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Theologica Xaveriana

versión impresa ISSN 0120-3649

Theol. Xave. vol.63 no.175 Bogotá ene./jun. 2013

 

Pluralismo y espiritualidad tradicional : en América Latina. Fundamentalismo y sacralidad en la modernidad del subcontinente*

Pluralism and traditional spirituality in Latin America. Fundamentalism and sacredness in the modernity of the subcontinent

Pluralismo e espiritualidade tradicional em América Latina. Fundamentalismo e sacralidade na modernidade do subcontinente

Jorge Alexander Rayagli Cardona**

*Artículo de reflexión dependiente de la investigación "Dispositivos de producción de subjetividades juveniles universitarias", del Departamento de Formación Lasallista de la Universidad de La Salle, financiada por el Centro de Investigación en Estudios Sociales, Educativos y Políticos, CIEP, de la misma universidad. Código 243166. Recibo: 24-05-12. Evaluación: 05-09-12. Aprobación: 14-12-12
**Magister en Sociología y Licenciado en Sociología, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. Docente e investigador, Universidad de La Salle, Bogotá, y miembro del grupo de investigación Intersubjetividad en Educación Superior. Correo electrónico: jaravagli@unisalle.edu.co


Resumen

América Latina ha exhibido regularmente desajustes entre la armazón institucional secularizada y las cosmovisiones ancestrales sobre las que se anclan las nuevas ofertas religiosas del subcontinente. Podría pensarse entonces en la coexistencia de múltiples realidades históricas en la cultura religiosa latinoamericana, suelo propicio para la desarticulación entre la modernización técnico-científica institucional, los restringidos esbozos de modernismo cultural y las tradiciones religiosas históricas de la región. Es claro con ello que la laicización a ultranza, empujada por sectores medios de inspiración ilustrada, no se traduce automáticamente en la pluralización de la actitud espiritual en la cultura, como se evidencia en el auge de los nuevos movimientos religiosos de inspiración fundamentalista.

Palabras clave: Religión, laicismo, modernidad, cosmovisión, América Latina.


Abstract

Latin America has shown regular mismatches between its institutional secularized framework and the ancestral world-views that determine new religious proposals in the subcontinent. We could argue that there is a coexistence of multiple historical realities in the religious culture of Latin America, which constitute the perfect frame for a mismatch between the technical-scientific institutional modernization, the limited sketches of cultural modernism and the historical religious traditions of the region. This shows that secularization at any cost, promoted by middle-class sectors inspired by the enlightenment, does not automatically mean pluralization of spiritual attitudes in the culture, as it is evident in the raise of novel religious fundamentalist movements.

Key words: religion, secularization, modernity, world-view, Latin America.


Resumo

A América Latina tem exibido regularmente desajustes entre a armadura institucional secularizada e as cosmovisões ancestrais sobre as que se ancoram as novas ofertas religiosas do subcontinente. Poderia pensar-se então na coexistência de múltiplas realidades históricas na cultura religiosa latino-americana, solo propício para a desarticulação entre a modernização técnico-científica institucional, os restringidos esboços de modernismo cultural e as tradições religiosas históricas da região. Com isto fica claro que a laicização radical, empurrada por setores médios de inspiração ilustrada, não se traduz automaticamente na pluralização da atitude espiritual na cultura, como se evidencia no auge dos novos movimentos religiosos de inspiração fundamentalista.

Palavras-chave: Religião, laicismo, modernidade, cosmovisão, América Latina.


La aproximación desde las ciencias sociales a la diversidad religiosa promueve una interpretación histórica que prescinde de los conflictos actuales por la legitimidad -siempre al día en el universo de lo religioso- y que pretende abstraer de ese creciente abanico de posibilidades espirituales sus tendencias principales, para identificar los indelebles impactos de las dinámicas de la fe sobre el devenir de la sociedad.1

Y por supuesto, el desciframiento de las asimetrías estructurales que jerarquizan las opciones espirituales constituye también inexorable labor del investigador de lo religioso (el presente como historia), en tanto dicho ejercicio permite comprender los mecanismos simbólicos por medio de los cuales se constituyen e institucionalizan paradigmas hermenêuticos que oficializan determinadas lecturas; paradigmas que se sustentan, en el fondo, en anquilosadas hegemonías institucionales, ahora crecientemente cuestionadas por las nuevas situaciones.

Sin ánimo de promover una objetividad a ultranza de claro y optimista cuño positivista, sobre el abordaje sociológico a la realidad religiosa pende el deber de la reflexión y la constatación permanente, no para posicionar teorías explicativas -con los intereses de agenda que ello representa-, sino para no renunciar a la irrealizable pretensión ética de reflejar con fidelidad la enmarañada y caleidoscópica complejidad de lo real. Si en este camino de la investigación no comprometida, la academia coincide en sus definiciones con lecturas institucionalizadas y con ciertos intereses de poder, ello será inevitable, sin olvidar jamás el carácter provisional de los hallazgos entonces sostenidos, o el interminable deber de trascender, profundizándolos metódicamente, diagnósticos necesariamente provisorios sobre una realidad en transformación permanente, cuya diversidad difícilmente se deja abarcar por exégesis instituidas.2

Las encrucijadas de la transformación

Para aproximarse a las problemáticas de la laicización de las confesiones y el retroceso del clericalismo como posible correlato ineludible de la modernidad3, cabe distinguir de entrada los procesos de pluralismo y de pluralización. Podría decirse que pluralización alude a un proceso de transformación social de hecho, a la multiplicidad de procesos sociohistóricos que convergen en la emergencia de la pluralidad.

A su turno, el pluralismo responde a una actitud vital, una línea de pensamiento que si bien no se abre, al menos admite la pluralidad como situación, cuando no deseable, al menos inofensiva, no amenazante. Podríamos pensar que el pluralismo va desde el asertivo interés por la diversidad -desde la vanguardista percepción de ésta como riqueza y no como peligro-, hasta la simple aceptación (algo resignada) de la heterogeneización religiosa que produce la libre concurrencia de las confesiones.4 El relativismo implícito en esta última actitud tiene también amplias resonancias culturales, como veremos.

Que el pluralismo acompañe a la pluralización es una hipótesis difícil de comprobar en sí misma. Ya Lévi-Strauss criticó el enfoque de la Unesco en materia del entendimiento intercultural que debía producirse por la creciente interconexión comercial producida por la globalización.5 Como argumentó por entonces el antropólogo, el intensificado contacto entre los pueblos, en lugar de promover el interés por el conocimiento mutuo, puede por el contrario exasperarles e incrementar los roces hostiles entre ellos, lo cual a su turno intensifica la reacción fundamentalista, como hoy lo presenciamos en las metrópolis de la globalización, cuyos distritos étnicos se caracterizan cada vez más por la reivindicación estridente, jerarquizante y excluyente de sus particularidades, y no precisamente por el diálogo intercultural.

Este proceso de elocuente reafirmación culturalista y religiosa, impulsado en parte por la reconfiguración de los nacionalismos más fanáticos y su poder de marca nacional, nos habla -como visionariamente había sugerido Lévi-Strauss-del agotamiento histórico del pluralismo y de su correlato, el cosmopolitismo ilustrado.6

Y en nuestro subcontinente latinoamericano no están ausentes las manifestaciones de estos procesos globales de recreación fundamentalista de las identidades. De ello dan muestra las siguientes expresiones:

- La masiva acogida del pentecostalismo y sus diversas plataformas de experiencia de lo sagrado.
- Las multitudinarias aglomeraciones que emergen alrededor de la oferta de milagros intraterrenales, sea cual fuere su cuño religioso o mágico-sincrético.
- La creciente demanda experimentada por las plataformas políticas e ideológicas más radicales, con la consecuente polarización de la opinión pública alrededor de los temas más polémicos.
- Las movilizaciones sociales y étnicas simbólicamente agresivas producidas en el seno mismo de los epicentros urbanos de la Modernidad.

Estos, entre otros, pueden ser vistos como testimonio elocuente de una época que se desilusionó del individualismo moral de la Modernidad7, tal vez por haberlo experimentado más económica que políticamente, y usufructuó la incertidumbre implícita en el relativismo. Todo ello, para promover entre la población ideologías conservadoras -de izquierda o derecha- que proporcionaran una totalitaria oferta de cohesión como salvaguardia a la crisis -moral, económica, política- que se le atribuía a su definición del modernismo, oferta que realmente protegía intereses enconados, perpetuando así estructuras históricas de exclusión y marginación.

Si el pluralismo, asertivo o resignado al menos, puede pensarse en parte como sello de una educación modernizante, secularizante y racionalista, es claro que los procesos contemporáneos de reconfiguración comunitarista como modelo de organización social nos hablan de la instrumentalización política de la escuela como escenario de ideologización nacionalista -y unidimensional capacitación elemental-, y no como espacio de fomento del pensamiento autónomo o de la imaginación creativa.

Este desarrollo totalitarista de los presupuestos ilustrados de la Modernidad, así como el coqueteo permanente de la clase política democrática con el populismo, el autoritarismo y la religión habría inculcado -desde la cátedra, el púlpito y el tribunal-, en las nuevas generaciones, un escepticismo visceral hacia el individualismo racionalista ilustrado, que se encarna en los ideales de igualdad y fraternidad en la diferencia, empujando entonces a los pueblos hacia opciones identitarias de preferencias radicales y excluyentes orientadas hacia la discriminación y la reafirmación compulsiva de los particularismos y de las pertenencias como criterio de jerarquización social (raza, por ejemplo).8

Sin ánimo fatalista alguno, es claro que nuestras sociedades latinoamericanas exhiben, en materia de cultura y espiritualidad, tendencias que sugieren la revitalización de las identidades particulares y un rechazo en ocasiones abierto al universalismo cosmopolita que reivindica, al lado de la igualdad de los diferentes, la igualdad de los iguales.9

Este auge de las opciones morales más conservadoras, transversal a varias espiritualidades, expresaría no solo una contingencia histórica producto de la globalización y un rechazo frente al impersonalismo de sus relaciones sociales, o una instrumentalización complotista desde las élites de las creencias del pueblo (explicación simple y recurrente que cuestionaremos más adelante), sino quizás fundamentalmente unas continuidades simbólicas de larga duración propias del subcontinente latinoamericano. Éstas habrían permanecido latentes ante unos procesos de modernización institucional que no habrían alcanzado eco suficiente en procesos de modernización cultural, especialmente al no establecer diálogo eficiente con los entramados de las religiosidades populares en los que subsistirían con vigor las cosmovisiones ancestrales bajo el ropaje católico.10

Por ello, quizás ante la amenaza de homogenización que sugiere el concepto de ciudadanía laica -piénsese en el secularismo cultural que el gobierno francés intenta imponer por la fuerza de la ley sobre sus pluralizada población11-, muchas naciones no occidentales reaccionaron hostilmente frente al occidentalismo laico, reivindicando sus pertenencias y negándose a lo que percibían como amenaza de asimilacionismo, pérdida de identidad cultural y vaciamiento de las fuentes sociales de la cohesión comunitaria y la autoestima personal, que han subsistido durante largo tiempo como tradiciones latentes bajo la modernización técnica de las condiciones de vida.12

Quizás al experimentar el desenfrenado afán de lucro que caracteriza la faceta capitalista neoliberal de la modernidad, dimensión que aún subordina las esferas de decisión democrática en las naciones occidentales, muchas comunidades locales -según Huntington- interpretaron las apuestas occidentales por la ciudadanía y por libertad individual en la base del orden social como una amenaza de disolución de los vínculos ancestrales que encarnaban su memoria, su identidad y los preceptos morales que garantizaban su permanencia histórica.

Tales interrogantes y suposiciones nos hablan del desencuentro que se está produciendo entre los ideales pluralistas de la Modernidad y el fundamentalismo identitario y religioso que se expande, tanto en los epicentros como en los márgenes de la globalización, quizás como una reacción hostil frente a la pluralización y la saturación demográfica que la integración de los mercados promueve.

En otras palabras, este desajuste entre culturas históricas plantea un signo interrogante sobre nuestra época, mientras que la perspectiva moderna del individualismo moral da señales cada vez más certeras de agotamiento, e incluso fracaso en su realización institucional (política, económica). Con ello, da pie a consideraciones sobre la posmodernidad y la reconfiguración del orden cultural, a la luz de ideas como el collage de pertenencias y la tribalización de las identidades13, teniendo indudablemente en mente las asertivas aglutinaciones producidas alrededor de las culturas juveniles y sus frenéticas dinámicas de consumo cultural.14

El enfoque del choque de civilizaciones

Más allá de decretar la superación del paradigma ilustrado, estos escenarios que combinan pluralización de facto y antipluralismo (fundamentalismo) nos plantean interrogantes sociohistóricos y culturales que exigen pesquisas más precisas y contextualizadas que generalizaciones abusivas. Samuel Huntington, autor reconocido por la internacionalización de su planteamiento y por su cercanía a la Casa Blanca, habla de la fórmula modernización técnico-económica (industrialización, tecnología) de los países no occidentales, combinada con la ausencia de un modernismo cultural que encarnase el orden institucional democrático y la interiorización social de los principios de ciudadanía -incluida la laicidad intrínseca de las ciudadanías múltiples y multiculturales-, como criterio para comprender la súbita revitalización del fundamentalismo en la sociedad internacional contemporánea:

Los movimientos favorables al renacimiento religioso son antilaicos, antiuniversalistas y, salvo en sus manifestaciones cristianas, antioccidentales. Además se oponen al relativismo, egoísmo y consumismo asociados con lo que Bruce B. Lawrence ha denominado "modernismo", como distinto de "modernidad". Por lo general no rechazan la urbanización, la industrialización, el desarrollo, el capitalismo, la ciencia ni la tecnología, ni lo que todo esto supone para la organización de la sociedad. En este sentido, no son antimodernos. Aceptan la modernización, como observa Lee Kuan Yew, y "lo inevitable de la ciencia y la tecnología, y el cambio en los estilos de vida que traen consigo", pero son "poco receptivos a la idea de ser occidentalizados". Ni el nacionalismo ni el socialismo, afirma Al-Turabi, produjeron desarrollo en el mundo islámico. "La religión", sin embargo, "es el motor del desarrollo", y un Islam purificado desempeñará en la época contemporánea un papel parecido al de la ética protestante en la historia de Occidente, pues el Islam no es una religión incompatible con el desarrollo de un Estado moderno. Los movimientos fundamentalistas islámicos han sido fuertes en las sociedades musulmanas más avanzadas y al parecer más laicas, como Argelia, Irán, Egipto, Líbano y Túnez. Los movimientos religiosos, incluidos particularmente los fundamentalistas, son muy dados al uso de los medios de comunicación y las técnicas de organización modernas para difundir su mensaje, algo muy claramente ejemplificado por el éxito del tele-evangelismo protestante en Centroamérica.15

La expansión del espíritu de las luces, la generalización del racionalismo como fundamento del orden social -diagnóstico ilustrado sobre el devenir de la Modernidad- concebía, un tanto entusiasmadamente, que el progreso material de los pueblos estaba aunado a una superación de los tradicionalismos concebidos como obstáculos supersticiosos y oscurantistas que obnubilan la razón y el juicio sensato.

Para Huntington, la revitalización de las identidades en el mundo moderno no sería consecuencia de una estrategia política o económica dirigida desde las élites para promover significantes que movilicen de manera eficaz las poblaciones en pro de intereses particulares disfrazados de ideas generales. Esta interpretación, muy conectada con la noción marxista de ideología, haría hincapié en la idea de conspiración para enmascarar intereses de clase mediante el ropaje nacionalista o fundamentalista-religioso.

Si bien Huntington no desprecia el surgimiento de plataformas políticas conservadoras y tradicionalistas como importante motor de este proceso de reconfiguración identitaria a nivel planetario, no le atribuye a tal oportunismo político un carácter causal o determinante de la situación. Por el contrario, afirma precisamente ese carácter conveniente de la transformación simbólica nacionalista o tradicionalista de -por ejemplo- los líderes políticos de las naciones musulmanas u orientales; es decir, como si al referirse a tales estrategias proselitistas sugiriera que responden a una situación sociocultural que ya se caracterizaba por esa reafirmación identitaria casi en sentido compulsivo, y no por una ideologización de la sociedad llevada a cabo desde las élites. Es como si las causas -si en ciencias sociales puede hablarse categóricamente de causalidad-estuviesen, no en los dispositivos simbólico-discursivos del poder, sino en otro lugar, quizás en la demanda por un liderazgo a la vez político y simbólico, y reversaran desde la presión de base el presupuesto secularizador de la separación de poderes.16

Bien de origen demográfico (el incremento de la magnitud y la presión de las nuevas generaciones, como en el caso de los países islámicos), económico (el fortalecimiento impresionante de sus economías, como en Japón y en el milagro del Este Asiático), o migratorio (la intensificación de los flujos de poblaciones y la consecuente reacción discriminativa y xenófoba), la indigenización cultural, la reafirmación identitaria parece un signo, un destino de nuestra época, estrechamente relacionada con los desiguales procesos de globalización de los mercados.

Pareciese entonces que a la luz de nuestro cuestionamiento inicial sobre el desencanto posmoderno del cosmopolitismo ilustrado podría afirmarse que los pueblos del mundo no solo parecen abocados a esos procesos de reivindicación de sus particularidades por un rechazo consciente y deliberado del individualismo liberal moderno y del estilo de vida laico y urbano que se expande con la globalización. Complementariamente, parecieran existir procesos sociales, históricos, estructurales carentes del control humano, que enmarcan y contextualizan el escenario cultural de la reafirmación identitaria, y hacen atractivo, a los ojos de la comunidad nacional, el llamado al fundamentalismo.

La historia del errático, arrogante e irresponsable intervencionismo militar y político estadounidense, y de las potencias occidentales en países islámicos y asiáticos durante el siglo XX, como triste ejemplo de la vanguardia armada de la civilización occidental, daría pistas sobre episodios de estas continuidades históricas que enmarcan las demandas populares contemporáneas, de manera que abandonemos la imagen de un tradicionalismo necio y arraigado en las culturas populares no occidentales.17

Presupuestos de mundo

Recordemos que la identidad cultural reafirma los presupuestos cognitivos del mundo como orden significativo, garantizando de esa manera la coherencia existencial -sentido de la vida, individual y colectivo- y la cohesión social.18 Por ello, una amenaza al núcleo identitario se experimenta como profunda crisis moral y existencial que conmina los fundamentos del orden social y de la autoestima personal.

No se trata solo de necedad o terca ignorancia en el arraigado conservadurismo popular. Tal percepción abiertamente simplificadora responde más a un prejuicio racionalista de origen ilustrado que percibe la multiculturalidad desde la óptica dicotómica razón-ignorancia, análoga a la de luz-oscuridad19, que a un conocimiento genuino de la alteridad en su profundidad plena, incluso la más próxima e inmediata geográficamente, paradójicamente la más ignorada.

Por ello, la pregunta por el resurgimiento del fundamentalismo debe dejar de ser una sorpresa absoluta para nosotros, como piensa Bauman.20 El retorno a la tradición, como baluarte de las certezas personales y de la cohesión social, está surgiendo como inevitable tentación, en tanto antídoto contra la incertidumbre característica del laicismo occidental moderno.

Si bien existen contextos económicos, demográficos, histórico-sociales (saturación demográfica, acelerado crecimiento macroeconómico) que propician la reafirmación identitaria compulsiva, no debe olvidarse que entre las tropos retóricos más recurrentes, en los extremismos religiosos o culturales, se encuentra el de satanizar, caricaturizándolo como el grado sumo de la disolución social, el sistema de relaciones sociales modernas, que se caracteriza por el predominio de las interacciones funcionales y las relaciones sociales secundarias.21

Y frente a este telón de fondo de la primacía del impersonalismo moderno, la homogeneidad que encarna el credo y las costumbres compartidas se ofrece atractivamente como garantía de conservación contra la fragmentación comunitaria y la anarquía sociocultural. Entre otras cosas, porque la fe también puede operar como antídoto contra la insignificancia de la existencia humana. Precisamente, al localizar la vida en una teodicea providencial, lo que equivale a decir, en un contexto significativo sagrado, la espiritualidad inscribe la existencia en una finalidad intrínseca y le evita asumirse como mera factualidad, como accidente.

Según Weber22, toda religión -lo que incluye tanto las vertientes fundamentalistas monoteístas como las cosmovisiones politeístas de la religiosidad popular- lidia con el problema del sentido de la muerte y el sufrimiento, y brinda una perspectiva última y trascendente, terrenal o ultraterrenal, en la que el dolor adquiere sentido como mecanismo purificador o dignificador de la vida. Es comprensible, entonces, que privar, desde una óptica secularista radical, a la existencia de los presupuestos morales que garantizan las identidades sólidas y las estructuras sociales fuertemente cohesivas, consistiría en abocar a las comunidades unidas por la creencia a una crisis de sentido que conduce inexorablemente a la desesperación y, desde su punto de vista, a la disolución individual o colectiva.

¿Sociedad sin religiones?

El ideal de la humanidad libre de ataduras religiosas respondió, en su momento, a las corrientes decimonónicas de pensamiento filosófico alrededor de la emancipación racionalista del fanatismo religioso. Bien en su versión positivista, en la aspiración ilustrada23 o en la perspectiva materialista24, la humanidad se libraría -mediante los conocimientos científicos- de los yugos de conciencia que prescribe la obediencia irrestricta a ordenamientos sagrados que obnubilan su razón.

En este pensamiento, las representaciones provenientes de la religión serían producto del oscurantismo, ya que conducen al hombre, en muchos casos, a comportamientos aberrantes, en los que la pasión desbocada, incluso espiritualmente motivada, se manifiesta a rienda suelta, sin ningún tipo de escrúpulos morales. Para Marx, por ejemplo, la emancipación de la conciencia conduciría inevitablemente a la transformación social que desmontaría la monarquía absolutista europea, cuyo fundamento cultural es el cristianismo -revolución ya llevada a cabo por los ideólogos de la burguesía- y finalmente a la desarticulación misma del estado burgués, con su sociedad civil no religiosa aunque sí inhumanamente opresiva y masivamente enajenada.

Como puede verse, los pensadores racionalistas que sentaron las bases del pluralismo llegaron a concebir la tolerancia no como fin en sí mismo, sino como paso previo en el rumbo hacia una sociedad absolutamente emancipada de las imaginaciones fantásticas con pretensión de sacralidad -del cuño que fuesen-, e incluso de las contradicciones sociales que hacen a los pueblos proclives a adherirse acríticamente a dichas cosmovisiones.

Es claro que el pluralismo contemporáneo no comparte estos lineamientos racionalistas de una evolución de la conciencia humana desde la credulidad primitiva hasta el agnosticismo o el ateísmo modernos. Tal posición desconocería la importancia social de la religión como insustituible fundamento de la cohesión social y sobreestimaría el papel del humanismo ateo como base de un orden ciudadano fundamentado en las libertades y en el ejercicio de la razón.

Nuestra época, sin preescribir arbitrariamente la desaparición de lo religioso, aboga por una actitud abierta hacia experiencias alternativas de lo sagrado, y reivindica respeto hacia todas ellas con base en la igualdad de las manifestaciones culturales y, por ende, respeto hacia su especificidad. Este pensamiento, por más cauteloso que se muestre hacia la devociones intensas, invita a quienes lo adoptan a abandonar las jerarquías totalizantes que estructuran la percepción de la diferencia e incluso a interesarse por formas religiosas que rayen, para algunos credos, directamente en la herejía, con la presuposición de que allí puede hallarse, si bien en modo negativo, una verdad sobre las relaciones humanas con lo divino.

Tal es el caso, por ejemplo, del interés y respeto que la postura pluralista solicita para prácticas mágicas, como la brujería, y el uso de lo prohibido para utilizar la divinidad en beneficio propio, o directamente en perjuicio ajeno. ¿Se rompe, en estos casos, como en la magia negra, la legitimidad moral de lo religioso y se rozan los límites del pluralismo?

Con este planteamiento, queremos resaltar -entre otros aspectos- cómo la noción misma de pluralismo, tan deseable para la modernidad occidental, entraña problemas cognitivos que dificultan su aceptación general y nos dan pistas para no sorprendernos por el carácter intenso que ha tomado el resurgimiento del fundamentalismo. Entre tales problemas, uno de los más importantes es el cuestionamiento implícito que conlleva el pluralismo, al sugerir, como requisito de su aceptación, una relativización intrínseca del orden del mundo inculcado y socialmente aceptado: cuando se postula, explícita o implícitamente, la igualdad de las culturas humanas, la centralidad o la absoluta veracidad de la cosmovisión social-personal, aquella con la cual está fuertemente atada la autoestima se cuestiona.

Sin caer en la crítica ultraconservadora al pluralismo, es claro que su aceptación tiene consecuencias relativizadoras que no se asumen fácilmente, a menos que haya cierta familiarización con la perspectiva racionalista e individualista moderna sobre la realidad esencialmente desacralizadora del mundo, que haya proveído la cercanía con cierto bagaje educativo-científico como capital cultural.25

Por ello, el objetivo de exigir la tolerancia, bajo la fuerza de la ley, como actitud cívicamente correcta hacia lo sagrado, a una ciudadanía que aún no se comprende a sí misma bajo los presupuestos cognitivos modernos que le fundamentan como tal, sino mediante la representación colectiva ancestral de pueblo acogido en el seno de la divinidad, ofrecerá amplias dificultades, como parece exhibirlo con elocuencia la historia colombiana.

Tradicionalismo y tolerancia: la cosmovisión popular

Por ello planteamos que la adhesión a las cosmovisiones ancestrales, esas que poderosamente subsisten en nuestras devociones populares, dificultan la aceptación irrestricta del pluralismo como apertura hacia otras experiencias de lo sagrado, en la medida en que éste sugiere la igualdad de las manifestaciones religiosas como testimonios del espíritu humano.

Sin embargo, tampoco podemos exagerar cierto hermetismo del tradicionalismo. Si bien es cierto que la tolerancia intercultural se presenta con más frecuencia entre los sectores de alto nivel educativo que entre los sectores menos favorecidos, también ocurre lo contrario. La erudición, por ejemplo, producto de la alta educación, exhibe en muchas ocasiones un dogmatismo que no tiene qué envidiarle al fundamentalismo religioso y que lo hace útil, a pesar de sus voluminosas magnitudes de información, a los intereses más diversos.

A su turno, el paganismo popular exhibe altos grados de apertura, y acoge -como lo hicieron los nativos americanos que recibieron a los cristianos en la conquista de América- la alteridad como una expresión diferente del mismo sentimiento espiritual e incorpora así la predicación del otro en un panteón ampliado que no monopolizaba la legitimidad de lo sagrado, como sí ocurría en la religión de los conquistadores.26

Bien lo resalta también González27: la evangelización indígena en América Latina no se caracterizó precisamente por su fidelidad a la ortodoxia promulgada por la Iglesia. Por el contrario, cuenta este autor que las comunidades religiosas que desarrollaron la labor de adoctrinamiento de los indios corroboraron que estos acogían la fe cristiana en sus propios términos, es decir, reinterpretando las verdades del dogma en sus coordenadas culturales.

Esto era atribuible, más que la impericia de los predicadores, a una situación de interculturalidad intrínseca, ontológica que hacía de tal interpenetración una consecuencia inevitable. Es más: González relata también que muchos evangelizadores, al aprender las lenguas indígenas, encontraron que numerosos contenidos dogmáticos eran literalmente intraducibles y requerían de arduos rodeos cuyas imprecisas metáforas abrían la puerta a la distorsión-adaptación del mensaje salvífico en los términos culturales nativos.

No se trataba aquí de una necedad producto de siglos de ignorancia -juicio ciertamente eurocéntrico y arbitrariamente racionalista-, sino específicamente de la imposibilidad del sujeto de prescindir de los fundamentos epistemológicos de su cultura, aquellos que precisamente proveen las bases del consenso implícito de la colectividad e instituyen al sujeto como ser social.

Como lo indica la sociología de la religión28, en esas comunidades en las que lo religioso aún no se ha monopolizado en un cuerpo burocrático especializado y la competencia cognitiva sobre lo sagrado todavía se encuentra generalizada en la población, la especulación teológica no reclama un lugar privilegiado y preferente, en tanto la casta sacerdotal no alcanza el desarrollo significativo para reivindicar la exclusividad de la imaginación sobre la trascendencia.

Esta democratización de lo religioso se expresa, por ejemplo, en la magia, una de las fuerzas históricas más importantes en el desarrollo de la fe. Ella consiste en la manipulación de lo sagrado para alcanzar beneficios particulares y se desarrolló siempre como rol especializado paralelo al sacerdote, por definición guardián del culto colectivo y tribal.

Así, el credo compartido que instituye la identidad colectiva y la pertenencia se encuentra en estas sociedades menos sublimado en materia dogmática; pero así mismo se corrobora más consistente en su manifestación experiencial, sin que presente aún la distinción radical entre laico y sacerdote, o profano y especialista, distinción que, para Bourdieu, por ejemplo, se expresa en la desposesión estructural por parte del primero de la habilidad religiosa del segundo. Tal es la línea evolutiva inexorablemente seguida por las religiones que encarnaron históricamente en la forma burocrática especializada iglesia, como el Catolicismo Romano o la Iglesia Ortodoxa eslava.

Si bien los imperios amerindios precolombinos contaban con una casta sacerdotal delineada y fuertemente establecida, que ejercía un dominio reconocible sobre las poblaciones que le profesaban devoción a los dioses, es claro que el carácter mismo de su religiosidad les orientaba hacia una cosmovisión abierta, no dogmática: porque sus creencias no prescribían un monoteísmo exclusivista sino un panteón amplio y densamente poblado que exhibía orientaciones animistas y panteístas, y éstas incorporaban la creencia ajena y monoteísta de los conquistadores a su universo cultural, traduciéndola, irremediablemente, a sus propios términos.

Es decir, lo que los europeos llamaron despectivamente paganismo como religión campesina, tradicionalista y naturalista, se caracterizó por un sincretismo fundamental que amalgamaba los dioses imperiales con los de los pueblos subyugados por su poder. Dicho entramado estaba unido por un espíritu teísta que consideraba lo sagrado como onmipresente en la naturaleza y en la cotidianidad de la vida del pueblo.

Este espíritu de las cosmovisiones ancestrales29, presente también en los pueblos amerindios, no generaba una dogmática monoteísta maniquea que estructurara la percepción del mundo en torno de la dicotomía espiritual verdadero-falso, y fue la que abrió el espíritu de los indígenas al extranjero colonizador como un mensajero de los dioses.

Por esto, puede hablarse de un pluralismo intrínseco en la cosmovisión popular, que incorpora -sin problemas éticos- ideas, experiencias y prácticas ajenas a su cosmovisión como expresiones distintas de unas nociones básicas de lo sagrado, las cuales son constitutivas de su cultura, ya que constituyen su punto de vista cosmovisional de la realidad.

Al parecer, la falta de burocratización de la administración de lo religioso, incluso en las formas imperiales amerindias, se relaciona con un desarrollo espiritual en este sentido animista, en tanto no marca la monopolización del ejercicio religioso por parte de la casta sacerdotal y la correlativa desposesión de los laicos de dicha competencia. Así lo exhibe Martin alrededor de la ligazón entre pentecostalismo y cosmovisiones indígenas:

Es evidente que el pentecostalismo [...] permite a muchos de sus seguidores obtener un poder en sus vidas que les puede infundir simultáneamente la posibilidad de "mejorar" y de acceder a nuevos bienes de todo tipo, espirituales y materiales, y a la vez los pone en contacto con cargas y descargas espirituales albergadas en lo profundo de la cultura nativa, sea esta negra, indígena o latinoamericana. Los recursos de largo plazo en que ahora se basa la vida de las personas se remontan a las tradiciones del avivamiento protestante y a los antiguos mundos espirituales de los campesinos indígenas y de los esclavos africanos.30

Según Bastián31, esta cosmovisión ancestral, de raigambres indígenas, habría subsistido en el marco del catolicismo popular latinoamericano -tan pletórico en prácticas sincréticas, y nunca incorporado del todo al purismo sacramental de la Iglesia-, y sería uno de los motores básicos de la pluralización contemporánea experimentada en América Latina. Se constituye así un marco cosmovisional de las prácticas relativas a lo sagrado que sellaría como común denominador las diferentes opciones de fe que actualmente coexisten en este subcontinente. Esto, a su turno, explicaría la carencia de efectos modernizantes del protestantismo en nuestras latitudes, como Bastián y otros autores lo resaltan.32

Por ello, la sugerencia misma de la laicidad, que relativiza expresa o implícitamente el universo de lo sagrado, difícilmente está encontrando acogida en la cosmovisión tradicional latinoamericana. Ésta -como se mencionó- parece caracterizarse por un sincretismo pleno, tanto en sus contenidos como en sus prácticas, incluso allí donde la hallamos en el marco de religiones monoteístas moralmente rígidas y dogmáticamente en guardia frente a toda influencia pagana, como en el protestantismo local de tradición anglosajona que desemboca en el evangelicalismo y pentecostalismos de la región.

Si bien sus adherentes adoptan radicalmente al dogma monoteísta cristiano que funda su fe, en la práctica, se incursiona sustantiva y recurrentemente en experiencias pneumáticas y carismáticas que operacionalizan el politeísmo intrínseco, si no en la religiosidad, sí en la cosmovisión popular. Es decir, según los investigadores mencionados, la espiritualidad ancestral indígena que perviviría en la cultura popular latinoamericana constituiría un marco o esquema cultural fundante. Éste funcionaría como filtro cognitivo de las diferentes religiones -incluso las radicalmente monoteístas-, al acogerlas en su espíritu sincrético, e impregnarlas irremediablemente con un hálito plural, que diversificaría -incluso en una sola tradición- las instancias de contacto con lo sagrado; además, en sus formas exteriores exhibiría las modalidades más extáticas y polifacéticas de la experiencia religiosa, como efectivamente lo ilustra el actual pentecostalismo latinoamericano.

Sin el ánimo de sustancializar una metafísica alma latinoamericana, es claro que este hipotético espíritu abierto del paganismo frente a la intercultu-ralidad religiosa se sustenta en un teísmo generalizador que se hallaría en la base de la cosmovisión ancestral. Ésta encarnaría en las más diversas manifestaciones religiosas del hombre ancestral, como lo caracteriza Eliade33, lo cual incluye las consideradas más mezquinas en tanto paganas y poco elaboradas dogmáticamente.

Ello conduce, entonces, a concebir las creencias populares no como producto de una ignorancia tozudamente materialista y espiritualmente precaria, con lo cual las estaríamos juzgando desde el punto de vista racionalista occidental que privilegia la abstracción lógica sobre la plétora imaginativa y sobre la riqueza inherente en la materialidad misma. Muy por el contrario, asumir la interculturalidad como ontologia implica ampliar los enfoques de mira, de manera que no se apliquen categorías de juicio y percepción descontextualizadas que tergiversen los sentidos inscritos en las prácticas alternativas, y tratar de verlas desde su propio punto de vista, para ponerlas en diálogo con el propio, y así hallar su fertilidad y aporte a la comprensión del espíritu humano.

Conclusiones

Puede verse que el pluralismo, como política y como actitud vital, remite no solo a la actitud racionalista ilustrada, de raigambre occidental, que le dio a luz. Por el contrario, este espíritu de apertura hermenéutica hacia otras experiencias de lo sagrado existe, en forma menos racionalista y laicista, en las cosmovisiones ancestrales y en las religiosidades populares en donde éstas aún laten y en las que tal forma particular del laicismo se manifiesta.

Lejos entonces de ser un patrimonio exclusivo de intelectuales formados en la tradición occidental, el multiculturalismo, tal vez no como doctrina sino como espíritu, como actitud que se manifiesta en el alma del hombre primitivo estudiado por Eliade, aún vive en nuestras abigarradas tradiciones de romerías y rosarios, como sugiere elocuentemente Frazer para el caso indoeuropeo.34

En el curso de la modernización de las naciones, la separación del poder político y religioso tiene profundas consecuencias para la cultura de los pueblos. Y si tal proceso abiertamente secularizatorio se lleva a cabo en un sentido autoritario, de arriba hacia abajo, sin representar las espontáneas aspiraciones populares, es probable que -en el mediano o largo plazo- el devenir democrático lo revierta, ya que el tradicionalismo del electorado le dejaría sin bases, avocando a la nación hacia formas más autoritarias y culturalmente menos inestables.

Y esto no podría atribuirse -como ya se dijo- a una ignorancia oscurantista en la mente de las masas. Sugerirlo supondría a los actores sociales bajo la representación de vacío e ignorancia supersticiosa, considerando que en ellos las formas universales del conocimiento son sustituidas por analogías mágicas fundamentadas en el deseo y no en la recta deducción. Esta incapacitación y desposesión radicales de la agencia espiritual-motivacional del sujeto, que le convierte en objeto educativo susceptible de iluminación propedéutica occidental -etnocéntrica noción que no esconde su origen racionalista-, se contrapone al diálogo de saberes y las ciudadanías múltiples, necesaria evolución de una civilidad occidental que ya no puede desconocer arrogantemente las religiosidades ancestrales como estructuradoras de sentido de la realidad y la vida.35

Muy por el contrario, las múltiples tradiciones populares constituyen el trasfondo interpretativo de las ideologías promovidas desde las élites, y usualmente los políticos exitosos presienten que su imaginario social debe ajustarse con y asentarse en estas tradiciones para alcanzar la popularidad y el éxito electoral en sistemas democráticos. Este proceso de anclaje entre ideas y cosmovisiones, mediante la persuasión discursiva y el dispositivo retórico, y no la estructuración mecánica de la conciencia, mediante la dialéctica entre sufrimiento real y el narcótico religioso del opio del pueblo, nos habla de los filtros interpretativos que orientan la imaginación de los pueblos y del subrepticio pero poderoso funcionamiento de los arquetipos ancestrales en la mente de los hombres, incluso la de aquellos inscritos en las espiritualidades más depuradas y sublimes éticamente, como el monoteísmo cristiano.

Y precisamente allí, donde las instancias de poder e influencia prescriben la igualdad de todas las confesiones, también aseveran implícitamente la relatividad de todas ellas, sugiriendo como única consecuencia lógica y como única verdad la incertidumbre a la que tal actitud política aboca a las comunidades bajo el seno del Estado. Cabe entonces preguntarse si el pluralismo inevitablemente desacraliza el mundo, siguiendo su más pleno sentido racionalista occidental, con lo cual abre el paso al atractivo de la reacción fundamentalista; o si por el contrario, logramos que la apertura hermenéutica y cosmopolita hacia la diversidad espiritual, por parte de los estados modernos y los pueblos milenarios, no prescriba, explícita o implícitamente, una muerte del sentimiento religioso, que ha inspirado más que guerras en la mente de los hombres.

Para ello, para contrarrestar efectivamente la estrecha tecnificación y vaciamiento de la conciencia que traen aparejados la globalización del neo-liberalismo y su fin de la historia, es claro que el modernismo más ingenuo y optimista debe sacudirse creativamente de la triste unidimensionalidad excesivamente racionalista de Occidente, de manera que el pluralismo no prescinda de un sentido de lo sagrado más allá de todas las confesiones históricas.


Pie de página

1Ver a Bourdieu, "Génesis y estructura del campo religioso", especialmente, 32-34.
2Ver a Weber, El político y el científico. Al respecto de las pretensiones explicativas-interpretativas de su propuesta conceptual sobre el tema, este autor sugiere: "La terminología que presentamos aquí [en sus definiciones preliminares sobre sociología de la religión] no se propone reducir a esquemas la infinita y polifacética realidad histórica, sino solamente forjar conceptos útiles para finalidades especificas, y a manera de orientación." (Weber, Sociología de la religión, 45).
3Ver, por ejemplo, a Berger y Luckmann, Modernity, Pluralism and the Crisis of Meaning, 28-39; Beltrán, De microempresas religiosas a multinacionales de la fe, especialmente, 21-37.
4Ver a Gross, "Religious Diversity: Some Implications for Monotheism", CrossCurrents, http://www.crosscurrents.org/gross.htm (consultado el 12 de marzo de 2012); Gamboa, "Del macroe-cumenismo a la cooperación interreligiosa", 11-25, Maamorím del rabino Richard Gamboa Ben-Eleazar, http://rabinorichard.lacoctelera.net (consultado el 21 de febrero de 2012); Panikkar, "El escándalo de las religiones", 173-182.
5Ver a Stoczkowski, "Claude Lévi-Strauss y la Unesco", 5-9, El Correo de la Unesco, 2008, http://unesdoc.unesco.org/images/0016/001627/162711s.pdf (consultado el 30 de septiembre de 2011).
6Como puede verse, por ejemplo, en Voltaire, Tratado de la tolerancia.
7Ramírez, "Individualismo moral e individualismo egoísta: herramientas conceptuales en la teoría de Durkheim para el análisis de un problema contemporáneo", 35-39.
8De Certeau, La debilidad del creer, 93-140 y 231-254.
9García Villegas, "La igualdad de los iguales", El Espectador, 29 de julio de 2011, http://www.elespectador.com/impreso/opinion/columna-288113-igualdad-de-los-iguales (consultada el 30 de septiembre 2011). Frente al principio de igualdad, la Corte Constitucional colombiana ha señalado, por ejemplo: "Es objetivo y no formal; él se predica de la identidad de los iguales y de la diferencia entre los desiguales. Se supera así el concepto de la igualdad de la ley a partir de la generalidad abstracta, por el concepto de la generalidad concreta, que concluye con el principio según el cual no se permite regulación diferente de supuestos iguales o análogos y prescribe diferente normación a supuestos distintos. Con este concepto solo se autoriza un trato diferente si está razonablemente justificado." (Sentencia C-221/92 MP Alejandro Martínez Caballero, 1992). Como puede verse, la reivindicación asertiva de las particularidades encuentra espacio dentro del Estado de Derecho como complemento del principio de igualdad jurídica —es parte constitutiva de su objetividad en tanto reconocimiento de la pluralidad en un marco de justicia para con ella—, ya que la cabal aplicación de éste implica justificar el trato diferente cuando la homogeneidad desconozca las particularidades, y vulnere así, paradójicamente, la equidad en el acceso a los medios de autoafirmación y reconocimiento. Sin embargo, lo que claramente experimentamos en la contemporaneidad religiosa latinoamericana apunta al surgimiento compulsivo de las particularidades étnicas o religiosas, al punto de reivindicar con ellas paradigmas de refundación del Estado, asociados a concepciones culturales que atentan frontalmente contra el principio de igualdad, en especial, al elevar el particularismo a la categoría de universal necesario espiritual y moral. Véase, para el caso pentecostal en la política, a Cepeda, Clientelismo y fe: dinámicas políticas del pentecostalismo en Colombia. Para la tensión entre universalismo-particularismo en la estructuración moderna de la democracia, véase a Parsons, El sistema social, 193-212.
10Bastián, La mutación religiosa de América Latina, 73, 97; Ravagli Cardona, "De lo popular en la cultura: problemas analíticos en el estudio de los pentecostalismos latinoamericanos", 102-111. Sobre la relación entre modernización institucional y modernismo cultural, ver a Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire: la experiencia de la Modernidad, 81-128.
11Jackson, "European Institutions and the Contribution of Studies of Religious Diversity to Education for Democratic Citizenship", 27-32.
12Sobre este punto, ver a Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, especialmente, 65-73.
13Sanabria, "¿Creer o no creer?: he ahí el dilema", 64-68.
14García Canclini, "El consumo cultural: una propuesta teórica".
15Huntigton, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, 119.
16González, Poderes enfrentados: Iglesia y Estado en Colombia, 21-33.
17De manera relacionada con esta argumentación, aunque desde orillas intelectuales diversas, ver a Olson, "The Essentiality of "Culture in the Study of Religion and Politics"; Cadge, Levitt y Smilde, "De-Centering and Re-Centering: Rethinking Concepts and Methods in the Sociological Study of Religion", sobre el vínculo entre religión y política mediante la estructuración cotidiana e interactiva, desde espacios informales fuera de las congregaciones, de la cultura espiritual como visión de la sociedad, y no como reduccionista manipulación desde el poder (hipnótico lavado del cerebro). Para el carácter cognitivo y no meramente discursivo de la creencia religiosa, ver también a Barret, "Cognitive Science of Religion: Looking Back, Looking Forward", 231-236.
18Eliade, El mito del eterno retorno: arquetipos y repetición, 34-58.
19Mariz, El debate en torno al pentecostalismo, 3.
20Bauman, Identidad.
21Simmel, "Las grandes urbes y la vida del espíritu", 5-8.
22Weber, sociología de la religión, "Los tres tipos de teodicea", 91-93.
23Ver, por ejemplo, a Montesquieu, El espíritu de las leyes; y a Voltaire, Tratado de la tolerancia.
24Ver a Marx y Engels. Manifiesto del Partido Comunista.
25Bourdieu, "Génesis y estructura del campo religioso", secciones 1.3.1.1 y 1.3.1.2, 29-30.
26González, Poderes enfrentados.
27Ibid., 6.
28Especialmente subrayado en Weber, sociología de la religión, 39; Bourdieu, "Génesis y estructura del campo religioso", Sección 3.1.2, 51.
29Eliade, El mito del eterno retorno, 34-57; Idem, Lo sagrado y lo profano, especialmente, el Capítulo III, 71-98.
30Martin, citado por Bothner, "El soplo del Espíritu: perspectivas del movimiento pentecostal en Chile"; Robbins, en su artículo sobre la globalización de este movimiento religioso, resalta: "[Pentecostalism 'sj success as a globalizing movement is attested to not only by its rapid growth, but also by the range of social contexts to which it has spread. Appearing throughout the world in urban and rural areas, among emerging middle classes and, most spectacularly, among thepoor, it has been deeply engaged by many populations that otherwise remain only peripherally or tenuously involved with other global cultural forms. As such, Pentecostalism represents a paradigm case of a global cultural flow that starts historically in the West and expands to cover the globe. " (Robbins, "The Globalization of Pentecostal and Charismatic Christianity", 118). Sin duda, esto nos habla de su adaptabilidad a los más variados contextos, no exclusivamente en virtud de su maleabilidad intrínseca —aspecto ciertamente importante—, sino también por su capacidad de resignificación de las tradiciones culturales locales que subsisten a la modernización institucional y emergen paradójicamente con fuerza renovada en las sociedades más tecnificadas, como nos lo ilustra entonces la tesis de Huntington.
31Bastián, La mutación religiosa de América Latina.
32Beltrán, De microempresas religiosas a multinacionales de la fe; Stoll, ¿Latinoamérica se vuelve protestante? Las políticas del crecimiento evangélico, 362-367, especialmente, 374-381.
33Eliade, El mito del eterno retorno, 7-33.
34Ver a Frazer, The Goulden Bough: the Roots of Religion and Folklore.
35Ver, para el caso europeo, la contemporánea discusión sobre identidad nacional y continental en relación con la educación religiosa para la tolerancia: Jackson, "European Institutions and the Contribution of Studies of Religious Diversity to Education for Democratic Citizenship", y Willaime, "Different Models for Religion and Education in Europe", especialmente, 81-90.


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