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Theologica Xaveriana

Print version ISSN 0120-3649

Theol. Xave. vol.68 no.186 Bogotá July/Dec. 2018

https://doi.org/10.11144/javeriana.tx68-186.mahhrl 

Artículos

El mesianismo asuntivo del Hijo del Hombre. Reflexión a la luz de la cristología contemporánea*

The Assumptive Messianism of the Son of Man. Reflection in the Light of Contemporary Christology

1Universidad Católica Andrés Bello, Venezuela

2Boston College School of Theology and Ministry, EE.UU.


Resumen

A la luz de las expectativas existentes en el siglo I, se exponen los rasgos más relevantes para comprender el estilo de un mesianismo asuntivo, inspirado en la figura del Hijo del Hombre, que permite interpretar la vida de Jesús como entrega solidaria. Se revisa así la lógica del poder imperial del periodo intertestamentario que se contrarresta con la praxis humanizadora del Mesías-Hijo. El estilo mesiánico de Jesús desvela el talante profético y encarnatorio del cristianismo al rescatar los bienes mesiánicos que apuntan a una vida digna, especialmente para los pobres, cuyas utopías merecen ser escuchadas.

Palabras clave Cristología; Mesías; mesianismo asuntivo; Hijo del Hombre; Jesús histórico; Daniel

Abstract

In the light of the expectations existing in the first century, we present the most relevant features to understand the style of an assumptive messianism, inspired by the figure of the Son of Man, which allows us to interpret the life of Jesus as a solidary surrender. Thus, we review the logic of the imperial power during the intertestamental period, as opposed to the humanizing praxis of the Messiah-Son. The messianic style of Jesus reveals the prophetic and incarnational spirit of Christianity in rescuing the messianic goods that point to a dignified life, especially for the poor, whose utopias deserve to be heard.

Keywords Christology; Messiah; Assumptive messianism; Son of Man; Historical Jesus; Intertestamental period

DE LOS BIENES A LAS ESPERANZAS MESIÁNICAS

Esperanzas mesiánicas y Mesías

Las expectativas mesiánicas tienen su base histórica entre figuras, grupos y movimientos que anunciaban, luchaban y confiaban en un cambio sociopolítico movido por creencias religiosas. En el seno del pueblo de Israel aparecieron en momentos de opresión e informaron su imaginario con anhelos de cambio social y restitución de la soberanía real. Las expectativas mesiánicas son esperanzas que incluso en su orden histórico-escatológico no están siempre vinculadas a la venida de un Mesías.

Según Mowinckel, quien ha sido influyente en las investigaciones contemporáneas sobre el mesianismo, “se puede concebir a una escatología sin un Mesías, pero no un Mesías separado de una esperanza futura”1. De este modo habría que distinguir entre el Mesías, como figura individual, y las esperanzas mesiánicas que son siempre colectivas y no necesariamente realizables en el presente histórico inmediato.

Como explica Collins, la voz “Mesías” se aplica sobre todo “a figuras que cumplen funciones importantes en la esperanza futura del pueblo”2; se trata de “un agente de Dios al final de los tiempos que, en algunos lugares de la literatura, se dice que será ungido, pero que no es, necesariamente, llamado Mesías en cada uno de los textos”3. Sin embargo, esta idea de una figura individual, salvadora, del futuro, no existía en el origen del término Mesías. Según Coppens, lo que había era más bien la esperanza en un cambio de las condiciones de vida del pueblo4. Así lo ha hecho ver la obra de Klausner, que está referida al orden de “la libertad política, la perfección moral y el bienestar terrenal para el pueblo en su propia tierra”5.

Se puede hablar de la evolución de distintas esperanzas mesiánicas o escatológicas que se van desarrollando en el imaginario político-religioso del pueblo de Israel, hasta llegar a concebir la esperanza en la figura de un Mesías como imagen escatológica, real y concreta que vendrá en los últimos tiempos. Este cambio ocurre entre el judaísmo tardío y el cristianismo primitivo, cuando las expectativas apocalípticas dan origen al vocablo Mesías en la figura encargada de hacer posible el reconocimiento de Yahveh como único Señor de este mundo.

Este paso involucra un talante sociopolítico que estaba en franca oposición a la autoridad de los reyes y emperadores paganos6. En este tipo de contextos surge y se espera la acción de “una persona regia cuya venida sería signo de salvación nacional luego de padecer una crisis que sería insuperable desde el punto de vista humano”7.

Previo a esta fase apocalíptica se hallaban, a veces en un mismo lapso histórico, distintos rasgos de expectativas de cambio. Por ejemplo, están las expectativas que nacen y se desarrollan durante el periodo monárquico, cuyo modelo era el rey –líder carismático y militar– al estilo de David; o las que son fruto de la corte sacerdotal que se va imponiendo en la época del exilio centrando la vida del pueblo en torno al culto y la Ley; pero también están las expectativas sorprendentes en el anuncio del deseo salvífico de Dios predicado por los profetas populares que llamaban al cambio, a la conversión personal, y anunciaban la liberación de Israel de los reyes enemigos. A pesar de la diversidad, todas encuentran un aire de familia en la experiencia de la promesa hecha a Yahveh de “establecer su Reinado por siempre” (2S 7,13-16).

El carácter tan variado y en evolución de las esperanzas mesiánicas era tal que la imagen que los primeros cristianos tuvieron de Jesús como Mesías no existía antes del acontecimiento de la resurrección, por lo que la lectura cristiana del mesianismo también será una novedad importante en el desarrollo de esta noción8.

El mesianismo davídico y la teología real

En su forma más antigua se encuentra el mesianismo real o regio. Su origen no deja de ser problemático, pues suponía la elaboración de una teología real que los israelitas aún no tenían. En el contexto, el término Mesías se aplicaba tanto a la unción de sacerdotes, altares y objetos de culto, como a la de los reyes de Israel o de Judá. En todos estos casos en los que aparece la voz Mesías no se habla de una figura escatológica individual, en sentido estricto, sino que “denota, básicamente, que tal gobernante es o ha sido considerado como un agente ungido de Dios, destinado a la guía y la liberación de quienes son, en esa época, su pueblo”9. En este ámbito, el Mesías es “el ungido del Señor” y su función es estrictamente política.

Una primera referencia se halla en 1S 8,20, donde el pueblo pide a Samuel que nombre a un rey. Este Capítulo 8 ofrece una primera impresión negativa de la monarquía pues alude al peligro que ella suponía para la idea ya existente de la soberanía única de Yahveh. También se advierte que si el nuevo rey podía demandar del pueblo impuestos se estaría asemejando a la práctica de los reinados paganos (1S 8,11-17). Por ello, en el libro de Oseas, Dios parece aceptar este deseo del pueblo con cierta resignación cuando, al final, expresa: “Airado te di un rey” (Os 13,10).

La superación de esta primera visión supuso la elaboración de una teología real que debía conciliar la soberanía única de Dios y su acción salvadora con la función del rey. La función de este último tendría que ser solo mediadora y representativa, no sustitutiva de Dios. El oráculo de Natán, en 2S 7, sella la nueva ideología real de los israelitas con la promesa que hace Dios a David, y con ello quedan formuladas las esperanzas mesiánicas que regirán a lo largo de todo el primer Testamento. Este texto pasará a ser la referencia fundamental para comprender el origen y la especificidad de la ideología o teología real.

El texto de Samuel no data de la época de David o Salomón. Contiene elementos de la teología deuteronomista10. Algunos investigadores encuentran ciertos paralelismos que aparecen entre David y Moisés. Por ejemplo, Yahveh llama a ambos “mi sirviente” (2S 7,8; Jos 2,7). Con ello, el texto estaría concediendo la misma estatura simbólica de Moisés a David y a la institución de la monarquía11. Otro elemento por resaltar es la referencia al “descanso” (2S 7,1.11), que en la tradición deuteronomista representa la bendición final de Dios sobre Israel, realizada entonces por medio de David, su siervo, para que el pueblo pueda descansar finalmente de sus enemigos.

Tampoco se puede pasar por alto la relación que se vislumbra entre la primera alianza de Dios y su pueblo (Ex 6,7), y la nueva promesa hecha a David por Dios (2S 7,14). Es posible sostener que “es más probable que el modelo de relaciones de acuerdos (o alianzas) haya sido impuesto a la ideología real por los deuteronomistas, antes que haber formado parte de su concepción original”12. De este modo, el pueblo, a lo largo de sus vicisitudes y relecturas históricas encontró –a través de esta teología real– la mediación en David que le permitió encauzar el acceso al favor divino.

Autores como Schniedewind, entre otros, datan este importante desarrollo y consecuente relectura de la historia de Israel a la luz de la ideología davídica hacia el siglo VIII a. C.; pero más que aludir a fechas exactas, interesa destacar que la mayoría de investigadores coincide en que no se puede abordar el tema de la ideología real, davídica, sin la interpretación que supone la teología deuteronomista de finales del siglo VII a. C., que lleva a la elaboración posterior de los textos de 2S 7 y Sal 8913.

En este proceso, la interpretación de la presencia de Dios a través de David va consolidando un imaginario en torno de un estado de gloria de Israel (2S 5,7), inspirado en anhelos de conquista y posesión (1Cro 11,5), y centrado en el culto como lugar donde Yahveh muestra su poder. Podría decirse que Dios le ha elegido como un actor político “que restaurará Israel como pueblo, le liberará de sus enemigos, reinará sobre él […] y colocará las naciones bajo sus pies”14; pero no se trata de una mera figura política como la de los reyes paganos. Tampoco de un semidiós. Son dos los elementos que dotan de legitimidad al rey y que le conceden la función de representar la voluntad divina: la filiación divina y la unción.

La filiación divina del rey ya existía en el entorno cultural de Israel –Egipto, Mesopotamia y Canaán–, pero su novedad ahora estriba en “la implicación que tiene como empoderado para actuar como agente que sustituye a Dios en la tierra. Esto supone la promesa del apoyo divino, especialmente en tiempos de guerra”15.

En ningún momento se le atribuyen al rey, como hijo de Dios, facultades divinas, sino un amor y fidelidad inmensos por la justicia y el derecho. La filiación divina es presentada en clave de adopción, así:

… (1) legitima a David (el usurpador) sobre Saúl; (2) sella la sucesión dinástica y (3) justifica a la monarquía como una institución divina [...]. Este concepto monárquico proveería la ideología común e indispensable para un gobierno estable.16

De este modo, la alianza entre Dios y la monarquía ofrecerá estabilidad en un doble sentido: dinástica y cúltica. La monarquía se edificaba así sobre dos ejes: la dinastía eterna de David y la ciudad santa de Jerusalén, ambas capaces de mediar la salvación querida por Dios para todo el pueblo.

Otro elemento en juego consistía en un acto de empoderamiento realizado por medio de la “unción”, de donde proviene la palabra Mesías, lo que fue distintivo de la monarquía israelita. Esta nueva teología de la elección es el fundamento de la ideología real: es Dios quien elige y unge. Con ella se quiere evitar sacralizar a la figura del rey, como sucedía en los pueblos paganos. “La unción es, ante todo, y desde sus tiempos más antiguos, un acto jurídico-político [...]. La unción equivale a sellar un acuerdo entre el rey y el pueblo”17; pero es Dios quien elige al rey y lo unge por medio de un sacerdote o de un profeta, quedando unidas así la religión y la política como mediaciones históricas para la realización del designio salvífico de Dios. El rey era el ungido de Yahveh18, sometido a él para servir a su pueblo. En otras palabras, la unción era un acto sacramental por medio del cual “la elección de Yahveh era confirmada y consumada, el rey era hecho rey, y se le confería el poder divino. Aquel que había sido ungido por Yahveh era constituido en jefe y gobernante de su pueblo (1S 10,1), y recibía el poder para liberarlos de sus enemigos (1S 9,16)”19.

[La nueva teología regia distintiva de los israelitas] llevaba a la aserción teológica ampliamente aceptada [de] que Yahveh había escogido a David para ser su rey y a Jerusalén para ser su ciudad real. La elección de David se extendía a sus descendientes para que la dinastía davídica retuviese el trono de David perpetuamente, y la elección de Jerusalén representaba que Yahveh haría su morada ahí, primero en la tienda de campaña de David a donde él había transferido el Arca y luego en el Templo que sería construido por Salomón.20

En el Sal 110 se ofrecen algunos de estos elementos constitutivos de la ideología real: la entronización del rey (v. 1), la unción del Señor (vv. 3-4), el gobierno de Sión y el sometimiento de los enemigos (vv. 2.5-7). Aunque el rey era considerado una figura humana y, a diferencia de lo que ocurría en las culturas paganas, se le concebía como uno que actuaba con el Espíritu de Dios, representándolo ante su pueblo, a la vez su función pasaba por representar al pueblo ante Dios. Era una especie de mediador y el pueblo esperaba siempre el bien de la acción del rey. Cuando no llegaban a estar el rey ni el entorno de bienestar y gloria, surgían las expectativas en un Mesías que habría de venir a restaurar el estado de cosas perdido.

Entre utopía y restauración

Tras la destrucción del reino del Norte y la deportación que sufrió gran parte de la población del reino del Sur, la figura de David se fue idealizando y pasó a formar parte del imaginario mesiánico que alimentaba el pueblo con la esperanza puesta en una futura liberación sociopolítica, bajo un nuevo líder al estilo de David. Em el siglo VIII a. C., los profetas hablaban de un futuro de paz, justicia y libertad con un único rey. Esta esperanza se puede resumir con las palabras de Is 11,1-5, que para algunos investigadores representan el origen histórico del mesianismo21 o, mejor, de las esperanzas mesiánicas.

Isaías ofrece un claro mensaje sobre la importancia de la continuidad de la dinastía davídica en relación con cualquier cambio que ocurriera luego del exilio en Babilonia. Esto no significa que se esté refiriendo a un líder concreto e individual, sino más bien a la esperanza mesiánica y, por tanto, colectiva, que existía en la restauración de las condiciones de esplendor y soberanía nacional alcanzadas bajo el reinado de David. Según Bird, estamos ante un texto mesiánico porque cumple con las siguientes funciones:

...designa a una figura enviada por Dios con cualidades reales, y además el texto, en sí mismo, ha sido tratado como mesiánico en las interpretaciones postbíblicas que se han hecho de él, incluso el patrón de actividades que representa la figura corresponde a un patrón frecuentemente esperado de figuras mesiánicas en la Antigüedad.22

Esta nueva esperanza mesiánica puede caracterizarse como utópica y futura. Utópica, porque los profetas saben que ese mundo ideal no tiene cabida en la historia mientras que el pueblo viva oprimido por otros impérios; pero por tener esa perspectiva futura desde la fe se asegura que la situación cambiará y el pueblo se reencontrará con su condición originaria de gloria y esplendor soberano. No obstante, el realismo profético obliga a comprender que existe un tiempo intermedio, de espera expiatoria, antes de alcanzar el futuro prometedor. Es el caso de Jeremías, para quien la esperanza en el mesianismo davídico futuro (Jr 23,5) pasaba por asumir el momento histórico que vivía el pueblo como parte de un plan salvífico de Dios, y pensaba que había que someterse a Nabucodonosor (Jr 29,24ss.), el rey pagano.

Sin embargo, no es posible hablar de un único modo de interpretar esta expectativa. La esperanza mesiánica futura coexistía entre quienes esperaban la llegada utópica de un futuro reino ideal de bienestar y justicia (Ez 37,24-26) y quienes apostaban porque Dios restauraría en el presente histórico los bienes mesiánicos (Jr 33). La instauración de las esperanzas mesiánicas no comportaba una actitud violenta o el uso de las armas para lograr el restablecimiento del reino y la purificación de la ciudad santa, pero tampoco lo descartaba.

Por ello es comprensible que, a pesar de la variedad de expectativas de cambio, fueran emergiendo dos grandes ejes que se sitúan en continua tensión: por una parte, la dialéctica existente entre la visión militarista y la pacifista respecto de los medios que se usarían para lograr el cambio de la realidad23, y por otra, la asimilación de que la promesa se concretaría en la forma de una transformación, que acontecería en el aquí y ahora del presente histórico, o tal vez, en la espera en una acción de Dios que tendría lugar en el futuro escatológico cercano.

DE LAS ESPERANZAS MESIÁNICAS A LA ESPERA DE UN MESÍAS

El imaginario apocalíptico

El imaginario religioso intertestamentario que se desarrolla aproximadamente entre 150 a. C. y 70 d. C. ofrece datos relevantes acerca de lo que se podía esperar en la época de Jesús, y cómo él y la comunidad pospascual pudieron haber discernido este mundo de esperanzas mesiánicas. Se resume en tres figuras-concepciones sociorreligiosas que se encuentran en la literatura de este periodo: la noción de los enviados celestiales, la idea del doble mesianismo y la cristalización del Mesías siervo.

La creencia en figuras sobrehumanas enviadas por Dios para juzgar y vengar a Israel es propia de este periodo y provocó los cambios sociopolíticos anhelados que devolvieron el puesto a Israel en medio de las naciones. Se basó en la idea de un enviado celestial. Se tienen los casos de Elías (2R 2,11), Henoc (Gn 5,24), Melquisedec (2Hen 71,29) y el Hijo del Hombre (Dn 7); el último expresa el mayor desarrollo del mesianismo no davídico y sobrehumano.

En este imaginario sociorreligioso inicial, la figura del rey ungido, que había representado la unidad entre la ideología real y la teología del ungido, se sustituyó por presencias sobrehumanas enviadas a la tierra. En el Libro de las Parábolas –capítulos 37 al 71 del libro de Henoc–, pasada la mitad del siglo I a. C., apareció la expectativa en la venida de una figura sobrehumana, como detalla Sacchi24.

A Henoc se le declaró Mesías (1Hen 71,14; 52,4), pero asociado con el linaje de David, porque esta figura mesiánica ha sido elegida antes de la creación y concebida antes del tiempo (1Hen 48,6). Su tarea consistió en traer justicia en nombre de Dios, ser bastión y luz para los pobres y los que sufren (1Hen 48,4), con poder y gloria eternos (1Hen 49,2). Se le llama “Ungido” (1Hen 48,10; 52,4), “Elegido” (1Hen 39,6-7; 45,3; 49,1-4; 51,3-5; 53,6), “Justo” (1Hen 53,6) e “Hijo del Hombre” (1Hen 46,1-6; 48,2-10; 49,1-4; 62,5-14; 69,26).

En 4 QEn 1,1 encontramos su misión como elegido: “remover a todos los enemigos e impíos y salvar a los justos”25. Como consecuencia –dice el texto–, “en esos días los reyes de la tierra y los poderosos que dominan la tierra tendrán el rostro abatido a causa de la obra de sus manos, porque del día de su angustia y aflicción no se salvarán” (1Hen 48,8).

El problema con el uso del título “Hijo del Hombre” –en el Libro de las Parábolas o de Henoc– radica en que algunos autores aún cuestionan su carácter mesiánico originario aludiendo a su origen en la mitología del Antiguo Oriente. Así lo hace Charlesworth, quien indica que en las dos citas que lo nombran, “el Mesías no inaugura un nuevo reino mesiánico; sorprendentemente, no desempeña ninguna función. No hay interés por un descendiente de David ni por relacionar al Mesías con él”26. Sin embargo, como recuerda Sicre, el Mesías es el Elegido, y el Elegido es el Hijo del Hombre. Basta correlacionar los versículos 4 y 6 de 1 Hen 5227. En esta línea concluye el estudio de Vanderkam, al ratificar:

…todas las expresiones acerca del Hijo del Hombre tienen el mismo referente. Una vez establecido que el Hijo del Hombre y el Elegido son el mismo individuo, uno puede mostrar que los otros epítetos, también son designaciones para referirnos a él [...]. Por tanto, el Elegido es tanto el Justo como el Ungido, y él es también identificado como Hijo del Hombre”.28

Y entre sus características está la “reivindicación de los siervos sufrientes”29.

Otra fuente importante de expectativas surgidas en este periodo es la del doble mesianismo, a veces discutida, presente en la literatura de Qumrán, donde coexisten un Mesías libertador y real (función guerrera) y otro mediador y sacerdotal (función soteriológica). La controversia en torno de este tópico surgió con la proposición de J. Starky de cuatro periodos en el desarrollo del mesianismo de Qumrán: macabeo, asmoneo, pompeyano y herodiano30. El mismo autor explica que el doble mesianismo habría surgido en la época asmonea, cerca del 100 a. C., según aparece en la Regla de la comunidad, pero a partir de la época pompeyana, entre 67 y 37 a. C., se regresó a la creencia en un solo Mesías, testimoniada en la Regla de la guerra 31. Dice Brown:

...parece más plausible, a nuestro juicio, sostener que a partir de la época asmonea había en Qumrán la expectativa de dos Mesías, un rey especial y un sacerdote especial, ambos ungidos (y, por tanto, Mesías) como era propio de los reyes y sacerdotes, a quienes Dios levantaría al final de los tiempos para liberar a su pueblo.32

La mayoría de los investigadores apoya la teoría del doble mesianismo (Brown, Collins, Schniedewind y Donaldson son algunos). Uno de los textos más importantes en relación con el doble mesianismo está en la Regla de la comunidad, que insta a la secta a no apartarse del camino del consejo de la Ley, “hasta que venga el profeta y los Mesías de Aarón e Israel” (1QS 9,10-11). Lo mismo se lee en el Documento de Damasco (CD-A, 12,23-13,1; 14,18-19). Sin embargo, también hay estudiosos que defienden la expectativa de un solo Mesías, como Higgins33 y Vawter34.

Mientras el Mesías rey estaba llamado a restaurar el estado de gloria de Israel, liberándolo del dominio de sus enemigos, el Mesías sacerdote, quien no podía ejercer la violencia en caso de guerra, debía restaurar la paz. Según algunos investigadores, la presencia de este Mesías sacerdote es una expresión del descontento que existía ante las autoridades religiosas de la época y sus prácticas oficiales, por lo que la figura es parte de ese imaginario alternativo y restaurador que había a nivel político, con el Mesías rey, sino también en torno del sentido del culto y del Templo en la nueva era o eón en camino. Collins considera que este fue el modelo de mesiánico en Qumrán35. Como informa Sanders,

…la secta de Qumrán fue fundada tras destronar a los sacerdotes sadoquitas, que creían que los sacerdotes eran las personas que sabían acerca de las cosas y debían regirlas. Qumrán es un caso especial; no hay otro grupo, en nuestro conocimiento, que haya enfatizado al sacerdocio en este mismo grado.36

De aquí se desprende un aspecto que hace del doble mesianismo una teoría plausible. La superioridad del sacerdocio significaba la creencia de que sería Dios mismo quien actuaría, porque era el único guerrero y libertador, y no David y su descendencia. Sobre esta creencia se comprende que en la Regla de la guerra no aparezca la figura de un Mesías davídico que guíe al pueblo en su liberación.

El pueblo, representado en su sumo sacerdote y Dios, son las dos figuras que aparecen librando la batalla final: “…el héroe de la guerra está en nuestra congregación; el ejército de sus espíritus, con nuestra infantería y nuestra caballería”. “…regocijémonos en tu mano poderosa, exultemos tu salvación, alegrémonos en tu ayuda y en tu paz. ¿Quién como tú en la fuerza, Dios de Israel? ¡Tu mano poderosa está con los pobres!” (1Q Regla de la guerra, 12,9-10; 13,13-14).

En Qumrán, algunos mencionan a un Mesías, otros a dos, e incluso hay quienes hablan hasta de tres al incluir a un profeta. Por ello, aunque la posición mayoritaria entre los estudiosos es aceptar el doble mesianismo, autores como Hurst –más recientemente– apuntan en el siguiente sentido:

...la creencia en la espera de dos Mesías en Qumrán, a pesar de lo mucho que continúa siendo considerada un dogma, debió haber sido, hace tiempo ya, valorada por lo que es: en vez de ser la deducción de una evidencia, es una creación de los investigadores modernos.37

Para Hurst, esta tesis responde a una lectura cristiana de Qumrán que ve en Jesús la realización de la doble expectativa del Mesías, como rey y sacerdote, de donde “nació la tesis de que la comunidad de Qumrán tenía una doble expectativa en un Mesías de Aarón y otro de Israel”38.

Un último imaginario sociorreligioso es el del Mesías siervo que aparece en ciertos himnos encontrados en los manuscritos del Mar Muerto, una presencia relacionada con el “siervo doliente de Dios”. Lo más propio de su misión consistía en traer una era de perdón y redención, lo que fue su mayor novedad, una actitud que lo llevó a que lo despreciaran y ajusticiaran, ya que no era lo que se esperaba de un Mesías guerrero y libertador.

Según Knohl, quien lo ha estudiado a profundidad, “por primera vez en la historia del judaísmo, surgió la concepción de un mesianismo del fracaso, en el que la humillación, el rechazo y la muerte del Mesías se consideraron como parte inseparable del proceso redentor”39. En la investigación actual se abre así un vínculo importante entre la figura del siervo dolente, en Isaías, y la de este Mesías fracassado, en Qumrán, que permitirá comprender –en parte– cómo pudo Jesús haber entendido su identidad y misión.

Sobre el siervo doliente de Isaías, de datación mucho anterior a Qumrán, se ofrece una primera identificación con el que sufre, cuyo desenvolvimiento ocurre de forma dialéctica. El siervo, como figura personal, se acerca y hace suya la causa del pobre, el sufriente, hasta cargar con el peso de lo que este padece; pero también como figura colectiva, pues encarna al Israel fiel o el modelo de ser y actuar que coincide con Dios y que lo favorece40.

No se trata de un personaje individual e histórico, como sí pareciera ser el caso en Qumrán. Lo más propio del siervo en Isaías está en su estilo de vida solidario, pues “no tenemos a alguien que sufre a cambio de su culpa, sino a alguien que comparte los sufrimientos, aun cuando él mismo, a diferencia de los otros, es inocente”41. Es un mesianismo contracultural que se levanta como alternativo y superador de los anteriores, especialmente de los davídicos, porque el siervo ofrece una clave para comprender la muerte del doliente, su propia muerte, como consecuencia del poder que ostenta quien decide hacer del otro su víctima, hasta matarlo.

Según Meynet, “su menosprecio no es la consecuencia de los males del siervo, sino la causa, porque es de los propios ‘crímenes’ y ‘pecados’ de ellos de los que él fue víctima”42. Por ello,

...adopta una conducta que se opone, en todos los aspectos, a la de sus predecesores. Nunca reacciona ante la violencia [...], lo que lo hace ser rechazado por los otros [...], sino que se humilla ante quienes lo maltratan, sin abrir su boca para quejarse o para descargarse en los demás. De este modo rompe el círculo infernal de las enfermedades y el dolor al cargarlos sobre sí.43

El siervo trae consigo tres promesas: el fin de los sufrimientos mediante la sanación de los corazones llenos de odio y cansados de tanta opresión (como se había vivido durante el exilio); la superación del mal por vías no violentas para que no se reprodujera Babilonia; y el reconocimiento de Yahveh como único rey y centro de la vida, rechazando los ídolos políticos, económicos o religiosos que pudieran obstaculizar la relación absoluta que el sujeto humano está llamado a tener con Dios44.

No es posible aseverar, de modo explícito, que el Mesías fracasado de Qumrán tenga como fuente al siervo sufriente de Isaías, pero sí que lo ha logrado inspirar y dotar de una novedad sin igual entre las esperanzas mesiánicas presentes en la segunda mitad del siglo I a. C. A lo largo de este periodo convivieron las dos opciones, la militarista y guerrera con la pacífica, que actuaba sobre la base de una resistencia pasiva. Según N. T. Wright, a partir de estos puntos en común, que eran compartidos en la época de Jesús,

…la tarea principal del Mesías, una y otra vez, es la liberación de Israel, y su restitución como el verdadero pueblo del Dios creador. Esto implica normalmente una acción militar, que puede ser vista como un juicio, en una corte. También implica una acción en relación con el Templo de Jerusalén, que debía ser purificado y/o restaurado y/o reconstruido.45

EL IMAGINARIO ALTERNATIVO DEL HIJO DEL HOMBRE

La noción Hijo del Hombre, como aparece en el libro de Daniel, es la categoría epocal más adecuada para abordar el modo como Jesús pudo haber discernido su propia identidad mesiánica y como las comunidades pospascuales lograron pensar la opción fundamental de Jesús de cara a Dios, a los poderes de este mundo y al pueblo pobre y sufriente. No solo se trata del título que más aporta al futuro desarrollo de un mesianismo no davídico ni militar, sino que puede asumirse como la forma de un auténtico imaginario alternativo respecto de los demás estudiados. Esto no significa que tuviera un sentido originario mesiánico:

...la designación Hijo del Hombre existía en contextos apocalípticos como término técnico. Ya era usada en tiempos precristianos como título y originariamente no tenía nada que ver con una concepción mesiánica. La mesianización de este concepto es producto de la formación de la tradición neotestamentaria. Ella se inspira en el Hijo del Hombre, de Dn 7, a quien Dios confía el dominio sobre el mundo y parece que representa una transformación que se dio en la concepción del Mesías davídico.46

Daniel ofrece tres núcleos que ayudan a descifrar el estilo mesiánico de Jesús: el carácter humanizador de esta revelación, la lógica “bestial” y deshumanizadora de los imperios, y la coparticipación en el reinado divino.

Hijo del Hombre alude, por una parte, a una persona humana, y por otra, a una figura trascendente, procedente de lo alto, de Dios. Así, tiene tanto un sentido individual (Dn 7,13) como una implicación colectiva (Dn 7,27). No obstante, siempre refiere rasgos de humanidad que son expresados en la fragilidad y la finitud humanas (Is 51,12; 56,2) y se distancian del horror de la deshumanización (Jr 49,18; 50,40), porque la verdadera humanidad se desarrolla en la intimidad de quien trata a Dios como a un amigo (Jb 16,21) y se dispone ante él con humildad (Sal 8,4).

La figura encuentra su origen en los mitos cananeos y en esa confluencia de antropologías antiguas47. El término es un arameísmo que significa “una persona humana”, “un sujeto humano”. La descripción lo sitúa en un nivel básico de la realidad corporal: puede morir y necesita comer para subsistir, como cualquier ser humano; pero en su ámbito más simbólico expresa el modo como Dios realizará la liberación de su pueblo. Según como proceda, se diferenciará o no de los señores de este mundo.

Su dimensión simbólica lleva consigo una fuerte denuncia ante la tentación de entender la acción de Dios de una manera intervencionista todopoderosa; pero también rechaza cualquier intento por definir a lo humano promoviendo medios violentos, como hizo David para demostrar mayor fuerza ante el opresor. Si la víctima pasa a ser como el victimario, entonces este habrá vencido sobre la víctima y el mal habrá triunfado.

En su visión, Daniel describe cuatro bestias: un león, un oso, un leopardo y un animal que aparece con dientes de hierro y diez cuernos, y es el más cruel de todas (Dn 7,4-7). Ellas representan los imperios Babilónico (Dn 2,32: “cabeza de oro”), Medo-persa (Dn 2,32: “pecho y brazos de plata”), Alejandrino (Dn 2,32: “vientre y muslos de bronce”) y Romano (Dn 2,33: “piernas y pies de hierro”). Cada uno ha traído una forma de gobernar que ha llevado a la opresión, a la esclavitud y a la injusticia, fomentando todo tipo de relaciones deshumanizadoras.

En el Antiguo Testamento, las bestias se utilizaban como metáforas para mostrar las fuerzas hostiles al modo de ser humano y al querer divino, aunque también como imágenes de las prácticas y relaciones que no humanizan y que –en tal sentido– son acciones que producen desolación y sometimiento (Jr 4,7) y expresan la carencia de la racionalidad necesaria para dialogar (Sal 73,21-22). Cada bestia representa un poderoso imperio político y juntas constituyen desfiguraciones brutales de lo humano.

Así, queda desvelado el problema central del libro de Daniel: el señorío de Yahveh. Cuando Dios reine, el mundo será más humano, porque “disponerse” ante Dios no significa nunca humillarse ante él o ser súbdito suyo, como sucede en los imperios. La relación con Dios siempre humaniza, jamás deforma lo humano.

Tras la descripción de los imperios opresores, aparece un “Anciano” (Dn 7,9) llamado a ejecutar una sentencia junto a los que están sentados en un tribunal (Dn 7,9-10). Es Dios, que entonces se pronuncia contra el modo de ser de los imperios y pone en crisis su lógica del poder, pues en ellos se ha usado el poder para dominar, para subyugar. Por ello despoja del poder a los tres primeros (Dn 7,12) y les permite existir como naciones comunes, sin dominio alguno sobre las demás, para que experimenten sobre sí la propia fragilidad de lo humano; pero destruye la cuarta bestia, la más cruel de todas (Dn 7,11): no la deja existir, aunque esto sucede luego de una intensa lucha en razón del poder que esta tenía en el orden del tiempo, de la historia, y dada su capacidad de resistencia (Dn 7,23-25). Dios tiene la última palabra y se pronunciará en su contra (Dn 7,11.26).

A continuación, debía venir el verdadero y auténtico Reinado, el de los “Santos del Altísimo”, el “quinto Reino”, el “Reino eterno” (Dn 7,27). La literatura apocalíptica sorprende al lector con su mensaje de esperanza, antes que de destrucción y desgracia. Informa que el sufrimiento, la opresión y la muerte del inocente no son eternos, pues por inhumanas son relaciones perecederas.

El Anciano revierte la lógica del poder. No usa armas ni ejércitos, ni un poder más fuerte que el de los reinos precedentes. Antes bien, detiene todo dominio y hace algo sorprendente: usa su “palabra” para expresar un juicio (Dn 7,10) y hacer justicia ante los sufrimientos padecidos por el pueblo subyugado (Dn 7,22). Además, no ofrece el poder al pueblo de “los santos”, para que se vengue; más bien da una solución inesperada: envía a “un Hijo del Hombre” (Dn 7,13), y es a este a quien se le dará el auténtico “poder” (Dn 7,14), pues en él se verán reflejados los justos, los piadosos, los humildes, los olvidados. Así, esta humanidad representada en la figura del Hijo del Hombre reinará con la ayuda de los Santos del Altísimo48, que son los justos y el pueblo sufriente49. A ambos se les da poder y el Reino eterno (Dn 7,14.27).

Se tiene así una imagen de coparticipación en el Reinado divino: Dios solo puede reinar en el mundo con la colaboración del hombre que quiera y luche por su libertad, y este alcanzará la plenitud de su humanidad en el encuentro con el Dios de la vida como su único Señor y rey. Este imaginario de coparticipación en el Reinado también tiene un significado escatológico importante. Dios solo reconoce a la víctima, nunca al victimario, y apuesta por las esperanzas de liberación del pueblo, nunca por el opresor y su lógica imperial. La plenitud de la vida le pertenece a la víctima de las prácticas de opresión y humillación, no al victimario.

Por eso, la entrega del poder a los Santos del Altísimo no significa un simple cambio de gobierno: representa el reconocimiento que Dios hace del pueblo sufriente. La tentación es creer que exista el gozo de la gloria sin un juicio o palabra definitiva sobre la participación en los procesos históricos.

Durante la época de Jesús, tanto la absolutización de las prácticas religiosas en torno del Templo, como la exigencia de una adhesión definitiva al César, abonaron el terreno a variadas interpretaciones mesiánicas y relecturas de la universalidad del señorío de Dios a la luz de las Escrituras. Esta es una larga reflexión que, en el fondo, puso en cuestión lo que significa ser humano.

DISCERNIMIENTO DEL ESTILO MESIÁNICO DE JESÚS

Para O’Neill, la mesianidad de Jesús es visible en el modo como actuó y vivió50, y no en la publicidad de su proclama pública. Es lo que algunos investigadores previos habían expresado al hablar de la no historicidad de los textos en los que Jesús predice su pasión, muerte y resurrección. Wrede y Bultmann, por ejemplo, aseguran que la proclamación fue hecha por los discípulos luego de la resurrección51.

En la Palestina del siglo I convivían diversos modos de comprender la venida y la misión del Mesías. En los medios rurales, la convicción de su venida era mucho mayor que en los urbanos, y estaba promovida por profetas muy severos en su observancia de las estructuras vigentes. Sin embargo, no era una expectativa favorecida en el seno de las instituciones religiosas y políticas oficiales de la época. Sí existían, en cambio, profetas como Juan, quienes esperaban con ansias al que “debía venir” a efectuar la renovación radical de todas las estructuras presentes (Mt 11,3).

La vocación de Jesús fue confrontada y examinada con las expectativas mesiánicas que llegaron al siglo I. Ciertamente él se veía a sí mismo como el portador del Espíritu escatológico (Lc 4,16-21; Lc 7,18-23), pero no venía a juzgar sino a salvar lo que se había perdido (Jn 3,16). De ahí que su estilo mesiánico responda más al modelo del siervo (Mt 8,17; 12,17-21)52.

El Espíritu se posa sobre Jesús como se posó sobre David (1S 16,13) para ungirlo, confirmando su mesianismo en una misión liberadora del pueblo. Aunque su misión no fue entendida al servicio de la restauración del poder político ni de la reforma del estamento religioso al estilo del Hijo de David, no se puede olvidar que el estilo mesiánico en Jesús sí tuvo consecuencias sociopolíticas y religiosas, pues pretendió instaurar el espíritu de justicia y reconciliación de Dios entre el pueblo oprimido por los imperios, y se propuso hacerlo al modo de “uno” tan humano como el Hijo del Hombre. Jesús no intentó proponer un imperio alternativo. Hay que destacar, entonces, algunos elementos importantes que dan forma al estilo mesiánico que le es más propio.

El Mesías Hijo

Jesús no niega aunque tampoco afirma que se considerara un Mesías. Sin embargo, muere acusado de ser un Mesías con intenciones políticas (Mc 15,26). Sus expectativas religiosas no giran en torno del anuncio de la venida de un Mesías u otro libertador político después de él, sino que están puestas en la llegada del Reino de su Padre, promesa de paz y justicia para siempre. De ahí que nunca se identifique con las expectativas mesiánicas más esperadas en su época de carácter revolucionario y militar, pero tampoco con las de un Mesías individual que decidiera en soledad el destino de su propia vocación y la del pueblo.

Históricamente, Jesús se entiende como un mediador y oyente de la Palabra de su Padre desde la espiritualidad de los pobres de Yahveh53. El discernimiento explícito sobre el mesianismo de Jesús es, ante todo, una cuestión que pertenece más a la experiencia pospascual54 que a la prepascual55. De ahí que se reflexione solo sobre los rasgos mesiánicos implícitos en su praxis a la luz del título Hijo del Hombre, mas no sobre la base de una proclamación histórica directa que él haya hecho acerca de su identidad mesiánica.

Son numerosos los textos bíblicos que permiten recoger los rasgos de este perfil que era poco aceptado entre las expectativas preponderantes del siglo I. Por ejemplo, se afirma que Jesús sufre las consecuencias de oponerse a los poderes religiosos y políticos dominantes (Mc 8,31); también, que se aleja de la tentación de querer reinar sobre otras naciones, como un rey alternativo (Mt 4,8-10; Lc 4,5-8), y por eso rechaza su coronación y exaltación pública (Jn 6,15); o que rehúsa aceptar puestos honoríficos, privilegiados (Mc 10,37-38), y sentirse parte de una predestinación divina que le vendría garantizada por su descendencia genealógica (Mc 12,35-37). Jesús reflexiona “más allá de la Ley y los Profetas” (Jn 12,34), es decir, desde la experiencia de que todos los hombres son iguales ante el Espíritu de Dios y están habilitados para la escucha atenta a la Palabra del Padre (Mc 3,31-35).

Esto es fundamental para comprender su insistencia en compartir el destino de su vida, incluidos el sufrimiento y la muerte, como “uno más” que ha sido enviado a vivir entre los hombres y las mujeres de su época, en oposición a la lógica imperial reinante. Por todo ello, su mesianismo es asuntivo, no real o regio, pues de su vida filial –que es constitutiva a su identidad– derivará su entrega solidaria a los hermanos como praxis constituyente de su modo de hacerse humano.

Él es el Mesías-Hijo que asume al otro desde la fraternidad, el ser humano que eligió vivir con el mismo Espíritu de Yahveh, su Padre, y hacer presente su Reino. Esto se describe en las Escrituras bajo las distintas acepciones que la expresión Hijo del Hombre cobra entre los evangelistas, a saber:

  • En los textos que se refieren a lo humano, tanto en términos de sobrevivencia y sostenimiento de la vida (Lc 7,34) como de desprendimiento de todo lo que no sea fuente de verdadera humanización (Mt 11,19-20; Mt 8,20; Lc 9,58).

  • En pasajes en los que se expresa una humanidad solidaria, que se entrega en servicio fraterno, por completo, y hasta da la vida por la causa del Reino y por el bien de los demás (Mc 10,45; Mt 20,28). En estos textos, el sufrimiento no es signo de debilidad, sino otra forma de entender el poder en este mundo donde la violencia queda superada (Mc 8,31; 9,31; 10,33-34).

  • Por último, en los escritos que aluden a la exaltación de Jesús luego de su muerte (Mc 13,26; 14,62) y al Reinado junto a su Padre (Mc 8,38; Lc 9,26).

Hijo del Hombre es una expresión que revela la trascendencia de la humanidad de Jesús, en el entendido de que ahí, en lo propio de su praxis, sus palabras y su gestualidad “corporal” (Col 2,9), está mediando la revelación misma de Dios, su acción histórico-salvífica para con los pobres y descartados por la lógica imperial. Ciertamente, la comunidad pospascual recuerda y amplía a lo largo de los relatos evangélicos el uso que Jesús hizo de la figura mediadora del Hijo del Hombre. Como explica Brown:

Reflexionando sobre Dn 7 y otros pasajes del Antiguo Testamento (Sal 110,1; quizás Sal 80,18), Jesús pudo haber ampliado el concepto simbólico de “uno como un Hijo de Hombre” a quien Dios iba a otorgar gloria y un reino. De ahí habría resultado “el Hijo del Hombre”, la figura humana específica a la que Dios glorifica y a través de la cual manifiesta su triunfo; una figura que Jesús utilizó para representarse a sí mismo como instrumento del plan de Dios. Los primeros cristianos, inspirándose en el lenguaje de Jesús, desarrollaron aún más la idea, la aplicaron a diferentes aspectos de la vida de él y la utilizaron frecuentemente para describir el concepto que Jesús tenía de sí mismo.56

En este trabajo no se sigue, por tanto, la postura de Bultmann, quien piensa que fue la comunidad pospascual la que elaboró completamente el título57. El estilo mesiánico de Jesús está bien definido en el Jesús histórico, y los dos títulos –Hijo y Mesías– no se pueden leer de forma separada. Su tratamiento ha de ser en conjunto. Desde su entrega solidaria e impulsado por el Espíritu, Jesús se comprendió a sí mismo como el Mesías al final de su vida, tal y como lo asimiló la comunidad primitiva tras su muerte.

Ungido por el Espíritu para asumir al otro

Jesús no fue a bautizarse para hallar a Dios. Sin embargo, ahí lo encontró; no en las palabras de Juan, sino al compartir la fila de los pecadores que iban a recibir el bautismo de Juan. De este modo, lo consiguió en el papel de “un hombre más”, uno que no deseaba violencia y anhelaba un cambio de la realidad sociopolítica, económica y religiosa, como todos los que estaban allí bautizándose.

El descenso del Espíritu después del bautizo (Mc 1,10) representa la confirmación divina de esta opción fundamental que Jesús asumió en su vida por la liberación de un pueblo desesperanzado. De esta forma, él cargó con la realidad del otro en su compleja trama relacional y lo guardó en su corazón (Mt 11,28), con amor fraterno (Is 46,1-4), es decir, dándole lugar en su vida, tratándolo como sujeto. Lo que se revela en el bautismo es, pues, el mesianismo asuntivo (Is 53,4) del Hijo amado (Mc 1,11; 12.6), que inaugura el tiempo de la liberación de toda deuda, el perdón de los pecados y la paz definitiva de Dios para el pueblo.

Esto implica un discernimiento de lo que se entiende por poder y el ejercicio de la autoridad. Ser ungido no significa para Jesús el hecho de asumir la misión de “restaurar” los sistemas de poder (2S 7,12-15), sino de “ser amado” por su Padre (Mt 3,17) y querer ser tan “bueno” como Dios (Mc 5,48). Significa aceptar las consecuencias de la experiencia del amor primero y ponerla en práctica “perdonando” (Mc 2,10), para abolir el terrible comercio religioso sostenido sobre una espiritualidad que promovía la culpabilidad con su posterior purificación religiosa. El perdón que Jesús ofrece revela la comunicación de la gratuidad de Dios. Es un obrar que supone vivir como el “Hijo amado” enviado al modo humano de un Hijo del Hombre para hacer esta creación más humana y, por ende, semejante a la divina.

La idea del Hijo del Hombre que tanto resonó en el recuerdo de los primeros seguidores, sin duda producía una atracción mediada por la conexión del estilo de vida pobre e itinerante de Jesús con la situación de los pobres en las primeras comunidades pospascuales58. Más aún, su praxis de la solidaridad con los pobres, enfermos, encarcelados y humillados (Mt 25,37-39), y no con los poderosos, soberbios y ricos, generaba una natural, muy humana, afinidad mutua.

La exaltación (Mt 25,31) consistirá en el reconocimiento de los rostros de los pobres de Yahveh y de los hijos de la tierra que fueron puestos a un lado en este mundo. En esos rostros, en el modo de confraternizar con ellos (Mt 25,40), él reafirma que Dios siempre quiere que se les reconozca y nunca que se les crucifique (Mt 25,45).

La propuesta de Jesús se acerca a la teología de Yahveh, en tanto Padre creador, y se aleja de la restauracionista del Dios fuerte de Sión. Su ser radicalmente humano queda determinado por su ser Hijo. De ahí que la autoridad con la que Jesús actúa no tiene origen en la Ley ni en las tradiciones con las que creció, sino en su disposición filial al Padre. Como indica Tödt, “él inaugura el acontecimiento basado en aquella libertad que proviene de la coincidencia de su querer con la voluntad del Padre”59.

Esta doble experiencia en Jesús, de tratar a Dios desde la intimidad de su corazón y creer radicalmente que es su último mediador y mensajero60, dota de contenido y significado la noción con la que luego se referirá a sí mismo: Hijo del Hombre.

Un mesianismo no davídico

Jesús no vivió como rey, sacerdote o pater familias. No asumió el discernimiento de su propia vocación desde estas categorías y modos de relación, sino desde su condición más genuinamente humana, como oyente de la Palabra revelada por Yahveh, su Padre. No obstante, su derroche de humanidad fue insuficiente, a juzgar por los testimonios de algunas comunidades pospascuales que habían aprendido –de la Ley y las Escrituras– que vendría “uno” al que se le daría “poder y dominio eternos” (Dn 7,14).

Jesús trató de hacerles entender que “ellos piensan como los hombres”, no como Dios. El Hijo del Hombre enviado por Dios (Dn 7,13) había llegado para representar a su Padre, no para ceder ante la tentación de quedarse con el poder de aquel a quien representaba, como lo sugería la visión de Daniel (Dn 7,14) y como se esperaba, siguiendo la noción real y dinástica del que debía venir (Jr 33,14-26).

La humanidad del Hijo del Hombre plantea, pues, un serio reverso escatológico, un nuevo modo de comprender el espíritu del Mesías:

Jesús da, pues, al concepto de Mesías un nuevo contenido […] interpreta la realeza mesiánica en clave de plenitud humana, según el doble efecto de la bajada del Espíritu sobre él: la condición divina, que corona la obra creadora, y la unción como Mesías (cfr. Is 61,1). Esa plenitud es la verdadera grandeza o realeza, que no se describe con títulos (Mesías-rey) ni se mide por ellos, sino por la realidad del ser, que, en Jesús, trasciende sin medida toda la expectación judía del Mesías davídico. El grupo representado por Natanael tiene que superar la concepción del Mesías rey de Israel, para ver en Jesús al Mesías Hombre-Dios, modelo para toda la humanidad.61

La pregunta que los evangelistas atribuyen al sumo sacerdote era la que había resonado, de algún modo, en muchos que le seguían (Mc 14,61). ¿No lo habían querido reconocer como rey? (Jn 6,15). La cuestión tenía que ser abordada (Mt 16,13-16). Jesús se presentó como “uno capacitado por el Espíritu de Dios”, quien creía coincidir con Dios en todas sus acciones, e infundía un modo de ser humano nunca antes percibido por pobres y poderosos (Mt 10,23.16,27-28.24,30; Mc 13,26; Lc 12,40.17,24).

Más aún, se daba a conocer con la autoridad de quien ya había comenzado a hacerse presente y a actuar en nombre de Dios (Mt 11,18-19.18,11.20,28; Lc 7,34). Las comunidades pospascuales se hallaron, entonces, ante la ardua tarea de discernir por qué el Mesías debía ser “uno”, como “un hombre sin más”, que padeciera y fuera entregado a la muerte sin defenderse (Mt 17,12.17,22.20,18; Mc 9,12.9,31.10,33; Lc 9,22)62.

El Evangelio de Marcos ofrece una clave importante para comprender este proceso de discernimiento. Por una parte, está quien ya se había autodesignado como el Hijo del Hombre (Mc 2,10; 10,45), y por otra, destacan algunas figuras o grupos aferrados a un mesianismo regio al estilo del “Hijo de David”: el ciego Bartimeo (Mc 10,47), una muchedumbre (Mc 11,10), los representantes del poder religioso (Mc 12,35-37). La tensión irá creciendo y llegará al clímax cuando el sumo sacerdote le pregunta: “‘¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?’. Y dijo Jesús: ‘Sí, yo soy, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo’” (Mc 14,62-63).

Jesús no consintió en ningún momento que lo definieran desde la filiación davídica. Algunos lo llamaban de ese modo, pero él nunca lo aceptó como una autodesignación63. Hay que recordar que la profecía hecha por Natán a David (2S 7,12-14) era conocida en tiempos de Jesús y proclamaba a David como el “Ungido”, que tendría un hijo, “el Hijo de David”, construiría un “Templo” y sería llamado “hijo de Dios”. Todas estas menciones constituían un imaginario religioso basado en una teología mesiánica regia y centrada en la continuidad del linaje de David como garantía del poder político querido por Dios para su pueblo (Sal 89,34; 2S 7,14-16).

En esta dirección, el llamado al “Hijo de David” también expresaba ese anhelo del pueblo por un futuro rey que fuese fiel a la alianza y reinara sin pecado. Desde esta perspectiva, Jesús contestó a escribas, conocedores y estudiosos de la Ley, objetando su creencia en un mesianismo triunfalista. En su peculiar estilo de hablar, los puso en crisis cuando preguntó: “¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es hijo de David?”.

En este contexto ambiental destacan tres características que dan paso a una relectura del mesianismo. Se toman del episodio narrado por Marcos (Mc 12,35-37):

  1. “David mismo dijo, movido por el Espíritu Santo” (v. 35). Con esta primera frase se diferencia el modo como los escribas discernían quién y cómo sería el Mesías. Lo hacían leyendo la Ley y las tradiciones. En cambio, David fue movido por el Espíritu. El contraste era evidente: ellos debían dejarse guiar por el mismo Espíritu que había acompañado a David cuando recitó el salmo, pero estaban cerrados, ciegos. Por eso, no solo entendían el mesianismo desde la descendencia, sino que no aceptaban la acción del Espíritu como origen y dinámica del mesianismo auténtico.

  2. “Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies” (v. 36). Al citar el Sal 110, Jesús no pretendió asumir una noción vindicativa propia del mesianismo triunfalista, sino señalar que solo Yahveh es Señor de la historia y la función del Mesías es dar a conocer el verdadero Espíritu de Yahveh. Por eso, se sentará a la derecha de Yahveh, porque él traerá el Reino de Dios, y no sustituirá o dará continuidad a otro reino en este mundo. Al citar este versículo quedaba claro que el Mesías no debía ser el centro de las expectativas de los escribas, ni del pueblo, porque se caía en la tentación de sustituir a Dios y adherirse a un ídolo. El centro y fin de la acción mesiánica es el Reino de Dios.

  3. “El mismo David le llama Señor” (v. 37). Si es David quien llama “Señor” al Mesías, este no puede, entonces, ser el Hijo de David. El paralelismo es interesante. Así como los contemporáneos de Jesús debían aprender que el Mesías es mucho más que el Hijo de David, también las comunidades pospascuales deben aprender que Jesús es mucho más que el Mesías, y que su mesianismo no encuentra su fundamento en el hecho de ser el Hijo de David, sino en ser Hijo de Dios y Ungido por el Espíritu de su Padre64. Aún más, desde esta filiación íntima, los evangelistas comprenden que en Jesús se relativizan los títulos de honor y de poder con los que se pretenda sustituir a Dios.

Queda claro que para Jesús –y así lo recordó la tradición pospascual– el mesianismo no es lo que define su filiación, su ser ni su vocación, sino al revés. Es la relación filial la que dirige su misión y va moldeando su vocación y estilo mesiánico. Esta experiencia constituyente de su modo de ser lo va impulsando a entregar día a día la totalidad de su humanidad a los demás con las únicas armas que humanizan: las de su propia corporeidad histórica (Col 2,9), que se expresa en gestos que sanan (banquetes y milagros), palabras que atraen (parábolas y dichos), acciones que liberan (exorcismos) y miradas que reconcilian (compasión).

El mesianismo asuntivo de Jesús supera los modelos restauracionistas de corte nacionalista y teocrático esperados por muchos en el siglo I, pero no se deslinda de la denuncia de la opresión que existía. Él exhibe la praxis de otra lógica del poder que no se caracteriza por ser símbolo de fuerza e imposición, sino de reconciliación y rehabilitación de lo humano65.

Comprender esta nueva lógica exige rechazar lo que Natanael reconoció: que el mesianismo de Jesús representaría un cumplimiento de la Ley y los profetas, antes que un movimiento del Espíritu, como Jesús les había dicho a los escribas (1Jn 1,45); que el Mesías era el rey de Israel (Jn 1,49) y no “uno” más como “un” Hijo del Hombre (Jn 1,51). El mesianismo asuntivo de Jesús es claro: la vida se asume con sus consecuencias, en la interdependencia humana en que se desenvuelve.

El deber sufrir o morir no son hechos que Dios quiera sino consecuencias de un estilo de vida profético (Lc 24,25-26) mediante el cual se asume al otro, al que nadie quiere, y se carga con él para liberarlo y devolverle el sentido de ser sujeto en la sociedad. El mesianismo de Jesús representa una nueva humanidad que se ofrece como paradigma y modelo a seguir, cuya dimensión corporativa atraía sobremanera a los excluidos y olvidados por la sociedad, a la vez que provocaba el rechazo de los que representaban al poder religioso.

La recuperación de la memoria del título, con todas sus implicaciones para la vida social, es fundamental para que el cristianismo no olvide su talante profético y su carácter encarnatorio; también para que el discernimiento de la correlación entre los medios y los fines sea un criterio transversal que anime el quehacer político del cristiano, porque seguimos a Jesús de Nazaret, el Mesías-Hijo.

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*Artículo de investigación.

1Mowinckel, He that Cometh, 8.

2Collins, The Scepter and the Star. Messianism in the Light of the Dead Sea Scrolls, 12.

3 Ídem, ‘“He Shall Not Judge by What his Eyes See’: Messianic Authority in the Dead Sea Scrolls”, 146.

4Coppens, Le messianisme royal. Ses origines. Son développement. Son accomplissement, 13.

5Klausner, The Messianic Idea in Israel: from Its Beginning to the Completion of the Mishnah, 9.

6Hanson, “Messiahs and Messianic Figures in Proto-Apocalypticism”, 75.

7Coppens, Le messianisme royal. Ses origines. Son développement. Son accomplissement, 228.

8Murphy, The Religious World of Jesus. An Introduction to Second Temple Palestinian Judaism, 337.

9Fitzmyer, The One Who is to Come, 10.

10McCarthy, “II Samuel and the Structure of the Deutoronomic History”, 133.

11Ver a Schniedewind, Society and the Promise to David. The Reception History of 2Samuel 7, 1-17, 132-134.

12Yarbro y Collins, King and Messiah as Son of God: Divine, Human and Angelic Messianic Figures in Biblical and Related Literature, 29.

13Ibíd., 47.

14Ollenburger, Zion: the City of the Great King. A Theological Symbol of the Jerusalem Cult, 59-60. El término connota tanto la ideología davídica como el sentido glorioso de la realeza divina, simbolizando al gran Israel y su centralidad en el culto y dominio de la tierra. Aunque la tradición davídica y la de Sión tienen origen diferente, también encuentran puntos comunes en torno al Templo, el culto y el poder político como consecuencia del Reinado de Yahveh, por lo que se implican mutuamente. De ahí se entiende que Jesús no haya optado por ellas (ibíd.).

15Yarbro y Collins, King and Messiah as Son of God: Divine, Human and Angelic Messianic Figures in Biblical and Related Literature, 22.

16 Schniedewind, Society and the Promise to David. The Reception History of 2 Samuel 7,1-17, 28.

17Sicre, De David al Mesías, 69.

18“…the Israelites’ attitude to their king is most characteristically expressed in the term used of his relation to Yahweh, Yahweffs Anointed. Anointing was an act which first and foremost ratified the king’s status as the chosen of Yahweh, and as duly installed” (Mowinckel, He that Cometh, 63).

19Ibíd., 65.

20Roberts, “The Old Testament’s Contribution to Messianic Expectations”, 42.

21Sacchi, Historia del judaísmo en la época del segundo Templo, 81; 406-407.

22Bird, Are You the One Who Is to Come? The Historical Jesus and the Messianic Question, 46; 47.

23Freyne, Galilee and Gospel, 243. “These two different strands, the one based on the expectation of a militant messiah, the other more passive, relying on God’s protective care for Israel, stand in some tension with each other, though clearly the former is dependent on the latter, since all the messiahs of whatever hue are God’s anointed.”

24Sacchi, Historia del Judaísmo en la época del segundo Templo, 419.

25Sacchi, “Le figure messianiche del secondo Tempio e il Figlio dell’Uomo”, 83.

26Charlesworth, “The Concept of the Messiah in the Pseudoepigrapha”. En Aufstieg und Niedergang der römischen Welt, 206.

27Sicre, De David al Mesías, 374.

28Vanderkam, “Righteous One, Messiah, Chosen One, and Son of Man in 1 Enoch 37-71”, 186.

29 Ibíd., 191.

30Starky, “Les quatre etapes du messianisme à Qumran”, 481-505.

31Ibíd.

32Brown, “The Messianism of Qumran”, 53-82; ver ídem, “J. Starcky’s Theory of Qumran Messianic Development”, 51-57.

33Higgins, “Priest and Messiah”, 330. También se recomienda su artículo “The Priestly Messiah”, 211-239.

34Vawter, “Levitical Messianism and the New Testament”, 94.

35Collins, The Scepter and the Star. Messianism in the Light of the Dead Sea Scrolls, 80; 92.

36Sanders, Judaism. Practice and Belief: 63 BCE - 66 CE, 297.

37Hurst, “Did Qumran Expect Two Messiahs?”, 180.

38Ibíd., 158.

39Knohl, El Mesías antes de Jesús. El siervo sufriente de los manuscritos del Mar Muerto, 23.

40Moyise y Menken (eds.), Isaiah in the New Testament: The New Testament and the Scriptures of Israel, 31-32.

41Hooker, “Did the Use of Isaiah 53 to Interpret his Mission Begin with Jesus?”, 97.

42Meynet, “Le quatrième chant du serviteur. Is 52,13-53,12”, 421.

43Ibíd., 421.

44Wright, “The Servant and Jesus: The Relevance of the Colloquy for the Current Quest for Jesus”, 290-292.

45 Ídem, The New Testament and the People of God, 320.

46Fabry y Scholtissek, O Messias, 26.

47 Emerton, “The Origin of the Son of Man Imagery”, 225-242.

48Casey, Son of Man: The Interpretation and Influence of Daniel 7, 85.

49Mateos y Camacho, El Hijo del Hombre. Hacia la plenitud humana, 108

50O’Neill, Who Did Jesus Think He Was?, 117-119.

51Wrede, Das Messiasgeheimnis in den Evangelien; Bultmann, Teología del Nuevo Testamento; Vermes, Jesus, the Jew. A Historian’s Reading of the Golpel. Para estos autores, la fe en un Mesías que sufre y muere no se encuentra en el judaísmo del siglo I.

52 Dunn, Jesús y el Espíritu, 81-121.

53Luciani, “El discernimiento de Jesús como pobre de Yahveh e hijo de la tierra”, 421-447.

54Higgins, The Son of Man in the Teaching of Jesus.

55Charlesworth, “From Messianology to Christology: Problems and Prospects”, 3-35.

56Brown, The Death of the Messiah: From Gethsemane to the Grave, I, 514. [Esp. La muerte del Mesías, I, 619].

57Bultmann, Teología del Nuevo Testamento, 70. Este autor afirma que la “interpretación mesiánica de Is 55 se encuentra por vez primera en la comunidad cristiana” (ibíd.). Es necesario aclarar que una cosa es que el estilo, la praxis e incluso las palabras de Jesús sintonizaran con esta visión, que luego será ampliada por la comunidad pospascual, y otra que Jesús no tuviera que ver en su elaboración, o que se trate solo de un estrato de la tradición pospascual sin base histórica en la vida de Jesús. Es algo que la presente investigación no comparte, en sintonía con el consenso alcanzado entre la mayoría de los investigadores actuales.

58Theissen, Sociology of Early Palestinian Christianity, 25.

59Tödt, Der Menschensohn in der synoptischen überlieferung, 185.

60Leivestad, “Exit the Apocalyptic Son of Man”, 266.

61 Mateos y Camacho, El Hijo del Hombre. Hacia la plenitud humana, 163.

62Horbury, “The Messianic Associations of the ‘Son of Man’”, 47.

63Cullmann, The Christology of the New Testament, 133.

64Novakovic, Messiah, the Healer of the Sick, 62-63.

65Algunas de las oposiciones más fuertes a esta lógica de un poder que se contradice en la fragilidad humana no venían de los que gobernaban los centros de poder, sino de quienes los anhelaban. Es el caso de Pedro (Mc 8,29-30; 32-33), quien aun escuchando y viendo a Jesús diariamente, no podía entender por qué este insistía en presentarse como alguien sin aspiraciones políticas o religiosas, y apenas se autodesignaba como “uno más” entre los hombres, uno que “no tenía ni dónde reclinar la cabeza” (Mt 8,20) y que “debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado” (Mc 8,31).

Recibido: 13 de Marzo de 2017; Aprobado: 12 de Diciembre de 2017

aAutor de correspondencia. Correo electrónico: lucianir@bc.edu

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