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Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas

versión impresa ISSN 0120-3886

Rev. Fac. Derecho Cienc. Polit. - Univ. Pontif. Bolivar. vol.45 no.123 Medellín jul./dic. 2015

 

Constitucionalidad de las competencias de los consultorios jurídicos1

Constitutionality of the legal competence of legal clinics.

Constitutionnalité des compétences des aides juridiques.

Constitucionalidade das competências dos consultórios jurídicos.

Héctor Velásquez Posada2

1 Escrito derivado de la investigación "Críticas a las competencias de los consultorios jurídicos a la luz del Decreto 196 de 1971 y la Ley 583 de 2000", realizada con dirección de la profesora Lina Marcela Estrada Jaramillo, la cual constituye el trabajo de grado de la Maestría en Derecho Privado.
2 Abogado de la Universidad de Antioquia, magíster en Derecho Privado de la Universidad Pontificia Bolivariana, docente del Consultorio Jurídico Pío XII de la Universidad Pontificia Bolivariana y abogado litigante. Medellín, Colombia Correo electrónico: hectorvp3@hotmail.com - http://orcid.org/0000-0001-8261-4070

Cómo citar este artículo: Velásquez, H. (2015). Constitucionalidad de las competencias de los consultorios jurídicos. Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, 45(123), pp. 513-546.

Recibido: 9 de junio de 2015. Aprobado: 22 de diciembre de 2015.


Resumen

Escrito dogmático-crítico orientado a examinar la constitucionalidad de la reglamentación de las competencias de los consultorios jurídicos realizada mediante el artículo 30 del Decreto 196 de 1971 y la Ley 583 de 2000, normas pilar de dicho tema. Su objeto es demostrar que con la expedición de la Constitución de 1991, el esquema regulatorio contenido en dichas disposiciones, resulta contrario a la nueva Constitución por cuanto supera el concepto de pobre, que se utiliza en dichas disposiciones por el de personas en estado de vulnerabilidad que merecen especial protección, imponer a los consultorios jurídicos una carga social que contradice el principio de la autonomía universitaria, así como imponer la obligación de facilitar el acceso a la justicia a las personas sin recursos económicos, función para la cual fue creada la Defensoría del Pueblo y que, además, cambia los principios a partir de los cuales se define el derecho de defensa y el debido proceso, nuevos ejes a partir de los cuales la función que hasta 1991 habían desempeñado los estudiantes de consultorio jurídico en sus prácticas, ya no satisface los parámetros constitucionales para la concreción del postulado del debido proceso.

Palabras-clave: Consultorios jurídicos; derecho a la igualdad; abogado de pobres; acceso a la justicia; autonomía universitaria.


Abstract

Dogmatic-critic paper with the aim of examining the constitutionality of the regulation of legal clinic competences, as established by the article 30 of the Decreto 196 de 1971 and the Ley 583 de 2000, two core laws in the mentioned topic. Its target is to demonstrate that with the promulgation of the Constitución de 1991, the regulatory scheme contained in the said dispositions, becomes contradictory with the new constitution since it surpasses the concept of poor, utilized in those dispositions, by the one of people in state of vulnerability which deserve special protection. Imposing the legal clinics with a social burden which contradicts the principle of University Autonomy, as well as imposing the obligation to ease the access to justice to individuals without economic resources, function for which the Defensoría del Pueblo was created. Furthermore, it changes the principles from which the right of defense and the right to a due process are interpreted. New central concepts from which the function, that until 1991 the legal clinic students were performing during their practices, does not satisfy the constitutional parameters for the realization of the due process postulate anymore.

Key words: Legal Clinics; right to equality; lawyer of the poor; access to justice; university autonomy.


Résumé

Ecrit doctrinal et critique axée sur la constitutionnalité de la réglementation des compétences des cliniques juridiques faite par l'article 30 du Décret 196 de 1971 et la Loi 583 de 2000, les règles essentielles de ce sujet. Son but est de démontrer que, avec l'émission de la Constitution de 1991, le régime de réglementation contenue dans ces dispositions est contraire à la nouvelle Constitution, car elle va au-delà du concept de pauvres, qui s'utilise dans ces dispositions pour des personnes vulnérables qui méritent une protection spéciale, imposer aux aides juridiques une charge social qui contredit le principe de l'autonomie des universités et d'imposer une obligation de faciliter l'accès à la justice pour les personnes sans ressources économiques, fonction pour laquelle le Défenseur du Peuple a été créé et qui modifie également les principes dont le droit de la défense et une procédure régulière, de nouveaux axes dans lequel les étudiants des aides juridiques ne satisfont plus les paramètres constitutionnelles pour la matérialisation d'une procédure régulière depuis 1991.

Mots-clés: Aides juridiques; le droit à l'égalité; avocat de pauvres; accès à la justice; l'autonomie universitaire.


Resumo

Escrito dogmático-crítico destinado a examinar a constitucionalidade da regulamentação das competências dos consultórios jurídicos feita através do artigo 30 do Decreto 196 de 1971 e a Lei 583 de 2000, normas fundamentais neste tema. Seu objeto é demostrar que com a expedição da Constituição de 1991, o esboço regulatório conteúdo nessas disposições, resulta contrário à nova Constituição porque ultrapassa o conceito de pobre, que se usa nas referidas disposições pelo de pessoas em situação de vulnerabilidade que merecem especial proteção, e impõe aos consultórios jurídicos uma carga social que contradiz o princípio de autonomia universitária, assim como impõe a obrigação de facilitar o acesso à justiça às pessoas sem recursos econômicos, função para a que foi criada a Defensoria do Povo e que, além, muda os princípios a partir dos quais se define o direito de defensa e o devido processo, novos eixos a partir dos quais a função que até 1991 tinham executado os estudantes de consultório jurídico no seus estágios, já não satisfaz os parâmetros constitucionais para a definição do postulado do devido processo.

Palavras-chave: Consultórios jurídicos; direito à igualdade; advogado de pobres; acesso à justiça; autonomia universitária.


Introducción

El examen de la constitucionalidad de la regulación legal de la competencia de los consultorios jurídicos universitarios parece ser un tema innecesario, en la medida en que en el Decreto 196 de 1971 y la Ley 583 de 2000 han sido objeto de múltiples demandas de inconstitucionalidad ante la Corte Suprema de Justicia, sala plena y ahora ante la Corte Constitucional3, impugnaciones ante las cuales ninguna de las dos corporaciones ha descalificado dicha regulación.

La anterior circunstancia, lejos de dejar sin razón de ser un estudio con ese objeto, incentiva y brinda elementos jurídicos para formular el análisis global de la materia, tendiente a demostrar que el cambio de esquema constitucional realizado por los constituyentes de 1991 es un hecho trascendente para la materia, más importante aún que la literalidad de la regulación constitucional.

La razón de ser de un estudio con ese fin es la trascendencia jurídica, académica y ocupacional de dicha regulación que, además de traer el listado de procesos que pueden tramitar los estudiantes en su práctica, impone a los consultorios jurídicos la carga de facilitar el acceso a la justicia de las personas pobres e impone una función social en todas las actividades de los consultorios jurídicos, sello social que restringe las posibilidades de acción de la actividad académica que constituye la práctica de los estudiantes de derecho.

Una primera y esencial anotación es la referente a que la lectura de la regulación de cada una de estas normas debe hacerse a partir de esquemas constitucionales distintos, pues mientras el artículo 30 del Decreto 196 de 1971 (que en lo sucesivo llamaremos el 196), se enmarca en la Constitución de 1886, con las reformas que tenía hasta 1971, la Ley 583 de 2000 (que en lo sucesivo llamaremos la 583), a pesar de ser una mera actualización de la norma del 196, fue expedida en vigencia de la Constitución de 1991 y es la norma que hoy tiene vigencia.

Este estudio, aparentemente destinado a demostrar que a pesar del cambio constitucional no ha variado la regulación legal, tiende a demostrar que esa regulación era adecuada al esquema constitucional anterior a 1991, lo que hoy ha derivado en inconstitucional con la vigencia de la nueva carta fundamental.

Este tema es oportuno para los consultorios jurídicos porque dichas normas contienen el listado de procesos que los estudiantes de derecho pueden tramitar en sus prácticas profesionales, punto central en apariencia, aunque en realidad es secundario, si se le compara con el efecto restrictivo que en materia académica tiene la restricción social y la carga de asumir el acceso a la justicia de los pobres, aspectos que lastran en forma grave la naturaleza de las funciones académicas que pueden realizar los estudiantes en sus prácticas.

La alternativa de solución a dicho problema de interpretación, o tesis que se formula, está orientada a brindar los elementos necesarios para que se formule la respectiva acción de inconstitucionalidad ante la Corte Constitucional, y aun la excepción de inconstitucionalidad, en caso necesario, acción que no es objeto de este trabajo. En lo concerniente a la inconveniencia pedagógica de dicha función social, se brindan las herramientas conceptuales para que la academia, los administradores y los operadores jurídicos puedan hacer una adecuada apreciación de dicha imposición legal, mientras hay una decisión de la Corte Constitucional o sin que se produzca dicha sentencia.

Para la construcción de esta tesis se recurre a herramientas de diversa índole, desde el análisis histórico de la regulación constitucional que rodeó la expedición de ambas normas, hasta ubicarlas en el actual contexto jurídico para contrastar dichos marcos histórico-jurídicos. Por ello, este estudio se hará mediante la comparación de ambas estructuras constitucionales, tanto en su aspecto filosófico, como en la parte instrumental de dicha regulación y, por otro lado, se realizará un análisis paralelo de dichos esquemas. Herramienta de primera mano para esta labor es el estudio de la jurisprudencia constitucional, primero de la sala plena de la Corte Suprema de Justicia y ahora de la Corte Constitucional.

Una característica metodológica de esta investigación es la escasez de bibliografía al respecto, al punto que permite calificar a esta materia como huérfana, pues las escasas referencias que a él han hecho Arias (2004) y Córdoba (1995), no son más que tangenciales y remotas en el tiempo, por lo cual las referencias bibliográficas del tema son casi inexistentes, vacío que se ha tratado de llenar con la investigación que dio origen a este trabajo (Velásquez, 2013), estudio que pretendemos profundizar mediante este escrito.

1. Aspecto filosófico del problema

1.1. De los pobres y los deberes sociales de los particulares a las personas en estado de vulnerabilidad y los derechos fundamentales

De la lectura del Decreto 196 y de la Ley 583 se concluye que en materia de competencia de los consultorios jurídicos y aun en la misma redacción, no hay diferencias sustanciales, pues aunque hay pequeñas diferencias en el texto, sobre todo en lo atinente a la designación de los funcionarios ante los cuales se tiene competencia o la cuantía, esto no afecta el acento social que ya imperaba desde 1971. Lo único que hizo el legislador del 2000 fue reiterarlo. En estas condiciones, con una redacción similar, sería de esperarse que no hubiera cambios sustanciales en la competencia de los consultorios jurídicos.

En contravía con esta expectativa, es sorprendente que conservando la esencia de la redacción, se hayan producido cambios sustanciales en el tema de la competencia, modificaciones que no se deben buscar en la literalidad, sino en aspectos más filosóficos y profundos. Uno de ellos, tal vez el más importante, es el que está en relación con el enfoque del servicio social en el cual se enmarca cada una de las regulaciones, pues el 196 se inscribe en un enfoque premoderno del servicio social, definido por Silva (2001), en el cual "lo social es concebido en términos de asistencia caritativa" y "el auténtico valor profesional es la caridad, dando algo de lo que supuestamente se tiene mucho (saber jurídico) y de lo que se controla con exclusividad (monopolio profesional)", por medio de figuras como la asistencia pública y los deberes sociales de los particulares.

Respecto a la primera, la asistencia pública, fue una figura extraña, de poca aplicación práctica y poco desarrollada por la doctrina4 y la misma jurisprudencia de la sala plena de la Corte Suprema de Justicia5 (juez constitucional para esa época). Su solo nombre ya insinúa obra de misericordia o "donativo", no un derecho de un sujeto y la correspondiente obligación de otro. La norma constitucional que le sirve de sustento es el art. 196. Esta norma está en estrecha correlación con los deberes sociales de los particulares, referidos en el art. 16 de dicho estatuto constitucional. Es una figura similar a la que utiliza Giraldo (1997), cuando se refiere a este tipo de figuras como reclutamiento forzoso.

No obstante que la misma sala plena de la Corte Suprema de Justicia precisó que la asistencia social era una figura que solo tenía aplicación para efectos de salud y de asistencia social7, creemos que al referirla al tema del acceso a la justicia, hoy podríamos interpretarla como una "asistencia social jurídica", pues su función no era otra que suplir las deficiencias que tenían ciertas capas sociales para acceder al aparato jurisdiccional mediante el trabajo de sujetos que se encargaban de facilitar ese acceso, papel que era el que cumplían los consultorios jurídicos. Por ello la Corte Suprema de Justicia anotaba que la asistencia social no era monopolio del Estado, sino compartida con los particulares.

Así pues, en el marco de la Constitución de 1886, las limitaciones que presentaban los pobres para acceder a la justicia, tenían que ser suplidas por los particulares mediante diversas figuras, como el defensor de oficio que existía en los procesos penales, que era desempeñada por abogados litigantes, estudiantes de derecho y hasta por legos de buena reputación y conducta. En el caso de los abogados, esta función tenía que ser desempeñada ad honórem, en contraprestación al monopolio que ostentaban de un ejercicio profesional.

Los defensores de oficio eran el recurso procesal mediante la cual se proveía defensa formal a quien no podía estar en el proceso o a pesar de estarlo, no tenía capacidad económica para pagar un defensor contractual. En el Código de Procedimiento Penal de 1971 (Decreto 409 de 1971), art. 123, se previó que para la indagatoria esta labor podía ser desarrollada por quien no fuera abogado titulado y bastaba ser persona honorable. Por su parte, para los abogados constituía una obligación (sin importar área profesional de desempeño o calificación profesional), cuyo incumplimiento podía dar lugar a la iniciación de investigación disciplinaria o imposición de una multa.

Para los estudiantes de derecho que estuvieran haciendo prácticas profesionales en el consultorio jurídico, dicha carga social tomó la forma de práctica obligatoria, obligatoriedad que tenía doble aspecto, pues no se limitaba a la imperiosa necesidad de cursar la práctica penal, sino que ésta se tenía que hacer en forma gratuita y en aquellos procesos para los cuales los Despachos judiciales los designaran. Con ello se cubría la ausencia de defensores públicos (que hoy se encargan de esa función, pues esta figura solo vino a crearse en 1990, en principio adscrita al Ministerio de Justicia, la cual luego pasó a ser parte de la Defensoría Pública, dependencia de la Defensoría del Pueblo).

El otro aspecto de ese marco constitucional es el que hace referencia al sujeto pasivo de esta protección, que no es otro que el pobre, esto es, quien carece de recursos económicos (en general) o, concretamente, quien no tiene capacidad para proveerse un defensor contractual. La pobreza, entendida en términos económicos, es bien problemática en su definición por cuanto pobre puede ser cualquiera, dependiendo del punto de comparación que se utilice para la medición (comparados con el Sr. Carlos Slim, todos tenemos esa calidad), adicionalmente, este factor solo alude al aspecto económico de nuestra situación sicosocial, la cual, en ocasiones, es la menos relevante a la hora de calificar la situación de un sujeto.

Pasando al marco de la Ley 583, lo primero que hay que mencionar es que formalmente esta norma fue expedida en vigencia de la Constitución de 1991 (más de ocho años después de su promulgación), marco constitucional que a decir verdad no se refleja en el texto legal pues, como ya se anotó, la literalidad de la norma es la misma del Decreto 196, con leves ajustes en cuanto a funcionarios competentes y cuantías, pero sin que haya existido un análisis de fondo del tema, con el fin de adaptarlo a la nueva normativa constitucional y a toda la regulación legal a la que ésta había dado lugar.

Al conservarse la esencia del texto legal, también puede mantenerse el tipo de examen, precisando si la nueva Constitución contempló el principio de solidaridad y, en caso positivo, si hay cambio en el escrutinio que ya se había realizado en vigencia de la Constitución de 1886. Este análisis nos lleva a resultados que superan las expectativas, pues efectivamente la nueva Constitución consagra el principio de la solidaridad, pero la considera como uno de los principios fundamentales del Estado (art. 2º), hecho que supuestamente nos debería llevar a la misma conclusión que se obtuvo en el contraste con la Constitución de 1886.

Aunque formalmente este razonamiento es válido, en la práctica resulta deficiente, ya que este principio no puede analizarse en forma aislada, sino que debe contrastarse con el marco del Estado en el cual ha de aplicarse, debido a que al tratarse de acciones tendientes a suplir las deficiencias de ciertos grupos poblacionales, esto nos obliga a estudiar estos sujetos destinatarios, con el fin de precisar si conservan identidad a pesar del cambio de marco constitucional o si, por el contrario, sufrieron variaciones sustanciales en ese lapso. En este punto es pertinente la pregunta sobre la supervivencia de los pobres como sujetos pasivos o si éstos han sido sustituidos o ampliados por otros grupos poblacionales.

Adicionalmente, hay que identificar al sujeto obligado a realizar dichas acciones, para lo cual es necesario hacer un análisis de la infraestructura con la que cuenta el Estado para el cumplimiento de dicha función, investigación que sí nos resulta claramente disímil en vigencia de estas dos constituciones, en la medida en que mientras en la del 86 el Estado no contaba con ningún organismo que pudiera soportar esa carga, en el marco del nuevo texto constitucional el panorama es otro bien distinto.

En la Constitución de 1886 no existía ningún organismo del orden nacional8 que tuviera a su cargo la defensa de los derechos humanos y mucho menos la representación de quienes, al ser convocados a un juicio penal o civil, no tenían con qué costear los honorarios de un abogado contractual. La Constitución de 1991 no solo creó la Defensoría del Pueblo como organismo constitucional que tiene por función la defensa de los derechos humanos, sino que a ella se le asignó la función de representar en juicio a quien no tiene cómo ejercer su defensa, tanto en materia penal, como en las demás áreas del derecho, para lo cual se instituyó la figura de la Defensoría pública.

Este es precisamente el efecto que tiene la Ley 24 de 1992, mediante la cual se crea la Defensoría del Pueblo y se le asignan funciones, norma que en su art. 21 establece que es función de la Defensoría del Pueblo, por medio del Sistema Nacional de Defensoría del Pueblo, la defensa de los sujetos que no cuentan con recursos para acudir a la justicia.

La Defensoría pública existía antes de 1991, pero en este tiempo era una dependencia del Ministerio de Justicia, entidad que había asumido el cumplimiento de una función que no estaba asignada por Ley y paliaba en algo las deficiencias que tenía el sistema de los defensores de oficio y la labor que cumplían los estudiantes de derecho, formalizando una labor que hasta el momento se cumplía en forma esporádica y forzosa por los abogados designados por cada Despacho y sin derecho a remuneración alguna. Este esfuerzo del Ejecutivo para llenar ese vacío legal, se hizo sin la existencia de una norma legal que le asignara la defensa de los derechos humanos y mucho menos la función de asegurar el acceso a la justicia a un organismo especializado en dicha tarea.

En este contexto, hasta 1991 era razonable y constitucional obligar a los abogados y estudiantes de derecho a asumir la representación judicial del pobre. Pero con el advenimiento de la nueva Carta Constitucional y normatividad que la acompaña, esta carga parece desproporcionada e injustificada, pues al existir mecanismos institucionales para que el pobre acceda a la justicia, que no son otros que los que el mismo Estado proporciona por medio de la gestión del Defensor del Pueblo, en este contexto no es razonable imponer a los particulares la realización de las mismas funciones que ya tiene asignado un ente estatal y se duplica dicha asistencia, lo cual dificulta la asignación de responsabilidades y cargas entre el particular y el ente estatal.

Del otro lado, pasamos del esquema constitucional de 1886 que apenas sí identificaba al pobre como sujeto de alguna protección, a un nuevo orden constitucional que dirige su mirada a personas o grupos en estado de vulnerabilidad que merecen especial protección, sujetos que difieren mucho del pobre (a secas), entendido como carente de recursos económicos y la vulnerabilidad no surge solo de la carencia de recursos económicos, sino que se establece a partir de elementos tales como la edad (para los niños, niñas y adolescentes o para los adultos mayores), las limitaciones o minusvalías (limitados visuales, auditivos, por razones de movilidad, por razones cognitivas), pertenecer a grupos sociales especiales (minorías étnicas o raciales, como los afrodescendientes, las comunidades indígenas, las lesbianas, gais, transexuales y transgeneristas), los sujetos víctimas del conflicto armado y desplazados, las mujeres (en algunos ámbitos de su protección jurídica y social) y muchos otros sujetos y grupos que cuentan con una especial protección.

Con este panorama ya la nueva Constitución ha superado el concepto de pobreza y lo ha tornado insuficiente para explicar situaciones sociales y jurídicas que no caben en él. Por ello, cualquier actividad enfocada a cubrir las necesidades solo de los "pobres", corre el riesgo de quedarse corta frente a las verdaderas causas de segregación o desatención social. En esta situación queda la labor de los consultorios jurídicos cuando enfocan su trabajo a atender a los pobres, con lo cual podrán dar cumplimento formal a lo dispuesto en la 583, pero dejarán muy insatisfechas unas necesidades individuales y grupales que hoy la jurisprudencia constitucional ha priorizado para toda la gestión del Estado.

1.2. De la protección formal de los derechos al estado social del derecho y la defensa del núcleo del derecho

De la regulación contenida en los arts. 16 a 52 de la Constitución de 1886 al título II de la Constitución de 1991 parece haber solo unas diferencias de redacción y la formulación de unos nuevos derechos (habeas data, derecho a un ambiente sano, por ejemplo), pero esta apariencia es engañosa, pues esos textos deben leerse en el marco de los principios fundamentales del Estado, promulgados en el art. 1º de la nueva Constitución, según el cual Colombia es un Estado social de derecho, lo cual trae como consecuencia el acento social que tiene todo el texto constitucional, hasta el punto de otorgar a algunos derechos la categoría de derechos fundamentales, mientras que otros tienen el carácter de sociales, económicos y culturales y algunos más son colectivos y del medio ambiente.

Los asuntos relacionados con la libertad y con el debido proceso, aparentemente no sufrieron cambios de redacción sustanciales en la nueva Constitución, pues la presunción de inocencia, el habeas corpus, la inviolabilidad de domicilio y en general el debido proceso, parecen seguir como venían, apariencia que de nuevo nos engaña, pues la nueva realidad constitucional es tan distinta que nos exige un cambio de paradigma para su comprensión. Este nuevo paradigma es el que surge de las disposiciones sobre la administración de justicia, tales como la prevalencia del derecho sustancial, el derecho a acceder a la administración de justicia y el nuevo papel que cumplen la jurisprudencia, los principios generales de derecho y la doctrina, frente a un juez que solo está sometido al imperio de la ley en sus providencias.

La presentación de este cambio de paradigma sería mentirosa si no se agregara el elemento más revolucionario de todo el cambio constitucional, que es el mecanismo que hace que toda esta letra se transforme en realidades para el ciudadano corriente, instrumento que no es otro que las acciones constitucionales, con su estrella, la acción de tutela, pero seguida por las acciones populares y de cumplimiento y la encomiable labor de los jueces de control de garantías en el marco del proceso penal. Gracias a estos, la generosa redacción de la Carta Constitucional se ha traducido en hechos concretos para el ciudadano, en un medicamento para el tratamiento médico, en la salvaguarda de una garantía procesal vulnerada por una decisión sin recursos, a una protección de un derecho de una comunidad y a un sinfín de decisiones que solo caben en el nuevo esquema de derechos.

Es precisamente este marco el que nos va a permitir la realización de un nuevo examen a la gestión que tenían asignados los consultorios jurídicos hasta 1991, para precisar si ese trabajo responde a los nuevos postulados constitucionales. Este análisis no podrá consistir en la mera constatación de si en el listado de la 583 está la competencia para que los estudiantes de consultorio jurídico instauren las acciones constitucionales, estudio que es importante hacer pero que se queda corto en sus alcances. El verdadero análisis que el tema requiere es el que está en relación directa con la función que cumplen los consultorios jurídicos en el marco de la 196-583, con el objeto de precisar si esta función se limita a facilitar a los ciudadanos el acceso a la rama judicial o si por el contrario su labor se encamina a garantizar el acceso a la justicia, la cual ya no se logra cabalmente con una decisión formal de un funcionario de la rama judicial, sino que debe incluir acciones adicionales a la función judicial, como aquellas que se deben producir como consecuencia de un fallo y cuya ejecución afecta el núcleo esencial del derecho involucrado en esa actuación.

Si confrontamos el listado de personas y grupos de especial protección, muy bien caracterizados y clasificados por Peláez (2015), sumando a esta los pobres y adicionamos los derechos fundamentales, sociales, económicos y culturales, así como los colectivos y del ambiente, en la forma como hoy se entienden conforme a la jurisprudencia de la Corte Constitucional, con las funciones y mecanismos procesales que según la Ley 583 de 2000 tienen los consultorios jurídicos, herramientas con las que supuestamente deben propender por la defensa de esos derechos y sujetos, el resultado que vamos a obtener muy seguramente nos va a llevar a la conclusión de que la gestión de un consultorios jurídico no satisface esos propósitos y cometidos, con el agravante de que la insuficiente gestión de los consultorios no se resuelve reformando el listado de asuntos que son competencia de los estudiantes (objeto importante de esa ley), debido a que la falla es mayor y está en la estructura de la institución, al punto que, paradójicamente, tal vez de lo poco que podría dejarse de esa ley es ese listado (con ligeras adiciones o ajustes), mientras que la concepción general del trabajo de los consultorios jurídicos debe rediseñarse con el fin de ajustarlo a la nueva Constitución.

La defensa de los derechos de los grupos de especial protección y su defensa mediante los mecanismos con los que cuentan los consultorios jurídicos es un problema similar al que trata de solucionar el Código Nacional de Tránsito Terrestre (Ley 769 de 2002) cuando en el numeral 7 de su artículo 30 les exige a los conductores portar una caja de herramientas básica, que debe contener alicate, destornilladores, llave de expansión, con la creencia de que el hecho de portar estos elementos permite a un conductor salir de los desperfectos de su vehículo, sin percatarse de que esto era válido a mediados del siglo XX pero no hoy, cuando la mayoría de los vehículos tienen sistemas electrónicos que solo pueden ser diagnosticados y resueltos con escáner de última generación y en talleres bien dotados.

Algo similar es lo que ocurre cuando se espera que los consultorios jurídicos puedan atender esas necesidades de los grupos de especial protección mediante la iniciación de procesos de única instancia ante los jueces civiles municipales, con acciones ante los jueces laborales o mediante la intervención en los procesos penales que tengan el visto bueno de la Defensoría pública. Esas no son las herramientas procesales adecuadas para el cumplimiento de dicha tarea, ni el juez es el funcionario competente para la satisfacción de esas necesidades.

Si partimos de la base de que las funciones de los consultorios jurídicos deben ser realizadas por los estudiantes adscritos a los mismos (así sea con la dirección de los docentes), siendo el listado de la Ley 583 el catálogo de competencias de dichos estudiantes, eso ya revela grandes limitaciones, pues no solo carecerían de competencia para actividades litigiosas que no se realicen ante los funcionarios allí enlistados y se descartan los jueces del circuito, de familia, los notarios, las superintendencias, la jurisdicción indígena, la penal militar y otras muchas pero queda vedada la posibilidad de tramitar, en nombre de sus usuarios, hasta una acción de tutela.

En estas condiciones, el cumplimiento de esta compleja tarea es imposible para los estudiantes de consultorio jurídico y constituye una verdadera mentira institucional creer que mediante su trabajo se logra el cometido de resolver el acceso a la justicia de estos grupos poblacionales. Cabe aquí la tesis de Peláez (2015) de que

[...] existe un problema más de fondo de orden teórico respecto de los derechos especiales que incide de manera determinante en su materialización, esto es, el derecho colombiano está sustentado en teorías tradicionales dominantes de corte positivista que excluyen o aceptan solo de manera contingente, pero no necesaria, la relación entre el derecho y la justicia, lo que ha permitido, a través del derecho formal y práctico, mantener el statu quo de dichos sujetos y la justificación del derecho estatal para no responder a sus demandas de justicia o hacerlo solo de forma aparente y discursiva. (p. 130)

2. Aspecto Instrumental

2.1. Mecanismos estatales para facilitar el acceso a la justicia. De los consultorios jurídicos a la Defensoría del pueblo

El acceso a la justicia es un problema de grandes repercusiones jurídicas y singular importancia en el marco de un Estado de derecho, pues implica la verdadera capacidad que tiene el ciudadano de lograr la efectiva tutela estatal para la solución a sus necesidades jurídicas. Dicho problema es central en nuestro actual ordenamiento jurídico colombiano, protagonismo que no siempre ha tenido, pues en el marco del régimen de la Constitución de 1886, no era una preocupación del legislador o al menos no hay señales legislativas que mostraran esfuerzo alguno en procura de su definición.

Para abordar este tema es menester inferir que acceso a la justicia es más que acceso a la jurisdicción, como lo anota Valbuena (2009), pues un tema son los mecanismos para acceder a las acciones jurisdiccionales, lo cual no siempre significa acceder a la justicia, no solo por el hecho de que la administración de justicia hoy no está monopolizada por la rama judicial, pues también los notarios, las superintendencias y otras dependencias oficiales cumplen funciones jurisdiccionales. Adicionalmente, hay componentes de las acciones judiciales que deben ser tramitados ante funcionarios no judiciales, tales como los trámites para lograr el cumplimiento de las acciones de tutela.

Y es que buena parte del problema surge del hecho de que la anterior Constitución (con la respectiva normatividad) no solo no diferenciaba ambos conceptos, sino que de hecho los tomaba como sinónimos, hasta el punto de que tener acceso a una acción ante la Rama judicial era tener acceso a la justicia. Por ende, en esa época todo lo que propendiera por el acceso a la jurisdicción, aseguraba un debido acceso a la justicia.

Con la nueva Constitución esta situación ha cambiado sustancialmente, pues la justicia es mucho más que la jurisdicción, en la medida en que hoy justicia comprende tanto la jurisdicción como los mecanismos alternativos de solución de conflictos: conciliación, mediación, justicia arbitral. Adicionalmente, existe la jurisdicción de paz, la justicia indígena, la justicia supranacional (derivada de los tratados celebrados por el Estado). Finalmente, hoy hay manifestaciones de la jurisdicción que han sido delegadas a entes administrativos como las superintendencias y a particulares con funciones públicas, como son los notarios. Todas estas figuras han sido creadas o han tomado entidad con la Constitución de 1991.

En este panorama, un mecanismo que solo facilite el acceso a la jurisdicción se queda corto en el propósito de propender el acceso a la justicia. Si se dejan por fuera todos los demás elementos integrantes de la justicia, su participación será muy limitada y dejará sin resolver este derecho fundamental.

Esta es la situación en que se encuentra el trabajo de los consultorios jurídicos en el marco de la regulación del Decreto 196 de 1971 y de la Ley 583 de 2000, pues ambas normas fueron concebidas con el marco de la Constitución de 1886, por lo cual no ofrecen ningún mecanismo para que los consultorios jurídicos puedan hacer un aporte significativo al acceso a los otros componentes de la justicia. Y aunque resulte increíble, la Ley 583 de 2000 fue redactada ocho años después de regir la Constitución de 1991 pero no hizo más que pequeños ajustes a la norma del Decreto 196 y conserva su esquema y se ajusta con las nuevas competencias de la Fiscalía General de la Nación, amén de otras precisiones que en nada afectan su estructura del siglo XX.

Hasta en el aspecto litigioso se queda corta la redacción de la norma, pues a pesar de que para la época ya existía la jurisdicción de familia, el único trámite ante ésta que se le permitió a los practicantes de los consultorios jurídicos fue el proceso de alimentos, desconociendo que ante dicha jurisdicción se tramitan muchos otros asuntos que el juez resuelve de plano y hasta en única instancia, como divorcio de mutuo acuerdo y otros procesos de jurisdicción voluntaria, en los cuales la presencia del estudiante está vedada y solo se puede actuar por medio de su profesor, posibilidad que algunos consultorios encuentran poco jurídico porque estiman que la práctica la debe realizar el estudiante y no el docente.

De otro lado, como ya decíamos, solo hasta la Carta de 1991 se planteó el problema constitucional de quién tenía la carga de facilitar el acceso a la justicia al ciudadano y cómo iba a garantizar ese responsable el cumplimento de esa carga, respuesta que hasta esa época no era formal. Para esa cuestión, los constituyentes del 91 definieron con precisión en el artículo 229 que toda persona tiene derecho a acceder a la justicia y aclara que el ente estatal que tenía que cumplir ese postulado es la Defensoría del Pueblo (art. 282: El defensor del pueblo velará por la promoción, el ejercicio y la divulgación de los derechos humanos).

Aunque la norma constitucional no es muy explícita, mediante la Ley 24 de 1992, el legislador se encargó de precisar que la Defensoría del Pueblo tiene la función de garantizar el acceso a la justicia de los ciudadanos y establecer que esta función no se hará solo en materia de Defensoría pública para efectos penales, sino que además lo debe hacer en las áreas civil, laboral y administrativa. No obstante que la Ley 941 de 2005, que reglamenta la Defensoría Pública, no dijo nada sobre las actividades en materias distintas a la penal, no hay duda de que la Defensoría Pública tiene esa función.

Si se requiriera prueba adicional sobre el hecho de que el Estado tiene la carga de facilitar el acceso a la justicia, bastaría con examinar la Ley estatutaria de la administración de justicia (Ley 270 de 1996, Art. 2º.), norma explícita en ese mandato, como fue determinado por la Corte Constitucional al estudiar la constitucionalidad de dicha carga mediante la sentencia C-037 de 1996.

Ante esta nueva realidad constitucional, queda sin fundamento alguno el postulado que se manejaba hasta 1992 y que aún es común creencia en los consultorios jurídicos, según el cual la carga de facilitar el acceso a la justicia de las personas de escasos recursos la tienen los consultorios jurídicos, pues con la nueva realidad constitucional, la obligada a dicha prestación es la Defensoría del Pueblo, sin perjuicio de que otros organismos le presten su colaboración, como puede pasar con los colegios de abogados, las facultades de derecho, la ONG nacionales e internacionales y los organismos multilaterales, como la ONU, OEA y demás.

Cobra vigencia aquí lo dispuesto en la Ley 941 de 2005 en relación con aquello de condicionar el trabajo de los consultorios jurídicos en materia de defensa penal a que éstos hagan un convenio con la Defensoría del Pueblo y trabajen bajo su coordinación y suprema dirección, norma que en 1995 significó para las facultades de derecho una indebida intromisión en el desarrollo de sus actividades académicas y condicionó la realización de dichas prácticas a la celebración de un convenio con el ente estatal, pero que ahora cobra su verdadero significado, pues tiene lógica que el organismo garante de dicho derecho sea quien determine si un particular le puede prestar su ayuda para ese cometido y en qué condiciones debe hacerlo.

En este mismo sentido, después de muchos años, viene a tener verdadero sentido lo dispuesto en el artículo 30 del Decreto 196 de 1971, al disponer que: "Los consultorios jurídicos funcionarán bajo la dirección de profesores designados al efecto o de los abogados de pobres, a elección de la facultad, y deberán actuar en coordinación con éstos en los lugares en que ese servicio se establezca". Si entendemos por abogados de pobres a la Defensoría del Pueblo, en los términos de la Ley 941, ello significaría que la gestión de los consultorios siempre debería ser subsidiaria y en coordinación con dicho ente, no solo en materia penal, sino en todas aquellas a las cuales se extienda su servicio.

2.2. Requisitos para el derecho de defensa y derecho al debido proceso

Para este punto podemos partir de un hecho muy relevante que ocurrió en el tránsito entre las dos Constituciones, consistente en el cuestionamiento que la Corte Constitucional realizó mediante varias: SU-044 de 1995, C-37 de 1996, C-542 de 1996, C-617 de 1996, C-143 de 2001 y C-40 de 2003 a la función que los consultorios jurídicos venían desempeñando en materia de defensa penal, condicionando el desempeño de esta función a la ausencia de abogados que la pudiesen ejercer y a la obligación de las facultades de derecho de supervisar esa labor.

Cuando se profirieron dichas decisiones del máximo juez constitucional, la pregunta que se hizo toda la academia fue la siguiente: ¿si los estudiantes de los consultorios jurídicos venían realizando la misma labor que les fue encomendada desde 1971, por qué ahora se cuestionaba la idoneidad de su trabajo? ¿Eso se debía a que el mismo había cambiado o a que el parámetro de medición era otro? De ser esto último, ¿cuál es el nuevo parámetro de medición?

La respuesta a dicha cuestión es muy precisa: la gestión que hasta 1991 fue considerada idónea, con los parámetros establecidos por la nueva Constitución, medidos conforme a la gestión que desde esa época vinieron a realizar los defensores públicos profesionales y con el marco del nuevo sistema penal acusatorio, en estas condiciones ya el trabajo de los estudiantes de consultorio jurídico no resulta idóneo.

La razón de esto es muy simple: hasta 1991 el parámetro de medición de la calidad de esa gestión era la labor desarrollada por los defensores de oficio, los cuales eran seleccionados por el juez de la lista general de abogados del Consejo Superior de la Judicatura, a quienes se designaba en forma aleatoria y se imponía dicha función que, por demás, era gratuita. Con este parámetro de comparación, es claro que la función realizada por los practicantes de los consultorios jurídicos era muy idónea, pues la mayoría de esos defensores oficiosos tenían que soportar una carga muy onerosa desde el punto de vista profesional, gravamen que se imponía sin importar el área de desempeño profesional del jurista y sin una contraprestación económica por el tiempo invertido.

Con el nuevo esquema procesal penal, con la presencia de la Fiscalía y de una Defensoría pública profesional, es razonable poner en duda la idoneidad de un estudiante de derecho para responder por los nuevos parámetros de idoneidad de la defensa que trajo aparejada la nueva legislación y jurisprudencia.

Y aquí surge el punto nodal del problema del derecho a la defensa y el debido proceso, pues en vigencia de la Constitución del 86 y los códigos de procedimiento penal que rigieron hasta 1991, el problema de la defensa técnica era un asunto meramente formal, limitado casi que a la presencia de un defensor (contractual, de oficio, estudiante de derecho y hasta lego) que aceptara el cargo, se dejara notificar de las providencias, asistiera a las diligencias y no mucho más, como se puede constatar en manuales de derecho procesal clásicos para la época, como el de Bernal (1987), con pocos autores que reclamaran un cambio en este campo y brilla con luz propia Londoño (1989), quien luego sería constituyente y pieza central en la nueva mirada constitucional al tema.

La nueva preceptiva procesal penal que siguió a la nueva Constitución y muy especialmente la de la Ley 906 de 2004, unida a la jurisprudencia constitucional sobre la adecuada defensa técnica, superan con creces esta parte formal y ponen metas muy precisas y exigentes al defensor. Un ejemplo de esta nueva realidad es la sentencia de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia del 22 de octubre de 1999, con ponencia del Dr. Jorge Aníbal Gómez G., en la cual se precisan las premisas teóricas de la defensa técnica:

  • Derecho de rango constitucional y derivado de los pactos de Derechos y Convención Interamericana de Derechos, a escoger defensor técnico

  • Derecho a que el defensor tenga un nivel básico de formación jurídica, como medio para compensar la inferioridad del sujeto frente al poder del Estado, representado por la Fiscalía.

  • Los vacíos u omisiones relevantes en el ejercicio de la defensa técnica no pueden colmarse con el pretexto de que hubo defensa material: la defensa debe ser técnica y con asistencia de letrado.

  • La defensa técnica debe ser ininterrumpida durante la investigación y juzgamiento, al punto que las precariedades ostensibles y dañinas en la primera etapa, no se compensan con la actividad meritoria en la segunda.

  • Se repudia la pasividad del defensor, actividad que será ilusoria y nominal si el defensor no asume labores tales como: comunicación permanente con el sindicado; asistencia a los actos de defensa material (indagatoria, reconocimiento en fila de personas, etc.); examen de actuaciones y control de las mismas; reclamo de libertad cuando sea procedente; petición y ofrecimiento de pruebas; proposición de diligencias; presentación de alegatos de defensa e interposición de recursos.

En otra decisión de la misma Sala Penal, del 11 de julio de 2007, con ponencia de Julio E. Socha, dijo la Corte que una estrategia consistente en una actitud pasiva (muy jurídica y ampliamente usada por los defensores, incluidos los de oficio y, por supuesto, por estudiantes de derecho en sus prácticas), consistente en una resistencia que impone al Estado la carga de demostrar la responsabilidad del imputado, esta actitud era admisible en el modelo de enjuiciamiento anterior, en el que el acusador tenía la obligación de la investigación integral e imparcial, escudriñando tanto lo favorable como lo desfavorable al procesado, sistema en el que el juez gozaba de forma plena de la facultad o iniciativa probatoria con la misma finalidad por lo que el procesado podía permanecer inactivo en el proceso, al tanto de lo que sobre su responsabilidad decidieran el fiscal y el juez de la causa.

Del otro lado, en palabras de la Corte Constitucional mediante la sentencia C-1194 de 2005, el nuevo sistema impone a la defensa una actitud diligente en la recolección de los elementos de convicción a su alcance, pues ante el decaimiento del deber de recolección de pruebas exculpatorias a cargo de la Fiscalía, fruto de la índole adversativa del proceso penal, la defensa está en el deber de recaudar por cuenta propia el material probatorio de descargo. El nuevo modelo supera de este modo la presencia pasiva del procesado penal, comprometiéndolo con la investigación de lo que resulte favorable, sin disminuir por ella la plena vigencia de la presunción de inocencia.

En la sentencia C-591 de 2005, la misma Corte Constitucional agregó que sin considerar una inversión de la presunción de inocencia, las cargas procesales se distribuyen entre la Fiscalía y el investigado, imputado o procesado, a quien le corresponde aportar elementos de juicio que permitan confrontar los alegatos del acusador, e inclusive los aportados por la víctima, a quien también se le permite la posibilidad de enfrentar al imputado.

Conclusión de estas decisiones: el nuevo esquema procesal penal no es adecuado para un defensor que se limite a cumplir un papel formal, como el que desempeñaban antes los defensores de oficio y tampoco para un defensor que no pueda satisfacer a cabalidad todos los postulados de su papel en el nuevo proceso penal. Aunque la formación que ofrecen las facultades de derecho tiende a formar en la debida satisfacción de estos y muchos otros postulados de la actividad del abogado defensor, los cuales se concretan en buena medida en las actividades que cumplen los practicantes de los consultorios jurídicos cuando fungen como defensores, es muy posible que su labor resulte insuficiente si se le compara con la que desempeña un defensor público profesional y dedicado con exclusividad a esa labor.

La claridad conceptual de estas decisiones, que privilegian el derecho al debido proceso y a la defensa del sindicado por encima de los intereses de celeridad de la administración de justicia, apoyados en el principio de solidaridad que sostenía la carga que se imponía a todos los abogados, argumento que ya parecía destinado a mero dato de la arqueología jurídica, ha sido revivido en forma desafortunada por la Corte Constitucional mediante la sentencia C-083 de 2014, decisión en la cual se resolvió la constitucionalidad del numeral 7o del artículo 48 del Código General del Proceso (Ley 1564 de 2012), norma que impone a los abogados que habitualmente ejercen la profesión la carga de desempeñar en forma gratuita el cargo de defensor de oficio en los procesos civiles, designación que es de forzosa aceptación y cuya omisión puede acarrear investigación disciplinaria.

Ante la acusación que el demandante le hizo a la norma, señalándola de violar el derecho al trabajo de los litigantes, la corporación estimó que no existe dicha violación por el principio de solidaridad, entendida en el ámbito de límite a derechos propios, medida que no es desproporcionada porque se sacrifica un valor para proteger el derecho a acceder a la justicia que tiene el demandante y el derecho a tener un representante que tiene el demandado; además, la protección de esos derechos que en concepto de la Corte se logra por esa vía, es alta y, finalmente, la carga que se impone es menor, pues no afecta en forma grave los derechos de quien la soporta.

Para arribar a dicha decisión, la Corte se apoya en otras decisiones de la corporación, concretamente en la C-588 de 1997, en la cual se resolvió lo relacionado con el desempeño gratuito del cargo de auxiliar ad honoren en las defensorías de familia que estableció la Ley 23 de 1991 en sus artículos 55 y 57. Adicionalmente, en la C-247 de 1999 que resolvió lo atinente al servicio legal popular previsto en el artículo 149 de la ley 446 de 1998.

Con las últimas decisiones, la Corte ha privilegiado el deber de solidaridad por encima del derecho al debido proceso, mirando más el deber que tienen los abogados de ser solidarios con la administración de justicia que el derecho al debido proceso, regresando a los fundamentos de la Corte Suprema de Justicia, sala plena o Constitucional, mediante los cuales se avaló la obligatoriedad de la defensa de oficio en los procesos penales, según los cuales todo abogado, por el hecho de serlo y por ejercer la profesión (en cualquier campo), estaba habilitado para manejar en forma satisfactoria todos los requerimientos procesales que implican el proceso penal y llevado al campo del Código General del Proceso, de todos los procesos civiles, desde un proceso de divorcio, pasando por otro de responsabilidad civil y uno de simulación, hasta otro de responsabilidad médica o responsabilidad de un constructor por obra defectuosa y sin importar que el abogado designado sea un litigante en el campo tributario, de los seguros o minero.

Con argumentos de esta naturaleza, no hay duda de que el reclamo que en estas líneas se ha consignado, enrutado a propender por la inconstitucionalidad e inconveniencia de cualquier interpretación de la Ley 583 que le imponga a los estudiantes de derecho la carga de concretar el acceso a la justicia de las personas que carecen de recursos económicos, todos esos argumentos han sido borrados de un plumazo por nuestra máxima corporación, afianzando por el contrario los argumentos que conducen a esa interpretación.

2.3. Redefinición de la autonomía universitaria y derecho a la igualdad

Ni la autonomía universitaria ni el derecho a la igualdad constituyen principios novedosos en nuestro ordenamiento jurídico ni mucho menos fueron creación de los constituyentes de 1991. Aunque ambos hacen parte de nuestra tradición constitucional desde hace muchas décadas, ello no quiere decir que la nueva Carta Fundamental no haya introducido novedades en dichas materias o que éstas carezcan de incidencia en nuestro tema.

El planteamiento de este aspecto del análisis surge del cuestionamiento de la carga impuesta a los estudiantes de los consultorios jurídicos con dos puntos distintos y al mismo tiempo convergentes: la desigualdad de trato que la ley da a la enseñanza del derecho respecto de otras disciplinas académicas y la pertinencia de la carga social que se le impone al estudiante de derecho en los temas relacionados con el acceso a la justicia como derecho fundamental del sujeto.

Para introducir el análisis del primer punto, basta con la negación indefinida, demostrable empíricamente9, de ausencia de carga similar a la impuesta a los estudiantes de derecho en la formación de cualquier otro profesional o técnico en Colombia. Más concreto aún: a ningún otro estudiante de disciplina alguna se le ha impuesto como requisito para la culminación de sus estudios y la obtención del título, la realización de una práctica profesional que tenga que hacerse exclusivamente con personas de escasos recursos económicos y con la prohibición de remuneración alguna por dichos servicios.

En la diversidad formativa de las múltiples áreas del conocimiento hay una constante invariable: excepto en el derecho, en ninguna carrera profesional o técnica se le impone al estudiante la obligación de realizar el componente práctico de su formación profesional únicamente con personas de escasos recursos económicos y en forma totalmente gratuita.

Una de las oportunidades en que la Corte Constitucional se ha pronunciado sobre este tópico fue cuando analizó el servicio legal popular mediante la sentencia C-247 de 1999, figura que impuso a los estudiantes de derecho un nuevo requisito de grado consistente en la realización de actividades de naturaleza social. Ante la acusación de trato desigual al otorgado a otras profesiones, la Corte desechó la imputación porque "los demandantes comparan la profesión de abogado con otras profesiones de naturaleza completamente diferente en el desempeño de ellas en la sociedad":

Realizando el análisis del concepto de igualdad en los términos que la Corte Constitucional lo ha definido en sus sentencias, mediante el llamado test de igualdad, que para nuestro caso podría ser el que se vierte en las sentencias C-247 de 1999 y C-588 de 1997, de los elementos que integran dicho test, el punto más importante para nuestro análisis es la finalidad del distinto trato, punto complejo de definir, para lo cual será útil caracterizar el estudiante de derecho y, de paso al abogado, en cuanto a su función, lo cual podemos hacer conforme a lo resuelto mediante la sentencia C-143 de 2001, según el cual la función social del abogado, según el artículo 1º del Decreto 196 de 1971, es colaborar con las autoridades en la conservación y perfeccionamiento del orden jurídico del país y en la realización de una recta y cumplida administración de justicia y el artículo 2º de esa misma norma , agrega que la misión del abogado es defender en justicia los derechos de la sociedad y de los particulares.

A renglón seguido, la misma sentencia dice que "la profesión de abogado es muy distinta a las demás, y entraña un riesgo social que puede afectar a terceros, lo que hace que resulten coherentes los límites y diferencias que se introduzcan, y que persigan el debido cumplimiento de la misión del abogado en la sociedad. No existe violación del derecho a la igualdad al exigir como requisito para obtener el título, la prestación del servicio legal popular, pues, los demandantes comparan la profesión de abogado con otras profesiones de naturaleza completamente diferente en el desempeño de ellas en la sociedad". En otras palabras, la diferencia de trato se basaría en el riesgo social que entraña la profesión, así como la naturaleza completamente diferente en el desempeño en la sociedad.

Examinar la racionalidad de esa diferencia de trato resulta difícil con esos elementos, pues no está muy clara la relación entre la función social o la misión del abogado, que en nada se minimiza o se maximiza con la restricción de prácticas con estratos socioeconómicos bajos. Conservar y perfeccionar el orden jurídico del país es una expresión con significados diversos y contradictorios, pues mientras para unos puede ser el orden jurídico diverso, multicultural, democrático y justo por el cual propende nuestro Estatuto Constitucional, para otros segmentos de la población será un orden jurídico que apoye los valores religiosos (opuestos a políticas de apertura religiosa); de igual forma, ese mismo orden jurídico podrá ser el del gran capitalista, generador de riqueza, empleo, impuestos y divisas, que requiere contener los embates de los intentos socializantes de algunos sectores. Aunque esto parece un intento de distorsión de lo obvio, la verdad es que cada uno de estos sectores requiere abogados que propendan, en forma legítima y con serios argumentos jurídicos, por la defensa de sus intereses.

De igual forma, cuando se habla del cometido de realizar la función social de colaborar en la realización de una recta y cumplida administración de justicia, ahí debemos englobar no solo a los abogados litigantes, sino también a los funcionarios públicos que desempeñan alguna función procesal o extraprocesal, a los auxiliares de la justicia, a los testigos y las mismas partes. De ninguna manera una recta y cumplida administración de justicia tiene relación con el servicio a los sectores de menos recursos económicos, pues tanto estos como los de mayor y mediano recursos, requieren que esta función de la sociedad se cumpla en forma adecuada.

De otro lado, defender en justicia los derechos de la sociedad y de los particulares, no se traduce en un acento social del ejercicio de la profesión, como pareciera a primera vista, sino en un adecuado equilibrio que el abogado debe guardar entre los intereses particulares que prohíja, con los de la sociedad a la cual pertenece dicho particular y todos los demás ciudadanos. El otro aspecto de este punto, esencial al trabajo del abogado, es la defensa en justicia de los derechos, con lo cual se resalta ese valor social y anhelo de todas las épocas que es la justicia, expresión ésta que se presta a tantos o más enfoques que los que le encontramos al orden jurídico, enfoques que requieren de un abogado que los acompañe y defienda.

Finalmente, lo relacionado con el riesgo social que entraña el ejercicio de la profesión de abogado, indudablemente es inmenso, en la medida en que somos depositarios de la confianza del cliente que pretende el acceso a la justicia y la solución de su problema jurídico, confianza que en nada se diferencia de la que hay que depositar en todo tipo de consejeros y auxiliares. Hablar de riesgo social de las profesiones es materia compleja, pues si se analiza el tema se ve que todos y cada uno de los empleos y profesiones tienen un riesgo social elevado, algunas más evidentes y representativas que otras. Así, por ejemplo, el riesgo social del oficio desempeñado por un piloto de aerolínea comercial es más grande que el de un abogado o contador, no solo por el número de sujetos que involucra en sus actos, sino por el riesgo económico que los desmanes pueden generar. Para usar un ejemplo más cercano, piénsese en el riesgo social de las profesiones médicas, sobre todo cuando se ejercen con criterio empresarial. Por ello, este elemento, aunque muy importante, no alcanza a explicar la diferencia de trato entre el estudiante de medicina y el de derecho.

No veo cómo analizar lo que tiene que ver con "la naturaleza completamente diferente en el desempeño de ellas en la sociedad" al que se ha referido la Corte en el fallo C-247 de 1999, pues lo vaga e imprecisa de la expresión imposibilita su concreción, por lo cual difícilmente podría sustentar el trato distinto que se viene indagando.

De todos los puntos anotados, ninguno de ellos tiene en nuestro criterio el suficiente sustento para justificar la diferencia de trato que se otorga a un estudiante de derecho por encima de otros estudiantes de otras áreas, imponiéndole una carga social onerosa y absolutamente lesiva de su desarrollo académico.

Un punto aparte en la justificación del trato desigual que la Corte otorga a los profesionales del derecho, es el que se relaciona con el aporte que ellos hacen para la realización del derecho al acceso a la justicia, aporte que se refiere a los estudiantes de derecho y más concretamente a los practicantes de consultorio jurídico y era esencial en la Constitución de 1886, mas no así en la nueva Carta, en cuyo marco ésta es una carga del Estado por medio de la Defensoría del Pueblo.

Finalmente, existe un lugar común en todos los análisis cuando expresan que "la naturaleza completamente diferente en el desempeño de ellas en la sociedad" es el que justifica su carga social. Esa frase, además de anfibológica, es injusta con las demás profesiones y oficios que desempeña el ser humano. Si bien el papel social del abogado es importante en la formación y mantenimiento de la sociedad, su aporte es tan significativo como el de otros miembros del grupo social.

Hay una forma más técnica de enfrentar el tema del aporte que el desempeño de las diversas profesiones tiene para la sociedad y es precisando su contribución para la realización de algún derecho fundamental. Desde esta óptica, es innegable que cada profesión hace su aporte para el logro de un derecho fundamental (los abogados para la justicia, los médicos para la salud, los ingenieros civiles para la vivienda digna, los educadores para la educación y así sucesivamente), por lo cual no hay razón válida para que solo al abogado se le imponga esa carga social, mientras al médico, ingeniero o educador, no se les grava con obligaciones de igual naturaleza a la del abogado.

En otras palabras: si aplicáramos la filosofía del 196-583 a las prácticas profesionales de las demás disciplinas, debería esperarse que el estudiante de ingeniería civil solo hiciera sus prácticas en favor de comunidades y obras carentes de recursos; que el médico solo realizara sus prácticas en hospitales de caridad o puestos de salud de comunidades carentes de asistencia médica; que los futuros maestros se formen sirviendo a comunidades que no tienen acceso al sistema educativo y así sucesivamente. Si así se hiciere la profesión jurídica estaría en las mismas condiciones de las demás áreas del conocimiento: la médica, la ingenieril, la docente, la sicológica y todas en general.

No sobra agregar que todos los análisis que se han traído a juicio provienen de pronunciamientos de la Corte Constitucional, tribunal que está conformado por notables juristas con toda una vida dedicada al derecho, quienes con gran lógica tienen su quehacer profesional en la más alta estima. Habría que ver cuál sería el análisis de este tema si este alto tribunal tuviera una conformación más promiscua, con presencia de sociólogos, antropólogos, educadores, médicos o matemáticos. En este escenario, posiblemente la decisión sería distinta y se valora inmensamente el aporte del jurista a la sociedad, pero sin ponerlo en un sitial que no le hace justicia a las demás profesiones humanas.

Conclusión: el desigual trato en materia de práctica profesional carece de fundamento y debe ser eliminado, pues ello constituye una violación al derecho a la igualdad.

Analicemos ahora el parámetro de la autonomía universitaria.

El planteamiento del problema es contundente: ¿tienen nuestras instituciones universitarias la autonomía para determinar qué tipo de prácticas realizan con sus estudiantes y a qué destinatarios enfocan dichas práctica? Si las universidades son autónomas en el plano académico y el tema de las prácticas es netamente pedagógico y didáctico, la respuesta debería ser afirmativa y, por ende, la restricción que contiene la reglamentación del 96-583 no debería ser obstáculo para que cada institución diseñara su proyecto educativo y, como parte de éste, incluyera las actividades prácticas que considerara adecuadas para el logro del mismo, con posibilidad de apartarse de los lineamientos de estas disposiciones.

La otra respuesta a dicho interrogante es la negativa, consistente en la ausencia de dicha autonomía y la existencia de facultad por parte del Estado para imponer a las facultades de derecho la obligación de realizar determinada modalidad de prácticas, ya no solo las sociales a las que se refieren el 196 y la 583, sino otra labores, tales como las necesarias para lograr la restitución de tierras a los desplazados, las enfocadas a lograr la descongestión judicial o las atinentes a la urgente lucha para erradicar la corrupción administrativa. ¿El Estado podrá imponer prácticas obligatorias tendientes a éstos y similares fines?

La aparente contundencia del planteamiento que se acaba de hacer, al punto de parecer obvia su respuesta afirmativa, en la práctica se desdibuja, no se sabe si por razones constitucionales o legales que impiden que la solución sea tan obvia como en principio se presenta, o si, por el contrario, hay justificaciones pedagógicas e institucionales de las universidades que no han permitido que la aplicación práctica de la autonomía universitaria incida en forma directa en este tema. El hecho es que las facultades de derecho siguen ciñendo las prácticas obligatorias de los estudiantes en el consultorio jurídico a los principios establecidos en el 196-583.

Tal vez el aspecto más importante para nuestro tema de todas estas decisiones es el relacionado con el hecho de circunscribir dicha prerrogativa al ámbito de las funciones pedagógicas atribuidas a las entidades de Educación Superior, pues esto no solo amplía la concepción de la norma constitucional, sino que lleva al terreno verdaderamente importante de la materia, pues nada se ganan las universidades con tener autonomía administrativa, financiera y de gobierno, si el campo pedagógico queda sujeto a estrictos lineamientos gubernamentales que coarten "la preservación de los elementos identificadores de una determinada institución en términos reconocibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar", que es el fin que asegura la institución, al decir de la Corte mediante la sentencia C-162 de 2008.

Ubicados en nuestro campo de análisis, la enseñanza del derecho mediante las prácticas realizadas en los consultorios jurídicos, el tema a examinar sería el atinente a la viabilidad jurídica de un proyecto universitario que, por ejemplo, se proponga formar abogados de corte netamente empresarial, orientados a la industria, el comercio y los mercados mundiales, proyecto educativo que definiera que la parte procesal de su formación es accidental y debe limitarse a dos cursos de procesal muy general, pues vocacionalmente se determina que el perfil de este tipo de abogado no será la actividad litigiosa.

Un somero estudio de las decisiones de la Corte Constitucional sobre la autonomía universitaria no deja ninguna duda en relación con la amplitud de criterio que maneja la alta corporación sobre la configuración netamente académica de los programas educativos, aun por encima del rasero legal, como es el caso de los exámenes preparatorios. No obstante, hay que precisar que todas las decisiones analizadas están enfocadas a las decisiones universitarias tendientes a hacer más exigentes los requisitos académicos (no uno sino dos idiomas, por ejemplo). Ninguno se refiere a relajación de los requisitos tradicionales de la formación legal, como podría ser la eliminación de una u otra materia o la aprobación de un curso por la sola asistencia a clase, situación que por supuesto no ha llegado a la Corte (o al menos no lo pudimos ubicar), pues para ello sería necesario que alguien demandara esa flexibilización, lo cual, por razones obvias, no ha ocurrido hasta ahora. Estos eventos no son nada distinto a una forma de procurar una mejor calidad de la educación mediante la vía de la conformación de un pensum que ayude a dar verdadera identidad institucional al programa ofrecido.

Parece como si a nuestras universidades les hubiera faltado audacia o creatividad para la innovación curricular, sobre todo en asignaturas básicas y en contenidos clásicos de las carreras. Se necesita una facultad de derecho que decida dejar por fuera de su currículo asignaturas como las sucesiones o los derechos procesal, laboral o administrativo (las cuales se anotan a título de ejemplo) y que el Ministerio de Educación niegue la aprobación al plan de estudios por esa razón, para saber qué tan amplio realmente es el criterio de nuestra Corte Constitucional en esta materia y si ahí se tutelarían los derechos de las universidades para enfocar la mejora en la calidad de la educación que imparten mediante una revisión a fondo del tema del currículo.

Precisamente en este propósito resulta oportuno el tema de las prácticas como banco de prueba de esa autonomía universitaria ya que, supuestamente, el panorama constitucional, no tanto por su texto constitucional sino por la jurisprudencia de la Corte Constitucional, resulta ideal para abandonar el molde contenido en el 196-583 por cuanto permiten las innovaciones hacia formas de práctica docente más coherentes con las nuevas realidades profesionales del siglo XXI.

Conclusiones y recomendaciones

Con la expedición de la Constitución de 1991 se produjo un cambio sustancial en los temas relacionados con las competencias de los consultorios jurídicos, concretamente con la imposición del énfasis social a las prácticas de los estudiantes de derecho, acento social que tenía piso en el marco de la Constitución de 1886 con la forma de asistencia social y ante la ausencia de organismo estatal que asumiera la carga de facilitar el acceso a la justicia de quienes carecen de medios para proveerse por sí mismos ese derecho. Con la creación de la Defensoría del Pueblo, cuya labor misional es velar por el acceso a la justicia, carece de justificación constitucional la imposición a los consultorios jurídicos de una carga como la contenida en la Ley 583.

De otro lado, la necesaria dedicación al trabajo con los pobres, entendidos como sujetos carentes de recursos económicos, desconoce el profundo énfasis social del nuevo texto constitucional y la jurisprudencia de la Corte Constitucional, que ha permitido visibilizar sujetos y grupos sociales en estado de vulnerabilidad que merecen especial atención, personas y conglomerados cuya atención no depende de su situación económica. Por ello, la redacción de la Ley 583 desconoce, en forma abierta, grupos sociales que para la Corte deben tener atención prioritaria y preferencial en todo el Estado.

La nueva estructura estatal y la nueva concepción del contenido que debe tener el derecho de defensa y el debido proceso, con la Fiscalía y la Defensoría pública profesional, hacen que la labor que antes realizaban los estudiantes de derecho en sus prácticas penales, resulten inidóneas, por lo cual es constitucional exigir que su labor se encauce por las vías que establezca la Defensoría del Pueblo.

Hay una abierta violación al principio constitucional de igualdad del que gozan los estudiantes de derecho frente a estudiantes de otras disciplinas porque les impone la obligación de hacer prácticas gratuitas con personas pobres, limitación que no se impone a discente alguno de ninguna otra área del conocimiento, sin fundamento constitucional suficiente para justificar la desigualdad en el trato.

Conclusión de todo lo dicho: estos elementos parecen suficientes para adelantar una acción de inconstitucionalidad ante la Corte Constitucional contra la Ley 583 de 2000 por la violación a la Constitución, con el fin de lograr la declaratoria de inexequibilidad de la norma o una constitucionalidad condicionada, en el sentido de indicar que al interpretar dicha norma debe entenderse comprendido en la expresión "pobre" todas las personas o grupos en estado de vulnerabilidad que merecen especial protección, argumento que puede servir para una excepción de inconstitucionalidad.

A pesar del peso que tienen esos argumentos, la reciente sentencia de la Corte sobre los curadores en el Código General del Proceso (C-083 de 2014), al que ya nos referimos en otra parte de este escrito, permite concluir que una acción de este tipo tendría pocas esperanzas y más bien lograría el efecto contrario, que es una decisión de la Corte que profundice aún más la arraigada creencia de que los consultorios jurídicos deben ser los defensores de las clases menos aventajadas y que a ello debemos dedicar nuestros esfuerzos, así estemos procesalmente maniatados y literalmente "trabajando con las uñas".

La paradoja que plantea esta realidad puede resultar tan interesante como el problema:

Si a lo largo de más de 20 años de vigencia de la nueva Constitución, todos nos hemos convencido de que los consultorios jurídicos tienen una carga que en realidad está en cabeza del Estado, por medio de la Defensoría del Pueblo, creencia que las universidades y las facultades de derecho han hecho suyas, de esta misma forma y con este mismo efecto, creo posible que una discusión razonada de este tema y un análisis pormenorizado de su verdadera fuerza, nos pueda conducir a la conclusión que han obtenido muchas facultades de derecho que, conscientes de la realidad que tienen que afrontar sus egresados cuando salgan a la vida laboral, han optado por mantener unas prácticas obligatorias con énfasis social, pero innovando en otras que no tienen ese carácter y que sí aportan los elementos necesarios para que los nuevos abogados puedan cumplir los roles de su quehacer profesional en aquellas materias que no tienen ese fin social.

La paradoja que planteo podría darse si se logra que el gremio de las facultades de derecho pueda darle al tema normativo un valor secundario para que se organicen sus actividades como labores de naturaleza académica que son, sin dejar que el Estado les imponga unas cargas que no les corresponde a las universidades y mucho menos cuando no brinda las herramientas necesarias para ello, hecho que de convertirse en factor común del gremio educador en materia legal, podría llevar a la creencia de que la solución de este problema no está en la norma (llámese 583 o cualquier acto administrativo del Ministerio de Justicia o del de Educación), sino en el cumplimiento de una tarea pedagógica que esté en consonancia directa con las nuevas realidades que exige el país para el posacuerdo (mal llamado posconflicto).


Notas

3 Sentencias del 14 de diciembre de 1970, 22 de mayo de 1975 y 30 de septiembre de 1970 de la Corte Suprema de Justicia y C-143 de 2001 y C-617 de 1996 de la Corte Constitucional.
4 Luego de consultar constitucionalistas como Jaime Betancur (1978, 1979), Luis Carlos Sáchica (1986, 1987), Jaime Vidal (1985), Carlos A. Olano (1987), Manuel Gaona (1988), Tulio Elí Chinchilla (1988), solo los dos primeros dedican algunos párrafos a dicho tema, pues los demás solo hacen mención del mismo pero no hacen ingreso a los detalles sustanciales.
5 De la cual solo encontramos dos fallos que se refirieran al tema: el del 26 de abril de 1971 y el del 21 de agosto de 1975.
6 Disposición que rezaba: "ARTÍCULO 19. La asistencia pública es función del Estado. Se deberá prestar a quienes careciendo de medios de subsistencia y de derecho para exigirla de otras personas, estén físicamente incapacitados para trabajar".
7 Sentencia Corte Suprema de Justicia, sala plena, del 21 de agosto de 1975.
8 En el orden municipal existía (y aún existe) la figura del Personero Municipal (Decreto 1333 de 1986), quien siempre ha tenido, en materia de protección de los derechos humanos, unas funciones muy similares a las que hoy tiene el Defensor del Pueblo, similitud que brinda elementos para pensar que fue la figura del personero la que inspiró a los constituyentes de 1991 en el momento de crear la Defensoría del Pueblo.
9 Consúltese reglamentaciones de profesiones y oficios que ha realizado el legislador mediante ley, tales como la medicina, la arquitectura, la contaduría y muchas otras, cuya norma reglamentaria no se cita aquí para no exceder en detalles.


Referencias

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