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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.27 Cali July/Dec. 2008

 

RENUNCIAR A VALORES POLÍTICOS COMUNES. LA INSERCIÓN POLÍTICA DE LA ÉTICA*

Renouncing common political values. On ethics in politics

Caroline Guibet Lafaye Centre Maurice Halbwachs - CNRS, París

* Recibido Julio de 2008; aprobado Septiembre de 2008.


RESUMEN

Los debates actuales en torno a controversias éticas (sobre bioética o ligadas a la religión, por ejemplo) muestran que el acuerdo moral en torno a valores comunes es difícil de conseguir. Nuestras sociedades se caracterizan por un pluralismo radical. Este articulo intenta comprobar la tesis rawlsiana según la cual la solución a los conflictos en las sociedades pluralistas reside en la primacía sistematica de los valores de la “cultura política pública ” sobre los valores privados.

Palabras clave: pluralismo, conflictos éticos, consenso por solapamiento, valores.


ABSTRACT

Contemporary ethical disagreements about bioethics or religion, for example, show the vanish caractere of any moral consensus about common values. Our societies are deeply pluralistic. This paper will improve the Rawlsian thesis which enunciates that the resolution of ethical and political conflicts calls for the systematic priority given to values of the political and public reason over private values.

Keywords: pluralism, ethical desagreements, overlapping consensus, values.


1. Introducción: el conflicto de los valores

Los debates actuales en torno a controversias éticas (sobre bioética o ligadas a la religión, por ejemplo) muestran que el acuerdo moral en torno a valores comunes es difícil de conseguir, incluidos aquellos referidos a elementos de la vida social que se consideran fundamentales. Nuestras sociedades se caracterizan por un pluralismo radical que afecta a aspectos esenciales de la vida humana y de la organización social1 . Numerosos individuos, incluidos aquellos que gozan de un régimen democrático, viven en sociedades que consideran injustas –incluso radicalmente injustas– bajo uno u otro aspecto. En términos más generales, el consenso moral que existía en la postguerra, especialmente en torno a los “derechos del hombre” o a valores humanistas fundamentales, se ha disuelto2 .

Asimismo, determinados hechos dan buena cuenta de esta ausencia de valores comunes compartidos. Esta ausencia de unanimidad se manifiesta por ejemplo en el hecho de que la referencia al “respeto del ser humano” y las controversias sobre el aborto, la eutanasia, la experimentación con embriones (o su explotación) y la clonación no han encontrado ninguna soluci ón. Sobre estas cuestiones no parece posible ni plausible, en efecto, ning ún consenso. Esta divergencia de perspectivas no descansa solamente en el hecho de que las comunidades actuales apelen a referencias axiológicas diferentes, sino que también se explica por la dimensión funcional de las normas y principios de referencia (como principios de justicia, el valor del respeto de la vida, etc.), que se aplican de manera diferente según los contextos. Además, la referencia a los valores (la justicia, la igualdad, etc.) en las instituciones revela una indeterminación fundamental, asociada al hecho de que estos valores se concretan de una manera muy diferente según las instituciones que se consideren3 .

Sin embargo, la teoría filosófica moral y política se ha esforzado en delimitar una ética común o de valores comunes. La principal motivación de esta búsqueda de unidad era la preocupación por la preservación de la paz civil, de la obediencia a las leyes y del disfrute en común de diversas formas del bien público. En el ámbito filosófico contemporáneo, Rawls, por ejemplo, considera que aun a pesar de las convicciones divergentes, ciudadanos comparten un fin común cuya importancia es prioritaria: procurar que las instituciones políticas sean justas y que la justicia se aplique a todos de manera general, tanto en aquello que concierne a lo que los ciudadanos necesitan para sí mismos como a aquello que desean para los otros4 .

Ahora bien, este “bien común” puede ser promovido por “valores comunes ”, los cuales serían entonces como un cimiento para la sociedad. Estos valores cristalizan en torno a la salvaguarda de los derechos fundamentales (aquellos incluidos en la Declaración universal de 1948), de la fidelidad a la constitución, al gobierno democrático y a la fuerza del derecho, de la defensa del pluralismo cultural y ético, pero también en torno al igualitario trato de los ciudadanos frente a la ley, de la defensa de ciertas libertades (como la libertad religiosa, por ejemplo), de la tolerancia asociada al desacuerdo en el ámbito político sobre los aspectos fundamentales de la existencia humana. El conjunto de estos valores conforma aquello que Rawls denomina una “cultura política pública”, de la que él sin embargo admite que no está consensuada pudiendo estar marcada, por el contrario, por divisiones a un nivel muy profundo (por ejemplo: la persistente controversia en torno a la mejor interpretación que pueda darse de la libertad y la igualdad5 ).

Sin embargo –y es aquí donde quisiéramos introducir una perspectiva crítica– Rawls considera que en sí mismos, estos “valores políticos predominan sobre los valores opuestos, cualesquiera que sean”6, y también que la formación política del ciudadano; dicho de otra manera, el aprendizaje de la razón pública o de la cultura política pública tiene por finalidad que los individuos reconozcan la superioridad y la prioridad de los valores políticos sobre los valores privados. Lo que está en juego será entonces comprobar esta posibilidad y, en particular, decir si la solución a los conflictos reside en la primacía de los valores de la “cultura política pública” sobre los valores privados. Pondremos en cuestión esta afirmación considerando, en primer lugar, el reparto entre valores privados y valores públicos; seguidamente, la distinción habitualmente aceptada entre esfera pública y esfera privada; y en fin, las virtualidades positivas de un desacuerdo ético asumido en un contexto de pluralismo ético irreducible.

2. ¿Primacía de los valores de la “cultura política pública” sobre los valores privados?

2.1. El imposible “consenso por solapamiento”

El liberalismo político, en particular el rawlsiano, reposa sobre el principio fundamental de que “los valores políticos expresados por los principios y los ideales de la concepción política tienen habitualmente la suficiente base como para prevalecer sobre todos aquellos otros valores que pueden entrar en conflicto con ellos”7 . La argumentación es la siguiente.

(a) En primer lugar, sería contradictorio atenerse a valores estrictamente privados en caso de divergencias éticas, pues los valores privados se encontrarían entonces “en conflicto con las condiciones mismas que hacen posible una cooperación social equitativa fundada en el respeto mutuo”8 .

Aun reconociendo que no fuera útil ni deseable considerar que los valores políticos fueran más importantes, es decir intrínsecamente más básicos que los valores privados9 , Rawls concluye que en el debate público deben prevalecer en caso de conflictos con estos últimos. Quiere así mostrar que cabe una armonía suficiente entre los valores políticos y los demás valores, en el marco de un consenso por solapamiento10 , suponiendo que se llevará a término una convergencia de las doctrinas comprensivas hacia los principios liberales de justicia11 .

(b) La primacía de los valores políticos sobre todo otro tipo de valores reposa en la noción de consenso por solapamiento. Este consenso gira en torno a la concepción política de la justicia de una sociedad. Rawls sugiere en efecto que los conflictos entre los valores políticos y los demás valores son considerablemente reducidos cuando la concepción política descansa en un consenso por solapamiento12 .

Ahora bien, esta respuesta parece insuficiente, ya que Rawls incluye en su misma formulación del problema del conflicto de los valores los términos de su resolución. La concepción política que defiende se presenta de entrada como no incompatible con valores básicamente religiosos, filosóficos o morales. Se presupone una homogeneidad lo suficientemente grande de la cultura política en las sociedades democráticas. Sin embargo, este presupuesto es intrínsecamente problemático ya que (a) nadie se siente obligado a reconocer que, en los hechos, nuestras culturas están divididas por profundas discrepancias y se puede dudar legítimamente, por esta razón, de que nuestras culturas políticas puedan sustentar un consenso por solapamiento13 . (b) Por contra, si nuestras sociedades están dotadas de una cultura lo suficientemente homogénea y si el pluralismo tiende a limitarse a doctrinas razonables –conforme a la hipótesis optimista que formula Rawls– cabe entonces preguntarse legítimamente si el pluralismo aún plantea dificultades14 . 2.2. Irreductibilidad de los valores privados

Otros muchos elementos incitan a dudar de la primacía de los valores de la cultura política pública sobre los valores privados. No solo, como veremos ulteriormente, la proclamación pública de principios considerados intangibles puede provocar un permanente rechazo social, sino que además la vida pública ofrece múltiples testimonios del hecho de que los ciudadanos no siempre otorgan una prioridad a los valores que presiden la esfera pública sobre sus convicciones personales, en el equilibrio que reflexivamente alcanzan (por ejemplo: la pena de muerte en Estados Unidos, la eutanasia, etc.).

Esta divergencia descansa en la naturaleza misma del juicio moral y de sus propiedades. Como muestra la filosofía analítica, las razones morales son razones de última instancia, que obligan a pronunciarse, a diferencia de otros tipos de consideraciones normativas (económicas, políticas o ecológicas), que esperan siempre equilibrarse entre sí. Cuando se considera que algo es justo o injusto, bueno o malo, no es, entre otras cosas, por razones morales. Cuando un juicio se le presenta a un individuo como un juicio moral bien fundado, se le presenta al mismo tiempo como un juicio del cual no hay verdaderamente porqué apartarse por razones que no sean morales15 .

Esto significa que es muy poco probable que un individuo revise una parte de sus convicciones morales desde el momento en que éstas se le presentan como propiamente morales y como expresándose en juicios bien fundados. A partir de entonces, se puede dudar legítimamente de la proba bilidad (y de la realidad) de una revisión, por parte de los individuos, de su sistema de valores, en particular bajo la forma de una sustitución de ciertos componentes de estos sistemas por otros. Asimismo, es poco probable, incluso ilegítimo, dar por hecho, como parecen creerlo Rawls o Habermas, que la argumentación propiamente política llegará a erradicar los conflictos de valores. Basta el ejemplo del derecho al aborto para convencerse de ello16 .

Sobre esta cuestión existe un profundo desacuerdo moral a propósito del cual el equilibrio entre las libertades básicas (el derecho a la vida, el derecho a opciones que afectan a su propio cuerpo) se apoya en valores conflictivos, los cuales son interpretados en términos difícilmente reconciliables17 . Adem ás, como acabamos de ver, el argumento de una prioridad necesaria de los valores de la cultura política pública sobre los valores privados en la reglamentaci ón de los conflictos éticos, reposa en un presupuesto cuestionable cuyo fermento permanente es la distinción entre las esferas de lo privado y lo público.

3. Reflexiones sobre la distinción entre los ámbitos de la política y de lo privado

3.1. Cuestionamiento de la distinción entre las esferas de lo privado y lo público

Como es bien sabido, Rawls formula de manera explícita la hipótesis según la cual “los ciudadanos tienen dos doctrinas, una comprensiva, otra política, y [...] su posición global puede ser dividida en dos partes razonablemente enlazadas”18 . Esta disociación es una consecuencia lógica de su voluntad de fundar la política, independientemente de toda concepción particular del bien, aunque Rawls la presenta como una consecuencia de la naturaleza particular de la cultura política democrática19 .

La distinción sugerida por Rawls se considera a menudo como un logro decisivo de la República, como una pieza central de los “valores republicanos ”. Sin embargo, es intrínsecamente discutible y Rawls mismo reconoce que a menudo es difícil de establecer. Este último subraya en efecto que la distinción entre lo público y lo no-público no desplaza a aquella entre lo público y lo privado, e incluso rechaza, en una nota de Political Liberalism, que exista una esfera privada en la medida en que “no hay nada que pueda llamarse razón privada”20 . Rawls subraya también, a propósito de la familia especialmente, que las actividades de la esfera no pública son, hasta un cierto punto, definidas y delimitadas por normas públicas.

Otros elementos justifican el cuestionamiento de esta distinción mal fundada e imprecisa entre la esfera privada (y los valores que la rigen) y el ámbito de lo público, en el que imperan los valores de la cultura política pública.

(i) En primer lugar, existen numerosas concepciones, incompatibles entre sí, de la extensión del dominio de “lo privado” (según se restrinja o no a la familia, según la manera en que se incluyan en él las relaciones interpersonales, etc.).

(ii) Sin pretender excluir casos muy específicos en los que la distinción entre privado y público daría lugar a juicios bien definidos, la frontera entre lo público y lo que emana de vínculos particulares permanece, en otras muchas ocasiones, bastante difusa.

(iii) Ciertas convicciones y compromisos privados tienen consecuencias en nuestro comportamiento en la esfera pública. En términos generales, no es cierto que sea fiable una distinción real entre el individuo privado, por una parte, y el ciudadano o el responsable político, por otra. Estas distinciones tienen solamente un car ácter postulatorio. Los actores sociales constituyen unidades de decisión que en vano pueden tratarse como si cada una de ellas constituyera un grupo de actores en lugar de uno solo. En este sentido, no es tan sencillo asociar los roles públicos a la neutralidad frente a tal o cual forma de compromiso.

(iv) La porosidad, en fin, de las fronteras entre lo “público” y lo “privado ” queda igualmente manifiesta cuando se consideran las opciones sociales en su complejidad. Richard Bellamy ha subrayado en este sentido las dificultades y las incertidumbres ligadas a una delimitaci ón estricta de contornos de la esfera pública, en su obra Liberalism and Pluralism. Ahora bien, estas incertidumbres sitúan en un primer plano a los conflictos entre valores considerados liberales y otros valores, en las decisiones concretas de los actores sociales. En el caso de los Versos satánicos de Salman Rushdie – o de cualquier otra prohibición de publicar bienes de cultura–, la voluntad de algunos de obligar a suspender la publicación de la obra se ha debido a la preocupación de que su identidad religiosa fuera “insultada” u “ofendida”. Por contra, no hay duda de que pocos musulmanes rebaten la idea de que la publicación de libros es legí- tima. En otros términos, se afronta un conflicto entre dos valores liberales: la libertad de expresión y las bases sociales del respeto de sí21 . Estos ejemplos muestran que, en los hechos, el “cuadro” supuestamente neutro de la razón pública y de una escena política liberal suscita importantes conflictos y justifica que se dude de la posibilidad de separar completamente estos dos dominios de la vida social. La distinción entre valores políticos públicos y valores privados se presenta así como un instrumento para reglamentar los conflictos de valores.

3.2. La retórica de un registro político superior a la moral

Si no es posible una separación neta entre las esferas públicas y privadas, ¿cabe pensar entonces que la solución debe consistir en distinguir los puntos de vista implicados en el debate público, por ejemplo un punto de vista moral o religioso por un lado, y un punto de vista público por otro?

(a) La exigencia rawlsiana de un consenso moral sobre ciertos principios fundamentales que rijan la estructura básica de la sociedad, presupone que la argumentación política es capaz de plantear argumentos con una cierta autonomía, es decir, argumentos separables de sentimientos o de razones a las que hacemos referencia en nuestras vidas personales. Esta exigencia de distinción queda relegada en el debate público ya que se considera con frecuencia que es oportuno adoptar (i) un punto de vista moral o religioso en la vida familiar (destinada a permanecer “privada”, es decir, separada de la acción pública) y (ii) otro punto de vista, político, cuando se consideran cuestiones ligadas al “bien público”.

En realidad, la cuestión de las relaciones entre moral y política en la definición de valores colectivos de justicia es más problemática de lo que parece. No se puede considerar simplemente que la política se despliega en un mundo que escapa a los valores de las personas. La retó- rica de un registro político superior a la moral debe ser reconsiderada. Importa en efecto considerar con atención la inserción política de la ética, es decir, la manera en que los individuos conciben la referencia a la ética (en este caso, la referencia a normas o a valores éticos) en el contexto de la vida pública. Las orientaciones éticas personales no pueden ser simplemente desdeñadas.

(b) Precisamente en los procesos políticos concretos, la separación entre la política y el dominio de los valores privados –y la conducta consistente, en especial para los dirigentes, en dejar a un lado sus convicciones, sobre todo cuando son morales (por ejemplo, la revisión de la llamada en Francia ley de “bioética”)– se traduce, en la práctica, en excluir del debate y la acción públicas la referencia a valores éticos personales bien definidos, incluso cuando se trata de valores laicos o universalistas. Se privilegia así, a menudo, la necesidad de “eficacia” por delante de opciones propiamente morales, incluso cuando el hecho de conferir prioridad a este tipo de valores (eficacia, neutralidad, imparcialidad) implica ya entrar en el terreno ético.

El hecho de “neutralizar” de entrada las convicciones privadas supone excluir ciertos valores (en este caso morales) del debate y privarlos de la posibilidad (de la oportunidad) de ponderar frente a otros tipos de valores. Sin embargo, no se puede negar que algunos elementos decisivos de estas convicciones personales son ampliamente comprensibles y aceptables para individuos que no comparten estas opiniones particulares. En contra de esta tendencia dominante en la vida política y pública, nuestra posición sería la de sugerir que el rol de la política sea más bien el de tomar en cuenta los valores de unos y de otros, favoreciendo compromisos útiles22 . Sin embargo no es cierto que éstos puedan y deban formularse en torno a valores (políticos) comunes, tal y como sugieren la retórica moral y política habituales.

4. De la ausencia de consenso en torno a valores comunes a la construcción de un bien común en el diálogo social

4.1. Insuficiencia de la adopción de valores comunes

a) Compartir los mismos valores, disentir en sus interpretaciones.

Aunque Rawls considera que la proclamación de “principios públicos” aceptables para todos y que ofrezcan a todos una referencia pública para el arbitrio de las diferencias se encamina hacia una garantía de la estabilidad social, no es fácil que estos principios susciten, ciertamente, un consenso ético real. Esto obedece a varias razones. (a) En efecto, aun cuando todos hubiéramos sido educados en los mismos valores –conforme a uno de los objetivos de la escuela republicana–, no podemos evitar los conflictos de interpretación que necesariamente origina la aplicación de principios muy generales y de valores muy generales (p.e., el principio del acceso a la sanidad para todos o el principio de igualdad en la atención a la salud). No basta que las personas reconozcan y compartan los mismos valores para evitar desacuerdos y tensiones a la hora de aplicarlos. (b) Asimismo, y a propósito de otros derechos y libertades que aquellos considerados fundamentales, se aprecian con frecuencia divergencias de opinión en torno a aquellos que merecerían ser reconocidos a título de derechos y libertades básicas, y que justificarían, en consecuencia, una protección legal incluso constitucional23 . (g) Permanecen los desacuerdos a propósito, en fin, de las prioridades que deban contemplarse entre valores concurrentes (p.e., el caso del velo islámico (hijab), en el que se expresa un conflicto entre la laicidad y el derecho a la religión en Francia).

b) La ambigüedad de la referencia a los grandes principios. La organización de la sociedad reposa en efecto en un conjunto de valores constitucionales básicos que, como todos los demás valores, están sujetos a interpretaciones divergentes, alimentadas por el pluralismo reinante. Tal es el caso, por ejemplo, del “derecho a la vida” o del principio de “libertad de expresión” o de disposiciones constitucionales formuladas en términos generales, formales y en consecuencia inevitablemente ambiguos. Así ciertos principios de igualdad o de eficacia llevados a la práctica por ejemplo en discusiones médicas, los cuales presentan una ambigüedad interpretativa nada desdeñable24 . A menudo existe un acuerdo a un nivel considerado “fundamental” como, por ejemplo, aquel sobre la necesidad de “tratar a la humanidad con respeto”, pero las conclusiones a las que llegan unos y otros a partir de este principio pueden parecer recíprocamente inaceptables en particular porque el acuerdo redunda en favor de experiencias subjetivas de asentimiento sin equivalencia entre un individuo y otro.

Asimismo la aplicación de normas a situaciones particulares revela a menudo la ambigüedad de estas normas. Uno de los elementos más problem áticos es precisamente la calificación de las situaciones. Así por ejemplo ciertos actos de eutanasia, considerados como homicidios por una parte de la población, se presentan como testimonios de amor a la humanidad a ojos de otras personas, cuando esta práctica se ejerce por personas gravemente imposibilitadas o enfermas y al término de sus vidas25 .

g) Las divergencias sobre la significación de las prácticas.

Así pues, una fuente primordial de disenso ético es la divergencia sobre la significación de ciertas prácticas, tal y como se ha podido constatar en la controversia suscitada en Francia por el uso del velo musulmán en el espacio público. No son los principios fundamentales de la laicidad o de la igualdad hombre/mujer los que han sido puestos en cuestión, sino la significación que unos y otros han dado a esta práctica.

Esta forma de desacuerdo (la divergencia sobre la significación de ciertas prácticas sociales) puede reconocerse en numerosos conflictos sociales y económicos, como se ha podido ver en los debates suscitados por la pornograf ía (en cuanto a saber si esta última constituye o no una práctica que transmite una imagen degradante de la mujer26 ), o en la cuestión del valor social del trabajo doméstico27 , del rol de la protección social y de la inserci ón por medio del trabajo28 .

Estos elementos instan a concluir que si debe haber una superación del desacuerdo y de las divergencias éticas, esta superación no exige un consenso por solapamiento en torno a principios, en un nivel de generalidad elevado –en la medida en que ya se ha alcanzado de sobra como en el caso del hijab–, sino que requiere más bien el logro de un compromiso entre normas concurrentes, con vistas a asegurar las bases de un reconocimiento mutuo entre los individuos afectados.

4.2. Compromiso, diálogo social y bien común

a) Del consenso al compromiso

La asunción del pluralismo ético radical que caracteriza a nuestras sociedades nos obliga a reconocer que no es posible –y quizá tampoco deseable – asegurar el acuerdo de los ciudadanos en torno a valores fundamentales29 . La imposibilidad del consenso ético que nuestros análisis atestiguan no es tan lamentable. En efecto, el mantenimiento de posiciones irreconciliables arroja aspectos positivos –pudiendo unos sustituir a los otros en virtud de los mecanismos de alternancia democrática. Asimismo, se puede considerar como algo positivo un desacuerdo asumido en la vida pública. En particular, la imposibilidad del consenso ético invita a identificar los medios institucionales del reconocimiento interpersonal e institucional de las diferencias éticas personales. Así, una solución pertinente al hecho de la irreductibilidad de los puntos de vista y de las convicciones éticas sería el intento de organizar el desacuerdo ético, de manera que los intereses razonables más débiles o que tuvieran un menor apoyo –por razones económicas o sociales, especialmente– pudieran no sólo expresarse, sino también reconocerse institucionalmente.

La organización estructurada de la expresión de los desacuerdos debe permitir ir más allá del hecho de la existencia, en el seno de la vida social, del compromiso en torno a posturas morales fundamentales. Se trataría así de desmarcarse del “consenso” en favor del “compromiso”, el cual constituye entonces una vía media entre una obediencia incondicional a las instituciones y organizaciones sociales, y el rechazo de estas últimas. Se puede en efecto admitir que ciertos valores morales, por razones contingentes, necesitan expresarse menos que otros tipos de valores, en el debate público (como en aquel sobre la pornografía). El interés en la valoración del diálogo –en detrimento de la búsqueda de consenso– radicaría igualmente en ofrecer un medio de corregir la desigualdad de los individuos frente a los riesgos de frustración de sus valores personales más profundos. De esta manera, el uso de la palabra también se garantizaría a aquellos cuyos valores, debido a la mala suerte (es decir, a razones contingentes), no coinciden con los intereses financieros y profesionales más influyentes en la sociedad (tal es el caso de la industria pornográfica).

El modelo de referencia que debería servir entonces de hilo conductor, sería la discusión orientada al compromiso, lo cual no excluye las diferencias de perspectiva30 y deja abierta la posibilidad de posteriores evoluciones y modificaciones futuras de este compromiso. Parecería entonces que una “organización del desacuerdo” respondería mejor que un improbable e imposible consenso moral a la realidad de la interacción social y política, así como a sus exigencias. La reflexión debe por tanto despejar las virtualidades positivas de un desacuerdo consciente y sostenido en un debate público contradictorio, así como los aspectos positivos del sostenimiento de posiciones irreconciliables desde el momento en que pueden relevarse unos a otros en virtud de los mecanismos de alternancia democr ática.

Bajo esta perspectiva, una cultura pacífica del diálogo y del desacuerdo resulta necesaria para promover el diálogo entre ciudadanos. Condiciones jurídicas y materiales apropiadas también son necesarias para alentar esta cultura pacífica del diálogo y del desacuerdo. Importa igualmente confiar en el potencial evolutivo, en y por el diálogo, de nuestras propias convicciones. Esta cultura supone también que entre los ciudadanos se desarrolle un sentido de la cooperación social y una empatía a propósito de grupos o de puntos de vista diferentes sobre la significación de las prácticas. El desarrollo de una mayor mezcla social y cultural en la sociedad, en las instituciones educativas y los barrios, también puede contribuir a ello. En efecto, una cultura pacífica del desacuerdo –así como una segmentación institucional (sobre una base ética) de ciertos sectores de la vida social que tendremos ocasión de mencionar aquí mismo con la llegada del 2007– favorecería la coexistencia entre ciudadanos que sostienen opiniones radicalmente divergentes sobre la estructura básica de la sociedad31 . Una cultura tal se organizar ía por ejemplo alrededor de la objeción de conciencia, del compromiso aceptado (o tolerado) –que por tanto no se espera que sea moralmente aprobado en el registro de lo bueno o de lo justo–, del cuidado de la amistad cívica32 . El reconocimiento de la irreductibilidad de oposiciones éticas sería así una etapa fundamental de la promoción de la vida pública democrática, expresándose en el respeto (de las convicciones) de cada cual.

b) Nuevas formas de bien común

Esta cultura pacífica del diálogo y del desacuerdo ofrece el marco para la construcción de un bien común en y por el diálogo social33 . La perspectiva abierta por la aceptación del desacuerdo y el respeto del pluralismo radical obliga en efecto a reconsiderar la naturaleza del bien común, alrededor del cual se agrupan los intereses de los ciudadanos. Este bien común se define menos por valores políticos liberales en referencia a los cuales se organizaría un consenso moral que por el disfrute públicamente garantizado de bienes privados. En efecto, mientras que en las democracias occidentales se constata una divergencia fundamental entre los valores personales por un lado, se observa por el otro un disfrute pacífico, en común y de manera persistente, de los bienes públicos y de la prosperidad. En consecuencia, más que la adhesión a valores políticos liberales, parece que son más bien estos bienes privados los que construyen posturas comunes. En efecto, estos bienes, que tan ampliamente se consideran hoy privados (tales como la satisfacción de necesidades de los niños y su seguridad, la salud, las alternativas a la dependencia, la promoción del bienestar de las personas), suscitan una confluencia de atención e interés entre los ciudadanos34. Se trata de formas vivas de bienes comunes, alrededor de las cuales se puede imaginar la (re)construcción de un fermento de cohesión social –más que alrededor de valores liberales– y que pueden motivar amplios proyectos de organización colectiva (en relación con la infancia o la tercera edad). Asimismo, la promoción de una cultura pacífica del diálogo y del desacuerdo llevaría a reconocer el valor de bienes comunes esenciales tales como el respeto mutuo, la concordia y el enriquecimiento recíproco en la confrontaci ón de experiencias y de proyectos éticos.

5. Conclusión

La cuestión a propósito de la que hemos emprendido esta reflexión era la de saber si los valores políticos e incluso los valores de la cultura política pública deberían (o no) prevalecer sobre aquellos de la esfera privada. El análisis ha mostrado que esta cuestión, que con frecuencia aparece en el debate público, estaba, ciertamente, planteada de una manera incorrecta e incluso de una manera nada pertinente. En efecto, la naturaleza específica de las razones morales invocadas por los agentes para el sostenimiento de sus juicios normativos (morales) constituye un sólido motivo de adhesión y de no revocación de sus convicciones morales. Es por esta razón que por respeto a un pluralismo radical como aquel en el que vivimos, no se justifica que los valores “privados” se esfumen sistemáticamente ante los valores prioritarios de la esfera pública, de los que se puede decir, al menos en parte, que son la expresión no tanto de normas universales y ampliamente aceptables como de los puntos de vista dominantes en el seno del sistema social contemporáneo. Tal es el caso, por ejemplo, de los valores del liberalismo. Lo que entonces se discute no es tanto la cuestión de los valores que se quisieran compartir universalmente como la de las interpretaciones ampliamente extendidas de valores en sí mismos muy generales e indeterminados, que sólo logran entrar en el debate público cuando éste se enfrenta a problemas precisos, bajo el prisma de una interpretación. Lo que está entonces en cuestión no es tanto valores que se quisieran universalmente compartidos, como interpretaciones habituales de valores o principios que, siendo muy generales e incluso indeterminados en sí mismos, no pueden introducirse en el debate público si no reciben una interpretación (tal es el caso de los Versos satánicos de Salman Rushdie). El marco, en fin, del análisis que opone lo privado y lo público, presentándose como una herramienta atractiva de la reflexión política, resulta en realidad frágil, y la oposición entre estos dos términos menos fundada de lo que ciertos filósofos y actores sociales quisieran creer.

Sin embargo, y como ya hemos subrayado, el desacuerdo ético no puede despreciarse desde el momento en que se sostiene en virtud de una organizaci ón social y política de la divergencia y del compromiso. La cultura pací- fica del diálogo y del desacuerdo que ello requiere conferirá realidad al respeto al pluralismo radical de nuestras sociedades, mismo que hoy simplemente se tolera sin ser realmente asumido y menos aún organizado, tanto en el interior de las instituciones como en la vida social. Esta perspectiva sobre el pluralismo y el desacuerdo éticos obliga correlativamente a reconsiderar las funciones de la política. En efecto, ésta tiene por función menos la de conseguir un consenso moral sobre cuestiones políticas y sociales o sobre valores comunes, que la de instituir procedimientos que permitan escapar a los daños inducidos por la vida en común, de asegurar el disfrute de los beneficios de esta última y de contribuir al “arte de vivir en conjunto”.


Traducción del francés de Antolín Sánchez Cuervo, Investigador en el Instituto de Filosofía, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS), Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España (CSIC).

1 Así por ejemplo, el trato político a las sectas en Francia. Los adeptos a la Iglesia de la cienciología, por ejemplo, rechazan el trato que se les ha dispensado, mientras que otros franceses aprueban este trato en nombre de la libertad religiosa bien entendida y de la protección de las personas.

2 Véase por ejemplo H. Sakamoto, “A Challenge to the Concepts of Human Rights and Human Dignity from the Philosophical Viewpoint of Global Bioethics”, Journal international de bioéthique, 13, n°2 (2002), pp. 23-30.

3 Véase PASCAL, “Pensées”, in Œuvres complètes, París, Pléiade, Gallimard, 1998, p. 150.

4 J. Rawls, Liberalismo político, Barcelona, Critica, 2004, p. 182, nota.

5J. Rawls, Liberalismo politico, p. 10.

6 J. Rawls, Liberalismo politico, p. 195.

7 J. Rawls, Liberalismo politico, p. 176 y 197.

8 J. Rawls, Liberalismo político, p. 198.

9 J. Rawls, Liberalismo político, p. 198.

10 Véase J. Rawls, Liberalismo político, p. 198, 201.

11J. Rawls, Liberalismo político, p. 201.

12 J. Rawls, Liberalismo político, p. 198.

13 H. Pourtois, “Du désaccord moral à la délibération publique. L’apport de la théorie de la reconnaissance”, DOCH n°142, Lovaina-la-Nueva, Chaire Hoover d’éthique économique et sociale.

14 Véase D.Weinstock (2000), “Démocratie et délibération”, Archives de philosophie, 63/3, 2000, pp. 405-421. Rawls tiende a “trivializar” la causa de estos desacuerdos.

15 Véase E. Picavet, “L’inégalité face aux principes publics”, Humanistyka i przyrodoznawstwo, Olsztyn, 12 (2006), pp. 25-44. Pensemos simplemente en los debates sobre el derecho al aborto.

16 Igualmente cabría referirse a la eutanasia o a la utilización de las células madre embrionarias por la investigación genética.

17 R. Bellamy, Liberalism and Pluralism. Towards a Politics of Compromise, Londres & New York, Routledge, 1999, p. 58.

18 J. Rawls, Liberalismo político, p. 178.

19 J. Rawls, Liberalismo político, p. 9.

20 Véase J. Rawls, Liberalismo político, p. 268, nota.

21 Cabe asimismo mencionar la referencia a las bases sociales del respeto de sí cuando se evoca el ejemplo de la prostitución.

22 Pensemos en aquellas medidas que permiten instituir tales compromisos en el marco de los establecimientos públicos.

23 Véase J. Rawls, Liberalismo político, p. 199.

24 Véase E. Picavet y C. Guibet Lafaye, “Confiance et adaptation de principes généraux. Le cas de l’équité dans l’accès aux soins”, in P.-Y. Quiviger y T. Martin (dir.), Action médicale et confiance, Presses Universitaires de Franche-Comté, 2007, pp. 37-66.

25 Asimismo, la clonación es descrita como una violación de la dignidad del ser humano por algunos, y por otros como una esperanza científica sin igual para las parejas estériles (especialmente para las homosexuales).

26 Sobre estas divergencias, véase R. Ogien, Penser la pornographie, París, PUF, 2003, yM. Marzano, La pornographie ou l’épuisement du désir, París, Buchet-Chastel, 2003.

27 A. Krebs, Arbeit und Liebe, Frankfurt a.M., Surhkamp, 2001.

28 M. de Nanteuil-Miribel y H. Pourtois (2004), “L’Etat social actif : une réponse au défi de l’intégration par le travail ?”, DOCH, n° 137, Lovaina-la-Nueva, Chaire Hoover d’éthique économique et sociale.

29 Hemos constatado, en efecto, que ningún valor moral asegura la cohesión social.

30 Tanto más cuanto estas divergencias éticas se fundan en buenas razones, comprensibles por todos.

31Esta cultura permitiría también, de manera complementaria, la expresión equitativa de las convicciones de cada uno.

32 Esta actitud supone por ejemplo que se tome en cuenta el punto de vista de otro en el momento de tomar uno mismo sus propias decisiones, incluso cuando uno mismo tendría razones personales para pensar que su propia conducta es justa.

33 Véase C. Arnsperger, “Le bien commun comme compromis social: deux conceptions de la négociation politique”, Ethique publique (Canada), 6 (1) (2004), pp. 79-87.

34 Véase E. Picavet, “Biens communs, valeurs privées et fragilité de l’Etat de droit”, in Ethique Publique, vol. 6, n° 1, pp. 87-100.


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