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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.31 Cali July/Dec. 2010

 

LIBERARSE DE LAS RAÍCES*

To Get Free from Roots

Luciano Arcella
Universidad de L'Aquila


* Recibido Septiembre de 2010; aprobado Noviembre de 2010.


RESUMEN

Con este ensayo el autor propone una crítica al actual principio de la necesidad de "raíces" para el ser humano. Esta expresión, que tendría que haber un carácter exclusivamente simbólico, en la cultura alemana romántica y post romántica, se hizo concreta. El hombre fue considerado un árbol, una planta y sus valores más elevados fueron expresados a través el peligroso binomio "Blut und Boden" (tierra y sangre). Por consecuencia se produjo una condena hacia el libre burgués, el ciudadano de la nueva realidad urbana, y específicamente el Hebreo.

Esto no quiere decir que el hombre no debe tener raíces ni pasado o tradiciones, pero que, consciente de esto, tiene que saberse liberar de su peso para proceder en sentido espacial como temporal. Al fin de moverse en el mundo, como un nómada como siempre fue, para crear cultura, que es decir dar al paisaje su propia imagen y sus valores.

Palabras clave: raíces, tradición, nómada, cultura.


SUMMARY

Trough this essay the Author proposes a critic to the actual principle of the necessity of "roots" for human being. This expression, which has a symbolic character, in the romantic and post romantic German culture, got a peculiar meaning: if became concrete. The man was considered a tree and his highest values were expressed through the dangerous expression "Blut und Boden" (ground and blood). The consequence was a kind of damnation for the free bourgeois, the citizen of the new urban reality, and specifically the Hebrew.

Now it doesn't mean that the man must not have roots, no past, no traditions, but that, being aware of them, he must be able to get free form them, in spatial like in temporal sense. In order to move in the world, like a nomad, as he always was, to create culture, that means to give the landscape his image and his values.

Key words: roots, traditions, nomad, culture.


Más que un concepto de moda, para el ser humano la absoluta necesidad de las raíces, es decir, de su enraizamiento en una tradición espacialmente determinada, es un elemento integrante de aquello «políticamente correcto» (politically correct) con lo que hoy la hegemonía ideológica determina los límites de lo que puede ser pensado por el ser éticamente racional. De lo que puede ser pensado -subrayamos-, y no de lo que es correcto, porque la categoría de lo políticamente correcto no acepta la divergencia de ideas ni de comportamientos; no permite críticas ni divergencias de opiniones.

Expresión típica utilizada por el pensamiento lícito hacia el no lícito, es la de «fascista», palabra históricamente determinada, pero que en la utilización actual se abstrae de aquel contexto para indicar simplemente lo que no se puede formular, lo que no se puede entregar a la crítica dialéctica para que se demuestre su falsedad. Una idea fascista, un comportamiento fascista, no son ni correctos ni equivocados: en su «trascendentalidad» teorética y ética (valor «sintético a priori» y por lo tanto concreto y universal), el término fascista determina lo que resulta absolutamente reprochable sin necesidad de averiguación.

Como no hay necesidad de averiguar cada vez con pruebas materiales que 5 + 7 = 12, así no sólo no es necesario, sino que resulta execrable querer averiguar la negatividad de algo que mereció la calificación de fascista, y con esa recibió la definitiva sentencia capital.

En esta introducción, cuya profundización podría revelar a través de una búsqueda genealógica, aunque superficial, la existencia de tantas arbitrarias «fascistizaciones» en la cultura actual, nos limitamos a referirnos al tema de las raíces, asumiendo plenamente la responsabilidad de una operación detestable más que contracorriente.

De las civilizaciones técnicamente desarrolladas a los pueblos que se suelen definir emergentes, la preservación de las tradiciones, esto es, de aquello que está transmitido por las generaciones precedentes, se revela como elemento indispensable para una subsistencia aceptable y medio absolutamente eficaz contra el riesgo de una disgregación moral, social y política. Estudios etno-antropológicos1 de reconocido valor nos han enseñado que culturas que fueron privadas por fuerzas externas de sus propias tradiciones, rápidamente degeneraron y se disolvieron, por alcoholismo crónico, por suicidios en masa, o también porque se apagaron poco a poco por falta de energía vital. En suma, una teoría unánimemente aceptada y comprobada con válidos ejemplos (referidos en general a culturas que vinieron en contacto con el invasivo mundo occidental), enseña que quien pierde el apego con sus propios orígenes y los valores en que se formó, se pierde en el presente y no tiene más capacidad de elaborar un futuro.

Está justificada certeza condujo al mundo occidental, en las primeras décadas del siglo XX, a una autocrítica de superficie (considerada hipócritamente suficiente para quedarse en los cánones del politically correct) de su precedente actitud hacia civilizaciones sometidas política y culturalmente a través de un derecho a menudo sustentado por falsificaciones documentales. La «donatio Constantini» (don de la ciudad de Sutri hecho al papa por Constantino, el imperador «cristiano») docet, en cuanto modelo ejemplar para justificar el poder temporal de la Iglesia.

Símilmente innumerables reivindicaciones actuales están basadas sobre una condición que se supone originaria, traducida en derecho de precedencia, o por documentos escritos que atestarían un originario derecho a la propiedad. Documento fundamental es el texto bíblico, por el cual el pueblo de Israel exige su asentamiento en la tierra de Palestina. De la misma manera, fantasiosas interpretaciones de la Biblia concedían las tierras del Nuevo Mundo a los reyes europeos, que, considerando que el poder temporal fuera una derivación de lo espiritual, imponían su autoridad a los habitantes del Nuevo Mundo.

Es denotativo en este sentido el término alemán que indica el documento: Urkunde, en el cual resulta evidente la presencia del principio de originariedad. «Ur»-Kunde indica la tradición originaria, indudable atestación de primordialidad, de raíces. Y no es casual que la misma cultura alemana por largo plazo haya cultivado el principio de enraizamiento, del valor del «Blut und Boden» (sangre y tierra), que Oswald Spengler tradujo en el principio de que «el ser humano es una planta» (Der Untergang des Abendlandes, Beck Verlag, Muenchen, 1923). La comunión con la Tierra, considerada en sus distintas formas, como Erde, Land, Boden, Grund, pero siempre por su poder generador, es típica de las concepciones romántica y post-romántica alemanas y contribuyó a la consiguiente condena del nómada «de cuerpo y de espíritu», protagonista en el reino de la artificiosidad del dinero, que considera la tierra como puro espacio, que se utiliza sólo en función del intercambio comercial (Spengler, ob. cit.).

Por esta razón Spengler critica la metrópoli, como lugar de puro intercambio; critica su artificiosidad, por estar aislada de la tierra natural por un estrato de innatural asfalto, expresión última y degradante de la Zivilisation.

Este pensamiento, como bien indica George Mosse2, constituyó la base de la novelística postromántica (o neo-romántica, como fue definida por elementos de la «Revolución Conservadora»), que vio en el Hebreo, en su «pseudomórfosis histórica» (expresión spengleriana), el nómada, destructor de toda raíz y por eso de toda civilización, en contra del verdadero Alemán, fiel a su tierra y a su gente.

    «En el enraizamiento -escribe Mosse-quedaba implícito el concepto de correspondencia del hombre con el paisaje por medio de su alma, y por eso con el Volk, que incorporaba la vida espiritual del cosmos [....]. Al mismo tiempo la falta de raíces estigmatizaba al individuo como privado de sus fuerzas vitales»3.

Expresión de este impulso de muerte sería el Hebreo, como enfatiza una amplia literatura que se produjo sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX: de Wilhelm Heinrich Riehl, Die bürgerliche Gesellschaft, 1854, a G. Freitag, Soll und haben, 1855, a Wilhelm Raabe, Der Hungerpastor, 1863, a Wilhelm von Polenz, Der Büttnerbauer, 1895.

Escribe Mosse: «...privando el campesino de su legítima propiedad, la tierra, el Hebreo cortaba sus lazos con la naturaleza, con el Volk y con la fuerza vital, lo que inevitablemente hubiera provocado su muerte»4.

Recordamos ahora la conocida obra de Shakespeare El mercader de Venecia, en la cual se representa al hebreo Shylock, quien exige del buen veneciano Antonio una libra de su carne, ya que no puede devolverle el dinero que le ha prestado. Pero él no puede quitarle su carne sin quitarle también su sangre, y así el Hebreo sufre su derrota en frente del astuto juez. Todavía aparece la sangre como elemento identificador y de valor del buen cristiano, comerciante sí, pero bien enraizado en su tierra, la Venecia que él quiere y sirve con fidelidad.

No es casual por lo tanto que un trazo importante de la cultura nacionalsocialista, derivación de este cuadro del mundo más antiguo típico de la tradición germánica, en su racismo materialista (raza de sangre y no de espíritu, como evidenciaba críticamente el «herético» Evola5) se apoderase de esa concepción, con sus crueles pero no ilógicas consecuencias.

Sin embargo, nosotros no nos limitamos a una condena a priori de esa ideología, ignorando las condiciones históricas que la produjeron, sino que buscamos entender su valor en relación al ser humano en sí como a sus expresiones culturales. Y así nos preguntamos: «¿Por qué hay necesidad de raíces para el ser humano o, mejor, para cada cultura que afirma su presencia en el mundo?» O, igualmente: «¿Por qué y de dónde nace la convicción de que para el ser humano sean imprescindibles las raíces?» Por un lado, esto quiere decir básicamente tener un pasado, la conciencia de un origen; por el otro, llevando a las consecuencias extremas esta metáfora, que este pasado necesita de una colocación territorial hacia la cual se siente el mismo apego del niño a la madre (no es casual que se diga «madre Tierra»).

Analizando por ahora el primer aspecto, universalmente evaluado como fundamental para el desarrollo de la persona, consideramos que la necesidad de tener su propia historia, un recuerdo relacionado con el origen y el devenir, es elemento integrante de la individualidad, de nuestro ser «yo». Se conoce cómo Nietzsche devaluaba la idea del yo, de su existencia unitaria, y la consideraba un mero conjunto de sensaciones transitorias reunidas bajo una unidad puramente nominal. «El individuo mismo, es un error -escribe Nietzsche-el individuo es solo un conjunto de sensaciones, juicios, errores conscientes, una fe; un pequeño fragmento del real sistema vital, o muchos fragmentos juntados por el pensamiento y en la fantasía: una "unidad" falsa»6. Sin embargo, tenemos la sensación o mejor, la certeza, de ser individuos, es decir, que el principio individuativo es elemento fundamental de nuestro pensar y actuar. ¿De dónde nace esta convicción? ¿Cuál es el elemento concreto por el cual cada individuo se siente «yo»? Es un hecho que en el recorrer de la existencia cada ser humano muda radicalmente, que el natural consumirse de las células comporta que él, en un momento de su existencia no sea más lo que era en su fase originaria. Sin embargo, es algo bien concreto el hecho de que él continúe percibiendo su individualidad como algo que, continuando en el tiempo, lo acompaña por lo menos hasta su muerte. Sea o no sea un hecho real, cada uno se percibe en su estabilidad y reconoce en su propio nombre su definida determinación.

Aquí entra en juego un elemento fundamental, la memoria, por la cual yo puedo decir: «yo soy en cuanto era», y con esto crear un ininterrumpido nexo de causalidades que, recorriendo mi historia pasada, determina mi actualidad. Así que perder la memoria, olvidar el pasado, también en los límites de la psicología más vulgar, provoca una «pérdida de la presencia» (concepción fundamental demartiniana7) y, con eso, el riesgo de perderse en el caos de una existencia sin determinaciones, de un irreparable desorden cósmico.

Para De Martino hay también otros elementos que pueden conducir a esta pérdida del yo, como una incontrolada deformación del ambiente o una temporánea incapacidad de encontrar puntos de orientación en su propio paisaje (se recuerda aquel viejo habitante de Morcellinara8 que pierde la conciencia de sí cuando no ve más su fundamental elemento de orientación, el campanario de su pequeño pueblo). También esta forma de perderse puede reconducir a un destaque del pasado (homologación del espacio con el tiempo), es decir, de una carencia de la memoria. Yo soy porque era, y entre lo que era y lo que ahora soy, puedo colocar una serie de conexiones estrictamente causales que me llevan a la presencia actual.

Con base en esas argumentaciones llegamos a que no es importante la existencia real de un yo independiente del conjunto de percepciones arbitrariamente concatenadas en el tiempo: ese yo se manifiesta de todas maneras como realidad transcendente, como sujeto constante frente a la mutación del Umwelt, gracias al trabajo de la memoria. De esta diremos que constituye la única forma de sobrevivencia del individuo en la Grecia clásica, es decir, de acuerdo a los principios de la religión olímpica y de sus valores. Sólo por medio de la memoria el hombre griego aseguraba su presencia más allá de la muerte y con eso daba sentido y orden moral a su limitada existencia. La memoria estaba en estrecha relación con el culto tumbal, y por eso la importancia del entierro, orientado a dar al muerto una imborrable presencia en la conciencia y en los afectos de las generaciones futuras. Valga por todo el ejemplo del piadoso pedido, por parte de sus familiares, del cuerpo de Héctor después de su muerte en combate contra Aquiles, a fin de que con digno entierro se diera la paz a él y a sus seres queridos.

Pero esta memoria no se resolvía sólo en admiración por las generaciones sucesivas: se traducía también en una sobrevivencia biológica, a través la continuación de la estirpe, es decir, del apellido del muerto que continuaba en el tiempo a través sus hijos. Así que ser privado de la propia progenie representaba una calamidad mucho peor que la muerte del sujeto. En suma, más allá de este ejemplo traído del mundo antiguo, repetimos que la presencia del yo, su realidad, se produce a través de una dialéctica interior por la cual su existencia en el pasado funda la actual, o sea que determina lo dado de un yo transcendente.

Refiriéndonos ahora al sector específicamente psicológico, no es casual que la base de la Tiefenpsychologie (o psicoanálisis) y de la forma terapéutica desarrollada por su sistema, se realice a través de una búsqueda del pasado, sea por medio de una simple elaboración narrativa de lo vivido, sea en un recordar facilitado por la técnica de la hipnosis. Reencontrar un hecho significativo en el recorrido de la existencia pasada, un trauma no resuelto, y adquirir conciencia de esto, constituye la base para una posible recuperación del sujeto, para que vuelva a ponerse en armonía con la realidad presente.

De la novela del escritor italiano Italo Svevo, La conciencia de un hombre llamado Zeno (1927), tomamos un modelo explicativo de esta operación. Zeno, el protagonista, con su conocimiento aunque superficial del psicoanálisis, busca con extrema atención descubrir en su pasado, que él cuenta al terapeuta, aquel evento traumático que lo hace enfermo en la actualidad (su enfermedad derivaría del vicio de fumar de lo cual él no sabe cómo librarse). Trauma que él no encuentra, mientras que vuelve a vivir con apacible emoción su pasado.

La narración de los episodios de su propia vida, o por lo menos de los que él recuerda porque los considera importantes, hace que él tome conciencia, supere la parte negativa de lo sucedido y logre la dignidad de su presencia en el mundo. Esto quiere decir que si es necesario recordar el pasado, es fundamental que éste sea superado para lograr el presente y, sobretodo, el futuro. Trasladar todo eso en forma narrativa, ya sea literaria o en crónica de una confesión psicoanalítica, quiere decir realizar aquella transmutación, aquella catarsis que libera del grave peso de ese pasado.

Con el trabajo sobre el recuerdo, o con realizar de forma más exasperada un énfasis en el recuerdo, excavando en el pasado más allá de los límites de la vida presente, se desarrolla la actual terapia basada en la evocación de vidas anteriores9. En este caso el terapeuta, a través una forma hipnótica, hace que el paciente recuerde lo que le pasó en una existencia anterior, colocada en un momento histórico más o menos lejano del presente. Para decirlo de manera más explícita, bajo la guía del terapeuta, el paciente recuerda su vida pasada y vuelve a vivir un episodio que fue para él de importancia decisiva.

Es así que un paciente aterrorizado por un elemento natural, sea el agua, la lluvia, el fuego u otro, en esta reconstrucción de recuerdos a lo largo del tiempo, podría evocar el incendio de su propia casa por la invasión de los Hunos en la época de la decadencia del Imperio romano o la tortura padecida en un proceso de la Inquisición, u otro episodio en que esté presente el objeto de su fobia. Esto parece presuponer la reencarnación y, con esta, la existencia de un principio individuante (el alma o el espíritu) que se mantiene constante en la multiplicidad de las existencias, en contra de la destrucción del cuerpo; a menos que, puesto que no hay una concluyente demostración de esta permanencia del yo a través el tiempo, se elija otra explicación basada en la psicología más que en la metafísica.

En cuanto la existencia del yo se funda en el recuerdo, es decir, en el crear la ininterrumpida línea de causalidades que corre de la concepción (fase pre-natal incluida) al tiempo presente, la enfatización de ese nexo alargado hacia un pasado todavía más lejano podría reforzar sus fundamentos. No es casual que los cuentos de pacientes conducidos a esta anamnesis se refieran en general a fases históricas que él conoce y también generalmente conocidas por los demás a través de construcciones hechas por una vulgata más o menos científica. Sería interesante hacer un cálculo puntualmente estadístico alrededor de las fases históricas más recordadas por los pacientes que se someten a esta terapia. Aunque no hayamos realizado este tipo de investigación, no parece azaroso plantear como hipótesis que los periodos más evocados sean los más presentes en la afabulación popular, literaria o cinematográfica. Primero la Revolución Francesa, con sus amenazadoras guillotinas; después el Imperio romano en su decadente cinematografía hollywoodense, y así sucesivamente.

¿Qué sentido se puede, entonces, lograr de esta hipótesis que no acepta el principio de la reencarnación? Que el sujeto, ya que no se encontró realmente en la contingencia histórica que él piensa recordar, la produjo con su fantasía, con su capacidad creativa, a fin de dar más fuerza a sus raíces, de manera que se hundan lo más profundo posible en el tiempo. No sólo yo existía en el tiempo de la vida actual (mi pasado real), sino que estuve presente en otras existencias y, con esto doy más fuerza a la conciencia de mi individualidad.

Sin embargo, esta consideración con su crítica a la existencia de vidas pasadas no pone en duda la eficacia de una terapia que revela condiciones de crisis que aparecen gracias a la fantasiosa fabulación del sujeto en estado de libertad hipnótica,10 y que son superadas a través del conocimiento. Así que, repetimos, la hipotética existencia de un pasado ancestral es funcional a superar este pasado para abrirse al futuro., d. Esto quiere decir: yo no soy yo porque fui, sino que yo soy yo porque fui y no soy más, o mejor, yo soy porque seré, purificado de las graves escorias del pasado y listo para el mundo de experiencias que se me acercan. Por lo tanto, yo soy en la continuada posibilidad de ser otro, de liberarme de mis lazos para adaptarme a las siempre nuevas condiciones del ambiente.

Sólo liberándose de las negatividades pasadas es posible liberarse de vicios y patologías presentes, porque la fuerza del yo queda en su continua capacidad de renovarse, de regenerarse, de resistir y de reaccionar, gracias a su extraordinario poder definido con la específica expresión verbal de «resiliencia»11: al mismo tiempo capacidad de soportar, pero antes de todo, capacidad de adaptarse, de transformarse para poder contestar de manera adecuada a las solicitaciones presentes y futuras.

Notamos ahora que cuando se habla de pérdida de la presencia, pérdida de su propio norte, en realidad lo que falta, más que el inalcanzable presente en su adimensional puntualidad, es el futuro, o sea la línea guía que encamina nuestras acciones hacia finalidades determinadas. Quedar sin futuro quiere decir perder el norte, perderse en un camino incierto, así que uno se queda atado a un pasado pesado e inconcluyente.

Desde esta perspectiva retomamos el discurso de las raíces, sin negarlas, en cuanto elemento formativo de nuestra historia pasada, pero valorando su eliminación más que su existencia, es decir, la necesidad de desraizarse para no quedarse atados a un tiempo, generalmente mítico más que real, que impida actuar con sentido de creatividad y de libertad.

Traduciendo esta concepción en términos del formarse y del expandirse de una civilización por la homologación del proceso ontogenético con el filogenético, averiguamos cómo la base de cada construcción cultural siempre fue y es el movimiento, es decir, el abandonar una precedente ubicación considerada inadecuada (o que se volvió inadecuada por adversidades naturales o por la presencia de un enemigo más fuerte), y con esta, un anterior sistema de vida, para llegar a un nuevo ambiente más adecuado a las instancias y a las expectativas presentes. Una vez que se llegue a este nuevo ambiente, para poderse establecer, esto es, para relacionarse con esto de modo positivo, hay que dar inicio a una operación de transformación del «paisaje» (traduzco el término spengleriano de Landschaft) y, por lo tanto, se necesita tratar los elementos naturales dados para transformarlos en productos culturales queridos, funcionales a nuestra existencia.

Recordamos a propósito la función civilizadora de Dionisos (héroe civilizador de la cultura griega), quien en su penetrar en un grupo familiar cerrado -nos referimos a las hijas de Minia, rey de Orcomenos, quienes se oponen a abandonar la casa paterna quedándose dentro de los límites de una improductiva mentalidad incestuosa-lo abre al mundo y permite la formación de una sociedad y de una civilización. El dios, ante el rechazo de las jóvenes de participar en las fiestas nocturnas, aunque por él convidadas, las hizo enloquecer y entrar en aquel grupo viajante que traía consigo la planta de la substancia al mismo tiempo embriagante y alimenticia, capaz de difundir la nueva civilización en el mundo. Lo que pasó a estas mujeres muestra que la civilización es necesariamente una forma de abertura, en sentido conceptual pero también en sentido espacial.

«Ducunt fata volentem, nolentem trahunt» es la sentencia guía de la concepción spengleriana, opuesta al binomio germánico del Blut und Boden antes indicado. Es decir que el ser humano no es una planta (como el mismo Spengler había dicho), pero se caracteriza por su movilidad, por su capacidad de modificarse y de modificar el ambiente natural produciendo cultura.

En este sentido, consideramos que ningún pueblo en el curso de la historia creó cultura quedando en su lugar de origen. Que todos lo hicieron trasladándose hacia nuevas estancias, cruzando tierras y mares, y así dieron un sentido a su propio ser en el mundo. La civilización es nómada, y proyectándose a través del espacio, va elaborando un proyecto organizativo que, en su ideal más elevado, tiene como finalidad una consistencia que supere el límite del tiempo.

Con esto no nos referimos a un nomadismo resuelto en una economía de caza y recolección, sino a aquel nomadismo de grande estilo que, en su recorrido, crea estancias estables trasformando la naturaleza, formando el paisaje a su imagen, creando cultura. En esta perspectiva se colocan al mismo nivel las diferentes construcciones elaboradas por el hombre: la catedral como la fábrica, el castillo como el rascacielos. Si Spengler consideraba el paisaje hecho de cemento como una especie de antinaturaleza, en realidad cada construcción humana constituye una rebelión contra la naturaleza: con su trabajo él expresa la voluntad de someter a la naturaleza a su propio cuadro del mundo.

Por eso consideramos infundada la diferencia, indicada por Spengler, entre la naturalidad del castillo, como reproducción de la planta en términos culturales, y la innaturalidad de las construcciones urbanas o metropolitanas. Los dos tipos de construcción expresan una fuerte voluntad de incidir en la naturaleza, de destacarse de lo natural, aunque radicados en la tierra, pero es un suelo transformado, elaborado a propia medida y ventaja. Recordamos la descripción ofrecida por Nietzsche de la ciudad de Génova y de sus singulares habitantes, divididos entre la búsqueda de lo lejano en el azar del mar, y el deseo de organizar su existencia en su propia tierra en una perspectiva de eternidad, por la grandiosa potencia de sus mansiones12.

Por lo que hemos considerado, averiguamos que, puesto que las grandes civilizaciones surgieron por continuos movimientos de grupos de diferentes dimensiones en búsqueda de nuevos ambientes favorables, se produjo una constante mezcla de tipos humanos diferentes, es decir, una continua mezcla racial. Así que la idea de la pureza racial es un ilógico prejuicio, es algo mítico, como aquella originaria Edad del oro precedente a la historia del hombre, y en realidad no tiene nada positivo, porque en su falta de historicidad niega la obra del hombre, contradice su esencia de creador de civilizaciones.

Era considerada "Edad del oro" la de Saturno por los Romanos, la de Prometeo por los Griegos, antes del robo del fuego y la salida de los «males» del mundo de la caja de Pandora. La enfermedad, el trabajo, la muerte, y la mujer también. Pero nosotros nos preguntamos: ¿se trata realmente de males o más bien de los elementos que fundan la realidad humana? Con estos «males» en realidad se traza la raya de demarcación entre la realidad divina y la de los hombres, o sea entre la no-existencia y la existencia, entre una fase pre-cultural y la de la civilización.

Un ser humano aislado en la atonalidad semidivina de los Titanos (Prometeo era un titano) o en la asepsia del paraíso en tierra, de hecho no existiría, porque no produciendo ni cultura ni tampoco historia, se quedaría inexpresado en una indefinible atemporalidad. Al contrario, él se hace digno de su ser a través del tiempo y la historia y, por lo tanto, por su consciente oposición a la inexpresividad del estado divino. Se suele decir que el antiguo arte plástico griego representaba los dioses en forma humana, pero, como bien indica Otto13, eran los hombres, por exigencia del arte como forma atemporalmente perfecta, quienes eran representados en forma divina quitando a sus imágenes el devenir destructor del tiempo. A través del arte griego el ser humano era deshumanizado, era reconducido a aquel estado ideal propio de la realidad divina.

Con relación a la Edad de Saturno, encontramos el nexo puntual entre la liberación ritual del dios en ocasión de la celebración romana de los Saturnalia, y la fase de inactividad después de la siembra. La fiesta empezaba el 17 de diciembre y en un primer momento tuvo la duración de sólo un día; después, de tres y al fin, de siete días. Para esa ocasión se desataban los lazos que tenían atada a la estatua del dios, cuyo reino originario representaba una típica fase pre-cultural, una época mítica en la cual la tierra no necesitaba del trabajo humano para ofrecer sus frutos. Saturno, liberado y por eso capaz de moverse por el mundo, con su presencia otorgaba al hombre aquel tiempo mítico, tiempo de no-trabajo, es decir, con relación a la realidad agrícola, el tiempo en que la semilla se entierra bajo la tierra (considérese la relación etimológica entre Saturno y "siembra", que en latín es satus), y en el que el agricultor tiene que limitarse a esperar que la naturaleza haga crecer la planta. Es así que se cae en una realidad pre-cultural, evidenciada por el revolvimiento de las funciones, típico de una fase caótica, pre-cósmica, que debe dejar en seguida el campo al obrar humano.

Hablando todavía del mundo romano y su específica elaboración cultural, subrayamos un elemento fundamental de su cultura: ignorar el valor de la sangre, la nobleza racial como fundamentos de su existencia y de su poder. Roma no se lució nunca de su nobleza de sangre: ella nació de un acto de profanación (la vestal Rea Silvia seducida, generó a Romulus y Remo) y posteriormente de una colecta indiferenciada de elementos del nacimiento y del destino oscuros. De esta situación habla el asylum Romuli, actuado por el rey fundador para dar habitantes a la ciudad. Con esta regla todos los que entraban en el espacio romano, cualquiera que fuera el crimen cometido, gozaban de plena libertad y derechos en cuanto ciudadanos romanos. Y resulta también indicativo que los sucesivos reyes no transmitieron el poder a través de la sangre: el sucesor de Romulus fue Numa, escogido por méritos personales. Además, hubo reyes extranjeros como los Tarcuinios y hasta un hijo de esclava, como Servius Tullius.

Roma no se lució de un pasado ilustre ni de nobleza de sangre, pero expresó, desde el inicio de su historia, nacida de una aventurada migración (Eneas), la firme voluntad y confianza en la creación de un gran porvenir.14 La historia de Roma es proyección hacia el futuro: el individuo romano lograba su eternidad por medio de la eternización de la civilización que él representaba. El yo romano se realizaba en su proyecto de res publica ideal y de imperio planetario, teniendo como fin una pax como definitivo equilibrio cósmico. Así que la historia pasada de Roma, de sus orígenes hasta al III siglo a.C., fue un gran parte una invención de los pontífices y del los analistas, de Fabius Piusctor hasta Livio. Y esa falsificación del pasado fue finalizada exclusivamente a la grandeza futura.

Cuando, en el tiempo de la decadencia del Imperio y de su definitiva caída, los ciudadanos romanos no creyeron más a la misión civilizadora del urbe, se llegó al fin de un gran ciclo, lo cual no quiere decir fin de toda civilización, sino pasaje de un ciclo a otro, de una cultura que no tiene más estímulos a una que, en su fase juvenil, busca conquistarse su espacio imponiendo su visión del mundo.

Por eso la caída del Imperio Romano de Occidente no representó el fin de la historia, pero abatió aquel mito de eternidad que había caracterizado el ser de Roma. Mito que fue en parte absorbido por una nueva institución, también en busca de la universalidad: el Cristianismo. No obstante, tanto en su aspiración a la Jerusalén celeste, como en su dependiente veneración por el mundo antiguo, el cristianismo elaboró una filosofía de la historia involutiva. Gracias a esta, a medida que la realidad presente se alejaba de la grandeza de Roma, se caía en una inevitable barbarización. Roma se había transformado en el recuerdo de un pasado glorioso, definitivamente oscuro, que podía ser recuperado sólo por medio de una concepción escatológica que indicara el fin de los tiempos.

No se trató, sin embargo, de una irreversible fuga del futuro, porque la realización de la Jerusalén celeste se puso también como proyecto histórico, cuando se pensó que podía ser la nueva Roma, la Roma de la cristiandad. Pero en esta nueva realidad vivía una contradicción, en cuanto era difícil conciliar un ideal mundano (romano occidental) con un ideal escatológico de origen oriental.

Dejando de lado estas problemáticas históricas, volvamos al principio que nos interesa aclarecer y sostener. Si es necesario tener un pasado para reconstruir la individualidad, es indispensable liberarse15 de este pasado para realizar la realidad concreta, es decir aquel futuro que da valor al presente. Subrayamos entonces que la presencia y la conciencia del yo nacen por una ininterrumpida reconstrucción del pasado, de una reelaboración fabulosa, que representa también su sobrepaso. Así el individuo se proyectará en un futuro sin límite que tendrá que alumbrar su camino hasta el último instante de su existencia.

Esta tensión hacia el futuro representa un elemento central de la visión de Nietzsche. Se traduce en un impulso hacia el más allá (el ultrahumano en su cabal realización), que él expresaba con la conocida exhortación dirigida a los seres humanos: «Vivir peligrosamente! Edifiquen sus ciudades en cima del Vesuvio, envíen sus barcos a través de mares inexplorados! Vivan en guerra con sus símiles y con Ustedes mismos! Sean predadores y conquistadores hasta que no puedan ser dominadores y dueños, Ustedes, los hombres del conocimiento» (La gaia ciencia, 283).

Así, que el accidente de la condición humana sea estímulo para un proceder hacia el más allá, para renovarse, para producir nuevas formas de civilización y de transformar el paisaje de acuerdo a sus propios valores. Valores diferentes, originales, variados como son variadas las civilizaciones. Civilizaciones que, sin embargo, son animadas por el mismo espíritu pionero del cual nacen pueblos o metrópolis, castillos o rascacielos, creaciones que siempre conservan, en su mentalidad prometeica, un desafío hacia los dioses o la naturaleza.

En este sentido, repetimos, el hombre tiene que saber renunciar a las raíces, hacer de sí mismo un proyecto profundamente humano en su ambición de superar sus límites. Y esto también en un sentido espacial, es decir, en un progresivo desapego de la tierra (las aventuras espaciales que hoy se viven representan sólo una fase inicial, lejana de las conquistas futuras al menos como las alas de Dédalo de las técnicas actuales). El ser humano, hasta que pueda expresar su fuerza vital, deberá saber alejarse de sus representaciones precedentes para continuar sin aliento y sin miedo a lo largo del camino no trazado que lo llevará allá donde se encuentra el inexplicable sentido del ser.

Comentario: el texto me parece sugestivo, pero me parece que se debe argumentar más a fondo la tesis de que las raíces deben, en algún momento de la vida, superarse. Yo también creo en eso, pero para ello es necesario en primer lugar tener "raíces", así no se valoren suficientemente. Posteriormente, tras el abandono del "nido" y con la apertura al mundo, será posible ponderar los orígenes en su justo valor.

Todas estas reflexiones tan importantes requieren de mayores desarrollos.


Pie de página

1Sobre de este asunto, véase V. Lanternari, Occidente e terzo mondo, Dedalo, Bari, 1972 y Antropologia e imperialismo, Einaudi, Torino, 1974.
2G. Mosse, Le origini culturali del Terzo Reich. Il Saggiatore, Milano, 1968. Ed. orig., 1964.
3G. Mosse, Ob. cit., 28
4G-Mosse, Ob. cit., 43.
5Véase Julios Evola, Sintesi di dottrina della razza (1936), Ed. de Ar, Padova 1994; Il mito del sangue (1937), Ed. de Ar, Padova, 1994.
6F. Nietzsche, Fragmentos póstumos 1881-1882, Vol.IV, tomo II, 11 [7].
7Me refiero al antropólogo Ernesto De Martino (1908-1962) y específicamente a sus trabajos La terra del rimorso, 1961, sobre el fenómeno del «tarantismo» en Puglia, y La fine del mondo, editado después de su muerte, en 1977, por C. Gallini.
8Episodio contenido en La fine del mondo.
9Varios terapeutas y estudiosos comparten esta teoría y práctica de la hipnosis regresiva con la implicación de la teoría de la reencarnación. Entre ellos Brian Weiss, cuyas publicaciones son traducidas en varios idiomas y ampliamente difundidas.
10Me refiero a la práctica de la hipnosis regresiva y a través la cual el paciente recorre su pasado más allá de la vida actual.
11Véase W. González, La lógica della sofferenza: la resilienza considerata in ambito colombiano, en Centralità marginali. Cinque saggi di antropología urbana, Controcorrente, Napoli, 2009.
12«... cada barrio de esta ciudad, en su crecer, se llena de su magnífico, insaciable egoísmo que goza de la posesión y de la presa [y en el cual] cada uno se reconquistaba una vez más su propia patria, subyugándola con sus pensamientos arquitectónico y transformándola, en la delicia de su casa» (La gaia ciencia, 291).
13Véase de W.F. Otto, Die Götter Griechenland, 1934 y Die Gestalt und das Sein. Gesammelte Abhandlungen über den Mythos und seine Bedeutung für die Menscheit, 2° ed. 1959.
14Véase F. Altheim Römische Religionsgeschichte, 1951.
15En relación a la idea de liberarse del pasado para operar constructivamente en el presente, se considere la II Inactual de Nietzsche, Von Nutzen und Nachteil der Historie fuer das Leben, De Gruyter, Berlin, 1967 ss.

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