integración distinta y liberadora que sea la sanación del sesgo que ocasiona su pecado.

La cuestión que atañe a la teología es si frente a la imposibilidad de que tal sanación surja espontáneamente en la persona o comunidad autocentrada, existe la posibilidad de contar con la iniciativa divina. La fe encuentra esta iniciativa en el advenimiento de la Palabra de Dios al mundo de la expresión religiosa, en el ingreso personal de Dios mismo en la historia para quitar el pecado, es decir, en la redención.

Pero la redención como iniciativa divina, para que sea recibida y comunicada, requiere de personas y comunidades que decidan libremente cooperar con ella. La fe ofrece entonces una expectativa trascendente que puede orientar el bien humano. Esta expectativa halla su soporte y cumplimiento en la liberación y sanación concreta de la justificación alienante de las distorsiones y los sesgos que se oponen a la construcción del bien humano.

La fe cristiana reconoce en esta sanación y liberación a la redención que acontece en y por Jesucristo, el Hijo de Dios. En él la iniciativa divina y la acogida humana a la misma se realizaron a plenitud. Su praxis redentora es la respuesta radical al pecado; lo elimina sin anular la inteligencia y la libertad humanas enfrentando sus consecuencias, entregándose plenamente para transformarlas en medios de nueva vida por medio del amor

El pecado se perpetúa a sí mismo como una reacción en cadena que engendra resentimiento y deseo de venganza, una lógica concreta del mal. Frente a esta realidad Cristo enseña: "No resistas al mal que te hacen con mal sino supéralo haciendo el bien" (cfr. Mt 5:38-42) y "ama a tus enemigos, haz el bien a quienes te odian" (cfr. Lc 6, 27-35; Mt 5, 44-45). La vida y resurrección de Cristo son testimonio de una vida que desde el don del amor de Dios es capaz de enfrentar las consecuencias del pecado, como el sufrimiento, el dolor, la agonía e incluso la muerte; para que éstas no sigan pasando de unos a otros y rompan así la reacción en cadena causada por el pecado.


LA EXISTENCIA CRISTIANA: EXPERIENCIA RELIGIOSA Y CONVERSIÓN

Expusimos en el aparte anterior cómo el pecado se convierte en un problema para el desarrollo y el bien humano en la historia, y cómo la redención es una alternativa al mismo, posibilitada por la fe y la existencia cristiana. Ésta se expresa en dos dimensiones: en la experiencia religiosa y en la conversión religiosa.

La pregunta del sujeto por el sentido de la vida y su valor se dirige a una realidad trascendente y fundacional, al ser en plenitud, a Dios. Surge de un sujeto que está abierto a una experiencia no determinada, a una experiencia de Dios que se comunica al sujeto como presente en el mundo humano y en la continuidad de la historia, sin que esto agote el misterio de Dios o disminuya en absoluto su diferencia específica.11

Experimentar la presencia de Dios en el mundo exige del sujeto que preste atención a sí mismo en tanto ser abierto a la posibilidad de relacionarse personalmente con la Divinidad. Las tradiciones religiosas auténticas educan al sujeto para esta experiencia, la promueven y la facilitan, siempre y cuando estén constituidas según el dinamismo que las lleva a trascenderse continuamente en la historia buscando no apartarse de Dios ni encerrarse en sí mismas. En el lenguaje que usan las religiones para referirse al campo de lo sagrado, en el que Dios es conocido y amado, se ha expresado la experiencia de Dios como aquella que muestra al ser humano el amor inmanente a su corazón como un estado pleno del bien, que impulsa al sujeto a entregarse a sí mismo a Dios y a los otros, en los otros; también como un camino que cada tradición enseña a seguir, ayudándose de diversas prácticas y disciplinas.12

En la tradición cristiana la experiencia de Dios se presenta como la donación sin condiciones de Dios mismo, como amor para todas las personas y en todos los tiempos. Es un don que impulsa al sujeto a autotrascenderse y lo capacita para orientarse hacia el valor supremo que ahora conoce y es su relación de amor con Dios, fuente de toda verdad y bondad.

Ese nuevo horizonte, como totalidad en la que el sujeto conoce, valora y da significado a su vida, es fruto de su conversión religiosa. Entendida como don de Dios mismo y en cooperación con las personas o las comunidades que deciden aceptar esta iniciativa divina, la conversión es un proceso siempre abierto en el que se van integrando de manera auténtica en el interior de la persona los ámbitos de la psique y la intencionalidad humana, capacitándolas para configurar una red de valores que responda recíprocamente al don del amor de Dios, germen de un valor redentor que potencia todo lo que es bueno y auténticamente valioso.

La experiencia religiosa, aunque es individual, puede ser compartida y llegar a pertenecer a ese campo común de experiencias que da sentido a un grupo humano. Si los miembros de un grupo encuentran que tienen en común el don del amor de Dios, y a partir del mismo también comparten una orientación, unos sentimientos, unas creencias y unas decisiones que llegan a ser comunes, se autoconstituyen específicamente como una comunidad religiosa.13

Si falta el campo común de experiencia, no habrá contacto entre las personas; si no se dan las comprensiones comunes, habrá desconfianza; sin juicios comunes, los mundos son diferentes. B. Lonergan destaca este hecho para hacer énfasis en que la comunidad es un logro humano, una posibilidad en la historia.14 Aunque la significación común se construya sobre la base de la intersubjetividad, ésta por sí misma no da como resultado la comunidad.

La intersubjetividad no implica una respuesta automática o maquinal. Así como el proceso en el que se construye el significado común va mostrando diversos grados en sus logros, igualmente el mundo mediado por la significación cambia, se desarrolla y se va diferenciando en el transcurso de la historia según las sociedades y culturas determinadas en las que se configura. Lo que hace que una comunidad religiosa sea específicamente cristiana consiste en que encuentre el don interior del amor de Dios que ha recibido, incorporado e interpretado en la vida y las enseñanzas de Jesucristo, su muerte y resurrección.


EXISTENCIA COMUNITARIA ECLESIAL

Tenemos dos dinamismos humanos que constituyen comunidad: la intersubjetividad y las relaciones personales. La intersubjetividad espontánea de una comunidad religiosa se reconoce transformada por el don del amor de Dios y por los elementos que forman parte del mundo mediado por la significación común que han logrado conformar. Lo que tienen en común y les caracteriza también les distinguirá de otras comunidades religiosas.

Comunidad cristiana

En la constitución de la comunidad apostólica podemos empezar a distinguir la experiencia religiosa, la conversión, los dinamismos de la intersubjetividad y las relaciones personales mediadas por la significación.

J. Komonchak narra cómo esta comunidad adquiere su perfil distintivo cuando la memoria de Jesús que tenían sus discípulos fue transformada por la experiencia del Espíritu, en la convicción de que él había sido levantado de entre los muertos.15 Esa experiencia y convicción común se convirtieron en el principio que los constituyó como comunidad diferenciada y es el acontecimiento central de la fe cristiana. En su esfuerzo por comprender lo que sucedió en Cristo y en ellos mismos, reconsideraron su herencia religiosa y su relación con Israel, para determinar sus actitudes con las otras naciones.

De manera temprana encontraron formas nuevas para expresarse, oraciones, ritos y prácticas, y recrearon de manera original el lenguaje religioso de Israel, adoptando nuevos patrones de liderazgo. La oposición y los desacuerdos que surgieron entre ellos y sus contemporáneos les llevaron a comprenderse como una comunidad religiosa diferente.

Escribieron Evangelios, cartas, revelaciones y apologías; algunos de sus escritos fueron elegidos para formar un canon normativo de las Escrituras. En el rito bautismal de entrada a la comunidad se fue configurando una regla de fe común. La celebración ritual de la memoria de Cristo le fue dando forma a una liturgia común. La orientación de su vida comunitaria se la confiaron a ministros capaces de cumplir las funciones apostólicas.

Jesús también heredó los elementos lingüísticos, culturales y religiosos del judaísmo y usó su riqueza para hablar de Dios su Padre, del Reino de Dios y de la necesidad de la conversión para entrar en él. Jesús distingue en el corazón de la persona humana una torcedura profunda, origen de todas aquellas cosas que la contaminan (Mt 15,10-20). La plenitud de Dios en la criatura, sana, corrige y libera a la persona de su torcedura interior. La verdadera conversión es entonces obra de Dios y Jesús busca que sus oyentes se dispongan para esta obra.

Después de la muerte de Jesús, quienes lo escucharon, en su mayoría judíos, acudieron a la tradición religiosa judía para interpretar la vida de Jesús, pero ahora desde la extraordinaria y original convicción de que Dios lo había reivindicado y le había hecho Señor por encima de la Ley con la que antes interpretaban su vida. Usaron las Escrituras para anticipar aquello que en un primer intento habían fracasado en comprender, utilizando ciertas palabras para comunicar los significados y valores que Jesucristo había enseñado. Para describir a Jesús usaron palabras como Mesías, Señor, Hijo de Dios; y para describirse a sí mismos usaron palabras como los santos, la asamblea (ekklesia).

El resultado de este proceso fue que la Iglesia apostólica en el Nuevo Testamento no anunciaba propiamente el Reino de Dios como Jesús lo anunció, sino que creativamente desde su memoria y experiencia anuncia el Evangelio.

San Pablo define el Evangelio en una fórmula de profesión de fe que él recibe de la comunidad cristiana (1Co 15,1-2): "Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras" (1Co 15,3-4). Es una fórmula que hace referencia a la nueva vida del cristiano, que comienza cuando éste se sumerge en la muerte de Cristo (Rm 6,3), como lo simboliza el bautismo.

Al significar la muerte y resurrección de Jesús como hechos salvadores, como vida bautismal, la fórmula de fe que es Evangelio "es el cristiano mismo en cuanto viviendo en autenticidad su bautismo y este acontecer real es (...) el Cristo vivo hoy en el testigo que lo anuncia".16

En la iglesia primitiva el real contenido del anuncio del Evangelio es el acontecer salvífico que ocurre en el anunciador; sin este el anunciador o se anuncia a sí mismo (2 Co 4,5) o trafica con la Palabra de Dios (Rm 1,17; 2Co 2, 17; 4,2; 11,3.4.13); si este acontecer salvífico no ocurre en el anunciador, el anuncio no es real, no es Palabra de Dios sino una expresión vacía, sin contenido, que no sólo no es creíble, sino frustrante y hasta fatalmente contraproducente.17

La experiencia y la conversión religiosa, la vida bautismal, sumergida en la muerte y la resurrección de Cristo, crea comunidad: una intersubjetividad transformada en la solidaridad coherente que brinda el ser todos hijos de un mismo Padre. Esta intersubjetividad se puede manifestar indistintamente como Palabra encarnada de amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, humildad, auto-control.18 La comunidad cristiana comunica al mundo esa Palabra encarnada como la Palabra de Cristo; en este sentido, se entiende a sí misma como Iglesia de Cristo.19

Los Evangelios muestran la imagen de Cristo que los primeros cristianos conocen y siguen, en la fe que confiesa la plenitud de Jesucristo, el Señor, en sus vidas. San Pablo confiesa más directamente este seguimiento de los cristianos que así configurados son el cuerpo de Cristo (Rm 12,5; 1Co 12,27).

    Cristo continúa vivo y como histórico en los cristianos en cuanto que éstos, con la totalidad de su ser son su Cuerpo, le ofrecen soporte histórico en este mundo contingente, siendo él el Espíritu de ese Cuerpo: "El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rm 8,16).20

Importancia del mundo mediado por el significado y el valor en la existencia eclesial

Se puede comprender la Iglesia como una comunidad en dinámica de apertura y entrega, es decir, mediadora del don del amor de Dios ofrecido a toda su creación, con la particularidad específica de la comunidad cristiana que halla plenamente revelado en la historia ese don divino de amor en la vida, enseñanzas, muerte y resurrección de Cristo.

Vemos entonces como este movimiento dinámico y comunitario de apertura y entrega del don del amor de Dios, motivado por la fe, sucede informado por el mundo del significado y el valor, en un contexto histórico y social determinado.

J. Komonchak llama la atención sobre tres elementos importantes de ese mundo mediado por el significado y el valor en que se da el dinamismo eclesial: el lenguaje común, las creencias comunes y la libertad en común.21

Tenemos por una parte que la experiencia religiosa se descubre y se hace compartida por medio del lenguaje que busca describirla e identificar su origen, para que otros a su vez puedan descubrirla y formen parte del mundo constituido por un significado y un valor religioso liberador y sanador.

Ese lenguaje convertido en reflexiones y discursos comunes, propios de cada contexto histórico y cultural, es la herencia que la comunidad va dejando a las siguientes generaciones como invitación para que conozcan ese mundo particular. Es un sistema sujeto a la interpretación e incluye gestos, ritos, imágenes y símbolos; en especial, en la tradición católica se presenta la confluencia de todos ellos en los sacramentos.

La estructura que forman el lenguaje común de la Iglesia y los sacramentos permite entrar a un mundo específico de significados y valores cristianos, siempre y cuando esta estructura pueda mediar la experiencia personal del invitado, y sea referente de un acontecer real que la persona puede verificar en los miembros de la comunidad, en su intersubjetividad y sus relaciones interpersonales, en la relación de la Iglesia con el mundo.

Otro elemento mediador de la experiencia y la conversión cristiana son las creencias comunes de la comunidad. Éstas no se logran a través de esfuerzos individuales por alcanzar comprensiones y juicios que luego las personas descubren tener en común; más bien se logran a través de un proceso que implica comunicar y compartir esas comprensiones y juicios sobre la vida cotidiana de la Iglesia. Esta comunicación primaria se logra sobre todo en las historias que se cuentan, en la memoria que se construye, en los testimonios que son la vida de otras personas, en la realización de los rituales.

La comunidad se verá impulsada a reflexionar y a ser crítica respecto de sus comprensiones y juicios cuando encuentren interpretaciones opuestas o alguna amenaza en el interior; o incluso una exigencia espontánea que parte del mundo del sentido común hacia el mundo teórico en el cual se elaboran las doctrinas.

La persona que enfrenta la dinámica mediadora de la Iglesia se encuentra con un mundo ya interpretado y evaluado que tiene sus propias historias y memorias; encontrar en esa memoria de los otros la propia memoria implica irse identificando con ella. Así como los israelitas recuerdan a Egipto y al Éxodo, la Iglesia recuerda a Jesús de Nazaret. Este es el fondo ante el cual el cristiano actúa su realización humana.

La Iglesia es la comunidad que le comparte su vida en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu, su memoria de Cristo; la que le apoya en su seguimiento en la gracia del Espíritu. No tiene que comenzar de cero la ardua labor de su realización cristiana; cuenta con la comunidad y con sus logros, que son puestos en común, sin que deba renunciar a una comprensión crítica de su pasado, su presente y su futuro.

El cristiano y su comunidad se convierten en la siguiente realización histórica de la Iglesia, el producto de sus experiencias, comprensiones, juicios, y decisiones, por las cuales realizan o truncan su comunión de fe, esperanza y amor; son la posibilidad concreta de que nazca o no una nueva generación de creyentes. Contraponer la persona cristiana a la Iglesia es proponer un creyente que ignora las condiciones concretas del origen y el desarrollo del mundo religioso que habita.22


AUTOCOMPRENSIÓN DE LA IGLESIA EN RELACIÓN CON EL MUNDO

En el apartado anterior se descubre cómo la continua constitución histórica y el sentido de la comunidad cristiana se encuentran ligadas a significados y valores religiosos comprometidos con el desarrollo, liberador y sanador, de las personas y las comunidades. Esta relación histórica entre la existencia cristiana y eclesial con el problema del desarrollo humano se puede rastrear en la propia comprensión que tiene la Iglesia de sí misma en relación con el mundo.

Fuentes de la autocomprensión eclesial

Las fuentes de la autocomprensión eclesial se encuentran en las diversas manifestaciones de la existencia cristiana y de la vida de fe eclesial, significados y valores religiosos que se dan a conocer en los testimonios de fe. La teología atiende al diferente valor de los testimonios, en lo concerniente a la autenticidad del testimonio, es decir, su proximidad al acontecimiento central de la fe; a la normatividad de los testimonios, o sea, la obligatoriedad para la fe de la Iglesia; y a la universalidad de los testimonios, es decir, la perspectiva temporal y espacialmente global, verdaderamente católica.23

Al seguir estos criterios, se ha tomado como base la eclesiología elaborada por Medard Kehl, quien aborda como fuentes a las Sagradas Escrituras, la tradición y el Concilio Vaticano II.

Para el conocimiento de la existencia eclesial, también son de fundamental importancia las formas concretas de vida de la Iglesia, a nivel regional y universal, y la diakonía como servicio de la Palabra, la liturgia y la caridad.

Para percibir la existencia cristiana de la Iglesia que como pueblo de Dios se manifiesta diversa y múltiple, es necesario acercarse al significado encarnado, elemental y lingüístico que se encuentra en el testimonio de los santos (canonizados o no), de las obras de artistas cristianos, de la espiritualidad de las órdenes religiosas y de otras formas de comunidad cristiana, ya sean familias, asociaciones grandes o pequeñas, grupos, colectivos o movimientos espirituales; también en los usos y costumbres de la religiosidad popular. Estos significados y valores religiosos forman el campo de la vida y la fe eclesial, del cual los magisterios eclesiástico y teológico destilan su doctrina.

A ciertos aspectos del patrimonio que la Iglesia encuentra en los significados y valores religiosos transmitidos por la tradición, se contraponen voces crítico-proféticas que en todas las fases de la historia despiertan a la Iglesia de sus extravíos y le recuerdan el centro de su vocación originaria plasmada en el Evangelio. Esas voces vienen en ocasiones desde fuera y -si buscan realmente el bien de la humanidad y de la Iglesia y no la polémica ruidosa- sirven de correctivo necesario para la existencia cristiana que se haya tornado inauténtica.24

Como lo expresa M. Kehl, para la comprensión teológica de la Iglesia, no es indiferente en modo alguno cómo la ven "los demás", sean sociólogos de la religión o representantes de otras confesiones, religiones y concepciones del mundo, pues no sólo la propia identidad se forma en el diálogo profundo con ellos, sino que -como veremos más adelante con mayor claridad- su relación con el mundo es parte constitutiva de lo que la Iglesia es en sí misma.

En las constituciones conciliares del Vaticano II sobre la Iglesia, Lumen gentium y Gaudium et spes, encontramos una imagen de la Iglesia que integra de modo auténtico tanto los contenidos esenciales de los enunciados bíblicos sobre la Iglesia, como el conjunto de la tradición exegética eclesial, especialmente de la patrística.25

El testimonio conciliar posee al mismo tiempo fuerza representativa y vinculante; pero la Iglesia aún se encuentra recibiendo tal testimonio y apropiándose del mismo. Dificulta el proceso el hecho de que el Concilio no pretendió romper sin más con la tradición eclesial de los últimos 750 años. Ella está marcada por la visión de soberanía que se adjudicó la Iglesia Católica sobre toda la cristiandad, proclamada por el papa Inocencio III (1161-1216); también por el espíritu de la contrarreforma desde el Concilio de Trento, en el siglo XVI, y por el espíritu antimodernista desde el Concilio Vaticano I, en el siglo XIX.

Lo que El Vaticano II intentó hacer fue conciliar este enfoque eclesiológico de línea jerárquico-jurisdiccional, el modelo de la Iglesia como societas perfecta, con el modelo de Iglesia comunitario-espiritual, propio de las tradiciones anteriores y de nuestro tiempo, que es la Iglesia entendida como misterio personal y de comunión social.

A esta dificultad se suma que el Concilio no responde específicamente a una exigencia por elaborar fórmulas sistemáticas acerca de la Iglesia, sino que su objetivo primordial es brindar testimonio de su fe. Por eso, valorado desde la exigencia sistemática, el resultado de las formulaciones del Concilio no parece satisfactorio. La teología posconciliar es la que asume la exigencia sistemática; y para que tal teología sea fiel a las intenciones del Concilio, no puede recortar los enunciados conciliares en sentido tradicionalista ni en sentido progresista, para luego destacar sólo lo que se ajusta al propio esquema. La teología debe esforzarse en la difícil tarea de interpretar el significado y el valor que encuentra en las diversas tradiciones doctrinales.

Eclesiología posconciliar

La eclesiología posconciliar es una de comunión, cuyo fundamento teológico es la comunión en la Trinidad. Entender la comunión en la Trinidad exige un cambio en la visión de la unidad de Dios Trino. No se puede comprender como la unidad "de un sujeto absoluto que se despliega", sino como "la unidad de unas relaciones intersubjetivas".26 La realidad de amor que es Dios (1Jn 4,8) permite entender en la teología de la Trinidad estas relaciones intersubjetivas de entrega recíproca como el único acontecimiento que funda y conforma toda realidad.

Toda expresión lingüística de esta realidad trascendente, tan compleja, será siempre modesta. Sin embargo, su comprensión en la fe y las implicaciones eclesiales de la misma se pueden rastrear a lo largo de la historia de la Iglesia. Cuando algún principio relacional trinitario tiende a ser exaltado, otro se ve relegado. Ello sucedió en el segundo milenio, cuando fue ganando importancia primordial la persona de Cristo como fundador y legislador de la Iglesia institucional.

La Iglesia se presentó como obra de Cristo, que instituyó como representantes visibles en la tierra a Pedro y a sus sucesores, los papas. El Papado, que representa a Cristo como Señor de la Iglesia, se convierte de tal manera en el principio de la unidad y la construcción eclesial. Pero es un principio de unidad no relacional: un Dios, un Señor, y Cristo, un Papa, una Iglesia.

El Concilio Vaticano II, en cambio, se refiere a la Iglesia con palabras de San Cipriano, como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). En esta relación, el Concilio ve el misterio de la Iglesia, su sentido teológico más profundo: que por la participación concreta de Jesucristo en la vida del amor trinitario, participación abierta a todas las personas en el Espíritu Santo, la Iglesia es llamada y capacitada para ser como imagen y semejanza, como "sacramento" de la comunión divina; una comunión entre los hombres, tanto en su propia figura social, como en el servicio a la reconciliación universal para el género humano y toda la creación (LG 1).

Para dar sentido y plenitud formal al concepto teológico de la Iglesia como comunidad, es necesario precisar las relaciones específicas con las distintas personas de la comunión trinitaria de Dios que constituyen la Iglesia.27

Relación constitutiva de la Iglesia con el Espíritu Santo

Según los testimonios del Nuevo Testamento, la Iglesia adquiere su figura histórica, como comunidad escatológica de Dios (ekklesia), en Pentecostés, por el envío del Espíritu. Esta es una razón histórica para abordar primero la relación de la Iglesia con el Espíritu Santo. En el mundo judío se esperaba que en el tiempo final (escatológico) el Espíritu de Dios fuera enviado, no sólo a los profetas, sino a todo el pueblo de Dios; y así acontece en la primera fiesta de Pentecostés celebrada en Jerusalén después de la muerte y resurrección de Jesús (Hch 2, 1-36).

Por tal motivo, en las profesiones de fe de la Iglesia antigua se hace referencia a la relación originaria entre Iglesia y Espíritu Santo, mencionando a la Iglesia luego de la confesión sobre el Espíritu. La Iglesia se configura de esta manera como una comunidad histórica específica donde el Espíritu se realiza continuamente y de manera definitiva como autodonación de Dios. Ello acontece en la eucaristía como comunión de los santos, en el bautismo y la penitencia como perdón de los pecados, en la consumación de la historia en la resurrección de los muertos y en la vida eterna.

No se cree en la Iglesia como se cree en Dios; se cree que en ella se encuentra la presencia pneumática de Dios en el mundo: presencia unificante que hace a la Iglesia ser una, presencia santificante que la hace ser santa, presencia universal que la hace católica, presencia que preserva en la verdad originaria haciéndola apostólica.28

Además de esta razón histórica, existen tres argumentos que aconsejan entender la Iglesia como comunión desde el enfoque pneumatológico: uno epistemológico, otro trinitario y otro de origen teológico-bíblico. El argumento epistemológico se refiere a que el Espíritu Santo hace posible trascendentalmente la fe en Jesucristo: que el Jesús histórico es realmente el Cristo, el acontecimiento de la autocomunicación de Dios en persona, y que el Crucificado fue resucitado de la muerte sólo se puede conocer en el Espíritu Santo (cfr. 1Co 12,3). Esto significa que sólo quien se confía a la relación amorosa entre Padre e Hijo, a este Espíritu unificante, puede conocer en el Jesús histórico al Hijo de Dios.29

El argumento trinitario tiene que ver con la peculiaridad intratrinitaria del Espíritu Santo como espacio mediador del amor entre el Padre y el Hijo, posibilitador del amor de Dios que se entrega, pero también resultado de la entrega de este amor que procede del Padre y del Hijo, en forma de unidad que los envuelve, enlaza y trasciende.

En el Espíritu adquiere el amor la figura del nosotros, que pese a la dependencia del Padre y el Hijo, posee una autonomía relativa por encima de ellos, como la unidad resultante de su entrega recíproca. Como en el Espíritu culmina la donación mutua del Padre y el Hijo, y en él se objetiva adquiriendo la forma de dádiva, en la tradición se le ha brindado al Espíritu el carácter personal específico de don. Cuando Dios se da a sus criaturas, lo hace como don, como Espíritu que funda una comunión con él y entre todas las criaturas.

El argumento teológico-bíblico permite relacionar los argumentos anteriores con la experiencia histórica de la fe en Jesucristo. Si la Iglesia, como comunidad escatológica de Dios, hace referencia a Pentecostés como momento histórico que la configura, su origen pneumático es anterior y se encuentra en el acontecimiento de la cruz y la resurrección de Jesús.

En la cruz se muestra el Espíritu de amor que une al Padre y al Hijo. Jesús se deja entregar por el Padre para infundir al mundo pecador el amor de Dios capaz de salvarlo (Mc 10,33; 14,41; Jn 3,16; Rm 4,25; 1Co 11,23). Pero al mismo tiempo Jesús parece estar completamente alejado de la plenitud de vida y amor de Dios: muere como criminal y blasfemo, "convertido en pecado y en maldito de Dios (2Co 5,21; Ga 3,13)". A pesar de ello, es con la pobreza del grano de trigo como Jesús "hunde en el suelo ingrato de la creación el amor de Dios solidario con los perdidos y alejados".30

M. Kehl expresa el significado eclesiológico de la cruz de Cristo en referencia al Evangelio de Juan, que describe la muerte de Jesús como el momento en el que él entrega el Espíritu (Jn 19,30) y manifiesta "la dinámica más íntima del amor de Dios como entrega": el amor del Padre acogido plenamente por el Hijo se ofrece a la criatura humana como don del Espíritu Santo. El mismo permite a sus discípulos vivir con arreglo al nuevo precepto: "Amaos unos a otros; igual que yo os he amado, amaos también entre vosotros" (Jn 13,34).

Este amor se demuestra concretamente en la entrega de la vida unos por otros (Jn 15,12s), para dar lugar a una comunidad diferenciada, la Iglesia. En ella, el don pascual de la paz y del poder para perdonar pecados "constituye el fundamento de la reunión definitiva y del envío de la comunidad de discípulos por el Resucitado (Jn 20,19-23)".31

Relación constitutiva de la Iglesia con Jesucristo

La constitución sobre la Iglesia Lumen gentium comienza afirmando que Jesucristo es luz de los pueblos, luz que la Iglesia refleja porque "es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). La definición formal de la Iglesia como sacramento de salvación puede concretarse más teológica y espiritualmente desde la acción unificadora del Espíritu Santo que lleva a que los creyentes se asemejen a la figura de Jesucristo como amor recibido del Padre. La Iglesia se configura como reproducción de la imagen del Hijo cuando es el espacio histórico y social donde se acoge y recibe el don del Espíritu.

Desde esta perspectiva se comprende cómo la vuelta a la vocación originaria de Iglesia de los pobres responde a la obediencia radical del Hijo, que debe totalmente su ser de sujeto al amor del Padre.

Jesucristo lo pone de manifiesto de modo insuperable en su vida y al morir testificando siempre el amor y la misericordia que ha recibido de su Padre para todos, en especial, para los más necesitados de sanación y liberación: todos aquellos que no pueden participar adecuadamente en la vida común dentro de una sociedad y dependen por eso de la asistencia de otros para realizar su condición de sujetos con dignidad, sea por razones materiales -como cuando se ha de vivir por debajo del mínimo necesario-, o por razones sociales -como cuando se sufre discriminación o soledad-, por razones físicas o psíquicas que causan enfermedad o discapacidades, por razones políticas que justifican la explotación, la opresión, el exilio, o por razones "éticas" que permiten culpar injustamente.

Por esta razón, la conformación de la Iglesia con Jesucristo sólo puede tener credibilidad si ella es para aquellos que Jesús llama sus hermanos y hermanas más pequeños (Mt 25,40), una verdadera hermana que participa en su vida como lo hizo Jesús.

La asimilación real, espiritual y social de la Iglesia a la receptividad del Hijo para el amor del Padre, le hace verdadera mediadora de redención porque "todos tienen acceso inmediato al Padre por medio del Espíritu Santo, pero nadie lo alcanza sólo para sí. Ahí radica el verdadero sentido de la Iglesia como sacramento de salvación: en expresar la dimensión social de la mediación salvadora, la unión y la solidaridad de los creyentes en la recepción y trasmisión de la salvación otorgada en Cristo".32

Relación constitutiva de la Iglesia con Dios Padre

A la libre creación del mundo por el Padre responde la Iglesia encontrando su sentido último en la voluntad que él tiene de que ella participe de la vida divina. Esta voluntad permanece, aun cuando en su libre decisión las personas y comunidades decidan alejarse de Dios cayendo en el pecado. Nace entonces desde el principio, en la creación, el germen de la Iglesia como lugar de la salvación otorgada y recibida por pura gracia de Dios (LG 2).33

Aquéllos que desde el principio se acogen a la voluntad de Dios, los justos de todos los tiempos y espacios, conforman la Iglesia prefigurada ya desde el origen del mundo, cuyo proceso constitutivo se nos enseña en la historia de Israel y en la antigua alianza.

Si la Iglesia entiende su propia realidad a la luz del fin último de la creación, es decir, escatológicamente, se relaciona de manera íntima con el cumplimiento definitivo de la voluntad salvífica universal del Padre y Creador del mundo. Esta plenitud de la creación que como reunión de todos los justos es la Iglesia Universal, podrá identificarse plenamente con la Iglesia cuando toda la humanidad esté reconciliada en la unidad con Dios y consigo misma. Esta unidad universal es para el Concilio un aspecto decisivo del Reino de Dios presente en Cristo y el camino de la Iglesia que se hace signo de la comunión con Dios y "de la unidad de todo el género humano" (LG 1; cfr. LG 9).

Pero por su condición humana pecadora la Iglesia difiere radicalmente de ese Reino; se encuentra en peregrinación y en camino hacia el cumplimiento definitivo de la promesa, junto a todas las otras personas que buscan la paz, la justicia y la vida para toda la creación. En este sentido, la Iglesia es comunidad itinerante de esperanza. La razón de ser de la Iglesia no está en ella misma, sino en que toda la creación se constituya en Reino de Dios. Por tal motivo está al servicio de la comunión universal, de la que tendrá que formar parte al final de los tiempos.

Sin embargo, la Iglesia anuncia ya en el transcurso de la historia el triunfo definitivo del amor de Dios y esto la diferencia de otros movimientos humanos que también buscan el Reino de Dios; la diferencia precisamente como pueblo de Dios. El uso de esta categoría permite también subrayar, frente a cualquier distinción a nivel intraeclesial, la igualdad fundamental de todos los creyentes. Destaca el carácter histórico de la Iglesia, que -en cuanto verdadero y renovado pueblo de Dios- está en continuidad y discontinuidad a la vez con Israel, cuya elección como pueblo de Dios conserva su validez también para la Iglesia.

También permite comprender las posibles formas diferenciadas de pertenencia a la Iglesia como realidad social, a la vez que expresa su carácter universal y misionero al referirse a la manera como Dios elimina en la nueva alianza la separación entre el único pueblo elegido, Israel, y los muchos pueblos paganos, con lo cual reúne los pueblos en un solo pueblo.

Tensión entre la estructura sinodal y jerárquica de la Iglesia

Según la exposición anterior, se comprende mejor la interpretación que hace Medard Kehl de las afirmaciones conciliares, al proponer una breve fórmula que se ajusta a la tradición eclesial y a los nuevos enfoques de la autocomprensión de la Iglesia:

    La Iglesia Católica se considera el "sacramento de la comunión de Dios"; como tal, constituye la comunidad de los creyentes, de estructura sinodal y jerárquica al mismo tiempo, unida por el Espíritu Santo, configurada en el Hijo, Jesucristo, y llamada con toda la creación al Reino de Dios Padre.34

En la fórmula conciliar actual de comunión jerárquica se pueden encontrar dos intenciones. La primera es conciliar la eclesiología patrística de la comunión sacramental con la eclesiología de la unidad jurídica elaborada en la Edad Media, la Contrarreforma y el Concilio Vaticano I. Sin embargo, esto no se ha logrado hasta ahora de manera convincente, ni teológicamente -a nivel sistemático y de contenido-, ni en la praxis de la Iglesia universal.

La segunda intención es corregir una concepción ideal de las relaciones intersubjetivas espontáneas de la comunidad, que rechaza la estructura de la economía sacramental, que es de orden ministerial.35 Las diferencias que denota la estructura jerárquica son las diferencias concretas que se despliegan en el servicio que prestan los distintos miembros de la comunidad para administrar, organizar y cuidar de la misma.

En la vida eclesial concreta, el carácter sacramental institucional de la Iglesia se registra en su relación con cada creyente, en la relación de las diversas comunidades con su Iglesia local (dirigida por el obispo), en la relación de los presbíteros con el presbiterio y con el obispo y, finalmente, en la relación de las muchas iglesias particulares con la iglesia universal, representada en el Colegio Episcopal y en el Papa. El momento concreto en el cual se crea la unidad y la integración dentro de la communio se expresa no muy adecuadamente con el calificativo jerárquico.36

Sin embargo, la función de este calificativo no es reducir en sentido uniformista la pluralidad diferenciada de la comunidad, sino contrarrestar la tendencia hacia el particularismo y conservar la Iglesia en una unidad vital y activa. Por tal razón, el elemento jerárquico que constituye la Iglesia es uno que se deriva de su autoconstitución histórica y social, de un proceso dinámico que no puede plantearse como una estructura estática e inamovible, indiferente a los cambios culturales y de sentido.

Además, la idea de jerarquía introduce un aspecto de dominio que no es evangélico. Lo que Jesús exige a su comunidad como alternativa al dominio es el servicio de aquellos que ejercen una tarea de responsabilidad y dirección entre los suyos (Mt 23,8ss.). En efecto, se ha preferido en el lenguaje eclesial, como también lo ha hecho el Concilio, hablar de ministerio. El orden sacramental manifiesta la diferencia siempre mayor entre este ministerio y el ministerio de Jesucristo. Por tanto hay que guardarse de transferir a la comunidad este orden como si fuera una relación de dominio.37


A MANERA DE CONCLUSIÓN: SENTIDO Y VALOR REDENTOR DE LA COMUNIDAD IGLESIA

Existe una tensión inevitable entre el carácter personal de un proyecto existencial de autodeterminación, que el sujeto elige libremente, y el hecho de que ni la forma ni el lugar donde se realice esta tarea pueden ser independientes de la comunidad a la cual pertenezcan. La persona cristiana vive esta misma situación, pero dos elementos hacen que ésta sea más compleja: por una parte, se reconoce que el don del amor de Dios es recibido sin mediación: Dios lo entrega gratuitamente. De otra parte, se cuestiona la función de mediación de la comunidad, de sus instituciones y sacramentos como mediaciones entre el cristiano y Dios.

Lo positivo de la inmediatez del amor de Dios se encuentra en reconocer que no hay ningún poder que pueda transformar a la persona desde su interior sino el poder del amor de Dios, que es su gracia. Esa conversión del sujeto al Reino no es fruto de una comprensión, de un juicio o un deseo interior, sino que el don de Dios impulsa tal deseo, comprensión y juicio, que va transformando al sujeto durante su vida de fe.

Sin embargo, como lo describe J. Komonchak, en la medida en que ese don se convierte en elemento constitutivo del sujeto, ha entrado al mundo mediado por el significado y regulado por el valor.38 Los principios constitutivos de la comunidad cristiana, la fe, la esperanza y el amor, la hacen diferente de otras comunidades; son al mismo tiempo los principios de la reconstrucción redentora que el mundo necesita. La Iglesia no se reúne alrededor de significados y valores sectarios, sino de significados y valores cuya concreta referencia es una dialéctica entre el pecado y la gracia que define el drama social e histórico de la existencia.39

Lo que distingue la Iglesia del mundo es precisamente aquello que relaciona la Iglesia con el mundo. Como argumenta J. Komonchak, esto se hace más claro en la afirmación central que hacen los cristianos sobre Jesucristo: que él es el salvador del mundo. La inteligibilidad intrínseca que halla Lonergan en esta creencia reside en que Dios no escoge remover la causa del pecado con un gran acto de poder. Conocemos en la fe que su mismo Hijo experimentó y enfrentó las consecuencias de ese pecado hasta la muerte, sin sumarse al peso ni a la masa del pecado y del mal. Con su amor y perdón transformó su muerte, consecuencia del pecado, en un acto de amor pleno en la entrega, cuyo fruto es un bien trascendente: la salvación y la reconciliación del mundo, principio de la nueva vida que el Padre le dio.40 La cruz se experimenta y comprende como acto de amor que se entrega plenamente, incluso en el dolor, para transformarlo desde el amor mismo.

Aceptar la cruz se encuentra entonces en el centro de la conversión religiosa cristiana, que define el significado histórico de Jesucristo, y expresa lo que significa confesarlo como Señor y Salvador. Es un cambio de posición que se decide por Jesucristo como camino por el que se puede ir interpretando, evaluando y ordenando el mundo.

El reto que trae el Evangelio es aceptar que el problema del mal no tiene una solución teórica, que sólo se resuelve en el día a día, cuando las personas deciden rechazar el mal y el momento del pecado acogiéndose al amor paciente, lleno de esperanza y capaz de perdonar que habita en ellos y que los cristianos conocemos como el Espíritu del Resucitado. "En su plenitud, la fe cristiana asume el reto de si esta práctica es solamente trabajo del hombre o si se ha convertido en la práctica de Dios mismo en la muerte y resurrección de Cristo."41

Estos significados y valores constituyen a la comunidad cristiana, que los vive y expresa en los sacramentos, en la libertad cristiana, en la intersubjetividad de sus miembros, en la autenticidad de su existencia humana y cristiana: todo ello permite comunicar y hacer presente en el mundo la redención que se realizó en Cristo y en el acontecer de la respuesta divina al pecado, que cuando se encuentra con el mal lo enfrenta y lo supera con paciencia, con esperanza y con un amor que perdona.

Como tal, en el mundo, la Iglesia es signo de la posibilidad de una experiencia personal y comunitaria del don del amor redentor de Dios, cuando comunica auténticamente el mensaje de Cristo, por medio del acontecer personal y comunitario de un proceso de conversión que se acoge a la práctica redentora del amor revelado en la cruz de Cristo; experiencia y conversión que ocurren mediadas por la tradición viva de la comunidad eclesial, por el lenguaje, las creencias y la libertad que ésta ofrece al cristiano.

La categoría "redención", como categoría general y también como categoría teológica, presenta dificultades para motivar de manera eficaz a la vida cristiana auténtica. Surge la pregunta sobre cómo se puede integrar la redención con la forma específica que tienen las comunidades de fe, con su comprensión del mundo, con su memoria existencial, personal y comunitaria, y con su experiencia del desarrollo y del bien humano.

De otra parte, si en los estudios humanos y sociales ha faltado profundizar en experiencias y formas humanas de vivir, concretas y creativas, que puedan ser fuente de recursos para elaborar posibles respuestas a los problemas humanos42, no hay razón por la cual la respuesta divina a la inautenticidad humana como problema del desarrollo no pueda ser tenida en cuenta dentro de esas fuentes, ya que esta respuesta se hace histórica y socialmente concreta en la Iglesia, en el significado y valor redentor que la constituyen para que los comunique al mundo.

Como no se puede desconocer que tal respuesta y acontecer redentor suceden en medio de la dialéctica entre pecado y gracia que forma parte de todo desarrollo humano, los significados y valores redentores de la Iglesia no se pueden separar del llamado constante a vivir una existencia humana y cristiana auténtica.


Pie de página

1Bravo, El marco antropológico de la fe, 15-16.
2Torres Queiruga, "La imagen de Dios en la nueva situación cultural", 103-116.
3Parra, "Corrientes actuales de eclesiología", 214.
4Neira, "El mundo occidental interroga al catolicismo", 72-73.
5Se recurre al Concilio Vaticano II como principio orientador para una eclesiología que enfrenta algunas de las encrucijadas que se le presentan a la Iglesia en los umbrales del tercer milenio: la creencia sin pertenencia, las expectativas de la nueva evangelización ante la crisis de la transmisión de la fe, el desenvolvimiento del sujeto eclesial, la verificación y la realización de la comunión, el desafío ecuménico y el diálogo interreligioso. Así lo expresa S. Madrigal en Vaticano II: Remembranza y actualización, 403-421.
6Lonergan, Método en teología, 9.
7Lonergan, "Natural Right and Historical Mindedness", 180-181.
8Ibid., 169-171.
9Lonergan, Método en teología, 33-60.
10Ibid., 57-60.
11Torres Queiruga, "La experiencia de Dios: posibilidad, estructura, verificabilidad", 35-53.
12Heiler, "The History of Religions as Preparation for the Co-operation of Religions", 142-153.
13Lonergan, Método en teología, 119.
14Lonergan, Método en teología, 342-344.
15Komonchak, Foundations in Ecclesiology, 152.
16Baena, "Evangelización y Evangelio", 36.
17Ibid., 46-47.
18Lonergan, Método en teología, 109.
19Komonchak, Foundations in Ecclesiology, 39.
20Baena, "Evangelización y Evangelio", 77.
21Komonchak, Foundations in Ecclesiology, 153-164. La siguiente exposición sigue el desarrollo que hace el autor, en el capítulo "The Church and the Mediation of Christian Self".
22Komonchak, Foundations in Ecclesiology, 162.
23Kehl, La Iglesia. Eclesiología católica, 39.
24Ibid., 41.
25Ibid.
26Kehl, La Iglesia. Eclesiología católica, 55.
27El desarrollo de la siguiente exposición sigue a grandes rasgos la presentación que hace M. Kehl de la comunidad de los creyentes como sacramento de la comunión de Dios (Kehl, La Iglesia, 55-117).
28Kehl, La Iglesia, 60.
29Ibid., 60-62.
30Kehl, La Iglesia, 64.
31Ibid., 65.
32Kehl, La Iglesia, 78.
33Ibid., 80.
34Kehl, La Iglesia, 44-45.
35Cfr. Kehl, La Iglesia, 93.
36Ibid.
37Ibid., 104.
38Ibid., 163.
39Es un trabajo que exige ubicarse en la especialidad teológica que se encarga de comunicar los significados y valores cristianos, para que sean compartidos por las comunidades de fe, y eficaces orientadores de su existencia humana y cristiana (Lonergan, Método en teologìa, 341-344).
40Komonchak, Foundations in Ecclesiology, 183.
41Ibid., 185. Traducción personal.
42Santos, El milenio huérfano, 12.


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