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Theologica Xaveriana

versión impresa ISSN 0120-3649

Theol. Xave. vol.67 no.183 Bogotá ene./jun. 2017

https://doi.org/10.11144/javeriana.tx67-183.qpdsi 

Artículos

¿Qué son los principios de la doctrina social de la Iglesia?*

What Are the Principles of the Church's Social Doctrine?

Gonzalo Letelier-Widow** 

**Doctor en Derecho, por la Universidad de Padua, Italia; Licenciado en Humanidades con mención en Filosofía, y Licenciado en Educación por la Universidad Adolfo Ibañez, Santiago de Chile. Profesor del Centro de Estudios Generales de la Universidad de los Andes, Santiago de Chile. Orcid:0000-0002-1625-2216. Correo electrónico: gletelier@uandes.cl


Resumen

El Compendio de la doctrina social de la Iglesia y los documentos pontificios posteriores han identificado y desarrollado ampliamente cuatro “principios de la doctrina social de la Iglesia”: la dignidad de la persona humana, el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad. Se trata de conceptos muy diversos, cada uno con su tradición particular, que no siempre es claro cómo deben entenderse. El objetivo de este escrito es profundizar, a partir de los textos magisteriales, en los diversos sentidos de la expresión, distinguiendo de qué modo lo es cada uno de ellos, y dedicando particular atención al modo como la dignidad humana puede ser considerada un principio social.

Palabras clave: Doctrina social de la Iglesia; dignidad humana; bien común; subsidiariedad, solidaridad

Abstract

The Compendium of the Social Doctrine of the Church and later magisterial documents have identified and further developed four “principles of the Church’s social doctrine”: the dignity of the human person, the common good, subsidiarity and solidarity. Since these concepts are very different and can be associated with different traditions, it is not always clear how they should be interpreted. Based on magisterial documents, this paper delves deeper into the notion of a “principle of the Church’s social doctrine”, distinguishing the sense in which each of these principles may be called as such, and paying attention to the way in which human dignity can be considered a specific social principle.

Key Words: Social Doctrine of the Church; Human dignity; Common good; Subsidiarity, Solidarity

Introducción

A partir de una tradición de textos magisteriales que arranca con Rerum novarum de León XIII, el Compendio de la doctrina social de la Iglesia1 identifica y desarrolla explícitamente cuatro “principios de la doctrina social de la Iglesia”: la dignidad de la persona humana, el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad. Junto a ellos reconoce como principio derivado el destino universal de los bienes, del que se sigue a su vez la opción preferencial por los pobres.

El pasaje que enumera estos principios2 remite en nota a las Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes3, frecuentemente citado a lo largo del Compendio, en particular, su Capítulo IV, referido a los principios. Este documento, que es antecedente directo del Compendio, identifica y expone, como “principios permanentes de reflexión”, la dignidad de la persona humana, sus derechos, su sociabilidad, el bien común, la solidaridad, la subsidiariedad, la participación, la concepción orgánica de la vida social y el destino universal de los bienes4.

Un antecedente apenas anterior, citado también en este pasaje, lo constituye la “Instrucción Libertatis conscientia” que, en su número 73, inmediatamente después de haber descrito la naturaleza de la doctrina social de la Iglesia, enuncia como “principios fundamentales” la dignidad de la persona humana y los principios de solidaridad y de subsidiariedad5.

Desde entonces, con muy pequeñas variantes, la manualística y la literatura especializada han sido unánimes en reconocer un lugar central a estos cuatro principios en la fundamentación de la doctrina de la Iglesia6.

Ninguno de estos documentos, sin embargo, señala explícitamente qué deba entenderse por “principio” en este contexto, limitándose a indicar que “constituyen los verdaderos y propios puntos de apoyo de la enseñanza social católica”7. Pese a las luces que da el mismo magisterio, una respuesta completa a esa pregunta está muy lejos de ser evidente; y es natural que así sea, pues su propósito explícito es enunciar “principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción”8, no la elaboración de un tratado de teoría política o social.

El problema, no obstante, está lejos de ser ocioso. Por lo pronto, y sin necesidad de discutir el sentido preciso de cada uno de ellos, resulta claro que la dignidad de la persona humana, en la cual “cualquier otro principio y contenido de la doctrina social encuentra fundamento”9, es principio en un sentido bien diverso de los otros tres, los cuales, aunque con profundas diferencias, tienen en común un carácter decididamente político y social.

Por otra parte, el criterio de identificación, en virtud del cual se determina cuáles y cuántos son estos principios, no es explícito ni fácilmente identificable. De hecho, tampoco hay razón para pensar que la enumeración pretenda ser definitiva; al contrario, dado el carácter eminentemente pastoral de los documentos pontificios, no se puede excluir que nuevas circunstancias sociales hagan necesario identificar principios “nuevos”, como sucedió con el principio de solidaridad10.

El objetivo del presente escrito es, precisamente, contribuir a identificar -a partir de los textos- los diversos sentidos de la expresión “principio de la doctrina social de la Iglesia”, distinguiendo de qué modo lo es cada uno de los que el Compendio, al recoger la tradición magisterial, identifica como tales. Dadas las particularidades del llamado “principio personalista”, relativo a la dignidad de la persona humana, se abordarán en primer lugar los tres principios propiamente sociales, y solo al final se volverá sobre aquel.

El trabajo, en consecuencia, está dividido en cuatro partes. En la primera se precisan los conceptos de “principio” y, más en particular, de “principio práctico” y “principio social”. La segunda describe brevemente los tres principios sociales comúnmente identificados como “principios de la doctrina social de la Iglesia” para discernir, después, en la tercera parte, en qué sentido es “principio” cada uno de ellos. Finalmente, en la cuarta parte se revisará en qué sentido la dignidad de la persona humana puede ser considerada como principio social.

Qué es un principio social

En su sentido más básico y literal, el término “principio” designa lo que está al comienzo de una cosa, “aquello de lo que algo procede de algún modo”11. Según qué sea lo que procede o comienza es posible distinguir diversos tipos de principio. Así, por ejemplo, existen principios lógicos, que son juicios a partir de los cuales es posible llegar a conocer algo, del modo en que las premisas son principios de la conclusión, y principios reales, que son aquellos de los que procede una cosa concreta en la realidad. En este último sentido, se dice, por ejemplo, que la causa es un cierto principio, pues de ella proceden las determinaciones particulares de su efecto.

Como resulta evidente, se trata de un término análogo, que posee un sentido primario o “focal” respecto de cada ámbito de la realidad al cual se aplica, pero que designa también una serie de realidades diversas según su proporción con ese sentido primario. Es esto lo que sucede con los principios propios de los saberes prácticos, relativos a las conductas libres de los hombres, entre los que se cuenta, como parte de la teología moral12, la doctrina social de la Iglesia.

Es principio práctico, en primer lugar o de modo “focal”, el fin13. En el momento de realizar una acción cualquiera, lo primero es determinar qué se desea obtener al culminarla; y mientras más precisa sea la descripción de ese fin, más coherente y ordenada será la conducta. En este sentido, el fin es causa de las realidades prácticas: las conductas, normas, instituciones o sociedades se constituyen a partir de la intención de un fin que, en último término, las define.

Las realidades prácticas son lo que son en virtud del fin al que se ordenan. Así, por ejemplo, dos actos físicamente idénticos pueden constituir actos específicamente distintos (como quien apunta y dispara un arma contra alguien puede estar cometiendo homicidio o defendiéndose de un agresor injusto), y un mismo grupo de personas puede constituir sociedades específicamente diversas según cuál sea el fin al que se ordenan (como un equipo de criquet o un club de aficionados a los palíndromos). Este primer sentido del término puede ser designado como “final”.

De manera secundaria, son principios prácticos los juicios imperativos capaces de influir sobre la conducta de una persona, ya sea motivándola o simplemente calificándola como lícita o ilícita. Ejemplo de principios prácticos rigurosamente sociales son las normas del código civil, las ordenanzas de un municipio o las sentencias de un juez. Ciertamente, este tipo de preceptos, normas o criterios de conducta sociales debe reunir una serie de condiciones para ser propiamente obligatorio; sin embargo, para nuestro propósito basta con señalar que su obligatoriedad brota siempre de una cierta proporción a aquel fin social que es principio de modo primario y “focal” o, al menos, inseparable de ese fin. Así, estos criterios de conducta son principios sociales en cuanto determinan al menos parcialmente el orden en el cual ellos mismos se insertan y contribuyen a conservarlo. Se trata, en consecuencia, de principios en sentido “normativo”.

Finalmente, en tercer lugar y de modo bastante más genérico y equívoco, pueden considerarse como principios de una realidad práctica compleja -como una institución o una sociedad- todos los aspectos que, aun cuando exigidos de modo necesario por su misma naturaleza, son susceptibles de ser confirmados y consolidados, o negados, disminuidos y deformados, bien mediante las mismas conductas de quienes participan en ellas o bien mediante teorías que aspiran a explicar o modificar su orden interno; aspectos cuya protección y fomento, por tanto, se plantea como deber primario y esencial.

En el caso de las sociedades, estos principios se presentan como criterios generales de su constitución y como fines intermedios o parciales de quienes las gobiernan14. Por eso, se caracterizan por una doble dimensión descriptiva y normativa: al mismo tiempo que indican un rasgo esencial de la vida social, prescriben ordenar las instituciones de acuerdo a este, aunque no mandan ningún tipo de acto en particular15. Así, por ejemplo, es principio de una empresa la eficiencia en el uso de los recursos; de un regimiento, la disciplina de sus miembros; de una familia, el respeto a los padres; y de la sociedad conyugal, la fidelidad de los esposos. En adelante, les llamaremos principios constitutivos.

Los principios prácticos de este tercer tipo, si bien son tales de modo secundario y derivado, son principios sociales de modo más propio que las normas o preceptos, en cuanto son más necesarios para la constitución de una sociedad. Por esta razón, serán analizados en segundo lugar, inmediatamente después del sentido primario o focal.

Los principios de la doctrina social de la Iglesia

Los principios de la doctrina social de la Iglesia son principios sociales. Esto significa que la Iglesia los reconoce como propios de toda sociedad, y no solo de una sociedad “buena”, “justa” o “cristiana”. Los mismos textos magisteriales los proponen, ciertamente, de modo prescriptivo, como ideales o modelos según los cuales debería ordenarse la sociedad, pero también de modo simplemente analítico, como elementos que de hecho son constitutivos de toda forma de vida política16: como principios “normativos”, pero antes como principios propiamente “constitutivos”.

En el contexto de la distinción de “los tres niveles de la enseñanza teológico-moral”, estos principios se ubican propiamente en el “nivel fundante de las motivaciones”17, en cuanto son “principios de reflexión”.

[En efecto] la Iglesia los señala como el primer y fundamental parámetro de referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales, necesario porque de ellos se pueden deducir los criterios de discernimiento y de guía para la acción social, en todos los ámbitos.18

Dado que estos principios “constituyen la primera articulación de la verdad de la sociedad, que interpela toda conciencia y la invita a interactuar libremente con las demás”19, su valor primigenio no reside en la autoridad de la Iglesia en cuanto depositaria de la revelación, sino que surgen de una filosofía política asumida y elevada a un fin superior por la teología: “...la doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano”20, al punto de que “todo el contenido de la doctrina social de la Iglesia es accesible a la recta razón: la fe solo añade un suplemento de certeza, de coherencia y de incentivo”21.

El estatuto epistemológico de la doctrina social de la Iglesia fue ocasión de cierta controversia, relativa en particular a su pertenencia a la ciencia teológica. Diversos pronunciamientos magisteriales han definido de modo autoritativo que este saber forma parte de la teología moral22, atendiendo a la naturaleza del fin al cual se ordena (que es, en extrema síntesis y haciendo abstracción de muchas precisiones necesarias, la colaboración humana en la instauración del reino de Dios) y, en consecuencia, a la perspectiva desde la cual aborda los problemas sociales. Su contenido “material”, sin embargo, solo propone las verdades más básicas de la filosofía política y del derecho natural.

Desde el magisterio de Juan XXIII en adelante, las encíclicas sociales han sido dirigidas a los obispos y fieles católicos, como siempre, pero también a “todos los hombres de buena voluntad”23, en el entendido de que todo lo que allí se dice o propone puede ser aceptado sin reservas en su contenido rigurosamente práctico por cualquier persona que acepte la posibilidad de un genuino saber humano en estas materias, aun si carece de fe24.

Si bien no posee el valor magisterial de los documentos pontificios, el Compendio de la doctrina social de la Iglesia recoge y sintetiza ese magisterio25 de un modo que ha sido, a su vez, asumido y sancionado por documentos posteriores. Como es sabido, este documento identifica tres principios sociales fundamentales: bien común, subsi- diariedad y solidaridad, los cuales encuentran su raíz y fundamento en un principio previo: la dignidad de la persona humana26.

El bien común es el fin “al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido”, y consiste genéricamente en la plena realización de la persona, “con” y “para” los demás27. Este bien “abarca a todo el hombre, es decir, tanto las exigencias del cuerpo como las del espíritu. De ello se sigue que los gobernantes deben procurar dicho bien por las vías adecuadas y escalonadamente, de forma que -con respeto al recto orden de los valores- ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu”28.

Estos “valores” o “elementos esenciales” que son condición del bien común son fundamentalmente tres: el respeto a la persona humana; el bienestar social, que incluye a su vez la satisfacción de la necesidad de “alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una familia, etc.”; y, en tercer lugar, “la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden justo”29. Considerado en sí mismo, “teniendo que ser el bien común de naturaleza tal que los hombres, consiguiéndolo, se hagan mejores, debe colocarse principalmente en la virtud”30.

El principio de subsidiariedad, por su parte, describe y regula el modo justo de las relaciones entre las sociedades intermedias y el Estado31. Según su enunciación más clara (que no es la más famosa),

...una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común.32

En este esquema, el fin del subsidium del superior es precisamente que el inferior logre emanciparse y asumir la responsabilidad de contribuir recíprocamente, con su propia riqueza personal, al bien de los demás33.

Las sociedades intermedias, si bien son menos autosuficientes que el Estado, son anteriores a este y, por tanto, más próximas al bien de las personas en que consiste, en último término, el bien común. Por lo mismo, Juan Pablo II las fundaba en la “subjetividad creativa” del ciudadano, cuya posibilidad de despliegue constituye un derecho fundamental34. El respeto de su autonomía en la consecución de sus fines propios, por una parte, y el positivo auxilio que requieren para alcanzarlos, por la otra35, son asunto de estricta justicia, y no el mero efecto de una exigencia económica de rentabilidad o eficiencia.

En concreto, el Compendio reconoce como exigencias del principio de subsidiariedad el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias; el impulso de la iniciativa de los particulares al servicio del bien común, con el consecuente reconocimiento de la función social del sector privado; la articulación plural de la sociedad; la descentralización burocrática y administrativa del país y las medidas adecuadas para que los ciudadanos se hagan crecientemente responsables por la vida política y social36.

La solidaridad, en fin, designa en primer lugar la profunda interdependencia de los hombres y los pueblos en relación con el bien común de cada comunidad y, en último término, de la humanidad entera, interdependencia en virtud de la cual no es posible que algunos estén realmente bien mientras haya otros que padecen graves injusticias o carecen de lo mínimo indispensable.

La constatación de este hecho tiene como consecuencia práctica la necesidad de ordenar la estructuras sociales y la misma actividad de los individuos al bien común, superando las estructuras que, fundadas en el pecado (en particular, en el afán de ganancia y la sed de poder), producen más pecado, pues institucionalizan relaciones sociales de abuso y de explotación de los más débiles37. En una eficaz síntesis, “la solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos”38.

El preciso significado del principio de solidaridad plantea desafíos teóricos cuya solución no ha sido definitivamente zanjada. Si bien estaba materialmente presente en el magisterio previo39, el primer documento pontificio que lo distingue como principio social especial es la relativamente reciente encíclica Sollicitudo rei socialis. Desde entonces, el término ha sido ampliamente utilizado por el magisterio.

Sin embargo, el lugar que ocupa dentro de la teoría política y social sigue prestándose a diversas interpretaciones. Así, por ejemplo, su estrecho vínculo con el bien común social del cual es condición indispensable, y su mismo carácter de “principio social”, inclinan a insertarlo en el ámbito de la justicia; pero al mismo tiempo buena parte de su importancia radica precisamente en su capacidad de incorporar la lógica del don y de la gratuidad en la vida social, superando de este modo la justicia, aunque sin identificarse linealmente con la caridad40. En el Capítulo 3 de Caritas in veritate, Benedicto XVI disuelve esta dicotomía insertando decididamente a la solidaridad en la lógica del don de la gratuidad y de la fraternidad, al tiempo que señala con fuerza que “sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia”41.

Más allá de toda controversia, Juan Pablo II lo señala como “uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política”, y afirma que está presente desde siempre, aunque con diversos nombres, en el magisterio de la Iglesia, e incluso antes, en la filosofía griega, bajo el nombre de “amistad”42. Esta última indicación resulta particularmente sugerente, pues la noción clásica de amistad política, sobre todo en su versión aristotélica, comparte buena parte de los rasgos que el magisterio atribuye a la solidaridad y plantea desafíos teóricos muy semejantes43. Así, por ejemplo, es fundante respecto de la polis y referida a otros, pero gratuita y, por tanto, anterior y superior a la justicia; opuesta a toda forma de individualismo e instrumentalización del conciudadano, pero del género de la “amistad útil” en su manifestación más básica y elemental44.

Esta superación del individualismo ocupa un lugar central en el magisterio y nos permite diferir la discusión teórica sobre los otros aspectos más controvertibles. Al limitarnos a lo más esencial e indiscutido, el principio de solidaridad se presenta como una superación de una lógica individualista que explica las relaciones sociales en los mezquinos términos de la igualdad aritmética de los intercambios. Frente a esto, la Iglesia ha sostenido siempre que el fin de la vida social no es la mera supervivencia, sino el bien de un hombre que es naturalmente social y, por tanto, que “la sola justicia, por fielmente que se la observe, podrá ciertamente remover las causas de las luchas sociales, pero nunca podrá unir los corazones y enlazar los ánimos”45.

En qué sentido son principios los principios de la doctrina social de la Iglesia

Según lo dicho, se hace manifiesto que el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad son principios del orden social y, por ende, de la doctrina social de la Iglesia, de un modo proporcionalmente diverso.

El principio "final" de la sociedad: el bien común

En su sentido primario y principal, como principio “final”, solo es principio del orden social el bien común46. Todos los demás principios, así como toda otra realidad social -sea política, económica, jurídica o genéricamente “cultural”- surgen y se explican por su relación con este bien común político, que es la causa y la razón de ser de toda la vida social47.

Ciertamente, el bien común no es en primer lugar una noción abstracta o especulativa, sino una realidad inmediatamente práctica. Este punto es fundamental para despejar buena parte de las históricas controversias sobre su contenido y significado. No parece ser necesario en modo alguno que los miembros de una sociedad sean capaces de definir o explicar en qué consiste el bien común. Sí es indispensable, en cambio, que lo conozcan vivencialmente y que lo persigan en la particularísima concreción de sus determinaciones históricas y locales, como bien propio y de todos.

El punto de partida, por tanto, no es una determinada doctrina filosófica sobre el bien común, sino la mera experiencia universal de los hombres y las sociedades en las que ellos viven. Lo que mantiene unidas a las sociedades no es un concepto más o menos preciso de aquello en lo que consiste el bien común social, sino la efectiva ordenación de las conductas exteriores de los ciudadanos a ese fin.

Sin embargo, dado su carácter de principio básico y fundamental, lo que se entienda (o no) a nivel teórico puede tener importantes consecuencias prácticas. Así, por ejemplo, una imperfecta comprensión del hecho de que el bien común social no es la simple suma de los bienes individuales o de que, en cuanto bien, es intrínsecamente superior al bien del individuo, puede generar una serie de instituciones, costumbres y actitudes profundamente individualistas, que terminarán transformando el modo como la gente común percibe la sociedad en la que vive y las relaciones que la componen.

En concreto, quienes de un modo más o menos implícito o confuso entienden el bien común como el mero contexto de su realización personal, tienden espontáneamente a relacionarse con la sociedad y con su prójimo en términos de utilidad e instrumentalización. Al contrario, quien conciba el bien común social como un bien superior del cual él mismo participa, ordenará su actividad a ese bien y tenderá a establecer y fomentar vínculos de solidaridad con sus conciudadanos48.

Los principios "constitutivos" del orden social

Son principios del orden social, en segundo lugar, ciertas propiedades constitutivas de ese mismo orden, que lo acompañan necesariamente y sin las cuales este sería radicalmente injusto y, en último término, imposible. La función propia de estos principios no es instaurar desde fuera cierto tipo de instituciones o determinada forma de relaciones sociales allí donde no estaban previamente, sino organizar la vida de una sociedad de acuerdo con las exigencias de su misma naturaleza.

Al enunciar estos principios, en consecuencia, la Iglesia no aspira a proponer un determinado tipo de régimen o estructura social49, sino simplemente a señalar ciertos requisitos básicos de la justicia y, en último término, de la subsistencia de una sociedad humana.

En cuanto se refieren a “lo social en términos propios, es decir, al ámbito de lo institucional, a la interacción social, consolidada en estructuras, órdenes y relaciones sociales”50, estos principios se constituyen efectivamente en orientaciones fundamentales de la acción, pero sin llegar a funcionar como normas aplicables a las situaciones concretas. En concreto, no hay un único modo de organizar la sociedad según estos principios; al contrario, cada sociedad es diversa precisamente por el modo singularísimo en que los realiza.

En su uso más común, la expresión “principios de la doctrina social de la Iglesia” parece referirse sobre todo a este tipo principios prácticos, cuyo sentido es el más remoto y derivado pero, al mismo tiempo, el más flexible y versátil. Lo característico de este modo de entender los principios reside en que, si bien nunca pueden estar completamente ausentes del orden social, la medida de su presencia es proporcional a la justicia de este orden.

Tomado en este sentido “constitutivo”, que no es el que le resulta más propio, el bien común es un principio básico de la vida social pues -precisamente en cuanto es fin de la sociedad política- opera también desde el inicio como vínculo de unidad entre los ciudadanos. El hombre es naturalmente social y político51; la pertenencia a una sociedad política es parte de su naturaleza y su propio bien es inseparable de la comunidad en la que se inserta.

Por eso, el bien común no es una especie de meta a la que en un determinado momento se llega de modo completo definitivo, sino un cierto modo de vivir juntos, profundamente condicionado por las cualidades de cada sociedad y por la circunstancias concretas de su historia52. En términos clásicos, se podría afirmar que el bien común es fin de la sociedad política, precisamente porque antes es su forma, de modo que la máxima perfección de la vida social es el pleno desarrollo y la ordenada realización de esos mismos vínculos personales que la constituyen.

En consecuencia, la forma más elemental del bien común social es el mismo vivir juntos como conciudadanos mutuamente dependientes, fundado en un mínimo consenso sobre ciertos valores imprescindibles para la convivencia; su forma más perfecta y acabada, en cambio, es la plenitud de esa misma convivencia en la amistad cívica y la caridad fraterna.

Puesto en tales términos, el principio de solidaridad, en su dimensión “constitutiva”, vendría a coincidir con la dimensión “normativa” del principio de bien común. En virtud del principio de solidaridad, “el hombre debe contribuir con sus semejantes al bien común de la sociedad, en todos sus niveles”53. En último término, se trata de que cada uno de los miembros y partes de la sociedad, desde sus autoridades y funcionarios hasta las instituciones políticas y las estructuras económicas, asuman este bien común como motivación subyacente a sus actividades cotidianas, bajo el presupuesto básico de que no es posible que algunos de ellos estén realmente bien mientras los demás carecen de lo indispensable.

El bien de la persona humana es un bien común, de modo que los hombres somos mutuamente solidarios respecto de nuestro propio bien personal. Esto supone asumir la presencia de la lógica del don y de la fraternidad en todas las estructuras sociales, incluido el mercado54: este es el significado propio de la solidaridad como principio social.

En consecuencia, aun existiendo ciertas diferencias de matiz, pues el término “solidaridad” enfatiza sobre todo en la comunión entre las personas y prescribe explícitamente una preferencia por los más desfavorecidos, el sentido “constitutivo” del principio de solidaridad -que le es más propio- no designa algo realmente distinto del bien común “normativo”.

Lo que el principio de solidaridad plantea como deber político (no solo ni primariamente individual), fundado en la conciencia de la interdependencia y de la igual dignidad de todos los hombres, en oposición a las estructuras de pecado, es lo mismo que exige el bien común como norma o principio de toda actividad al interior de la sociedad.

Bajo cualquiera de estos dos enfoques, la estructura de la sociedad requiere que todas las instituciones se ordenen al bien común “mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, ordenamientos”55.

El principio de subsidiariedad, por su parte, es el ejemplo paradigmático (y menos equívoco) de este tipo de principios “constitutivos”56. Ciertamente se lo puede enunciar en términos normativos, como exigencia de justicia y, de hecho, así sucede en sus formulaciones más clásicas57; pero tales formulaciones están planteadas en el contexto de una crítica a ciertas ideologías y estructuras sociales que lo ignoran y que, por ende, es necesario corregir.

En su significado propio, el principio de subsidiariedad designa el modo justo y natural de las relaciones de las sociedades intermedias entre sí y respecto de las superiores58, de modo que en rigor es prescriptivo porque antes es descriptivo. Su dimensión normativa se funda sobre la constatación del hecho de que cada sociedad particular posee sus propios fines específicos respecto de los cuales, cada una de ellas, si bien no siempre es autosuficiente, es la única inmediatamente competente. Respetar este orden natural es, por tanto, un criterio elemental de justicia y el modo más eficaz de contribuir al bien común59.

Así, por ejemplo, la educación de los hijos compete de modo primario a las familias, y solo por vía subsidiaria -es decir, en cuanto tutela ese derecho y provee los medios necesarios para realizarlo- compete también al Estado60, de lo cual se sigue que toda estructura o norma que usurpe esta función educativa a la familia -o simplemente no la proteja como es debido- será radicalmente injusta. De hecho, de acuerdo con la lógica de Caritas in veritate 57, el mejor modo de alcanzar ese bien público de la educación, que el mismo Estado debe resguardar y fomentar, será proteger y fortalecer a la familia, la cual, libremente y desde sí misma, será capaz de comunicar al resto de la sociedad, a través de sus hijos, la riqueza de su propio ser personal.

El sentido "normativo" de los principios

Como se ha dicho previamente, cada uno de estos principios puede ser leído de modo “normativo”, es decir, como norma o criterio que dirigen inmediatamente la acción política concreta. Se trataría, en el fondo, de preceptos máximamente generales de la conducta social y política; estos, sin embargo, solo se harán realmente operativos en la medida en que sean precisados prudencialmente, de acuerdo con las determinaciones particulares y específicas del caso concreto.

Ahora bien, dado que la doctrina social de la Iglesia no propone soluciones técnicas61 ni determina qué se deba hacer en cada caso singular -pues esto compete a la deliberación política de cada sociedad y a la prudencia de sus gobernantes62- resulta claro que este sentido “normativo” no es el más propio e inmediato de los principios de la doctrina social de la Iglesia.

También en este orden el criterio primario está dado por el principio de bien común, el cual es norma y medida de toda justicia política. En el fondo, al usar términos más tradicionales, las exigencias concretas del principio de bien común se identifican con los preceptos de la justicia legal o general, la cual -como indica su nombre- manda sobre todo la observancia de unas leyes cuyo fin es ese bien común (y por eso es justicia “legal”), e incluye, por tanto, los actos de todas las virtudes en cuanto se refieren o afectan a los demás miembros de la sociedad (y por eso es virtud “general”).

Si, considerados como criterios de estructuración y gobierno de la sociedad pol ítica, estos preceptos no resultaban distintos de la solidaridad entendida como “principio social” -es decir, en sentido “constitutivo”-, ahora considerados como materia de un hábito especial del ciudadano, estos mismos preceptos de justicia se realizan bajo la forma de una “determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común”, a la cual el magisterio ha designado como “virtud de la solidaridad”63 y que, en los términos aquí propuestos, formarían parte de la solidaridad en sentido “normativo”.

En último término, como enfatizara Benedicto XVI, esta ordenación de la propia actividad al bien común, que es exigencia de rigurosa justicia, solo es posible en la medida en que dé espacio a la gratuidad como expresión de fraternidad64.

El principio de subsidiariedad, por su parte, puede ser leído como una especie de norma o criterio general de toda política pública y diseño institucional, que obliga sobre todo a la autoridad política. Como se sugirió arriba, una formulación “normativa” del principio se presenta en primer lugar bajo la forma de una prohibición según la cual no es lícito que las instancias sociales superiores usurpen sus funciones propias a las inferiores. Esta formulación, sin embargo, debe ser completada con una explícita referencia a su dimensión positiva, según la cual, por una parte, las diversas instancias sociales deben disponer los medios recíprocamente para que cada una pueda cumplir su propio fin y, por la otra, cada una de ellas debe asumir la responsabilidad de contribuir desde su propia singularidad al bien de todos65.

Son principios rigurosamente “normativos”, en cambio, la destinación universal de los bienes y la opción preferencial por los pobres, en cuanto no son aspectos constitutivos de la sociedad política, sino criterios de justicia del orden social. Probablemente sea este mismo carácter exclusivamente ético lo que los hace tan peculiares de la doctrina social cristiana66.

El destino universal de los bienes es el criterio básico de justicia para la distribución de los bienes materiales y, en consecuencia, el fundamento y el límite de la propiedad privada67, razón por la cual Juan Pablo II lo identificó como “primer principio de todo el ordenamiento ético-social”68.

Según este principio, el fin de la propiedad privada es precisamente el goce común de los bienes de la tierra, de modo que el propietario puede disponer libremente de esos bienes que lícitamente llama suyos, pero siempre en el marco de esta finalidad última69. En términos positivos, este principio manda usar la propia riqueza en beneficio común70, por ejemplo, eligiendo inversiones o emprendimientos que produzcan mayores beneficios sociales en términos de empleo, producción de riqueza o efectos semejantes; en términos negativos, prohíbe la dilapidación de la riqueza, su uso superfluo en lujos innecesarios, la propiedad ociosa y toda forma de acaparamiento71.

El modo como la autoridad del Estado puede exigir o simplemente incentivar o facilitar estas conductas mediante las leyes plantea grandes desafíos a su prudencia gubernativa, que no viene al caso abordar aquí. Lo importante es notar que, a diferencia de los otros principios más básicos, estos criterios se refieren propiamente a conductas individuales en contextos precisos y concretos.

Algo semejante puede decirse de la opción preferencial por los pobres, que, si bien se deriva del destino universal de los bienes, tiene sus propias fuentes evangélicas (por ejemplo, Mt 25,31-46) y resulta menos sencillo fundamentarlo como exigencia ética universal desde una perspectiva exclusivamente filosófica. Según el modelo y los preceptos de Cristo, el cristiano está llamado a ordenar el uso de su propiedad y su vida en general al beneficio de aquellos con los cuales el mismo Cristo se identificó explícitamente72.

Tal como sucede con la destinación universal de los bienes, la dimensión institucional de este principio puede ser reconducida al principio de bien común y, sobre todo, al de solidaridad; su aspecto normativo, en cambio, solo se realiza allí donde se supera el nivel de la mera justicia y se entra en el ámbito de la amistad cívica y la caridad social73.

La dignidad de la persona humana como principio social

Sobre todo a partir del magisterio de Juan XXIII, la Iglesia ha señalado de modo cada vez más explícito la dignidad de la persona humana como fundamento universal de los principios del orden social. Así lo reconoce también el Compendio, que le dedica un capítulo especial, inmediatamente anterior al que describe los principios discutidos aquí74. La importancia del pasaje de Mater et magistra que lo define por primera vez justifica la extensión de la cita:

La Iglesia Católica enseña y proclama una doctrina de la sociedad y de la convivencia humana que posee indudablemente una perenne eficacia. El principio capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales; el hombre, repetimos, en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un orden sobrenatural. De este trascendental principio, que afirma y defiende la sagrada dignidad de la persona, la santa Iglesia, con la colaboración de sacerdotes y seglares competentes, ha deducido, principalmente en el último siglo, una luminosa doctrina social para ordenar las mutuas relaciones humanas de acuerdo con los criterios generales, que responden tanto a las exigencias de la naturaleza y a las distintas condiciones de la convivencia humana como al carácter específico de la época actual, criterios que precisamente por esto pueden ser aceptados por todos.75

Según este principio, al haber sido creado el hombre a imagen y semejanza de Dios, que lo ha destinado a una altísima vocación, “el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien”. Por esta razón, “es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar”76.

La dignidad humana incluye en su concepto la ordenación de la propia existencia a la amistad personal con Dios y una apertura a la comunión con el prójimo. La natural sociabilidad del hombre le exige que se una a otros para vivir de modo proporcionado a su dignidad, pues aunque ese bien al que está llamado es poseído de modo rigurosamente personal, considerado en sí mismo y en las condiciones que hacen posible su obtención es siempre un bien común, es decir, simultáneamente suyo y de su prójimo.

En términos clásicos, la consecuencia social y política de este principio es simplemente “civitaspropter cives, non civespropter civitatem”77. Tal como lo señala Pío XII en este mismo pasaje, es posible hallar formulaciones semejantes a lo largo de todo el magisterio social78. La sola consideración de la relación o proporción de la persona con el todo social, en consecuencia, no basta para fundar un orden justo, porque respecto de ella la persona no es simplemente un todo aislado que se sirve de los demás, ni simplemente una parte que se somete al todo social.

Con este principio, la doctrina de la Iglesia se sitúa en un plano superior (y no simplemente intermedio o “tercero”) respecto de las ideologías del individualismo y del colectivismo79, y rechaza los dos extremos opuestos de considerar al hombre como mera célula del organismo social, susceptible de ser utilizada como instrumento para los fines de la totalidad80, o como una individualidad clausurada en sí misma, absoluta y autorreferente81.

El modo concreto de esta superación está dado, precisamente, por los tres principios previamente enunciados82. En extrema síntesis, dado que el bien de la persona humana es un bien común, que solo puede ser alcanzado en sociedad, se concluye linealmente que el fin de la sociedad política es ese mismo bien común (principio de bien común) y, por tanto, el Estado debe proteger, coordinar y ponerse al servicio de aquellas instancias que proveen de modo más inmediato los bienes humanos que constituyen el bien común (principio de subsidiariedad), en un contexto en el que tanto los individuos como las mismas instituciones ordenan su propia actividad a la consecución del bien común (principio de solidaridad).

Si esto es así, la dignidad humana no es un principio específicamente político o social, sino el fundamento de todos ellos83; precisamente por su carácter fundante no puede ser entendido rigurosamente en ninguno de los tres niveles enunciados.

Algunos autores han entendido este principio de modo rigurosamente político, atribuyéndole la función sistemática que antes cumplía el principio de bien común, el cual quedaría, por su parte, subsumido como una especie de efecto del principio de solidaridad. En este esquema, los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia pasarían a ser estos tres: personalidad, solidaridad y subsidiariedad84, y la sociedad se vería reducida a un simple instrumento para la realización personal de cada individuo.

Sin embargo, no es directamente de la dignidad personal que se sigue la necesidad y conveniencia de la vida social, sino de la peculiar naturaleza de su bien propio. En efecto, el bien común social es bien de la persona humana, pero este último consiste sobre todo en la comunicación de la propia riqueza personal, la cual es posible en la medida en que la misma vida social ha sido capaz de proveer los bienes más elementales y urgentes.

Dicho en otros términos, mientras la perfección de la vida social consiste sobre todo en una comunicación de la abundancia de los bienes del espíritu, propios de la vida personal, su fundamento más próximo e inmediato, su grado mínimo esencial, radica en la indigencia del individuo aislado y en su incapacidad para asegurar su propia subsistencia. La vida social se ordena, en primer lugar, para la satisfacción de estas necesidades e inclinaciones fundamentales del hombre, y lo hace de modo constitutivamente subsidiario y solidario.

De este modo, la dignidad de la persona humana no funda la sociedad política, sino que constituye estas exigencias empíricas, que solo pueden ser satisfechas socialmente, como un imperativo moral.

Conclusiones

Al considerar la cantidad y variedad de sus autores, momentos históricos, circunstancias e interlocutores, resulta al menos notable el grado de unidad y continuidad del magisterio pontificio en una materia tan compleja, cambiante y contingente como la relativa al ordenamiento político, jurídico y económico de las sociedades. Con todas las diferencias y matices de los diversos documentos, o quizás precisamente por causa de ellas, esta continuidad se refleja especialmente en los llamados principios de la doctrina social de la Iglesia.

El solo hecho de que se pueda preguntar cuántos y cuáles son es ya suficientemente significativo; pero el caso reside en que no solo es posible preguntarlo, sino que la respuesta resulta profundamente unitaria y coherente. En efecto, la eventual utilidad de un trabajo como este no debe ser buscada en una originalidad que se evitó sistemáticamente, sino en una esquematización de estos principios que aspira a poner en diálogo los distintos documentos para manifestar su unidad.

Por eso, más allá del valor especulativo de sus respectivas argumentaciones, la principal objeción a los autores que -como Korff y Baumgartner- han propuesto principios diversos de los cuatro enunciados y sistematizados en el Compendio es la falta de apoyo textual en los documentos magisteriales.

Ciertamente la tesis de que el principio de bien común ha sido absorbido por la solidaridad supone una teoría política muy definida y controvertible, que merece ser discutida en su mérito; pero tratándose de un problema teológico, el principal problema consiste en que una tesis de este tipo, que niega su valor al bien común, supone una relectura de todo el magisterio social que sugiere una compleja superación (si no la abolición) del magisterio anterior a Juan XXIII y una muy peculiar lectura de todo el magisterio posterior.

Los documentos magisteriales no son tratados de filosofía política. Sus definiciones, si bien enfáticas, son abiertamente flexibles, a veces incluso ambiguas, y con frecuencia plantean serios problemas teóricos al intelectual católico. No obstante, los desafíos planteados por los enunciados disponibles de los principios de la doctrina social de la Iglesia se resuelven mucho mejor desde una decidida hermenéutica de la continuidad85 que mediante especulaciones autónomas que, por razonables y bien fundadas que sean, carecen de autoridad en la misma medida en que se apartan del magisterio.

Buen ejemplo de la utilidad de este criterio interpretativo ha sido la mentada evolución del principio de subsidiariedad, el cual fue sucesivamente precisado86 y profundizado87 respecto de su formulación original88, sin negar nada de su contenido original; por el contrario, fue reelaborando y proyectando esos mismos elementos a la luz de la evolución de los demás principios, en especial el de la dignidad humana.

En efecto, tal como adelantara Juan XXIII cuando lo definía como el fundamento de todos los demás89 -y en esto tienen un punto los personalismos más acentuados, como aquel al que aludíamos arriba- estos desarrollos han sido consecutivos a la paulatina profundización del principio de dignidad de la persona humana, que ha enfatizado el valor de su libertad como una dimensión esencial del don en que se haya su propia plenitud.

Respecto del principio de solidaridad, si bien la encíclica Caritas in veritate significó un importante avance que permitió, entre otras cosas, precisar más la diferencia entre el principio social y la virtud moral y, sobre todo, profundizar su relación con la justicia y con la caridad, es dable esperar ulteriores desarrollos que precisen su significado y aclaren ciertas ambigüedades.

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90*Este trabajo forma parte del proyecto de investigación Fondecyt No. 11150367.

Para citar este artículo: Letelier Widow, Gonzalo “¿Qué son los principios de la doctrina social?”. Theologica Xaveriana 183 (2017): 85-111. https://doi.org/10.11144/javeriana.tx67- 183.qpdsi

1 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 160-197. Para facilitar el uso de las referencias, para los documentos de la Iglesia se usa la traducción española del sitio oficial del Vaticano (www.vatican.va), salvo cuando se consideró necesario traducir directamente desde las Acta Apostolicae Sedis. Con el mismo fin, los documentos magisteriales y las demás obras fácilmente disponibles en diversas ediciones, como las de Aristóteles o Tomás de Aquino, serán citadas según su división interna y no según la paginación particular de la edición utilizada.

2 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 160, Nota 341.

3 Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes 29-42.

4 Ibíd., III, 1, 30 y 36.

5 Congregación para la Doctrina de la Fe, “Instrucción Libertatis conscientia sobre libertad cristiana y liberación” 73. Si bien el documento no incluye el bien común entre estos principios, en ningún caso le resta importancia al concepto; al contrario, lo utiliza con frecuencia en su sentido tradicional de fin y medida del orden social y político.

6 Al identificar estos principios, el Compendio recoge una tradición consolidada. El clásico Cristliche Gesellschaftslehre del cardenal Hoffner (utilizamos la octava edición de 1983, republicada por Lothar Roos, Kevelaer: Butzon & Bercker, 1997), identificaba solidaridad, bien común y subsidiariedad —en ese orden— como “principios ordenadores de la sociedad”. El manual de Doménec Melé, por su parte, en su edición de 2000 (Melé, Cristianos en la sociedad), identificaba cuatro principios: solidaridad, subsidiariedad, participación y autoridad. Las principales variaciones entre los diversos intérpretes corresponden al lugar que se asigna, por una parte, al principio de la dignidad de la persona, que precisamente en cuanto es fundante es anterior a todo principio social (ver, por ejemplo, a Hittinger, “The Coherence of the Four Basic Principles of Catholic Social Doctrine—An Interpretation”, 78) y, por la otra, a la destinación universal de los bienes y la opción preferencial por los pobres (los pone al mismo nivel de los demás, por ejemplo, Colom, Scelti in Cristo per essere santi: IV. Morale sociale; para las citas, usaremos la paginación de la traducción española del propio autor, disponible en http://www.eticaepolitica.net/corsodimorale.htm). En general, resulta relativamente poco controvertida la centralidad de la trilogía constituida por una solidaridad y una subsidiariedad que se implican mutuamente (Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in ventate* 58) en su referencia al bien común. Más abajo se discutirá una excepción en particular.

7 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 160.

8 Ibíd. 7-11; Pablo VI, “Carta apostólica Octogesima adveniens n4.

9 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 7-11. Ver a Juan XXIII, “Carta encíclica Mater et magistra” 220.

10 Más allá de ciertos usos aislados del término y numerosos pasajes en los que se alude al mismo principio bajo otros nombres (ver a Juan Pablo II, “Carta encíclica Centesimas annus” 10), el principio de solidaridad aparece como tal por primera vez en Juan Pablo II, “Carta encíclica Redemptor hominis'” 16; su enunciación formal y consiguiente “ingreso” en la terminología magisterial se consolida con ídem, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis”, la llamada “encíclica de la solidaridad”. Para una breve historia de la doctrina social de la Iglesia, se puede revisar a De Torre, La Iglesia y la cuestión social: de León XIII a Juan Pablo II, así como los dos artículos de Sanz de Diego, “Periodización de la doctrina social de la Iglesia” y “La evolución de la doctrina social de la Iglesia”.

11 Tomás de Aquino, Suma teológica I, q.33, a.1.

12 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 72; Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis" 41

13 Esta tesis forma parte de la tradición filosófica que Juan Pablo II, “Carta encíclica Fides et ratio” (vid. sobre todo 82-83) considera como adecuada para hacer teología. Una de sus formulaciones más explícitas es la de Aristóteles, Ética nicomaquea VII, 8, 1150b15. Jacqueline Hamesse recoge la sentencia escolástica correspondiente del siguiente modo: “finis in operabilibus est sicut principium in speculativis” (Hamesse, Les auctoritates Aristotelis. Un florilege médiéval 147).

14 La íntima relación que se da en las realidades prácticas entre la forma y el fin, unidas en la noción de orden, es tesis fundamental de la ontología social de Tomás de Aquino (ver, por ejemplo, Comentario a la ética a Nicómaco I, 5) recogida en el magisterio de León XIII; ver a Hittinger, Les auctoritates Aristotelis, 81.

15 Al recoger esta misma distinción, Korffy Baumgartner, “Sozialprinzipien als ethische Baugesetzlichkeiten moderner Gesellschaft: Personalität, Solidarität und Subsidiarität”, 225-237, 225ss., describen estos principios como directivas u orientaciones esenciales para la estructuración de la sociedad y de sus procedimientos sociales; estos, sin embargo, no dicen nada sobre lo que se debe hacer en particular, distinguiéndose así de las normas concretas de acción, que pueden ser ejecutadas inmediatamente. La misma distinción es recogida por Nothelle-Wildfeuer, “Die Sozialprinzipien der Katholischen Soziallehre”.

16 Minnerath, “The Fundamental Principles of Social Doctrine. The Issue of Their Interpretation”, 50.

17 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 73; Pablo VI, “Carta apostólica Octogesima adveniens” 4; ver a Colom, Scelti in Cristo per essere santi IV, 80.

18 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 161.

19 Ibíd.162.

20 La formulación más famosa sigue siendo la de Tomás de Aquino: gratia non tollit naturam, sed perficit eam (Suma teológica I, q.1, a.8 ad 2).

21 Colom, Scelti in Cristo per essere santi IV, 82.

22 Ver sobre todo a Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis" 41. El examen más completo y reciente de la controversia del que tengo noticia es el de Bellocq, “Qué es y qué no es la doctrina social de la Iglesia: una propuesta”. Puede ser útil revisar también a Crepaldi y Colom, “Epistemologia della dottrina sociale della Chiesa”.

23 Así, el encabezado de Juan XXIII, “Carta encíclica Pacem in Terris”; Pablo VI, “Carta encíclica Populorum progressio”; Juan Pablo II, “Carta encíclica Laborem exercens'”; ídem, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis "; ídem, “Carta encíclica Centesimus annus"; Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in veritate”. Hay antecedentes previos en Pío XII, “Radiomensaje de Navidad de 1942” 34, e incluso en León XIII, “Carta encíclica Au milieu des solicitudes (Intergravissimas).

24 Ver por ejemplo, a Juan XXIII, “Carta encíclica Mater et magistra” 220.

25 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 8-9.

26 Según Minnerath, “The Fundamental Principles of Social Doctrine”, 54-55, estos principios no se ubicarían en un mismo nivel arquitectónico: mientras el bien común, en cuanto fin, es inseparable de la mera existencia social, y deriva directamente, como la solidaridad, de la naturaleza social del hombre, la subsidiariedad, en cambio, se referiría a la organización de la sociedad y surgiría de la necesidad de un buen gobierno. Las precisiones de Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in veritate” 57, sin embargo, parecen hacer brotar a la subsidiariedad inmediatamente de una antropología teológica centrada en la libertad, la responsabilidad y el don de sí mismo. Para un breve análisis de las premisas antropológicas del concepto, se puede revisar, en su amplia bilbliografía sobre la subsidiariedad, a Millon-Delsol, “I fondamenti antropologici del principio di sussidiarieta”.

27 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 164.

28 Juan XXIII, “Carta encíclica Pacem in Terris” 57.

29 Iglesia Católica, Catecismo de la Iglesia Católica 1906-1909.

30 León XIII, “Carta encíclica Rerum novarum” 25.

31 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 185-188.

32 Juan Pablo II, “Carta encíclica Centesimus annus” 48. La formulación más clásica es la de Pío XI, “Carta encíclica Quadragesimo anno'’ 79; el principio, sin embargo, está ya definido en León XIII, “Carta encíclica Rerum novarum'’ 9-10; 26.

33 Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in veritate ’ 57. Para un análisis de este importante pasaje de la encíclica, que destaca el carácter recíproco de la subsidiariedad, fundado en la libertad y en la capacidad del don de sí, ver a Guitián, “Integral Subsidiarity and Economy of Communion”, e ídem, “Subsidiaridad y lógica del don en la Caritas in veritate. Una aproximación historico-teológica”.

34 Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis” 15; Concilio Vaticano II, “Constitución pastoral Gaudium et spes” 65.

35Correspondientes a sus dimensiones “negativa” y “positiva”, respectivamente; ver Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 186. La distinción está definida en Pío XI, “Carta encíclica Divini illius magistri” 36: “Duplex igitur est civilis auctoritatis munus quae est in republica: tuendi [garantizar] nempe atque provehendi [promover], minime vero familiam singulosque cives quasi absorbendi vel se in eorum locum substituendi”. Ver a Von Nell-Breuning, Baugesetze der Gesellschaft. Solidarität und Subsidiarität, 93ss.

36 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 187.

37 Para todo esto, ver a Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis” 37-40.

38 Benedicto XI, “Carta encíclica Caritas in veritate” 38, siguiendo a Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis” 38.

39 Ver, por ejemplo, a Pío XI, “Carta encíclica Divini redemptoris” 52: “...es precisamente propio de la justicia social exigir de los individuos todo lo que es necesario para el bien común”.

40 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 193, recoge esta ambigüedad: “La solidaridad se eleva al rango de virtud social fundamental, ya que se coloca en la dimensión de la justicia, virtud orientada por excelencia al bien común, y en ‘la entrega’ por el bien del prójimo, que está dispuesto a ‘perderse’, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a ‘servirlo’ en lugar de oprimirlo para el propio provecho (Mt 10,40-42; 20,25; Mc 10,42-45; Lc 22,25-27)” (cursivas en el original). El texto remite a Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis” 38; ídem, “Carta encíclica Laborem exercens” 8, e ídem, “Carta encíclica Centesimus annus” 5, pero vale también, por ejemplo, para Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in veritate” 19.

41 Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in veritate” 38.

42 Juan Pablo II, “Carta encíclica Centesimus annus” 10.

43Minnerath, “The Fundamental Principles of Social Doctrine”, 50: “The Church’s social doctrine has hesitated to employ the concept of solidarity, long considered branded by the socialist ideology. In actual fact, the central concept underlying social doctrine is that ofphilia, in the sense in which Aristotle intended society as a community of individuals aiming towards communion (koinonia). [...]. The concept of philia was included in the Church’s social doctrine first under the classic name of friendship, by Leo XIII (encyclical Rerum Novarum 20-21), then of ‘social charity’ by Pius XI (encyclical Quadragesimo Anno [1931] 95), charity being the love for one’s neighbour, which proceeds from an inner movement capable of producing the bond required by society. John Paul II’s encyclical Centesimus Annus (1991) 10, tells us that this same concept has been rendered, more than once, by that of ‘civilization of love’, especially in Paul VI’s texts (cfr. Paul VI, “World Peace Day”, 1977). Today this concept has also been taken up again within that of solidarity”. Para el concepto aristotélico de amistad política, ver a Aristóteles, Ética nicomaquea VIII, 1155a 20-30; IX, 1167a 20 — 1167b 15, en especial 1167b 1-5; ídem, Ética eudemia, VII, 1241a - 1241b 10.

44 El problema será tematizado en otro escrito de próxima publicación.

45 Pío XI, “Carta encíclica Quadragesimo anno” 137 (me aparto de la traducción de la página oficial del Vaticano, siguiendo más literalmente el original latino de Acta Apostolicae Sedis 23, 223). Según este pasaje, que merecería ser más conocido, la virtud que sí es capaz de unir los corazones es la caridad, la cual, en la mentalidad de un tomista como Pío XI, es una cierta forma de amistad (ver a Tomás de Aquino, Suma teológica II-II, q.23, a.1; q.26, aa.1-2).

46 Para una posición contraria a esta tesis, Korff y Baumgartner, “Sozialprinzipien als ethische Baugesetzlichkeiten moderner Gesellschaft: Personalität”, según los cuales, en el contexto del Estado moderno secular, el primero y fundamental de los principios es el de la “personalidad”, pues “el criterio último del ordenamiento es el mismo hombre” (227ss.). De aquí surgirían los principios de subsidiariedad y de solidaridad; el de bien común, en cambio, estaría fundado en una “metafísica esencialista” hoy superada (por razones que no se exponen), y se reduciría al de solidaridad, en el cual lo único verdaderamente común es la misma dignidad humana (en la misma línea, ver a Anzenbacher, Christliche Sozialethik. Einführung und Prinzipien, 1997). Todos estos principios deberían ser interpretados “en referencia a las experiencias ético-políticas de la historia europea moderna y contemporánea” (remitiendo a Von Nell-Breuning, “Zur Sozialreform. Erwägungen zum Subsidiaritätsprinzip”, y Utz, Formen und Grenzen des Subsidiaritätsprinzips, los cuales, sin embargo, no afirman exactamente lo mismo). De este modo, al asumir acríticamente la idea moderna de “individuo” como sujeto jurídico pre-estatal, estos autores sustituyen el “esencialismo” de la filosofía realista con la que siempre trabajó el magisterio social con un historicismo profundamente eurocéntrico.

47 En la sintética expresión de León XIII, “Carta encíclica Au milieu des solicitudes (Inter gravissimasf, “quod quidem pubblicum bonum apudDeum, et in humana Societateprima atque ultima lex est”.

48 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 150.

49 Concilio Vaticano II, “Constitución pastoral Gaudium et spes” 36; Pablo VI, “Carta apostólica Octogesima adveniens” 4; ídem, “Carta encíclica Populorum progressio” 13 y 81; Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis” 41; ídem, “Carta encíclica Centesimus annus” 43.

50 Anzenbacher, Christliche Sozialethik, 198; Nothelle-Wildfeuer, “Die Sozialprinzipien der Katholischen Soziallehre”, 143-144.

51 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 149; Concilio Vaticano II, “Constitución pastoral Gaudium et spes” 12; Iglesia Católica, Catecismo de la Iglesia Católica 1879.

52 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 168: “...el fin de la vida social es el bien común históricamente realizable”.

53 Congregación para la Doctrina de la Fe, “Instrucción Libertatis conscientia” 73

54 Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in veritate” 34-41

55 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 193.

56 Ver, sin embargo, el matiz introducido por Minnerath, “The Fundamental Principles of Social Doctrine”, 51: “Subsidiarity is not located at the same level of social architecture as solidarity. The latter is one of the conditions sine qua non of the existence of a human society. Subsidiarity belongs to the ‘bene esse’ of a society, whereas solidarity belongs to its ‘esse’. Without subsidiarity, society can work but it works badly, on the verge of collapse”. La divergencia con lo dicho se resuelve notando que el mero “esse” es el grado mínimo del “bene esse”, de modo que una total ausencia de subsidiariedad solo podría significar la eliminación de las sociedades intermedias.

57 Pío XI, “Carta encíclica Quadragesimo anno” 79; Juan Pablo II, “Carta encíclica Centesimus annus” 48.

58 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 185-186. Ver a Von Nell- Breuning, “Subsidiariedad”. Junto con Gustav Gundlach, Von Nell-Breuning fue uno de los principales colaboradores en la redacción de Quadragesimo anno, la “encíclica de la subsidiariedad”.

59 Para un interesante ejemplo de esto último, ver a Melé, “Exploring the Principle of Subsidiarity in Organizational Forms”.

60 Pío XI, “Carta encíclica Divini illius magistri” 8-42. También a la Iglesia compete de modo primario la función educativa, pero con otro fundamento, que no se opone a la potestad natural de los padres. Para un análisis del concepto y una delimitación de la función del Estado en materia educacional, me permito remitir a mi artículo: Letelier, “Dos conceptos de subsidiariedad: el caso de la educación”.

61 Concilio Vaticano II, “Constitución pastoral Gaudium etspes” 36; Pablo VI, “Carta apostólica Octogesima adveniens” 4; ídem, “Carta encíclica Populorum progressio” 13 y 81; Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialisn 41; ídem, “Carta encíclica Centesimus annus” 43.

62 Pablo VI, “Carta encíclica Populorum progressio” 13.

63 Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis” 38.

64 Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in veritate” 34 y Cap.3.

65 Ibíd. 57.

66 Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis” 42.

67 Idem, “Carta encíclica Laborem exercens’ 4; Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 177.

68 Juan Pablo II, “Carta encíclica Laborem exercens” 19.

69 El principio está enunciado en León XIII, “Carta encíclica Rerum novarum” 17, sobre la base de Tomás de Aquino (Suma teológica II-II, q.66, aa.1-2), y está presente al menos implícitamente en todo el magisterio social.

70 Ver, por ejemplo, a Concilio Vaticano II, “Constitución pastoral Gaudium et spes” 69.

71 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 178ss.

72 Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis'” 42; ídem, “Carta encíclica Evangelium vitae ’ 32; ver a Mt 25,31-46.

73 Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in veritaten 6; Pablo VI, “Carta encíclica Populorum progression 22.

74 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, Capítulo III: “La persona humana y sus derechos”; ver especialmente 107: “El hombre, comprendido en su realidad histórica concreta, representa el corazón y el alma de la enseñanza social católica. Toda la doctrina social se desarrolla, en efecto, a partir del principio que afirma la inviolable dignidad de la persona humana”. El texto remite a Juan Pablo II, “Carta encíclica Centesimus annus” 11, y a Juan XXIII, “Carta encíclica Mater et magistra” 220, que se cita a continuación.

75 Ibíd. 218-220.

76 Iglesia Católica, Catecismo de la Iglesia Católica 357; Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 108.

77 Pío XII, “Radiomensaje al VII Congreso Internacional de Médicos Católicos del martes 11 de septiembre de 1956”; Pío XI, “Carta encíclica Divini Redemptoris” 29.

78 El texto citado continúa del siguiente modo: “El principio ‘civitas propter cives, non cives propter civitatem es una herencia antigua de la tradición católica y fue acogida en la enseñanza de los papas León XIII, Pío X y Pío XI, no de manera ocasional, sino en términos explícitos, terminantes y precisos. El individuo no solo es anterior a la sociedad por su origen, sino que le es también superior por su destino”.

79 Juan Pablo II, “Carta encíclica Sollicitudo rei socialis” 41: “La doctrina social de la Iglesia no es, pues, una ‘tercera vía’ entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complej as realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial” (destacados en el original).

80 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia 125; Pío XII, “Carta encíclica Summi Pontificatus" 34; Juan Pablo II, “Carta encíclica Centesimus annus” 13.

81 Pablo VI, “Carta apostólica Octogesima adveniens” 27: “El hombre o la mujer cristiana que quieren vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no pueden adherirse, sin contradecirse a sí mismos, a sistemas ideológicos que se oponen, radicalmente o en puntos sustanciales, a su fe y a su concepción de la persona humana. No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al ser humano y a su historia personal y colectiva. Tampoco apoya la comunidad cristiana la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social”.

82 Congregación para la Doctrina de la Fe, “Instrucción Libertatis conscientia" 73, define explícitamente los principios de subsidiariedad y de solidaridad por su respectiva oposición a toda forma de colectivismo e individualismo social o político.

83 Hittinger, “The Coherence of the Four Basic Principles of Catholic Social Doctrine”, 78

84 Ver, por ejemplo, los citados Korff y Baumgartner, “Sozialprinzipien als ethische Baugesetzlichkeiten moderner Gesellschaft”, o Wilhelms, Christliche Sozialethik. Como se indicó previamente, el hecho de que la Congregación para la Doctrina de la Fe, “Instrucción Libertatis conscientia" 73 señale estos mismos principios y no designe de ese modo al bien común, no puede ser interpretado de modo análogo a este esquema. Baste señalar, entre muchas diferencias, que —según este documento— lejos de absorber o hacer superfluo al bien común, el principio de solidaridad se le subordina como a su fin.

85 La referencia, por supuesto, es a Benedicto XVI, “Discurso a la Curia romana del jueves 22 de diciembre de 2005”.

86 Juan Pablo II, “Carta encíclica Centesimus annus” 48

87 Benedicto XVI, “Carta encíclica Caritas in veritate” 57

88 Pío XI, “Carta encíclica Quadragesimo anno” 79

89 Juan XXIII, “Carta encíclica Mater et magistra” 220.

Recibido: 15 de Abril de 2016; Aprobado: 24 de Agosto de 2016

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