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Revista Colombiana de Educación

Print version ISSN 0120-3916

Rev. colomb. educ.  no.70 Bogotá Jan./June 2016

 

Artículo de investigación

¿Qué hay de público y qué hay de privado en la educación?

What is Private and What is Public about Education?

Que há de público e que há de privado na educação?

Pablo da Silveira*

* Doctor en Filosofía de la Universidad Católica de Lovaina. Profesor Titular de Filosofía Política y Director del Programa de Gobierno de la Educación en la Universidad Católica de Uruguay. Montevideo, Uruguay. Correo electrónico: pdasilve@ucu.edu.uy

Recibido: 20/03/2015 Evaluado: 28/07/2015


Resumen

El artículo propone un ejercicio de clarificación conceptual en torno al significado de los términos "público" y "privado" cuando se aplican a la educación. Se analizan tres usos comparativamente frecuentes. El primero emplea como criterio el origen del financiamiento. El segundo apela a la naturaleza de los bienes generados. El tercero se centra en las formas de gestión. Tras un examen de los puntos fuertes y débiles de cada uno de estos usos, se concluye que los dos primeros plantean más dificultades que beneficios, mientras que el tercero es razonablemente claro y pertinente. El propósito de los ejercicios de clarificación conceptual no es ejercer una función policíaca sobre los usos lingüísticos, sino aportar elementos que faciliten un empleo consistente de los términos y, eventualmente, distinguir entre los usos más convenientes y menos convenientes para la comprensión y generación de conocimiento.

Palabras clave: Educación pública, educación privada, financiamiento educativo, bienes públicos, gestión pública, gestión privada.


Abstract

The article proposes an exercise in conceptual clarification around the uses of the terms 'public' and 'private' when they applied to education. Three uses are analysed relatively frequently. The first uses the origin of the financing as criterion. The second appeals to nature of the product provided. The third is focused on the forms of management. After an examination of the strong and weak points of each of these uses, it concludes that first and second pose more difficulties than benefits, while the third is reasonably clear and pertinent. The objective of the conceptual clarification exercise isn't to present a strict definition of language uses, but to contribute elements that facilitate a consistent use of the terms and, eventually, distinguish between the most and least convenient uses for understanding and generating knowledge of them.

Keywords: Public education, Private education, Educational funding, Public goods, Public management, Private management.


Resumo

O artigo propõe um exercício de esclarecimento conceitual em volta ao significado dos termos "público" e "privado" quando se aplicam na educação. Analisam-se três usos comparativamente frequentes. O primeiro emprega como critério a origem do financiamento. O segundo apela à natureza dos bens gerados. O terceiro centra-se nas formas de gestão. Depois duma avaliação dos pontos fortes e fracos de cada um destes usos, conclui-se que os dois primeiros propõem mais dificuldades que benefícios, enquanto que o terceiro é razoavelmente claro e pertinente. O propósito dos exercícios de esclarecimento conceitual não é exercer uma função policial sob os usos linguísticos, mas trazer elementos que ajudem um emprego consistente dos termos e, na eventualidade, distinguir entre os usos mais convenientes e menos convenientes para a compreensão e geração de conhecimento.

Palavras chave: Educação pública, educação particular, financiamento educativo, bens públicos, gestão pública, gestão particular.


La distinción entre educación pública y educación privada es usual tanto en el lenguaje ciudadano como en el académico. Y, al menos a nivel intuitivo, parecería que no hay allí nada de problemático. Pero un análisis cuidadoso muestra que esta distinción es mucho menos nítida de lo que se suele creer. En primer lugar, el uso de los adjetivos "público" y "privado" varía mucho de un país a otro1. Hay países donde se llama "privadas" a escuelas que se financian principalmente con dinero público (por ejemplo, escuelas confesionales subsidiadas por el Estado), mientras que en Inglaterra se llama "escuelas públicas" a las instituciones más exclusivas del sistema educativo, a las que solo se ingresa si se cuenta con la combinación adecuada de alcurnia y dinero. En segundo lugar, existen varios criterios a los que se puede apelar dentro de un mismo país para trazar el límite entre lo público y lo privado. Y el resultado de la clasificación puede variar significativamente según cuál sea el criterio que se aplique. En este artículo no me propongo hacer ningún análisis empírico sino un ejercicio de clarificación conceptual. Intentaré discutir qué pueden significar los adjetivos "público" y "privado" cuando se aplican al sustantivo "educación". Los análisis de este tipo no tienen como objetivo identificar el significado correcto, por la simple razón de que tal cosa no existe. Tanto en el lenguaje ciudadano como en el académico existen varias maneras posibles de utilizar las palabras, y todas ellas son en principio aceptables. El propósito de los ejercicios de clarificación conceptual no es ejercer una función policiaca sobre los usos lingüísticos, sino aportar elementos que faciliten un uso consistente de los términos y, a la larga, distinguir entre los usos más y menos convenientes para la comprensión y generación de conocimiento.

En lo que sigue voy a examinar tres maneras frecuentes de trazar el límite entre la educación pública y la educación privada. La primera usa como criterio el origen del financiamiento, la segunda apela a la naturaleza de los bienes generados y la tercera se centra en las formas de gestión. Intentaré resumir brevemente los puntos fuertes y débiles de cada una de ellas, para sostener que las dos primeras plantean más dificultades que beneficios, mientras que la tercera es razonablemente clara y pertinente.

El criterio del origen del financiamiento

Una manera muy intuitiva (y por lo tanto muy frecuente) de trazar el límite entre la educación pública y la educación privada consiste en atender al origen de los fondos que la financian. Según este criterio, debemos llamar "públicos" a los establecimientos financiados con dinero público y "privados" a aquellos que se financian con dinero privado (trátese de pagos realizados por los padres, donaciones empresariales, dinero volcado por iglesias o por asociaciones voluntarias, etc.).

La aplicación de este criterio está muy extendida, en buena medida porque la cuestión de los recursos tiene una importancia evidente (aunque no exenta de discusiones) en la vida educativa (Hanushek, 2003). Pero al mismo tiempo se trata de una distinción problemática. Para empezar, la idea misma encierra una paradoja. Dado que en última instancia los dineros públicos provienen de bolsillos privados (excepto en aquellos países que no necesitan cobrar impuestos, como algunas naciones petroleras) la aplicación del criterio podría conducir a afirmar que al final de cuentas toda educación es privada, lo que simplemente eliminaría la distinción.

Esta afirmación está lejos de ser un comentario ingenioso. La observación acerca del origen privado de los fondos públicos usados para financiar la educación es casi tan antigua como ese modelo de financiamiento. Por ejemplo, ya aparece en los escritos de Domingo Faustino Sarmiento. Comentando en 1853 la Constitución de Indiana, Estados Unidos, Sarmiento observa:

Cuando la Constitución dice que la educación será gratuita, se entiende que en las escuelas no se cobrará a los niños estipendio alguno por la enseñanza. La educación debe ser costeada por la Provincia, pero como la Provincia no tiene otros fondos que los que resulten de las contribuciones cobradas al vecindario [...], resulta en definitiva que los vecinos deben proveer a esa educación gratuita. No hay, pues, verdadera contribución, sino simple administración colectiva de los gastos que cada uno había de hacer individualmente. (Sarmiento 1853, p. 18).

Este argumento nos recuerda un punto importante, pero no es suficiente en sí mismo para echar por tierra el criterio del origen de los fondos. Aun en el caso de que todos los dineros públicos sean originalmente privados, sigue siendo posible distinguir entre aquellas escuelas, o redes escolares, que son financiadas por agencias estatales y aquellas que reciben el dinero directamente de manos de agentes privados. El criterio de distinción, por lo tanto, seguiría siendo operativo en los hechos.

Existe, sin embargo, otra dificultad que vuelve problemática la aplicación de este criterio: se trata de la creciente complejidad de los modelos de financiamiento escolar. A principios del siglo XXI, las formas puras de financiamiento (es decir, las fórmulas que apuestan exclusivamente al financiamiento público o al privado) se van volviendo cada vez menos frecuentes, para dejar lugar a los esquemas mixtos.

Hace medio siglo, cuando una parte importante del planeta era gobernado por regímenes comunistas y en muchos países democráticos se aplicaban modelos de gestión pública relativamente simples, la clasificación en función de formas puras de financiamiento permitía colocar a una gran proporción de los establecimientos educativos de un lado u otro de la línea que separaba lo público de lo privado. Pero, dada la actual abundancia de modelos que combinan recursos provenientes de ambos orígenes, corremos el riesgo de dejar a una importante proporción de las escuelas en una zona intermedia. A veces se combina el cobro de matrículas (dinero privado) con los subsidios estatales para la compra de libros o de material informático, así como para el desarrollo de programas educativos específicos (incluyendo desarrollo edilicio). Otras veces, el presupuesto básico proporcionado por el Estado se complementa con un flujo permanente de donaciones aseguradas por empresas privadas o por vouchers de origen privado. En otros casos, edificios escolares que son propiedad del Estado pasan a manos de redes gestionadas por iglesias u otras organizaciones privadas.

Si siguiéramos afirmando entonces que las escuelas públicas son las que funcionan con dinero público y las privadas las que funcionan con dinero privado, podríamos llegar a conclusiones muy raras. Por ejemplo, deberíamos concluir que en países como Holanda o Alemania casi no hay educación privada, o que en Estados Unidos hay muchas menos escuelas públicas de las que suele creerse (Chakrabarti & Peterson, 2008; Glenn, 2011; James, 1986; Mouw, 2003; Tooley, 2009).

Una posible manera de eludir este problema consistiría en fijar un umbral que, a la vez que admita la complejidad de los actuales esquemas de financiamiento, marque un punto de quiebre que siga haciendo viable la distinción. Por ejemplo, podría considerarse "pública" a toda escuela que financie al menos el 50 % de su presupuesto con dineros públicos, y "privada" a toda escuela que, aunque reciba alguna clase de apoyo de estatal, quede por debajo de esa cifra.

Un criterio de este tipo nos permitiría adaptarnos mejor a las complejidades de la realidad contemporánea, pero al mismo tiempo nos expondría a las arbitrariedades propias de cualquier sistema clasificatorio que trabaje con umbrales mínimos. Por ejemplo, deberíamos considerar a una escuela que recibe subvenciones públicas por el 49 % de su presupuesto como algo muy distinto de una escuela que recibe subvenciones por el 51 % del suyo, al mismo tiempo que deberíamos considerar como semejantes una escuela que no recibe ninguna subvención pública y otra que recibe subvenciones equivalentes al 49 % de sus erogaciones.

Complementariamente (y ya no en el plano de las definiciones conceptuales, sino en el de las políticas), estos límites artificiales suelen influir en los sistemas de incentivos, induciendo comportamientos estratégicos poco sanos. Por ejemplo, muchas escuelas pueden jugar en los límites de la definición, cayendo deliberadamente de un lado o del otro según cuáles sean las consecuencias en cuanto a acceso a recursos, o mecanismos de supervisión.

El criterio del origen de los recursos trae así más dificultades que beneficios. El atractivo que aún mantiene se debe más a una inercia histórica (fue un criterio que funcionó adecuadamente durante mucho tiempo) que a su utilidad de cara a las realidades que hoy conocemos. Ni desde el punto de vista de la claridad conceptual, ni desde el punto de vista de su impacto sobre las políticas públicas, es un criterio recomendable.

Esto no significa, naturalmente, que la cuestión del origen de los fondos haya perdido relevancia. Esta cuestión sigue siendo una de las más importantes en el análisis y diseño de políticas educativas. Pero una cosa es hablar de "financiamiento público" y de "financiamiento privado" (o de "financiamiento predominantemente público" y "financiamiento predominantemente privado") y otra es querer servirse de esos conceptos para trazar la línea que separa a la educación pública de la privada. Para que esta última distinción tenga alguna utilidad, los criterios de delimitación por utilizar deben ser más sofisticados.

El criterio de la naturaleza de los bienes producidos

Una segunda manera de definir lo que significa "público" y "privado" en educación consiste en atender al tipo de bienes que se producen. En lugar de concentrarse en los inputs, como ocurría en el caso anterior, se trata de prestar atención a los outputs. De este modo, podríamos llamar "educación pública" a aquella que produce bienes públicos y "educación privada" a la que produce bienes privados (Levin, 1989, pp. 44 y ss.; Noddings, 2000, pp. 289 y ss).

Esta manera de trazar el límite recurre a una distinción bien conocida en la teoría económica, que fue establecida hace más de medio siglo por el Premio Nobel Paul Samuelson (1954). Esa distinción define los bienes privados como aquellos de consumo excluyente y rival, y los bienes públicos como aquellos cuyo consumo no tiene esas características. Dado que esta afirmación es oscura para quienes no están familiarizados con la literatura económica, conviene explicarla con un ejemplo.

Supongamos que compro una entrada para asistir a un concierto. Dado que pagué la entrada, sé que (salvo que algo ande muy mal) tengo un lugar asegurado en la sala. Mi convicción se basa en que cada entrada vendida se corresponde con un asiento y en que, en principio, no habrá asientos para aquellos que no estén dispuestos a pagar. Un segundo rasgo de la situación es que, al haber comprado yo una entrada, queda un lugar menos para los demás. Si la venta continúa, llegará un momento en que no habrá plazas disponibles. Estas dos reflexiones que puedo hacer a propósito de la entrada que acabo de comprar expresan las características propias de los bienes privados: la exclusión (podemos excluir del consumo a quienes no han contribuido a financiar la disponibilidad de ese bien) y la rivalidad (el hecho de que alguien consuma deja menos oportunidades de consumo para los demás).

Supongamos ahora que, en lugar de comprar una entrada para un concierto, decido contribuir económicamente con la reparación de la fachada de un edificio histórico. También en este caso sale dinero de mi bolsillo, pero, una vez concluidas las obras, la situación será muy diferente. En primer lugar, quienes hayamos financiado los costos de la refacción no podremos excluir (ni podremos reclamar que se excluya) a quienes no lo hicieron: todos aquellos que paseen por la calle podrán apreciar la belleza del edificio. Solo una grave violación a la libertad de movimiento, que es una de nuestras libertades fundamentales, podría impedirlo. En segundo lugar, el hecho de que muchos disfruten al mirar la fachada no significa que quede menos disfrute para los demás. En términos económicos, no hay exclusión ni rivalidad.

Los bienes que no generan consumo excluyente ni rival son llamados "bienes públicos". Un ejemplo típico es la seguridad. Si una ciudad está bien protegida, todos los ciudadanos estarán bien protegidos, incluyendo aquellos que no contribuyeron a pagar los costos. Y el hecho de que yo esté bien protegido no deja menos protección para los demás. Más bien al contrario, si estoy bien protegido, entonces mi vecino también lo estará. Lo mismo ocurre con la limpieza del aire o con la iluminación de las calles.

Los bienes públicos generan un problema especial, que es la tentación de "viajar gratis". Si nadie puede excluirme de la protección policial y nadie puede prohibirme circular por calles bien iluminadas, puedo dejarme tentar por la idea de no pagar mi parte. En esas condiciones, mis vecinos asumirán los costos y yo solo recibiré beneficios. Pero si muchos hacen este razonamiento oportunista, los costos recaerán cada vez sobre menos gente hasta un punto de insostenibilidad. Al final de la historia, todos estaremos mal iluminados o insuficientemente protegidos aunque nadie lo haya querido. Dicho en la jerga de los economistas: habrá una producción sub-óptima de bienes que todos deseamos. El cálculo oportunista era racional (aunque moralmente reprobable) en términos individuales, pero dejó de serlo cuando se convirtió en el razonamiento de muchos.

Este es el argumento clásico para justificar el uso de los impuestos como mecanismo para financiar la producción de algunos bienes públicos particularmente importantes, como la seguridad o la justicia. Al hacerlo así, nos comprometemos mutuamente a asumir una parte de los costos. Ese compromiso público hace que todos tengamos razones para contribuir a la producción de esos bienes sin sentirnos utilizados por los demás: dado el carácter compulsivo de los impuestos, yo tengo razones para pagar porque sé que, en principio, los demás también van a pagar. En cambio, cuando hay incertidumbre sobre cómo se comportarán los otros, las razones para cooperar se debilitan. Eso explica, entre otras cosas, por qué la evasión fiscal es un fenómeno que se refuerza a sí mismo.

Todo esto es bien conocido por cualquier persona mínimamente familiarizada por la teoría económica, pero a menudo es fuente de confusiones para quienes, sin estar familiarizados con esa disciplina, intentan reflexionar sobre la educación. Esto se debe en parte a que mucha literatura reciente (incluyendo muchos documentos y declaraciones elaborados por organismos internacionales que supuestamente aportan un conocimiento experto sobre el tema) hablan de la educación como un bien público (o, más misteriosamente aun, como un "bien público y social") de un modo que es conceptualmente confuso.

En sentido estricto, la educación no es un bien sino un servicio. Así lo entienden, por ejemplo, la Organización Mundial del Comercio (OMC) y el ordenamiento jurídico de muchos países. La confusión se debe a que, como consecuencia de recibir ese servicio que llamamos "educación", es posible acceder a una serie de bienes, algunos de los cuales serán públicos y otros privados. Pero, a diferencia de lo que ocurre cuando compramos una prenda de ropa o un equipo informático, esos bienes no nos los suministra en forma directa quien ofrece el servicio educativo.

¿Podemos servirnos de esta distinción entre tipos de bienes para trazar el límite entre la educación pública y la educación privada? Tal como se adelantó, la manera de hacerlo consistiría en llamar "educación pública" a aquella que produce bienes públicos y "educación privada" a la que produce bienes privados2. ¿Hemos encontrado un criterio más firme que el del origen del financiamiento?

A primera vista podría parecer que sí. Es verdad que asistir a un instituto de educación privada permite acceder a ciertos bienes privados. Por ejemplo, pagar por asistir a un colegio exclusivo va N a permitir que mis hijos se pongan en contacto con un ambiente social exclusivo. Eso va a mejorar su cartera de contactos, lo que probablemente les dé mejores oportunidades de conseguir opciones laborales atractivas cuando sean adultos. En este caso yo habré pagado para obtener un bien que quedará fuera del alcance de quienes no pagaron.

Pero hay al menos dos problemas que complican el uso de este criterio. El primero es que la educación que tradicionalmente llamamos "pública" también proporciona bienes privados. Y el segundo es que la educación que tradicionalmente llamamos "privada" también genera bienes públicos.

Respecto de lo primero, parece claro que quien accede a una escuela de las que tradicionalmente llamamos "públicas" obtiene beneficios personales que no obtiene quien no recibe ninguna educación. Por ejemplo, mayores oportunidades de acceder a un trabajo calificado o de llegar a la educación superior. Complementariamente, y dado que no todas las escuelas llamadas "públicas" son iguales, es posible acceder mediante la asistencia a por lo menos algunas de ellas a la misma clase de bienes privados que proporcionan las escuelas llamadas "privadas". Por ejemplo, la asistencia a una escuela "pública" instalada en una zona favorecida puede generar una cartera de contactos personales tan buena como la que se puede obtener asistiendo a muchos establecimientos "privados".

No es verdad, por lo tanto, que solo las escuelas tradicionalmente llamadas "privadas" provean bienes privados a quienes asisten a ellas. Y tampoco es verdad que solamente las escuelas "públicas" generen bienes públicos. Tal como señala Harry Brighouse:

El chico que se convierte en un ciudadano bien integrado a una sociedad democrática puede o no obtener beneficios de ello. Pero sus conciudadanos se beneficiarán considerablemente, al menos si ese chico es acompañado por una masa crítica de ciudadanos igualmente integrados. (2006, p. 62)

Este razonamiento es correcto tanto en el caso de que el chico asista a una escuela llamada "pública" como a una de las que solemos llamar "privadas".

Una ciudadanía altamente educada es un bien público, porque nos permite vivir en un entorno más racional y asegura un mejor cumplimiento de los derechos y deberes de todos (Galston, 2002; Callan, 2004).

Una fuerza laboral capacitada o con manejo de idiomas es un bien público, porque permite la incorporación de procesos productivos sofisticados y mejora la capacidad de una economía de atraer inversión extranjera directa (Hanushek & Kimko, 2000; Hanushek & Woessmann, 2009). Una sociedad adecuadamente instruida es un bien público, porque sus miembros podrán cuidar mejor su propia salud y tomarán decisiones mejor informadas (Noddings, 2000).

La educación tradicionalmente llamada "privada" contribuye tanto como la llamada "pública" a producir esta clase de bienes3. Hay aquí un paralelo con lo que ocurre en el terreno de la salud. Que mi vecino se vacune contra una enfermedad contagiosa trae sin duda un beneficio para él, al ponerlo a salvo de un problema potencialmente grave. Pero también trae un beneficio para mí (y para todas las demás personas que están en contacto con él) porque lo anula como vector de contagio. Este es justamente el razonamiento que conduce al financiamiento público de las campañas de vacunación.

Del mismo modo, que el hijo de mi vecino sea escolarizado trae algunos beneficios para él, pero también los trae para mí y para los demás miembros de la sociedad. Por ejemplo, es menos probable que ese chico termine convertido en un adulto inempleable y, en consecuencia, en una carga para la sociedad (Curren, 1995). También es más probable que se comporte de manera más racional al cumplir sus deberes como ciudadano. Esta generación de bienes públicos ocurrirá con independencia del tipo de escuela al que asista4.

La distinción entre bienes públicos y bienes privados es una idea interesante, pero no sirve para trazar una línea divisoria entre distintos tipos de establecimientos educativos. Si llamamos "públicas" a las escuelas que contribuyen a generar bienes públicos, entonces todas las escuelas son públicas. Y si llamamos "privadas" a las escuelas que permiten acceder a bienes privados, entonces todas pertenecen a esta categoría. Atender a los outputs en lugar de a los inputs tampoco nos ayuda a hacer un uso más claro y riguroso de estos términos.

Pese a sus dificultades, este uso es relevante porque está detrás de dos expresiones que aparecen con alguna frecuencia en el debate. Esas expresiones son: "escuelas públicas de gestión estatal" y "escuelas públicas de gestión privada". Al menos en una de las interpretaciones que se suele dar a estas fórmulas5, quienes las emplean están afirmando que todas las escuelas son públicas en el sentido de que todas generan bienes públicos. Lo que realmente las diferencia es la forma en que son gestionadas. Esto nos conduce al tercer criterio que me propongo discutir en este artículo.

El criterio de las formas de gestión

La tercera forma de establecer el límite entre la educación pública y la privada consiste en atender a las formas de gestión. Lo que importa en este caso no es el origen de los recursos, ni la clase de bienes que se producen, sino el modo en que son administrados y gobernados los establecimientos educativos. Según este criterio, llamaremos "educación pública" a aquella que funciona según las reglas propias de la administración pública y llamaremos "educación privada" a aquella que funciona según la lógica de la libre asociación.

Este criterio no coincide con el del origen de los recursos administrados. Una institución puede utilizar fondos públicos (y aun funcionar en un edificio que sea propiedad del Estado) al mismo tiempo que se gestiona en forma privada. Esto no solo vale para una escuela, sino para cualquier institución privada que reciba subsidios u otra forma de apoyo estatal (por ejemplo, organizaciones prestadoras de servicios de salud). También es posible que una institución de gestión pública administre fondos de origen privado (por ejemplo, donaciones). El origen de los recursos no determina la forma de administración, ni viceversa, aunque la condiciona.

La distinción entre gestión pública y gestión privada no siempre es fácil de establecer en los hechos, pero es posible apelar a "tipos ideales" al estilo weberiano.

Cuando una institución está ubicada en el ámbito de la gestión pública, ocurren básicamente tres cosas. La primera es que sus autoridades están sometidas a control político, es decir, responden en última instancia a jerarcas que actúan en nombre de toda la ciudadanía (el Parlamento, el Senado, el Ministerio de Educación, etc.). En segundo lugar, los funcionarios de esa institución integran las planillas de la burocracia pública, entendida en un sentido amplio que incluye al Gobierno central, los Gobiernos provinciales, los poderes legislativo y judicial, los órganos de control y otros similares. En tercer lugar, los procesos de decisión y de asignación de recursos están sometidos a las reglas generales y mecanismos de control propios de la administración pública, con las variantes que puedan existir según el país y el sector del aparato estatal de que se trate (Vandenberghe, 1999; Viteritti, 1999, pp. 217, 224 y ss.).

En el caso de la gestión privada, quienes ejercen cargos de responsabilidad no rinden cuentas ante representantes de la ciudadanía (aunque normalmente son regulados por ellos), sino ante alguna instancia que actúa en nombre propio: un directorio, una asamblea de socios o de accionistas, el conjunto de integrantes de una cooperativa, los miembros de una orden religiosa. Los funcionarios son empleados en régimen de derecho privado y los procesos de decisión y asignación de recursos se rigen por normas de ese mismo derecho, así como por criterios de eficacia y eficiencia definidos por la propia organización.

Esta distinción no está exenta de zonas grises (Chakrabarti & Peterson, 2008; Hanushek, 2002). Pensemos, por ejemplo, en los diferentes modelos de escuelas chárter o autogestionadas. En algunos casos, esas escuelas contratan a su personal en un régimen de derecho privado puro: ni el personal directivo ni los maestros son funcionarios públicos, de modo que su vínculo con el sistema educativo solo existirá mientras dure su contrato. En este caso, una escuela chárter funciona claramente en régimen de gestión privada, aun en el caso de que el local y todos los recursos que maneje sean de origen público. En otros casos, los directivos y docentes que se hacen cargo de una escuela chárter son docentes del sistema público que han aceptado participar de esta experiencia, pero se reservan el derecho de volver a trabajar en el sistema tradicional si algo no funciona6. En otros casos todavía, una misma escuela chárter puede combinar funcionarios que están en una u otra de estas dos situaciones.

Tal como ocurría con el primer criterio, las zonas grises efectivamente existen. Pero que una distinción genere algunas zonas grises no es una razón suficiente para abandonarla. Para usar la imagen clásica de John Searle, hay momentos durante el amanecer o durante el anochecer en los que podemos dudar si es de día o si es de noche. Pero esa no es una razón para dejar caer la distinción entre el día y la noche. Esa distinción funciona razonablemente bien durante, digamos, 23 horas y 55 minutos cada 24 horas. Se trata entonces de una distinción sumamente exitosa. En cambio, la distinción debería ser abandonada si solo resultara útil, digamos, durante la mitad de las horas que componen un día-calendario (Searle, 1969, p. 37).

La distinción entre formas de gestión es razonablemente clara porque también lo es la distinción entre derecho público y derecho privado. Y alcanza con que los funcionarios de una institución acepten someterse a las reglas típicas de este último (aunque sea en forma reversible o transitoria) para poder trazar 212 la línea divisoria con una nitidez razonable7.

Complementariamente, este criterio de distinción es importante para el diseño institucional y para la elaboración de políticas educativas, en razón del impacto que tiene sobre los aprendizajes. Dicho de manera más precisa: las distintas formas de gestión tienen consecuencias sobre los procesos de decisión y sobre el aprovechamiento de los recursos materiales y humanos que se traducen en diferencias en la capacidad que tienen las escuelas de generar aprendizajes de calidad. Si esto efectivamente es así, entonces estamos ante un problema que merece toda la atención, porque las rigideces propias de la administración pública no son una dificultad pasajera para la que existan estrategias de solución, sino un dato muy difícil de modificar. Este es un punto importante, en el que vale la pena detenerse un momento.

Modelos de gestión y prácticas educativas: un debate en curso

En todo país democrático ocurren tres hechos que condicionan el diseño institucional. El primero es que todos los gobiernos tienen fecha de vencimiento (es decir, son elegidos por periodos claramente delimitados). El segundo es que todo gobierno tiene una inclinación natural a extender ese plazo todo lo que sea posible. El tercero es que los gobiernos disponen de instrumentos muy poderosos para intentar alcanzar ese objetivo.

Dicho en breve: es inherente a todo gobierno experimentar la tentación de poner el aparato del Estado al servicio de su voluntad de mantenerse en el poder. Esto no ocurre porque los políticos sean personas particularmente perversas sino simplemente porque son humanos. La superioridad del régimen democrático consiste en reconocer explícitamente esta debilidad (en lugar de alimentar mitos en torno a grandes conductores que se sacrifican por el bien del pueblo) y generar los controles y equilibrios necesarios para mantenerla bajo control.

Todo esto tiene consecuencias muy directas sobre el campo de la enseñanza. Si los gobiernos tuvieran una total libertad de movimiento para gobernarla, existiría un fuerte riesgo de que pusieran ese formidable aparato al servicio de su voluntad de permanencia en el poder. En tales condiciones, podrían producirse acontecimientos graves. Por ejemplo, una parte importante del personal docente correría el riesgo de ser removido después de cada elección, y el diseño curricular podría ser utilizado para convertir los establecimientos educativos en centros de adoctrinamiento al servicio del gobierno de turno.

Desde el punto de vista histórico, fueron estos temores los que condujeron a convertir los sistemas de educación pública en grandes burocracias gobernadas por reglas generales y rígidas (Glenn, 2011; Goldstein, 2014; Vandenberghe, 1999). Por ejemplo, el riesgo de discrecionalidad llevó a organizar la carrera docente según criterios que no fueran fácilmente controlables por los políticos (como la antigüedad), y la generalización de esas reglas empujó a los sistemas educativos en la dirección de un creciente centralismo y de homogeneidad8.

Es dudoso que este proceso de centralización y burocratización haya puesto a los sistemas educativos a salvo de los riesgos de instrumentalización política. Más bien al contrario, un efecto frecuente fue convertirlos en apetitosos objetivos de colonización y control. Pero, independientemente del éxito o fracaso en términos políticos, hubo costos importantes en el terreno educativo.

Al menos desde la aparición del movimiento de "escuelas eficaces" en los años ochenta del siglo pasado9, se ha avanzado mucho en la identificación de las condiciones que deben cumplirse para que una escuela pueda convertirse en una comunidad educativa exitosa. Y una conclusión importante de ese análisis es que buena parte de las condiciones que se deben cumplir no son "objetivas" (como el gasto por alumno o la tasa de docentes diplomados) sino "subjetivas", es decir, condiciones que tienen que ver con el funcionamiento y clima interno de los centros de estudio. Entre esas condiciones "subjetivas" se incluye la existencia de un proyecto pedagógico bien definido, con el que esté alineado todo el personal que trabaja en el establecimiento; la presencia de una dirección (sea individual o colectiva) con capacidad de liderazgo; una cultura institucional compuesta de reglas y valores compartidos (a la que se pueda apelar, por ejemplo, para resolver conflictos); una fuerte sensibilidad hacia las demandas y preferencias de los padres, y una alta expectativa respecto del rendimiento de cada alumno10. N El problema central es que las reglas generales y rígidas que son propias de la administración pública crean un clima hostil para la generación de esas condiciones. Esto ha llevado a que en las últimas décadas se difundiera la idea de aplicar las reglas mucho más flexibles de la gestión privada (es decir, de una gestión fundada en el principio de libre asociación) al funcionamiento de las instituciones educativas11. Por ejemplo, parece mucho más fácil diseñar y aplicar un proyecto educativo de centro si el plantel de una escuela es reclutado en función de su afinidad con ese proyecto y de su voluntad de llevarlo a cabo, en lugar de llegar a ella como resultado de la aplicación de procedimientos burocráticos centralizados. En esas condiciones también resulta más clara (y más exigible) la responsabilidad sobre los resultados. Un docente que no se involucra con el cumplimiento de un proyecto que identifica a una escuela no solo está tomando una decisión personal, sino que asume una actitud que afecta negativamente las perspectivas profesionales y las condiciones de trabajo de sus colegas.

La discusión sobre esta temática ha crecido al punto de volverse inabarcable. Algunos sostienen que, si bien la gestión privada puede ser más apta para eludir algunos problemas graves que afectan a la gestión pública, genera a su vez sus propios riesgos tanto en el terreno educativo como en el de la convivencia social12. Otros sostienen que, si bien las estructuras burocráticas propias de la educación pública suponen ciertas rigideces, esas restricciones son menos numerosas y bastante menos serias que lo que sugiere hasta ahora la experiencia histórica. Según este punto de vista, es posible combinar la gestión pública de las redes escolares con, por ejemplo, altas cuotas de libertad de elección por parte de los padres y con sistemas de incentivos que premien el esfuerzo docente a favor de mejores aprendizajes13. Pero sus oponentes sostienen que solo las reglas propias de la gestión privada pueden generar un número suficiente de escuelas capaces de llevar una educación de calidad a todos los sectores sociales14.

No tiene sentido intentar zanjar a breve plazo estas discusiones. Lo que importa retener aquí es que la opción entre gestión pública y gestión privada tiene la capacidad de impactar fuertemente sobre el logro de los objetivos educativos que se fije una sociedad, aunque existan discrepancias sobre el modo exacto en que esto ocurre. El uso de los adjetivos "público" y "privado" para referirse al modelo de gestión nos enfrenta entonces a un debate pertinente, al mismo tiempo que resulta razonablemente exitoso (aunque no totalmente libre de dificultades) a la hora de la aplicación.

Existe, sin embargo, un problema. Este uso específico de los adjetivos "público" y "privado" es bastante distante del habitual. Cuando el público no especializado habla de una "escuela privada", normalmente se refiere a una escuela en la que son privadas tanto la propiedad como la gestión (y con frecuencia los recursos que aseguran su funcionamiento); y cuando habla de una "escuela pública", suele pensar en una escuela de propiedad del Estado, financiada por el Estado y cuyos funcionarios son empleados públicos. Si aplicáramos el tercer criterio, en cambio, deberíamos decir que una clásica escuela chárter es una escuela privada (porque es de gestión privada), aun en el caso de que el edificio y los recursos sean suministrados por el Estado. Este es un problema digno de consideración, porque en general no es buena idea que el lenguaje técnico se oponga a los usos coloquiales. En particular no es bueno para los técnicos, porque el precio que suelen pagar es volverse incomprensibles para sus conciudadanos.

Conclusión

Si alguna conclusión puede extraerse de la discusión anterior, probablemente sea la inconveniencia general de seguir utilizando las expresiones "educación pública" y "educación privada" sin ninguna especificación. Esas fórmulas son demasiado generales y, en consecuencia, fácilmente engañosas. Más confiable es aplicar los adjetivos "público" y "privado", no a la educación en general, sino a aspectos específicos como la propiedad, el origen de los recursos o el modelo de gestión utilizado. Puede que las frases que digamos o escribamos resulten más complejas, pero también van a resultar más precisas y, en consecuencia, vamos a ahorrarnos muchas confusiones y falsos debates.


Notas

1 Para la variedad de usos de la expresión "educación pública" en el debate latinoamericano, ver, entre otros materiales ilustrativos, Minteguiaga, 2009. Para los usos de la expresión en el contexto estadounidense (probablemente el país donde más se discute sobre el tema) ver, entre otros, Grinberg (2002), Galston (2003) y Ravitch (2013). Para los usos de la expresión en Francia (un país históricamente influyente en los debates sobre educación) ver, por ejemplo, Prost (1968), Da Silveira (1995) y Langouèt & Léger (2002).
2 Para un ejemplo de defensa de la educación pública fundada en la noción de bienes públicos, ver Anton et al., 2000.
3 Para una defensa relativamente temprana de esta idea, ver Devins, 1989.
4 La cuestión de saber qué bienes públicos pueden ser generados mediante la enseñanza guarda algunas sorpresas. Por ejemplo, los reformadores del siglo XIX estaban convencidos de que la escolarización masiva iba a reducir la criminalidad, pero ese pronóstico no se cumplió. Las tasas de escolarización y las tasas de criminalidad aumentaron en paralelo durante el siglo XX (West, 1970, pp. 35 y ss., Lochner, 2011). Esto no quiere decir, desde luego, que exista una relación causal entre ambas.
5 Otra manera de interpretar las mismas expresiones, también usual en el debate, consiste en decir que todas las escuelas son públicas porque todas están sometidas a vigorosas regulaciones estatales. (Y desde luego están quien usan las expresiones asignándoles los dos sentidos en forma simultánea).
6 Por ejemplo, así funcionó en Argentina el sistema de escuelas autogestionadas de la Provincia de San Luis a partir de 1999.
7 En el orden jurídico de algunos países se habla incluso de "instituciones públicas de derecho privado" para identificar a aquellas que, aunque son propiedad del Estado y ocasionalmente reciben dineros públicos, se administran según las reglas del sector privado.
8 Es interesante observar cómo aun países que crearon sistemas educativos fuertemente descentralizados fueron perdiendo esa cualidad a lo largo del siglo XX. Un ejemplo típico es Estados Unidos (Tyack, 1974; Kirst, 1995; Good & Braden, 2000; Goldstein, 2014). Es más difícil, en cambio, encontrar países que recorrieron el camino inverso. El único caso claro en la primera mitad del siglo XX es Holanda (Walford, 2001, pp. 190 y ss., Glenn, 2011).
9 Para una presentación del tema, ver Purkey & Smith, 1983.
10 Para un desarrollo de estas ideas, ver Da Silveira, 2009, pp. 198 y ss.
11 Para una discusión general del tema, ver por ejemplo: Hannaway, 1996; Good & Braden, 2000; Levin, 2001; Miron & Nelson, 2002; Cox, 2003; Belfield & Levin, 2005. Para un ejemplo concreto de esta clase de propuestas, ver Cowen, 2008.
12 Para una defensa vigorosa de este punto de vista, ver Ravitch, 2013. Para un punto de vista más balanceado, ver Reich, 2003.
13 Ver al respecto, por ejemplo, Elmore, 1990; Hill, 1997; Glenn & De Groof, 2002; Bridges & Jonathan, 2003; Vegas & Umansky, 2005; Monduchowiex, 2009.
14 Probablemente el defensor más conocido de este punto de vista sea James Tooley. Ver por ejemplo Tooley, 1999, 2000 y 2009. Ver también Enlow & Ealy, 2006.


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