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Praxis Filosófica

versión impresa ISSN 0120-4688versión On-line ISSN 2389-9387

Prax. filos.  n.29 Cali jul./dic. 2009

 

RESEÑA


FRANCIS S. COLLINS*

¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe
Planeta, Bogotá, 2008, 315 pp.

Ramiro Ceballos Melguizo
Universidad de Pamplona


El Dr. Francis S. Collins, sucesor de Jim Watson en la dirección del famoso proyecto Genoma Humano, actualmente dirige el NIH (Instituto Nacional para la investigación del genoma humano) y es miembro del Instituto de Medicina y de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos de América.

El título original del texto que reseñaremos es The language of God. Se trata de una obra que combina, en un lenguaje sencillo y nada pretencioso, la autobiografía intelectual, la confesión de fe y la divulgación científica. No creo que pertenezca a la lista de títulos que vayan, como dirían en España, a por el Templeton, premio conocido y jugoso que concede la fundación del mismo nombre a las obras (no sólo a libros, creo) que representen una valiosa contribución a la religión. Sin embargo, el libro centra sus mejores esfuerzos en una defensa de lo que el autor denomina Biologos, una propuesta para armonizar las visiones científicas con los principios de la fe cristiana.

¿Cómo habla Dios? se sitúa en el contexto de las disputas intelectuales en torno a la compatibilidad o no entre la ciencia y la fe, las cuales tienen un carácter de marcada controversia pública en la Norteamérica de hoy día. Collins es un científico de renombre que defiende la racionalidad de la creencia en Dios, en un Dios personal al estilo cristiano, y al mismo tiempo defiende el valor de la ciencia como único modo de acceso a una descripción y explicación verdaderas de la naturaleza.

La obra se desarrolla en 3 partes: en la primera el autor relata su infancia y los años de formación académica, hasta cuando se convierte en un médico profesional adscrito a la escuela de medicina de la Universidad de Carolina del Norte. Este relato autobiográfico, no excento de cierto dramatismo que Collins minimiza con gran tacto, dice pretender mostrarnos cómo el autor llegó a adoptar la fe sin que haya sido determinante en ello el adoctrinamiento infantil. Otro elemento de esta primera parte lo constituye la discusión de algunos obstáculos filosóficos que el autor dice haber superado antes de adoptar la fe y que son tomados de las obras de C.S. Lewis. Estos argumentos pretenden rebatir cuatro dudas recurrentes a la hora de admitir a Dios: que acaso sea una ilusión, una proyección desiderativa; que las religiones han sido y son agencias del mal y de hipocresías; que un Dios amoroso tolera muy mal las lacras de este mundo suyo: el mal físico y el mal moral; por último, el problema de la admisibilidad de los milagros: ¿Cómo una persona racional ha de admitir hechos irracionales?

La segunda parte aborda la cuestión de los límites de la ciencia de cara a tres preguntas fundamentales que son motivo de interés existencial y fronteras de la investigación. Ellas son: el origen del universo, el advenimiento de la vida en la tierra y la naturaleza del mecanismo evolutivo develado por la moderna investigación genética.

La cosmología moderna condujo las pesquisas hasta un primer origen inexplicable del mundo: el Big bang. Piensa el autor que en este punto se precisa una explicación divina, pues la ciencia nos obliga a pensar un origen definido de la naturaleza y nos coloca ante el dilema de una autocreación de la nada o de un origen sobrenatural. Collins colige que es más racional esta última opción. En lo atinente al origen de la vida en la tierra, las ciencias de la vida se enfrentan a otra frontera misteriosa: no se ha dado solución científica al problema de cómo surgió la capacidad de alguna molécula primordial para hacer réplicas de sí misma y la complejidad y diversidad de formas orgánicas subsecuentes. En este punto el autor es menos explícito con respecto a la invocación de un Dios Creador. Sin embargo, deja entrever que, aunque el origen de la vida a partir de la materia inanimada pudiera no ser un enigma absoluto para la ciencia como parece ser el del antes del Big bang, de todos modos Dios estaría tras el milagro de la vida, con iguales derechos creativos que tras el origen del mundo en una colosal explosión. En cuanto a los descubrimientos de la genética moderna, estos constituyen un modo de descifrar el mecanismo por el cual "Dios dictó vida al ser" (p.136). Es decir, toda la evidencia que nos proporciona la investigación científica del genoma permite develar los pasos causales por los cuales opera el continuo natural de las especies, incluidos los humanos. Esto libera a Dios de los actos especiales de creación, sin excluirlo totalmente del proceso. En conclusión, Dios no queda depuesto como creador porque se develen los mecanismos de la vida, particularmente el código genético, develamiento que da soporte evidencial a las tesis darwinistas de una unidad de los seres vivos en cuanto a su naturaleza y en cuanto a su origen en un ancestro común. Esta segunda parte conduciría a la conclusión de que la evolución es un hecho irrebatible que no cuestiona, sin embargo, la idea de un Dios creador. Sólo de él podemos derivar además los atributos humanos que la ciencia no nos explica, especialmente estos dos: la presencia en nosotros del sentido moral (la conciencia de lo correcto e incorrecto) y nuestro afán por hallar a Dios como fuente de sentido.

La tercera parte constituye la entrada en el debate actual entre la ciencia y la fe. Este se viene produciendo casi exclusivamente en el terreno de las ciencias biológicas y específicamente en lo que se consideran las incompatibilidades entre teoría evolutiva darwiniana y fe (Fe cristiana para más señas). El autor parte de la evocación de la controversia del copernicanismo enfrentado a los argumentos teológicos de la iglesia. Este debate se saldó a favor de las evidencias científicas y dejó mal paradas algunas interpretaciones en exceso literales de algunos textos sagrados. Pero, sobre todo, consolidó la legitimidad del uso de la razón en las pesquisas acerca de la naturaleza, quitándole a la Biblia la presunta función de responder por el esclarecimiento del mundo natural. Collins cree que lo mismo está destinado a acontecer en las disputas actuales entre evolucionismo y fe.

El análisis de las posturas en el actual debate lo llevan a criticar tanto el punto de vista ateo y agnóstico (cap. 7) como el punto de vista del creacionismo en su versión fundamentalista y literalista que sostienen líderes e iglesias evangélicas, y según el cual la tierra no tendría las edades geológicas que las ciencias le atribuyen y habría sido creada en los 6 días de 24 horas de los cuales habla el Génesis (cap. 8) La crítica de la teoría del diseño inteligente (D.I.) ocupa el cap. 9 y muestra cómo ésta no es más que una versión remozada del viejo "argumento de la incredulidad personal" de Paley. El punto de vista del autor, expuesto en el cap. 10 y denominado Biologos o evolución teista, se resume en unas pocas premisas que permitirían concluir que... "Dios, quien no está limitado ni por el espacio ni por el tiempo, creó el universo y estableció leyes naturales que lo gobiernan. Al tratar de poblar con seres vivos este universo, que de otro modo sería estéril, Dios eligió el elegante mecanismo de la evolución para crear microbios, plantas y animales de todas clases. Lo más notable es que Dios eligió intencionalmente el mismo mecanismo para dar lugar a criaturas especiales, dotadas de inteligencia, conocimiento del bien y el mal, libre albedrío, y un deseo de buscar amistad con él." (pp. 215-216).

El cap. 11 es la parte testimonial de la fe cristiana del autor; de cómo llegó a abrazar dicha fe y cómo desde este "salto" puede exhortar a las partes enfrentadas (los creacionistas fundamentalistas y los ateos y agnósticos) para que piensen en esta síntesis armoniosa que permite concebir un Dios que no es amenazado en su gloria por los avances científicos y cuya existencia admitida por fe no degrada el valor de la ciencia y complementa la comprensión de un mundo que genera interrogantes a los que las ciencias no dan respuesta. Tal síntesis no constituye una prueba de la existencia de Dios a partir de evidencias científicas, como fraudulentamente da a entender el subtítulo de la versión en español. El autor es más que claro en decir que esta visión unificadora es adoptable sin perjuicio de la racionalidad científica, aunque siempre desde una previa aceptación de lo que él denomina "interpretación espiritual del mundo", que se traduce en la aceptación de la existencia de lo sobrenatural y de Dios mismo, y de Cristo como su enviado y salvador, en el caso particular de nuestro autor.

El libro concluye con un apéndice sobre bioética que expone algunas de las problemáticas morales relativas a los dominios de la biología y la medicina. Es una aproximación sencilla a algunas cuestiones debatidas hoy en esos terrenos; no es una presentación exhaustiva ni de los dilemas éticos ni de los argumentos. Se nos recuerda al final que la urgencia de llegar a soluciones exitosas en estas problemáticas constituye un motivo adicional para procurar el acuerdo entre visiones alineadas de un modo dogmático y agonístico en torno a la fe o a la ciencia.

Este libro, de fácil lectura, no tiene el propósito de agotar los argumentos en contra de ateos y creacionistas. Más parece un mensaje dirigido a los seguidores no expertos de estas visiones enfrentadas. Los lectores más versados hallarán algunas debilidades o simplificaciones en algunas problemáticas que son materia de controversia filosófica tradicional.

El argumento contra los ateos es particularmente débil. El autor reconoce que nada en el saber científico avala la postulación de la existencia de Dios; sólo afirma que creer en Dios es más racional que no hacerlo. Sin embargo, la réplica del ateo es adivinable: Dios es un agente supererogatorio del raciocinio puramente natural. Si creer en él es más racional que no hacerlo será porque se está invocando otro tipo de racionalidad.

Collins argumenta que la creencia en Dios se afincaría en nuestra condición de agentes morales y seres sedientos de Dios, dos asuntos que la ciencia no explica. Además, la fe hallaría sustento adicional en esos misterios cósmicos que, como el origen de la vida y del universo, la ciencia no ha podido descifrar aún. Los ateos, por su parte, dirán con toda razón que de lo desconocido es posible inferir cualquier cosa, siendo sin embargo más racional no inferir nada, aguantando nuestra ignorancia por ahora o incluso por siempre. Y en lo que respecta a nuestra condición de agentes morales y seres sedientos de hallar a Dios, estas circunstancias tampoco avalan su existencia, pues, en el primer caso, uno podría hallar humanos virtuosos que sin embargo no creen en él (como dijo una vez Kant refiriéndose a Spinoza). Y, en cuanto que la sed de Dios pudiera servir de asidero para admitir su existencia, la objeción es que este deseo en particular puede perfectamente carecer de objeto real.

Lo que queda claro es que, según el autor, puede creerse en Dios y ser un científico (o filósofo, o cualquier otro agente racional) sin lesionar internamente tales proyectos por el hecho de admitir algo efectivamente sobrenatural. El problema se traslada entonces de la posible coexistencia de tales opciones teóricas con la fe, en el plano de sus objetivaciones, al posible conflicto interno, subjetivo. Dios se torna entonces un reto colosal para el creyente mismo, es decir, para aquel a quien tal cuestión se le manifieste como exigencia perentoria o como problema que demande en todo caso respuesta. Mientras tanto, la evidencia "empírica" nos autoriza concebir un Dios que tolera muy bien el ateísmo, incluida una modalidad muy sobresaliente que, más que profesar, practican muchos de quienes en otros momentos son sus adoradores y adalides.

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