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Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas

Print version ISSN 0120-3886

Rev. Fac. Derecho Cienc. Polit. - Univ. Pontif. Bolivar. vol.45 no.122 Medellín Jan./June 2015

 

La justicia administrativa y la Constitución cubana

Administrative justice and cuban constitution

A justiça administrativa e a Constituição cubana

La justice administrative et la Constitution cubaine

Benjamín Marcheco Acuña1

1 Doctor (PhD) en Ciencias Jurídicas, Universidad de La Habana. Máster en Derecho Constitucional, Universidad Internacional Menéndez Pelayo- Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid. Máster en Especialización e Investigación en Derecho. Universidad de Zaragoza. benjaminmarcheco@yahoo.es.

Artículo recibido 8 de septiembre de 2014. Aprobado por el par evaluador el 26 de mayo de 2015. Aprobado en Consejo Editorial en el Acta de Reunión Ordinaria N° 02 del 11 de junio de 2015.


Resumen

Hoy ocupa un lugar común en los sistemas jurídicos contemporáneos, el reconocimiento constitucional de mecanismos para la defensa por los ciudadanos de sus derechos, entre ellos, particularmente, el jurisdiccional de la función administrativa. No sucede así, sin embargo, en el caso cubano. En el presente trabajo se analiza el casi nulo rol de la Constitución cubana en la ordenación y realización de la justicia administrativa y sus negativos efectos con el propósito de promover un cambio de perspectiva y de actitud en relación con la forma de entender el control jurisdiccional sobre la actividad administrativa, que permita ofrecer a los ciudadanos medios idóneos para la defensa de sus derechos frente al poder.

Palabras clave: Constitución, justicia administrativa, administración pública, contencioso administrativo, tutela judicial efectiva.


Abstract

It is very common nowadays, among contemporary juridical systems, that the constitution establishes and reinforces mechanisms to protect citizens rights and legitimate interests against the political power; particularly, the judicial review of the administrative action. This is not the case, though, of Cuba. This paper analyzes the nearly inexistent role of the Cuban constitution in promoting the administrative justice and its negative effects. It aims to allow a change of perspective and attitude, in those who are responsible to create and apply the law, concerning the role of the judicial review of the administrative action, in order to provide citizens real guarantees to defend their rights and interests in their relations with the public administration.

Key words: Constitution, administrative justice, public administration, judicial review, due process of law.


Resumo

Hoje o reconhecimento constitucional dos mecanismos para a defesa dos cidadãos dos seus direitos, assume um lugar comum nos sistemas jurídicos contemporâneos, e entre tais mecanismos, particularmente o mecanismo jurisdicional da função administrativa. Contudo, não é assim no caso de Cuba. Neste trabalho é analisado o papel quase nulo da Constituição cubana na gestão e implementação da justiça administrativa e seus efeitos negativos, a fim de promover uma mudança de perspectiva e atitude na forma de compreender a fiscalização jurisdicional da atividade administrativa, que permita oferecer aos cidadãos os meios adequados para a defesa dos seus direitos contra o poder.

Palavras-chave: Constituição, justiça administrativa, administração pública, direito administrativo, proteção jurisdicional efetiva.


Résumé

La reconnaissance constitutionnelle des mécanismes de protection des droits des citoyens, particulièrement ceux de la juridiction administrative, occupe un lieu commun dans les systèmes juridiques contemporains, cependant ce n'est pas le cas dans le système cubain. Ce travail analyse le rôle, presque nul, de la Constitution Cubaine dans l'organisation et exécution de la justice administrative et ses effets négatifs, dans le but d'encourager un changement de perspective et d'attitude, par rapport à la façon de comprendre le contrôle juridictionnel de l'activité administrative et offrir aux citoyens, des moyens idéaux pour la défense de leurs droits, face au pouvoir.

Mots-clés: Constitution, justice administrative, administration publique, contentieux administratif, contrôle judiciaire efficace.


Introducción

Los históricos cambios ocurridos en los distintos sistemas políticos durante la segunda mitad del siglo XX con el desarrollo del Estado social, han producido también un cambio estructural radical de los sistemas jurídicos y en el papel de la jurisdicción. Se redescubre el valor de la Constitución como un conjunto de metas impuestas a los titulares de todos los poderes públicos, obligados por la misma a la recíproca separación y el respeto a los derechos fundamentales de todos (Ferrajoli, 2011,p. 90). La sujeción del juez al derecho es ahora, ante todo, a la Constitución, transformándose así en garante de los derechos fundamentales, incluso contra el propio legislador.

Desde entonces, la justicia administrativa, considerada «una más de las grandes innovaciones institucionales introducidas por la revolución francesa» (García de Enterría, 2009: p. 168), ha venido siendo objeto de un constante replanteamiento de sus fundamentos, debido a la enrome trascendencia que en el plano jurídico han cobrado los derechos fundamentales y, en particular, el derecho a la tutela judicial efectiva, que lo ha convertido en el elemento vertebrador de nuevos sistemas que apuntan hacia un enjuiciamiento plenario de todos los conflictos que suscitan las relaciones jurídico-públicas. Para el derecho administrativo, la tutela judicial efectiva constituye la vertiente subjetiva del control jurisdiccional de la legalidad de la actividad administrativa; es el derecho de quienes se relacionan con la administración a recabar de la jurisdicción protección frente a las actividades de aquella que sean contrarias a derecho (Santamaría Pastor, 2009, p. 63); aunque es lo cierto que no siempre se han extraído de él todas las posibles consecuencias que contribuyan a ese propósito, viéndose limitado en algunas ocasiones por la exclusión del control jurisdiccional de determinados asuntos en los que se les reserva cierta inmunidad los agentes administrativos. Inmunidad que, en palabras de Gómez (2002, p. 56), resulta anormal y contradictoria con la posición de la Administración en un Estado de Derecho guiado por una serie de principios y valores materiales que le adjetivan como social.

En lo que respecta a la justicia administrativa cubana, precisamente la plenitud del control jurisdiccional, el reconocimiento del contencioso administrativo como un auténtico proceso entre partes y las amplias facultades de los tribunales dentro del proceso han sido, tradicionalmente, sus grandes ausentes. Son varios factores los que inciden en esta situación. En primer lugar, el proceso administrativo sigue lastrado por visiones y criterios de su pasado histórico, el derecho español de los tiempos de la colonia – y concretamente, de la Ley de 13 de septiembre de 1888 –el que a su vez tuvo como referencia el modelo francés, pero tomando de éste los aspectos más restrictivos–.2 Dicha normativa se fundamentaba en el carácter revisor de la jurisdicción y su gravitación en torno a la legalidad del acto administrativo, que impedía el enjuiciamiento de las actuaciones materiales y las omisiones; la concepción de la discrecionalidad administrativa como un poder libérrimo e injusticiable; la constatación del derecho exigible para justificar la legitimación; la limitada intervención de la jurisdicción en la función administrativa, que implicaba la reducción de los poderes de los tribunales en relación con la imposición de medidas cautelares y la ejecución de sentencias. Todos estos aspectos han permanecido prácticamente incólumes a lo largo de estos dos siglos, sin sufrir trastornos significativos, a pesar de que en las legislaciones procesales más recientes (tanto la de 1974 como e n la vigente de 1977) se haya intentado, sin ningún éxito en la práctica, alguna modificación favorable – especialmente en la reformulación del objeto del proceso en punto de superar los perniciosos efectos del dogma de la función revisora, y la posibilidad de atacar el ejercicio de la potestad reglamentaria–.

A lo anterior hay que agregar las concepciones propias de la teoría socialista del Estado y el derecho y en particular las que atañen a la relación Estado-individuo y las relaciones entre las estructuras u órganos del Estado, que han sido determinantes en la articulación e interpretación de los derechos constitucionales y las garantías para su realización y defensa en nuestro caso. En ese sentido, la ponderación de los derechos económicos, sociales y culturales por encima de los civiles y políticos (los que tampoco han sido concebidos como típicos derechos subjetivos oponibles frente al Estado), y el intervencionismo estatal en pos de su realización, han conllevado a una potenciación de las garantías materiales en detrimento de las jurisdiccionales y la consecuente configuración de una función administrativa prácticamente libre de la acción fiscalizadora de los tribunales. Así lo refleja, por un lado, el reducido fragmento de la organización administrativa, que puede ser enjuiciada en sede procesal y, por el otro, la cada vez más creciente legislación que, ya sea por una cuestión de oportunidad política, ya por puro mimetismo, continúa sustrayendo materias a la controversia judicial. Todo ello, unido a la reducción del contenido sustantivo de las leyes que implican una disminución de los parámetros del control jurídico de su aplicación, ha ido vaciando de contenido a la jurisdicción contencioso- administrativa.

Los factores anteriores, a los que aún cabe añadir la existencia de una práctica judicial eminentemente formalista, que no ha sido capaz de superar los esquemas estrictos y ortodoxos con los que tradicionalmente ha operado y que, contrariamente, ha contribuido a reforzar las ya muy extendidas limitaciones impuestas por el legislador, han disminuido ostensiblemente el valor de la justicia administrativa como institución garante del necesario equilibrio entre las prerrogativas de la administración y los derechos de los ciudadanos.

Pero si hay un elemento que resulta determinante en esta desfavorable situación que vive hoy la justicia administrativa cubana lo es, sin dudas, el muy pobre (prácticamente nulo) papel de la Constitución en su configuración. Desde su posición superior y su carácter de norma fundamental de todo el orden jurídico, la carta magna no ha incidido en la ordenación y consagración de un régimen procesal administrativo que sirva de garantía a su propia integridad y de los derechos de los ciudadanos frente a la acción lesionadora de la Administración pública, dada la ausencia de cláusulas que expresamente reconozcan el control jurisdiccional de la función administrativa y el derecho fundamental de acceso a la justicia. Esta situación merece un análisis particular, al que se dedican las siguientes líneas de este trabajo.

Constitución y justicia administrativa en Cuba

Si algo resulta hoy indiscutible para la teoría del derecho en casi todo el mundo, es el reconocimiento del de la validez formal superior y fuente normativa que dentro de cada ordenamiento jurídico ostenta la norma constitucional. La Constitución es –según Kelsen (2001)– «el asiento fundamental del orden estatal», «base indispensable de las normas jurídicas que regulan la conducta recíproca de los miembros de la colectividad estatal, así como de aquellas que determinan los órganos necesarios para aplicarlas e imponerlas y la forma como estos órganos habían de proceder» (p. 21) .

Así también es entendida, al menos en el plano dogmático, en el ámbito jurídico de Cuba. Según su propio texto, la Constitución Cubana se reconoce como «la ley primera de la República», cuyo cumplimiento estricto «es deber inexcusable de todos». Al formular los valores superiores del ordenamiento jurídico (libertad, justicia social, bienestar individual y colectivo, solidaridad humana), condiciona y determina la creación y aplicación del derecho y vincula a todos los órganos del poder y a los propios ciudadanos.

Pero si algo resulta consustancial al concepto de supremacía y normatividad constitucionales, es la idea del control de la conformidad con la Constitución, de las actuaciones del poder, cuestión que constituye elemento nuclear del constitucionalismo moderno. La idea del control es, –se ha dicho– un elemento inseparable del concepto de Constitución, en su doble dimensión: política y jurídica, de manera que sólo si existe control de la actividad estatal puede la Constitución desplegar su fuerza normativa y sólo si el control forma parte del concepto de Constitución puede ser entendida ésta como norma (Aragón, 2002: p. 81).

El papel de la Constitución, es, precisamente, fijar las reglas del ejercicio del poder y determinar sus formas de control. «Dejado a su suerte, el poder fluiría con tal rapidez que se haría impredecible, en perjuicio de relaciones sociales estables, seguras, libres y justas» (Valdés, 1998: pp. 12- 13). Cuáles habrán de ser estos mecanismos o instrumentos de control es un asunto que depende de las características propias de cada sociedad y de cada ordenamiento político en particular y de cada momento histórico concreto. Pero en todo caso, de las experiencias de los diferentes sistemas constitucionales se pueden sistematizar instrumentos comunes con los que se pretende conseguir ese ejercicio de control, ya sean estos de signo popular o institucional. Dentro de estos últimos, uno que resulta muy ponderado y que ha ocupado un lugar común en las constituciones, revelándose como instrumento idóneo para esos propósitos, es el ejercido por los órganos jurisdiccionales, es decir, por órganos estructurados con independencia de los titulares de la función política y al servicio de la salvaguarda de la ley y –en primer lugar– de la Constitución.

Así, la justicia constitucional (sea ésta difusa o concentrada) se erige como garantía de la Norma Fundamental frente a la acción del legislador (y el resto de los órganos estatales) y, para la porción de la esfera del poder correspondiente a la administración pública, queda entonces –en primera instancia– la jurisdicción administrativa (sea ésta ordinaria o especializada).

La fuerza normativa superior de la Constitución vincula al juez de la administración, que debe convertirse en garante de la integridad de sus postulados, mediante el control de constitucionalidad de las actuaciones de los funcionarios públicos, teniendo el deber de censurar y sancionar con la invalidez aquellas vulneren, contradigan o desconozcan dichos postulados.

La normatividad constitucional como fuente primera del derecho está, por tanto, estrechamente relacionada con la labor de la jurisdicción administrativa. Cuando ésta cumple adecuadamente con su función de control, la Constitución puede desplegar su poder normativo, pero si no lo hace, o lo hace de manera defectuosa, esa normatividad se desvanece.

La relación entonces entre Constitución normativa y justicia administrativa quedaría así establecida en términos de «interdependencia». La Constitución ha de determinar la existencia, organización, contenido y principios de la jurisdicción (y de la administración sobre la que éste ejerce su función de control); mientras que precisamente de la función jurisdiccional dependerá la «realización» de aquella, de su capacidad normativa, y muy especialmente de los derechos que ella consagra.

En efecto, los derechos reconocidos en la Constitución tienen sus garantías de realización en acciones materiales positivas – encomendadas particularmente a la Administración Pública– y en reglas jurídicas, tanto sustantivas como procedimentales y procesales.3 Estas últimas se erigen como garantías «de cierre» del sistema de protección de los derechos, en tanto están destinadas a asegurar su tutela efectiva y a corregir cualquier posible abuso o vulneración de su ejercicio. La existencia, por tanto, de una jurisdicción y el correlativo proceso representa una dimensión esencial de los derechos humanos. En este sentido, la justicia administrativa, a falta de una jurisdicción constitucional en Cuba, deviene institución medular para la tutela de los derechos constitucionales frente al poder público y concretamente, frente al poder que representa la Administración.

Sin embargo, una somera mirada a la realidad jurídica Cubana, revela claramente que las cosas no son así. Entre la Constitución y las disposiciones reguladoras de la justicia administrativa no existe esa relación de interdependencia, sino una clara y perceptible distancia que termina por generar una situación deficitaria en el sistema de garantías de los derechos fundamentales.

Si se analiza el texto constitucional y la forma en que se ha articulado por el legislador la jurisdicción contencioso- administrativa, así como también la propia práctica judicial, más encomendada a la obediencia «a la ley» que a la misma Constitución, no cabría sino concluir que la justicia administrativa Cubana sólo se vincula al texto constitucional desde lo orgánico y en el reflejo de los valores y principios que él encarna y que han de informar a todo el ordenamiento jurídico (incluyendo por supuesto, al procesal administrativo y al de la función judicial), mas no por la consagración de preceptos concretos que directamente determinen la articulación de un régimen contencioso- administrativo que garantice la integridad de la propia Constitución y especialmente de su parte dogmática.

Concretamente, la justicia administrativa no está diseñada para la defensa de la legalidad constitucional ni de los derechos que ella misma consagra,4 aserto que verifica la propia LPCALE en su artículo 657. 4), al excluir expresamente del ámbito de la jurisdicción la «materia constitucional», previsión que supondría en principio, si se siguiera una interpretación amplia y literal del término (y al mismo tiempo asistemática), la imposibilidad de ventilar en sede judicial cualquier conflicto que tuviera por objeto algún contenido del texto fundamental.

La ausencia de compromisos constitucionales con la justicia administrativa puede obedecer a dos aspectos esenciales: El primero, que es el más importante, es consustancial al ordenamiento jurídico entero y se refiere a la forma en que los postulados de la teoría socialista han concebido a la Constitución y su relación con la ley y la forma en que una y otra vinculan a los tribunales. El segundo aspecto tiene que ver con la manera en que el constituyente concibió el reconocimiento y realización de los derechos en el Estado socialista y el papel asignado en ello a los tribunales y a los órganos administrativos, lo que determinó asimismo la forma de entender las relaciones entre unos y otros, no en términos de sumisión plena o absoluta de éstos al poder fiscalizador de aquellos, sino en los de una prácticamente estricta separación entre las funciones de cada uno y por tanto, de relativa (o más bien amplia) libertad de la Administración en su actuación.

En lo que se refiere al primer aspecto, hay que recordar que la Constitución Cubana, en sintonía con los postulados rousseaunianos sobre la inalienabilidad e indivisibilidad del poder soberano5 y bajo la influencia de la teoría socialista del Estado de corte soviético, adopta el principio de unidad de poder como base de la organización y funcionamiento estatales y las relaciones entre sus órganos: legislativo, ejecutivos y judiciales.

La base teórica de este concepto se fundamenta en el hecho de que el Estado no puede escindirse formal ni materialmente (Azcuy, 2010: p. 260), ello en contraposición con la clásica formulación de la tripartición de poderes desarrollada por Montesquieu (inspirada en la de Locke)6 sobre la cual se asienta el constitucionalismo moderno. Consecuencia directa e inmediata de estos postulados es el reconocimiento de la supremacía del Parlamento, representante del poder soberano al cual quedan subordinados todos los órganos estatales. Para esta teoría, partidaria de una visión instrumental del Estado, el elemento unificador del poder estatal era la voluntad política de la clase dominante (Azcuy, 2010: p. 260) expresada en el derecho.

Se produce de esta manera una afirmación de la omnipotencia del legislativo y correlativamente la primacía de la política sobre el derecho. Es decir, el derecho es un instrumento de la política, de la cual es función exclusiva la legislación. La Constitución se entiende, al mismo tiempo, no como un instrumento normativo de limitación al legislador, sino como norma- principio, de carácter programático y de aplicación diferida que requiere de la normativa de desarrollo para lograr su realización.7

De ello se sigue una identificación de la legitimidad de la ley por el sólo hecho de existir y por tanto, su interpretación y aplicación judicial habrá de ser incondicional, sin que quepan juicios sobre su validez ni su contraste con las normas constitucionales, porque:

«el juez no puede ser juez de la ley, porque está sometido a ella por imperativo constitucional (...) y no puede dejar de aplicarla aunque la considere inconstitucional (...) quedando sustraído no ya de la posibilidad de aplicar la Constitución [porque no tiene atribuida la función de control, como en los sistemas de control difuso] sino al menos de poder plantear la cuestión de constitucionalidad directamente en el caso en que pueda surgir una contradicción entre la ley y la Constitución» (Méndez-Cutié, 2009, p. 354)

[En la medida en que tampoco existen los mecanismos de promoción de cuestión de constitucionalidad al órgano encargado del control, como en los sistemas concentrados].

Todo lo anterior significa, concretamente, que la jurisdicción – y en este caso específico la administrativa– no pueda cuestionarse el desarrollo que haga el legislador de los derechos constitucionales, la manera en que los configura ni las limitaciones que les imponga, incluida la de impedir su defensa en sede judicial. Por lo tanto, sólo podrá intervenir para garantizar su observancia en la medida en que el legislador lo disponga y con el contenido y los límites que él mismo establezca.

Ahora bien, si es comprensible (que no defendible) que así sean las cosas respecto de la ley, muy distintas han de ser cuando se trata del enjuiciamiento de otro tipo de decisiones distintas de aquella, ya sean normas reglamentarias o meros actos administrativos. Aquí si cabría perfectamente (o más exactamente se debe efectuar) una valoración de la coherencia de dichas decisiones con la Constitución, de manera que existe la responsabilidad de los jueces de escoger de aquella únicamente los contenidos válidos, o sea, compatibles con las previsiones constitucionales y con los derechos en ella reconocidos.

Sin embargo aquí también las insuficiencias son ostensibles. La Constitución no ha pasado de ser vista como documento político, como norma- principio. Se predica de ella su supremacía y su valor como una disposición normativa, pero la realidad constata que no es ni tan suprema, ni tan normativa. Existe aún mucha resistencia a asumirla desde su dimensión jurídica, como fuente de derecho contentiva de reglas directamente aplicables a las relaciones jurídicas y la solución de los conflictos. Los operadores jurídicos –y especialmente los tribunales–, rara vez derivan del texto constitucional los fundamentos de sus decisiones8 y aún menos cuando se trata de confrontarla con (e imponerla sobre) alguna norma que la contradiga, sea ésta del rango que fuere. En otras palabras, siguiendo a Mondelo García (2003: p. 106), la regla de reconocimiento del derecho Cubano no incluye la conformidad con la Constitución como criterio máximo de identificación de las normas jurídicas válidas. Sólo a ella se apela como ultima ratio, a falta de alguna otra disposición (del rango que fuere), que regule la materia específica, o cuando sus postulados han sido reproducidos por las correspondientes normas de desarrollo, y en estos casos se le menciona como mero refuerzo del razonamiento. Un trabajo reciente de las autoras Ferrari y Arredondo (2012) –esta última jueza de la sala de lo civil y lo administrativo– cuyo tema es precisamente la aplicación de la Constitución por los tribunales así lo confirma:

«La mayoría de las sentencias que se exponen (...) utilizan la alusión constitucional a partir de la interpretación sistemática de las normas contenidas en el ordenamiento jurídico, de modo que, a partir de las normas constitucionales, se fundamenta, igualmente, con otras normas que desarrollan aquellas, demostrando argumentaciones más acabadas desde una visión sistémica del ordenamiento» (p. 73).

El trabajo enumera varias sentencias, muchas de las cuales sólo hacen precisamente alusión a preceptos constitucionales como simple obiter dicta, sin que se concrete cuál es su función en la ratio decidenci, excepto algunas en que son determinantes para la solución de conflictos respecto de la vigencia temporal del derecho, como el principio de irretroactividad de las leyes consagrado en el artículo 61 o para decidir sobre la validez de actos de autoridades que infringen el principio de subordinación del artículo 68 (Ferrari- Arredondo, 2012, p. 72).

En términos generales, la función que ha jugado Constitución en las decisiones del Tribunal Supremo, en lo que se refiere a la materia administrativa, puede extraerse de la propia sentencia 42 de 27/01/2006 de la Sala competente en la materia: «su preceptiva se aplica de forma directa a falta de regulación sobre el tema de que se trate o cuando no exista armonía entre las que complementan sus preceptos» Ferrari- Arredondo, 2012, p. 72).9

Con esto se pone en evidencia que, efectivamente, la Constitución no es la norma primera que sirve de fundamento a la realización de la justicia administrativa. Su aplicación tiene un mero carácter complementario o interpretativo de las normas de desarrollo (cuando contrariamente deben ser éstas las «complementarias» de aquella), o supletorio, para cubrir las lagunas de la ley, pero sin la capacidad para imponerse, con la fuerza normativa superior que cabe predicar de ella, sobre cualquier otra disposición que la contradiga. En otras palabras, siguiendo el razonamiento de Mondelo (p. 107), la conformidad con las normas constitucionales es un criterio de identificación del derecho válido, pero un criterio subordinado, es decir, que aunque forma parte de la regla de reconocimiento del derecho Cubano, no es la regla última, no es el criterio supremo de identificación del derecho, sino que puede ceder ante otro criterio, el cual es precisamente la existencia de otras normas del ordenamiento, ya deriven su validez directamente del ejercicio de una facultad contenida en la Constitución o en otro cuerpo normativo de inferior jerarquía.

En lo tocante al segundo aspecto antes mencionado, relativo a la regulación de los derechos, importa decir que la Constitución Cubana se atiene, con toda consecuencia, a la doctrina y a la técnica propia del constitucionalismo socialista (Azcuy, p. 148), de tipo estatalista derivado de la experiencia del constitucionalismo soviético, tanto en la declaración o reconocimiento del conjunto, como en lo referido a la condicionalidad material y el sistema de garantías (Méndez- Cutié, 2009: p. 356). Por ello se ocupa de poner en primer plano el conjunto de derechos socioeconómicos y culturales y las garantías generales o premisas socioeconómicas, políticas y sociales que permitan la condicionalidad material de para su realización, minimizando, al mismo tiempo, algunos de los derechos civiles y políticos frente a aquéllos (Mariño; Cutié; Méndez, 2004: pp. 326- 327) El peso que se les otorga a este conjunto de derechos llamados de segunda generación implica un amplio despliegue de la función administrativa para garantizar su efectiva realización, por tanto ellos terminan configurando el contenido de la actividad de la administración pública Cubana, determinando así su carácter de interventora directa en la actividad económica y en la prestación de los servicios. Así entonces, «la Administración Pública sería el único proveedor de los recursos requeridos para asegurar los derechos, y se impuso el criterio de la prioridad de las garantías [materiales] respecto de las jurídicas o (...) formales» (Prieto 2012: p. 338). Al mismo tiempo, «no se conciben los derechos civiles y políticos como derechos subjetivos ejercitables frente al Estado (...), la concepción del Estado de la mayoría impide la noción de que éste pueda vulnerar los derechos y por tanto, el derecho a la defensa individual frente a él» (Prieto, 2004: p. 32). Si el Estado es «de todo el pueblo» [según la doctrina heredada del constitucionalismo soviético], resultaría superfluo, desde todo punto, la defensa ejercible por acción ciudadana individual o colectiva, contra la actividad estatal (Fernández- Guanche, 2013: pp. 212- 213).

Esta forma de concebir el papel de la Administración pública y la dinámica de los derechos y su protección en el nuevo modelo de Estado socialista, tuvo su reflejo también en la manera en que se concibió la función de los tribunales respecto al control de la actividad administrativa. Si se pretendía contar con una administración que fuera capaz de dar respuesta a cualquier situación que surgiera en el cumplimiento de su objetivo principal de satisfacción de las necesidades colectivas, pues debía concedérsele amplia capacidad de acción y libertad de movimiento, lo cual no era posible si en cada momento tuviera que estar respondiendo a demandas judiciales que se interpusieran por ciudadanos inconformes con su actuación. A ello se añade el hecho de que el propio derecho, que habría de servir de parámetro de control, fue considerado «como un instrumento inapropiado para la necesaria agilidad y eficacia de las medidas políticas y administrativas» (Azcuy, 2010: p. 284).10 Todo esto se tradujo en la ausencia de cláusulas constitucionales expresas que reconocieran el derecho de acceso a la justicia y en general de la tutela judicial efectiva y, correlativamente, el de sometimiento irrestricto del actuar administrativo al control jurisdiccional, bajo el criterio de que ello supondría el riesgo de una indebida o inoportuna intromisión de los tribunales en los asuntos de administración que terminara desnaturalizando la función judicial o paralizando la actividad administrativa.11

Esta conclusión puede extraerse de lo expresado en 1973 por Osvaldo Dorticós, quien fuera entonces presidente de la república y luego ministro de justicia y tomara parte en la redacción de las leyes del proceso administrativo:

«advertíamos -creo que con total unanimidad, todos los que participábamos en la reunión de hoy- que estamos intentando regular el papel, la misión y el proceso en cuanto a la participación que los Tribunales de Justicia tengan en materia de procedimiento administrativo sin que antes hayamos desarrollado el derecho administrativo sustantivo de carácter socialista y el procedimiento administrativo previo al conocimiento posible de las cuestiones administrativas por parte de un tribunal de justicia, y si acaso no asoma aquí el peligro de que, a pesar de nuestra concepción teórica, pueda emerger, sin quererlo, inconscientemente, un tribunal de justicia – aún sin proponérselo– comenzar a controlar jurisdiccionalmente la actividad estatal, lo cual equivale de nuevo a la creación de un poder judicial sobre el poder estatal...» (p. 13)

La noción de «poder estatal» de la que habla el expresidente, debe comprenderse a la luz de la noción de unidad de poder (artículo 66 del texto original de la Constitución, suprimido del texto vigente) antes apuntado. No obstante, a pesar del claro rechazo a la concepción de la «división de poderes», la estructura del Estado socialista, sea por razones meramente prácticas, se construyó sobre un esquema de división funcional del al estilo de la teoría montesquieana: con un órgano legislativo (con supremacía sobre el resto), uno Ejecutivo (encargado del Gobierno y la Administración) y un sistema judicial, estos últimos con independencia entre ambos. Esta división funcional del poder, según aprecia Mondelo –fue siempre un problema mayor de la concepción unitaria del poder al estilo soviético. «La idea del poder estatal uno e indivisible, entendida más como justificante de un poder autoritario y burocratizado que como noción crítica de la tripartición de poderes del liberalismo, ha ocasionado un desarrollo pobre y limitado de la diferenciación de sus funciones, y de los efectos prácticos negativos de no tomar en cuenta esa distinción en el funcionamiento de los órganos estatales» (pp. 98- 99) y recuerda, con cita a Martha Harnecker, que un modelo funcional de democracia socialista debe evitar o corregir tales fenómenos, que sólo entorpecen y retrasan, cuando no impiden, el desarrollo de una auténtica sociedad nueva (p. 99).

Algunos aspectos constitucionales que inciden en la justicia administrativa

A pesar de que, como se ha dicho, la Constitución no contiene preceptos que expresamente se refieran a la justicia administrativa, sí pueden extraerse de su texto algunos elementos, reglas o principios que inciden en su conformación:

    A) El principio de unidad de jurisdicción: La justicia administrativa se incardina dentro del sistema judicial. Es una manifestación de la jurisdicción única encomendada en el artículo 120 al Tribunal Supremo y al resto de los tribunales que la ley instituye, aunque sea ejercida por las salas especializadas de los tribunales provinciales populares y el Tribunal Supremo.12

    B) La definición constitucional de los órganos de la Administración: La administración pública integra el elemento subjetivo de la relación jurídico- pública que genera la actividad sometida a la jurisdicción contencioso- administrativa. Así, son órganos constitucionales de la administración, el Consejo de Ministros y su Comité Ejecutivo (artículos 95 al 97); los ministerios y organismos centrales que forman parte del consejo de ministros (artículo 95); el presidente del consejo de Estado y jefe de gobierno (artículo 74); los órganos de la administración local (artículo 103) y el Consejo de Defensa Nacional (artículo 101), este último durante el estado excepcional.

No obstante no de todos los mencionados la ley predica el sometimiento al control jurisdiccional. Sólo los organismos de la administración central del Estado y sus estructuras y los órganos de la Administración local pueden ser demandados en sede contenciosa (artículo 655 LPCALE).

    C) El principio de legalidad: Es, como ya se ha afirmado, principio capital del derecho administrativo, en tanto se erige como límite y fundamento de actuación de los órganos estatales y por tanto, parámetro de examen de la validez de la actuación administrativa. Para Fernández Bulté (2004, p. 238) el principio de legalidad constituye el único método posible de dirección de la sociedad, mediante el cual se abandona la arbitrariedad, el voluntarismo y el autoritarismo y la sociedad es conducida por la ley que representa los grandes intereses y proyectos de la mayoría.

La formulación constitucional de este principio encuentra asiento en los artículos 10 y 66 del magno texto, ambos con dimensiones y alcance diferentes. De esta regulación constitucional, concluye Arias (2011), –con cita de Álvarez Tabío– que el principio de legalidad vincula tanto a los ciudadanos como a los órganos del Estado –y particularmente a los que integran la administración pública– constituyendo para estos últimos, «más que un principio para la actuación, un estandarte de limitación» (p. 91). «Es por ello que, –sostiene– afirmar encontrar en alguno de estos preceptos, el fundamento del principio de vinculación positiva de la administración pública Cubana al ordenamiento jurídico, puede resultar pretensioso. Si bien constituye un antecedente próximo, la terminología empleada por la propia norma dificulta su aceptación en extenso. No resulta de igual significación reconocer una administración pública que sólo puede actuar bajo una expresa habilitación legal, que una administración cuyo deber no exceda de la observancia, por muy estricta que sea calificada, del principio de legalidad» (p. 91).

En lo particular puede cuestionarse el hecho de afirmar que la exigencia constitucional de vinculación positiva de la Administración a la legalidad sea una tarea pretensiosa.

Ambos preceptos constitucionales, los artículos10 y 66, se proyectan sobre el principio de legalidad, pero en cada caso, con fórmulas diferentes y, por tanto, también con consecuencias diferentes.

El artículo 66 impone un deber genérico de obediencia a la Constitución y las leyes por parte de todos, de los órganos de poder, las autoridades y los ciudadanos; por lo que ciertamente de él no puede concluirse algún tipo de sujeción positiva al ordenamiento, algo que además no es predicable de la conducta de los particulares, presidida por el principio de autonomía de la voluntad. Pero no ocurre lo mismo con la fórmula adoptada en el artículo 10. En él no sólo se consagra únicamente el deber de los órganos del Estado, dirigentes funcionarios y empleados en general de «observar estrictamente la legalidad socialista» – lo cual, efectivamente, tampoco diría mucho sobre alguna necesidad de exigencia de previa habilitación legal para la actuación válida de la administración–, sino que expresamente dispone que éstos actúan «dentro de los límites de sus respectivas competencias», términos que constituyen expresión inequívoca de una vinculación positiva que enmarca a la función administrativa dentro de los parámetros y en las condiciones previamente establecidas en la ley.

Si se asume el término «competencia» en el sentido técnico estricto, como el conjunto de funciones o atribuciones con los que el ordenamiento habilitan a los órganos públicos a actuar válidamente en el ámbito inter-subjetivo,13 o como especie del concepto genérico de potestad –como da cuenta la propia autora y en cuya configuración, según sostiene, la norma jurídica se consagra «como límite y condición»– (Arias, p. 20) no cabría sino concluir que la actuación de las autoridades administrativas «dentro de los límites de sus respectivas competencias», a que se refiere el mentado artículo 10, no es otra cosa que la actuación «dentro de los límites de los poderes, funciones, atribuciones, potestades o facultades que previamente les ha conferido el ordenamiento», para el cumplimiento de sus finalidades.

Álvarez Tabío (1980), en una ocasión apuntaba que el principio de legalidad «debe caracterizarse por la claridad, precisión y dinamismo de las normas que impone; debe fijar de antemano la esfera de competencia de los órganos estatales, sobre el principio de que ningún funcionario, ya sea de arriba o de abajo, puede hacer sino lo que la ley lo autoriza» (p. 236).

Esta idea de vinculación positiva se refuerza con la articulación en la propia Constitución de la potestad reglamentaria, encuadrándola expresamente en el ámbito de ejecución de la ley (artículos 98, incisos j y k y 100 inciso b), como seguidamente se verá.

    D) El reconocimiento de potestades administrativas. La atribución de potestades es el medio de articulación técnica del principio de legalidad. El poder jurídico14 que entraña el reconocimiento de un conjunto de competencias y facultades a los órganos administrativos para la consecución de las finalidades establecidas en la ley, supone su habilitación o aptitud legal para actuar en el ámbito inter-subjetivo. El haz de potestades atribuidas constitucionalmente a los órganos de la administración es muy amplia, pero de todas ellas es de muy particular significación para la justicia administrativa el reconocimiento de la potestad reglamentaria (artículos 98 incisos j) y k), respecto del Consejo de Ministros y artículo 100 inciso b), respecto de los organismos de la Administración central).

La potestad reglamentaria, se ha dicho, es la más «intensa y grave», puesto que implica participar en la formación del ordenamiento (García de Enterría-Fernandez, 2011: p. 184). El reglamento, producto de su ejercicio, tiene entonces para la justicia administrativa una doble condición: Por una parte, como fuente del derecho para la administración pública, creador de normas jurídicas generales y obligatorias deviene acto controlador; es decir, parámetro de control de los actos administrativos en tanto integrante del llamado bloque de legalidad que determina el marco válido de actuación de la administración. Por otra parte, en tanto normas de carácter secundario, subordinadas a la ley, son actos controlados, o sea susceptibles de revisión jurisdiccional.

Es precisamente en esta última función, la del control del reglamento, donde la justicia administrativa revela una de sus principales insuficiencias, que refuerza además la idea antes aludida sobre su inconexión con la Constitución.

En efecto, el control jurisdiccional sobre la actividad reglamentaria ha de entenderse dirigida no sólo al contenido material del reglamento impugnado, sino también (y en primer lugar), hacia la legitimidad del ejercicio mismo de la potestad reglamentaria y su confrontación con la norma que la concede. En ninguno de los dos casos han existido (suficientes) evidencias de intervención jurisdiccional, a pesar de que, según la letra de la ley, es perfectamente posible. No es de mérito analizar en este trabajo las causas de esta inactividad judicial, pero sí es pertinente destacar, respecto de este último supuesto, el hecho de que el orden jurisdiccional durante años no se haya pronunciado sobre –y ni siquiera haya reparado en– en el evidente quiebre constitucional que ha supuesto siempre la existencia de los llamados reglamentos autónomos o independientes; situación que refuerza el criterio que se ha sostenido sobre la falta de justificación constitucional del contencioso- administrativo.

Si se verifica la forma en que la Constitución determina el reconocimiento de la potestad reglamentaria, tanto al Consejo de Ministros como a los jefes de los organismos de la Administración central, se constata claramente que la misma sólo el posible marco de «la ejecución de las leyes y los decretos- leyes», (artículo. 100, inciso b), por lo que, consiguientemente, sólo existe lugar desde la Constitución para la existencia de los reglamentos ejecutivos y no para los independientes.

Ciertamente en la doctrina se admite la existencia de los llamados reglamentos independientes, tema que no ha sido pacífico y ha generado posiciones encontradas de diversos autores –ello en dependencia del diseño jurídico constitucional de cada país y la manera en que cada uno regule la potestad reglamentaria-15. Sin embargo, ese tipo de discusiones teóricas no debieran tener lugar en el ámbito Cubano, pues explícitamente el texto constitucional faculta a los jefes de los organismos de la administración central, a emitir «los reglamentos que se requieran para la ejecución y aplicación de las leyes y decretos-leyes que les conciernen»; no para el ejercicio de actividad reglamentaria autónoma, salvo el caso de la reglamentación en el ámbito organizativo interno, para la dirección de las tareas y asuntos del organismo a su cargo (artículo 100 a).

Garcini (1986) justifica la existencia de este tipo de reglamentos sobre el argumento de que constituyen «una manifestación de voluntad primaria de la administración en ejercicio de atribuciones propias» (p. 65), pero es real que la administración no tiene ningún poder propio y originario anterior al ordenamiento jurídico. Las potestades de la administración pública sólo existen en la medida y con el alcance que el ordenamiento positivo las concibe y aquí es el caso que el ordenamiento constitucional circunscribe la potestad reglamentaria únicamente al ámbito ejecutivo, por lo que cualquier ejercicio en contrario es, ipso facto, ilegítimo.16

Ilegítima también es, por supuesto, la declinación por la jurisdicción del enjuiciamiento de la potestad ejercida en los antedichos términos. Y no cabría aquí como excusa de la omisión de deber de control el que se trata de una «materia constitucional» vedada a los tribunales por el artículo 657. 4) de la LPCALE. El control de la potestad reglamentaria es, en todo caso, control de legalidad. Es contraste del reglamento (de su contenido y de su forma) con la ley que le ha de servir de cobertura. Una ley inexistente en este caso, pero precisamente por no existir cuando es indispensable su presencia porque así lo determina el ordenamiento, es que la norma reglamentaria autónoma deviene ilegal. Para declarar su invalidez, no son necesarios juicios de inconstitucionalidad ni declaraciones formales en ese sentido. Basta sencillamente, pronunciar su nulidad por no estar fundada, precisamente, en la ley.

No son sólo las mencionadas las únicas inconsistencias respecto de la potestad reglamentaria que afectan la relación Constitución- justicia administrativa. Al lado de éstas se le ha dado cabida a otra función del reglamento, esta vez impropia, que si bien no ha sido extendida ni puede hablarse de su consolidación, sí resulta preocupante por cuanto supone la ruptura del diseño constitucional de las relaciones del ejecutivo y el sistema judicial y al mismo tiempo la negación misma de la justicia administrativa como mecanismo de control de la Administración, para ponerla a su servicio.

Se trata de la función propia de la legislación procesal, como condicionante y límite del contenido y el alcance de la jurisdicción.

En un artículo publicado en el número 7 de la revista Justicia y Derecho, la magistrada de la sala de lo civil y lo administrativo del Tribunal Supremo Popular, Carrasco (2006), al referirse a los límites del acceso a la jurisdicción contencioso- administrativa, afirmó:

«... en nuestro ordenamiento jurídico el límite no está sólo en los supuestos a que se contrae el artículo seiscientos setenta y tres de la Ley de Procedimiento Civil, Administrativo y Laboral para combatir resoluciones que sean reproducción de otras anteriores definitivas y firmes y confirmatorias, sino por la norma jurídica creada por el órgano estatal que le corresponde la función legislativa o por la que se dicta en virtud del poder reglamentario que se le confiere a la Administración, que son las que permite (sic) la competencia del Tribunal para conocer la posible lesión de un derecho de carácter administrativo» (p. 26).

Esta expresión, cuya relevancia le viene precisamente por la trascendental función que desempeña su autora en el aparato de poder, quizás no habría motivado otro comentario, sino fuera porque el propio Consejo de Gobierno del Tribunal Supremo ha llevado al plano de los hechos lo que sólo parecía el criterio en un artículo de doctrina, de uno de sus jueces.

Por medio de la Instrucción No. 203 de 10 de noviembre de 2010, en el ámbito de la justicia laboral, el máximo órgano judicial determinó la incompetencia de los tribunales para conocer sobre el fondo del asunto de las inconformidades de los trabajadores con la declaración de disponibles determinada por sus empleadores, tomando como fundamento precisamente una disposición reglamentaria del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social para los órganos de justicia laboral de base.17

Estas interpretaciones no sólo desconocen la unidad del ordenamiento jurídico que propugna la primacía de la ley formal sobre las norma reglamentaria y el correlativo principio de legalidad, que obliga a la segunda a atenerse al contenido de la primera; sino que hasta subvierte uno de los principales pilares sobre los que se erige el Estado moderno, consagrado también en la Constitución, cual es el principio de la separación de funciones, que implica que no puede corresponder a la administración, sino únicamente al legislador la facultad de determinar el alcance de la función jurisdiccional.

    E) El reconocimiento de los derechos: Si bien, como se ha dicho, la jurisdicción contencioso- administrativa no está diseñada con el fin de garantizar los derechos constitucionales, no quiere decir que su protección no pueda reclamarse ante ella, aunque ciertamente la protección será muy limitada. En tanto de su reconocimiento constitucional pueda derivarse un derecho subjetivo directamente exigible y siempre y cuando no exista una limitación expresa del legislador, es posible recabar su tutela ante la eventual vulneración por acto administrativo.

Los derechos contenidos en el magno texto tienen aquí una particular significación: El derecho a obtener indemnización por el daño o perjuicio causado indebidamente por funcionarios o agentes del Estado con motivo del ejercicio de las funciones propias de sus cargos (artículo 26), que se conecta con el principio de responsabilidad administrativa y que constituye objeto propio del proceso administrativo (artículo 658 LPCALE) y el derecho a dirigir quejas y peticiones a las autoridades y a recibir la atención o respuestas pertinentes y en plazo adecuado (artículo 63), que se vincula con la clásica figura del silencio administrativo. No obstante es conveniente señalar que la forma en la que se reflejó este derecho en la Constitución viene a confirmar lo que antes se ha dicho de la intencionada inconexión de la justicia administrativa con el texto constitucional, operada por sus redactores. Ello puede concluirse si se compara con su con la regulación que de él hizo la predecesora de 1940, que en su artículo 36 reconocía no sólo la posibilidad de dirigir peticiones a las autoridades, sino la garantía de recurrir la eventual ausencia de respuesta en el término legal previsto o en su defecto el de 45 días. El constituyente del 1976, que la tuvo a la vista, prefirió dejar solamente el enunciado del derecho, remitiendo la regulación de la garantía contra el silencio a la ley procesal, la que a su vez la reservó para la falta de resolución de los «recursos» (artículo 672 LPCALE), desconectándola así del derecho de petición del artículo 63 constitucional.

Sobre la posibilidad de defensa de los derechos constitucionales en sede contencioso- administrativa se proyecta también el apartado 4) del artículo 657 LPCALE, que excluye de su ámbito los conflictos sobre «materias constitucionales». Méndez y Cutié (2012: p. 365) convergen en una interpretación restringida de dicho precepto, al considerar que «el sentido del legislador no era excluir tal materia sino las relativas a las cuestiones de constitucionalidad de las leyes y demás disposiciones de carácter general», sustrayendo así a los derechos de la prohibición de acceso a la justicia en los términos del precepto comentado.

Coincidiendo con las profesoras se entiende que, efectivamente, la sustracción de las materias constitucionales están referidas a la prohibición a los tribunales de ejercer el control de constitucionalidad de las normas dictadas por los órganos superiores del Estado (atribución propia de la Asamblea Nacional) y, en general, a aquellos asuntos que no sean propiamente materia del derecho administrativo, mas no a la solución de los conflictos relacionados con la violación de los derechos constitucionales que provengan de la Administración ordinaria, toda vez que la propia formulación de la jurisdicción contencioso-administrativa recogida en el ya citado artículo 656 es precisamente la de conocer de todas las pretensiones que se deduzcan contra las resoluciones administrativas que vulneren derechos legalmente establecidos a favor del reclamante, lo cual, a fortiori, debe incluir los constitucionalmente reconocidos. Entender que el término legalmente se restringe sólo a la ley formal y que, por tanto, la garantía jurisdiccional opera exclusivamente sobre los derechos ahí establecidos, equivaldría a entender a la Constitución como la peor opción normativa para el reconocimiento y protección jurídica de los derechos de los ciudadanos. Una vez que estos salen de la esfera legal y se «elevan» a rango constitucional, perderían ipso facto la garantía de defensa que constituye el contencioso administrativo; atribuyéndosele de esa manera al texto constitucional una función totalmente contraria a la que su naturaleza predica: de ser la mayor garante de los derechos, pasaría a cumplir una función debilitadora de los mismos, y el término de «fundamentales» con que se reconocen muchos de ellos tendría muy poco sentido.

Que la jurisdicción contencioso- administrativa no este diseñada precisamente para la defensa de la Constitución y sus derechos, no quiere decir que tenga que repugnar con tal propósito. Por lo tanto, mientras el legislador no lo limite expresamente, sería perfectamente posible recabar la defensa de cualquier derecho subjetivo vulnerado por la acción administrativa, incluyendo a los propios constitucionales.

    F) El principio de responsabilidad del Estado por daños causados por sus agentes y funcionarios. Contenido en el artículo 26, este precepto se considera el fundamento constitucional de la responsabilidad patrimonial de la Administración, cuyo cauce procesal franquea el 658 de la LPCALE.

La realización de actividades administrativas como cualquier otra actividad estatal puede producir daños a los particulares, tanto como resultado del ejercicio lícito por el funcionario de sus competencias como por hecho ilícito. Cuando estos daños tienen lugar, ha de exigirse responsabilidad por los mismos, tanto a los titulares de la función pública como a la Administración en abstracto. La responsabilidad administrativa por el daño causado, producto del funcionamiento regular o irregular de la administración pública incluye todas las reparaciones debidas por el Estado por lesiones derivadas de actuaciones administrativas si el perjuicio causado es carácter antijurídico, es decir, cuando quien lo recibe no tiene la obligación legal de soportarlo.

Conclusión

La necesidad de la constitucionalización de la justicia administrativa

Como conclusión de todo lo que se acaba de señalar, hay que decir que la ausencia en la Constitución de toda referencia explícita a mecanismos de control jurídico de la actividad de la administración por órganos ajenos a ella misma, es decir, la ausencia de un compromiso constitucional con la justicia administrativa, ha terminado por conducir a una progresiva «desnormativización» de la carta fundamental, a una fragmentación del ordenamiento jurídico y consecuentemente a una disfuncionalidad de las garantías de defensa de los valores y principios que proclama – especialmente el de «legalidad socialista»– y de los derechos que tan solemnemente consagra.

La Constitución ha sido colocada, desde los discursos, en la cúspide, en el vértice de la estructura jurídica. Pero allí ha quedado aislada y expuesta a los riesgos de su eventual inobservancia por el legislador y vulnerable ante los ataques que pueden provenir de cualquier voluntad que pretenda disponer (o que efectivamente dispone) de ella a base de acuerdos, resoluciones, circulares o cualquier otra manera en que se adoptan las decisiones.

Toda esta situación, sin dudas, necesita ser urgentemente revertida, «si es que se desean preservar los principios y valores que están en la base del ordenamiento jurídico y su armonía interna» (Prieto, 2008: p. 13). En tiempos en que se habla de «reformas» o de «actualización del modelo económico y social», bien vale la pena hablar también de «actualización del modelo jurídico» - y recuperar de manera efectiva y permanente los espacios perdidos de institucionalidad, cual es el declarado propósito de la alta dirección del Estado.

Para ello se impone, en primer lugar, un cambio de actitud por parte de los aplicadores del derecho, especialmente de los tribunales de lo contencioso-administrativo, en el entendimiento de la dimensión normativa de la Constitución. Es preciso «hacer vivir» al texto constitucional, incorporarlo en los cimientos mismos del orden político y jurídico, hacerla valer, literalmente, como norma fundamental, esto es, literalmente, como norma que sirve de fundamento. El reconocimiento de la validez sustancial de las disposiciones jurídicas a partir de su conformidad con las normas constitucionales que condicionan su contenido ha de ser la regla última que presida su aplicación por parte de la jurisdicción.

No se está hablando de algún ejercicio de control de constitucionalidad de la ley en sede judicial y menos de alguna declaración formal en ese sentido, porque como es conocido, ello no es misión de los tribunales. De lo que se trata es de afirmar la capacidad de la Constitución de desplazar cualquier norma infralegal –especialmente las reglamentarias– que se le oponga y cuyo control sí es competencia de la justicia administrativa (artículo 656. 1 LPCALE) y, en lo que respecta a la propia ley formal, de realizar una interpretación consecuente con los fines y valores que encarna la Constitución de manera que se puedan superar las restricciones o limitaciones impuestas por el legislador.

Por otro lado, si se quiere preservar la unidad, coherencia y plenitud del ordenamiento jurídico habrá que promover funcionalidad de los mecanismos existentes de control jurídico de la Administración. Dondequiera que existe alguna manifestación del poder político debe propiciarse un control de ese poder; y propiciarse desde la misma Constitución, porque precisamente esa su función. En ese sentido, una reforma constitucional que incluyese como principio el control jurisdiccional plenario de la actividad administrativa y la tutela judicial efectiva, sería determinante en la recuperación de la funcionalidad de nuestra actual justicia administrativa.

Pero para ello es preciso, en primer lugar una percepción más adecuada y correcta por parte de los actores políticos de la dinámica de interacción de las distintas estructuras del poder, y particularmente de la relación entre jurisdicción y Administración.

Resulta entonces imperioso abandonar definitivamente esas preocupaciones y riesgos de los que hablaba Dorticós –que recuerdan además los postulados del constitucionalismo francés del siglo XIX: juger a l'Administration c'est administrer (juzgar a la Administración es administrar) que tuvo particularidades históricas diferentes–, que a estas alturas no tienen razón de ser, como lo ha sobradamente demostrado todos estos años de evolución de la justicia administrativa en buena parte del planeta. La jurisdicción –precisa Ferrajoli (2011) – se define y marca por su carácter tendencialmente cognitivo, de verificación de las violaciones del derecho: de los actos inválidos y de los actos ilícitos. «De hecho – afirma– no consiste en un control genérico de la legalidad para producir invasiones de campo en el ámbito de lo que es decidible en la política, ya que aquélla interviene sólo sobre lo que no es decidible por la política, es decir, sobre los actos inválidos y sobre los actos ilícitos» (p. 101). Siendo esta la función (teórica) de la jurisdicción, no habría razón alguna para entender que el ejercicio de control sobre la actividad administrativa implique necesariamente una ruptura del esquema de «unidad de poder» superponiéndose un hipotético poder judicial al «estatal».

Que los tribunales cumplan con la función que constitucionalmente se le asigna y no conviertan su actividad juzgadora en una actividad de administración, eso es algo que, en definitiva, dependerá de la rectitud con que entiendan y asuman la función de impartir justicia y de los propios correctivos que adopte el legislador para evitar la distorsión de esa función y asegurar la sujeción de los jueces a las leyes y proteger con ellas, los espacios funcionales reservados a cada órgano estatal – y aquí es fundamental precisamente el problema de la calidad de las leyes–.

Para entender la necesidad y el papel de la justicia administrativa de estos tiempos, vale la pena reproducir las elocuentes palabras de una de las más autorizadas voces de la doctrina científica, Fernández (1992):

Porque, ¡nótese bien!, exigir a la Administración que dé cuenta de sus actos, que explique con claridad las razones que la mueven a elegir una solución en lugar de otra u otras y confrontar con la realidad la consistencia de esas razones es algo que no sólo interesa al justiciable, sino que importa decisivamente a la comunidad entera. Juzgar a la Administración es, ciertamente, una garantía y una garantía esencial en un Estado de Derecho, que sin ella no podría siquiera merecer tal nombre (...). Pero juzgar a la Administración es también algo distinto y algo más que eso: juzgar a la Administración contribuye a administrar mejor, porque al exigir una justificación cumplida de las soluciones en cada caso exigidas por la Administración obliga a ésta a analizar con más cuidado las distintas alternativas disponibles, a valorar de forma más serena y objetiva las ventajas e inconvenientes de cada una de ellas y a pesar y medir mejor sus respectivas consecuencias y efectos, previniendo a las autoridades de los peligros de la improvisación, de la torpeza, del voluntarismo, del amor propio de sus agentes, del arbitrismo y de otros riesgos menos disculpables aún que éstos y no por ello infrecuentes en nuestra realidad cotidiana, de ayer y de hoy (p. 15).


Notas

2 Señala García de Enterría (1998, pp. 22) que la ley Santamaría de Paredes de 1888, efectuó una extraña y sorprendente mezcla de los elementos del sistema francés mediante una fusión y simplificación de sus dos vías propias: por una parte, limitó la disponibilidad del recurso a quienes fuesen titulares de derechos subjetivos plenos, elemento tomado del recurso «de plena jurisdicción», excluyendo, pues, de cualquier protección a los amplísimos campos que había abierto el excés de pouvoir pero, simultáneamente, a diferencia del régimen francés de la «plena jurisdicción», que admitía con normalidad sentencias de condena, excluyó radicalmente este tipo de sentencias y las limitó a las puramente anulatorias del acto administrativo con cuya sola impugnación habría de abrirse el proceso. «De esta manera la ley tomo los contenidos más limitativos de las instituciones francesas, del recurso de plena jurisdicción, la legitimación para la defensa de los derechos subjetivos y del de exceso de poder, retuvo el carácter necesariamente impugnatorio del recurso y la limitación de su sentencia al dístico anulación- absolución» (p. 23). Cfr. Además, Muñoz Machado, 1980: pp. 496 y ss.).
3 Danelia Cutié Mustelier y Josefina Méndez López (2012, pp. 344 y ss.) agrupan las garantías para la protección de los derechos constitucionales en el ordenamiento cubano en tres subsistemas: 1) de garantías jurisdiccionales, integradas por los procesos ante la jurisdicción ordinaria, 2) de garantías no jurisdiccionales, que comprende las reclamaciones y quejas ante los órganos de naturaleza administrativa o política y las normativas o abstractas, integradas por las normas vigentes que reconocen y desarrollan los derechos.
4 No quiere decir que no pueda tributar a ello, como en su momento se verá, sino que no se ha concebido especialmente para esa función.
5 Para Rousseau, la soberanía no es sino ejercicio de la voluntad general y como tal es indivisible, puesto que la voluntad o es general, o no lo es. En ese sentido critica la división entre Poder Ejecutivo y Legislativo, lo que tilda de error procedente de no haberse formado noción exacta de la autoridad soberana y de haber considerado como partes de esa autoridad lo que no eran sino emanaciones de ella, presentándose así al poder soberano como un ser fantástico, formado de piezas relacionadas. Cfr. Rousseau, J. J. El Contrato Social, Libro Segundo, Capítulos I y II, en Obras Escogidas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, pp. 618- 619.
6 Sobre esta contraposición apuntaba Fernandez Bulté: mientras para el pensamiento liberal burgués, la soberanía es cedida por el pueblo a sus representantes, y con ello delega en esos hombres su voluntad política, para el modelo antiguo, latino y democrático, la soberanía pertenece exclusivamente al pueblo y no puede ser cedida, ni traspasada, ni dividida. De ahí, como corolario natural, que para un modelo, los excesos del gobierno se eviten dividiendo ese poder soberano que el pueblo ha regalado graciosamente a los gobernantes, en tanto para otros, como ese poder jamás puede cederse, ni delegarse, o traspasarse, la soberanía pertenece y permanece indivisa en manos del pueblo y, en consecuencia, es absurdo hablar de una tripartición de poderes, (2005, pp. 30-31).
7 Son varios los autores que así lo señalan. Prieto, (2004: p. 365); Mondelo(2003: p. 107); Matilla(2004: p.50); Fernández Estrada, y Guanche (2010, p. 325).
8 En el momento inmediato posterior a la promulgación de la constitución de 1976, era frecuente encontrar en los pronunciamientos judiciales la invocación de la Constitución como fuente de solución de los conflictos judiciales, determinante de la validez y aplicación de otras disposiciones (especialmente en sentencias del TSP con ponencia de Fernando Álvarez Tabío y Marina Hart Dávalos); tendencia que comenzó a decrecer paulatinamente a partir de 1981. Cfr. Prieto, 2008: pp. 12-13); Mondelo García, 2003: pp. 106).
9 Sostienen las autoras que estas son sólo dos de las funciones de la Constitución de cara a su aplicación por los órganos jurisdiccionales, pero lo cierto es que, del amplio repertorio de jurisprudencia por ellas citado no se revelan otras distintas.
10 El propio autor cita un fragmento de un informe de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Jurídicos de la Asamblea Nacional, en el que se señalaba la necesidad de «que las más importantes decisiones de la Dirección Política sean sopesadas cuidadosamente para determinar cuáles deben constituir normativas jurídicas», lo que indicaba de modo sintético, en su opinión, una de las principales carencias que afrontadas por el proceso revolucionario: «la inorganicidad de lo que sólo convencionalmente podría llamarse su ordenamiento jurídico». (pp. 285- 286)
11 La tendencia de exclusión de la actividad de la Administración del ámbito objetivo de la jurisdicción contencioso- administrativa, consecuencia sin dudas de la ausencia de garantías constitucionales para el enjuiciamiento plenario de la función administrativa que determina que dicho ámbito sea obra del legislador ordinario, es algo que no ha disminuido con el transcurso del tiempo sino que, por el contrario, se mantiene hasta el día de hoy, con un crecimiento alarmante que podría conducir a una práctica supresión de la justicia administrativa. Además de las exclusiones que se contienen en el artículo 657 de la LPCALE (la defensa nacional, la seguridad del Estado, el orden público y las medidas adoptadas en circunstancias excepcionales para salvaguardar los intereses generales; las transacciones en divisas o valores extranjeros y el control de cambios; la planificación de la economía nacional; las materias constitucionales, civiles, penales, laborales y de seguridad social; la actividad educacional y la disciplina escolar y estudiantil y el ejercicio de la potestad discrecional) varias disposiciones legislativas después de su promulgación han ido vaciando de contenido al contencioso administrativo. Con la fórmula común en todas ellas de que «contra lo resuelto no cabe otro recurso o proceso en lo administrativo ni en lo judicial», se elimina la posibilidad de corrección de decisiones administrativas en aspectos de vital importancia para el individuo y la propia sociedad, incluyendo las que afectan al ejercicio de derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, particularmente el derecho de propiedad. Así, están excluidas del control jurisdiccional: las medidas derivadas de la comisión de contravenciones personales (multas, decomiso de bienes y obligación de hacer), contendida en los decretos que derivan de la aplicación del Decreto- Ley No. 99 de 25 de diciembre de 1987 «De las Contravenciones Personales» (artículo 23); la declaración de ocupante ilegal de una vivienda (Ley General de la Vivienda. No. 65 de 23 de diciembre de 1988 artículo 115); las decisiones del ministerio de la Agricultura relacionadas con la posesión, propiedad y herencia de la tierra y bienes Agropecuarios: (Decreto Ley No. 125 de 30 de enero de 1991. artículo41); la medida de confiscación de bienes impuesta por Ministerio de Finanzas y Precios por enriquecimiento indebido (Decreto Ley No. 149 de 4 de mayo de 1994. «Sobre Confiscación de Bienes e Ingresos Obtenidos Mediante Enriquecimiento Indebido» artículo 9); las sanciones por infracciones del régimen de pesca. (Decreto Ley No. 164 de 26 de mayo de 1996 artículo 57); las acciones ejercidas por la Administración tributaria para cobrar la deuda en vía de apremio: (Ley No. 113 de 23 de julio de 2012 «Del Sistema Tributario», artículo 451); las sanciones por contravención de las disposiciones sobre arrendamiento de viviendas, solares y espacios: (Decreto Ley No. 171 de 15 de mayo de 1997, modificado por el Decreto Ley No. 275 de 30 de septiembre de 2010, artículo 19); las sanciones por contravención de las disposiciones sobre el trabajo por cuenta propia: (Decreto Ley No. 315 de 4 de octubre de 2013, artículo 20); las cancelaciones de inscripción en el Registro General de Juristas que no sean definitivas (Decreto Ley No. 206 de 28 de enero de 2000 «Del Registro General de Juristas», artículo 16); las resoluciones confiscatorias de viviendas o tierras, dictadas por el Instituto Nacional de la Vivienda o por el Ministerio de la Agricultura, por hechos relacionados con las drogas, actos de corrupción o con otros comportamientos ilícitos. (Decreto Ley No. 232 de 31 de enero de 2003. artículos 4.3 y 10.4); las sanciones impuestas por la Oficina de Inspección del Trabajo por las infracciones de la legislación laboral, de protección e higiene del trabajo y de seguridad social: (Decreto Ley No. 246 de 29 de mayo de 2007 artículo 43); la aplicación de responsabilidad material por daños a los recursos materiales, económicos y financieros (Decreto Ley No. 249 de 23 de julio de 2007 artículo 33); el régimen jurídico del funcionariado público (Decretos Leyes 196, «Sistema de Trabajo con los Cuadros del Estado y del Gobierno» y 197 «Sobre las Relaciones Laborales de los Designados para Ocupar Cargos de Dirigentes y Funcionarios», ambos de 15 de octubre de 1999). Las normas que lo regulan no establecen ninguna cláusula de exclusión de la jurisdicción, pero sí declaran explícitamente que las relaciones de empleo de los funcio narios públicos (clasificados como cuadros, dirigentes y funcionarios) es materia laboral y en consecuencia no corresponde a lo contencioso- administrativo en virtud del ya citado artículo 657; la declaración administrativa de abandono de buque, embarcación o artefacto naval (Ley No. 115 de 6 de julio de 2013 «De la Navegación Marítima, Fluvial y Lacustre», artículo 24.3)
12 Las Salas de lo Civil y lo Administrativo, instituidas por la Ley No. 82 de 11 de julio de 1997 (artículos 23 b y 32 b).
13 Cfr. entre otros: Cassagne (2002: p. 206); Gordillo (2013: p. XII- 5); Cosculluela (2009: p. 161); Giannini (1971: p. 239 y ss.). En el ámbito nacional, Garcini, (1986: p. 51), para quien es equivalente a la diferenciación y fijación de funciones.
14 El concepto de potestad que tradicionalmente ha seguido la doctrina fue el definido por Santi Romano (2002: pp. 240 y ss), consistente en el poder jurídico de imponer decisiones a otros para el cumplimiento de un fin.
15 La Constitución española, p.ej. en su artículo 97 concede al Gobierno la potestad reglamentaria de una forma genérica, «de acuerdo con la Constitución y las Leyes», lo que ha generado interpretaciones diversas de los autores en el sentido de negar o aceptar la validez de los reglamentos autónomos. Cfr. de Otto (2010: p. 949- 952 y 1020); Balaguer (1992: pp. 102- 114); Rubio (1993: pp. 25 y ss); Garrorena (2011: pp. 200 y ss). En el caso argentino, también pueden encontrarse posiciones encontradas en Gordillo (2013, p. VII- 35) y Casagne (2002, p. 183)
16 Con esta posición parece coincidir Cañizares (2004), quien se refiere al acto reglamentario como «condición de ejecución», cuyo dictado «no significa llenar un vacío legal, ni tampoco que el gobierno y la administración estatal participen en la labor legislativa del Estado (...) mucho menos que la administración obre en ejercicio alguno de facultad implícita en la Constitución» (p. 229).
17 La Instrucción entre otras cosas dice:
...El Ministerio de Trabajo y Seguridad Social dictó su Resolución número treinta y cinco de fecha siete de octubre de dos mil diez, devenida Reglamento sobre el tratamiento laboral y salarial aplicable a los trabajadores que sean declarados disponibles e interruptos [...] Entre las modificaciones introducidas por la referida norma figura la incompetencia de los órganos encargados de la solución de los conflictos laborales en el país, para resolver el fondo de las inconformidades de los trabajadores con la declaración de disponibles por la autoridad facultada [...] Lo anteriormente explicado trasciende de manera incuestionable a la actuación que nuestros Tribunales Populares han mantenido en la tramitación y solución de los conflictos de esta naturaleza, conforme a la legislación dejada sin efecto... [El Consejo de Gobierno dispone que] cuando del estudio de la demanda y sus antecedentes quede debidamente acreditado que el origen de la reclamación recae exclusivamente en la decisión de la autoridad facultada para declarar disponible al trabajador (...) y el Órgano de Justicia Laboral de Base haya declarado Sin Lugar la reclamación por no resultar el asunto de su competencia, el tribunal dictará Auto disponiendo la no admisión de la demanda por igual motivo.


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