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Theologica Xaveriana

versión impresa ISSN 0120-3649

Theol. Xave. vol.64 no.177 Bogotá ene./jun. 2014

 

Método teológico y credibilidad del cristianismo*

The Issue of Theological Method and Christian Credibility

Método teológico e credibilidade do cristianismo

José Serafín Béjar Bacas**

*El presente artículo de reflexión es una reelaboración actualizada de la lección inaugural tenida en la Facultad de Teología de Granada (España) con motivo del comienzo del curso académico 2010-2011.
**Doctor en Teología Fundamental, Pontificia Universidad Gregoriana, Roma; Licenciado en Teología Dogmática, Facultad de Teología de Granada. Es profesor agregado de la Facultad de Teología de Granada. Correo electrónico: serabejar@gmail.com

Recibo: 10-12-13. Evaluación: 24-01-14. Aprobación: 10-02-14.


Resumen

El autor del presente artículo plantea, en un contexto signado por el tránsito de la Modernidad a la Posmodernidad, una reflexión sobre método teológico. Dicho método está necesitado de un triple momento, hermenéuticamente relacionado: el auditus temporis et alterius, el auditus fidei y el intellectus fidei. La clave de esta relación hermenéutica radica en la búsqueda de un principio, de naturaleza formal-fundamental, que funcione como mediación creíble entre la revelación cristiana y el sujeto creyente. Para la explicitación de su tesis, el autor utiliza una argumentación narrativa, ayudándose del relato lucano de los discípulos de Emaús.

Palabras clave: Auditus temporis, auditus fidei, intellectus fidei, principio formal-fundamental, método teológico.


Abstract

Within a context characterized by the passage from Modernity to Post-modernity, the author suggests a reflection upon the issue of the theological method. Such a method has recourse to a threefold, hermeneutically related principle: the auditus temporis et alterius, the auditus fidei and the intellectus fidei. The key to this hermeneutic relationship is the search for a formal, fundamental principle that works as a reliable mediation between the Christian revelation and believers. In order to support his thesis, the author uses narrative argumentation accompanied by Luke's narration of the Emmaus disciples' episode.

Key words: Auditus temporis, auditus fidei, intellectus fidei, formal-fundamental principle, theological method.


Resumo

O autor do presente artigo coloca, em um contexto marcado pelo trânsito da Modernidade à Pós-Modernidade, uma reflexão sobre o método teológico. Tal método demanda um triplo procedimento, hermeneuticamente relacionado: o auditus tem-poris et alterius, o auditus fidei e o intellectus fidei. A chave desta relação hermenêutica está na busca de um princípio, de natureza formal-fundamental, que funcione como mediação acreditável entre a revelação cristã e o sujeito crente. Para desenvolver sua tese, o autor utiliza uma argumentação narrativa, lançando mão do relato lucano dos discípulos de Emaús.

Palavras-Chave: Auditus temporis, auditus fidei, intellectus fidei, princípio formal-fundamental, método teológico.


Introducción

La labor del teólogo viene determinada por la peculiaridad de su objeto de estudio: "Dios". En realidad, el objeto se torna en verdadero sujeto, para el teólogo, apenas profundice en su disciplina. Este "sujeto" sale hacia su propio afuera, tiene palabra, se hace comunicación y pretende, por fin, el encuentro con lo otro de sí: "el ser humano". En el medio, se encuentra el teólogo, debido a una doble fidelidad, no siempre fácil de satisfacer convenientemente.

¿Cómo cumple el teólogo con su misión? ¿Cómo es posible responder a esta doble fidelidad sin desgastar ninguno de los dos polos que la constituyen? ¿Se trata de un encuentro simétrico el que se produce entre Dios y el ser humano? La naturaleza misma de la teología requiere de un método de trabajo que -prestando el debido respeto a los "sujetos" en juego- pueda poner "logos" a esta peculiar relación, a la altura del tiempo que le toca vivir.1

Con tales preguntas como trasfondo, venía a nuestra mente, preñado de enormes posibilidades, el relato harto conocido del Evangelio de San Lucas, "Los discípulos de Emaús". En él, de manera simbólica pero no por ello menos fiable y veraz, podían aparecer apuntados los principales momentos de elaboración de un método teológico que alcance a unir, sin confusión o cambio, al tiempo que sin separación ni división, el Adviento divino con el éxodo humano.2

¿Dónde radica, en este relato, el punto de entronque con nuestro "hoy"? Nos parece sentir reconocido el éxodo actual de nuestro mundo en los dos discípulos desencantados que, después de los hechos acaecidos en Jerusalén, a manera de huida rectilínea hacia delante, caminan en dirección a Emaús. No nos parecía atrevido, por tanto, afirmar que se trata de dos discípulos "posmodernos". Así, situados entre tiempos, entre Modernidad y Posmodernidad, entre Jerusalén y Emaús, acontece una presencia misteriosa y amiga que se pone a caminar junto a ellos.

De modo sugerente, queremos reconocer en dicha presencia la figura del teólogo; y, en el modo de situarse ante los dos discípulos frustrados, la forma concreta de ejercer su tarea; una que, a partir de la trama narrativa del relato, dará lugar a los tres momentos del método teológico que pretendemos desarrollar en la presente reflexión: primero, auditus temporis et alterius (la escucha del tiempo y del otro); segundo, auditus fidei (la escucha de la fe) y tercero, intellectus fidei (la inteligencia de la fe).

Pasemos ahora a describir más detalladamente este triple momento de una tarea teológica que se encuentra ubicada entre tiempos. De tal manera, intentaremos significar cómo la misión del teólogo está siempre cargada con el peso de la historia.

El auditus temporis et alterius de la teología, o "¿de qué venís hablando por el camino?"

El teólogo ha de ser una persona fiel a su tiempo:

Dos de los discípulos se dirigían aquel mismo día a un pueblo llamado Emaús, a unos once kilómetros de Jerusalén. Iban hablando de todo lo que había pasado. Mientras conversaban y discutían, Jesús mismo se les acercó y se puso a caminar a su lado. (Lc 24,13-15).3

En el relato que nos ocupa, la necesaria actitud del teólogo queda fuertemente expresada en el hecho mismo de acercarse y ponerse a caminar junto a ellos. La teología también es peregrina, sabe con humildad de su indigencia, reconoce que no tiene respuestas a todas las preguntas, asume que la verdad no es "algo" que se posee en exclusiva, sino "alguien" que interpela y reclama la vida. De no ser así, la teología degeneraría en ideología.

Al mismo tiempo, acercarse y ponerse a caminar junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo expresa, de manera densa, cómo la teología ha de asumir nuestro "hoy", más allá de toda tentación de respuestas definitivas y cumplidas.4 No existe teología perenne, sino una teología que, atenta al tiempo y puesta a la escucha de la historia, pretende ofrecer su caudal de sentido para la hora presente.5

Además, la búsqueda del proprium cristiano es siempre un esfuerzo históricamente condicionado; entre otras cosas, porque la novedad irreemplazable del Dios vivo nunca puede ser recortada y reducida a los estrechos límites de una definición conceptual o de un sistema intelectivo.

Por tanto, este primer momento de realización teológica, auditus temporis et alterius6, es una forma de fidelidad al éxodo del ser humano; pero, al mismo tiempo y sin contradicción, es también una forma de fidelidad a la esencia misma del Adviento divino.

Pues bien, ¿qué escucha del tiempo y del otro realiza el teólogo en la actualidad? O de otra manera, ¿cuál es el análisis de realidad que puede ofrecer escenario histórico a una posible palabra del teólogo a nuestros contemporáneos? En efecto, no existe teología inocente o neutra, sino que en la reflexión creyente siempre encontramos, implícita o explícitamente, un meditado examen de la situación presente.

El desarrollo de la Modernidad

El paralelismo entre Jerusalén y la Modernidad nos habla del a priori de la idea, de la tentación mortal de relacionarse con la realidad desde un esquema preconcebido que nos hemos forjado en nuestra mente: "Nosotros teníamos la esperanza de que él fuese el libertador de la nación de Israel" (Lc 24,21). La tensión narrativa del Evangelio apunta hacia Jerusalén como la ciudad donde se proyectan los más variados paraísos intrahistóricos, coincidentes en un mismo punto: el poder como motor de cambio y construcción de una nueva realidad que se asemeje a la idea preconcebida.

La máxima expresión de este espíritu moderno es la filosofía hegeliana del concepto. No en balde este pensamiento se ha dado en llamar filosofía absoluta. Se trata de un sistema de alcance universal que encuentra su clave de bóveda en una ecuación que no admite resistencia y que se va a convertir en la matriz de todos los pensamientos ideológicos: lo real es racional y lo racional es real.7

Así, la realidad es considerada como manifestación del despliegue del Espíritu absoluto (la razón o la idea) a lo largo de su desarrollo en la historia. Por ello, la consideración atenta del devenir histórico, la contemplación de esta realidad, la mirada a los procesos dolorosos que constituyen el paso del tiempo, la atención a la caída de civilizaciones enteras o a la sangre derramada en los más variados proyectos revolucionarios ofrecen a Hegel la posibilidad de deducir las leyes que rigen este proceso de desenvolvimiento. Todo es fenomenología del Espíritu y todo acabará teniendo un meditado lugar en el sistema.

Por esta razón, es fácil advertir tal matriz hegeliana en los universos ideológicos que han marcado el decurso de los últimos siglos. La ideología, tanto en sus versiones burguesas como en las revolucionarias, también pretende ser explicación total de la realidad sin restos de sombras, que se jacta -desde este conocimiento- de poder dirigir el mundo hasta el triunfo de la idea o espíritu absoluto. El ser humano, convencido de ser el dios de una nueva creación, toma en sus manos las riendas de la historia desde los postulados de la potente luz solar de la razón.

De esta manera, el idealismo asume la visión del mundo, en su rica y compleja variedad y devenir, desde el a priori de la idea... y no dudará en hacer entrar a dicha realidad en el proyecto ideológico, aunque sea con la fuerza y la violencia. De ahí que la ideología tienda al fanatismo del totalitarismo; un totalitarismo que se funda en la certeza de haber encontrado el concepto que da una explicación cumplida de toda la realidad en su conjunto.

Si la realidad es producto de la idea, y ésta se ha hecho perfectamente clara a la conciencia, transformemos la realidad para adecuarla a la idea. La realidad debe adecuarse al pensamiento y no al revés. Así, lo que no es comprendido y asimilado al a priori del concepto, simplemente no existe.

Ahora podemos entender por qué el siglo XX ha dibujado un escenario tendiente a exorcizar la diferencia, ebrio de una totalidad que deseaba abarcarlo todo, sin residuos.8 Si el pasado siglo ha intentado poner en acto los más variados paraísos ideológicos, la realidad ha tenido que ser forzada para adecuarse al a priori al pensamiento y a la propia idea. Un mecanismo así no soporta la diferencia, la cualidad de ser otro que define en su misma entraña la categoría de alteridad; y ello porque esta diferencia no admite la reducción a lo idéntico, la homologación de lo múltiple, la equiparación y conversión de lo distinto a simple masa.

El desvanecimiento de la alteridad comienza en el momento en que la ideología se resiste a aceptar la realidad tal como es, y no se inquieta si -para conseguir su anhelado paraíso intramundano-ejerce violencia desde la pureza del concepto. El pensamiento ideológico es una potente filosofía de la historia en el que el futuro queda finalmente exorcizado porque ha sido ya deducido.

Así, la visión de la historia aparece cerrada e incapaz de acoger novedad alguna. La persona hechizada de ideología está ciega para percibir la verdad de las cosas y se muestra insensible frente a los peculiares contornos que presentan todo hombre y toda mujer. Dado que lo singular ha quedado sacrificado al proceso global, el ser humano concreto alcanza su verdadera realización solo y exclusivamente sacrificándose por la idea.

La crisis y la transición a un nuevo tiempo

Sin embargo, Jerusalén, lejos de convertirse en la ciudad del cumplimiento, queda atrás como símbolo de la derrota y la frustración más absoluta. Los sueños de poder han sido desmentidos por la contundencia de la realidad. La utopía amasada en la mente queda reducida a cenizas por la oscuridad y las sombras del Viernes Santo.

Aquí podemos hablar de la crisis propia de la Modernidad, puesta de manifiesto de modo brillante por la reflexión de Th.W. Adorno y M. Horkheimeren, en su obra Dialéctica de la Ilustración. Si en Hegel, el juego de los contrapuestos buscaba alcanzar la afirmación definitiva de la realidad, estos autores, con el término "dialéctica" pretenden subrayar el carácter inconcluso del movimiento de contraposición, tanto a nivel social como cultural. La Ilustración, al pretender salir de la minoría de edad y de la mitología, ha recreado nuevos mitos que acaban convirtiéndose en ídolos necesitados de sacrificios humanos.

Esta será la tarea que pretenden llevar a cabo tales autores con su reflexión: desenmascarar los ídolos que están rigiendo -con el riesgo de una matematización y objetivación de la realidad- los destinos personales y colectivos de los pueblos. De ahí su conocido lema: "El mito es ya ilustración; la ilustración recae en mitología."9

Será esta percepción totalitaria de la Ilustración la que termine por cambiar el curso de la historia.10 Ahora Emaús simboliza el lugar del desencanto y, por tanto, puede convertirse en una metáfora sugerente de los tiempos posmodernos en los que nos adentramos: "Iban hablando de todo lo que había pasado, con aire entristecido" (Lc 24,17). Se trata de un tiempo incierto, aún por explicitar, que se caracteriza por su escepticismo respecto de los grandes relatos ideológicos propios de la Modernidad. Los discípulos de Emaús inician un camino de huída de Jerusalén, de no retorno; un camino dirigido a ninguna parte o, en todo caso, hacia la insignificancia de una pequeña aldea.

De esta manera, ¿parece ahora haber cambiado el signo de la historia? ¿Nos aventuramos en un camino quizás sin retorno? La Posmodernidad o Emaús representa el desencanto ante los grandes relatos, esos que habíamos oído contar tantas veces y que, en el fondo, eran paraísos imaginarios al servicio de los vencedores. Nuestro "hoy" evidencia el tiempo que se abre tras la constatación del fracaso de la razón totalizante.

De esta manera, frente a lo que antes era totalidad, ahora se dibuja el fragmento; frente a la unidad y al orden, está la división y la separación; frente a las certezas, lo desconocido; frente a la ideología, el pensamiento débil; frente al nuevo sentido que suponía la emancipación del hombre, el sinsentido nihilista; frente al conocimiento solar de la razón, el amor por las tinieblas; frente al pensamiento de la identidad, un pensamiento de lo diferente y fragmentario... G. Deleuze, uno de los ideólogos de este tiempo posmoderno, afirma al respecto:

El primado de la identidad, como quiera que ésta se conciba, define el mundo de la representación. Pero el pensamiento moderno nace del fracaso de la representación, a la vez que de la pérdida de las identidades, y del descubrimiento de todas las fuerzas que actúan bajo la representación de lo idéntico. El mundo moderno es el mundo de los simulacros. El hombre no sobrevive a Dios, la identidad del sujeto no sobrevive a la sustancia. Las identidades todas están simuladas, son fruto de un efecto óptico, de una interacción más profunda que es la de la diferencia y la de la repetición. Queremos pensar la diferencia en sí misma, y la relación de lo diferente con lo diferente, independientemente de las formas de representación que los conducen hacia lo mismo y los hacen pasar por lo negativo.11

Ahora bien, el peligro que implica abandonarse a la lógica de lo posmoderno radica en quedar atrapados en la contradicción que alberga en su seno: un pensamiento débil que, sin embargo, reivindica unas pretensiones de totalidad. La Posmodernidad es un pensamiento débil que está fundamentado en un postulado fuerte.

El nihilismo se constituye así en un poderoso manto que pretende abrazar la realidad toda bajo su abrigo. Si antes era el a priori de la idea el que se constituía en una visión cumplida y sin resto de sombras, que pretendía explicarlo todo, ahora son la "nada" y el "vacío" los que paradójicamente reivindican también pretensiones de totalidad. Por esta razón, algunos autores piensan que la Posmodernidad no es una verdadera superación de la Modernidad, sino un modo de permanecer en la misma cárcel de lo ideológico pero con el signo menos delante del paréntesis.12

El triunfo del nihilismo sigue siendo el triunfo de la ideología, ya que si antes hablábamos del "espíritu absoluto" o del a priori del concepto, ahora es "la nada" que abraza la entera realidad, escasa de reconocimiento del "otro", consciente de seguir siéndolo todo.

De la cerrazón a la irrupción de lo nuevo

La categoría que articula el pensamiento desde la revolución francesa es "historia". En el fondo, se trata de la visión escatológica judeo-cristiana que, secularizada y puesta al servicio del mito del progreso indefinido, realiza una declinación cerrada del devenir histórico. La Modernidad y la Posmodernidad comparten una idéntica cerrazón ante la posibilidad del acontecer del Otro.

J. Ratzinger, en su obra Jesús de Nazaret, a propósito de la resurrección del Señor, plantea la siguiente pregunta: "¿Puede darse solo aquello que siempre ha existido? ¿No puede darse algo inesperado, inimaginable, algo nuevo?"13 De esta manera, Ratzinger pretende ensanchar los límites de una razón que se vanagloria de haber deducido, en el a priori de la idea, las leyes que rigen el desenvolvimiento mismo de la historia.

En este sentido, no hay mayor desesperanza que la de acudir a la realidad estableciendo de antemano lo que puede o no puede suceder en ella. Esta ha sido la pobreza más grande que -a nuestro juicio- ha ofrecido una filosofía, de corte trascendental, excesivamente centrada en las posibilidades del sujeto. Este centrarse en el sujeto llegó a su punto culminante con la subjetividad absoluta del pensamiento hegeliano, hasta el punto de no hacer diferenciación entre sujeto y objeto14; pero lo más alarmante consiste en que el pensamiento de la diferencia, propio de la Posmodernidad, permanece enredado en la misma trampa. Los individuos de nuestras sociedades han perdido hasta tal punto la capacidad de sorpresa, que se ha desintegrado la categoría de lo "nuevo".

Sin embargo, ¿deja nuestro texto de Emaús alguna apertura a la esperanza? O de otro modo, ¿puede el teólogo, ubicado entre Modernidad y Posmodernidad, encontrar caminos para ofrecer un pensamiento profético?

Los dos discípulos desencantados, curiosamente, muestran señales que alientan la esperanza: "Iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba setenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí de todo lo que había pasado" (Lc 24,13). Las señales esperanzadoras se manifiestan, en primer lugar, en el hecho de ponerse en camino y, en segundo lugar, en el hecho de no ir solitariamente, sino en la compañía del "otro", que puede ser siempre icono eficaz del "Otro".

Así es. Nuestro análisis no permanece cerrado en la desesperanza, sino ausculta en el hoy los signos de un horizonte que pueda ser propicio al "logos" específico de la teología. Encontramos un hastío del predominio del sujeto que devuelve protagonismo a la realidad, con su indeducible capacidad de sorpresa. Se trata de dejar a la realidad que se diga a sí misma, de volver a las cosas para que se expresen desde sí, de barruntar el acontecer de una presencia amiga cuyo advenimiento a nosotros nos plante en un nuevo suelo.

El desgaste del individuo, centrado en lo que la subjetividad es capaz de conocer, nos confronta con toda una nueva sensibilidad filosófica que deja voz a la realidad. Esta corriente, con una variedad enorme de ricas sensibilidades, puede ser catalogada genéricamente como "fenomenología".15 En el horizonte de dichas sensibilidades, vuelve a aparecer con fuerza una figura que había sido borrada del horizonte moderno: la revelación. Categorías como aparición, epifanía, manifestación, vuelven a ser realidades dignas del pensamiento, cargadas de sorpresa y, al mismo tiempo, de una ineliminable verdad.

Rastros de esta nueva sensibilidad del pensamiento pueden ser reconocidos también en nuestro pasaje del Evangelio. De hecho, la apertura que muestran los dos discípulos posmodernos es la condición de posibilidad para la acogida del "peregrino" que, de manera sorprendente, aparece en el camino. Este peregrino personifica, en nuestra propuesta, la figura del teólogo que los invita a releer de nuevo toda la historia universal y personal.

No obstante, esta relectura no se hace ahora desde la presunción totalizante de la razón, desde el a priori de la idea, desde el marco ideológico dado, o incluso desde la desgana, típicamente posmoderna, que ha perdido

incluso el gusto por la verdad. El teólogo les va a proponer una nueva mirada que brota de la lógica de la fe y que está referida, esencialmente, a la revelación.

EL auditus fidei DE LA TEOLOGÍA, O "SE PUSO A EXPLICARLES TODOS LOS PASAJES DE LA ESCRITURA"

El teólogo parte de la realidad, pero su reflexión teológica no está llamada a habitar ahí. Si así fuera, su teología se convertiría acaso en una inconsciente utopía del statu quo, es decir, del orden de cosas establecido. La teología posee un innegable potencial subversivo; es pensamiento profético que invita a contemplar la realidad desde el sueño de Dios para el hombre.

En efecto, el lugar exterior de la teología no implica un irenismo ingenuo que conduzca a la adecuación al mundo. Este lugar es previo y condiciona el quehacer del teólogo, pero no es tan absoluto como para que el ser humano no pueda "construir un lugar de voluntad que se añada y sume al lugar de naturaleza".16 Así nos muestra nuestro método la dialéctica inherente a todo quehacer teológico: "El emplazamiento confiere una misión y la misión a su vez crea su propio emplazamiento."17

De esta manera, podemos percibir cómo los escenarios del tiempo, aunque muy importantes, no son determinantes en teología. Ante todo, el teólogo se debe a una patria extranjera. Ésta reivindica la lógica propia de la teología, que muestra su identidad más profunda cuando mantiene su autonomía sin dejarse recortar ideológicamente por las previsiones que se puedan proyectar en ella desde fuera.18

Aclaremos que la escucha del tiempo y del otro condiciona el quehacer teológico, pero la escucha de la fe determina la labor del teólogo. El hecho de que nuestro método ponga en primer lugar el auditus temporis se debe, no a una motivación ontológica, sino simplemente metodológica.

Volvamos a nuestro relato. Después de escuchar a esos dos discípulos posmodernos, el desconocido caminante toma la palabra. Quiere romper, desde dentro, la cerrazón de su sistema y de su racionalidad. La teología no es una filosofía que brota de la especulación y de la voluntad del pensador, sino surge de la escucha, lleva la herida de Otro, nos habla de un futuro que no ha sido programado por el ser humano y que, por tanto, no está signado por la contingencia.

La teología no es simple proyección humana sino que, constitutivamente y por esencia, está abierta a las sorpresas del Adviento: "Luego se puso a explicarles todos los pasajes de las Escrituras que hablaban de él, comenzando por los libros de Moisés y siguiendo por todos los libros de los profetas" (Lc 24,27).

El segundo momento de este método teológico entre Jerusalén y Emaús, entre Modernidad y Posmodernidad, es el auditus fidei. Y esta escucha de la fe -a nuestro juicio- tiene doble dimensión: testimonial e interpretativa. En efecto, el teólogo, puesto a la escucha del relato original, y antes de cualquier tarea interpretativa, confiesa con su propia existencia la posibilidad de que lo absoluto de Dios acontezca en la contingencia de la historia.

Así, frente a la historicidad cerrada de Modernidad y Posmodernidad que ya hemos comentado, el teólogo está llamado, por fidelidad a este testimonio fundante, a romper todo sistema cerrado que se presuma último o definitivo, y a dejar espacio a una región extranjera. Veamos más detenidamente esta doble dimensión del segundo momento del quehacer teológico o escucha de la fe.

El auditus fidei como testimonio

La teología está hecha de auscultación más que de palabras; se funda en el silencio más que en el discurso. Su gloria reside en ser el receptáculo de una voz que, al venir de fuera de ella misma, no le pertenece. Así, la adoración, la doxología, la alabanza, lo gratuito, el exceso, el don, lo ofrecido incondicionadamente, la fundan y la salvan permanentemente de la tentación de predicarse a sí misma.19 Afirma H.U. von Balthasar:

En la medida en que es una respuesta a la Palabra infinitamente libre y gratuita de Dios, la teología debe ser adoración, acción de gracias; en suma, doxología. Y puesto que se mueve en el círculo dialogal de la interpelación divina y de la respuesta humana, no puede jamás hacer abstracción de que el sujeto humano está interpelado personalmente por la Palabra, no puede jamás transformar el sujeto infinito que habla en objeto neutro, ni siquiera bajo el pretexto de abstraer el contenido enunciado del sujeto que habla: Dios20

De hecho, el Dios de la fe hebrea y cristiana se caracteriza por su entrada en la historia. Se trata del Eterno que hace su morada en el tiempo, del Dios del Adviento. Por tanto, el fundamento de esta fe es la revelación, la certeza de que Dios ha hablado y ha dirigido su Palabra en palabras humanas. La fe, por tanto, nace de esta escucha y, por eso, la Iglesia no se congrega a sí misma, sino es congregada por esta Palabra que alcanza su mayor plenitud en Jesucristo, Palabra del Padre.

De esta manera, la reflexión teológica, que se halla propiamente en el lugar donde éxodo y Adviento se encuentran, tiene que hacer frente a una evidente paradoja.21 En efecto, la condición paradójica de la teología radica en la necesidad de aunar eternidad y tiempo, absoluto e historia, Palabra de Dios en palabras humanas, el misterio insondable en el horizonte limitado de este mundo... La teología alcanza su identidad más profunda en el justo medio entre un pensamiento que disuelve el misterio en las mallas serenas de la razón y un silencio mudo que no evoca la riqueza del Adviento:

La teología habla de aquél de quien se debería más bien callar. Consciente de esta condición paradójica, ella sabe también que no puede no hablar de él: por su naturaleza la teología es palabra sobre Dios [...] que constitutivamente envía a la Palabra, que Dios dice de sí [...] La palabra teológica es tan inevitable, como grávida de silencio, de interrupción y de espera.22

Esta condición paradójica de la teología, que "dice, callando" y que "calla, diciendo"23, es el resultado de la naturaleza misma de la revelación cristiana, verdadero núcleo del problema. El análisis etimológico de la palabra latina revelatio nos muestra la dialéctica intrínseca que el término quiere dar a entender:

Un desvelarse que vela, un venir que abre el camino, un mostrarse en el retirarse que atrae. A esta dialéctica de apertura y de ocultamiento remite el mismo término revelatio, en el cual el prefijo "re" tiene tanto el sentido de la repetición de lo idéntico como el del paso a la condición opuesta: la revelación del Dios que viene quita el velo que oculta, pero es también un ocultamiento mayor, es comunicación de sí que inseparablemente se ofrece como un "velar" de nuevo.24

No obstante, este significado y sentido del concepto "revelación" no siempre se ha mostrado claro en su desarrollo histórico.25 Una mirada sosegada a la historia pone de manifiesto los caminos errados en los que ha caído la reflexión filosófica y teológica sobre la revelación.

En efecto, en la filosofía de F. Nietzsche y, sobre todo, con más fuerza, en la reflexión filosófica de M. Heidegger, se hace una gruesa crítica a lo que se dio en llamar "onto-teología". La historia de Occidente es -para estos autores- la de la instauración del nihilismo, porque el ser humano -en su afán de dominio de todas las cosas- hace de Dios un ente entre otros que es fácilmente manipulable por los juegos conceptuales de la teología.

Esta reducción de Dios a mero ente va haciendo que poco a poco se pierda el contacto con el ser y que la teología obvie la importancia de la contemplación y de la escucha del mismo que solo puede oírse en el silencio.

Del mismo modo, la reflexión de la Modernidad acerca de la revelación nos muestra también la pretensión de un pensamiento solar que no soporta la oscuridad en ningún ámbito de la realidad. Especial repercusión tendrá la reflexión hegeliana sobre el concepto de revelación que, al haber heredado la traducción luterana del término revelatio al alemán offenbarung, es la puerta abierta para que "el Adviento de Dios haya podido ser pensado como exhibición sin reservas".26

En efecto, el sentido etimológico de offenbarung da la idea de lo que ha sido totalmente manifestado, lo que está totalmente abierto y publicado. Es consecuencia lógica de esta comprensión que el misterio divino quede totalmente claro a la intelección de una razón que, en el desenvolvimiento de la Modernidad, es concebida como omnipotente.27

La misión de la teología entre Jerusalén y Emaús intentará dar respuesta a esta provocación, haciendo a la teología más humilde en sus pretensiones. Ella no es palabra solar que todo lo ilumina sino que -en su misma esencia- tiene un lugar inevitable el silencio, considerado como el seno en el cual puede ser oída la Palabra que Dios dirige a los hombres.

A partir de esta reflexión, podemos entender la resistencia de grandes teólogos del siglo pasado al desarrollo concreto de la moderna ciencia bíblica, la cual hizo de la interpretación del texto bíblico el motivo fundamental de sus desvelos. Pensemos, por ejemplo, en la tensión entre K. Barth y R. Bultmann en el seno del mundo protestante.28

El teólogo no es aquel que se enseñorea de la Palabra y la pone a su servicio. Su labor fundamental no es, de manera primordial, la interpretación de las Sagradas Escrituras, como si el contenido y sentido fundamental de la Biblia fuera relativamente fácil de determinar y dar después por descontado. La teología, antes de interpretar, ha de ser consciente -en palabras de K. Barth- de que "aquello que está allí, es decir, en los textos de la Biblia, es la acreditación de la Palabra de Dios, es la Palabra de Dios en esta específica acreditación".29

Es urgente, por tanto, que, antes de toda tarea de actualización del texto bíblico, la teología confiese este carácter fundante de la Palabra de Dios. También, con palabras de K. Barth:

Aquí la respuesta teológica puede consistir solo en esto: atestiguar y notificar que esta Palabra viene pronunciada y oída con anterioridad a cualquier interpretación. Se trata aquí del acto teológico fundamental que encierra en sí y a la vez da inicio a todo lo que viene después. Omnis recta cognitio Dei ab oboedientia nascitur (Calvino). La Palabra que no solo regula la teología sin que la teología deba previamente interpretarla, sino que ante todo la funda, la constituye, la llama del no-ser al ser, de la muerte a la vida, es la Palabra de Dios. Precisamente de frente a la Palabra debe situarse la teología: este es el lugar en el que se encuentra situada y en el que ella misma debe situarse continuamente.30

La teología ha sido creada ex nihilo por la Palabra de Dios, una Palabra que trasciende, con mucho, las palabras consignadas en el texto sagrado. En efecto, la Biblia y la Palabra de Dios no son conceptos que puedan ser, sin más, intercambiables. Trataremos sobre esto en el siguiente apartado.

El auditus fidei como interpretación

En esta atmósfera de escucha sagrada de la Palabra, en la que la teología testimonia el acontecer mismo del Dios vivo, el teólogo debe realizar también, para el hombre y la mujer de su tiempo, una labor interpretativa del texto bíblico. Ésta viene sustentada -como estamos viendo- en la peculiaridad del concepto cristiano de revelación.

En efecto, "la sustancia de la revelación no consistió en la enseñanza de una doctrina, sino en la aparición de una presencia entre los hombres".31 Esta elocuente frase de H. de Lubac -en su comentario a la constitución dogmática Dei Verbum- sin duda expresa el aporte fundamental del Concilio Vaticano II al tema de la revelación. Dicha contribución apunta a la determinación cristológica de la cuestión; es decir, la revelación va a ser entendida como la autocomunicación de Dios al ser humano en su hijo Jesucristo.

La comprensión de la revelación cristiana "como un acontecimiento interpersonal de encuentro entre Dios y el hombre"32 aporta una peculiaridad que aumenta su complejidad. En efecto, la revelación cristiana se nos ofrece ineludiblemente transida de acontecer histórico, sin perder por ello su consistencia ontológica, ya que precisamente la naturaleza misma de esta revelación "viene a manifestarse en la mediación del lenguaje y de la comunicación, sobrepasando siempre la capacidad de captura del concepto y de la interpretación".33

La verdad de la revelación cristiana, al ser más que la historia, no puede decirse sin ella.34 Esto es especialmente significativo -como hemos visto- en referencia al texto bíblico, ya que la Sagrada Escritura, que contiene la Palabra de Dios, no puede ser identificada, sin más, con dicha Palabra. De ahí que el teólogo cristiano pueda y deba preguntarse si la historicidad de hecho del cristianismo remite a una historicidad que debe estar también presente en la forma del pensamiento y que se manifiesta incluso en la misma Escritura. En palabras de B. Forte:

Delante de la Palabra, puro lugar del Adviento, nace el interrogante de si no será también, en su registro escrito original y fontal, una morada del éxodo: ¿existe en la Escritura, con la acción y la Palabra de Dios, un elemento humano, alimentado de pensamiento y de palabra, que señale y determine sus formas bajo el peso de la historia?35

La respuesta a esta pregunta es claramente afirmativa. Si se toma en cuenta que el Adviento es metáfora de la condición divina, y el éxodo metáfora de la condición humana, habría que decir cómo a este Adviento corresponde también, en la Escritura, un éxodo, porque si no, la Palabra de Dios habría resonado en el vacío. De ahí que, junto con el valor normativo del Nuevo Testamento, se reconozca también la existencia de distintas teologías que nos recuerdan que la Palabra de Dios resuena en situaciones históricas diversas y que el Evangelio es una persona viva y no tanto las Escrituras consignadas en un libro.

Dicha encarnación y contextualización de la Escritura es tan patente, que solo es posible alcanzar el núcleo de la revelación por medio de estas formas teologizadas como nos ha llegado; de esta manera, "el proceso que hemos descrito forma parte de modo inclusivo de la economía de la revelación".36 Por tanto, "si hay una normatividad de la Escritura en relación con los contenidos, hay igualmente una normatividad formal".37

De ahí que, si el teólogo tiene la inexcusable tarea de hacer creíble el cristianismo a la altura del tiempo que le ha tocado vivir, haya que intentar trascender los ropajes históricos en los que nos llega la voz de Dios, fundamentalmente en la Escritura, para que siga resonando más allá de un tiempo histórico concreto.

Así pues, el reconocimiento de nuestros libros sagrados, como morada del Adviento divino y del éxodo humano, confronta al teólogo con la nada fácil tarea de "distinguir" la Palabra de Dios de la mediación de una matriz cultural determinada. Aquí entraría, de modo insoslayable, la labor de interpretación del texto bíblico.

El intellectus fidei de la teología, o "¿no es cierto que el corazón nos ardía?"

En un primer momento, el anónimo peregrino, personificación de la figura del teólogo, ha ofrecido su compañía de Jerusalén a Emaús; es decir, ha acompañado el camino que va desde los grandes proyectos ideológicos fracasados hasta el nihilismo que acecha al final del trayecto.

En un segundo momento, frente a la historicidad cerrada de los dos desencantados discípulos, ha testimoniado e interpretado para ellos el acontecer del Dios vivo.

Ahora, en un tercer momento del quehacer teológico, el peregrino media el sentido de la revelación divina, de modo que sea respuesta a los interrogantes más profundos que habitan en el corazón del hombre.

En efecto, el peregrino no solo descubre a los discípulos el misterio del sufrimiento y de la muerte del Maestro, sino que -en el mismo hecho de narrar y explicarles las Escrituras- aquéllos van encontrando reposo y respuesta a los interrogantes últimos que conforman el corazón humano: "¿No es cierto que el corazón nos ardía en el pecho mientras nos venía hablando por el camino y nos explicaba las Escrituras?" (Lc 24,32).

El extraño peregrino consigue transferir el sentido de la revelación cristiana a la hora presente, que están viviendo los dos discípulos posmodernos, con su peso de dramatismo. La teología ha de tener el potencial de unir la historia de Dios y la historia de los discípulos en una sola historia.

De esta manera, la fides quaerens intellectum se convierte en el momento más especulativo o sistemático del método teológico, ya que el auditus temporis se elabora -como ya hemos comentado- desde el análisis de la realidad, mientras que al auditus fidei corresponde un tipo de trabajo más positivo, pegado principalmente al dato bíblico.

La especulación, en este tercer momento de realización teológica, tiene como objetivo "hablar responsablemente del Dios del Adviento en la variedad de situaciones humanas"38, para configurar la reflexión creyente como theologia viatorum. Dicho de otro modo, el intellectus fidei "debe mostrar la significatividad actual del Adviento para el éxodo, al mismo tiempo que reclama la gratuidad, la indeducibilidad y la excedencia del don de lo alto".39

Ahora bien, ¿cómo consigue la reflexión teológica esta alianza entre éxodo y Adviento, sin sacrificar ninguno de los dos extremos en cuestión? Opinamos que el auditus temporis y el auditus fidei quedan integrados en una síntesis novedosa gracias a un "principio formal" que ha de brotar del mismo intellectus fidei. De esta manera, apostamos por la dimensión "formal-fundamental" de toda la teología.

Dicha dimensión formal-fundamental responde ineludiblemente a la búsqueda de un principio que medie la revelación de Dios en Jesucristo a los hombres y mujeres del siglo XXI. Por ende, la "teologización-fundamental"40 de toda la teología atañe, a nuestro juicio, al aspecto específico de la credibilidad.

La individuación de este principio formal requiere una reflexión teológica que toca el mismo centro de la fe o, más específicamente, la esencia de lo cristiano. Aun cuando la pregunta por dicha esencia es algo típicamente moderno, que acontece con el surgimiento del romanticismo y el idealismo y su discurso acerca del espíritu, la idea o el principio41, la búsqueda de la verdad determinante del cristianismo ha sido una constante de la teología desde los orígenes.42

En consecuencia, podemos afirmar que el gran desafío de la teología de todos los tiempos supone mantener su doble fidelidad, es decir, Dios y ser humano. Si la encarnación es la determinación fundamental de lo cristiano, podemos decir que la evangelización tiene como objetivo último que la fe se haga cultura, de modo que lo cristiano resuene en el ser humano como el horizonte último de posibilidad que da consistencia y sentido a toda su existencia.43

Esto hace que la teología nunca pierda la creatividad necesaria para presentar el contenido del cristianismo, siempre antiguo y siempre nuevo, en la formulación que puede alcanzar las mayores cotas de significatividad y de plausibilidad en la historia. La esencia del cristianismo, por tanto, está constitutivamente determinada por el espíritu del tiempo.

Aquí estamos hablando sobre lo que K. Rahner llamó "teología formalfundamental", la cual, aunque pertenece rigurosamente a la teología dogmática,

...es teología "fundamental", en cuanto pone en confrontación la naturaleza formal y general de la revelación cristiana con las estructuras formales de la vida del espíritu humano en general, en el interior de las cuales se cumple el evento de la misma historia de la revelación.44

De esta manera, nos estamos refiriendo al debate suscitado a raíz de la intervención de M. Seckler en el Congreso Internacional de Teología Fundamental de 1995, en la Universidad Gregoriana. Allí, con la ponencia sobre la relación entre fundamental y dogmática, M. Seckler hablaba de la tendencia existente en los últimos años de buscar una nueva forma de realización sistemática que suponga una "teologización-fundamental"45 de toda la teología.

Deseamos poner de manifiesto la profunda unidad en la que debe ser concebida la reflexión dogmática y fundamental. En otras palabras, la teología fundamental ha de ser una dimensión ineludible ad intra del mismo teologar cristiano. En este sentido, partimos del convencimiento de esta unidad en la

que debe ser entendida la teología; unidad puesta de manifiesto por los dos grandes teólogos católicos del siglo XX: K. Rahner46 y H. U. von Balthasar.47

Ambos, sin prejuzgar la pertinencia o no de un tratado específico independiente de teología fundamental48, subrayaron la necesaria dimensión de credibilidad del cristianismo como momento propiamente teológico, contra una trasnochada apologética.49

En efecto, si la teología es la ciencia que busca el significado o sentido de la revelación para el ser humano50, necesariamente ha de mediar entre una determinada matriz cultural y la función del cristianismo dentro de la misma.51 De esta manera, y una vez más, se van delimitando dos polos esenciales de atención: la revelación del Dios de Jesucristo y el ser humano concreto al que va destinada dicha oferta de salvación. Por ello, estamos aquí tocando la dimensión misma de credibilidad del cristianismo que, por definición, ha de ser considerada como la mediación entre revelación y sujeto creyente.52

Esta mediación hermenéutica, objetivo fundamental del tercer momento del método teológico o intellectus fidei, llega a buen puerto cuando el teólogo es capaz de individuar, y esto nos parece esencial, un principio formal que reelabora de nuevo, a la altura de cada tiempo, el proprium del cristianismo, en una síntesis creativa y novedosa. De esta manera, podemos conocer el "genio teológico" de cada autor en la medida en que somos capaces de descubrir, en el conjunto de su obra teológica, dicho principio formal de carácter netamente teológico-fundamental.53

Con este método teológico se superan las unilateralidades del objetivismo clásico, con sus dos especiales variantes en la deducción de la manualística y en el positivismo de la revelación propio de la teología dialéctica. Y, al mismo tiempo, se pretende superar el subjetivismo moderno que, en su influencia en la teología liberal, dejaba a Dios disuelto en el devenir del tiempo, al considerar la religión como un sentimiento de dependencia con el absoluto o una provincia del espíritu.

La teología, pensada desde esta metodología, no celebra la gloria de Dios a costa de la realización del hombre, ni la gloria del hombre a costa del Adviento divino, sino intenta recomponer, en el mutuo encuentro de ambos, un colloquium salutis que brota de la misma estructura de una razón teológica abierta a las sorpresas del Eterno, una razón que es capax novi.

Ahora bien -avancemos en nuestra argumentación-, ¿cómo se pone en acto este principio formal que, al brotar del propio intellectus fidei, sea capaz de dar a luz una síntesis novedosa en la que el cristianismo es presentado con credibilidad en cada momento histórico? ¿Cuáles serían los caminos más apropiados para la realización de este momento más estrictamente especulativo del método teológico?

Para contestar a tales preguntas, vamos a retomar el texto bíblico que sirve de inspiración a nuestra presente reflexión. El desconocido peregrino, personificación del teólogo, utiliza un doble instrumental para construir esa síntesis novedosa que se muestra significativa y plausible ante los dos desencantados interlocutores. Nos referimos concretamente a la narración y al símbolo.

De esta manera, una síntesis novedosa y creativa -gracias a un principio formal que la posibilita- integra en un único discurso el momento más dialogal-contextual o auditus temporis, y el momento más específicamente fundacional o auditus fidei.

Al tiempo, dicho principio formal será puesto en acto por el ejercicio de una racionalidad teológica de carácter simbólico-narrativo. De este modo, lo especulativo no tiene por qué verse recluido a la aridez del concepto, sino que puede fundamentarse en otra forma ampliada de ejercicio de la razón. Pongamos un ejemplo para explicitar nuestro argumento. Para ello, vamos a acudir a una obra de teología tan clásica como el propio Evangelio de San Marcos. El evangelista, a la manera de un verdadero teólogo, presta oído a la situación concreta que vive su comunidad.

Dicha comunidad cristiana, cerca del año 70 d.C., en la ciudad de Roma, vive una situación difícil debido a la persecución de la nueva fe. El peligro que pesa sobre la misma es la apostasía. Marcos, ubicado en el escenario del tiempo que le toca vivir, quiere transmitir con credibilidad el kerigma que, a su vez, él ha recibido. De esta manera, surge el primer Evangelio que, a partir de un original principio formal, ofrece una síntesis novedosa y fresca en la cual quedan integrados la escucha del tiempo y la escucha de la fe.

Este principio formal, a la manera de una theologia crucis o, más concretamente, una cristología de la cruz, pretende contar la historia del Nazareno como si fuera la historia misma que está viviendo dicha comunidad. Los instrumentos fundamentales que permiten poner en acto, como un todo, este primer Evangelio son también aquí lo narrativo y lo analógico-simbólico. Veamos más detenidamente esta doble manera de ejercer la propia inteligencia de la fe.

Una teología narrativa

El discurso que construye el desconocido peregrino, al hilo de su solidaria compañía en el camino de Emaús, tiene en la narración una forma privilegiada: "Luego se puso a explicarles todos los pasajes de las Escrituras que hablaban de él, comenzando por los libros de Moisés y siguiendo por todos los libros de los profetas" (Lc 24,27). El teólogo no está llamado fundamentalmente a construir sistemas de alcance global. Ello podría tener el inconveniente de equivocar el concepto de verdad que sustenta lo cristiano.54

Si la Modernidad, tan ávida de sistemas omniabarcantes, parte de un concepto de verdad universal y abstracto, el cristianismo debe volver a proponer con fuerza un concepto de verdad personal y concreto. De esta manera, el teólogo realiza su oficio poniéndose a la escucha del relato original y optimizándolo para cada nueva situación histórica. Se trata de buscar una mediación válida, es decir, un principio formal unificador entre salvación e historia, justamente en el tema de la narración. En este sentido, es interesante la siguiente reflexión de J.B. Metz:

La cuestión de cómo pueden relacionarse entre sí, sin recortarse mutuamente, la salvación y la vida histórica puede considerarse tranquilamente como tema básico de nuestra teología sistemática actual [...]. Echar mano del recuerdo narrativo de la salvación está muy lejos, en mi opinión, de ser un signo de oscurecimiento regresivo de la problemática; al contrario, ofrece la posibilidad de expresar la salvación en la historia.55

Con esta forma de amasar la reflexión teológica, nos alejamos de las ideologías que han marcado el concreto devenir de nuestro pasado siglo. Si la idea tiende a capturar y a dominar, para poner la realidad a su servicio, el relato evoca y abre. No es extraño, pues, que ante una historicidad cerrada, como la que se pone en juego tanto en la Modernidad como en la Posmodernidad, el teólogo intente romper sistemas cerrados recurriendo al arte de narrar. El relato tiene su primacía referido a lo que, de hecho, acontece. La ideología, encubridora de la realidad, excluye de su seno las categorías de culpa, muerte y ulterioridad.

Del mismo modo, la narración se muestra más respetuosa para tratar con el misterio. En efecto, Dios, como el indecible, no puede reducirse a un concepto o a una definición. Dios, absolutamente trascendente, es narrable o no es. De hecho, no podemos olvidar cómo Jesús de Nazaret nunca definió a Dios, sino que principalmente lo narró por medio de parábolas.56

Por ende, la narración muestra su eficacia para hablar de las realidades que preceden incluso a las mismas estructuras del pensamiento. Así, la cuestión del comienzo, cuya pregunta precede a la configuración espacio-temporal de la mente, el futuro absoluto, en su referencia a lo nuevo que jamás ha existido, o la misma vida intratrinitaria, se presentan inaccesibles a cualquier reconstrucción argumentativa.57

Por último, la narratividad nos muestra su potencial antropológico, ya que los seres humanos están amasados en historias. Este aspecto es resaltado especialmente por B. Sesboüé cuando habla de la antropología del relato. El teólogo francés pone de manifiesto la necesidad que ha sentido el ser humano de todos los tiempos de contar historias. El relato viene a colmar lo que nos falta, proyecta la fantasía y posee su resorte más profundo en la relación con el bien en cuanto ausente, es decir, "la carencia es la substancia del relato".58

Por esta razón, el relato proyecta mundos mejores que es necesario alcanzar y, de esta manera, nos muestra que en el mundo no solo existe carencia, sino también el defecto, el pecado, el mal. En todos los relatos, la desgracia y el sufrimiento son esenciales de modo que, cuando se alcanza el estado máximo de felicidad, el relato cesa irremediablemente: "¡Fueron felices y comieron perdices!" O "¡colorín, colorado, este cuento se ha acabado!"

La necesidad que el ser humano posee de la narración responde a que sus estructuras antropológicas más profundas son también narrativas. En este sentido, afirma B. Sesboüé:

Vayamos aún más lejos: en todo relato que se escucha, lo que está finalmente en causa es el relato de nosotros mismos. Pues bien, nosotros somos nuestro propio relato. El relato se basa en nuestra identidad, ya que ésta no puede expresarse más que bajo la forma del relato: yo soy hijo de tal y tal. Mi origen se dice ya en un relato. Y yo soy lo que he vivido, tanto si se trata de mi curriculum vitae en el momento en que nos alistamos en una tarea, o de las experiencias principales que me han ido modelando y que yo confío a los que amo. Por eso tenemos todos tanta necesidad de contar nuestra vida.59

Más aún, el relato no solo funda nuestra identidad personal sino que, en la base de la identidad de todo pueblo o nación, se encuentra una narración, una historia. Así pues, el acontecimiento que refiere el relato alcanza su condición de posibilidad en el mismo acto de narrar, de modo que, "si el relato cesa, el acontecimiento muere irremediablemente".60 Esto nos hace descubrir, también en relación con el pueblo de Dios, que "el cristianismo es una comunidad de narración"61 porque en el acto de narrar la muerte y resurrección de Jesucristo descubre su misma condición de posibilidad.

Con lo dicho, ¿podría ser una teología amasada en la lógica del relato más creíble para un interlocutor posmoderno que confiesa su desencanto ante los relatos ideológicos que construyó la Modernidad? ¿No sería el reclamo actual de infinitas microhistorias una oportunidad para recuperar un cristianismo no referido a sistemas de alcance universal, sino convertido en comunidad de narración del evento de Jesús muerto y resucitado?

Una teología simbólica

Emaús -que al principio del relato estaba bajo la sombra del ocaso- se tornará lugar donde es posible una nueva aurora; no, sin embargo, con el esplendor de una gran ciudad como Jerusalén, sino en la pequeñez de una aldea perdida y en la pobreza de un trozo de pan y un poco de vino. Es así como los discípulos invitan a aquel hombre misterioso que les ha abierto caminos de esperanza: "Cerca ya de la aldea donde iban hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le insistieron diciendo: 'Quédate con nosotros, que está atardeciendo y el día va ya de caída.'" (Lc 24,29).

La referencia al sacramento de la eucaristía en el conjunto del relato (ver a Lc 24,30ss.) nos está hablando de otra posibilidad de ejercer la intelección de la fe. En efecto, y así parece sugerir nuestro relato bíblico, lo simbólico -igual que lo narrativo- es una de las formas menos inadecuadas para tratar con el misterio. Así se expresa B. Forte:

En cuanto abraza la gloria y la historia en el dinamismo de las relaciones salvíficas, la idea de sacramento es rica de valor simbólico: "mantiene unida" la eternidad y el tiempo, en todo el juego de interioridad y exterioridad, en el cual se realiza el evento de su recíproco encontrarse.62

En efecto, el símbolo -como ahora veremos- hace referencia a la realidad que es capaz de unir lo diverso, sin mezclar o confundir, sin separar o dividir. De hecho, la teología tiene como tarea comparar lo absolutamente desemejante, con la conciencia de que ello solo es realizable a partir de lo que nos es conocido en nuestro mundo: "¿Cómo nombrar a un Dios verdaderamente diferente, absoluto, si no podemos hacerlo más que a partir de lo que es fundado, en lo que nos encontramos nosotros?"63

En este sentido, el símbolo, por su propia naturaleza, se muestra especialmente pertinente para llevar a cabo esta tarea de divergencia y de convergencia, al mismo tiempo y sin contradicción, de dos mundos radicalmente distintos: el mundo infinito de Dios y el mundo finito del ser humano. Descubrimos así que la naturaleza misma del símbolo puede llevar a cabo esta tarea de mediación para el encuentro de lo diverso. El símbolo es el horizonte de sutura entre la eternidad y el tiempo.64

Así, y en contraposición con la reducción de la realidad operada por la idea, "todo verdadero símbolo participa en la realidad que simboliza".65 Tal es la diferencia fundamental con el signo. Mientras que este último remite a una realidad que está más allá de él, lo simbólico nos introduce en un universo de profundidad donde se hace posible la participación misma en lo simbolizado. Dicha participación no puede ser interpretada a la manera de posesión o conquista, sino captada, intuida, barruntada desde la lógica del exceso y del don.66

Por eso, identidad y diferencia son sostenidas al mismo tiempo en la dinámica de expresión de lo simbólico. ¿Cómo consigue, pues, el símbolo acortar la distancia entre la eternidad y el tiempo, sin doblegarse a una pretensión de dominio, al tiempo que mantiene la diferencia, sin convertirla en lejanía?

En primer lugar, el símbolo cumple su función negando. Contra una idea de verdad que es sometida a la indiscreción calculadora, al dominio por medio del saber, el símbolo manifiesta que la verdad no es algo poseído, algo dado previamente y ajustado a su exactitud. El símbolo pone de relieve que la verdad es Adviento, acontecimiento. Además, esta verdad se ofrece, paradójicamente, reservándose, retrayéndose, suspendiéndose: "Así se alumbra el ser que se auto-oculta."67 Se crea así un "lugar vacante" en el que curiosamente se ofrece el acontecimiento.

En relación con el pensamiento del misterio, con lo que se ha dado en llamar por la teología clásica via negationis, lo que hay que hacer es negar, es decir, afirmar la diferencia insoslayable que existe entre la criatura y su Creador; pero esta primera fase, por sí misma, es insuficiente, ya que dejaría al hombre en la más profunda soledad al subrayar el abismo que lo separa de Dios.

Por esta razón, y en segundo lugar, el símbolo cumple su función de encuentro al afirmar, es decir, ofrecer la posibilidad de participar de la realidad misma simbolizada y su advenimiento a nosotros. El símbolo, por tanto, no tiene una función instrumental de información, sino más bien de interpelación; o mejor aún, el símbolo tiene una función de presencialización.

De ahí que el símbolo -igual que lo que referíamos al hablar sobre el relato- posee una evidente fuerza performativa que recrea la realidad y la reconfigura en claves distintas. Por eso la necesidad, en relación con el encuentro con Dios, de un segundo momento o via eminentiae que afirma, es decir, pone de manifiesto la continuidad entre lo humano y lo divino68; pero ya que la afirmación única de esta segunda vía llevaría a identificaciones indiscretas, disolviendo el misterio en la inmanencia de lo creado, se hace necesario todavía abrirse a un tercer momento.

Por último, el símbolo cumple su función atendiendo a un momento de integración, por superación, de identidad y diferencia. El símbolo nos permite pensar la realidad desde la paradoja, desde la posibilidad de que la unión no se convierta en una fusión indiscreta e indiferenciada y la separación no se torne lejanía ni distancia.

La trascendencia de Dios, llamada a encontrarse con la inmanencia del ser humano, puede hallar en el escenario de la historia gracias a la dinámica simbólica, el lugar mismo de su manifestación. Por tanto, las dos vías se necesitan para la cristalización de una tercera que asume y supera. Ésta es la via causalitatis que, en la superación de las dos etapas previas, pone juntas diferencia y continuidad.69

Por tanto, la dinámica simbólica es esencialmente de carácter sacramental y nos ayuda a pensar el universo de Dios desde el juego de la continuidad con nuestro mundo que, sin embargo, no es captura ni caza: Dios es no siendo, Dios no es siendo. En definitiva, vale aquí la conocida expresión de Tomás de Aquino, cuando afirma: "En esto consiste el conocimiento de Dios: en que sabemos que ignoramos qué sea Dios."70

Conclusión

A lo largo de esta reflexión creemos haber mostrado suficientemente la necesidad de aquilatar un método teológico que sea responsable con las exigencias del Dios del Adviento y del ser humano en éxodo. Así, las deficiencias de método pueden tener infortunadas consecuencias para la tarea específica que el teólogo lleva a cabo. De hecho, después del Concilio Vaticano II, podemos sentir reconocidas tres formas fundamentales de realización teológica que implican reales diferenciaciones de método.

Estas tres formas de teología podrían ser caracterizadas con los nombres de "extrinsecista", "inmanentista" e "histórica"; y también hoy podemos encontrar planteamientos reflejos de esta triple concepción.

Así, S. Pié-Ninot habla de que la teología posconciliar puede estructurarse dando lugar a tres modelos. En primer lugar, la "teología formalista", principalmente plasmada en la conocida manualística, que al dar la prioridad al auditus fidei corre siempre el peligro de un cierto positivismo teológico, y por ende, de un cierto extrinsecismo. En segundo lugar, podría situarse una "teología contextual" que, desde una clara priorización del auditus temporis et alterius, puede derivar en una cierta disolución del dato teológico en los aspectos más evidentemente sociológicos. Y por último, el "modelo hermenéutico" es aquel que busca un intellectus fidei que, desde la prioridad absoluta del auditus fidei, integre mediante un principio, de naturaleza formal-fundamental, los anhelos más profundos que viven en el corazón histórico del ser humano.71

Pues bien, nuestro interés se ha cifrado en encontrar apuntado, de modo hondamente sapiencial, este tercer modelo hermenéutico y densamente histórico, en el conocido relato lucano de los discípulos de Emaús. En definitiva, el rigor del método en teología está al servicio de la credibilidad misma del cristianismo.


Pie de página

1Para lo que sigue, ver a Bejar, "Inquietar al posmoderno o la infinita dignidad de lo concreto", 29-52; Idem, "La libertad del teólogo en su oficio", 61-74.
2"Adviento" es una metáfora de la condición divina, celebrada en su absoluta indeducibilidad. Y el "éxodo" es una metáfora de la condición humana, en su ilimitada autotrascendencia. Son conceptos tomados de Forte, Confessio theologi. Ai filosofi, 30.
3Para las citas bíblicas, usamos el texto de la Sociedad Bíblica, en Biblija.net — La Biblia en Internet, http://www.biblija.net/biblija.cgiites.
4Ver a González de Cardedal, El lugar de la teología, 16-18; Idem, "Reflexión sobre la teología de hoy", 27; Idem, "La teología en el cristianismo del siglo XX", 22.
5Ver a Ruggieri, "Cristianesimo. Una denominazione modulata dalla sua storia", 1-52; Forte, Sui sentieri dell'Uno, 233-236.
6Esta conceptualización aparece en Pié i Ninot, La teología fundamental, 81.
7"Was vernünftig ist, das ist wirklich; und was wirklich ist, das ist vernünftig", en Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, 24.
8"Que lo humano, lo finito, lo frágil, lo débil y negativo son momentos de lo divino mismo, que están en el propio Dios, que la finitud, lo negativo y la alteridad no existen fuera de Dios y, en cuanto alteridad, no impiden la unidad con Dios." (Hegel, Lecciones sobre filosofía de la religión, III, 235).
9Horkheimer y Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, 56.
10Ibid., 62.
11Deleuze, Diferencia y repetición, 32.
12Ver a Sánchez Bernal, "La caída de las utopías. Posmodernidad: sin Dios no hay futuro", 239-276.
13Ratzinger, Jesús de Nazaret, 288.
14Ver a Bloch, Sujeto-objeto. El pensamiento de Hegel, 67.
15Así, y como afirma Gesché —en Dios para pensar. Jesucristo, 165—, pensadores como J-L. Marion, J. Ladrière, M. Henry, P. Ricoeur, E. Levinas, J. Kristeva apuntan a la recuperación de "la idea de un principio de irrupción [...]. Lejos de toda totalidad cerrada, una brecha, una visitación de lo in-finito". Con una orientación diversa, desde una ontologia de la diferencia, pero abierto al replanteamiento de la problemática de la revelación y del cristianismo en la posmodernidad, ver a Vattimo, Ética de la interpretación, 74. En el panorama teológico actual, un autor que se hace eco de la fenomenología, en su reflexión de fe, es el belga Adolph Gesché, con su obra, en siete volúmenes, Dios para pensar. Para ello, ver a Béjar, "La palabra de la vida se manifestó. El cristianismo más allá del libro", 261ss.
16González de Cardedal, El lugar de la teología, 16.
17Ibid.
18Ver a González de Cardedal, "¿Dios funcional o Dios real? Verdad y plausibilidad como problema fundamental del cristianismo contemporáneo", 52.
19Ver a Barth, Introduzione alla teologia evangelica, 67-75.
20Von Balthasar, "De la théologie de Dieu à la théologie dans l'Église",17.
21Ver a Forte, La teología como compañía, memoria y profecía, 62.
22Idem, La parola della fede. Introduzione alla simbolica ecclesiale, 9.
23Ibid.
24Ibid., 18. Ver también a Gesché, Dios para pensar. Jesucristo, 163ss.
25Ver, en lo que sigue, a Béjar, "La palabra de la vida se manifestó", 239-269.
26Forte, La parola della fede, 25.
27Para la reflexión sobre la "onto-teologia" y sobre el concepto de Offenbarung, principalmente ver a Forte, en La parola della fede, 18-47, y en Teología de la historia. Ensayo sobre revelación, protología y escatología, 45-217.
28Es interesante cotejar la carta que escribe Barth a Bultmann en la Navidad de 1952, que recoge Gibellini (ed.), en su Antología teológica del siglo XX, 77-80.
29Barth, Introduzione alla teologia evangelica, 85.
30Ibid., 70.
31De Lubac, "Comentario al preámbulo y al capítulo I",187.
32Waldenfels, Teología fundamental contextual, 224.
33Forte, La parola della fede, 59.
34Idem, Sui sentieri dell'Uno, 229.
35Idem, La teología como compañía, memoria y profecía, 80.
36Ibid., 89.
37Ibid.
38Ibid., 187.
39Ibid., 187ss.
40Seckler, "Teologia fondamentale e dogmatica", 148.
41Ver a Delgado, Das Christentum der Theologen im 20. Jahrhundert. Vom "Wesen des Christentums"zu den "Kurzformeln des Gaubens", 9.
42Ver a González de Cardedal, La entraña del cristianismo, 189-246.
43Ver a Rovira Belloso, La humanidad de Dios. Aproximación a la esencia del cristianismo, 17-69.
44Rahner y Vorgrimler, "Teologia formale-fondamentale", 707.
45Seckler, "Teologia fondamentale e dogmatica", 148. Ver, en este sentido, a Béjar, "Hacia una nueva forma de realización sistemática: la simbolica ecclesiale de B. Forte y La entraña del cristianismo de O. González de Cardedal", 3-34.
46Ver a Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 28ss.
47Ver a Von Balthasar, Gloria. Una estética teológica I, 15. 117ss.
48Para el debate sobre si tal unidad de la teología supone la eliminación de la diferencia disciplinar, ver a Seckler, "Teologia fondamentale e dogmatica", 125-148.
49Una apologética que parecía buscar las razones de credibilidad del cristianismo, fuera del cristianismo mismo, en una suerte de ámbito neutro, de carácter epistemológico. Afirma Von Balthasar: "La propedéutica filosófica comenzó a concebirse a sí misma como una base fija, definitiva, cuyos conceptos se arrogaban el ser, sin la necesaria transposición, las normas y criterios y, por consiguiente, los jueces del contenido de la fe. Como si el hombre, antes de haber escuchado la revelación, supiese de antemano, con una especie de carácter definitivo, lo que son la verdad, la bondad, el ser, la vida, el amor, la fe. Como si la revelación de Dios acerca de estas realidades se adaptase a los recipientes fijos, no ampliables, de los conceptos filosóficos." (Von Balthasar, "Teología y santidad", 241ss.).
50Ver a Wicks, Introducción al método teológico, 11ss.
51Ver a Lonergan, Método en teología, 9.
52Ver a Pié i Ninot, La teología fundamental, 212-215.
53Para la individuación de este principio formal en las teologías de B. Forte y O. González de Cardedal, ver a Béjar, Donde hombre y Dios se encuentran. La esencia del cristianismo en B. Forte y O. González de Cardedal. Del mismo modo, para las teologías de K. Rahner y H.U. Von Balthasar, ver a Idem, "¿Rahner versus Balthasar? Legitimando estrategias eclesiales", 71-84.
54Ver a González de Cardedal, El quehacer de la teología, 439-453. Ahí plantea la tensión narración-sistema en contexto posmoderno, de modo matizado y tendiente a salvar el necesario momento sistemático del quehacer teológico.
55Metz, La fe, en la historia y en la sociedad, 220ss. Del mismo modo, Idem, "Breve apología de la narración", 222-238; Weinrich, "Teología narrativa", 210-221; Lafont, Dios, el tiempo y el ser, 131-142; Forte, Cristologie del novecento. Contributi di storia della cristologia ad una cristologia come storia, 49-62; Sesboüé, Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y salvación, 23-44.
56Ver a Béjar, ¿Cómo hablar hoy de la resurrección? Lectura simbólico-narrativa del relato de Emaús, 103-110.
57Ver a Forte, Trinidad como historia. Ensayo sobre el Dios cristiano, 87; Sesboüé, Jesucristo, el único mediador, 42; Metz, La fe, en la historia y en la sociedad, 215; Lafont, Dios, el tiempo y el ser, 142.
58Sesboüé, Jesucristo, el único mediador, 25.
59Ibid., 26. En esta misma línea, ver también a Lafont, Dios, el tiempo y el ser, 137-142.
60Sesboüé, Jesucristo, el único mediador, 28.
61Weinrich, "Teología narrativa", 213.
62Forte, La parola della fede, 151.
63Lafont, Dios, el tiempo y el ser, 128.
64Ver, para esta parte, a Tillich, Teología sistemática. La razón y la revelación. El ser y Dios, I, 303-322; Chauvet, Símbolo y sacramento, 91-162 y Heidegger, El origen de la obra de arte, 37-123.
65Tillich, Teología sistemática, 311.
66Ver a Chauvet, Símbolo y sacramento. Dimensión constitutiva de la existencia cristiana, 113-116.
67Heidegger, El origen de la obra de arte, 90.
68"En todo proceso vital, el movimiento de estos elementos es de divergencia y de convergencia; simultáneamente se separan y se reúnen. La vida cesa en el momento en que hay separación sin unión o unión sin separación. Tanto la identidad completa como la completa separación niegan la vida." (Tillich, Teología sistemática, 311).
69En esta parte hemos tenido como trasfondo inspirador la teología apofática de Dionisio Areopagita; ver De divinis nominibus, VII/3: PG 3, 869-872.
70"Hoc ipsum est Deum cognoscere quod nos scimus nos ignorare de Deo quid sit", en Santo Tomás de Aquino, Summa theologica, c. VII, 1. IV, n. 731.274.
71Ver a Pié i Ninot, "L'indagine teologica", 431-434.


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