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Revista Facultad Nacional de Salud Pública

Print version ISSN 0120-386XOn-line version ISSN 2256-3334

Rev. Fac. Nac. Salud Pública vol.40 no.1 Medellín Jan./Apr. 2022  Epub June 09, 2022

https://doi.org/10.17533/udea.rfnsp.e345191 

Ensayo

El cuidado y los procesos de atención-desatención como referentes analíticos y operativos para la salud colectiva*

Care and Attention-Neglect Processes as Analytical and Operative Referents for Community Health

O cuidado e os processos de atenção-desatenção como referentes analíticos e operacionais para a saúde coletiva

Paul Hersch-Martínez 1  

María Grace Salamanca-González 2  

1 Doctor en ciencias sociales y salud. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México. osemos@gmail.com. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-3136-1066

2 Doctora en comunicación de la ciencia y la cultura. Universidad de Lyon, Francia. mgracesal@gmail.com. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-3215-9713


Resumen

“Cuidado” es un término polisémico, con un potencial referencial para la salud colectiva. En el marco de la reflexión actual sobre el papel y el alcance del cuidado en ese campo, la atención constituye una etapa inicial, esencial, pero insuficiente del cuidado, siendo este un proceso más amplio en los ámbitos individual y colectivo. Si bien el reconocimiento del proceso salud-enfermedad-atención expande la perspectiva de la salud pública, la “desatención”, como tal y como contraparte dinámica de la atención, es invisibilizada, a pesar de su potencial analítico y operativo en el campo de la epidemiología y la salud colectiva. Ambos términos, integrados como procesos de atención-desatención, se analizan en este artículo desde las propuestas de la ética y la integralidad del cuidado, y desde una perspectiva decolonial e incluyente de la epidemiología. En el marco de la dinámica entre atención y desatención, se concreta y materializa la capacidad de prevenir o producir el daño evitable a la salud, en diversos niveles, alcances e itinerarios ilustrativos, específicos y evidenciables en la práctica.

Palabras clave: atención integral en salud; ética del cuidado; humanización de la atención; integralidad en salud; proceso salud-enfermedad; salud pública

Abstract

"Care" is a polysemous term that can serve as a reference for community health. Within the framework of current thinking about the role and extent of care in this field, attention constitutes an initial, essential, but insufficient stage of care, which is a broader process in the individual and collective spheres. Although acknowledging the health-illness-care process broadens the public health perspective, "neglect" as a concept and as a dynamic counterpart to attention remains hidden, despite its analytical and operational potential in epidemiology and community health. Both terms, combined as attention-neglect processes, are analyzed in this article from an ethical and integrative care viewpoint, as well as from a decolonial and inclusive epidemiological perspective. Within the dynamics of care and neglect, the ability to avoid or cause preventable harm to health materializes and arrives at various levels, scopes, and illustrative itineraries, all of which are specific and evident in practice.

Keywords: integral health care; ethics of care; humanization of attention; integrality in health; health-disease process; public health

Resumo

“Cuidado” é um termo polissêmico, com um potencial referencial para a saúde coletiva. No marco da reflexão atual sobre o papel e o alcance do cuidado nesse campo, a atenção constitui uma etapa inicial, essencial, mas insuficiente do cuidado, sendo este um processo mais amplo nos âmbitos individual e coletivo. Ainda que o reconhecimento do processo saúde-enfermidade-atenção expande a perspectiva da saúde pública, a “desatenção”, como tal e como contraparte dinâmica da atenção, é invisível, apesar do seu potencial analítico e operacional no campo da epidemiologia e da saúde coletiva. Ambos os termos, integrados como processos de atençãodesatenção, são analisados neste artigo desde as propostas da ética e a integralidade do cuidado, e desde uma perspectiva decolonial e inclusiva da epidemiologia. No marco da dinâmica entre atenção e desatenção se concretiza e se materializa a capacidade de prevenir ou produzir o prejuízo evitável à saúde em diversos níveis, abrangências e itinerários ilustrativos, específicos e evidenciáveis na prática.

Palavras-chave: Atenção integral em saúde; Ética do cuidado; Humanização da atenção; Integralidade em saúde; Processo saúde-enfermidade; Saúde pública

Introducción

Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos, y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir. José Saramago, Cuadernos de Lanzarote

Este texto busca contribuir a la reflexión sobre el concepto de cuidado en el marco de la salud colectiva y a la búsqueda de vías para su inclusión operativa en él. Dicho concepto tiene una larga tradición en la medicina clínica, y desde la salud colectiva existen diversos aportes sobre su pertinencia [1-4].

Así, al cuidado se le asocia no solo con mantener el equilibrio homeostático de un ser vivo, o en su alcance estrictamente asistencial, sino también con respecto a la vida en toda su complejidad, a la experiencia de vivir, que si bien está fundada en una realidad biológica, no se reduce a ella. En este trabajo compartimos con otros autores el propósito de explorar el papel referencial del cuidado como parte del objeto de la salud colectiva y el de precisar qué usos de dicho término polisémico corresponden a ese papel [5], para de ahí plantear la ubicación clave de las dinámicas de atención y desatención, enmarcadas desde la ética y la integralidad del cuidado.

Todo esto, desde una perspectiva decolonial.

Las interpretaciones que generamos sobre .la salud -propia, ajena e incluso la salud pública- están permeadas por categorías culturales. Así, habrá ciertos dolores que en nuestra época aparezcan como “normales”, o al menos tolerables, mientras que otros no. Imaginemos cómo interpretarían nuestros antepasados una epilepsia, una diabetes o un accidente vascular cerebral: en la cotidianeidad de hace no muchos años, los padecimientos se vivían en condiciones de incertidumbre diferentes a las de hoy. La biomedicina tiende a considerar al conocimiento médico y sus inferencias causales al margen de las representaciones culturales [6]. Sin embargo, lo que se entiende por salud o enfermedad, está pleno de significaciones biológicas, ambientales, económicas y políticas, pero también morales y existenciales.

No hay nada humano que no sea simultáneamente simbólico. La dolencia que se presenta es siempre una dolencia que se representa, y dicha representación no es nunca un reflejo de la “cosa”, o de la “realidad”, sino una interpretación [7]. Incluso, las representaciones biologicistas o naturalistas de la salud o la enfermedad dan cuenta de un simbolismo. Entonces, comprender una enfermedad implica una dimensión personal que carga con distintos marcos simbólicos de representación e interpretación, tanto en cuidadores como en pacientes [8].

Así, como nuestra experiencia de vida es más amplia que nuestra experiencia de salud, introducir el concepto de cuidado al marco de la salud colectiva puede dar mejor cuenta de las condiciones estructurales que permiten, dificultan o impiden la vida de las personas.

Un poco sobre la condición humana

Una característica fundamental de la vida humana es su fragilidad, su vulnerabilidad. La muerte es un riesgo ineludible que nos acecha a todos, y una realidad usualmente comprendida como indeseable. No queremos morir. Los esfuerzos médicos, clínicos, tecnológicos y farmacéuticos parecen reforzar este principio moral: la vida es deseable; y aun cuando ciertos hechos parezcan cuestionarlo, como sociedad buscamos, si no evitar la muerte, al menos prolongar la vida.

En ese sentido, la salud colectiva tiene una dirección y una encomienda más precisa: aspira a impedir el daño evitable, y en su extremo, la muerte evitable. Esa evitabilidad implica una responsabilidad determinante que remite al alcance de la acción humana, que ha de ser colectiva ante la dimensión colectiva del daño a la salud, inherente al alcance mismo de la epidemiología [9].

Demasiado pronto se hace evidente la dificultad de la vida humana para sostenerse a sí misma, incluso en el más biológico de los sentidos: el recién nacido humano, sin cuidado de otros, tendrá una corta expectativa de vida. ¿Cuántos de nosotros podríamos estar aquí sin los procedimientos y recursos con que nos han sostenido la vida hasta ahora? No solo hablamos de objetos o técnicas, sino también del cuidado en sí; necesitamos no solo medicamentos, sino quien los administre; no solo cirugía puntual, sino rehabilitación: necesitamos un medio saludable que implica condiciones de vida, y en ello, una sociedad que las genere y proteja [10].

El cuidado, realidad social con muchas y diversas vertientes, se distribuye diferencialmente en función de la determinación social que opera en el campo de la salud [11], y su abordaje ha partido a menudo de los cuidados en plural, documentando, en una aproximación cada vez más contextual, su relevancia y sus características (su feminización, su naturalización, las dobles o triples jornadas en que se ejerce, el contexto de precariedad, pobreza, maltrato y violencia en que se lleva a cabo, la díada entre quien lo brinda y lo recibe) [12,13], así como su informalidad resultante de imposiciones de poder, género y reproducción social.

En ese marco aparece el papel sobresaliente de la salud colectiva, al aportar un enfoque de derechos, derivando en propuestas de una distribución más justa del cuidado entre personas, colectivos, familias, Estado y mercado [12]. También desde la salud colectiva se destaca la invisibilizada trascendencia económica del trabajo de cuidado [14].

El discurso dominante sobre el cuidado ha tenido un carácter instrumental, individualista y normativo, diluyendo la responsabilidad de la sociedad y del Estado en él, propiciando, además, su sumisión al mercado [14]. Sin embargo, el cuidado es un derecho fundamental primario, que debería incorporarse a las constituciones políticas y a sistemas de seguimiento que lo aseguren [14].

Y es que también desde la salud pública es importante reconocer el rol e importancia de los otros, de aquellos cuidadores que posibilitan nuestras vidas, no en un giro ideal, sino desde la más pragmática de las experiencias sociales, y ello implica, a su vez, focalizar su contraparte: el rol de la incuria y el autodescuido como realidades colectivas a visualizar.

Aunque soslayado, hay un hecho de relevancia sanitaria determinante: no somos sociales por elección, sino por la más profunda necesidad. Esta realidad, evidente durante los primeros y los últimos años de vida, es, sin embargo, soslayada; nuestra sociedad pareciera creer que hay en el curso de la línea de vida unos años de independencia, autonomía y -con algo de suerte- de autosuficiencia [15].

Sostenemos, siguiendo las propuestas de las éticas del cuidado, que esa independencia nunca se realiza, que en nuestra vida cotidiana necesitamos la permanencia de los otros para realizarnos cada día: necesitamos que alguien siembre y coseche lo que consumimos, que cuide y eduque a nuestros hijos mientras trabajamos, que se ocupe de que en nuestras casas dispongamos de agua, electricidad y medios de comunicación. Es decir, un principio tácito de la salud pública es que nuestra vida, incluso en condiciones “estables” de salud y en edad adulta, depende de otros de manera determinante. Y ello significa que, ante la enfermedad, nuestra dependencia solo puede aumentar, a tal grado que los patrones de atención y, desde una perspectiva más amplia, de cuidado, en su alcance colectivo y no solo individual, constituyen procesos esenciales para nuestros pronósticos de vida.

La atención no basta: la ética del cuidado como referente

La ética del cuidado surge de la crítica de Gilligan [16] al trabajo de Kohlberg [17] en el campo de la psicología, quien sugería que el desarrollo moral puede clasificarse jerárquicamente, y su nivel más alto implica un rechazo a la particularidad de las circunstancias, incluidas ahí las relaciones humanas. En contraste, Gilligan propone la ética del cuidado como alternativa frente a una moralidad ahistórica y despersonalizada que apela a una racionalidad dominante como garantía, conocida en filosofía como una “ética de la justicia”. En cambio, la ética del cuidado parte de la constatación ontológica de la interdependencia humana y circunscribe la moral a la preservación de dichos vínculos sociales fundamentales [16].

Cuidar es el primer gesto humano de socialidad, y conlleva responsabilidad. Cuidarnos a nosotros mismos y a otros es comprometernos; “hacernos cargo” implica aceptar y realizar acciones para mantener, continuar o reparar nuestro mundo compartido, de forma que la vida sea posible en él [18]. Cuidar no remite a una contemplación pasiva: es un ejercicio activo de la voluntad, precedido necesariamente por momentos y procesos de atención, como reconocer a alguien vulnerable, pero también desde una perspectiva de salud pública, detectar una vulnerabilidad colectiva. Y aunque el reconocimiento es una necesidad humana fundamental, la atención pasiva no basta: requiere acciones para hacer la vida vivible de una mejor manera. En otra de sus características que derivan a la salud colectiva, el cuidado es a la vez una disposición y una práctica [18].

¿Qué sucede entonces si nuestras políticas de salud, educación y trabajo soslayan el rol fundamental del cuidado en la vida de los seres humanos? ¿Qué sucede si creemos que hablar de “salud” es hablar solo de acceso a la atención médica, a medicamentos o procedimientos técnicos, eludiendo en el análisis social el tiempo que diariamente pasamos haciéndonos cargo de otros? ¿Es ello soslayable desde la salud colectiva? ¿Qué sucede si invisibilizamos la capacidad o incapacidad para la disposición al cuidado o los recursos que este demanda como hechos políticos y los confinamos al mero ámbito de las conductas individuales?

En la trayectoria deseable de la desatención y la incuria hacia la atención y el cuidado, la ética del cuidado enfatiza en la capacidad de respuesta a las necesidades de los otros [19], pues las respuestas morales no se validan mediante principios, sino por sus consecuencias concretas. Se trata, así, no solo de un razonamiento moral contextualizado y afectivizado [20], sino de un referente de salud colectiva [20].

Integralidad y cuidado

La reflexión sobre el cuidado en su alcance colectivo tiene también una vertiente fundamental en la denominada “integralidad del cuidado”, en particular en la experiencia brasileña, significativa y referencial [2,3,21]. En ese marco, a partir de los procesos concretos en servicios de salud incluyentes, el cuidado se concibe como una acción integral, con significados y sentidos orientados a comprender la salud como derecho de ser [11,15]; se le postula como signo y potencia de integralidad en salud [1].

La integralidad no sería la aplicación de un saber sobre un otro objetivado, sino una práctica política, marcada por el dialogismo y la polifonía, al dar cabida a la participación social y a relaciones de reciprocidad en escenarios concretos, al involucrar los “modos de las personas de andar por la vida” [1,21].

Gestar esa integralidad demanda un proyecto éticopolítico, sustentado en el reconocimiento de que la vida del otro es valiosa y nos enriquece [2,3]. En ese marco de horizontalidad, las figuras del “receptor-usuario” y del “prestador de servicios” se transforman, redefiniendo a la política como generadora de reciprocidades positivas en los mismos espacios asistenciales, donde es por la vía del cuidado que se pueden generar procesos de integralidad [3]. Cabe aquí subrayar que el cuidado, en tanto que práctica, es siempre un trabajo, aunque romantizado e invisibilizado como tal [22].

La atención desatendida

Desde una perspectiva sanitaria clásica, la “atención” y el “cuidado”, en una escasa diferenciación entre ambos términos que resulta sintomática, se perciben usualmente como medidas institucionales que deben orientarse a partir de los hallazgos epidemiológicos, pero menos como procesos susceptibles de análisis sobre el origen mismo de la evitabilidad de los daños, en un sesgo detectable incluso en las propuestas actuales de la Organización Panamericana de la Salud para enfrentar la crisis de fragmentación de los servicios de salud [23]. En la epidemiología y la salud pública tradicionales no se abordan con especificidad las dinámicas de desatención, que, al tenerlas en cuenta, pueden enriquecer dicho análisis en una perspectiva colectiva, a partir de patrones y niveles de desatención [24,25] como expresión compartida de procesos de incuria, damnificadores, resultantes no solo de la desatención como no reconocimiento inicial, sino también como desencadenantes de irresponsabilidad, incompetencia, rechazo y desorganización social y, por tanto, de incuria, siguiendo los componentes postulados desde la ética del cuidado [18].

Dado lo anterior, cabe recordar que los términos “atención” y “cuidado” no son sinónimos. De hecho, sus usos diversos han sido analizados y categorizados, en particular en el caso del cuidado [5]. Desde la ética del cuidado, la atención es un primer paso determinante; es un detonador del cuidado, pero no lo consuma, pues atender no equivale a resolver, sino a visibilizar y reconocer. Por ello, la atención misma demanda justamente visibilidad y reconocimiento, al ser una clave para desencadenar procesos de cuidado; pero, además, porque, de manera correlativa, el daño evitable, para concretarse, pasa precisamente por dinámicas sinérgicas de desatención individual y colectiva. No estamos ante una elucubración academicista o una especulación: simplemente, en los ámbitos individual y colectivo, al daño que se produce y podría ser evitable lo precede la desatención.

El concepto de atención tiene una larga historia en el ámbito biomédico; remite a su dimensión asistencial, estructurándola piramidalmente en “niveles de atención”, correlativos al tipo de patología y a la complejidad progresiva requerida para enfrentarla. Este ordenamiento prescinde del verdadero primer nivel de atención, que radica en las estrategias de respuesta y sobrevivencia de la población misma ante el daño [26]. De hecho, la autoatención y la medicina doméstica no son relevantes para una salud pública que las desatiende, que no las reconoce operativamente como realidades. Esa invisibilidad corresponde al marco histórico y epistemológico de la modernidad y la colonialidad [27]. En ello, la producción de no existencia y de ausencia programada de saberes considerados como inferiores, planteada en las epistemologías del sur1 [28], nace de la exclusión radical de seres humanos y de colectividades, y expresa la construcción social de la desatención, impuesta pero naturalizada, constitutiva de la jerarquización característica de la colonialidad [27].

La insuficiente dialogicidad de la biomedicina, aunada a su racionalidad monológica y a la estructuración patriarcal del sistema-mundo, han hecho del cuidado un asunto menor, reduciéndolo al dominio de la enfermería, en tanto que la medicina tiene la encomienda de “curar”. Si bien esta asignación reconoce el sentido trascendente de la enfermería, acota el potencial de integralidad del cuidado. La disociación entre cuidar y curar niega la íntima relación entre ambas dimensiones de un mismo proceso, constatable en la práctica [4,29], también manifiesta en la inferiorización del “trabajo social”, al acotarlo institucionalmente al ámbito a menudo administrativo [4].

Ahora bien, desde el alcance individual de la medicina, la práctica clínica que se ocupa de pacientes aspira idealmente a reconocer su individualidad como elemento diagnóstico y terapéutico determinante; así, autores como Peabody y Osler señalaron la importancia del cuidado con máximas contundentes como, respectivamente, “cuida más particularmente al paciente individual que a los aspectos particulares de su enfermedad” [30], o “el secreto del cuidado del paciente está en cuidarlo” [31].

Sin embargo, esta relevancia clínica conferida al cuidado no se aplica usualmente a la salud pública, que no extrapola esos principios pertinentes a su propio ámbito, como sería, respectivamente, el de focalizar las particularidades de la comunidad antes que a las enfermedades que la aquejan, o reconocer que el secreto en la atención de las comunidades radica precisamente en atenderlas, dada la preminencia biomédica otorgada a la especificidad de la enfermedad [32], más que a la del paciente en sus coordenadas sociales y fisiológicas singulares, reflejada, a su vez, en la perspectiva de una epidemiología clínica [33], también centrada en la patología específica, con la enfermedad como sujeto y el enfermo como objeto.

Prevalece así el cuidado como algo que se concede, como gesto personal [22], no como algo que también se demanda, se construye en colectividad y se autoejerce. No hay perspectiva del cuidado colectivo, ni de su ejercicio como atributo de ciudadanía, ni de su dimensión política, sino un enfoque unidireccional que, además, a menudo pasa por alto las condiciones sociales y contextuales específicas del individuo; en consecuencia, se prescinde del cuidado como referente político de integralidad [1,3,21] y de salud colectiva [34]. Por ello, la clínica misma ha de ser redefinida, entendiéndola como un ejercicio no privativo del médico [3,35], sino relativo a otros actores sociales que igualmente hacen clínica en el sentido etimológico de compromiso en proximidad.

La desatención es, en síntesis, invisibilidad diferencial producida en sociedades jerarquizadas por clase, etnia y género. Es el mecanismo que concreta la determinación social del daño. La desatención, en su diversidad de niveles y alcances, imposibilita el cuidado y concreta el daño evitable que generan en sinergia estos tres dispositivos estructurales patogénicos [36].

Niveles del cuidado para una salud colectiva

En un enfoque aquí pertinente, la ética del cuidado se despliega en cinco componentes [18], adecuables al campo de la salud colectiva, en una dimensión dialógica y activa (véase Tabla 1].

Así, como no se puede cuidar algo que no se visibiliza al ser sujeto a una ausencia programada [28], la atención es la primera etapa del cuidado, ante la exigencia moral y operativa de reconocer al otro individual o en colectividad, desde su subjetividad y sus propias necesidades. Este reconocimiento implica un proceso dialógico de diagnóstico sobre la dinámica atención-desatención en sus diversos niveles y dimensiones, precediendo decisiones y acciones colectivas subsiguientes [37].

Este ordenamiento por niveles remite a otras implicaciones y términos destacados en el campo del cuidado, adoptando una proyección colectiva, como “interés”, “soporte”, “vínculo”, “empatía”, “confianza”, “encuentro de posibilidades” y “reciprocidad” [2-4]. En ese mismo alcance, no existe cuidado sin la instauración de un vínculo colectivo, asociado al reconocimiento, la dignidad, el miramiento y el buen trato, lejos de una atención meramente prescriptiva [5].

Si el cuidado precede y preside la acción de salud, la atención inicia necesariamente ese proceso, en tanto que la desatención lo impide desde su inicio, al invisibilizar su necesidad. Esta dimensión colectiva del cuidado ha sido, a su vez, claramente fundamentada por diversos autores brasileños [1,2], como parte de la importante producción sobre el cuidado generada en ese país [5], y ello, entendiendo su trascendencia para un sistema de salud universal, solidario, que acoge el sufrimiento ajeno y es generoso ante la fragilidad humana [38], y donde un abordaje centrado en la experiencia de la enfermedad y en la narrativa reconoce dimensiones de la aflicción y del tratamiento que escapan a la perspectiva biomédica e incluso a la de trabajos antropológicos o sociológicos influenciados por ella [39].

Tabla 1 La atención y los niveles del cuidado desde la ética del cuidado en una perspectiva de salud colectiva. 

Nivel Proyección desde la salud colectiva
1. Atención Visibilizar al colectivo en sus particularidades. Subvertir la ausencia programada propia de realidades como la colonialidad, la mercantilización a ultranza y el patriarcado en su sinergia patogénica [24,25].
2. Responsabilidad Asumirla como colectividad particularizable, mediante acciones que procuren la vida y la salud en corresponsabilidad
3. Competencia Aplicación compartida y eficaz de conocimientos pertinentes en procesos de participación social, ante problemas comunes que impiden o dificultan la vida de esa colectividad específica
4. Receptividad La necesidad de cuidado de la colectividad implica su propia búsqueda, disposición y capacidad compartida para recibirlo
5. Organización social Sinergia de procesos organizativos de cuidado, en movimientos e instancias de participación social, manifiesta en agendas de resistencia y en políticas públicas

Fuente: adaptada de [18].

Las necesidades de los otros, como individuos y también como colectividades, se expresan en historias de vida. Visibilizarlas y ponderarlas es atender. La ética del cuidado comienza así por reconocer las dimensiones simbólicas de la humanidad, del ser humano que sufre y de quien le cuida, y ese sufrimiento y ese cuidado tienen una dimensión colectiva y cultural a develar. Porque ni el personal de salud, ni pacientes o familiares realizan una tarea aséptica; no solo siguen procedimientos establecidos, sino que su primera tarea es hermenéutica: se trata del arte de interpretar las necesidades y los signos, e integrarlos en un paradigma explicativo que permita crear y vivir un diagnóstico, también de alcance colectivo, y elegir un tratamiento [7,40].

Proponemos pensar el eje atención-desatención de las poblaciones en un paradigma más amplio, que permitiría reconocer una diferencia entre quienes reciben o no atención, y quienes están posibilitados para brindarla, lo hagan o no. En la dinámica social, todos desempeñamos estos dos roles en los escenarios donde construimos la vida. La atención y la desatención se encuentran así sujetas a una determinación social y están distribuidas diferencialmente.

Como clave inicial de cuidado, la atención abre la posibilidad de subvertir la ausencia programada [28] impuesta a ciertos grupos sociales, y consistente en la absoluta desatención, del abandono, de negar la posibilidad misma de presencia. No se puede cuidar lo invisibilizado, aquello a lo cual, en términos de colonialidad, le ha sido conferido un estatuto tácito y naturalizado de no existencia. Esta exclusión, que refiere a los saberes, a su vez, subalternos en términos epistemológicos [28], opera también para los conjuntos sociales subalternos en términos políticos, dada la estrecha relación existente entre ambas dimensiones de exclusión.

Una segunda implicación, quizá la más importante, es que la ética del cuidado nos permite salir de la ética neoliberal, que circunscribe la responsabilidad como un asunto exclusivamente privado, como si la suma de las responsabilidades individuales desembocara de manera automática en una “responsabilidad social”, lo que ignora/oculta la responsabilidad de las estructuras sociales vigentes. Al suponer de forma sistemática la salud como resultado de acciones individuales, se facilita su mercantilización y se eluden las condiciones estructurales de desigualdad de recursos o capacidades imprescindibles para incidir en procesos de vida y de cambio social. En síntesis, pensar que las responsabilidades individuales van a convertirse en responsabilidad social, como un agregado económico, es ignorar las redes sociales que sostienen la vida, hasta la de los más “independientes” [15,18].

Las construcciones bioéticas están ajustadas a la biomedicina dominante, compartiendo axiomas epistemológicos: el carácter ahistórico y asocial del conocimiento, el soslayo de los intereses económicos en su legitimación, el planteamiento de una única racionalidad posible y la pretensión de universalidad de enunciados generados particularmente. Así, las construcciones bioéticas ocultan y reproducen privilegios y desigualdades. Sin embargo, la vida moral no es una esfera independiente de la vida social: emerge de estructuras sociales instituidas, habitadas por sujetos históricos. La moral siempre es contextual e histórica, incluso cuando se la pretende universal [37].

Es imposible afirmar o negar cualquier idea sobre la salud o la vida humana, sin que en dicha enunciación se filtren supuestos antropológicos y epistemológicos. La crítica decolonial ha sabido precisar muy bien las dimensiones de poder y la imposición de una racionalidad en el mundo moderno; sin embargo, continuamos perpetuando un moralismo principialista y una escala de valores “universales” que no se hacen cargo de sus implicaciones ni de las jerarquías que reproducen. En ese sentido, Granda [34] propone tres pilares de la “enfermología pública”: el epistemológico, el metodológico y la recurrencia al Estado como agente fundamental. Agregaríamos a ellos, entonces, una dimensión antropológica, caracterizada por la interdependencia, imbricada socioculturalmente, que devela una moral subyacente a nuestros discursos y a nuestras políticas públicas.

Focalizar la atención en su carácter detonador del cuidado implica generar condiciones para visibilizar la vida moral de quienes sufren enfermedad, cuya exclusión en la práctica biomédica ha sido analizada por Arthur Kleinman, al eludir la comprensión del sufrimiento y la experiencia, asignándoles un carácter irrelevante, a pesar de que dicho reconocimiento constituye un imperativo ético, y la experiencia de estar enfermo es algo fundamentalmente distinto de la enfermedad en sí misma [41,42].

Sin la atención como arranque imprescindible del proceso de cuidado, no hay reconocimiento posible de los significados de estar enfermo, usualmente desdeñados ante la sobrevaloración de los mecanismos biológicos de la enfermedad y la resultante banalización del sufrimiento de los enfermos [41]. Así, el proceso atención-desatención remite también, esencialmente, al hecho de atender o desatender los significados morales y la experiencia de la enfermedad, y demanda de este modo el concurso del ejercicio etnográfico, que profundiza en el estudio del sufrimiento humano, al contextualizar la experiencia de la enfermedad más allá del reduccionismo biomédico [41-43]. En ese sentido, focalizar las condiciones que propician atención y desatención implica acceder a una comprensión más profunda de la experiencia, valorándola, además, como referente de significado [44].

Poner de relieve el proceso atención-desatención en su alcance individual, pero también colectivo, implica así visibilizar, en el campo de la salud pública y en la perspectiva epidemiológica, la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento como realidades trascendentes susceptibles de análisis e incidencia a nivel social. La humanización de las prácticas médicas pasa también por la humanización de la salud pública, proceso inherente a la concreción de una salud colectiva comprometida igualmente con la vida moral de las comunidades. En este mismo alcance colectivo, el cuidado ha sido conceptualizado, a su vez, como un compromiso político, en su implicación con el bien común y la cohesión social, en un contexto en que el individualismo, la soledad y la cultura de la inmediatez parecieran militar contra la vida [6].

Ningún valor es universal, ni siquiera la vida debe imponerse a toda costa. Asumir cualquier valor heterónomo, o pretender preservar “valores universales”, así sean los valores de la modernidad (justicia, verdad o dignidad), sigue reproduciendo la modernidad y la colonialidad en el campo ético. Proponemos una ética del cuidado en la salud colectiva que conlleva una renuncia al universalismo moral, una renuncia a las respuestas hechas de una vez y para todas, un giro particularista de la moral, que asume que detrás de nuestras elecciones no estamos más que nosotros mismos. Proponemos una ética del cuidado en la salud que implica reconocer que la “esencia humana” no dicta contenidos morales. En palabras de Castoriadis:

Tal autonomía, ya sea en el plano individual o en el plano colectivo, evidentemente no nos proporciona una respuesta automática a todas las preguntas que plantea la existencia humana; siempre tendremos que hacer nuestra vida en las trágicas condiciones que la caracterizan, de tal manera que no siempre sabremos dónde está el bien y dónde está el mal, ni en el plano individual, ni en el colectivo. Pero no estamos condenados al mal, no más que al bien, puesto que podemos, la mayor parte del tiempo, volver sobre nosotros mismos, individual o colectivamente, reflexionar sobre nuestros actos, volver a tomarlos, corregirlos, repararlos [45].

El proceso atención-desatención: clave operativa

Si la salud y la enfermedad han sido planteados como parte de un mismo proceso social, como dos polos referenciales de un mismo eje -al no constituir estados fijos ni absolutos- [46], la desigualdad social ante la enfermedad y la muerte se concreta por medio de los procesos sociales de desatención, pues esa relación dialéctica conforma también el proceso común del que forman parte la atención y la desatención como referentes. Hay una gradación en intensidad y capacidad para visibilizar aquello que es requerido y susceptible de atención y, por consiguiente, de esa intensidad y capacidad depende el arranque del proceso de cuidado, sea a nivel individual o colectivo.

En la dinámica relacional entre ambos procesos radica la determinación social del cuidado, comprendido como proceso social y, por tanto, de la salud y de la vida. Lejos de la retórica, esta aproximación tiene expresiones concretas e inmediatas en la práctica. La salud y la enfermedad son momentos de un mismo proceso; de manera análoga y correlativa, lo son también la atención y la desatención. El proceso de atención-desatención, considerado como parte de un mismo proceso y no de manera dicotómica, subyace como detonador del cuidado o de la incuria, que deriva en daño evitable; resulta, por tanto objeto, relevante de la salud colectiva. De manera correlativa, existe una tensión excluyente entra la atención y la enfermedad, así como entre la desatención y la salud (véase Figura 1].

Fuente: Elaboración propia.

Figura 1 Ubicación del cuidado, la incuria y el daño evitable en la dinámica entre procesos de atención-desatención y salud-enfermedad. Líneas punteadas: exclusión recíproca. 

La desigualdad ante la enfermedad y la muerte se concreta en los procesos sociales de desatención, y estos tienen un referente necesario en la atención, en función de la evitabilidad del daño. Es por el carácter posible de esa evitabilidad, por lo que la atención y la desatención conforman un proceso cuya visibilización es condición inicial para la incidencia.

La atención no es un estado fijo, definitivo ni continuo, como tampoco lo es la desatención como su referente patogénico, y su dinámica no es solo ni principalmente individual, sino social y colectiva. Los procesos de atención-desatención son eminentemente sociales y, por lo tanto, políticos.

Si el proceso salud-enfermedad tiene una concreción en los procesos de atención-desatención, estos emergen en su relevancia, porque son la puerta necesaria de entrada, a nivel colectivo, a los procesos de cuidado. Así, la desatención, en sus diversos niveles y alcances, constituye el espacio crítico de incidencia imprescindible para concretar la evitabilidad del daño.

Hacer del encuentro terapéutico una relación de cuidado implica una perspectiva reflexiva sobre dicha noción [2]. La humanización de la atención a la salud es una propuesta política y en ello emerge la necesidad de abordar lo que Ayres denomina “horizontes de felicidad”, que implican la búsqueda de totalidad existencial, lo que deriva en la dilucidación de los proyectos de vida, por sus ricas implicaciones en el desafío práctico de reconstruir, resignificar y enriquecer las prácticas de salud [2] como acto esencial de cuidado y como paso inicial en el proceso atención-desatención.

Desde el proceso de cuidado y desde la atención como inicio de este, aparece la necesidad de visibilizar el sentido existencial y colectivo de la experiencia del proceso salud-atención, incluidas las prácticas de promoción, protección y recuperación de la salud. Así, “Es necesario que cada profesional o equipo de salud, gestor o formulador de políticas, se interrogue sobre por qué, cómo y cuánto se responsabiliza de los proyectos de felicidad de aquellos cuya salud está a su cuidado, preocupándose al mismo tiempo respecto al grado en que esos sujetos conocen y participan en esos compromisos” [2], p. 24.

El cuidado y los cuidados, además de constituir una realidad soslayada -cuya relevancia ha sido crecientemente reconocida en el ámbito sanitario [21,29,35]-, constituyen la llave de entrada al proceso de humanización de la medicina y de la salud pública. Un señalamiento pertinente resalta el hecho de que, a menudo, el cuidado es disfrazado como “prescripción” [3]. La distancia que caracteriza a la deshumanización médica y sanitaria que permite eludir el compromiso, se sintetiza en el ánimo prescriptivo y no dialógico que llega a presidir el encuentro clínico [2,35,42]; lo que remite, a su vez, a una salud pública prescriptiva, manifiesta en las aproximaciones dominantes a nivel comunitario, basadas en la premisa tácita de que las comunidades necesitan indicaciones.

Así como se ha descrito que el cuidado confiere sentido al ejercicio clínico al dar espacio para una comunicación cualitativamente superior, cuando se generan condiciones para explorar el proyecto de vida y de felicidad de los pacientes [2], el cuidado de ese proyecto es el cuidado de la persona, cuando se generan condiciones para explorar el proyecto de vida y de felicidad de una comunidad, con todo y la pluralidad, las dificultades y los matices que ello implica; entonces, emerge la dimensión política del cuidado en el marco de la salud colectiva. Sin embargo, la posibilidad de dilucidar los propios proyectos de vida está diferencialmente distribuida, en la idea naturalizada de que las clases sulbalternas merecen y necesitan menos [47], incluidos ahí los procesos simbólicos alrededor de sus propios proyectos de vida y de felicidad, lo que constituye un rasgo funcional de una sociedad clasista, colonializada y partriarcal.

Así, se programa y prescribe la ausencia para aquellos cuya jerarquización como inferiores se basa precisamente en la imposición naturalizada de su supuesta incapacidad para imaginar y concretar sus propios proyectos, porque de hacerlo, obstruirían la imposición de los proyectos de dominación y exclusión característicos de esas sociedades. Los seres humanos descartables [48] no solo tienen saberes y subjetividades descartables, sino también sueños desechables, asignados al cajón de la no existencia. En ese ordenamiento, la desatención expresa la determinación social por clase, etnia y género.

Con todo y las salvedades generadas por los actores sociales involucrados, la desatención prescriptora de ausencia se expresa en abandono y desperdicio de espacios asistenciales, como meros receptores inerciales de usuarios; en la burocratización de los encuentros humanos; en el rechazo a valorar otras maneras de producción de conocimiento, vínculo, corresponsabilidad; en el soslayo de la salud como búsqueda de sentido existencial, como cultivo de relaciones humanas y sociales de calidad, como arraigo y sentido de colectividad, como creatividad y riesgo. Abordar y trascender todos estos rasgos no es en particular un reto técnico, sino eminentemente ético y político. En ese marco, la presencia programada se expresa en visibilidad, es decir, en atención y cuidado.

Conclusiones: el cuidado como proyecto y horizonte de la salud colectiva

Ninguna sociedad puede funcionar sin seres humanos, y estos son producidos y reproducidos en redes de cuidado [18]: esta es una realidad esencial para la salud colectiva. La transformación de una “enfermología pública” [49] en una salud colectiva pasa por este reconocimiento.

Generar políticas públicas de salud pertinentes implica situar las necesidades humanas en contextos sociopolíticos concretos. Si la defensa de la salud y la vida es un asunto de justicia básica, las personas enfermas, vulnerables, deben ser tomadas en cuenta en tanto que ciudadanas, en lugar de ser deslegitimadas automáticamente por su condición de necesidad. Ese es el marco de la infantilización de los pacientes, reducidos a subciudadanos [50,51], como meros “usuarios de servicios”, sujetos, como los mismos “prestadores de servicios” a la construcción de identidades fragmentadas [2-4]. Si comprendemos la vulnerabilidad radical que implica la condición humana y la impronta inexorable de que los otros nos han de ayudar al desarrollo de nuestras capacidades, podemos crear políticas públicas cuyo cometido sea hacer posible que todo ser humano desarrolle sus capacidades [37].

La articulación de la esfera individual con la colectiva radica, en términos de salud colectiva, en la ética [16] y la integralidad [1] del cuidado. Aunque las sociedades humanas recurren sistemáticamente al cuidado como parte de su cultura, este requiere condiciones e insumos diversos para generar un impacto positivo. A su vez, en el marco de la economía dominante en que vivimos, quienes pueden pagar por ciertas modalidades de cuidado pueden recibirlo al margen de las necesidades, de modo que, en esa perspectiva, la distribución del cuidado resulta o directamente proporcional a la distribución del ingreso, o construida sobre la explotación e invisibilización del trabajo del cuidado.

La ética de cuidado lleva la promesa de contextualizar las necesidades y las prácticas humanas, lo cual exige al Estado y a las instituciones públicas reconocer su rol central en la protección de los ciudadanos, en la construcción de dinámicas y legislaciones que reconozcan la relevancia de la vida cotidiana, de los lazos de apoyo y la socialidad, y no al capital, como base de la sociedad, en la exigencia de procurar recursos públicos para que los ciudadanos puedan realizar sus vidas de maneras plenamente humanas [37].

Integrar el concepto redimensionado de cuidado en la salud colectiva implica superar la burocratización y la mercantilización de nuestros asuntos compartidos; subvertir la racionalidad instrumental dominante propia de la modernidad [52]; revertir los procesos que han degradado a las relaciones humanas, convirtiéndolas en transacciones; subordinar los avances tecnológicos a una propuesta ético-política que pone en el centro de la reflexión la justicia, la alteridad y el reconocimiento de lo otro, inserto en una trama de vida, llena de significaciones y símbolos [8].

Cabe así enmarcar la atención en el contexto de la ética del cuidado en la salud colectiva, reconociéndola como primer momento del proceso de cuidado que posibilita el ejercicio colectivo de responsabilidad, competencia, disposición y organización social. Lo anterior implica visibilizar el rol y el valor de los cuidadores-familiares y de los colectivos en las políticas de prevención del daño, elementos críticos de participación social en salud; primera etapa en los procesos de respuesta terapéutica al daño, en la recuperación y el pronóstico de los pacientes en colectividad. A la inversa, significa visibilizar a la desatención en sus dinámicas y niveles como objeto relevante de análisis e incidencia; así ¿cómo, qué y a quién atendemos o desatendemos? ¿En qué escenarios y contextos?

Desde experiencias específicas, se pueden focalizar itinerarios [24], dimensiones [25] y espacios [53] de atención o desatención, lo que ilustra su potencial analítico y operativo concreto. Ello significa develar las múltiples, diversas e interrelacionadas implicaciones posibles del proceso atención-desatención, dependiendo de dónde se ubica en términos espaciales y territoriales, a qué nivel opera (fisiológico, nutricional, laboral, emocional, afectivo, espiritual), cuál es su alcance (individual, familiar, comunitario, regional, nacional, planetario), cuál es su dimensión (social, biocultural, ambiental, política), cuál es su objeto (relaciones, necesidades, proyectos de vida), cómo evoluciona (itinerarios, sinergias, estancamientos, involuciones), y a partir de ahí, a dónde deriva, y si desencadena procesos de cuidado o de incuria (véase Figura 2].

Fuente: Elaboración propia.

Figura 2 Implicaciones diversas de los procesos de atención-desatención y su derivación en la dimensión colectiva del cuidado. 

Plantear la relevancia del cuidado implica, a su vez, reconocer operativamente el rol de los otros actores en las prácticas para la salud, no solo la figura del médico [54], hasta concretar el cuidado en políticas públicas y en la trama cotidiana de las relaciones sociales, como referente central que caracteriza a una sociedad saludable. En ello, los espacios concretos de confluencia social y la construcción de vínculos cualitativamente diferentes [1,2,4] resultan determinantes, y es el caso de los servicios públicos de salud como plataforma estratégica para la construcción de esa integralidad a partir de la incorporación de nuevas formas y sentidos de cuidado [1,2,55].

Agradecimientos

Agradecemos el apoyo del Instituto Nacional de Antropología e Historia y en ese marco, el de los integrantes del Programa Actores Sociales de la Flora Medicinal en México.

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1 Propuesta teórica desarrollada por Boaventura de Sousa Santos, que utiliza la metáfora Norte-Sur para comprender nuestras realidades actuales, principalmente alrededor de tres ejes de reflexión: que la vida supera a la versión eurocéntrica de la misma, que no habrá justicia social sin justicia cognitiva y, finalmente, que la diversidad no solo no representa un problema, sino que es deseable.

Financiación Instituto Nacional de Antropología e Historia, México

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*Cómo citar: Hersch-Martínez P, Salamanca-González MG. El cuidado y los procesos de atención-desatención como referentes analíticos y operativos para la salud colectiva. Rev. Fac. Nac. Salud Pública. 2022;40(1):e345191. DOI: https://doi.org/10.17533/udea.rfnsp.e345191.

Recibido: 22 de Mayo de 2020; Aprobado: 09 de Junio de 2021

Conflicto de interés

Los autores manifiestan no tener ningún conflicto de interés

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