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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.27 Cali July/Dec. 2008

 

LA CONFIGURACIÓN DE LA IDENTIDAD CIUDADANA EN UN CONTEXTO MULTICULTURAL*

The configuration of the citizen identity in a multicultural context

Francisco Javier Miranda

IES Benjamín de Tudela (Navarra)

* Recibido Marzo de 2008; aprobado Julio de 2008.


RESUMEN

Frente a los dos extremos representados por una concepción naturalizada y prepolítica de la identidad ciudadana, particularista y excluyente, y otra universalista e inclusiva, pero en extremo abstracta, definida de forma contractualista y en términos jurídico-políticos, democráticos, este artículo presenta, sobre la base de una defensa moral de la cultura como contexto de libertad, la propuesta de Jürgen Habermas, según la cual, las formas y los procedimientos del Estado constitucional junto con el modo democrático de legitimaci ón producen un nuevo nivel de integración y cohesión social. Profundizando en una concepción republicana de la democracia, su propuesta permite integrar la diversidad cultural sin que sea necesario reconocer los derechos colectivos reivindicados desde posiciones multiculturalistas, y constituye al mismo tiempo una vía democrática de articulación de los ideales morales universalistas y la realidad particular de las comunidades políticas occidentales.

Palabras clave: multiculturalidad, integración, ciudadanía, libertad, democracia deliberativa.


ABSTRACT

As alternative to two conceptions of citizenship, on the one hand, a naturalized and pre-political conception of citizen identity –particularistic and exclusive –, and, on the other hand, another universalistic and inclusive conception, extremely abstract, defined in a contractualistic way and in juridicalpolitical terms; this paper presents, based on a moral defense of culture like a context of freedom, the proposal of Jürgen Habermas, according to which both the procedures of the constitutional State and the democratic way of legitimization produce a new level of integration and social cohesion. Furthering a republican conception of democracy, Habermas’s proposal helps integrate cultural diversity without recognizing the group rights that certain multiculturalist authors demand. At the same time, it also represents a democratic way of drawing together universalistic moral ideals and the particular realities of the western political communities.

Keywords: multiculturality, integration, citizenship, freedom, deliberative democracy.


1. Introducción

La ciudadanía se ha configurado a través de la creación de los modernos Estados-nación y a través de las revoluciones liberales y socialistas en un sentido universalista e inclusivo, en un sentido democrático, construida sobre la base de la igual condición humana de todos los hombres y sobre su igual dignidad. Así al menos ha sido en la tradición republicana de Francia, en la que la ciudadanía se definía en términos abstractos, de acuerdo con conceptos morales y políticos como la libertad, la igualdad, la fraternidad, la democracia o los derechos individuales. Por el contrario, en la tradición romántica alemana, la ciudadanía se definió históricamente en términos étnicos, apelando a elementos de naturaleza concreta y específica como la etnia, la lengua, la historia o la tradición. En realidad se trata de dos vertientes inseparables de la ciudadanía, pues si la comunidad política en función de la cual se define la ciudadanía entendida como estatus de pertenencia puede comprenderse así misma en términos democráticos y universalistas, no puede dejar de estar incardinada en un espacio y tiempo particulares dentro de un contexto social, político y económico en competencia y cooperaci ón con otras comunidades políticas particulares, y comprometida por tanto con una lengua, historia, cultura y sociedad concretas. De modo que como muy acertadamente explica Seyla Benhabib (Cfr. [2005], 22-23), en las comunidades políticas liberal-democráticas se da una tensión entre el universalismo moral y el particularismo ético, entre su compromiso con la democracia y los derechos humanos y sus vínculos con una particular tradici ón cultural.

Partiendo de este planteamiento o de esta comprensión de la ciudadanía, me propongo apuntar en este trabajo algunas ideas orientativas sobre cómo afectan los actuales procesos de multiculturalidad (la inmigración y los nacionalismos periféricos en el caso de España) que están erosionando y cuestionando la supuesta homogeneidad de las comunidades políticas occidentales, a la configuración de la identidad ciudadana.

Cuando hablamos de multiculturalidad nos estamos refiriendo a la convivencia de personas de diferente procedencia cultural, bien sea lingüística, étnica o religiosa, en una misma sociedad. Pueden clasificarse, siguiendo en este punto a Kymlicka (Cfr., Kymlicka [1996]), en minorías étnicas y minor ías nacionales. En el primer caso se trata de población inmigrante que suele estar diseminada por todo el territorio de la comunidad política mayoritaria, mientras que en el segundo caso se trata de un conjunto de población concentrado territorialmente consciente de su diferencia nacional que tradicionalmente ha contado con instituciones y cierto grado de autogobierno y que en la actualidad reclama un mayor grado de autogobierno o la independencia total.

Desde un principio pueden esbozarse dos posturas extremas e igualmente rechazables pero que conceptualmente pueden ayudarnos a delimitar el marco y los puntos de referencia de los debates públicos y académicos asociados a la definición de la ciudadanía en contextos multiculturales.

En un extremo podríamos encontrar quienes pretenden definir la ciudadan ía en términos estrictamente nacionales, entendida la nación meramente como una particular comunidad de cultura. Desde este punto de vista la ciudadanía se convertiría en un claro elemento de exclusión, plantearía problemas relativos a la legitimidad y a la validez científica del sujeto y el modo de definición de dicha identidad (Cfr., Habermas [1989]) y se convertiría inevitablemente en una fuente de conflictos que socavaría permanentemente la convivencia, la cohesión y el vigor cívico de la comunidad de ciudadanos al producir la idea de que existen dos tipos de ciudadanos, unos auténticos, verdaderos, de primera clase y otros a regañadientes o generosamente consentidos pero de segunda clase. La ciudadanía así entendida vendría a utilizarse para justificar un trato desigual en el reparto y disfrute de los bienes de la comunidad política, es decir, en los debates sobre la justicia en la comunidad política.

En el otro extremo encontraríamos la posición de quienes ignoran el cariz particular de toda identidad ciudadana, poniendo así en peligro la cohesi ón y la integridad de la comunidad política. En muchos casos lo hacen desde posiciones utópicas o idealistas en la línea del cosmopolitismo o el ideal democrático, respondiendo a intuiciones acertadas pero con un grave desconocimiento de la realidad empírica.

Entre estos dos extremos, queremos plantear una posición más sensata que atiende por un lado a los ideales de justicia y democracia pero que se preocupa también por cuestiones prácticas como la integridad, la gobernabilidad o la convivencia de las comunidades políticas concretas. Una posición en suma que intenta hacer justicia a los ideales morales universalistas pero de una forma responsable.

Esta posición contribuye por tanto a una reconfiguración de la identidad ciudadana, tanto en su vertiente cultural –la identidad nacional– como en su vertiente jurídico-política –la identidad cívica–, que redunda al mismo tiempo en el florecimiento de una cultura común multicultural y en el fortalecimiento de una cultura cívica imprescindibles para garantizar el sentido de pertenencia y la cohesión de la sociedad, en suma, la integración política y cultural.

2. La cultura como contexto de identidad y de libertad

La consideración de la identidad o su entrada a un primer plano de los debates públicos y académicos sobre filosofía moral y política se debe fundamentalmente a la realidad de la discriminación que sufren o han sufrido ciertas personas o culturas en función de ciertos rasgos identitarios de naturaleza adscriptiva como el color de la piel o la sexualidad, o cuasiadscriptivos como la religión (que si bien puede abandonarse o cambiarse a voluntad, está íntima y estrechamente vinculada a la imagen que tenemos de nosotros mismos). Esta situación de injusticia ha dado lugar a una serie de debates cuestionando la neutralidad, imparcialidad, objetividad, justicia, verdad o racionalidad de la cultura mayoritaria y dominante que producía esta situación de discriminación e injusticia. Estos debates se han traducido por una parte en un atrincheramiento de las minorías discriminadas en torno a una supuesta identidad diferente y vulnerada y, por otra, en una reacción autocrítica en el seno de la cultura mayoritaria y dominante por parte de ciertas personas conscientes de la responsabilidad y culpa de su propia cultura.

En este trabajo partimos de una opción moral que prioriza la libertad entendida como autonomía individual frente a la identidad. La cuestión de la identidad nos merece el máximo respeto y consideración, pero en último término la consideramos secundaria frente a nuestra preocupación por la libertad. Plantear el problema de la discriminación exclusivamente en términos de identidad y de la retórica de la autenticidad vinculada a los discursos de la identidad, como hace cierto multiculturalismo relativista, en vez de hacerlo en el marco teórico perfilado por conceptos como la libertad, la racionalidad y la autonomía, conlleva el peligro de que ese discurso pueda tergiversarse fácilmente hacia justificaciones de conductas irracionales o arbitrarias impulsadas de facto por una voluntad de poder ajena a cualquier criterio ético o moral.

El propio término “autenticidad” dentro de los discursos morales resulta equívoco y quizá un análisis detenido de su uso y significado pueda poner de manifiesto su radical vinculación con los conceptos antes mencionados: libertad, racionalidad y autonomía.

Sin duda la retórica de la autenticidad, de la originalidad y de la autorrealizaci ón responde a una experiencia particular muy propia de la adolescencia o primera juventud: la conciencia o el descubrimiento de quiénes somos o de cómo somos realmente frente a ese primer yo desdibujado, producto en gran medida acrítico de nuestro contexto e interacciones sociales. El descubrimiento feliz y asombroso de nuestra subjetividad, de nuestro yo, de que tenemos una voz interior que a pesar de todo es irreductible a las presiones de la sociedad, el descubrimiento de esa voz, de esa conciencia individual, frágil pero nuestra, que con sacrificio y esfuerzo podemos hacer crecer y fortalecer hasta configurarnos como seres profunda y poderosamente individuales, libres y capaces de actuar con autonomía, señores de nosotros mismos. Para ser uno mismo, sin embargo, lo primero que necesitamos es ser libres y pensar críticamente, de modo que podamos actuar con autonom ía, lo cual está inevitablemente ligado al ejercicio de la razón, aunque se entienda ésta de un modo plural.

León Olivé (Cfr., Olivé [1999], 198), por ejemplo, habla de la autenticidad como si fuese una cualidad o propiedad relativa en la que pueden establecerse grados, cuando en realidad se trata de un predicado absoluto que sólo puede afirmarse o negarse de una cosa en términos absolutos, es decir, o algo es auténtico o no lo es, y no hay término medio ni grados de autenticidad. De hecho, la autenticidad referida a la realidad objetiva equivale en términos gnoseológicos o epistemológicos a la verdad ontológica que por oposición a la verdad epistemológica (la cual se predica del conocimiento sobre la realidad) se dice o se aplica a la propia realidad para distinguir la realidad que verdaderamente existe de aquella que no es o no existe pero que nos parece ser o existir, como un espejismo o un traidor disfrazado de amigo, que verdaderamente no son más que pura apariencia.

El análisis de este uso del término “autenticidad” revela su ineptitud para ser aplicado a la identidad de los seres humanos o de las culturas, ya que en estos casos la identidad no es una realidad definitiva, cerrada, sino que está abierta, sujeta al cambio, a la negociación, a la modificación, a la alteración por aprendizaje, por competencia, por contraste, etc. En el caso de la identidad de los individuos o de las culturas, el término autenticidad podría aplicarse a un caso particular, inicial y negativo: cuando una persona o una cultura están alienadas, oprimidas y no tienen libertad, capacidad crítica para liberarse y actuar de forma autónoma, conforme a sus propios criterios y razones o cuando actúa sin ser consciente de sí misma. En estos casos podríamos decir que la identidad de la persona o la cultura en cuestión no es auténtica, pero una vez que se liberasen o en el caso de personas y culturas que disfrutan de una saludable situación de libertad y autonomía no tendría sentido hablar de autenticidad, porque esa identidad es algo que cambia y se reconstruye, que se reinterpreta permanentemente. A veces quienes hablan de autenticidad en vez de hacerlo simplemente de libertad y autonomía pretenden convertir o presentar esa identidad como algo definitivo y cerrado para a continuación granjearse un plus de verdad o de justificación para sus posiciones, tesis o intereses manipulando subrepticiamente la afectividad o el amor propio de las personas o culturas cuya supuesta identidad está en entredicho.

3. El valor moral de la diversidad cultural

En un primer sentido elemental y empíricamente contrastable y entendido el término en el más amplio de sus significados, es decir, como un conjunto de costumbres, hábitos o estilos de vida (lo que nos permite hablar de diversidad cultural incluso en el seno de una misma sociedad o comunidad de lengua, historia y tradición), la diversidad de culturas implica un enriquecimiento moral. Basta con pensar en el caso de generaciones nacidas y criadas en zonas rurales que amplían su visión sobre las posibles formas de vida humana al instalarse en las ciudades en busca de un mayor progreso y bienestar material. Nos estamos refiriendo a la cultura en un sentido meramente externo o material (modas en el atuendo, p. e.), pero también interno o simbólico (una mayor laxitud en los códigos sociales que determinan los comportamientos moralmente censurables, por ejemplo.). Desde una perspectiva moral podríamos destacar dentro de ese aprendizaje o enriquecimiento moral su visión plural de la vida humana y la intuición de la contingencia o indeterminación de las formas de vida, así como la idea de que la comunidad no tiene por qué sofocar o prevalecer sobre el individuo, sino que éste puede disfrutar de un gran margen de autonomía siempre que respete los derechos de los demás y no interfiera indebidamente en su campo de acción. En este primer sentido, pues, existe una conexión positiva entre cultura, diversidad y moralidad que se traduce en una ganancia en libertad y autonomía para el individuo.

Nos hemos referido al contraste entre la vida rural y la urbana que se daba en el siglo XX sobre todo antes de la revolución de los medios de comunicación, pero igualmente podríamos haber recurrido para ilustrar esta misma idea a la imagen de la persona que viaja y conoce otros países de diferente religión, lengua y cultura o incluso a esa otra forma de viaje o cambio pero permaneciendo en el mismo lugar que es la educación (un viaje del espíritu a través de la historia, la literatura o la filosofía gracias al cual podemos conocer otros mundos y otras vidas). En los tres casos el resultado es el mismo, a saber, el conocimiento de que las cosas no tienen que ser necesariamente como son sino que dependen en gran medida de la libertad humana y las circunstancias particulares y contingentes que la rodean.

4. Una propuesta alternativa: política deliberativa y lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho según Habermas

La tesis que defendemos en este trabajo es que constituye una afrenta y una humillación al amor propio de las minorías étnicas y nacionales que viven en el seno de una comunidad mayoritaria negarles la oportunidad (si así lo desean) de conservar su identidad particular. Esto es así porque la dignidad personal no está sólo sujeta a la condición moral de los individuos sino también a su identidad cultural, que no es otra cosa que lo que constituye su propio ser, su memoria, su fibra cultural y moral.

Ahora bien, igual consideración y respeto merece la identidad de la comunidad mayoritaria (aunque no se encuentre en una posición de debilidad), su valor y su realidad consolidada a lo largo de cientos de años, su incalculable valor para los individuos en cuanto que contribuye a crear y fortalecer un contexto de libertad, justicia y solidaridad.

De acuerdo con estos dos extremos, deben ser rechazadas por principio todas las posiciones radicales y beligerantes que pretendan tener un efecto disgregador o destructivo y que conviertan para ello a la identidad en un arma arrojadiza. El principio que debe orientar el gobierno de las sociedades multiculturales será por tanto la búsqueda de la armonía y la buena convivencia, para lo cual ambas partes tendrán que ceder algo. La comunidad mayoritaria porque las políticas asimilacionistas no consiguen la integración de la pluralidad cultural, por el contrario pueden provocar un efecto contrario, a saber, el atrincheramiento de las minorías en su particularidad cultural, y las minorías porque de lo contrario no podrían integrarse plenamente en la sociedad mayoritaria y porque de hecho es inevitable. En el caso de los inmigrantes que forman parte de esas minorías, porque, dado que por las razones que sean (normalmente la búsqueda de mejores perspectivas vitales y de un mayor bienestar material) han abandonado sus lugares de origen (lo que supone capacidad para afrontar una vida diferente), se les supone bien dispuestos a aprender y a modificar ciertos aspectos de su vida, y porque además esto es posible sin traumatismos y sin atentar contra su identidad.

Esto no significa que defendamos un derecho a conservar la identidad cultural en un estado prístino e inmaculado a toda costa (lo cual, por otra parte, no deja de ser una falsedad manifiesta y una ficción imposible de corroborar empíricamente). La tesis que defendemos en este trabajo es que a todos los individuos se les debe garantizar los derechos que sean necesarios para que tengan la oportunidad (si así lo desean) de conservar ciertos aspectos de su identidad, de ganarse el respeto y la consideración de la sociedad en la que viven y a tener voz y poder contribuir así a la vida cultural y política de dicha sociedad, participando activamente junto al resto de los agentes sociales en la particular autocomprensión de esa sociedad como comunidad política y cultural.

Como apunta Marco Martiniello (Cfr., Martiniello [2004], 5), el debate debe versar acerca de cuál es el modelo de sociedad multicultural que se adapta a la historia y población de cada sociedad y que permite, en consecuencia, reconciliar la diversidad cultural y de identidades con la necesaria cohesión social, económica y política, así como con el respeto de la democracia y los derechos humanos. La defensa de los valores de la democracia deliberativa y constitucional es precisamente la que orienta los argumentos que ofrece Habermas contra el reconocimiento de derechos colectivos que reclaman ciertas versiones del multiculturalismo.

Las sociedades multiculturales sólo pueden seguir cohesionadas por medio de una cultura política si la democracia no se presenta sólo con la forma liberal de los derechos de libertad y de participación política, sino también por medio del disfrute profano de los derechos sociales y culturales (Cfr., Habermas [1999], 95). La ciudadanía democrática desplegará una fuerza integradora, es decir, creará solidaridad entre extraños, si se hace valer como un mecanismo con el que se realicen de facto los presupuestos para la existencia de las formas de vida deseadas.

Gracias a sus propiedades procedimentales, el proceso democrático garantiza la legitimidad, por ello puede sustituir, cuando resulta necesario, las carencias de la integración social. En la medida en que asegura simétricamente el valor de uso de las libertades subjetivas cuida de que no se desgarre la red de la solidaridad ciudadana (Ibíd., 116). Esta posición inclusiva y abierta de la “integración política” explica también por qué Habermas no comparte las propuestas que defienden la institucionalización de derechos colectivos con el fin de asegurar la coexistencia de distintas subculturas en un mismo Estado en igualdad de condiciones. No las comparte porque sostiene que los titulares de los derechos a la pertenencia cultural son los seres humanos, los cuales son individuales, y no los grupos o las comunidades. Las tradiciones culturales y las formas de vida, concebidas colectivamente, se reproducen si logran “convencer” a quienes se integran en ellas y las graban en sus estructuras de personalidad (Ibíd., 210). Por tanto, los que deben decidir si conservan o no su lengua y su herencia cultural son los miembros del grupo. Y para esto basta que vean reconocidos sus derechos fundamentales por parte del Estado. Pero éste, desde un punto de vista cultural, debe permanecer neutral y asumir sólo el papel de garante del pluralismo cultural.

Habermas está convencido de que el proceso democrático mismo puede asumir la responsabilidad de impulsar la integración social de una sociedad cada vez más diferenciada y piensa que en sociedades pluralistas esta carga no puede ser desplazada del plano de la formación de la voluntad política y de la comunicación pública al substrato cultural aparentemente natural de un pueblo presuntamente homogéneo.

Es cierto que históricamente se dio una “simbiosis entre nacionalismo y republicanismo” (Ibíd., 110), es decir, la conciencia nacional contribuyó decisivamente a la conversión de los súbditos en ciudadanos políticamente conscientes que se identificaban con la constitución de la república y sus metas declaradas. Pero el nacionalismo, a pesar de este papel catalizador, no es ningún presupuesto necesario para un proceso democrático. Como apunta Habermas, “la progresiva inclusión de la población en el status de ciudadano abre para el Estado no sólo una nueva fuente secular de legitimaci ón”, sino que “genera a un tiempo el nuevo plano de una integración social abstracta mediada por el derecho” (Ibíd., 111).

Las sociedades cultural y cosmovisionalmente pluralistas nos hacen conscientes de esta destacada cuestión normativa. La autocomprensión multicultural de la nación de ciudadanos configurada en los países de inmigración clásica como los Estados Unidos resulta en este sentido más instructiva que el modelo francés de asimilación cultural. Si en el interior de la misma comunidad política democrática han de coexistir y convivir diversas formas de vida cultural, religiosa y étnica, entonces la cultura mayoritaria debe estar suficientemente desvinculada de su tradicional fusión –explicable históricamente – con la cultura política compartida por todos los ciudadanos.

La legitimidad democrática de un Estado no requiere necesariamente una homogeneidad del pueblo que forma ese Estado. Desde una posición inscrita en la tradición del republicanismo, Habermas defiende la idea de que las formas y los procedimientos del Estado constitucional junto con el modo democrático de legitimación producen un nuevo nivel de cohesión social. La ciudadanía democrática establece una solidaridad entre extraños comparativamente abstracta y, en cualquier caso, mediada jurídicamente; y este modo de integración social que surge por primera vez con el Estado nacional se lleva a cabo mediante la forma propia de un contexto comunicativo. Esto depende, ciertamente, de la satisfacción de importantes requisitos funcionales que no cabe realizar fácilmente por medios administrativos. A éstos pertenecen las condiciones bajo las cuales puede configurarse y reproducirse comunicativamente una autocomprensión ético-política de los ciudadanos, pero de ningún modo una identidad colectiva independiente del propio proceso democrático y en este sentido existente con anterioridad a dicho proceso. “Lo que une a una nación de ciudadanos –en contraposición a una nación étnica– no es un substrato previo, sino un contexto compartido intersubjetivamente de entendimiento posible” (Ibíd., 141).

En realidad, de la sustancialización que el nacionalismo hace del pueblo del Estado se sigue como derivación conceptual una concepción existencialista del proceso de decisión democrático (Ibídem, 114). El nacionalismo concibe la formación de la voluntad política como la autoafirmación de un pueblo. De este modo se produce la separación de la democracia y el Estado de derecho: como la voluntad política que indica el camino no tiene ning ún contenido normativo racional y se agota más bien en el contenido expresivo de un espíritu del pueblo naturalizado, tampoco necesita proceder de la discusión pública. Una vez desvinculada de cualesquiera parámetros de racionalidad, “la autenticidad de la voluntad del popular se testimonia únicamente en el cumplimiento plebiscitario de la manifestación de la voluntad de una masa popular reunida en acto” (Ibíd., 114).

En la tradición del republicanismo seguida por Habermas, sin embargo, “pueblo” y “nación” son conceptos intercambiables para una comunidad civil cooriginaria con su comunidad pública democrática. El pueblo no vale como hecho prepolítico, sino como producto del contrato social. En tanto que los participantes se deciden en común a hacer uso de su derecho originario a “vivir bajo las leyes reguladoras de las libertades públicas” forman una asociación de miembros libres e iguales de una comunidad de derecho. La decisión de vivir en libertad política es equivalente a la iniciativa a favor de una praxis constitucional. Con ello, y a diferencia de lo que ocurre con el nacionalismo, la soberanía y los derechos humanos, democracia y Estado de derecho se entrelazan. La decisión inicial por una autolegislación democrá- tica sólo puede llevarse a cabo, así, por la vía de la realización de aquellos derechos que los mismos interesados tienen que reconocerse mutuamente si quieren regular legítimamente su convivencia con los medios del derecho positivo. Ello exige, a su vez, un procedimiento para el dictado de las leyes que garantice a largo plazo la legitimidad que plantea la elaboración del sistema de derechos. Según la fórmula de Rousseau todos tienen que decidirse igualmente sobre todo. Los derechos básicos surgen, pues, de la idea de la institucionalización jurídica de un tal procedimiento de autolegislación democrática.

Esta idea procedimentalista de soberanía popular convierte en un sin sentido la exigencia de acoplar retrospectivamente la formación política de la voluntad con el a priori sustantivo de un consenso prepolítico originado en el pasado entre miembros de un pueblo homogeneizado. No es necesario un consenso de fondo previo y asegurado por la homogeneidad cultural, porque la formación de la opinión y la voluntad estructurada democráticamente posibilita un acuerdo normativo racional también entre extraños. Gracias a sus propiedades procedimentales, el proceso democrático garantiza la legitimidad, por ello puede sustituir, cuando resulta necesario, las carencias de la integración social. En la medida en que asegura simétricamente el valor de uso de las libertades subjetivas cuida de que no se desgarre la red de solidaridad ciudadana.

Desde esta perspectiva, la autocomprensión ético-política de los ciudadanos de una comunidad democrática no se presenta como la condición histórico-cultural que posibilita la formación democrática de la voluntad, sino como un flujo en un proceso circular que se pone en marcha mediante la institucionalización jurídica de la comunicación ciudadana. Así es exactamente como se formaron en la Europa moderna las identidades nacionales.

Por otra parte, este contexto de solidaridad, forjado políticamente, entre ciudadanos que a pesar de ser extraños deberían sentirse responsables unos de otros, se representa como un contexto comunicativo con algunas condiciones previas. Fundamentalmente, exige un espacio público (Ibíd., 142) que posibilite a los ciudadanos adoptar simultáneamente posiciones sobre los mismos temas de igual relevancia. Este espacio público –no deformado, ni ocupado desde dentro ni desde fuera– tiene que estar insertado en el contexto de una cultura política liberal y estar apoyado por la red de asociaciones voluntarias de una sociedad civil. A través de ella tienen que poder fluir las experiencias socialmente relevantes de los ámbitos de vida privada (que permanecen intactos), de modo que allí puedan ser reelaborados como temas susceptibles de tratamiento público. Los partidos políticos –no estatalizados – tienen que permanecer arraigados en este contexto hasta el punto de que puedan mediar entre, por un lado, los ámbitos de la comunicación pública informal y, por otro lado, los procesos institucionalizados de deliberaci ón y decisión.

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