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Revista Facultad Nacional de Salud Pública

Print version ISSN 0120-386XOn-line version ISSN 2256-3334

Rev. Fac. Nac. Salud Pública vol.25 no.2 Medellín July/Dec. 2007

 

Filosofía de la salud pública1

Héctor Abad Gómez
Médico Colombiano. Magister en Salud Pública ,fundador de la Escuela Nacional de Salud Pública de la Universidad de Antioquia, profesor universitario, escritor y líder político al servicio de la defensa de los derechos humanos. Asesinado en Medellín Colombia el 25 de agosto de 1987.


Abad H. Filosofía de la salud pública. Rev. Fac. Nac. Salud Pública. 2007; 25 (2): 8-12

Hemos visto que la salud pública es, en esencia, una ética social. Una nueva ética social. Es la manera como concebimos la función de la medicina en la sociedad. Es la ética de los que creemos que la medicina debe ser para el servicio de todos los seres humanos de una comunidad y de todas las comunidades humanas, y no solamente para los que pueden tener acceso a ella, por sus conocimientos, su posición económica, geográfica, política, social, religiosa, racial o ideológica. Es la ética de los que actuamos para que dicha creencia se traduzca en acción, por medio de la aplicación científica y técnica de la disciplina “salud pública”.

Una vez estemos convencidos de que esto debe ser así, de que éste es un imperativo moral categórico para todos los médicos y para todos los trabajadores de la salud, y de que esto no sucede a pesar de nuestros deseos y acción, debemos averiguar cuáles son las causas de que tal resultado no se produzca. Ya hemos visto que la causa primordial de que la teoría no se convierta en práctica es, esencialmente, la actual organización socioeconómica del mundo. No es falta de conocimientos científicos o de conocimientos técnicos organizativos lo que impide que todos los habitantes del mundo reciban los mismos servicios de salud. Son los factores de dependencia económica, de ignorancia y las grandes diferencias en la productividad de los distintos grupos humanos lo que condiciona, primordialmente, las diferencias en los servicios de salud que reciben. Hagamos, primero, una pregunta fundamental. ¿Es la salud un derecho humano básico?

Esto ha sido reconocido por todos los gobiernos, en los últimos 20 años, al asociarse a la Organización Mundial de la Salud, agencia especializada de las Naciones Unidas. Pero este es un derecho que se aplica muy deficientemente, en la práctica, para la gran mayoría de los seres humanos que actualmente habitan la Tierra. ¿Cuál es uno de los objetivos primordiales de la medicina y de la salud pública? Evitar el sufrimiento humano. ¿Lo estamos logrando? Es evidente que no. ¿Por qué? Porque el mundo no tiene un objetivo común. Porque predomina el egocentrismo, el grupocentrismo y el nacionalcentrismo. Porque no se ha logrado una filosofía común, una ética humana común, que ponga el bienestar del hombre, de todos los hombres, por encima de toda otra consideración. ¿Se está avanzando hacia esa ética común? Pareciera que sí. Las comunicaciones, la ciencia, la técnica, la educación nos hacen cada vez más cercanos —más prójimos— con todos los habitantes del mundo. Pero las nacionalidades, las religiones, las razas, las ideologías dividen. La ciencia y la técnica unen. La ciencia y la técnica, al servicio de una sola nación o grupo de naciones, o solo al servicio de algunos grupos humanos, o no más que al servicio de los que pueden producir, y por lo tanto pagar por recibir los beneficios de esta ciencia y de esta técnica, no son suficientes.

La salud pública —como todas las ciencias y como todas las técnicas— no puede ser neutral, ni ética ni políticamente. Los científicos y los técnicos, como seres humanos que somos, no podemos ser neutrales. Cada uno de nosotros debe poder decidir, libremente, en favor de quienes realizamos nuestros estudios y trabajos científicos o aplicamos nuestros conocimientos técnicos. Debemos investigar si en realidad hemos adoptado una ética social clara y cuáles son las circunstancias y factores, condicionantes o determinantes que hacen que nuestros deseos personales no puedan ser aplicados en la práctica. Debemos investigar —en resumen— por qué hay cosas que suceden, de manera distinta, a lo que pareciera ser la voluntad humana general. Nos encontramos con distintas teorías e hipótesis, que han venido enunciándose a través de nuestros primeros 5.000 años de historia, las cuales son apenas un momento, comparados con los dos millones de años, en los que parece que hayan estado apareciendo y desapareciendo distintas especies de homínidos, en diferentes lugares de la Tierra. Los homínidos terráqueos han aparecido también, comparativamente, en un muy reciente momento de la larga historia biológica y geológica de nuestro planeta. La evolución cultural que ha estado experimentando el ser humano, en los últimos 30.000 años de la especie Homo sapiens, apenas ha venido siendo estudiada con seriedad científica, por los griegos, unos 600 años antes de Cristo y por grupos humanos, como los árabes y los chinos, en distintas épocas de la historia. últimamente en todas las universidades e institutos científicos de los cinco continentes, se estudia, con interés y utilizando una metodología científica, esta evolución. Sabemos muchas cosas sobre las distintas organizaciones sociales, de muchos grupos humanos. Sin embargo, la llamada ciencia natural, aplicada al estudio de comunidades humanas, por tener que estudiar tal cúmulo de variables se hace compleja y difícil y ha dado origen a un gran número de concepciones simplistas, de las cuales, apenas ahora, estamos empezando a salir. La creencia en la multicausalidad de fenómenos tan complejos y en la posibilidad de un estudio ordenado de los factores condicionantes y determinantes —que influyen en la producción de los fenómenos sociales— ha dado origen a una nueva disciplina científica, la epidemiología.

La epidemiología trata de aplicar el método científico al estudio de la enfermedad, no ya como fenómeno individual, que es el campo de la medicina, sino como fenómeno social, que es el campo de la salud pública. Con este método epidemiológico, la salud pública ha obtenido extraordinarios éxitos científicos, al descubrir las causas de las enfermedades, y extraordinarios éxitos técnicos, al aplicar los procedimientos terapéuticos o preventivos, en un determinado sentido.

Desde el Dr. Snow, quien descubrió, por el método epidemiológico, la causa del cólera en Londres en el siglo pasado, hasta la erradicación masiva de la malaria o paludismo, en los dos últimos decenios, en países enteros como Venezuela, la epidemiología y la administración sanitaria —partes esenciales de la ciencia y la técnica de la salud pública— han demostrado, sin lugar a ninguna duda, su eficiencia. La salud pública, en una u otra forma, o por lo menos en sus niveles más elementales: primeros auxilios, vacunaciones, saneamiento ambiental, se está aplicando actualmente a los habitantes de toda la superficie terrestre. Esto, junto con otros factores de adelanto técnico y científico, en producción de alimentos, por ejemplo, disminución de la mortalidad infantil, aumento del promedio de vida humana y, por lo tanto, crecimiento demográfico general de casi 2% anual, que constituye el mayor crecimiento presentado en todo el curso de la historia. En otros campos, ha traído, además, las posibilidades de guerras de tipo atómico, bacteriológico, viral, toxicológico, y nuevos problemas, como la explosión demográfica y la contaminación ambiental. La contaminación, con la explosión científica y tecnológica en la producción de toda clase de artículos nuevos, se presenta en los tres ambientes: terrestre, acuático y atmosférico. Este último es el mayor peligro potencial del presente, por la destrucción de las condiciones naturales que han procurado una vida humana satisfactoria.

Tenemos, pues, a la ciencia y a la tecnología, amorales, desarrollándose tan extraordinariamente, que la humanidad podría compararse con un inmenso y monstruoso animal con llagas y monstruosidades en todo su cuerpo, con algunos sectores relativamente sanos, con ganglios nerviosos de distinto tipo, tamaño y categoría, en los más variados lugares, sin columna vertebral general, y con un diminuto cerebro, la ONU, que hace pocos días aumentó un poco, con la entrada de los representantes de una quinta parte de la humanidad, que habían estado excluidos de ella, por factores políticos, desde hacía 22 años. Si la humanidad aspira a no convertirse en la colonia animal de mayor o más espantoso deterioro potencial y con la mayor, más trágica y larga agonía y sufrimiento —no debemos olvidar que cada ser humano tiene mayor capacidad de sufrimiento que cualquiera de los otros animales que nos han precedido en el uso y el abuso de la biosfera— va a tener que comportarse de diferente manera de como lo ha hecho hasta ahora.

El peligro, como dice Jules Dubós, no es la extinción de la raza humana, suceso que de todas maneras llegará; el peligro, el enorme peligro a que estamos abocados hoy en día todos los seres humanos y nuestros próximos y remotos descendientes, es el deterioro de la vida humana, no su extinción, que será lo de menos. Ante este potencial e inminente peligro, la disciplina científica y técnica que hemos llamado salud pública, no puede permanecer indiferente. Tiene que tomar, como ya se ha dicho, algún partido ético y político. Tiene que definirse, sobre lo que se proponga hacer y para qué, en conjunto con las otras disciplinas de la cultura humana, con las otras ciencias, con las distintas filosofías, con las viejas y nuevas concepciones de los valores humanos. Esto es lo que actualmente preocupa a los hombres pensantes de la humanidad. Pero la humanidad se ha dividido en varios campos. ¿En cuál de ellos estamos nosotros?


El papel de la educación

Ustedes saben las divisiones nacionales, políticas, económicas, geográficas, religiosas e ideológicas en que el mundo está dividido. Los campos de la educación universitaria son el científico, el técnico superior, el estético, el humanístico y el filosófico (dentro del cual, fundamentalmente, está el ético, es decir, el que se refiere a la conducta humana). Pero la universidad, como institución, no puede tener una ideología, una política o una religión determinada, sino que debe tener, como su mismo nombre lo indica, aspiraciones universales, fundamentalmente de carácter científico y ético.

Es obvio que las aspiraciones de la Universidad de Antioquia y de todos sus profesores, deberían ser hacia el mayor conocimiento y comprensión posibles de la naturaleza de las cosas y de sus relaciones, de la naturaleza del hombre y de sus relaciones y de la naturaleza de las comunidades humanas y de sus relaciones, primordialmente en la región y el país en que está localizada geográficamente la Universidad. Enfocando este mayor conocimiento hacia el servicio de todos los seres humanos que habitan en dicha región geográfica, lo cual es, esencialmente —se repite— una aspiración ética fundamental. Si la educación se pone al servicio de solo algunos sectores de la población antioqueña o colombiana, no estaría cumpliendo su misión ética esencial.

No se puede poner tampoco al servicio de ninguna ideología, ni de ningún partido político, pero tampoco al servicio de la ciencia o de la técnica, por sí misma, sin pensar para qué se van a emplear esta técnica y aquella ciencia. La libertad de pensamiento y la posibilidad de expresión de tal pensamiento por parte de profesores y de estudiantes, es un derecho que ha sido duramente conquistado a través de la historia de la educación, por millares de seres humanos, derecho que debemos conservar. Espero —a pesar de las circunstancias por las que atravesamos— que esta libertad pueda conservarse aquí. La historia demuestra que la conservación de este derecho requiere esfuerzos constantes, ocasionales luchas y aun, a veces, sacrificios personales.

A todo esto hemos estado dispuestos, por muchos años, permanecemos dispuestos ahora y permaneceremos dispuestos en el futuro, muchos profesores de aquí y de todos los lugares de la Tierra. Tanto profesores como estudiantes deben conservar también el derecho a cambiar las convicciones que en cualquier campo hayan adquirido o vayan adquiriendo, a medida que conozcan, estudien, mediten y experimenten más y mejor. Pero ninguno tiene derecho de imponer estas convicciones a nadie, por métodos distintos al diálogo científico, abierto o inteligente, con entera libertad de expresión para todas y cada una de las partes. La violencia, los gritos, la emocionalidad, los lemas repetidos, la manipulación de la propaganda, las mentiras, las calumnias, la fuerza física, la apelación a los instintos primarios de grupos humanos masificados, no son métodos admisibles en una universidad. Cualquier fin, por más alto y mejor que sea o que parezca, no justifica la adopción de medidas, de métodos o de medios, que no sean racionales, y que no se ciñan a una ética racional, humanística y científica. El más alto valor a que deben aspirar los seres humanos, los grupos humanos y las sociedades humanas es el valor ético. La salud pública, además de ser una ciencia y una técnica y aun, a veces, un arte, que estudia y aplica las medidas que se consideren acertadas para que cada ser humano nazca, crezca y muera dentro de una sociedad que le permita desarrollar su máxima potencialidad biológica y espiritual, libre de enfermedades, de temores y de sufrimientos evitables, es fundamentalmente —repetimos— una ética social. Aspira al “mayor bienestar físico, mental y social” de todos los seres humanos que habitan y habitarán la Tierra en el futuro. Las condiciones de vida de los presentes y futuros grupos humanos dependerán de la racionalidad o irracionalidad del comportamiento de los grupos humanos, en nuestro hábitat fundamental que es la Tierra, y del comportamiento con nosotros mismos y con los demás.

La alternativa va siendo cada vez más clara: o nos comportamos como animales inteligentes y racionales, respetando la naturaleza y acelerando en lo posible nuestro incipiente proceso de humanización o la calidad de la vida humana se deteriora. Sobre la racionalidad de los grupos humanos empezamos algunos a tener ciertas dudas. Pero si no nos comportamos racionalmente, sufriremos la misma suerte de anteriores desgraciadas y estúpidas especies animales, de cuyo proceso de extinción y sufrimiento nos quedan apenas restos fósiles. Las especies que no cambian biológica, ecológica o socialmente, cuando cambia su hábitat biológico, ecológico o social, están llamadas a perecer después de un período de inenarrables sufrimientos. Lo mismo ha ocurrido y parece que empezará a suceder a muchas sociedades y a muchas instituciones humanas. El período en que vivimos, evidentemente, es un período de transición. ¿Hacia qué? ¿Hacia el progreso y una vida mejor o hacia el deterioro de esta misma vida humana, por el deterioro de su hábitat y de su cultura?

Nadie puede garantizamos que el proceso de cambio acelerado, de crisis, en el que estamos viviendo, sea ascendente o descendente. Hay suficientes signos, en el presente, para la posibilidad de cualquiera de estas dos alternativas. De lo que aspiremos y hagamos ahora dependerá el porvenir. La responsabilidad de lo que pase, descansa, en estos momentos, sobre todos y cada uno de los habitantes de la Tierra; sobre su capacidad, su convicción y su valor, para actuar racionalmente. Cada uno de nosotros, en todas nuestras acciones, tiene que escoger: la vida es una sucesión constante de decisiones, entre varias alternativas. De la sabiduría que todos los seres humanos, en todos los lugares de la Tierra, vayamos adquiriendo, para saber decidir correctamente, depende el futuro de la especie humana. De lo que pueda suceder en uno o en otro sentido, cada uno de nosotros es, individual y colectivamente, responsable, por acción o por omisión.


El significado de la vida humana

En la escuela de medicina aprendemos mucho sobre las vidas de los parásitos, de las bacterias y de los hongos y muy poco sobre la vida de los hombres, sujetos a quienes nos hemos dedicado a salvar sin preguntamos por qué ni para qué. Asumimos que toda vida humana es valiosa y creemos contribuir al bienestar humano general, salvando la mayor cantidad de vidas que podamos y previniendo toda muerte prevenible. ¿Qué hemos conseguido con esto? Aumentar la cantidad de vidas humanas, sin preguntamos su calidad. Ya es tiempo de que los médicos dejemos la vieja dicotomía que consiste en creer que siempre la vida es buena y la muerte es mala y la reemplacemos por un análisis más científico y a fondo del problema vida-muerte humanas, para que tengamos más clara nuestra tarea. No debemos seguir creyendo que nuestra misión es salvar vidas, sino que debemos integramos dentro de una concepción más amplia de nuestro mundo y mirar el problema desde un punto de vista más general y social.

¿Cuál es el significado de la vida humana sobre la Tierra? ¿Para qué vivimos? He aquí dos preguntas básicas, que debemos saber contestar antes de seguir viviendo y actuando, inconsciente o ciegamente, como agentes de la vida humana porque sí, como defensores de la vida por sí misma.

¿Tiene la vida un valor en sí misma o depende dicho valor de la clase de vida que logremos vivir? ¿Deberemos ser agentes de la vida, de cualquier clase de vida, o solamente de un tipo de vida que consideremos ideal? ¿Cuál sería este tipo de vida? He aquí otra pregunta fundamental.

Digamos, de una vez por todas, que consideramos a todo ser humano vivo, como el máximo valor sobre la faz de la Tierra. La conservación de su vida, pero no de una vida cualquiera, sino de la mejor vida posible para él, es la empresa más importante a que una sociedad debe dedicarse. Esto significa que toda sociedad debe asegurar1e a todos sus individuos salud, alimentación, dignidad, decoro, en una palabra, bienestar físico, mental y social. Todo ser humano, desde el momento de su concepción, debe ser sagrado para el médico. Esta noción tradicional debemos conservarla, si no queremos perdernos por los peligrosos vericuetos del crimen. Lo que debemos reconsiderar es si toda clase de vida vale la pena vivirla o no. Esta es una decisión, obviamente, que cada ser humano debe hacer. Y aunque de hecho se hacen discriminaciones, esto se debe más al tipo de sociedad en donde vive el médico, que a su propia escogencia o voluntad. En una sociedad capitalista, por ejemplo, la salud es una mercancía que se compra con dinero y quienes no lo tienen, se tienen que contentar con atención de segundo orden o con ninguna atención a su salud. En una sociedad de tipo socialista la salud, como todos los demás bienes, se reparte más igualitariamente.

El costo de los elementos materiales de que está compuesto un ser humano se ha valorado en unos 14 dólares. Sin embargo, cuando un ser humano se muere, la pérdida es mucho mayor. El valor espiritual de su pérdida casi que se diría que no puede medirse. ¿Qué potencialidades se pierden en la muerte de un niño o de una persona joven? ¿O de una persona madura en su plena actividad física y mental? ¿Valen lo mismo todas las personas?

Teóricamente, todos los seres humanos son iguales, pero en la práctica esto no es verdad. Este es un hecho real que tiene que aceptarse sin discusión posible. El punto importante aquí es cómo tratar de reducir lo más posible estas desigualdades biológicas, sociales y naturales, que si es verdad que de hecho se presentan, muchas son el resultado de condiciones sociales que pueden cambiarse. Cuando la educación y la salud, por ejemplo, se presta en igual medida, cantidad, calidad e intensidad, a todas las personas, sin ningún distingo, lo que se está haciendo es tratando de superar las diferencias naturales biológicas, que muchas veces se reflejan en el campo social, dando origen a extremas desigualdades humanas —entre el genio y el idiota, por ejemplo— las cuales pueden atenuarse y disminuirse, proporcionando a todos las mismas circunstancias básicas ambientales, culturales y sociales. Esto haría menos duro y lograría reducir, al menos en parte, este estado de desigualdad social que hoy se presenta y sigue produciéndose en la gran mayoría de sociedades humanas. ¿Hay algún remedio para esto? Es evidente que sí. Ya lo hemos dicho. Una sociedad humana que aspira a ser justa tiene que suministrar las mismas oportunidades de ambiente físico, cultural y social a todos y cada uno de sus componentes. Si no lo hace, estará creando desigualdades artificiales. Son muy distintos los ambientes físicos, culturales y sociales en que nacen, por ejemplo, los niños de los ricos y los niños de los pobres, en Colombia. Los primeros nacen en casas limpias, con buenos servicios, con biblioteca, recreación y música. Los segundos nacen en tugurios, o en casas sin servicios higiénicos, en barrios sin juegos ni escuelas, ni servicios médicos. Los unos van a lujosos consultorios particulares, los otros a hacinados centros de salud. Los primeros a escuelas excelentes, los segundos a escuelas miserables. ¿Se les está dando así, entonces, las mismas oportunidades? Todo lo contrario. Desde el momento de nacer se los está colocando en condiciones desiguales e injustas. Aun desde antes de nacer, en relación con la comida que consumen sus madres, ya empiezan su vida intrauterina en condiciones de inferioridad. En el Hospital San Vicente de Paúl hemos pesado y medido grupos de niños que nacen en el pabellón de pensionados (familias que pueden pagar sus servicios) y en el llamado pabellón de caridad (familias que pueden pagar muy poco o nada por estos servicios) y hemos encontrado que el promedio de peso y talla al nacer es mucho mayor (estadísticamente significativo) entre los niños de pensionado que entre los niños de caridad. Lo que significa que desde el nacimiento nacen desiguales. Y no por factores biológicos, sino por factores sociales (condiciones de vida: desempleo, hambre) en las familias de los pobres, distintas a las condiciones en que viven las familias de los ricos. Estas son verdades irrefutables y evidentes que nadie puede negar.

¿Por qué nos empeñamos entonces —negando estas realidades— en conservar tal situación? Porque el egoísmo y la indiferencia son características de los ciegos ante la evidencia y de los satisfechos con sus condiciones buenas y que niegan las condiciones malas de los demás. No quieren ver lo que está a la vista, para así mantener su situación de privilegio, en todos los campos. Esta es la situación colombiana en el momento actual —enero de 1973— Y todas las cifras e índices de medición social —los llamados indicadores sociales— así lo revelan claramente. ¿Qué hacer ante esta situación? ¿A quienes les corresponde actuar? Es obvio que los que deberán actuar son los afectados perjudicialmente por ella. Pero casi siempre, ellos, en medio de sus necesidades, angustias y tragedias, no son conscientes de esta situación objetiva, no la internalizan, no la hacen subjetiva.

Aunque parezca paradójico —pero esto ha sido históricamente así— son algunos de los que la vida ha colocado en condiciones aceptables, los que han tenido que despertar a los oprimidos y explotados para que reaccionen y trabajen por cambiar las condiciones de injusticia que los afectan desfavorablemente. Así se han producido cambios de importancia en las condiciones de vida de los habitantes de muchos países y estamos ciertamente viviendo una etapa histórica en la cual en todos ellos hay grupos de personas —éticamente superiores— que no aceptan como una cosa natural que estas situaciones de desigualdad y de injusticia perduren. Su lucha contra lo establecido es una lucha dura y peligrosa. Tiene que afrontar la rabia y desazón de los grupos más poderosos política y económicamente. Tiene que afrontar consecuencias, aún en contra de su tranquilidad y de sus mismas posibilidades; en contra de alcanzar el llamado éxito en la sociedad establecida. Pero hay una fuerza interior que los impele a trabajar en favor de los que necesitan su ayuda. Para muchos, esa fuerza se constituye en la razón de su vida. Esa lucha le da significado a su vida. Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo. Vivir simplemente para gozar, es una legítima ambición animal. Pero para el ser humano, para el Homo sapiens, es contentarse con muy poco. Para distinguirnos de los demás animales, para justificar nuestro paso por la Tierra, hay que ambicionar metas superiores al solo goce de la vida. La fijación de metas distingue y caracteriza a unos hombres de otros.

Y aquí lo más importante no es alcanzar dichas metas, sino luchar por ellas. Todos no podemos ser protagonistas de la historia. La humanidad, como un todo, es la verdadera protagonista y hacedora de la historia. Como células que somos de este gran cuerpo universal humano, somos sin embargo conscientes de que cada uno de nosotros puede hacer algo para mejorar el mundo en que vivimos y en el que vivirán los que nos sigan. Debemos trabajar para el presente y para el futuro, y esto nos traerá mayor gozo que el simple disfrute de los bienes materiales. Saber que estamos contribuyendo a hacer un mundo mejor, debe ser la máxima de las aspiraciones humanas. Cada cual haciendo la parte que cree hacer mejor.

En un proceso al Homo sapiens que se siguió recientemente en una ciudad estadounidense, éste fue condenado por las estupideces que ha hecho hasta ahora, aun a veces con las mejores de las intenciones: la polución ambiental, la explosión demográfica, las guerras, el fanatismo y el odio, todo dentro de una civilización individualista y materialista, han sido el resultado hasta hoy de las actividades del hombre sobre la faz del mundo. Pero estamos reconociendo que nos hemos equivocado y que andamos por un camino que nos conducirá al desastre, es decir, hacia el deterioro de la calidad de la vida humana, hacia mayores sufrimientos y desesperanzas. La lucha por una vida mejor para todo el mundo apenas empieza en la todavía corta historia de la humanidad. Antes las preocupaciones eran otras. Se reducían a preocupaciones egoístas, de familia, de clan o de parroquia. Si mucho, a preocupaciones nacionales. En este momento, en la era de las comunicaciones y del intercambio mundial, las preocupaciones de los mejores hombres en todo el mundo se hacen cada vez más universales. Se ecumenizan y catolizan. Esta es la gran esperanza para la humanidad del presente y del futuro. Grupos de hombres cada vez crecientes, en las universidades y escuelas de la Tierra, en las organizaciones técnicas y humanitarias de las Naciones Unidas y de diversas organizaciones filantrópicas, personas dedicadas al cultivo del intelecto y de las ideas de paz y de justicia, en los talleres y en los campos, en asociaciones y en sindicatos, van sintiendo que pueden ayudar al bienestar de todos los seres humanos, sin distinciones de raza, religión o nacionalidad. Estas personas sienten que tienen una misión que deben cumplir. Saben que el mundo nunca llegará a la utopía. Saben que nunca se podrá dejar de trabajar para siquiera acercarse, un poco más que ahora, al cumplimiento de ideales superiores. Pero van pasando la antorcha y la bandera a las generaciones sucesivas, con la esperanza de que cada vez sean mayores la igualdad, la justicia, la libertad, el amor entre los hombres. Eso, repito, les da significado a sus vidas.

1 Capítulo del libro Héctor Abad Gómez. Teoría y práctica de salud pública. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia; 1987

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