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Revista Facultad Nacional de Salud Pública

Print version ISSN 0120-386X

Rev. Fac. Nac. Salud Pública vol.29 no.1 Medellín Jan./Apr. 2011

 

REVISION DE TEMA

La salud pública como ciencia social: reflexiones en torno a las posibilidades de una salud pública comprensiva

Public health as a social science: reflections on the possibility of a comprehensive public health



Diego A. Restrepo O1.

1 Docente Investigador, Facultad de Psicología, Universidad CES. Estudiante de doctorado en Salud Pública Facultad Nacional de Salud Pública, Universidad de Antioquia, Medellín-Colombia. Correo electrónico: drestrepo@ces.edu.co




Restrepo DA. La salud pública como ciencia social: reflexiones en torno a las condiciones de posibilidad de una salud pública comprensiva. Rev. Fac. Nac. Salud Pública 2011; 29(1): 94-102.

RESUMEN

Las estrechas relaciones históricas entre la medicina y la salud pública han tenido como consecuencia, para esta última, la herencia de rasgos epistemológicos propios de la concepción positivista de la ciencia en la que se ha apoyado gran parte de los desarrollos teóricos de la medicina moderna. Desde este referente ontológico, epistemológico y metodológico del positivismo, la salud queda reducida a explicaciones determinísticas, lineales, causalistas, que anulan sistemáticamente cualquier referencia al mundo de la vida (Lebenswelt), tanto del investigador como de los “objetos” de la investigación. Las pretensiones de cientificidad de la salud pública se han puesto por encima, incluso, de su compromiso ético y político, ampliando cada vez las brecha entre el conocimiento científico y las condiciones concretas de existencia de los actores sociales y su relación con la salud. El presente trabajo expone algunas reflexiones en torno a las condiciones de posibilidad de un enfoque comprensivo de los problemas de la salud pública a partir de una concepción de la salud como fenómeno social, esto es, como emergente del entramado complejo de relaciones intersubjetivas de los actores sociales, en un horizonte histórico-social particular y con las implicaciones epistemológicas, éticas y políticas de esta perspectiva para la investigación en salud pública.

Palabras clave: salud pública, epistemología, compresión, ciencias sociales

ABSTRACT

Close historic relationships between medicine and public health have implied, as a consequence for the latter, the inheritance of epistemological traits traditionally characteristic of a positivistic conception of science on which a major part of the theoretical development of modern medicine has been supported. From the point of view of this ontological, epistemological and methodological reference of positivism, health has been reduced to deterministic, linear and causalistic explanations that systematically cancel any reference to the lifeworld (Lebenswelt), both for the researcher and for the “objects” of research. The scientific pretensions of public health have become protruding over its political and ethical commitment, even widening the gap between scientific knowledge and the specific conditions of existence of social actors and their relation to health. This paper presents some reflections around the conditions of possibility for a comprehensive approach of public health problems. These reflections are based on a conception of health as a social phenomenon, that is to say, as an emergent element from the complex web of intersubjective relationships among social actors, in a specific social and historic horizon. Epistemological, ethical and political implications of this perspective for research in public health are also discussed.

Key Words: public health, epistemology, comprehension, social sciences


INTRODUCCION

El parentesco histórico entre la medicina y la salud pública ha implicado, para esta última, la herencia de rasgos epistemológicos propios de la medicina moderna, lo cual ha derivado en un intento por abordar los problemas de la salud de las colectividades con base en los mismos presupuestos ontológicos, epistemológicos y metodológicos de las ciencias naturales a partir de los cuales se han estudiado los problemas de la medicina. Esta tradición de pensamiento empírico analítico ingresa en el siglo XIX teniendo como estandarte los sueños de la ilustración, de la mano de la burguesía y con la pretensión de desarrollar un conocimiento que permitiera el dominio de la naturaleza y el progreso material [1].

El positivismo, paradigma dominante en la medicina y en la ciencia moderna, había señalado los criterios de demarcación de lo que se considera digno de la ciencia y los de aquello que solamente ha de considerarse como especulación, poesía o retórica, dejando de lado los problemas que fuesen irreductibles a enunciados susceptibles de medición y control experimental. Bajo esta égida, la medicina moderna ha asumido la salud y la enfermedad como fenómenos relativos a un organismo mecánico, ahistórico, analizable y que puede ser explicado mediante leyes que permitan establecer relaciones causa-efecto (erklären). Desde una perspectiva positivista, la salud queda reducida a la enfermedad, a lo individual, al plano de los fenómenos empíricamente observables y a la simplicidad unidimensional de un orden mecánicamente determinado [2].

La salud pública también se ha visto conminada a la adopción del tal modelo para explicar la salud de los colectivos humanos, asumiendo la metáfora del “organismo colectivo”, sometido a un conjunto de factores determinantes a partir de los cuales se puede explicar, predecir y controlar su objeto de estudio. El éxito de la medicina sobre la enfermedad individual generó un ambiente de optimismo que llevó a considerar la posibilidad de fundar una “enfermología social”, denominada salud pública, tratando de explicar la enfermedad colectiva como la suma de las enfermedades individuales, y buscando las causas de la enfermedad que se encuentran por fuera de la máquina corporal, tomando como su campo de investigación y de acción el cálculo del riesgo y la prevención de la enfermedad [3].

A mediados del siglo XIX, se desató la polémica entre las ciencias de la naturaleza y las denominadas “ciencias del espíritu”, impulsada, entre otros, por Wilhem Dilthey, quien se propuso fundamentar la historia y las demás ciencias que se relacionan con el hombre en tanto ser histórico y social. El objeto de las ciencias del espíritu no será entonces aquello externo al hombre (los hechos objetivos), sino el medio en el cual el hombre está inserto [1].

Esta situación configura una nueva “geopolítica” de la ciencia, una organización de sus territorios, atravesados por procesos de colonización, intentos de independencia y toda suerte de luchas y tensiones, en aras de la defensa de la identidad epistémica de cada dominio de cientificidad. No obstante, esta geopolítica de la ciencia solo generó la ampliación de la brecha entre las ciencias y los saberes y la fragmentación de la realidad en objetos de estudio inconexos que imposibilitan abordar fenómenos complejos que vayan más allá de los compartimentos estancos disciplinares.

Si bien esta experiencia de crisis fue inicialmente una característica atribuida a las ciencias sociales y humanas –como la sociología y la psicología, entre otras–, las ciencias naturales también se han visto hoy sacudidas en sus cimientos, y muchas de ellas se encuentran en proceso de revisión y discusión de sus supuestos fundamentales [4].

La salud pública ha enfrentado una lucha particularmente intensa en este proceso de organización de sus “dominios de cientificidad”, dado que sus territorios han sido enérgicamente disputados, sus fronteras difícilmente demarcadas y su carta magna epistémica sumamente borrosa. La salud pública ha erigido sus territorios justo en el lugar donde se abre la brecha entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu y, por ende, en el espacio del globus intellectualis donde los terrenos son más movedizos e inseguros. Al mismo tiempo, el territorio de la salud pública ha sido gobernado por paradigmas en pugna que han ampliado la brecha entre las diversas concepciones del hombre y del mundo en el intento de colonizar el territorio del objeto “salud”. Y mientras las ciencias naturales y las ciencias sociales se disputan la legítima ciudadanía de su objeto de estudio, las condiciones de vida de las personas y los colectivos humanos se hacen cada vez más críticas y la voz de los científicos, cada vez más tímida e inoperante.

Ante la imposibilidad de reducir el conocimiento de las problemáticas de la salud pública a modelos explicativos matemáticos, es fundamental la adopción de aproximaciones comprensivas que hagan posible la recuperación del mundo de la vida como horizonte para el entendimiento de la salud, que se ha difuminado en la objetivación que generan los discursos de la medicina y de la salud pública tradicional [3].

La pregunta por las condiciones de cientificidad de la salud pública no es solamente una cuestión epistemológica, sino, ante todo, un asunto ético y político basado en el insoslayable compromiso con la autorreflexión que permita develar los intereses que subyacen a los procesos de generación de conocimiento y las posibilidades que ofrece dicho conocimiento en la transformación de las realidades sociales que ponen freno al desarrollo individual y social y que afectan las condiciones de salud de los colectivos humanos.

El propósito del presente trabajo es esbozar la posibilidad de una salud pública comprensiva y sus implicaciones epistemológicas, metodológicas y éticas, en la cual la comprensión no se asuma como antinomia de la explicación, sino como alternativa democrática para abordar la salud –desde la investigación y la práctica– como un fenómeno social.


La salud como fenómeno social

La pregunta por el estatuto científico de la salud pública está ligada a la naturaleza de su objeto de estudio. Mientras algunos autores plantean la existencia de una salud pública científica, fundamentada en la existencia de un objeto de estudio definido y de un conjunto de teorías y procedimientos metodológicos para el desarrollo de sus investigaciones [5], otros contradicen dicha posición y afirman que no existe un único objeto de estudio para la salud pública, lo cual se evidencia en la coexistencia de diferentes corrientes (la corriente institucional, la medicina social latinoamericana, la salud colectiva, entre otras), y por lo tanto, sostienen que la salud pública no puede considerarse una disciplina científica autónoma, sino, más bien, como un campo de conocimientos y prácticas transdisciplinarias [6].

Desde la perspectiva kuhntiana de la sociología de la ciencia, la existencia de múltiples objetos de estudio denota un estado de inmadurez, dada la falta de acuerdo sobre la matriz disciplinar y los ejemplares compartidos de una disciplina científica [7]. Si la salud pública pretende ser una ciencia, siguiendo los lineamientos de la sociología de la ciencia de Kuhn, tendría que asegurar la unidad de su objeto de estudio y, además, fundamentar epistemológica y metodológicamente la posibilidad de abordar “científicamente” dicho objeto.

Esta obstinación con el modelo de las ciencias naturales trae consigo al menos una de dos consecuencias para la salud pública: la mutilación de su objeto de estudio y/o la definitiva imposibilidad de constituirse como ciencia. La mutilación del objeto de estudio se refiere al abandono intencional de un conjunto de problemas que no pueden ser abordados siguiendo los fundamentos metodológicos de las ciencias naturales, esto es, aquellos fenómenos de naturaleza semántica que escapan a las posibilidades de medición, control, generalización y predicción. Este proceso de “selección artificial” de sus problemas fundamentales podría llevar a la salud pública a definir con precisión los límites de su objeto de estudio para cumplir con los criterios de demarcación de las ciencias positivas, pero simultáneamente conllevaría a la exclusión un conjunto de problemas fundamentales para la comprensión de la salud pública como fenómeno social y político. No obstante, el compromiso con estos problemas de naturaleza semántica genera sospechas entre quienes mantienen una concepción naturalista de la ciencia y dejan en entredicho la posibilidad afirmar sin titubeos que la salud pública es una “ciencia auténtica”.

Ante esta encrucijada, se hace necesario un replanteamiento del problema que permita superar la defensa a ultranza de un ideal moderno de cientificidad, cada vez más desgastado y debilitado. Dos consideraciones permitirían reencausar el problema: en primer lugar, la salud pública tiene un objeto de estudio que define su campo de saber, pero dicho objeto de estudio es un “objeto plural”; en segundo lugar, la salud pública encuentra nuevas posibilidades de realización en el ámbito de las ciencias sociales para abordar problemas que resultan impensables en el marco de referencia de las ciencias naturales.

Al hablar de “un objeto de estudio plural” no se hace referencia a muchos objetos de estudio, sino a un conjunto de problemas de diversa naturaleza que se encuentran articulados entre sí, no solamente por su relación lógica, sino también por sus relaciones políticas, sociales y éticas. En términos generales, puede afirmarse que el eje articular de los problemas que conforman el ámbito objetual de la salud pública es el conjunto de las condiciones de salud y bienestar de los colectivos poblacionales en cada contexto histórico social particular [8], tomando en consideración tanto las condiciones del mundo objetivo como las condiciones del mundo social y del mundo subjetivo. Es posible, por ejemplo, hacer un análisis epidemiológico para establecer los factores asociados al embarazo en adolescentes de manera “objetiva”, sin que ello anule la posibilidad y la necesidad de abordar el fenómeno desde una perspectiva comprensiva que permita las construcciones de sentido en torno a la vivencia del cuerpo, de la relación con el otro, de la paternidad y la maternidad, entre otros.

Esta pluralidad del objeto de estudio de la salud pública no es un fundamento para afirmar la imposibilidad de constituirse en una disciplina científica, sino que, por el contrario, es un indicador de la complejidad inherente a los fenómenos relacionados con la salud, que no pueden reducirse a una única perspectiva. Y es precisamente en dicha irreductibilidad de la salud al continente natural del globus intellectualis como emerge una nueva posibilidad: la asunción de la salud pública como una ciencia social.

Esta afirmación representa una ruptura con las concepciones médicas de la salud y la enfermedad y se erige sobre el supuesto de que la salud es un fenómeno social. Pensar la salud de este modo implica la apertura a nuevos problemas, el desarrollo de nuevos métodos y nuevas reflexiones éticas y políticas en torno a la investigación. Algunas perspectivas en salud pública, como la salud pública alternativa [3] y la epidemiología crítica [2], han avanzado de manera significativa en esta dirección.

A diferencia de las realidades naturales, que pueden reducirse a explicaciones causalistas, objetivas, de carácter determinista, la realidad social está constituida por el conjunto de todos los objetos culturales e instituciones sociales que dan lugar a la existencia cotidiana de los hombres, que hacen posible la experiencia de un mundo no privado, sino intersubjetivo, común a todos los hombres, lo cual supone la intercomunicación y el lenguaje; en este sentido, el objetivo de las ciencias sociales es alcanzar un conocimiento organizado de dicha realidad social [9]. La salud pública comprensiva requiere comprender la salud desde la vida misma, y no solo desde el cálculo del riesgo que sucede por fuera y antes de que se presente la enfermedad en la máquina corporal [3].

A decir de Schütz, “el mundo de la naturaleza, tal como lo explora el especialista en ciencias naturales, no ‘significa’nada para las moléculas, átomos y electrones. Pero el campo observacional del científico social, la realidad social, tienen significado específico y una estructura de significatividades para los seres humanos que viven, actúan y piensan dentro de él” [9]. Desde la perspectiva de las ciencias naturales, la salud es un fenómeno determinado por condiciones que, estando fuera o dentro del organismo, se encuentran, en todo caso, por fuera del sujeto, es decir, del universo de sentido que construyen los hombres y mujeres en la interacción con dichas condiciones; desde la perspectiva de las ciencias sociales, por el contario, se asume la salud como un fenómeno significativo, que no es externo al hombre, a la cultura y a la sociedad, sino que es constitutivo y constituyente de lo humano, lo cultural y social. La salud, entendida como un fenómeno social, solo puede ser comprendida como una construcción simbólica – de naturaleza lingüística– que emerge en el conjunto de relaciones sociales entre sujetos que, en un contexto histórico particular, comparten unos valores, unos significados y unas prácticas en torno al cuerpo, al bienestar, a la enfermedad, a la vida y a la muerte.


El problema de la comprensión en salud pública

Dentro de la disyunción clásica entre ciencias de la naturaleza y del espíritu, se presentan la explicación y la comprensión como dos polos opuestos e irreconciliables: la explicación constituye la pretensión de dar cuenta del mundo en términos de leyes que establezcan relaciones entre causas y efectos para la predicción y el control de los fenómenos (naturales o sociales), mientras que la comprensión busca el entendimiento del sentido y del significado de las acciones humanas.

Esta distinción está sustentada en la idea de que existen dos “ordenes” de realidad diferentes: el primero –el de la explicación– se refiere a una realidad objetiva, material, determinada por leyes susceptibles de ser expresadas lógicamente, que existe con independencia del sujeto y que constituye el “mundo natural”. Por otra parte, la comprensión remite a un universo construido subjetiva e intersubjetivamente, en el cual la realidad no es otra cosa que un entramado de significados que emerge en las relaciones de los sujetos consigo mismos, con los otros y con las cosas en un contexto histórico determinado.

Esta dicotomía se encuentra hoy tan debilitada como otros de los tantos soportes de la modernidad (cuerpo/ mente, espíritu/materia, cuantitativo/cualitativo, salud/ enfermedad). Entre lo social y lo natural no pueden existir sino relaciones marcadas por distinciones, pues lo natural solamente existe –al menos como fenómeno– en la medida en que es atravesado por el lenguaje, del mismo modo que dicho lenguaje solo se hace posible por las condiciones naturales de un organismo en un medio bioquímico determinado. La “comprensión” no es un sustituto de la explicación ni tampoco es un nivel inferior o superior de la misma; es la posibilidad de hacer inteligible un conjunto de problemas de naturaleza semántica, que no pueden reducirse a una explicación formal ni pueden ser abordados por fuera de los contextos con los que forman una unidad indivisible.

De acuerdo con Gadamer, la comprensión hermenéutica no es solo un método, como lo habían planteado Scheleiermacher y Dilthey, sino que designa el modo de ser de los humanos [10]. La comprensión no es un método para el conocimiento de un objeto elegido, sino un proceso que tiene como presupuesto el estar dentro del acontecer de una tradición.

La comprensión es un camino posible para llegar al entendimiento de aquellos objetos que se han constituido a sí mismos antes de cualquier intervención teórica, es decir, objetos estructurados simbólicamente, que encarnan estructuras de un saber preteórico, elementos del “mundo de la vida” que se generan mediante el lenguaje y la acción [11]. Lo anterior es coincidente con la afirmación de Granda según la cual “en salud pública requerimos interpretar las acciones que generan las estructuras, que a su vez posibilitan o limitan su desarrollo. Por eso no solamente requerimos explicar las estructuras, sino también debemos interpretar las acciones” [3]. El reconocimiento de una estructuración simbólica de la salud como objeto de estudio para las ciencias sociales pone de relieve los aspectos subjetivos de significación –inaccesibles directamente mediante la observación o el control experimental–[11] que constituyen el soporte de las creencias, comportamientos y representaciones en torno a fenómenos relacionados con aquello que se asume como “salud” (la relación con el cuerpo como construcción simbólica, la higiene, la relación con las instituciones, las pautas de crianza, los hábitos alimenticios, etcétera). Desde esta perspectiva, la salud no es un “hecho”, sino una construcción simbólica, solo accesible a través del lenguaje, que escapa a la reducción analítica en favor de una lectura contextual que reconozca las particularidades históricas, sociales y culturales de los escenarios en los que los sujetos nacen, viven, se relacionan, construyen sus proyectos, “se enferman” y mueren. En este sentido, afirma Schütz que las construcciones científicas de las ciencias sociales son construcciones sobre las construcciones ya efectuadas por los actores sociales y, por tanto, se consideran “construcciones segundas” que deben adecuarse a la comprensión que de las “construcciones primeras” tienen los actores sociales [1]. No se comprende entonces la salud como un objeto en sí mismo (objetivo), sino que se comprenden las construcciones simbólicas de los actores sociales sobre la salud en el escenario del mundo de la vida.

La salud es para el investigador social un objeto “preinterpretado”, ya cargado de significaciones atribuidas por los actores sociales. Esta situación particular implica una doble hermenéutica [12], es decir, una interpretación sobre datos que han sido previamente interpretados por los actores sociales. Los datos en ciencias sociales no son “asépticos”, no son “recolectados” independientemente del investigador; por el contrario, el investigador es participe en los procesos de entendimiento de los fenómenos sociales y, para tal fin, debe valerse de los lenguajes que encuentra en su ámbito objetual, pues esta es la única vía posible de acceso a los datos [11].


La salud como problema lingüístico

La definición aristotélica del hombre como “ser vivo dotado de logos” ha sido mantenida en la tradición occidental bajo la idea de animal racional; no obstante, tal como lo señala Gadamer, la traducción de ‘logos’como “razón” o “pensamiento” es insuficiente, pues la palabra ‘logos’significa, preferentemente, “lenguaje” [10].

Desde la perspectiva de la ciencia positivista, más específicamente en el contexto del Círculo de Viena, se proponía una nueva lógica del lenguaje que tenía como propósito fundar un lenguaje para la ciencia que fuese transparente, objetivo y estrictamente asentado en la realidad empírica. No obstante, esta pretensión de reducir el lenguaje a una serie de preceptos técnicos incrementa la brecha entre la ciencia y la vida cotidiana y tacha de “sin sentido”, paradójicamente, aquellos problemas relativos al sentido, esto es, a las construcciones semánticas que no tienen una correspondencia empírica, sino una relación simbólica con realidad. Al respecto afirma Heissenberg [13]: “Por otra parte, el análisis lógico del lenguaje trae consigo el peligro de una simplificación excesiva y de cierto unilateralismo en la apreciación de las posibilidades del lenguaje. Aunque la lógica crea la condición previa para un lenguaje científico, dentro del cual se llega a la unicidad de significación y a la precisión de los argumentos, no ofrece, sin embargo, por otra parte, la capacidad descriptiva del lenguaje coloquial, el cual posee medios de expresión mucho más ricos”.

Desde una perspectiva comprensiva, todo lo humano es humano porque está atravesado por lo lingüístico; el lenguaje no es un medio ni una herramienta; es la condición de posibilidad sine qua non de todo proceso de entendimiento humano: “Todos proceso interhumano de entendimiento es un proceso lingüístico, así como el proceso mismo de comprensión es un hecho lingüístico, incluso cuando hace referencia a algo extralingüístico” [10]. El lenguaje hace posible al hombre comunicar sus pensamientos y construir conceptos comunes que hacen posible la convivencia, la vida social, la vida económica, la política [10] y, por supuesto, la ciencia misma (no puede olvidarse que los datos epidemiológicos, en el caso particular de la salud pública, son también una forma de lenguaje, susceptible de interpretación).

Para avanzar hacia una salud pública comprensiva es necesario un diálogo auténtico entre los actores del Estado, los investigadores y los actores sociales, que permita el entendimiento de las construcciones de sentido y de los marcos de referencia semánticos a partir de los cuales piensan y actúan las personas, los gobernantes y los investigadores que comparten con los actores sociales el mundo de la vida.

Muchas de las acciones e investigaciones que se adelantan en salud pública amplían la brecha existente entre los gobernantes y los científicos, por un lado, y los actores sociales, por otro, pues las necesidades y los problemas, así como las formas de hacerlo, nacen en los escritorios de los funcionarios o en las aulas de las universidades, pero no en el diálogo genuino orientado al entendimiento de las construcciones de sentido que dirigen la acción y el pensamiento de las personas con relación a la salud.

Cuando el salubrista se compromete genuinamente con el diálogo, debe estar dispuesto a transformar sus puntos de vista a partir de la conversación con los actores sociales; debe estar comprometido con sus ideas del mismo modo en que se compromete con las ideas de sus interlocutores para evitar imponer sus propios argumentos. Solo en la conversación es posible deshacer el bloqueo que genera el aferramiento a las propias opiniones [10].

El poder y la autoridad que se le atribuye al investigador en razón de su saber y de su lugar como “productor de enunciados verdaderos” han llegado a ser el mayor obstáculo para el diálogo auténtico con los actores sociales. La asunción de que el conocimiento científico constituye un “bien” que no solo se debe defender, sino también imponer “en favor” de las personas y las comunidades es el presupuesto inicial de la alienación que genera una ciencia irreflexiva, que intenta colonizar salvajemente el mundo de la vida. Tal como plantea Gadamer: “Esta misma estima limita constantemente la libertad crítica que tanto se admira en el investigador, invocando la autoridad de la ciencia cuando se trata en realidad de luchas políticas por el poder” [10].

Otro aspecto que ha distanciado a la ciencia del diálogo auténtico es el desbordado entusiasmo que ha generado la “evidencia” científica. La evidencia se ha constituido en el criterio supremo para la toma de decisiones políticas, académicas y profesionales; es el nuevo rostro de la verdad que fundamenta muchos de los programas, proyectos y políticas públicas en salud, “eximiendo” al investigador o el profesional de entrar en contacto con los actores sociales para la definición de las necesidades y problemas y para la concertación de las formas de abordarlos. De acuerdo con Hernández, “la salud pública basada en la evidencia es la ejecución y la evaluación de la efectividad de intervenciones, planes, programas, proyectos y políticas en salud pública a través de la aplicación de los principios de razonamiento científicos, incluyendo el uso sistemático de datos y sistemas de información” [14]. La evidencia constituye lo “ya dicho”, que no es dicho por nadie, pues en la evidencia no existen investigadores concretos, históricamente situados, ni tampoco sujetos concretos, históricamente situados. Es una suerte de oráculo al que se consulta y de quien se recibe respuesta, pero en ausencia de toda forma de diálogo auténtico. La actitud acrítica frente a la evidencia es la antonimia del diálogo y la sentencia de muerte a la comprensión, pues ante la evidencia “incuestionable”, los actores sociales (y en muchas ocasiones los investigadores y funcionarios públicos) no conciben otra opción que no sea callar y seguir sumisamente las indicaciones del “oráculo”.

Las teorías sobre la salud solamente habitan en las mentes de los académicos y en sus libros y revistas, así como las políticas públicas habitan en las mentes de los gobernantes y en los documentos que las contienen, pero la experiencia de la salud se construye en la vida cotidiana de hombres y mujeres concretos, y frecuentemente se halla escindida de tales teorías y políticas. Es necesario reconciliar el lenguaje de la ciencia y el lenguaje cotidiano para superar la legendaria ininteligibilidad de la ciencia [10], para generar diálogos constructivos y realizativos entre los saberes populares y los saberes científicos, sin intereses de dominación de unos sobre otros.


La salud pública y la racionalidad práctica

La generación de conocimiento teórico que permite explicar fenómenos relacionados con la salud y la enfermedad ha sido una de las tareas de las que se ha ocupado la salud pública en tanto episteme; es decir, en tanto dominio de cientificidad. Estas teorías intentan, a partir de una racionalidad instrumental, reducir los fenómenos de la salud pública a formulaciones abstractas que den lugar a un saber articulado, formalizado y transmisible, que es el aquel que circula en revistas científicas y en las universidades y eventos académicos.

Gadamer retoma la distinción aristotélica entre racionalidad teórica (ciencia) y racionalidad práctica (frónesis) para señalar la relación de las ciencias del espíritu con la ética y la política, a partir del concepto de aplicación. Para Aristóteles, el saber teórico es enseñable, transmisible, un –saber de lo inalterable que reposa sobre la demostración– [15], mientras que el saber práctico se refiere a un saber moral, que solamente se concreta en la acción y que, por tanto, no puede ser transmitido del mismo modo que la episteme o la misma tecné, pues son insuficientes para orientar la acción humana porque no contienen en sí mismos un principio de aplicación a situaciones concretas. Ello se evidencia, por ejemplo, en el caso de la ciencia moderna, a la cual ha logrado controlar con sus propias relaciones lógicas, pero no ha podido controlar los fines a los que se aplican dichos conocimientos, tal como quedó claramente expuesto desde Hiroshima; la aplicación razonable de nuestros conocimientos solo es posible a partir de nuestra capacidad humana y política global [10] de una racionalidad práctica que permita orientar éticamente y políticamente las acciones.

Afirmar que la salud pública es una –ciencia moral–, en el sentido de Gadamer, no implica una renuncia a la empresa teórica que ha venido adelantando, sino que constituye un llamado de atención sobre la urgencia de avanzar en la actualización de dichas producciones epistémicas, fundamentadas en un compromiso ético y político que haga posible orientar la acción de los hombres y las mujeres hacia condiciones de salud más dignas, sobre la base de un mejor entendimiento entre los actores comprometidos con el cuidado de la salud de los colectivos humanos. Junto a la frónesis aparece la comprensión, tal como lo señala Aristóteles, pues solamente puede hablarse de comprensión cuando se ha logrado un desplazamiento en el juicio a la plena concreción de la situación en la que actúa el otro: frónesis y comprensión no pueden ser entendidas como un saber general, sino como algo concreto y temporal [15].

El compromiso ético y político de la salud pública no puede reducirse a una acción paternalista de intervención sobre los objetos pasivos, realizada por funcionarios del Estado y de la ciencia que se autoatribuyen la potestad de determinar qué es lo bueno y conveniente para las personas. El salubrista del siglo xx aparece como un técnico normativo que, bajo el poder del Estado, despliega su arsenal técnico normativo para controlar el salvaje funcionamiento de la naturaleza y el comportamiento humano y avanzar hacia un mundo de salud y de racionalidad [3]. El saber práctico, por el contrario, solamente se constituye como saber ético cuando permite y promueve el desarrollo de la autonomía de las personas y los colectivos humanos, y genera todas las condiciones necesarias para que ellas se asuman en el lugar de decidir, de manera responsable, sobre su propia vida y salud.

Solamente en el saber práctico, en la aplicación, se hace posible una comunión entre el mundo de la ciencia y el mundo de la vida, y en este sentido el compromiso ético y político del investigador en salud pública no se restringe a la generación de conocimiento, sino a su aplicación, en el sentido gadameriano de actualización de la tradición en el horizonte actual del intérprete: “La tarea de la decisión moral es acertar con lo adecuado en una situación concreta, esto es, ver lo que en ella es correcto y hacerlo. También el que actúa moralmente tiene que echar mano de algo y elegir los medios adecuados, y su hacer tiene que estar guiado tan reflexivamente como el del artesano” [15].

Tal como plantea Granda, se hace necesario el viraje de un salubrista técnico normativo a un salubrista intérprete-cuidador y mediador, que pueda interpretar las construcciones de sentido de los actores sociales en su vida cotidiana, desarrollar acciones orientadas a la promoción del cuidado de la salud y que medie estratégicamente entre los poderes científico, político y económico para mejorar las condiciones de salud y de vida [3], como objetivo final de cualquier acción en salud pública, bien sea investigativa, política o profesional.


De la asepsia a la ascesis: el horizonte del investigador en las aproximaciones comprensivas de la salud pública

El cartesianismo, y con él la modernidad, inauguran una tradición en la que el conocimiento científico se constituye en la vía regia para acceder a la verdad, sin que para ello el sujeto deba ser alterado o modificado: “El sujeto actúa sobre la verdad, pero la verdad ha dejado de actuar sobre el sujeto” [16]. El yo del de la filosofía de Descartes es un yo impersonal, una cosa que piensa [17], un sujeto desubjetivado. La ciencia moderna intenta objetivar la tradición e igualmente pretende eliminar sistemáticamente cualquier influencia del horizonte del intérprete sobre su comprensión, es decir, mantenerse independiente de toda aplicación subjetiva en aras de su metodología [15]. Si se trata de hacer más objetivo el conocimiento, la exclusión del sujeto resulta no solo posible, sino necesaria: esta supresión del sujeto y su sustitución por el método ha significado el paso de la ascesis a la asepsia.

El ideal moderno de la objetividad ha procurado incesantemente mantener aséptico el conocimiento científico para evitar su “contaminación” con cualquier tipo de interés; no obstante, tal como lo puso en evidencia Habermas, todo conocimiento está unido de modo inseparable a un interés, y la negación de dicha condición simbiótica entre ambos no es más que un intento de proteger a la ciencia de los riesgos que trae consigo la autorreflexión [18]. Esta práctica autorreflexiva es una práctica ascética, esto es, una toma de conciencia por parte del investigador de los intereses cognoscitivos que le subyacen y también de los intereses políticos, económicos o sociales que, consciente o inconscientemente, permean su investigación.

Plantear la investigación desde una perspectiva ascética implica entonces una reintroducción del investigador como sujeto participante en la investigación, y no solo como operario cualificado del método científico: “Comprender no es tanto la correcta aserción de un punto de vista, cuanto una transformación en una comunión en la que no permanecemos como éramos” [19]. Asimismo, la acción en salud pública implica un proceso de construcción de subjetividad para el investigador, pasando por sujeto de la vida, sujeto epistémico, luego en sujeto público para reconstituirse y, finalmente, como sujeto de la vida comprometido con el cambio requerido [3].

En la investigación social, el investigador no puede renunciar al saber preteórico que posee como miembro del mundo de la vida, es decir, no puede renunciar a su propio mundo de la vida, pues este es inherente a todo proceso de entendimiento [11]. Habermas propone el rescate de una posición en primera persona que, a través de una relación intersubjetiva con una segunda persona, adopta una posición no objetivante (como la posición de tercera persona), sino una actitud realizativa: “La realidad simbólicamente preestructurada constituye un universo que tiene que resultar incomprensible si solo se lo mira con los ojos de un observador incapaz de comunicación. El mundo de la vida solo se abre a un sujeto que haga uso de su competencia lingüística y de su competencia de acción” [11].

Solamente es posible la comprensión en salud pública si el investigador se asume como partícipe en un horizonte compartido con los sujetos y los colectivos humanos en que se teje el entramado complejo de relaciones sociales, culturales, políticas e históricas donde emerge la salud como universo semántico. Desde una perspectiva comprensiva, el investigador en salud pública se asume como parte de la realidad observada y, en este mismo sentido, adopta, necesariamente, una posición interesada que debe devenir en una posición comprometida: el sentido último de una aproximación comprensiva a los problemas de la salud pública ha de ser la convicción del investigador de que los significados atribuidos a la salud, la enfermedad, la vida, la muerte, la pobreza y demás categorías de interés para la disciplina pueden transformarse (resignificarse), operando de este modo transformaciones en los modos de vida y en las condiciones materiales de existencia. El tema de la subjetividad, que recientemente se ha introducido en la salud pública, ha permitido entender la importancia de esta perspectiva para el fortalecimiento del sujeto de la acción y para la construcción un poder simbólico alternativo, sin lo cual es imposible un avance verdaderamente emancipador [2].


Conclusión

La propuesta de una salud pública comprensiva no tiene un propósito colonizador de matricular la salud pública en uno de los continentes del globus intellectualis, sino que tiene un propósito democratizador en el cual los problemas relativos al mundo de la vida, a los entramados complejos de sentido en los que emerge la salud como construcción social, puedan ser tenidos en cuenta como problemas de conocimiento científico legítimos, bajo presupuestos diferentes a los de la ciencia positivista. La salud pública comprensiva no se constituye en antinomia de las aproximaciones explicativas, sino que aboga por el reconocimiento del carácter complejo del objeto de estudio “salud”, que se hace inabarcable desde una única perspectiva; ahora bien, para que pueda cumplirse con dicho propósito, se hace necesario generar estrategias que posibiliten la convergencia de dichas perspectivas y no simplemente la suma de métodos que perpetúan la fragmentación de los problemas. Es necesario, en primer lugar, un nuevo compromiso ético de los investigadores que haga posible reconocer y legitimar aproximaciones diversas al conocimiento y poder establecer diálogos constructivos en torno a los problemas de la salud pública. No es posible seguir concibiendo la población y la naturaleza como objetos, sino que se hace necesaria su comprensión como sujetos, y generar nuevos escenarios de diálogo [3].

La introducción de una perspectiva comprensiva para abordar los problemas en salud pública no solamente implica un viraje metodológico y la introducción de nuevas lógicas para la comprensión del proceso investigativo, sino que introduce una nueva forma de relación entre los investigadores y los actores sociales, basada en el diálogo auténtico, en el reconocimiento del papel activo de los actores sociales en la construcción de significados en torno a la salud y en la actitud reflexiva y práctica del investigador que se asume como copartícipe en el mismo mundo de la vida de los actores sociales y que, por lo tanto, se presenta como un actor comprometido. Desde esta mirada, la pericia no constituye una propiedad privada del investigador o del salubrista, quien a partir de su saber tiene la potestad de definir lo bueno, lo justo y lo adecuado, sino que dicha pericia es una condición emergente de la relación entre sujetos dialogantes que pueden compartir y trasformar los significados atribuidos a sus experiencias individuales y colectivas en el escenario de la intersubjetividad.

Esta perspectiva comprensiva trae consigo nuevas exigencias para la formación del profesional y del investigador en salud pública. No basta entonces con una formación instrumental que dote al salubrista de un arsenal técnico, sino que se hace necesaria la “formación de una actitud” para el diálogo auténtico, la escucha empática y la sensibilidad que permita esa fusión de horizontes que es el escenario posible de toda comprensión. Dicha formación solo es posible a través de un proceso permanente de reflexión y de crítica orientado a la transformación de nuestro modo de relación cognitiva con el mundo, usualmente atravesada por la temprana y generalmente intensa exposición a la tradición heredada de la ciencia [20].

Ante las preocupantes condiciones de salud de las poblaciones humanas, se hace urgente un compromiso ético y político de los académicos y los profesionales de la salud pública con un saber práctico, un saber que se concrete en la posibilidad de generar transformaciones en la acción humana, que promueve la autonomía de las personas, que devuelva la voz a los actores sociales, que denuncie las contradicciones sociales que afectan la salud y que convierta el conocimiento en un instrumento de transformación social.


Referencias

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20 Guba E, Lincoln Y. Paradigmas en competencia en Investigación Cualitativa. En: Denman C, Haro J, editors. Por los Rincones: Antología de métodos cualitativos en investigación social. México: El Colegio de Sonora; 2000. p. 117-145.         [ Links ]


Recibido: 12 de enero de 2011.
Aprobado: 20 de marzo de 2011.