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Theologica Xaveriana

versión impresa ISSN 0120-3649

Theol. Xave. vol.63 no.176 Bogotá jul./dic. 2013

 

Nuestra Iglesia latinoamericana a los 50 años del Concilio Vaticano II*

Our Latin American Church, 50 years after the Second Vatican Council

Nossa Igreja latino-americana aos 50 anos do Concílio Vaticano II

Víctor Martínez Morales, S.J.**

*El presente artículo es el resultado de una investigación cuya primera aproximación tuvo lugar en 2008, con motivo de los 40 años de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en Medellín, y a un año de haberse celebrado la V Conferencia en Aparecida. Desde entonces, el trabajo fue enriqueciendo su estructura, su aparato crítico y bibliografía. Recibo: 03-02-12. Evaluación: 15-09-12. Aprobación: 15-03-13.
**Doctor en Teología, Pontificia Universidad Gregoriana de Roma; Magister y Licenciado en Teología, y Licenciado en Filosofía y Letras, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Profesor titular e investigador de la Facultad de Teología de la misma universidad; director del Equipo Interdisciplinario de Docencia e Investigación Teológica Didaskalia, registrado y clasificado en Colciencias en la Categoría B. Correo electrónico: vicmar@javeriana.edu.co


Resumen

El aporte del Concilio Vaticano II se evidencia mediante el cambio eclesial, el cual se verifica en el quehacer histórico de la Iglesia latinoamericana y caribeña a partir de la realidad de comunidades eclesiales que han vivido el proceso de la Iglesia pueblo de Dios, Iglesia de los pobres, Iglesia de comunión y participación en la vivencia diaria de su cotidianidad. Heredera del Concilio a partir de la teología de la liberación, la Iglesia latinoamericana no solo se expresa en los documentos de las cuatro conferencias episcopales hasta hoy realizadas después del Concilio Vaticano II —Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida—, sino en la que testimonian los cristianos, agentes mismos, protagonistas de la vida eclesial.

Palabras clave: Iglesia, liberación, pobres, comunión, compromiso.


Abstract

The contribution of the Second Vatican Council becomes evident in the ecclesiastic change that gave rise to the work by the Church in Latin America and the Caribbean. The starting point was the reality of Church communities that have gone through the processes of the Church as the people of God, the Church of the poor, and the Church of communion and participation in the daily life of its members. An heir to the Council through Liberation Theology, the Church in Latin America does not only express itself in the documents by the four episcopal conferences carried out so far after the Second Vatican Council (Medellín, Puebla, Santo Domingo and Aparecida), but in the testimony of Christians, active agents in the life of the Church.

Key words: Church, liberation, the poor, communion, commitment.


Resumo

O aporte do Concílio Vaticano II se evidencia mediante a mudança eclesial, a qual se verifica no quefazer histórico da Igreja latino-americana e caribenha a partir da realidade de comunidades eclesiais que viveram o processo da Igreja povo de Deus, Igreja dos pobres, Igreja de comunhão e participação na vivência diária de sua cotidianidade. Herdeira do Concílio a partir da teologia da libertação, a Igreja latino-americana não só se expressa nos documentos das quatro conferências episcopais até hoje realizadas depois do Concilio Vaticano II —Medellín, Puebla, Santo Domingo e Aparecida—, senão na que testemunham os cristãos, agentes mesmos, protagonistas da vida eclesial.

Palavras-chave: Igreja, libertação, pobres, comunhão, compromisso.


Medellín -segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano- se realizó del 26 de agosto al 6 de septiembre de 1968. Para muchos se trataba de concretar para la Iglesia de América Latina y el Caribe lo realizado en el Concilio Vaticano II.1 Hoy, 50 años después del Concilio y 44 años más tarde de Medellín, volver nuestras miradas sobre estos acontecimientos, mediante los documentos que hemos heredado, Concilio Vaticano II y Medellín, es recapitular la historia desde una dinámica de revitalización que nos lleva como Iglesia a valorar el acontecer de Dios en nuestro proceso de hacer vida el Evangelio.

Somos conscientes de que situaciones históricas, acontecimientos políticos y sociales y realidades económicas, hoy, son distintas en toda América Latina y el Caribe. De ayer a hoy la Iglesia latinoamericana ha cambiado. Sin embargo, es válido preguntarnos y responder como Iglesia: ¿Qué nos queda del Concilio desde lo vivido en Medellín? ¿Cuántos procesos eclesiales lograron gestarse? ¿Cuántos se conservan hoy y cuántos han sido truncados?

La presentación del Documento final de Medellín terminaba exhortando:

La aplicación decidida de las conclusiones de Medellín exige de nosotros que prolonguemos nuestra comunión fraterna. Que nos sintamos unidos en el Señor Jesús viviendo juntos una misma inquietud, un mismo compromiso, una misma esperanza. [...]. El compromiso no es solo de los obispos. Es todo el Pueblo de Dios el que —en esta hora providencial del continente— experimenta el llamado del Espíritu. La respuesta exige profundidad en la oración, madurez en las decisiones, generosidad en las tareas.

Hoy, hemos de examinar nuestra comunión fraterna a la luz de aquel compromiso adquirido. Se trata de dar una mirada orante, madura y generosa a Medellín.

Aparecida, cuarenta años después de Medellín, ha sido un lugar y momento privilegiados para sopesar la vida de la Iglesia en el continente. Considero que el camino vivido, en cuanto a la disposición, preparación y realización del acontecimiento de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano, ha sido un buen pretexto para dar una mirada a nuestra realidad eclesial.

Se ha podido constatar que la Iglesia latinoamericana es una Iglesia viva, de particular fuerza esperanzadora, activa, protagónica y pujante. Es una Iglesia diversa y plural en formas y en maneras de hacer realidad su vida cotidiana y su tejido diario del trabajo eclesial, dados los lugares, las personas y las culturas existentes a lo largo y ancho del continente.

Somos una Iglesia propia, autóctona, hondamente santa, católica y universal. La Iglesia en América Latina es un cuerpo vivo, procesual, dinámico. La Iglesia es un cuerpo para la misión, aferrada a su Maestro. La Iglesia está llamada para ser enviada. Su carácter discipular y apostólico la hace misionera, enviada por Jesucristo a dar vida. He ahí su carácter salvífico.

Nuestra Iglesia latinoamericana ha sido tierra fértil de mártires, hombres y mujeres del pueblo, religiosos y religiosas, sacerdotes y obispos dadores de vida. No podemos desconocer tantas vidas ofrendadas en el altar de los Andes como signos elocuentes de la defensa de la vida, de la justicia encarnada, de la lucha en favor del indefenso. No hay país en la geografía latinoamericana y caribeña que no cuente con sangre martirial. He ahí quizás la fuente que nos lleva a ser "el continente de la esperanza".2

Referirnos a Iglesia como un todo conlleva riesgos y peligros de generalizaciones que podrían hacernos simplistas o ingenuos en el momento de abordar el tema. Sin embargo, juzgo que tampoco es el momento de simplificaciones en orden a tratar una parte de lo que es la Iglesia para referirnos al todo. No es el momento de explicaciones académicas en torno de la Iglesia como Congregatio fidelium, communitas fratrum, communio sanctorum.

En el reconocimiento del camino que hemos recorrido como Iglesia latinoamericana, muy particularmente en las últimas décadas, no podemos desconocer la vida eclesial que ha nacido de las comunidades de base, de los pobres y sencillos del continente, de quienes fiel y creativamente han invertido sus existencias en favor de la vida; aquellos que se han empeñado en encarnar el Evangelio en situaciones y circunstancias adversas, de quienes han recreado y actualizado los procesos de liberación.

Todo el pueblo de Dios, los rebaños con sus pastores, han recorrido este camino e invertido sus vidas en la construcción de una Iglesia que, desde el Evangelio, se ha visto revitalizada a partir del Concilio Vaticano II. Hablar hoy de nuestra misión, en América Latina, no puede desconocer los derroteros marcados por Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida.

Querer abordar la misión de la Iglesia legada por el Concilio, hoy, en América Latina, desde Medellín, con los ojos puestos en Aparecida, nos lleva, de una parte, a recoger la historia vivida, hacer un balance de los aciertos y desaciertos, de lo que se ha realizado y lo que permanece en los documentos, volver sobre el pasado, para no dejar perder aquello que nos aporta vida y hacerlo memorial salvífico.

De otra parte, hemos de asumir el presente de la vida eclesial del continente, la realidad de nuestra Iglesia, lo que somos, lo que tenemos y hacemos desde los retos y desafíos que el futuro nos hace. La vida nueva que nace del Espíritu, en este tercer milenio, lo imprevisible del Evangelio que se encarna para dar vida y vida en abundancia.3

El Concilio Vaticano II, cincuenta años después, tiene para nosotros sabor a Medellín.4 Por ello, esa mirada que hoy hacemos tiene una resonancia de aire que refresca, revitaliza y reanima el camino de nuestra Iglesia, no por lo que de ella, de esta II Conferencia del Episcopado Latinoamericano, se haya implementado, sino precisamente por lo que hoy nos falta por hacer.

Medellín se levanta como una voz profética5 que nos hace capaces de juzgarnos y denunciar lo mucho que nos hemos distanciado de aquellos derroteros e intuiciones que con propiedad se levantaban para el continente como aportes certeros del Concilio.

Nos sentimos retados a volver sobre los pasos originales de la tradición legada por el Concilio y asumida con tanta propiedad por Medellín. Es una voz profética que anuncia la vuelta a las fuentes, la fidelidad al Evangelio, para ser encarnado desde la creatividad de un tercer milenio que nos reta y desafía. Esta Iglesia peregrina latinoamericana ha caminado, es verdad, pero quizás no lo suficiente; nuestro pecado y limitaciones han menguado la marcha y el cansancio ha podido hacer que cedamos con facilidad a las seducciones de la estabilidad y consistencia que nos ofrece la institucionalidad y el establecimiento de una organización de tan mayúscula proporción.

El legado de Medellín: lo que el concilio aportó

Medellín marcará un tiempo muy significativo para la marcha de la Iglesia latinoamericana. Se trata de un tiempo de esperanza que aviva el corazón de toda la Iglesia, para continuar con entusiasmo el camino hacia el Reino.

Comienza para la Iglesia de América Latina "un nuevo período de vida eclesiástica", conforme al deseo de su santidad el papa Pablo VI. Periodo marcado por una profunda renovación espiritual, por una generosa caridad pastoral, por una auténtica sensibilidad social. Sobre el continente latinoamericano Dios ha proyectado una gran luz que resplandece en el rostro rejuvenecido de su Iglesia. Es la hora de la esperanza. Somos conscientes de las graves dificultades y de los tremendos problemas que nos afectan. Pero más que nunca, el Señor está en medio de nosotros construyendo su Reino.6

He ahí "la Iglesia que quiso el Concilio".7 He ahí lo que Medellín quiso realizar y concretar para la Iglesia latinoamericana. He ahí lo que hoy tenemos como legado: una mirada de esperanza en medio de los problemas y dificultades, una luz que nos ilumina ante la oscuridad y tiniebla que nos abrazan, una irrupción del Espíritu que nos invita a dar sentido a nuestro ser y obrar cristianos.

A partir de la Iglesia visible y de sus estructuras, el tejido y la misión eclesial se encarnan en el Evangelio. Así esta dado a conocer en el Documento de Medellín, en sus siete últimos apartados: movimiento de laicos, sacerdotes, religiosos, formación del clero, la pobreza de la Iglesia, pastoral de conjunto y medios de comunicación social.

La eclesiología presentada por Medellín se arraiga en el Evangelio de Jesucristo, y quiere implementar, para América Latina, las directrices dadas por el Vaticano II, siguiendo la tradición y el magisterio eclesial. Es así como Medellín acoge la acción del Espíritu y presenta una Iglesia misterio de comunión, una Iglesia pueblo de Dios, una Iglesia de los pobres. En resonancia de los pasos iniciales y originales del Concilio, "la Iglesia se presenta como ella es y quiere ser: la Iglesia de todos, pero hoy más que nunca, como la Iglesia de los pobres".8

Dicho todo esto, habrá que recalcar con fuerza que el ejemplo y la enseñanza de Jesús, la situación angustiosa de millones de pobres en América Latina, las apremiantes exhortaciones del Papa y del Concilio, ponen a la Iglesia latinoamericana ante un desafío y una misión que no puede soslayar y al que debe responder con diligencia y audacia adecuadas a la urgencia de los tiempos.9

Medellín nos presenta una Iglesia, misterio de comunión10 afincada en la fraternidad de iguales11, desde la diversidad de hermanos en la totalidad de unión. Tal fraternidad surge del amor mismo de Dios; él es nuestro Padre, somos hijos en el Hijo y es en Jesucristo, en el Primogénito, en quien constituimos una nueva comunión fraterna.

Al hacer la fraternidad desde el aporte específico de cada uno, nuestra diversidad es funcional; proviene de mi ser persona, de mi carisma, de mis actitudes, que son mías y me han sido dadas para ser compartidas. Así, la unidad se levanta como exigencia que debe ser realizada. En esta dimensión, la eucaristía nos hace uno, la solidaridad fraterna nos hace uno. Nuestro ser cristiano en labor constante de inmanencia y trascendencia hace realidad la unidad.

En efecto, la Iglesia es ante todo un misterio de comunión católica, pues en el seno de su comunidad visible por el llamamiento de la Palabra de Dios y por la gracia de sus sacramentos, particularmente de la eucaristía, todos los hombres pueden participar fraternalmente de la común dignidad de hijos de Dios, y todos también compartir la responsabilidad y el trabajo para realizar la común misión de dar testimonio de Dios que los salvó y los hizo hermanos en Cristo. Esta comunión que une a todos los bautizados, lejos de impedir, exige que dentro de la comunidad eclesial exista multiplicidad de funciones específicas, pues para que ello se constituya y pueda cumplir su misión el mismo Dios suscita en su seno diversos ministerios y otros carismas que le asignan a cada cual un papel peculiar en la vida y en la acción de la Iglesia.12

Medellín nos presenta una Iglesia pueblo de Dios13 en el horizonte propio de comunión y fraternidad14: la Iglesia como misterio en el que todos los creyentes formamos el pueblo de Dios, fundamento originario previo a cualquier diferenciación posterior. Icono de la Trinidad, la Iglesia se levanta como signo y modelo de una comunidad de personas caracterizadas por la igualdad fundamental y la diversidad funcional en donde el régimen jerárquico se hace también presente en el servicio propio de su misión teologal.15

Todos formamos parte de la Iglesia, somos una comunidad de hermanos donde se excluye todo monarquismo, populismo y democratismo como toda dominación. La Iglesia pueblo de Dios no se limita o circunscribe a una etnia, nación o cultura, pero igualmente no puede cobijar sin más a una cristiandad de masa, inconsciente y genérica.

Medellín nos presenta una Iglesia de los pobres16 enraizada en Jesucristo, quien nos exige, para seguirle, una relación directa e intrínseca de ubicarnos en favor del empobrecido. Hemos de situarnos de parte de quienes han sido golpeados, que quedan medio muertos a la orilla del camino (Lc 10,30).

La promoción de la justicia, la actualización de hechos reales de solidaridad, la opción preferencial por los pobres, que se hacen reales en los oprimidos y explotados de nuestra sociedad, es expresión del amor apasionado del seguimiento de Jesucristo. Lejos de comprensiones exclusivistas y antijerárquicas, el pobre ocupa un lugar privilegiado en el ser y hacer de Jesucristo (Lc 4,16-24). No podrá ser de otra manera para su Iglesia.

Cristo nuestro salvador no solo amó a los pobres, sino que "siendo rico se hizo pobre", vivió en la pobreza, centró su misión en el anuncio a los pobres de su liberación y fundó su Iglesia como signo de esa pobreza entre los hombres. Siempre la Iglesia ha procurado cumplir esa vocación, no obstante tantas debilidades y ruinas en el tiempo pasado. La Iglesia de América Latina, dadas las condiciones de pobreza y de subdesarrollo del continente, experimenta la urgencia de traducir ese espíritu de pobreza en gestos, actitudes y normas que la hagan un signo más lúcido y auténtico de su Señor. La pobreza de tantos hermanos clama justicia, solidaridad, testimonio, compromiso, esfuerzo y superación para el cumplimiento pleno de la misión salvífica encomendada por Cristo.17

No podría en este acápite, sobre la Iglesia de los pobres, dejar de citar el Documento de Aparecida, que recoge de manera magistral este caminar:

Nos comprometemos a trabajar para que nuestra Iglesia latinoamericana y caribeña siga siendo, con mayor ahínco, compañera de camino de nuestros hermanos más pobres, incluso hasta el martirio. Hoy queremos ratificar y potenciar la opción del amor preferencial por los pobres hechas en las conferencias anteriores. Que sea preferencial implica que debe atravesar todas nuestras estructuras y prioridades pastorales. La Iglesia latinoamericana esta llamada a ser sacramento de amor, solidaridad y justicia entre nuestros pueblos.18

Una Iglesia discípula de Jesucristo, lo que se quiere conservar

El ser discípulos de Jesucristo se inscribe en nuestra historia de salvación personal y colectiva. Cada uno de nosotros, hombres y mujeres de Iglesia, le hemos visto y oído, porque nos ha llamado, le hemos seguido y nos ha enviado a que demos testimonio de él.

Quisiera detenerme en lo que significa ser hoy discípulos y discípulas de Jesucristo, a partir de nuestra vocación de cristianos y cristianas, en nuestra realidad latinoamericana, con el deseo de responder a las exigencias propias de los tiempos actuales.19

Ser discípulos y discípulas de Jesucristo implica encuentro, seguimiento y testimonio. Tal es la espiritualidad propia de quien se ha dejado seducir por la persona de Jesucristo y su misión.20 ¿Conocemos realmente a aquel que nos ha llamado a seguirle? ¿Nuestra vida de creyentes está efectivamente invertida en encontrarnos con el Señor? ¿Quién me ha seducido? ¿La persona de Jesucristo o una doctrina? ¿A quién sigo? ¿De qué doy testimonio?

Ser creyente hoy en América Latina implica el seguimiento y testimonio efectivo de Jesucristo. No podemos seguir a quien no conocemos, y para conocerlo, nos hemos de encontrar con él.

¿Cómo amar a quien no conozco? Se nos impone gastar tiempo en permanecer cercanos, juntos compartiendo la cotidianidad de la vida, capaces de percibirlo y sentirle en lo ordinario de nuestro existir. Aparecida vendrá a insistir en el binomio discípulo-misionero21 y en la misión propia de la evangelización por parte de la Iglesia.22

Nuestra espiritualidad se arraiga en el encuentro con Jesús. He ahí el comienzo: el encuentro con la humanidad de Jesús. Hemos de recuperar el Jesús de Nazaret, el Cristo histórico desde nuestro encuentro con él en la fe y el amor propios de quienes se dejan llevar por la sabiduría del Espíritu. He ahí la realidad de la contemplación desde el continente latinoamericano: un Jesucristo liberador, buena noticia de esperanza y praxis liberadora.

Encontrarnos con Jesucristo implica asumirlo desde el corazón. Dejarnos llevar por el Espíritu. Ser humildes y pobres, para que en nosotros actúe el Espíritu. Es la presencia del Espíritu en nosotros la que hace real y verdadera nuestra oración. Es el Espíritu que habita en nosotros quien nos mueve y hace que el encuentro con Jesucristo no solo se haga factible desde la humildad y alegría de un corazón disponible y generoso, sino también nos lleva a acoger y asumir las consecuencias de dicho encuentro.

Nos encontramos con el Señor a partir de la contemplación del Evangelio, mensaje inspirador de nuestro seguimiento. No podemos desconocer el valor incalculable de la Sagrada Escritura. Los textos sagrados nos ponen en relación directa con la persona de Jesús el Cristo, y han de convertirse en eje vacilar de nuestra manera de encontrarnos con él, Palabra viva, portadora de Buena Nueva siempre inspiradora, iluminadora y dinamizadora. El volver a la Palabra, la recuperación de la Biblia, el uso real de los evangelios para el pueblo, ha sido para la Iglesia latinoamericana una constante en ordenar la tradición más genuina en la evangelización del continente.23

Nuestra fe en Jesucristo, nuestra espiritualidad de relación estrecha con Jesús y con su causa, el Reino de Dios, jalona nuestro seguimiento, nos hace capaces de dejarlo todo para hacer de él y del Reino el motivo de nuestra vida. Es la persona de Jesucristo quien da sentido a quienes nos confesamos hombres y mujeres de Iglesia.

La fe radical y la confianza absoluta en el Dios de Jesús; nuestra opción de vida en la realización del proyecto de Dios, desde nuestra consagración como cristianos y cristianas, ha de fundamentarse en la experiencia radical de Dios: nuestro modo de ser y hacer no es mas que testimonio de fe radical en Jesucristo.

Una Iglesia mística y profética, la Iglesia a la que hemos de apostar

En fidelidad y creatividad al seguimiento de Jesucristo, una Iglesia mística y profética es una vida arraigada y cimentada en el Espíritu gracias a la contemplación, la intimidad y la dedicación en el encuentro y la profundidad con el Dios de Jesús.24 Ser místicos y profetas hoy, desde la vocación de nuestra consagración cristiana, es ser hombres y mujeres de mirada abierta y misericordiosa. Se trata de recuperar la mirada del Reino, de saber ver, desde el Evangelio, al estilo de Jesús.25

El ser místico exige la profecía y el ser profeta exige la mística. He ahí la unidad del espíritu que, a partir de una vida de oración y relación estrecha con Dios, logra descubrir que la realidad le apremia en transformarla y recuperarla para Dios. Su acción profética adquiere todo su sentido como respuesta fiel del mensaje recibido haciéndose oración a Dios.26

Una mística de ojos abiertos tensados hacia Dios, que nos arranca de la inercia, nos hace críticos y nos lleva a abrazar la osadía de dejarnos llevar por el Espíritu. La profecía de esperanza nos lleva a optar por lo esencial de la vida, mirada nueva de cambio y compromiso, constructora de realidades que nos hacen más humanos, justos y fraternos. Ser místicos y profetas nos está exigiendo hoy, como ayer, la insistencia absoluta del amor fraterno. Se trata de vivir apasionadamente el seguimiento del Señor en los hermanos.27 Hemos de hacer del amor al otro, del amor al hermano, signo elocuente de nuestra identidad cristiana. "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lc 10,27) se hace, para nosotros, la expresión real de construir fraternidad, que Dios pone en nuestro camino para hacernos hermanos. Hacer del otro mi hermano surge como exigencia de un amor que se compromete.

Ser místicos y profetas nos está exigiendo abandonar todo tipo de riqueza, pues no se puede servir a dos señores. Se trata del seguimiento de Jesús en el pobre.28 Seguimos a un Jesús pobre y humilde, cuya vida entera fue entrega incondicional a los otros, en particular, al débil, al pequeño, al pobre. El compromiso con el pobre en orden a nuestro seguimiento de Jesucristo se levanta como criterio decisivo en orden a la salvación. Más aún, se nos pide ser pobres, se nos exige ser pobres. Abrazar la pobreza evangélica es capital para seguir a Jesús. Se trata de la libertad de corazón, desprendimiento absoluto ante personas, cosas y situaciones para crecer en el amor.

Ser místicos y profetas nos está exigiendo acoger y trabajar en favor de los valores del Reino.29 Hemos de ser capaces de leer los signos de los tiempos y los lugares con la capacidad de actualizar nuestro compromiso. El promover la paz que brota de la justicia, la caridad propia del amor solidario que se hace fraternidad real en favor de la vida, la igualdad, la libertad y la unidad. Se trata de construir juntos una realidad más cercana al Evangelio, donde la esperanza en una comunidad haga que la caridad sea factible.

Una Iglesia dadora de vida

El camino recorrido desde Medellín hasta Aparecida marca un sendero que ha venido a subrayarse en el último tiempo: una Iglesia dadora de vida, que en su fidelidad al seguimiento de Jesucristo está llamada a dar vida para nuestros pueblos, la vida que nos viene de él.30

La realidad desgarradora de la presencia de muerte, la violencia y la miseria que vive el continente31, con escenas dramáticas de masacres, desplazamientos forzosos y hambre, nos hacen poner la mirada en quien es asaltado, apaleado y despojado de lo suyo, y dejado medio muerto al borde del camino. La Iglesia latinoamericana seguirá con sus ojos puestos en todos los rostros de niños, indígenas, campesinos, hombres y mujeres empobrecidos, a quienes se les está arrebatando el aliento de vida. Aparecida vendrá a señalar los rostros sufrientes que nos duelen hoy.32

Dar vida significa trabajar de manera decidida para que todo ser humano pueda tener lo mínimo para ser persona, la lucha por los derechos humanos, la dignidad de la persona humana, el derecho a la vida, la salud, la vivienda y al trabajo se levantan como consignas de una misión eclesial, dado que son condiciones de posibilidad hoy negadas, usurpadas y acaparadas.33

Dar vida es promover de manera efectiva la justicia. Ante la multiplicación y sofisticación de estructuras de injusticia, donde la mentira y corrupción campean de manera descarada, la credibilidad de la misión de la Iglesia radica en hacer realidad la justicia desde la proclamación de la verdad, la denuncia de todo atropello y falsedad, y el anuncio de vías reales de solución. Trabajar por la paz es tarea de la Iglesia.34

Dar vida hoy, en nuestra América Latina, reviste características concretas en trabajar para denunciar, erradicar y no tolerar todo lo que hoy sigue haciendo realidad el racismo, la discriminación, los preconceptos que humillan y degradan a numerosos indígenas y negros. Las culturas indígenas y afrodescendientes35 ofrecen lo que son, y realzan el tejido social del continente. Su ser y patrimonio enriquece la vida de la Iglesia. Su silencio se ha ido transformando. La voz indígena y la afroamericana van ganando espacio y reconocimiento. Volver sobre la identidad, la cultura y la espiritualidad de la presencia indígena y de la tradición afro es tarea y exigencia de la Iglesia, a la cual muchos de ellos pertenecen.36

Una Iglesia latinoamericana dadora de vida no puede permitir comportamientos y mentalidades excluyentes en torno de la mujer. Su participación eclesial es significativa y decisiva como actora en los escenarios sociales, políticos y culturales de hoy.37 No podemos permitir la exclusión de la mujer de espacio alguno, ni el dominio y explotación que sobre ella se ejerce, o la reproducción de estructuras patriarcales, jerárquicas y de sometimiento, cualquiera que sean.

La incorporación de la perspectiva de género es portadora de vida. Al reconocer su identidad, capacidad y responsabilidad en la misión de la Iglesia, la mujer y lo femenino crecerán en el deseo de una mayor preparación y participación, en la conciencia de su propio papel, en el compromiso y la dedicación a la causa del Reino.

Hoy la Iglesia llamada a dar vida no puede ser indiferente a todo lo que atenta contra nuestra relación con la Tierra a partir de la crisis ecológica manifestada en la desertización, el cansancio de la tierra, su acaparamiento y contaminación, el uso de transgénicos, agroquímicos, la crisis del agua, el sometimiento al monocultivo.38 Realidades como éstas gritan, desde la madre Tierra, en búsqueda de ayuda.

Como hombres y mujeres de Iglesia hemos de responder a los nuevos clamores de vida. Nuestro continente reclama caminos concretos de una cultura dadora de vida, que al estilo de nuestros ancestros sea capaz de sembrar y descubrir todo brote de vida.39

Dar vida desde el Evangelio40 es ser portadores de la Buena Nueva a partir de las bienaventuranzas. Ser noticia de vida para realidades abrazadas hoy por el ateísmo y el agnosticismo exige una Iglesia madura, de propuestas inteligentes, donde fe y razón, ciencia y creencia, técnica y religión no se contrapongan. Más aún, es necesario descifrar cómo ser portadores de vida ante el avasallamiento de las sectas en las que el pentecostalismo ha tenido un papel protagónico de manipulación, a lo largo y ancho del continente; y dar vida a una religiosidad popular que necesita ser purificada, valorada y recuperada desde su potencial evangelizador.

Una iglesia hacedora de comunidad

La Iglesia, por su vocación y carisma en el seguimiento de Jesucristo, tiene como proyecto anunciar y realizar el Reino de Dios, y está llamada a ser imagen de la Trinidad.41 La Iglesia tiene una responsabilidad especial en la creación de relaciones mucho más en consonancia con la propuesta del Reinado de Dios. Ella es generadora de comunión, artífice de solidaridad, tejedora de nuevas relaciones entre todos los hombres y mujeres de Iglesia que tienen distintos ministerios y diversas responsabilidades.

La renovación va presidida por unas ideas, las cuales, aunque muy conocidas, merecen ser recordadas aquí. Todas ellas giran en torno a los conceptos de corresponsabilidad, participación, descentralización. Cuando la comunión es entendida dinámicamente y no solo como una realidad dada, exige de cuantos están en comunión entre sí que se sientan corresponsables en la marcha general de la Iglesia y en la solución de cada uno de los problemas concretos que le afectan. Despreocuparse o tomar una actitud de insolidaridad equivale a traicionar la comunión. El disfrute común de unos mismos bienes impone una responsabilidad común en orden a conservarlos, defenderlos y promoverlos, haciéndolos dar el fruto que están llamados a producir para salvación de la humanidad.42

Todos quienes conformamos la Iglesia estamos llamados a ser testimonio de comunión y participación, y hemos de contribuir afectiva y efectivamente en la edificación de la comunidad de creyentes.43 Somos testigos de un continente fracturado y fragmentado por las diferencias económicas, políticas, sociales, culturales, étnicas y religiosas. Al no ser exclusiva ni excluyente, la Iglesia se levanta como hacedora de comunión, cuando trabaja en hacer realidad el diálogo interreligioso, el encuentro ecuménico44, su presencia en nuevos areópagos45, la acogida que hace de lo distinto y diferente.

La eclesiología de comunión desde América Latina se ha revestido de una particular atención a las relaciones recíprocas en el orden a establecer -a partir de la experiencia originaria de las primeras comunidades- el proyecto de fraternidad universal de Jesús, de hacer realidad la igualdad y la unidad, más allá de la uniformidad y el igualitarismo.

Afincadas en la Sagrada Escritura, las comunidades han comprobado que seguir a Jesús al margen de la Iglesia es un peligroso engaño, pues la comunidad de los cristianos es el cuerpo de Jesucristo. Junto a ello, la comunidad se teje desde abajo, es decir, la opción preferencial por el pobre es la expresión de toda una manera de realizar la comunión, al estilo del Maestro, a partir del amor, en el abajamiento y vaciamiento.

El decidido trabajo en la promoción laical tiene sus raíces en el testimonio de equipos o comunidades de fe comprometidas en hacer que la Iglesia acontezca en el mundo y en la historia. Son muchos los movimientos y organismos, en toda nuestra América Latina, que -a partir de la genuina espiritualidad de los laicos- contribuyen desde su vocación apostólica en la edificación de la Iglesia. Se pretende que los laicos tengan un rol protagónico en orden a la evangelización y promoción humana.46

La Iglesia latinoamericana ha invertido sus esfuerzos y lo sigue haciendo en la formación de comunidades, en hacer realidad la comunión fraterna, la comunión eclesial que solo se realiza desde el amor recíproco, desinteresado e incondicional que nos lleva a poner todo en común, comunión de bienes, ideales, talentos, todo, al servicio del Reino.47

De ahí el trabajo en orden institucional por la recreación de los ministerios, la reformulación de la estructura parroquial, la valoración de las iglesias locales y el episcopado, los esfuerzos por el enriquecimiento de las conferencias episcopales, los sínodos diocesanos, la accesibilidad litúrgica, la madurez que se ha venido alcanzando en el encuentro ecuménico y la disposición hacia el diálogo interreligioso.

Una Iglesia gestora de liberación

A partir del Evangelio, la Iglesia latinoamericana viene trabajando de manera particular y decidida por la liberación de los empobrecidos, desde el Concilio Vaticano II. La experiencia de liberación brota de la exigencia evangélica del amor, que encuentra en las coordenadas de la historia su asidero real para ser encarnada en acciones reales de compromiso en favor de la justicia.48 Tal experiencia del amor misericordioso de Dios que me libera es exigencia de actuar a la manera de Dios en la relación con los otros. Dios se ha inclinado en la persona de su Hijo por el débil, el pobre, el enfermo, el pecador.

El Espíritu Santo aglutina a los creyentes en la unidad de la comunión; Jesucristo confiere a los actos de esta comunión un contenido específico que la identifica como comunidad de Jesucristo. ¿Dónde se manifiesta hoy esta "cristiformidad" de la Iglesia de un modo eminente? ¿Dónde recorre la Iglesia caminos de seguimiento en los que se mantiene intacta la lealtad a Jesucristo y se acepta a la vez el reto del presente? Creo que esto acontece con especial autenticidad allí donde la Iglesia hace suya progresivamente la opción por los pobres en lo espiritual, en lo práctico y en lo teológico. Porque no hay mayor "concreción" para la fe cristiana que compartir realmente la vida, en el seguimiento de Jesús, con los hambrientos y los sedientos, con los extranjeros, apátridas y sin casa, con los pobres, enfermos y disminuidos, con los presos y los oprimidos, soportando los efectos materiales de su mundo vital deteriorado. El dinamismo de muchas Iglesias y comunidades que se esfuerzan por seguir esta perspectiva eclesiológica en la práctica y en la teoría demuestra con suficiente elocuencia la fecundidad de esta orientación radical.49

Tal ha sido la acción de Dios. Su actuar propio es salvar, liberándonos de eso que nos ata e impide ir a su encuentro. La experiencia de su amor es la que nos lleva a actuar de igual forma. Se trata de responder vitalmente a la pregunta de "¿quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?" (Lc 10,36).

La Iglesia ha comprendido que el encuentro con el Señor es exigencia de liberación. La práctica del amor misericordioso con quien es víctima de la realidad hostil y adversa es espacio de libertad; en una realidad donde la opresión y explotación parece asfixiarnos, este encuentro con el Señor es estímulo de justicia. El amor misericordioso de Dios nos da sentido para luchar contra toda forma de esclavitud que ahoga nuestras existencias y nuestra ansia de libertad. Es así como, en el encuentro con el Señor, la justicia se nos impone como tarea, camino, misión que hemos de realizar.

La Iglesia trabaja por hacer realidad el mandamiento del amor. Entre mayor sea la relación con el Señor, mayor será el compromiso liberador que se genera a nuestro alrededor. La inclinación por el pequeño, por el pobre, por el desvalido, no es una acción distinta a la expresión del amor misericordioso que nos hace ir forjando un corazón solidario con particular interés de detectar al menor, al indefenso, al necesitado, para levantarle, defenderle, hacerle valer, colmar su necesidad. Nuestra acción de solidaridad en favor de los otros, como nuestra promoción de la justicia. brota de la respuesta exigente al amor misericordioso de Dios.

Se trata de asumir los retos y desafíos que nos hace la realidad. La Iglesia de América Latina y del Caribe se siente llamada a intervenir, interpelada por la creciente injusticia social generadora de una situación de violencia, corrupción y hambre. Como hombres y mujeres de Iglesia, hemos de desafiar la miseria, trabajar activamente por la extinción de estructuras y actitudes injustas, liderar y promover todo proyecto de paz y no-violencia, promocionar eficazmente la justicia.

La praxis de la misericordia surge de la relación amorosa de Dios, de una Iglesia capaz de sentir cómo Dios ejerce su justicia y misericordia en su favor. Trabajar por la defensa de la vida, la dignidad de la persona, la recuperación de los derechos y el hacer que la vida humana sea verdaderamente humana, brota como misión del encuentro amoroso con Dios.50 Su tarea en favor de los demás, particularmente del caído, el desplazado, el golpeado, el pobre y el excluido51 es la respuesta al mandato imperativo de sentirse profundamente amada. "Vete y haz tú lo mismo" (Lc 10,37).

Medellín se actualiza desde la esperanza de hacer realidad el concilio

El aporte de Medellín y su originalidad radica en querer hacer vida el Concilio Vaticano II para América Latina. He ahí su valor: construir una Iglesia de comunión, una Iglesia pueblo de Dios, todo él llamado a la santidad desde el compromiso liberador de los pobres.

El deseo de recuperar la Sagrada Escritura, de volver a la Palabra como fuente inspiradora del avance eclesial, es un elemento de singular importancia en la vida eclesial latinoamericana en el tiempo que precede a Medellín. El valor de la Biblia, la comprensión de la Palabra, la oración con ella y el discernimiento a la luz del Evangelio fueron criterios fundamentales en la vida de muchas comunidades. La Biblia, para el pueblo, en cuanto a su conocimiento, entendimiento y juicio, se constituyó en tarea de las comunidades que, bajo la guía de sus pastores y la enseñanza del magisterio emprendieron la tarea de iluminar su vida y praxis desde la Palabra de Dios.

Medellín revitaliza e impulsa la formación de comunidades, así como el deseo de hacer vida la fraternidad. Una Iglesia de comunión es la tarea que se lleva a cabo, con la fuerza de estar haciendo realidad el Evangelio, esto es, la Iglesia comunidad de personas en la espacio-temporalidad concreta de sus existencias, convocadas por la misericordia de Dios en la persona de su Hijo para actualizar sacramentalmente el proyecto salvífico. Son las comunidades locales las que permiten y hacen realidad la vida relacional personal y fraterna de sus miembros.

Desde la realidad latinoamericana de un pueblo oprimido y creyente, un pueblo que cree y sufre, espera y trabaja, Medellín propone cambios y transformaciones concretas de dimensiones sociales, económicas, culturales e históricas, así como de dimensiones de fe de acción evangélica, que nos liberen del pecado personal y social y nos hagan gestores de comunión con Dios y con nuestros hermanos en el crecimiento real de nuestra vida de comunidad cristiana. La realidad eclesial de nuestros pueblos latinoamericanos creyentes y empobrecidos exige, de la comunidad, actuar de manera efectiva y afectiva en favor del camino y proyecto de liberación.

Por lo anterior, Medellín ha sido vista como un verdadero kairós del Espíritu para la Iglesia. Con el deseo de hacer vida el Evangelio a partir del Vaticano II, la Iglesia del silencio, la Iglesia latinoamericana, al asumir su vida y su misión desde el pobre y su liberación, reactualiza, revitaliza y propone un modo renovador de ser y hacer Iglesia. Este es el proceso que hoy se busca asumir desde la fidelidad creativa a Jesucristo y a su Iglesia, en orden al compromiso evangelizador que hará realidad otro mundo posible, un nuevo estilo de Iglesia, una Iglesia dadora de vida, hacedora de comunidad y gestora deliberación.

Medellín nos ha enseñado que el camino de la liberación es el que ha de recorrer la Iglesia de América Latina y del Caribe para pasar de ser el continente de la esperanza a ser el continente del amor.52

La esperanza de la Iglesia de nuestros pueblos latinoamericanos y caribeños reclama pasar de una realidad de hambre, y de toda forma de violencia y miseria, a un desarrollo integral.53 Se ha de trabajar en la promoción de la justicia, se ha de vencer toda desigualdad y diferencia en orden a los bienes, comprometiéndonos radicalmente en la construcción de estructuras de justicia.

Se ha de luchar de manera decidida ante toda estructura injusta; hemos de decir no a la opresión y explotación, no al capitalismo y marxismo, no a todo relativismo ético, no a la droga, al alcohol, a los espejismos de felicidades pasajeras. La Iglesia ha de seguir siendo la abogada de la justicia y de los pobres, ha de contribuir a construir la civilización del amor desde la formación de las conciencias, la educación en las virtudes, el trabajo en la formación de líderes católicos, quienes opten y se comprometan con los valores fundamentales, y que luchen por hacer realidad la justicia y el amor en nuestra sociedad.

Hemos de responder, como hombres y mujeres de Iglesia, a los campos prioritarios, como son la familia, los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los laicos y jóvenes. ¡Quédate con nosotros, Señor, en este deseo de luchar contra toda forma de violencia, erradicar toda miseria y exclusión! ¡Quédate con nosotros, Señor, en los procesos liberadores de los pobres, los indígenas, los afroamericanos! Confórtanos ante el cansancio, por las dudas y dificultades que encontramos en nuestro caminar, y aliéntanos para ser hoy "discípulos-misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida".


Pie de página

1"Medellín, como corrientemente es denominada la II Conferencia General del Episcopado —teniendo en cuenta que la de Río pasó a ser la I—, ha sido denominada como un pentecostés para América Latina, como fue para la Iglesia universal un maravilloso Pentecostés el Concilio Vaticano II; Medellín supuso la aplicación de las riquezas del Concilio a nuestras Iglesias particulares de América Latina y el Caribe." (De Lora, Iglesia para el Reino de Dios. En torno a Aparecida, 21).
2Benedicto XVI. "Discurso de su santidad Benedicto XVI. Sesión inaugural de los trabajos de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Salón de Conferencias, Santuario de Aparecida, domingo 13 de mayo de 2007", Vatican, http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2007/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20070513_conference-aparecida_sp.html (consultado el 9 de febrero de 2013).
3Se trata de una mirada realista al Concilio Vaticano II, como afirma José María Castillo: "Pero, ni el Concilio mismo fue tan revolucionario como algunos se imaginan, ni los dirigentes eclesiásticos, en los años que siguieron al Concilio, fueron enteramente consecuentes con lo que el Concilio se hubiera atrevido a pronunciar como palabras de futuro y esperanza. Se sucedieron las tensiones y los conflictos." (Castillo, La Iglesia que quiso el Concilio, 11).
4"Medellín marca el inicio de una nueva era para la Iglesia latinoamericana, como lo vislumbra ya Pablo VI en el discurso inaugural de la Conferencia. Medellín proporciona aún hoy respuestas válidas, forjadas en la fe y en la esperanza, y las dinamiza para una permanente acción evangélica. Medellín no se reduce a unas conclusiones, por importantes que sigan siendo hoy, contenidas en sus 16 documentos: Medellín es un espíritu, una responsabilidad, un carisma, un horizonte de esperanza no cerrado." (De Lora, Iglesia para el Reino de Dios. En torno a Aparecida, 22).
5Intuición profética heredada del Concilio. Ver a Castillo, La Iglesia que quiso el Concilio, 22-23.
6Celam, Medellín, "Presentación".
7Tal es el título de la obra de José María Castillo: La Iglesia que quiso el Concilio.
8Juan XXIII, "Radiomensaje de su santidad Juan XXIII, 11 de septiembre de 1962", 682.
9Celam, Medellin. Conclusiones de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, No. 14,7.
10Se presenta un resumido estudio de Iglesia-comunidad en Martínez, "La Iglesia real", 24-27.
11Concilio Vaticano II, "Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual", No. 29.
12Celam, Medellin, No. 15,6-7.
13Concilio Vaticano II, "Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium", Nos. 9-17.
14Idem, "Constitución pastoral Gaudium etspes sobre la Iglesia en el mundo actual, Nos. 9-17.
15Idem, "Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium", Nos.18-29.
16Codina, Una Iglesia mazarena. Teología desde los insignificantes, 215.
17Celam, Medellin, No. 14,7.
18Celam, Aparecida. Conclusiones de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, No. 396.
19Aproximación que realicé desde la vida religiosa, en Martínez, Una vida religiosa discípula y misionera, 110.
20Ver Celam, Aparecida, 240-265.
21Ibid., 28-29.
22Ibid., 30-32.
23Ibid., 289-292.
24Aproximación que realicé desde la vida religiosa, en Martínez, Mística y profecía en la vida religiosa, 109.
25"La Iglesia ha de concentrarse en lo esencial, volver a Jesús y al Evangelio, iniciar una mistagogía que lleve a una experiencia espiritual de Dios, es tiempo de espiritualidad y de mística. Y también de profecía frente al mundo de los pobres y excluidos, que son la mayoría de la humanidad, y frente a la Tierra, la madre Tierra, que está seriamente amenazada. Mística y profecía son inseparables." (Codina, "El Concilio Vaticano II en medio del conflicto de interpretaciones", 61.
26Ver Celam, Aparecida, 158.
27Ibid., 159, 161.
28Ibid., 391-398.
29Ibid., 382-386.
30Ibid., 347-364.
31Para una lectura de la realidad del continente, desde esta óptica, ver a Martínez, Fidelidad creativa en la vida consagrada, 93-107.
32Celam, Aparecida, 407-430.
33Ibid., 380-406.
34Ver a Alfrink, Amar a la Iglesia, 155.
35Celam, Aparecida, 88-97.
36Ibid., 529-533.
37Ibid., 451-458.
38Ibid., 83-87.
39Ibid., 470-475.
40Ver a Juan Pablo II, "Carta encíclica Evangelium vitae" (1995), Vatican, http://www.vat.ican.va/holy_father/paul_vi/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_26031967_populorum_sp.html (consultado el 9 de febrero de 2013).
41Es importante subrayar como ".. .la Iglesia se entiende realmente a sí misma como 'icono' de Dios trinitario, como imagen y parábola de la communio de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, la lógica interna de semejante simbolismo nos dice que la Iglesia solo puede existir en unas estructuras 'comunionales' o comunicativas análogas que debe poner en práctica, además, con un estilo de vida igualmente comunicativo." (Kehl, La Iglesia, eclesiología católica, 72).
42Bandera, Comunión eclesial y humanidad, 79-80.
43Ver a Lubac, Meditación sobre la Iglesia, 296; González, La santa Iglesia, su estructura y su misión salvífica, 424; Garijo-Guembe, La comunión de los santos. Fundamento, estructura y esencia de la Iglesia, 351.
44Celam, Aparecida, 227-239.
45Ibid., 491-500.
46Ibid., 209-215.
47Ibid., 154-226.
48Ver a L. Boff, Iglesia, carisma y poder. Ensayos de eclesiología militantes, 45-90; C. Boff, Comunidade eclesial, comunida de política. Ensayos de eclesiologia política, 113-156; Besret y Schreiner, Desde la base, hacia una Iglesia nueva. Los caminos que vive la Iglesia... ¿Anuncian una nueva sociedad?, 231.
49Kehl, La Iglesia, eclesiología católica, 218-219.
50Ver Celam, Aparecida, 380-390.
51Ibid., 391-398.
52Benedicto XVI, "Discurso de su santidad Benedicto XVI. Sesión inaugural de los trabajos de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Salón de Conferencias, Santuario de Aparecida, domingo 13 de mayo de 2007", Vatican, http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2007/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20070513_conference-aparecida_sp.html (consultado el 9 de febrero de 2013).
53Pablo VI, "Carta encíclica Populorumprogressio", No. 21.


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