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Biomédica

versão impressa ISSN 0120-4157versão On-line ISSN 2590-7379

Biomédica (Bogotá) v.24 n.4 Bogotá dez. 2004

 

Una nueva reforma al sistema de servicios para la salud

A new reform of the national health system

Al menos tres preguntas básicas resultan pertinentes en relación con el proceso legislativo que actualmente se adelanta en el Congreso Nacional para reformar la Ley 100 de 1993. La primera, si es necesaria una reforma. La segunda, que implica una respuesta positiva a la anterior, si es necesaria una reforma a la ley, o si las modificaciones que se requieren se pueden llevar a cabo mediante mandatos de menor jerarquía jurídica como decretos u otras reglamentaciones expedidas por el Ejecutivo. En caso de una respuesta positiva a la pregunta anterior, la tercera es si las propuestas de modificación significan avances teóricos y operativos frente a la legislación y al modelo vigente.

En relación con la primera pregunta, la respuesta parece ser positiva; diversos actores del sistema han presentado proyectos de ley para modificar el modelo vigente y con esta actuación están demostrando su insatisfacción y su interés en que las cosas cambien. Se han presentado una serie de hechos que tienen como consecuencia un descontento, que parece generalizado, con el funcionamiento y los resultados que ha ofrecido el modelo de la Ley 100. Los diagnósticos que se ofrecen en las exposiciones de motivos de los distintos proyectos de reforma son poco precisos y no existe, para la mayoría de los problemas argumentados, información sólida que permita identificar con exactitud los males que se van a remediar. Como en todo proyecto, hay preocupaciones sectoriales que, pese a su legitimidad, pueden no coincidir con el bien público. Lo que se quiere poner de presente es que todavía está pendiente un proceso de evaluación, serio y objetivo, de los resultados de la Ley 100, y que la decisión de modificar la ley debe obedecer a una identificación clara de los problemas que se deben corregir.

Las evidencias disponibles indican que existen problemas claros con la Ley 100 y sus resultados, uno de los cuales es su insuficiente nivel de implementación. Los datos que existen indican que este proceso anda por la mitad del camino. La segunda pregunta, entonces, plantea si se persevera en el proceso y se adoptan las disposiciones legales y operativas necesarias para acelerarlo, sin necesidad de modificar el marco legal vigente, o si, por el contrario, se da por fracasado el modelo y se busca uno nuevo, o si se regresa al modelo anterior. Los proyectos de ley en discusión ofrecen una respuesta al segundo interrogante, y las respuestas son diferentes en cada uno de ellos. Las modificaciones que se formulan van desde ajustes - más o menos sustantivos -, pasan por modificaciones que tienden a un regreso al pasado y llegan a propuestas de modelos completamente nuevos. En este punto, la diversidad de posturas, acorde con la proliferación de proyectos que, finalmente, se han reducido a dos ponencias, alude nuevamente a la falta de claridad en el diagnóstico y a la consecuente confusión en las propuestas de solución.

Dado que existe el sentimiento de la necesidad de modificar el modelo y de un cambio de índole legislativo de la más alta jerarquía, quedaría por analizar si las propuestas de reforma ofrecen mejores alternativas que la situación actual. Infortunadamente, la respuesta parece ser negativa; para sustentar la anterior afirmación es necesario recordar cuáles son los elementos básicos del modelo actual, ordenado por la Ley 100. Son dos los mecanismos que propuso la Ley 100 para generar unos atributos que son indiscutibles para un sistema de servicios de salud; en primer lugar, se propuso un sistema de seguro - seguro público en el caso del régimen subsidiado y seguro social en el caso del régimen contributivo - para financiar los servicios y para generar equidad. En segundo lugar, para generar eficiencia y calidad, se propuso un mercado regulado de provisión de servicios, con competencia por precio entre los distintos proveedores.

Al estudiar los diversos proyectos de ley, en la mayoría de ellos no está claro si se pretende en forma expresa y deliberada modificar estas columnas dorsales del modelo vigente; al proceder de esta manera, en algunos casos se desvirtúan los mecanismos mencionados y se da origen a propuestas absurdas desde el punto de vista conceptual que, necesariamente, resultarán en operaciones inadecuadas y en el incumplimiento de los atributos deseables. En los otros casos, es decir, en los que se expresa y se propone deliberadamente abandonar el seguro y la competencia, la alternativa propuesta no garantiza conceptualmente una mejor solución a los problemas actuales y tales conceptos desembocan ineludiblemente en operaciones del sistema de salud que son reconocidamente inconvenientes. Lo dicho hasta ahora no se debe interpretar como si fuera de los conceptos y la forma de operar del modelo vigente no hay alternativas; sí hay alternativas, pero las ofrecidas en los proyectos de ley en discusión no son ni teórica ni operativamente superiores a las vigentes. Esto es explicable dada la deficiencia en el diagnóstico y los sesgos sectoriales que inspiran los diferentes proyectos de reforma.

Teniendo en cuenta las tres preguntas anteriormente enunciadas y las respuestas que les han dado diferentes y muy importantes actores del sistema, parece válido plantear respuestas diferentes. Antes de hacerlo, vale la pena llamar la atención sobre el hecho de que el actor más importante del sistema, su razón de ser, que son los usuarios, está completamente ausente tanto en las propuestas como de su discusión. La primera respuesta diferente sería que no es necesaria ninguna modificación, ni legislativa, ni operativa; obviamente, tal respuesta resulta inadecuada dados los problemas y las percepciones que de ellos tienen los diferentes actores del sistema. Si se acepta que se requieren modificaciones, ¿sería posible lograrlas sin modificar la ley y, por tanto, el modelo? Habría razones de peso para contemplar tal posibilidad: una de ellas es la inconveniencia de modificar el sistema de salud de un país cada década. A juicio de los expertos la implementación de una reforma es un proceso demorado y costoso - se habla de diez a quince años- y no parece juicioso dar por fracasado un modelo cuando ni siquiera se ha implementado completamente. Otra razón es que resulta peligroso hacer modificaciones parciales que pueden surgir de presiones atadas a intereses sectoriales, entre ellas, la puja política, sacrificando la coherencia del modelo original.

Al revisar las exposiciones de los motivos de los diversos proyectos se pueden identificar, en forma más o menos precisa, ciertos problemas que justificarían las diversas modificaciones propuestas: los problemas de cobertura - tanto en el aseguramiento como en los servicios de los planes de beneficios -, la crisis de los programas de salud pública, el papel dominante de los aseguradores, el problema de la intermediación financiera, las limitaciones de información y la debilidad de los mecanismos de vigilancia y control; fenómenos de corrupción, de clientelismo, de ganancias excesivas por parte de los aseguradores y de crisis en el financiamiento de los hospitales públicos, de desmedro y envilecimiento en el ejercicio de las profesiones de la salud.

Al examinar los anteriores problemas, resulta claro que algunos obedecen al escenario social en donde opera el modelo y no al modelo mismo, y que difícilmente podrían remediarse con su modificación; se está apuntando a fenómenos como la corrupción, el clientelismo, los bajos niveles de capital social, la lenidad del sistema jurisdiccional con su secuela de impunidad, la incapacidad de gestión de ciertos actores. Problemas todos reales y graves que sólo pueden solucionarse con abordajes diferentes a una reforma al sistema de salud; problemas que afectarán por igual la operación de cualquier modelo. A manera de ejemplo, si la corrupción, como infortunadamente ocurre en la realidad, es un problema altamente prevaleciente y difundido, de nada vale cambiar su sitio de posible acción.

Otros de los problemas mencionados no tienen como etiología el modelo de la Ley 100 sino que son problemas que la anteceden y que fueron en su momento motivos para cambiar de modelo; hay dos fenómenos que ejemplifican este tipo de problema: la mal llamada "crisis hospitalaria" y la crisis en las acciones de salud pública. Según el diccionario, la palabra "crisis" se refiere a una mutación considerable e inconveniente de cierta circunstancia; así las cosas, resulta impropio hablar de crisis hospitalaria ya que el término trata de aludir a la situación financiera de los hospitales públicos que es un problema crónico y, además, una forma de funcionar las cosas que tiende a premiar la ineficiencia de algunos. El problema de fondo de los hospitales públicos - de algunos de ellos, porque existen los que funcionan bien - está por resolverse; hay algo erróneo en su naturaleza y en su funcionamiento que debe ser modificado. Y aunque este problema está mucho más relacionado con los diferentes posibles diseños del sistema de salud que los problemas que se mencionaron en el párrafo anterior, se debe aceptar que no existe ningún sistema de salud que funcione bien con hospitales mal concebidos y mal administrados, como lo son muchos de los hospitales de Colombia, cuya situación no se resuelve solamente con mayores apropiaciones presupuestales. De todas maneras, habrá hospitales que siempre deben ser protegidos en forma sistemática por el Estado, pero la protección a cualquier precio y como principio está demostrado que no lleva a buenos resultados, que son los que requiere cualquier sistema de salud.

En cuanto a la crisis de las acciones de la llamada salud pública debe decirse algo análogo a lo que se ha dicho de los hospitales. En primer lugar, debe aclararse el concepto para no caer en confusiones. El término apunta a políticas y acciones orientadas a prevenir la incidencia de enfermedades - presentación de casos nuevos - y a mejorar los niveles de la salud individual y colectiva. Así concebida, la salud pública en Colombia está en crisis, y es menester poner de presente que es un país con antecedentes ilustres en este tema. ¿Será que esta desafortunada y grave situación obedece a un marco legislativo inadecuado y a un modelo de prestación de servicios no idóneo? O, ¿será que ha habido una gran debilidad en la formación de políticas e irresponsabilidad, incapacidad y negligencia en algunos de los actores encargados de tales acciones? Un ejemplo que ayudaría a contestar los anteriores interrogantes es el de las acciones de inmunización, incluida la producción de los biológicos, tema en el cual ha jugado un papel muy importante el Instituto Nacional de Salud.

A diferencia de lo que suele argumentarse en este momento, la verdad es que Colombia nunca ha disfrutado de un sistema para inmunizar a sus niños que sea satisfactorio; este hecho motivó en los años ochenta la famosa estrategia de las jornadas de vacunación que, por su naturaleza, es remedial. Para mantener una adecuada cobertura de inmunización no debe ser necesario que las primeras damas u otros actores sociales desplieguen acciones espasmódicas que no garantizan la sistemática aplicación de una acción que debe ser permanente y automática. Dentro del modelo de la Ley 100 es perfectamente posible lograr niveles de inmunización adecuados y cada vez mejores si hubiera claridad y liderazgo fuerte por parte del rector del sistema. ¿Quién puede garantizar que al cambiar la ley pero con la permanencia de los mismos entes rectores e igual capacidad de liderazgo se logre una solución a este problema?

Se mencionó al Instituto Nacional de Salud y, de nuevo, vale preguntarse si un cambio de ley modificaría su capacidad para cumplir con sus delicadas funciones, entre las cuales está la de producir vacunas y otros biológicos. Algún día, alguien con suficiente capacidad tendrá la oportunidad de revisar, de nuevo a manera de ejemplo, la historia de la producción de la vacuna antiamarílica de la cual conocemos episodios aislados; es una historia de un propósito nacional que se logró con el mejor de los éxitos y que luego se abandonó, y fue víctima de los malos administradores del Instituto y de la miopía de gobiernos e instituciones como el ministerio de Salud y Planeación Nacional. ¿Será que una nueva ley salva los anteriores problemas?, o ¿será que con la ley vigente y una nueva visión y diligencia podrían conseguirse los logros deseados?

También, a propósito del Instituto, es interesante anotar cómo algunos proponentes de reformas han caído en la cuenta de su existencia y de su importancia. Ojalá este renacido interés, lastimosamente un poco a destiempo, sirva para brindarle al Instituto y a sus trabajadores el apoyo y el estímulo que a través del tiempo se ha ido perdiendo, entre otras cosas porque han aparecido sabios que para medrar en sus propósitos han acudido al expediente de desprestigiar a entidades y personas meritorias. Creo que el Instituto no necesita de nuevas leyes para cumplir con sus funciones; necesita con urgencia enriquecer la condición sine qua non para su existencia y adecuado desempeño que son personas capacitadas y con motivación; necesita también recursos financieros y, para conseguir lo anterior, no se requieren nuevas leyes.

Finalmente, hay en las exposiciones de motivos de los proyectos de reforma los problemas que atañen al modelo mismo y, muy particularmente, al régimen subsidiado. En este punto se detecta un problema crucial: la existencia o no de un seguro de salud para los más pobres. Es uno de los puntos donde más impera la confusión conceptual a la que se aludió en el principio de este escrito y que puede llevar a soluciones que representan un retroceso social importante. Si se acepta el mecanismo de seguro, que puede considerarse como uno de los progresos importantes que implica el modelo de la Ley 100, es indispensable la existencia de una instancia aseguradora que, entre otras funciones, desempeñe las de asumir y administrar el riesgo, y la otra muy importante de organizar la demanda de servicios por parte de sus afiliados. Las ARS son las instancias encargadas de estas importantes funciones que son nuevas en el país y cuyo cumplimiento cabal significaría una modificación sustancial en el estado de salud de los colombianos y en la calidad y eficiencia de los servicios.

Hay una clara tendencia en los proyectos de reforma para eliminar las ARS, por el hecho de que muchas de ellas no cumplen con sus funciones o porque las desempeñan mal. ¿Por qué no se mira a las que han sido exitosas? Y, ¿por qué en lugar de desaparecerlas no se las controla como es el deber del Estado? Lo que podría suceder es que los pobres de Colombia pierdan un mecanismo que les garantiza, como ciudadanos, el acceso a los servicios de salud y que, además, les provee el bien inestimable de la seguridad; en este punto crucial, tal vez sin darse cuenta y por motivos diferentes, están coincidiendo peligrosamente los extremos del espectro político colombiano para echar hacia atrás una ganancia social del país.

En resumen, esta exposición aspira a llamar a una reflexión muy cuidadosa de quienes son responsables de cambiar y expedir nuevas leyes y de quienes tienen la capacidad de presionar e influir este proceso. Este llamado es especial a la burocracia del ejecutivo que es, en teoría, la personera del bien común y de los usuarios. El llamado es a pensar si una nueva ley es necesaria, si es conveniente el cambio del modelo o, por el contrario, unos ajustes precisos pero parciales y, sobre todo, si una mejor gestión y liderazgo serían el mejor remedio a los males que están claramente establecidos. Y otro llamado que quiere interpelar especialmente a la Academia: es indispensable un mejor diagnóstico y para ello es necesaria más investigación. El precisar mejor los problemas hará mucho más fácil y segura su solución.

La visión hasta aquí expuesta no quiere atribuirle a la Ley 100 de 1993 un carácter sagrado e inmutable. Los sistemas de salud son cuerpos conceptuales que tienen que adaptarse permanentemente a situaciones complejas y dinámicas y que requieren continuas readecuaciones. Hay, sin duda, cambios que se deben hacer, pero consideramos que, en este momento, no requieren una discusión y modificación del modelo, sino mutaciones de menor jerarquía. Decía el sabio Aristóteles, hace ya mucho tiempo, que más vale una mala ley estable que leyes buenas que están cambiándose. Y dice la sabiduría popular que toda situación por mala que sea es susceptible de empeorar. Es la esperanza de quien esto escribe que el proceso al que se ha venido refiriendo no vaya a ser causa de nuevos problemas y que no surja de él un esperpento conceptual; el temor de que esto suceda tiene sus fundamentos y estará muy feliz de que en el futuro los hechos demuestren que se equivocó en sus argumentaciones actuales.

Mauricio Restrepo Trujillo

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