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Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas

versión impresa ISSN 0120-3886

Rev. Fac. Derecho Cienc. Polit. - Univ. Pontif. Bolivar. vol.46 no.124 Medellín ene./un. 2016

 

El Estado en Arendt y Maquiavelo: dos visiones1

The Arendt and Machiavelli State: two visions

L'État selon Arendt et Machiavel: deux visions

O Estado em Arendt e Maquiavelo: duas visões

Jorge Iván Gaviria Mesa2
Mónica Lucía Granda Viveros3

1Artículo resultado del proyecto de investigación "Pensamiento y Sociedad" ejecutado en el marco de los estudios doctorales en Ciencia Política de la Universidad del Rosario, Argentina.
2Candidato a Doctor en Ciencia Política, Universidad Nacional del Rosario Argentina, magíster en Filosofía, Universidad de Antioquia, Filósofo Universidad de Antioquia, Abogado Universidad de Antioquia. Docente de tiempo completo de la Fundación Universitaria Luis Amigó. Integrante del grupo de investigación Jurídicas y Sociales de la Fundación Universitaria Luis Amigó. Institución financiadora: Fundación Universitaria Luis Amigó. Medellín, Colombia. Correo electrónico: jgaviriamesa@yahoo.es. - http://orcid.org/0000-0003-3899-3012.
3Candidata a Doctora en Ciencia Política, Universidad Nacional del Rosario Argentina, magíster en Derecho Procesal, Universidad de Medellín, especialista en Derecho Laboral y Seguridad Social, Universidad Pontifica Bolivariana, Abogada Universidad de Medellín. Decana Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, Fundación Universitaria Luis Amigó Integrante del grupo de investigación Jurídicas y Sociales de la Fundación Universitaria Luis Amigó. Institución finan-ciadora: Fundación Universitaria Luis Amigó. Medellín, Colombia. Correo electrónico: moni-granda@hotmail.com - http://orcid.org/0000-0002-8986-9217.

Cómo citar este artículo: Gaviria, J. & Granda, M. (2016). El Estado en Arendt y Maquiavelo: dos visiones. Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, 46(124), pp. 145-170.

Recibido: 16 de marzo de 2016. Aprobado: 27 de junio de 2016.


Resumen

Las ideas sobre el poder y el Estado son tan antiguas como el Hombre mismo. Perviven muchas preguntas y criterios de la Grecia socrática y del medioevo, porque los problemas acuciantes de aquella época siguen también vigentes. No es extraño por ello que en la distancia geográfica y cronológica dos voces reconocidas como las de Maquiavelo y Hannah Arendt se encuentren en la divergencia. Para el florentino, el gobernante es ante todo un individuo capaz de lograr el propósito de adquirir el poder y conservarlo, sin talanqueras morales, propias de la concepción personal de la vida; para la filósofa alemana, en evocación aristotélica, la palabra define lo político. Según Arendt, el logos, asumido como discurso, es la genuina acción política, en tanto Maquiavelo aprecia el resultado-conquista y preservación del poder- más que los medios, siendo estos los mecanismos que él prescribe en su opúsculo gigantesco: El Príncipe. Distintas-incluso opuestas-y distantes, sus concepciones sobre el Estado nos llaman a la reflexión en una dimensión-la del poder- tan humana, como a veces, deshumanizante.

Palabras clave: Arendt; Maquiavelo; Estado; Poder


Abstract

The ideas about the power and the state are as old as human itself. Survive many questions and criteria from Socratic Greece and the Middle Ages, because the pressing problems of that era also remain valid. No wonder why in the geographical and chronological distance two recognized voices like those of Machiavelli and Hannah Arendt meet in divergence. For the Florentine, the governor is primarily an individual capable of achieving the purpose of acquiring power and keeps it, without moral hurdles, proper of the personal conception of life; for the German philosopher, in an Aristotelian evocation, the word defines politics. According to Arendt, logos, assumed as discourse, is the genuine political action, as Machiavelli sees the result - conquest and preservation of power rather than the means, which are the mechanisms that he prescribes in his gigantic opuscle: The Prince. Different-even contradictory-and distant, their views about State call us to reflect on a dimension of power- so human, and sometimes dehumanizing.

Keywords: Arendt, Machiavelli, State, Power


Résumé

Les idées sur le pouvoir et l'État sont aussi anciennes que l'homme lui-méme. Survivent beaucoup de questions et critéres de la Gréce socratique et le Moyen Age, parce que les problémes pressants de cette époque restent également en vigueur. Pas étonnant qu'avec la distance géographique et chronologique deux voix reconnues comme celles de Machiavel et Hannah Arendt sont dans la divergence. Pour le florentin, le dirigeant politique est avant tout un individu capable d'atteindre le but du pouvoir et d'en garder l'acquisition, sans contraintes morales, propre conception personnelle de la vie; pour la philosophe allemande, en évocation aristotélicienne, le mot définit la politique. Selon Arendt, logos, supposés comme discours, est la véritable action politique, alors que Machiavel voit le résultat, la conquéte et la conservation du pouvoir plutót que les moyens qui sont les mécanismes qu'il prescrit dans son livret gigantesque: Prince. Différents -méme contradictoires- et lointains, leurs vues sur l'État nous ont appelés á réfléchir sur une dimension de puissance de l'homme méme, et parfois déshumanisante.

Mots-clés: Arendt; Machiavel; État; Pouvoir


Resumo

As ideias sob o poder e o Estado são tão antigas como mesmo o home. Persistem muitas perguntas e critérios da Grécia socrática e da idade media, porque por problemas latentes daquela época continuam também no momento atual. Não admira que na distancia geográfica e cronológica dois vozes como as de Maquiavelo e Hannah Arendt se encontrem na divergéncia. Para o florentino, o governante é, antes de mais, um individuo capaz de conseguir o propósito de adquirir o poder e mantê-lo, sem barreiras morais, próprias da concepção pessoal da vida; para a filosofía alemã, em evocação aristotélica, a palavra define o politico. Segundo Arendt, o logos, tomado como discurso, é a genuína ação politica, por enquanto Maquiavelo estima o resultado -conquista e preservacáo do poder- por cima dos médios, sendo estes os mecanismos que ele prescreve na sua grande obra: O Príncipe. Diferentes -mesmo opostas- e distantes, suas concepções sob o Estado chamassem na reflexão numa dimensão -a de poder- tão humana, como por vezes, desumana.

Palavras-chave: Arendt; Maquiavelo; Estado; Poder


Introducción

El problema del Poder es una constante en el acontecer humano. Con miradas distintas, incluso contrarias, puede ser abordado y llegar a determinaciones teóricas realistas o ideales, siempre en el propósito de un mundo mejor. Maquiavelo y Hannah Arendt son dos paradigmas en la teoría del Estado, que aunque distantes en el tiempo y en las ideas, constituyen dos modelos de análisis valiosos para entender este tópico. Maquiavelo usa la historia como apoyo en sus recomendaciones al gobernante, y Arendt imagina un mundo pretérito-el griego- como ejemplo de lo que debe ser el ejercicio político. En el primero, no hay una prescripción moral, si la entendemos como un catálogo de normas sobre lo bueno en sí mismo, sino un haz de recomendaciones para adquirir el poder y mantenerlo, sin preocupaciones éticas; en la filósofa alemana hay una rigurosa crítica a la concepción común de la política, asumida como el escenario de solución de necesidades y en el que caben todas las opciones en su feliz logro, incluso la fuerza. Tanto en El Príncipe de Maquiavelo como en La Condición Humana de Hannah Arendt, se pueden leer las líneas maestras de lo que debería importar como esencia de lo político. Aunque Maquiavelo es algo más (mucho más) que el Príncipe, (si se considera el Discurso sobre la primera república de Tito Livio, su mayor obra, aunque menos conocida y apreciada,), y Arendt cuenta con una corpus filosófico robusto, aquellos dos textos son piezas claves para entender, desde perspectivas opuestas, el Poder, la Violencia y la Libertad. El Príncipe, escrito en las postrimerías de la Edad Media, y en el despunte de un tiempo que tendrá las ideas del escritor italiano como recurso invaluable en el ejercicio del poder; y La Condición Humana, publicado en una época confusa de guerra fría, de competencias imperiales y de escepticismo ante lo que le esperaba a la humanidad luego de la experiencia de las dos guerras.

Así las cosas, el propósito de este ensayo es describir y comparar dos sistemas de pensamiento -sobre la violencia y la política- divergentes entre sí, pero desde los cuales es dable pensar lo que somos y lo que podemos llegar a ser. Ambos tan apasionantes como polémicos, que con independencia de los años transcurridos, son material fecundo en la aproximación a la ciencia política. Los dos abordaron lo político sin la corrección que suele ser recomendada para evitar censuras. Maquiavelo cimentó su obra en la experiencia de los hechos y en una lectura realista del poder; Arendt fue audaz en su tesis consistente en excluir de la esfera política todo lo social, la violencia y lo privado, teniendo como base el modelo griego ideal, en concreto el sistema de pensamiento aristotélico.

La "razón de Estado", desarrollada por Maquiavelo en el Príncipe, en cuyo cumplimiento todos los actos son justificables para el logro y la preservación del poder, y la acción humana que es lo específicamente político para Arendt, son dos descripciones de los múltiples escenarios en los que los hombres se juegan su destino. La política es para ambos autores un asunto esencial, puesto en primer lugar en la organización humana. La palabra en Arendt y la habilidad del estadista en Maquiavelo, son sólo dos de las formas del funcionamiento de la política. La fuerza y la astucia en éste y el discurso en aquella, siguen siendo dos dimensiones políticas, sin cuya comprensión es imposible acceder al sentido del mundo que vivimos.

Hannah Arendt: la política como espacio de libertad

"Las cosas menos duraderas son las necesarias para el proceso de la vida. Su consumo apenas sobrevive al acto de su producción" (Arendt, 2005, p. 109). Con esta expresión, Hannah Arendt describe la fugacidad de los objetos, de las cosas, de los productos, sin los cuales la vida no es posible. La vida material, aquella que se agota de instante en instante, no sería posible sin ese conjunto de cosas que se hacen a cada segundo en un incesante proceso de producción. Su condición fungible las hace perecederas casi de inmediato, a la vez que vitales y de ininterrumpida elaboración. Es más prolongada la secuencia de su fabricación que su desaparición. Son las cosas que al nacer, fenecen por consumo inmediato. Es este el sello ontológico de la labor, una intrascendente secuencia de nacimiento y muerte. El destino de lo que genera la labor es tan fugaz que se evapora en el acto inmediato del consumo. La labor, según Arendt, pertenece para un autor central en la historia del pensamiento como Marx, al reino de la necesidad, y será superada con el advenimiento de una sociedad sin clases. El hombre sólo será libre cuando no dependa de una actividad alienante para vivir. Según Hannah Arendt, una de las más flagrantes contradicciones de Marx es la profecía de un mundo libre de cadenas que atan a los hombres a la labor y, a la vez, singulariza al hombre como un animal laborans. En Marx el futuro liberará al hombre de lo que lo particulariza como humano. Anuncia el filósofo renano un etapa histórica (antes todo es prehistoria) sin las amarras del trabajo, es decir, sin producción, pero en un reino de libertad nunca visto. No obstante, Marx ve en la labor, la cimiente de la vida: el «poder de la labor» como el modo específicamente humano de la fuerza de la vida, que es capaz de crear un «excedente» como la propia naturaleza (Arendt, 2005, p. 119).

El esclavo está atado a su cuerpo, avanza sin voluntad pero con la disposición de obedecer. Se mueve por las estrictas necesidades que lo agobian, sin el vuelo del hombre libre:

La carga de la vida biológica, que lastra y consume el período de vida humano entre el nacimiento y la muerte, sólo puede eliminarse con el empleo de sirvientes, y la función principal de los antiguos esclavos era más llevar la carga de consumo del hogar que producir para la sociedad en general. (Arendt, 2005, p. 128).

El esclavo en la antigüedad constituía algo más que un instrumento de trabajo o de producción, era la garantía de libertad del ciudadano, este el verdadero homo político o de acción. Una categoría intermedia la representa el homo faber, quien produce herramientas, utensilios de uso; su condición no es la misma que la del esclavo. Pero laborar es una tarea interminable, en tanto que "El proceso de fabricar una cosa es limitado y la función del instrumento acaba con el producto terminado" (Arendt, 2005, p. 131). No obstante, en un mundo de consumo sin medida, los productos del homo faber- cosas durables- caen en el remolino de lo fungible. Así, lo que fabrica el hombre comparte el destino fugaz de lo que produce el animal laborans: la abundancia que garantiza el consumo que, como cadena repetitiva, genera una mayor necesidad de cosas para consumir. Arendt (2005) habla en este sentido de una "sociedad de laborantes" (p. 135). El trabajo no asegura abundancia, sí la labor que por su origen convierte lo producido, cualquiera sea su naturaleza, en bienes de inmediato desgaste: labor y consumo son caras de la misma moneda. Sociedad de consumo y de laborantes dirá Arendt, en la que el signo distintivo es la necesidad, real o creada. No es una sociedad del trabajo, sino de la labor, entendida como el medio para ganarse la vida, cuya antípoda es el hobby asumido como un divertimento que libera, pero que por ser tal no es objeto de estima en la edad moderna, como lo era en la Grecia antigua.

Con todo, las utopías que cifraban el valor del futuro en la desaparición de la alienante tarea de ganarse la vida en la labor rutinaria del desposeído (como lo predijo por ejemplo Marx), a lo mejor, según Arendt, se materializarán en un periodo en el que el desarrollo técnico reemplace el cuerpo que trabaja, y se imponga el ocio como sistema de vida. Les quedarán a los seres humanos el consumo y la holganza. Será una vida carente del dolor que deriva del esfuerzo, entregada al devorador proceso de absorber lo que la automatización produce. Los programas de quienes concibieron al género humano hecho según la medida de la felicidad, asentaron su proyecto en la riqueza y abundancia de lo que antes se lograba con intenso trabajo y en escasa proporción. Lo que para Marx sería un tiempo dedicado a la grandeza del espíritu se ha transformado en insaciable consumo como condición de posibilidad de la supervivencia humana. En este sentido, hay que acotar que la sociedad para la que escribe Hannah Arendt (los años cincuenta, pleno período de posguerra) no sólo no se diferencia del siglo XXI en la voracidad del consumo, sino que es incluso inferior, dado el enorme progreso de la tecnología y la necesidad de compradores, sin los cuales el sistema económico capitalista perdería su razón de ser.

Arendt advierte que la liberación del animal laborans de las arduas faenas que hoy se hacen de manera automatizada, lo condujo a ocupar la esfera pública, pero no con el correlativo crecimiento de ésta, sino de su desnaturalización:

El triunfo logrado por el mundo moderno sobre la necesidad se debe a la emancipación de la labor, es decir, al hecho de que al animal laborans se le permitió ocupar la esfera pública; y sin embargo, mientras el animal laborans siga en posesión de dicha esfera, no puede haber auténtica esfera pública, sino sólo actividades privadas abiertamente manifestadas. (Arendt, 2005, p. 140).

Esto significa que la cultura de masas, espacio público del animal laborans, constituye su felicidad y no la libertad, que se logra en el proceso de trabajo, con un desgaste y un dolor que, superados, proveen la satisfacción de una obra lograda. Arendt asume el valor de la vida humana no en las cosas que se consumen-las que producen y agota en el instante el animal laborans-, sino en las que el homo faber elabora con sentido de durabilidad. Las cosas de la naturaleza que el homo faber extrae, carecen de gran valor, es su actividad sobre ellas la que les atribuye la calidad que las hace duraderas. El consumo sin orden, es derroche que lleva a la subvaloración de la vida misma, de lo que representa, a la seguridad de la permanencia infinita de lo que se tiene, incluyendo la vida, a la ignorancia de su fugacidad. Es un proceso contrario a lo que genera la conciencia de la futilidad de la vida, porque la abundancia de lo que se necesita y desea y su consumo inmoderado es la señal del desprecio por el valor de la existencia.

Ahora bien, Hannah Arendt muestra que la diferencia de fondo entre la labor y el trabajo estriba en el uso de las manos en cuanto intervienen en la fabricación de cosas duraderas, es el mundo de los objetos artificiales. Objetos que permanecen en el tiempo y que adquieren en palabras de Marx (ya dilucidado por Aristóteles) un valor no sólo de uso, sino también de cambio.

Son objetos para la vida que no se disipan en un segundo, que, por el contrario, en virtud de su naturaleza, están concebidas para perdurar al margen de la voluntad humana: son objetos, esto es, entidades independientes, una vez en el mundo, de sus fabricantes. Es la objetividad opuesta a la subjetividad humana. Se trata de un conjunto de cosas sacadas de la naturaleza y transformadas por la mano del hombre, que se erigen en mediadoras entre lo humano y lo natural. La diferencia entre uso y consumo es clara: los utensilios, las cosas que elaboran los hombres en el trabajo, se agotan en un lento proceso de desgate que implica no sólo depreciación, sino extinción física; lo que se consume se extingue apenas sin ser usado.

En la fabricación los hombres no experimentan el dolor y el agotamiento propios del animal laborans. El homo faber interviene la naturaleza, la transforma, le da una existencia autónoma al producto, ejerce un nivel de ingenio por el cual se hace dueño único de su producto: "El verdadero trabajo de fabricación se realiza bajo la guía de un modelo, de acuerdo con el cual se construye el objeto" (Arendt, 2005, p. 161). Una imagen, una idea en el fabricante, algo que preceda el objeto es necesario para su configuración última. El homo faber elabora y consolida su producto al darle una objetividad duradera; el animal laborans produce para consumir en un ciclo repetitivo sin memoria; el homo faber goza de la libertad de generar cosas para el futuro, que le sobreviven; lo que el animal laborans elabora, siempre comienza y termina en el instante.

Sin embargo, el animal laborans ha ocupado el lugar del homo faber, lo ha nublado a partir, sobre todo, de la revolución industrial, período de máquinas en las que la automatización condujo a los hombres a una especie de adaptación a su propia obra. Como un engendro que devora a su propio creador, la máquina condicionó al ejecutante en su tarea cotidiana. El cuerpo humano se ajusta a la disposición de la máquina, no al contrario porque sería imposible su funcionamiento. Lo paradójico es que mientras las herramientas no suplieron las manos, sino que sirvieron como prolongación de la labor del hombre, caso del arado en las faenas del campo o del cuchillo en sus múltiples usos, la máquina moldeó la actividad humana e incluso logró desplazarla. La robótica de nuestros días es un ejemplo nítido de ésta afirmación. Pareciera que el hombre se esfuma y ocupa su sitio el artificio por él creado. Arendt se refiere al proceso de automatización, pero lo que tenemos en la actualidad es mucho más siniestro (debería ser fabuloso si no fuera por su uso), la robotización. Arendt se pregunta si el mundo de cosas que conforman la automatización logrará servir al hombre, es decir, a la vida humana, o constituirá al contrario su destrucción. Este vacío mundo de cosas en serie que actúan por cuenta propia en una desesperante repetición, es contrarrestada por objetos que sin dejar de serlo, tienen una trascendencia más allá de su simple funcionalidad básica: las obras de arte. Son artefactos diferentes a los que se adquieren en el tráfico rutinario de la vida comercial. Tienen un precio, pero sobre todo un valor, que no es el de uso a la manera como lo entendió la economía clásica. El arte, expresado en cosas, es más que estas, es manifestación de pensamiento, de honda reflexión, de paciencia en el hacer, de destreza no sólo artesanal, sino de capacidad extra-ordinaria, en el riguroso significado de éste término: "Así, su carácter duradero es de un orden más elevado que el que necesitan las cosas para existir; puede lograr permanencia a lo largo del tiempo" (Arendt, 2005, p. 185). La obra de arte, que es el producto del espíritu, pareciera gozar de una luz de inmortalidad en la que se unen, en una aleación magistral, pensamiento y sentimiento, para configurar un producto que se sale de la horma convencional, de lo que se necesita en el trayecto diario de la vida, para convertirse en puro placer del espíritu. Una pintura, un libro, una sinfonía, una escultura, exigen una mano diestra que las materialice, es decir, que las transfigure en cosas; sin embargo, una vez terminadas, adquieren una imagen que en tanto más artística más gloriosa o menos mundana. El pensamiento que concibe y la mano que convierte la abstracción en materia palpable, son un binomio indisoluble: "pero lo que de verdad hace del pensamiento una realidad y fabrica cosas de pensamiento es la misma hechura que, mediante el primordial instrumento de las manos humanas, construye las otras cosas duraderas del artificio humano" (Arendt, 2005, p. 186).

Todo lo anterior, para llegar a una primera conclusión: si bien la acción y el discurso (el logos) son lo propio de la vida activa humana en la esfera pública, como se argumentará en la líneas que siguen, requieren el auxilio del homo faber para plasmar su talento en cosas tangibles. El homo faber entendido, en este caso, en su sobresaliente pericia, como el poeta, el escultor, el pintor, que obran a la manera de artesanos al tallar en la memoria de los hombres las huellas duraderas de obras que entran por los ojos y los oídos, pero se incrustan en el alma.

Acción humana. La diversidad en la unidad, exclamó alguna vez Tomás de Aquino, para determinar el escenario de los hombres en comunidad. La diferencia humana no es contraria a la igualdad en su naturaleza. Escribe Arendt (2005):

Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso ni la acción para entenderse. (Arendt, 2005, p. 200).

La acción y la palabra caracterizan la humanidad del Hombre, ya que sin ellas sería algo más de la naturaleza, pero no alguien que vive en un colectivo de propósitos comunes. No son la necesidad y la utilidad los generadores de la acción y del discurso. Los hombres, cuando actúan- no se trata de laborar o de trabajar- desarrollan todo su potencial humano, cuyo fundamento es la palabra. Cada hombre es capaz de reiniciar el mundo cuando dispone su voluntad más allá de la rutinaria función productiva para colmar necesidades, esto es, cuando se erige en protagonista de las hondas trasformaciones del entorno que habita. Discurso y acción constituyen los desarrollos del Hombre en un mundo que es hecho por él a su imagen y semejanza. Si con Protágoras (1987) "El Hombre es la medida de todas las cosas" (p. 368 (386 a)), con Arendt la palabra y la acción son las medidas de lo humano. Lo que Arendt (2005) denomina "la trama de las relaciones humanas" (p. 207) tiene su asidero en la convivencia de los individuos, en su capacidad para coexistir, a pesar de -o por ello incluso- su esfera personalísima de intereses. Con la palabra y la acción los hombres construyen su mundo común. Esa mancomunidad es la materia prima de historias que se renuevan, que fenecen y que nacen, como los productos del homo faber en su ciclo vital. La acción que se registra en los sucesos del mundo, que son los que desarrolla el género humano, es anónima, no tiene un autor concreto, carece de un hacedor omnisciente palpable: es el conjunto de hechos realizados desde el discurso y la acción, por todos, desde un inmemorial período de la vida. El anonimato se traduce en categorías fundamentales en la historia de las ideas, como la mano invisible de Schmitt, o el Espíritu absoluto de Hegel e incluso el proletariado, cumpliendo una determinación histórica como lo sentenciará Carlos Marx.

Arendt no concibe la acción humana de forma insular, como lo hizo Robinson Crusoe, condenado a una sociabilidad solitaria, que sólo es posible en la imaginación genial de Defoe. Nada en la acción y en la palabra permanece inerte, siempre hay una derivación de circunstancias que desencadenan a su turno más acciones y más palabras sin un destino prefijado, porque la una y la otra se materializan en un colectivo humano. Si estuviera un hombre solo en el planeta, su discurso volvería a sus oídos en forma de eco que golpea en monótona repetición su ser como en un autista, y sus actos serían los de un autómata en el que toda acción es siempre la misma. La polis griega es la contracara de la isla de Robinson Crusoe. En aquella, no es dable la exclusión de los asuntos públicos sin sentirse extraño al privilegio de la ciudadanía ateniense, esto es, ajeno a la libertad. Sólo los libres podían decidir los asuntos de trascendencia en la ciudad, es decir los públicos, mediante la acción política. De allí que la acción y el discurso (la palabra) obraban como sello de inmortalidad. La edificación de humanidad por medio de las decisiones sustentadas en el discurso era la garantía de recordación imperecedera. La acción constituye lo político, sin ella no hay espacio común, relación intersubjetiva, fraternidad social. En un entorno conformado únicamente por cosas, sin vita activa en la plaza pública, la existencia humana no sería diferente de la de una roca:

La polis, propiamente hablando, no es la ciudad-estado en su situación física; es la organización de la gente tal como surge de actuar y hablar juntos, y su verdadero espacio se extiende entre las personas que viven juntas para este propósito, sin importar dónde estén. (Arendt, 2005, p. 221).

Estar con los otros, para Arentd, es la garantía de la acción humana, pero no como estrategia de cosificación, característica de los sistemas económicos que ven en la ganancia material la única manera de pluralidad, sino en ejercicio de comprensión colectiva y de decisiones generales.

El poder se erige sobre la acción y la palabra, germina y se desarrolla en la vida en común, no de trabajo, sino de intercambio de criterios y de decisiones prácticas sobre los asuntos humanos. Sin embargo, se extingue por la ausencia de sus creadores. No es, la esfera pública, territorio inmortal que permanece aunque los hombres lo abandonen. Mientras los humanos interactúan en relación con el poder, pervive la escena pública, el espacio de la libertad, que a diferencia del de la necesidad, no sufre los apremios de las exigencias cotidianas de supervivencia. El poder sólo es tal, en grupo. No se gobierna un hombre en soledad, a lo sumo dominará sus instintos, pero el verdadero ejercicio político es inconcebible de manera individual. Arendt entiende la posibilidad del poder sólo como unión de individuos, sin importar su magnitud: "El único factor material indispensable para la generación de poder es el vivir unido del pueblo" (Arendt, 2005, p. 224). Unión que es conjuro contra la violencia, porque cuando se impone la fuerza, fenece la palabra y se extingue la política. La acción es el momento inaugural de la política, queda el poder que trasciende los tiempos, queda el espacio público que recoge a nuevos intervinientes en el hacer común.

La violencia como aniquilación de la política. La acción humana, que se manifiesta en la política y que define la libertad del hombre, tiene su rival en la violencia. Contrario a quienes ven en la fuerza (digamos la revolución francesa) la partera de la historia (Marx), el necesario caos (la acción directa de los anarquistas), o la dualidad amigo- enemigo (Schmitt), Arendt (1998) la juzga como el ácido corrosivo de la esfera pública. Donde empieza la violencia termina la palabra. En una directa crítica a Thomas Hobbes, a propósito del necesario temor que inspiran la muerte y la aplicación de la ley civil:

En cualquier caso, y por lo que yo sé, no se ha fundado ningún cuerpo político sobre la igualdad ante la muerte y su actualización en la violencia; las escuadras suicidas de la Historia que fueron desde luego organizadas sobre este principio y por eso denominadas a menudo "hermandades" pueden difícilmente ser consideradas como organizaciones políticas. (Arendt, 1998, pp.168-169).

La política es obra colectiva, la violencia puede ser individual. Basta un solo hombre para exterminar a todo un grupo. En ese sentido, pocas cosas tan frágiles como la palabra que construye el poder enfrentada a la fuerza, no obstante pocas fenómenos tan sólidos como la esfera pública mientras se sostenga en el valor del discurso. La dimensión humana es política par excellence, es decir, discursiva. De allí que la política para Arendt sea el ejercicio de la libertad más que el aseguramiento de la vida, porque al atentar contra la palabra se elimina el canal de expresión natural del hombre en su ejercicio libertario. Se puede vivir (existir) en completo silencio, como los monjes de clausura, pero es imposible ser libre sin la palabra que comunica y sin la acción que construye pluralidad. En la Grecia antigua el ciudadano era el único idóneo para las tareas políticas, porque era libre, como no lo eran ni los esclavos ni los extranjeros ni las mujeres y menos los niños. La libertad era un bien restringido, al igual que la capacidad de decidir los asuntos del Estado:

A diferencia de toda forma de explotación capitalista, que persigue primeramente fines económicos y sirve al enriquecimiento, los Antiguos explotaban a los esclavos para liberar completamente a los señores de la labor (Arbeit) de manera que éstos pudieran entregarse a la libertad de lo político. (Arendt, 2008, p. 152).

La esfera de las necesidades no conforma el espacio político; allí donde se precisa la fuerza para obtener justicia, cesa el discurso, muere la palabra (la lexis). La comprensión del otro no es posible desde el uso de la violencia, sino en el encuentro pacífico de las diversas visiones del mundo. No es la política sujeción, sino igualdad en la diferencia: "Pues la política organiza de antemano a los absolutamente diversos en consideración a una igualdad relativa y para diferenciarlos de los relativamente diversos" (Arendt, 1997, p. 47). Si la política se redujera al acatamiento, sobraría cualquier abstracción sobre la mejor forma de Estado. En una relación de simple verticalidad en la que alguien dispone y otro obedece, la palabra es un estorbo. Por tanto, para gobernar se necesitan muchos que en acuerdo alcancen consensos; para ordenar basta la fuerza de uno sobre un colectivo: "La extrema forma de poder es la de Todos contra Uno, la extrema forma de la violencia es la de Uno contra Todos" (Arendt, 1998, p. 144).

Los movimientos sociales que han buscado reivindicaciones lo han hecho con el instrumento de la fuerza, no de la palabra. La política no ha sido el genuino espacio de los revolucionarios ni la revolución el método dialéctico que conduce a la fraternidad humana. Incluso, lo que en principio surge como virtud liberadora degenera en vicio del terror. Así ocurrió con la revolución francesa, a la que Arendt (1967), le dedica un extenso espacio en su libro Sobre la revolución, de manera concreta en el capítulo II que titula "La cuestión social" (p. 67). El cataclismo revolucionario de 1789 fue la culminación de un proceso que, en su desarrollo, perdió todo valor político y terminó en violencia sorda y ciega. La necesidad, como élan, del proyecto libertario del siglo XVIII, tuvo un mentor sublime: Jean Jacques Rousseau; y un ejecutor implacable: Robespierre, el incorruptible. La especificidad de lo social dista de la esfera política, en cuanto aquella es escenario de la violencia para superar la pobreza, y ésta el de la acción y el discurso en plena libertad:

La pobreza es algo más que la carencia; es un estado de constante indigencia y miseria extrema cuya ignominia consiste en su poder deshumanizante (...) Bajo el imperio de esta necesidad, la multitud se lanzó en apoyo de la Revolución francesa, la inspiró, la llevó adelante y, llegado el día, firmó su sentencia de muerte, debido a que se trataba de la multitud de los pobres. (Arendt, 1967, p. 68).

La lucha para colmar la carencia de bienes materiales, no significa en el pensamiento de Hannah Arendt una verdadera conquista de la libertad. No es por la vida biológica que se actúa en la política, sino por la determinación de nuestra condición humana, que es la libertad. Así lo expresa: "A la pregunta por el sentido de la política hay una respuesta tan sencilla y tan concluyente en sí misma, que se diría que otras respuestas están totalmente de más. La respuesta es: el sentido de la política es la libertad" (Arendt, 1997, pp. 60-61). Las revoluciones se han efectuado (¿a feliz término?) con fundamento en la compasión o en la ideología. La gesta de la revolución francesa pasó de les droits de l'homme et du citoyen a les droits de les Sans-Culottesy, con ello se dio el paso de la búsqueda de la libertad al régimen del terror. Advierte Arendt (1967) que la dicotomía entre pobreza y libertad fue establecida por Marx cuando exclamó que "La razón por la cual la Revolución francesa había fracasado en fundar la libertad no había sido otra cosa que su fracaso en resolver la cuestión social" (p. 70). La compasión que signó la Revolución francesa, a la que se refiere Arendt (1967), es manifiesta en el díctum de Robespierre "Le peuple, les malheureux m'applaudissenf (p. 83). El sufrimiento de un pueblo despojado no tenía más horizonte que el correlativo despojo de los propietarios del poder y de la riqueza, no la conquista de la libertad, así la primera palabra de la consigna revolucionaria fuera precisamente Liberté.

Cuando lo social se introdujo por la puerta de la pobreza, la libertad salió por la ventana del terror impuesta por el Comité de Salvación Pública, inaugurado en 1796. Un régimen tiránico en el que la compasión se tornó sospecha infundada:

Históricamente, este fue el momento en que la Revolución se desintegró en la guerra, en la guerra civil en el interior y en las guerras extranjeras en el exterior, con lo cual el poder del pueblo recientemente conquistado, pero nunca debidamente consolidado, se deshizo en un caos de violencia (...) Si el fin exclusivo de la Revolución era la liberación de la pobreza y la felicidad del pueblo, en tal caso la ingeniosa frase de Saint-Just- juvenilmente blasfema- "lo que más se parece a la virtud es un gran crimen" no pasó de ser una observación de lo que ocurría a diario, ya que finalizaba diciendo que todo debe "ser permitido a quienes actúan en la dirección revolucionaria". (Arendt, 1967, pp. 100-101).

Todo fue permitido de igual forma en la revolución rusa, a cuya sombra se acogieron los movimientos populares en el siglo XX. Ante la necesidad, la degradante pauperización y el despotismo zarista, se exigía una mano de hierro que poco o nada tenía relación con el reino de la libertad. El poder para los soviets, consigna de Lenín en sus encendidos discursos, culminó en su derrota por el hambre, el frío y el fusilamiento. Si el terror de la revolución francesa se hizo en nombre de la república contra los traidores, las matanzas bolcheviques derivaron del evangelio ideológico desde antes del triunfo de octubre:

El terror como instrumento institucionalizado, empleado conscientemente para acelerar el ritmo de la revolución, no se conoció con anterioridad a la Revolución rusa (...) El terror del siglo XVIII fue practicado todavía de buena fe y si alcanzó proporciones inconmensurables se debió solamente a que la caza de hipócritas es ilimitada por naturaleza. Las purgas que se realizaron en el partido bolchevique antes de su subida al poder fueron motivadas principalmente por razones ideológicas; en este sentido, la interconexión entre terror e ideología fue patente desde el comienzo. (Arendt, 1967, p. 109).

Si con Arendt (2008) entendemos la política como "Todo aquello necesario para la convivencia de los hombres y para posibilitarles-como individuos o como comunidad-una libertad situada más allá de lo político y lo necesario" (p. 169), cualquier limitación por vía de fuerza a ese espacio público, a ese coexistir humano, aún bajo la sublime consigna de la justicia, de la igualdad o de la fraternidad, es antipolítica y, en esencia, inhumana.

Maquiavelo o el arte del Estado

En su dedicatoria a Lorenzo de Medici, en el Príncipe, Maquiavelo (1999) advierte, con extravagante pudor, la condición humilde de su obsequio, comparado con otras ofrendas de alto valor material. Es paradójica modestia, porque si bien se inclina reverente ante Lorenzo el Magnífico, con un regalo que estima nimio, reconoce que hace entrega de un recetario singular, cuya materialización es el logro nada más, pero nada menos, que del poder del Estado:

Y no quiero que se juzgue presunción el que un hombre de baja e ínfima condición se atreva a examinar y a dar normas sobre el gobierno de los príncipes; porque, así como aquéllos que pintan paisajes se colocan en un plano inferior para contemplar la naturaleza de los montes y de los lugares altos, y para contemplar la de los bajos se sitúan en los montes, de la misma forma, para conocer bien la naturaleza de los pueblos, es necesario ser príncipe, y para conocer bien la naturaleza de los príncipes hay que pertenecer al pueblo. (p. 12).

Ser y deber ser se unen en esta pequeña (sólo en tamaño) obra, para describir cómo son los pueblos y quiénes los han gobernado, así como para prescribir la conducta de aquel que aspire a sujetar la voluntad colectiva.

El Príncipe tiene dos interpretaciones centrales: o es el manual para el gobernante (o quien pretenda serlo), que le indica la manera de adquirir y conservar el poder, o es un manifiesto de conciencia popular para que el pueblo acceda al conocimiento de las maniobras de quienes los dirigen. En cualquier caso, como instructivo ha trascendido los siglos, y sigue tan vigente como si hubiera salido de la imprenta hoy. Denigrado por muchos, elogiado por algunos, leído por casi todos y, sobre todo, mal comprendido y peor aplicado, esta obra es la expresión de un realismo político inaugural en un momento histórico caracterizado por la extinción de un sistema de poder teológico opresor del individuo, en el que lo sagrado imperaba sobre lo profano y la moral cristiana constituía el derrotero de toda acción. Maquiavelo despoja al poder de todo contenido moral, en tanto es una actitud-la moral cristiana para la época- de carácter privado, que nada tiene de valioso ni de útil en los asuntos públicos. El gobernante tiene su propia idoneidad para gobernar, y es lo que el escritor llama virtú, por la cual logra lo que la fortuna generalmente niega y lo que la fuerza no alcanza. La virtú maquiavélica desacraliza las cualidades tradicionales que la iglesia imponía y en su lugar tipifica una serie de estrategias que aplicadas según el texto, son garantía de triunfo. Virtú que puede asimilarse al arte en el más riguroso sentido: capacidad de moldear cada acción con miras a un fin, dejando siempre una marca de perfecta planeación. El Príncipe tiene, a lo largo de los capítulos, un minucioso recuento de hechos y autores que obraron, avant la lettre, de una manera, o ejemplar o censurable. Virtudes políticas, militares, prudencia para traslapar lo que podría generarle repudio colectivo, diplomacia, bondad cuando fuere necesario, son cualidades que representan al prototipo de gobernante virtuoso que describe Maquiavelo. Opuesto al idealismo evocatorio de Hanna Arendt, Maquiavelo señala el valor de cada acción del gobernante de acuerdo con los resultados.

En punto a la virtú política, escribe Maurizio Viroli (1998): "La virtud política que Maquiavelo invoca y trata de revitalizar es la energía, el corage, la destreza que sirven para instituir o restaurar la regla de derecho y la vida civil" (p. 5) (traducción libre). Maquiavelo (1999), ausculta en la historia los paradigmas de la virtú y señala figuras emblemáticas:

Digo, pues, que los principados completamente nuevos, en los que también el príncipe es nuevo, ofrecen mayores o menores dificultades para mantenerlos dependiendo del grado de virtud del que los adquiere (...) Pero centrándonos en los que por virtud propia y no por fortuna se han convertido en príncipes, digo que los más notables son Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y otros así. (pp. 33,34).

Hombres que usaron la fortuna como instrumento auxiliar, pero que, confiados en su extraordinaria capacidad personal, crearon instituciones señeras, enfrentaron las guerras con arrojo, provistos de cuerpos armados leales y pueblos fieles a su designio. Gestas como las de Ciro o Rómulo no se logran sin una cuota de sacrificio enorme y un sentido de la autoridad singular. La suerte para el fundador de Roma fue sólo un elemento de impulso a sus gigantescas acciones: "convenía que Rómulo fuese expulsado de Alba y que además hubiese sido abandonado al nacer para llegar a convertirse en rey y en fundador de aquella patria" (Maquiavelo, 1999, pp. 34-35); así como la insatisfacción de los persas fue la simiente de la obra de Ciro, y la dispersión de los atenienses fue oportunidad de oro para Teseo. La adquisición del poder gracias a la virtú es por lo general perenne y sólida en el Estado. Si el príncipe se fía de la fortuna, como ángel protector en sus empeños, pronto conocerá la decepción y la derrota.

El príncipe, para gobernar, debe tener además un conjunto de cualidades que lo caracterizan en cada circunstancia. Liberalidad, sin extremos; Crueldad, siempre moderada y sin parecerlo; un grado de simulación tal, que en el pueblo jamás se susciten suspicacias; previsión para ver más allá de quienes apenas avizoran lo inmediato y lo mínimo; una ingeniosa estrategia para granjearse el respeto que podría ser a lo sumo temor; y un sentimiento de apego popular, que sería el amor, con preponderancia de aquél sobre este, sin caer jamás en el aborrecimiento de los gobernados; prudencia suficiente para olfatear a los aduladores y huirles como de la peste, esto se logra con un adecuado escogimiento de consejeros que deberán ser sabios: "Por tanto, un príncipe prudente debe seguir un tercer método: elegir en su Estado a hombres sabios y sólo a estos darles libertad para decirle la verdad, y sólo de cosas que él les pregunte y no de otras" (Maquiavelo, 1999, p. 128). Saber oír no significa acatar de forma incondicional, porque en tal caso el gobernante se convertiría en una especie de marioneta en manos de hábiles maestros del discurso, que suelen llevar al desastre. El ejercicio de la política requiere una destreza que es patrimonio de pocos. El poder se gana y se conserva con los instrumentos necesarios, los que en la historia de los grandes soberanos han probado ser eficaces.

Sobre la virtú militar, Maquiavelo diserta de forma documentada con base en los hechos históricos. Lo hace en el Príncipe y además en un texto llamado Del arte de la guerra. Es el primer pensador del Estado que recomienda prescindir de los mercenarios y reunir en un único cuerpo armado nacional la fuerza militar que el gobernante requiere. En su propósito de ver una Italia unida y de edificar una república al mejor estilo de la Roma clásica, recomienda desechar los condotterie, soldados a sueldo, audaces y valientes, expertos en la guerra, pero fácilmente sobornables. Carentes de compromiso patriótico, con estos mercenarios se arriesgaba no sólo el destino del Estado sino también el del príncipe. Sin armas propias no hay lealtad verdadera en la guerra, porque quien vende su valentía a quien lo remunera, a él se enfrenta, si la ocasión permite que tenga ofertas más jugosas del enemigo que antes enfrentó: "Digo, pues, que las armas con las que un príncipe defiende su Estado o son suyas propias o mercenarias, o auxiliares o mixtas. Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas" (Maquiavelo, 1999, p. 67); y en Del arte de la guerra escribe: "Por eso los reyes, si quieren estar seguros, deben tener su infantería integrada por hombres que, a la hora de entrar en guerra, combatan voluntariamente por fidelidad a él y, cuando llegue la paz, regresen aún más contentos a sus casas" (Maquiavelo, 1995, p. 22). La guerra en la obra de Maquiavelo es conditio sine quanon del poder, no es un defecto ni un accidente, es constitutivo de la política, por tanto su conocimiento es tan importante como el de los asuntos cotidianos de gobierno. El príncipe debe saber rodearse de quienes no sólo son leales en actitud, sino sapientes en temas militares. Un buen ejército, que debe ser propio, un adecuado equipo bélico, conocimiento estratégico, geográfico, histórico, son, entre otros, requisitos para el triunfo militar y para la preservación del dominio:

Porque todo cuanto se establecen en una sociedad para el bien común de los hombres, todas las instituciones que regulan la vida en el temor de Dios y de la ley resultarían vanas si no se dispusiera de mecanismos que la defendiese (... ) el mejor de los regímenes, sin protección militar, correría la misma suerte que aguardaría a las estancias de un soberbio y real palacio que, aún resplandecientes de oro y pedrería, carecieran de techo y no tuvieran nada que las resguardase de la lluvia. (Maquiavelo, 1995, p. 6).

Sumado a lo anterior (virtú política y militar) se necesita un equilibrio entre la fuerza (el león) y la astucia (la zorra). Mantener los compromisos es aconsejable, pero no siempre, son los eventos los que determinan su ruptura:

Todo el mundo sabe cuán loable es que un príncipe mantenga la palabra dada y que viva con integridad y no con astucia. Sin embargo, en nuestros días hemos visto que los príncipes que han hecho grandes cosas han tenido muy poco en cuenta la palabra dada y han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres, superando al final a los que se han basado en la lealtad. (Maquiavelo, 1999, p. 94).

Lo que se gana con honradez se pierde en dominio, cuando cumplir con lo prometido beneficia los planes de los enemigos o debilita la solidez del gobierno. No se trata de ser bueno en la terminología moral cristiana, sino de ser competente para lograr el único propósito importante: el poder. Esto se obtiene con una combinación entre la sagacidad de la zorra y la fuerza del león:

Así pues, como al príncipe le es preciso saber utilizar bien su parte animal, debe tomar como ejemplo a la zorra y al león; pues el león no sabe defenderse de las trampas ni la zorra de los lobos. Es indispensable, pues, ser zorra para conocer las trampas y león para asustar a los lobos. (Maquiavelo, 1999, p. 95).

Obsérvese que Maquiavelo elabora un sistema de pensamiento axiológico; no funda una nueva moral, lo que hace es postular una línea de acción para conjurar los peligros que provienen de la ambición humana. Es así como la antropología que subyace en las líneas de El Príncipe es objetiva, en cuanto a la historia que Maquiavelo conoce y a la cual se somete como fórmula sabia para conocer a los hombres. No hay en él un proyecto reformador del comportamiento humano, como sí lo concebirán Kant, Rousseau o el mismo Marx, sino una auscultación fría, desapasionada, del alma humana. En la adquisición del poder sobran los principios, importan los fines (o el fin), y en consecuencia valen los medios que resulten útiles para el cometido. La hipocresía, la mentira, la verdad misma, son instrumentos que, bien usados, rinden los frutos que el gobernante busca. Y la fuerza, la crueldad y el crimen, tienen su beneficio cuando las circunstancias lo precisan. Es así cómo son los hombres, de esa forma funciona el poder, y actuar de otra manera es fracasar. El príncipe debe:

Parecer compasivo, fiel, humano, íntegro, religioso y serlo, pero estar con el ánimo dispuesto de tal manera que, si es necesario no serlo, puedas y sepas cambiar a todo lo contrario. Y se ha de saber que un príncipe, y máxime un príncipe nuevo, no puede observar todo por lo que los hombres son considerados buenos, pues a menudo, para conservar el Estado, necesita obrar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. (Maquiavelo, 1999, p. 96).

Maquiavelo parte de la realidad humana, de aquello que considera el ser y prescribe un parecer, que si bien tiene un desarrollo teórico distinto en los Discursos, ha pasado como el prototipo de gobernante que toma provecho de la ocasión para lograr sus metas. No hay en Maquiavelo la completa tradición humanística, propia del Renacimiento, sino la visión de un intelectual que, desde el examen cuidadoso de la historia, que traduce en experiencia, aunado a los cargos que ocupó, elabora un sistema de ideas sobre la política, propicio para conseguir el poder y mantenerlo. Al respecto, escribe Miguel Ángel Rodríguez (2002):

Nuestro autor es consciente de la novedad y originalidad de su planteamiento, así como de la raíz de ello: la mirada radicalmente realista dirigida sobre el mundo de la política en la consciencia de que se trata de un ámbito distinto del de las relaciones entre individuos, la consideración positiva de cómo son realmente las cosas en el mundo de las relaciones interestatales frente a toda posible tentación de refugio en el deseo de la imaginación o en el plano del deber ser. La dura realidad de la maldad humana impone necesariamente una conducta política basada en la disposición a "entrar en la vía del mal" en caso de necesidad. (p. 552).

La virtú que precisa el príncipe es su capacidad para afrontar con inteligencia, sabiduría y sagacidad los avatares que le deparan su ascenso al poder y su permanencia; la fortuna, por tanto, es un elemento menor que puede acompañarlo o dejarlo en mitad del camino. Fiarse de la ventura es prueba de poca prudencia. Sin el empeño que demandan las tareas del poder y sin la fuerza para atemorizar y vencer a los enemigos, el príncipe quedará librado a un destino incierto. El poder es obra humana, no voluntad divina, y como tal exige una voluntad férrea y una persistencia de hierro. No se accede al poder sin cuota de sangre, de falsedad, de sacrificio de inocentes, y sin una enorme porción de cautela, que en el lenguaje del florentino no es más que desconfianza. Es la consideración de que la naturaleza humana es inmutable la que impulsa a Maquiavelo a prescribir una serie de procedimientos que, como fórmula química, arrojará resultados seguros. Las pasiones de los hombres son invariables en el tiempo y en el espacio; el príncipe no es un reformador moral, es un conocedor de lo que gobierna y si en efecto se da a la tarea de mirar más allá de la piel, tendrá la sapiencia suficiente para gobernar. Maquiavelo deja atrás una época de indistinción entre política y moral, e inaugura la que habrá de ser una larga reflexión del Estado moderno:

(... ) Y en las acciones de todos los hombres, y máxime de los príncipes, donde no hay tribunal a quien reclamar, se atiende al resultado. Haga pues el príncipe todo lo posible por ganar y conservar el Estado, y los medios serán juzgados honorables y alabados por todos. (Maquiavelo, 1999, p. 96).

No se pregunta Maquiavelo cuáles son los medios para llegar a un fin, indaga por el fin para el uso de los medios. No hay, como en Kant, un imperativo categórico que prescriba una acción como buena en sí misma, la llamada ley moral que ordena la ley civil, sino un imperativo práctico-o pragmático, si se quiere-, del cual parten los actos más adecuados en su realización. Es el instrumentalismo político, contrario al finalismo en este campo, y propio de los grandes sistemas moralistas posteriores, el que funda Maquiavelo en El Príncipe con el desparpajo de quien se sabe conocedor del género humano. Apunta Bobbio (2003):

Lo que constituye el núcleo fundamental del maquiavelismo no es tanto el reconocimiento de la distinción entre acciones buenas per se y acciones buenas por otra razón, sino la distinción entre moral y política con base en esta distinción. Es decir, la afirmación de que la esfera política es la esfera de las acciones instrumentales que, en cuanto tales, deben juzgarse no por sí mismas sino con base en su mayor o menor idoneidad para alcanzar un fin. Lo que explica por qué ha podido hablarse, a propósito de la solución maquiavélica, de amoralidad política, a la que correspondería, aunque la expresión no se haya incorporado al uso corriente (por no resultar necesaria), la apoliticidad de la moral. (p. 212).

Habrá, en lo sucesivo, a partir de El Príncipe, una pugna por el reinado de la conducta pública entre la moral (axiología privada) y el derecho (ley del Estado), campos tan cercanos pero de tan necesaria separación, cuando se busca imponer un marco de valores determinado en el ámbito político.

Conclusiones

Entre las teorías de Hannah Arendt y Nicolás Maquiavelo hay más de cuatro siglos de distancia, pero importa establecer una comparación entre dos formas tan contrarias de ver la política. Mientras para el segundo es impensable la esfera del poder sin la fuerza, es decir, sin el uso violento de la potestad pública, la pensadora alemana la desecha del territorio político. El discurso, que es lo propio de la política, se desvanece ante la potencia de la coacción. La instrumentalidad de la política que propone Maquiavelo es propia, según Arendt, de la labor y el trabajo, no del poder, escenario de la libertad. En la política los hombres se acercan en diálogo constructivo porque sólo así se despliega la autonomía humana. La guerra en cambio significa el final de la palabra: donde habla la fuerza, calla la razón. La violencia es la conducta natural en la superación de las necesidades apremiantes del pueblo, pero la palabra es, como en los griegos, libertad, no constricción. Maquiavelo no deslinda la fuerza de la palabra, las asume como complementos oportunos en la captura del poder. Las virtudes del príncipe englobadas en la astucia y la fuerza son, para Arendt, contrarias a la transparencia de las relaciones intersubjetivas en la política. La violencia en el modelo de pensamiento arendtiano obstruye los consensos e instaura, como en la revolución francesa, un Régime de terreur que por sustracción de materia, diluye la deliberación.

El determinismo antropológico de Maquiavelo, por el cual los hombres son objeto de las pasiones, y pueden ser, no transformados pero sí conducidos según el querer de un habilidoso gobernante incluso, hasta el sacrificio, no es propio del esquema planteado por Arendt en el que la libertad es una conquista de la palabra que se logra cada día: como el inicio de una nueva vida, el discurso y la acción, constitutivos del hacer político, generan novedosas dimensiones institucionales que signan el desarrollo del Estado y de los individuos. Para Maquiavelo no hay nada nuevo bajo el sol de la condición humana, por tanto el príncipe, si aspira a perpetuar su tutela sobre el pueblo, debe observar el material que gobierna, y decidir, sin los obstáculos morales que han llevado al fracaso a tantos, en tiempos pretéritos, como se encarga de demostrarlo en su célebre opúsculo.

Podría verse en El Príncipe un conjunto de recetas técnicas más que un corpus teórico maduro, producto de una honda reflexión. Sería válido, desde esta perspectiva, afirmar que Maquiavelo, incapaz de abstracciones filosóficas, se limitó a recomendar los métodos más sensatos para ganar el poder sin otro apoyo que algunas historias cercanas en su entorno geográfico, con un modelo insuperable a seguir: Roma. No obstante, en su obra hay mucho más que un manual de instrucciones. Dicen Strauss & Cropsey (1996), en este sentido:

Maquiavelo es el único pensador político cuyo nombre ha entrado en el uso común para designar un tipo de política que existe y que seguirá existiendo cualquiera sea su influencia, una política guiada exclusivamente por consideraciones de conveniencia (...) Maquiavelo parece haber roto con todos los filósofos anteriores. Hay poderosos testimonios en apoyo de esta opinión; y sin embargo, su obra política más extensa trata, aparentemente, de provocar un resurgimiento de la antigua república romana, lejos de ser un innovador, Maquiavelo es un restaurador de algo antiguo y olvidado. (p. 287).

En efecto, el antiguo secretario de Estado no es un simple contador de relatos pasados ni un asesor de procedimientos políticos. Es un profundo pensador del fenómeno del poder con una concepción republicana, que si bien no se muestra en El Príncipe, sino en los Discursos, evidencia un singular conocimiento de los asuntos humanos, y humana es la política. En este aspecto, hay un punto de encuentro con Arendt; ambos piensan el poder como categoría propia de los hombres (de la humanidad), con los obstáculos y los avatares que entraña un ejercicio que, como el público, es pasto fértil de engaño, de corrupción y de crímenes. Arendt no lo desconoce, pero eleva a sitial de honor una actividad que está hecha de barro, material del que con manos maestras salen obras de arte. Maquiavelo diseña una estrategia que no prescinde de la reflexión filosófica, aunque no contengan sus textos referencias a pensadores ni citas elaboradas sobre sistemas de pensamiento, asumidos como guías del hacer humano. Su teoría política se basa en los hechos, no en las abstracciones que suelen constituir precedentes irrenunciables de quien aspire a crear un sistema filosófico. Maquiavelo no es un continuador de ideas, es un creador de categorías políticas, con base en acontecimientos reales, no en las meditaciones solitarias del filósofo de profesión.

Arendt condena a su turno la sumisión apolítica de las masas que las llevó al desastre de los totalitarismos del siglo XX. En efecto, el estalinismo, el nacionalsocialismo y el fascismo, son evidencia de la pérdida de libertad y de la aplicación de un modo de gobierno (y de pensamiento) en el que los individuos se pierden en la voluntad del déspota. El crimen adquiere legitimidad y el sacrificio en la muerte por cuenta de valores de patria, es asumido como emblema de virtud política. En el poder totalizante de la anterior centuria tuvo lugar la negación de la política en su más extrema versión. Sin el velo formal de la retórica democrático-burguesa, el dictador (Fhurer, Duce), se erige como destino infalible del pueblo. Es este mesianismo laico con su carga represiva el que borra de un tajo toda huella de libertad:

Los movimientos totalitarios pretenden lograr organizar a las masas- no a las clases, como los antiguos partidos de intereses de la Naciones-Estados continentales; no a los ciudadanos con opiniones acerca de la gobernación de los asuntos públicos y con intereses en éstos, como los partidos de los países anglosajones. Mientras que todos los grupos políticos dependen de una fuerza proporcionada, los movimientos totalitarios dependen de la pura fuerza del número, hasta tal punto que los regímenes totalitarios parecen imposibles, incluso bajo circunstancias por lo demás favorables, en países con poblaciones relativamente pequeñas. (Arendt, 2004, p. 689).

Masas sumisas, que marchan al compás de una consigna, de un emblema, de una bandera, que por vacías que sean, si se miran de cerca, prometen la salvación en la tierra.

Por válidas que parezcan las críticas que Arendt le formula al sistema político, en el que lo social cohabita con la esfera pública y termina por nublarla, reemplazando la compasión por la razón, no se puede dejar de lado que el purismo que exige la filósofa alemana, para extraer todo factor contaminante de la política, en aras de que sea en realidad un espacio de los hombres libres, es tan ingenua como creer que en efecto alguna vez existió un mundo en que el reino de la libertad (Grecia) estaba guardado en una urna, a prueba de reclamos sociales. El ejercicio político no es asunto de superhombres ni de serafines, es tarea cotidiana de seres hechos a la medida de su entorno social, que cargan una historia y que tienen objetivos realizables en el fragor de la lucha incesante por un mundo más humano. En este punto habría que citar al gran Pico Della Mirandola (2002), quien al comparar las más altas formas espirituales con los humanos, y destacar de aquellas su condición vital infinita, exclama:

El Hombre, en cambio fue dotado por el Universo de semillas preñadas de posibilidades plenas del germen de todo tipo de vida. Cualquiera que sea lo que el Hombre cultive, de la misma calidad será lo que germine y crezca de él. (p. 6).


Referencias

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