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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.32 Cali Jan./June 2011

 

LA COMUNIDAD DEL "PUEBLO": UNA TRAGICOMEDIA HEGELIANA*

The Community of "People": a Hegelian Tragicomedy

Juan Antonio González de Requena Farré
Universidad Austral de Chile


*Recibido: junio 2011 aprobado: julio 2011


RESUMEN

El concepto de "pueblo" ha llegado a ser central en nuestro vocabulario político y para nuestro sentido de agencia colectiva; de hecho, "pueblo" es una palabra clave para concebir la constitución de los sujetos políticos modernos. Este artículo explora los medios de inscripción del significante "pueblo" a través del sistema hegeliano, e intenta articular esas formas de diferenciación y totalización que exponen la ambigüedad de este concepto en la concepción hegeliana: se refiere a formas de vida ética, pero también a la comunidad política; se relaciona con la soberanía autorizada del Estado, pero también con la muchedumbre igualitaria. Para mostrar el sentido del "pueblo" en el pensamiento político hegeliano, este artículo interpreta los roles narrativos del significante, a través de la tragicomedia hegeliana que relata la alienación y reapropiación del Espíritu.

Palabras clave: pueblo, comunidad política, Estado, narración, tragicomedia.


ABSTRACT

The concept of "people" has become central in our political lexicon and to our sense of collective agency; as a matter of fact, "people" is a keyword to conceive the constitution of modern political subjects. This article explores the means of inscription of the significant "people" through Hegelian system, and tries to articulate those forms of differentiation and totalizing that expose the ambiguity of this concept in Hegel's conception: it refers to forms of ethical life, but also to political community; it relates to the authorized sovereignty of State, but to egalitarian crowd too. In order to show the meaning of "people" in Hegel's political thinking, this article interprets the narrative roles of the significant, across the Hegelian tragicomedy that relates the alienation and self-appropriation of Geist.

Keywords: people, political community, State, narrative, tragicomedy.


1. La inscripción del significante "pueblo"

Tanto en nuestros léxicos filosóficos como en nuestras agendas políticas, la articulación del significante "pueblo" resulta una cuestión decisiva cuando se trata de concebir la agencia colectiva y la constitución del sujeto histórico-político. En ese sentido, parece imposible representarse las trayectorias y contingencias de la modernidad política, sin formularse cierta pregunta clave, a saber: ¿de qué hablamos cuando nos referimos al "pueblo"? Y es que, como la mayoría de las categorías límites que hacen posible la inscripción de un orden político-discursivo, el significante "pueblo" exhibe una marcada anfibología histórico-semántica. De hecho, se trata de un concepto escindido y polarizado entre dos extremos de sentido opuestos: por una parte, designa el agrupamiento social que habita un país y constituye un cuerpo político unitario, la comunidad soberana; por otra parte, remite a la multiplicidad fragmentaria de los excluidos y menesterosos, la muchedumbre de los necesitados y la masa tumultuosa movilizada por la necesidad.1 No en vano, la moderna construcción histórico-semántica del "pueblo" ha oscilado sistemáticamente entre estos dos extremos de sentido, desde que irrumpió con fuerza en el curso de la Revolución Francesa. En el Peuple, la unidad perdurable del cuerpo político se identificó con la unanimidad de la voluntad general, ese monstruo de mil cabezas de una muchedumbre movilizada por la necesidad y fusionada por la compasión. De ese modo, a través de una curiosa sinécdoque histórico-semántica, el pueblo se liberó como referente político en la tradición revolucionaria, pero únicamente en tanto que masa sufriente y menesterosa, y en el mismo momento en que la pluralidad y variedad de los hombres era encuadrada bajo la unanimidad cuantitativa de la mayoría, en el seno de la Nation une et indivisible.2 Hallamos una inscripción diferente del significante "pueblo" en Alemania, donde la unificación de una comunidad nacional resultó políticamente problemática, y fueron las ciencias del espíritu las que más decididamente contribuyeron a la construcción histórico-semántica del "pueblo", al concebirlo como Volksgeist. Así, pues, el "espíritu del pueblo", manifiesto en la comunidad del lenguaje, aportó un referente naturalizado y sustancializado, para la delimitación de la unidad nacional y de la autoconciencia alemana.3

En cualquier caso, ya se trate del Peuple revolucionario, ya sea el Volksgeist literario, el "pueblo" se presenta como una construcción histórico-semántica tan ambigua como decisiva. Cuando hablamos del "pueblo", nos remitimos a uno de esos significantes "vacíos" y "flotantes" que han hecho posible articular cierto orden político-discursivo en la modernidad4 El "pueblo" opera como un significante vacío y flotante, ya que es un término límite, sin otro significado particular y sin más contenido específico que cierta política de la enunciación y determinada apropiación estratégica de los límites político-discursivos; en ese sentido, constituye la inscripción de un significante que, al vaciar su referencia particular, permite universalizar, totalizar, enmarcar y distribuir tanto la diferencia como la heterogeneidad político-discursivas.5 Pues bien, como significante vacío y flotante, el "pueblo" constituye una construcción político-discursiva contingente; expresa el juego siempre inconcluso de las articulaciones y dislocaciones, de las equivalencias y las asimetrías, que atraviesan nuestros espacios de representación. Pero se trata, en todo caso, de un referente decisivo en la inscripción del orden político-discursivo moderno; de ahí que valga la pena reconstruir el trazado de su construcción.

Sin duda, la compleja constitución y el sentido desbordante del significante "pueblo" ocupan un lugar central tanto en el pensamiento político de Hegel, como en la narración hegeliana de la historia universal. De hecho, a través de toda la obra filosófica de Hegel, se insiste en la relevancia del pueblo como protagonista clave en el decurso de la historia universal. Ya desde sus escritos de juventud, la universalidad concreta que reconcilia lo subjetivo y lo objetivo se encuentra en esa armoniosa totalidad que es la vida de un pueblo; y, en todo el desarrollo del sistema hegeliano, se conserva la consideración del pueblo como auténtica sustancia ética y esfera concreta de reconocimiento, que hace posible la realización efectiva de la libertad y la autoconciencia sustancial en un nosotros histórico-espiritual.6 En ese sentido, se puede afirmar que el concepto de "pueblo" resulta crucial en el pensamiento político hegeliano, ya que permite vincular asuntos tales como los fundamentos y límites de la libertad, los trasfondos de la comunidad y de la institución política, los presupuestos de la representación o la pertinencia de las constituciones.7 Ciertamente, la concepción hegeliana del pueblo está marcada por una notoria ambigüedad: cubre tanto la unidad cultural de una comunidad histórica (el "espíritu del pueblo"; es decir, el lenguaje, la religión, las costumbres, las instituciones y leyes, las artes y las ciencias), cuanto el estado político (la comunidad política soberana, integrada por el derecho e instituciones autorizadas, pero también por la ciudadanía organizada).8 Por lo demás, Hegel intenta introducir una síntesis dialéctica que recoge los momentos de la vida cultural de los pueblos, así como la comprensión política del "pueblo" (y los problemas de la representación e institución de la comunidad política); pero la mediación entre el trasfondo espiritual del pueblo y la soberanía estatal sólo se traduce en una sobrecarga de sentido del significante "pueblo". En efecto, no parece existir una clara distinción entre el pueblo como comunidad política y, por otra parte, el Estado soberano (cuya unidad decisional se encarna en el monarca); tan pronto se identifica al pueblo con su expresión soberana en el Estado, cuanto se dan referencias al pueblo como espíritu comunitario (Volksgeist). Incluso hay en Hegel caracterizaciones peyorativas del pueblo como muchedumbre desorganizada, cuyas reivindicaciones igualitarias y democráticas amenazan la vida orgánica del Estado. En fin, Hegel parece oscilar entre la consagración del pueblo y la divinización de la absoluta autoridad del soberano.9 No obstante, como en otros tantos aspectos, la concepción hegeliana de la vida de los pueblos parece coronar el orden filosófico-político de la modernidad, al tiempo que inevitablemente registra las escisiones y totalizaciones de sentido que han hecho posible la moderna inscripción histórico-semántica del significante "pueblo". Eso sí, en la filosofía hegeliana, el pueblo no sólo se perfila como un significante ambivalente, sino que además opera como un actante variable (ora sujeto, ora objeto; destinador o destinatario; tan pronto auxiliar, como oponente), el cual cumple diversas funciones narrativas, dependiendo del hilo conductor que sigamos en la compleja trama del sistema hegeliano (la autoabsolución del pensamiento del ser, la lucha por el reconocimiento, la autoinstitución de la libertad efectiva, el despliegue del espíritu universal a través de la historia).

2. El sistema hegeliano como contrapunto de relatos y unidad dramática

En términos muy generales, el sistema hegeliano expone la automanifestación del espíritu, es decir, consiste en la autopresentación del pensamiento del ser. De ese modo, todo contenido ha de resultar concebido como un momento del proceso de automovimiento y autodeterminación de la actividad espiritual; se trata de recorrer el despliegue dialéctico a través del cual se gesta la reapropiación de sí y la autoconciencia espiritual, en virtud de un incesante trabajo de mediación de lo inmediato y de unificación de lo múltiple. Pues bien, la vida histórico-política de los pueblos, en tanto que contenido, objetivación y realización sustancial de una esfera de actividad espiritual, también ha de ser concebida como un momento clave en la búsqueda espiritual de un ámbito propio en cual consumar el pleno autodesarrollo y el saber de sí realizado. Pero, como todos los otros momentos del despliegue espiritual, la automanifestación de la actividad espiritual en la esfera concreta de los pueblos resulta tan necesaria como insuficiente.10 Y es que, aunque la esfera espiritual de cada pueblo realice sustancialmente cierta universalidad concreta, que resuelve las contradicciones de otras figuras espirituales y supera la unilateralidad del individuo abstracto, sin embargo, el nosotros histórico-espiritual de un pueblo sólo constituye un momento inevitablemente desbordado en el despliegue del espíritu hacia su ámbito propio, que no es otro que el pleno saber de sí y la íntegra reapropiación de su presencia: la absolución espiritual.

En ese sentido, podemos sostener, siguiendo a Bourgeois, que la dialéctica hegeliana exhibe una estructura esencialmente dramática, en virtud de la cual se presenta y escenifica la automanifestación del espíritu absoluto.11 Este drama de lo absoluto (que es tanto drama absoluto, como dramatización de lo absoluto) constituye una auténtica trilogía: el espíritu se automanifiesta en su inmediatez, se exterioriza en sus determinaciones y, finalmente, se reintegra en su interioridad plena (se consuma la reapropiación de sí y el retorno a sí, a través de la actividad del propio espíritu). El drama de la absolución del espíritu presenta el guión convencional de un drama y se organiza siempre en tres actos (que también pautan cada momento dramático del relato del espíritu): se presupone la unidad o la identidad absoluta; seguidamente, se da la exposición de la diferencia y la oposición de lo múltiple; finalmente, se compone la unidad de lo uno y lo múltiple, o la identidad de lo idéntico y lo diferente.

Sin duda, en este drama universal del espíritu absoluto, el nosotros histórico-espiritual del pueblo desempeña un papel central, el cual, no obstante, ha de desplegarse en escena, de manera tal que el pueblo salga de su inmediatez, se exponga en su diferencia, y retorne a su ámbito propio en una figura espiritual que logre realizar el pleno saber de sí del espíritu. Aparentemente, el curso de semejante dramaturgia de los pueblos tiene como protagonista a un nosotros histórico-espiritual que persigue su absolución y su plena presencia a sí; pero la dramatización desborda la esfera finita de cada comunidad espiritual concreta, reintegrándola en ese juego dramático de lo absoluto, que no es sino el drama de la autoconcepción del espíritu absoluto y la dramatización especulativa del concepto.12 Así, pues, la dramaturgia absoluta consiste finalmente en la escenificación de la historia pensamiento del ser y en la puesta en escena del proceso de automanifestación del espíritu absoluto.

En ese sentido, dentro de la narración de la autoconcepción y absolución del espíritu, el pueblo desempeña una ambigua función dramática: en la actividad espiritual, es tanto actante sujeto como actante objeto en el curso del espíritu universal, tanto destinador como destinatario del pensamiento del ser, tanto auxiliar como oponente de la institución efectiva de la libertad en la autoridad soberana del Estado. En todo caso, su estatuto histórico-filosófico no es el de una naturaleza autóctona o el de una identidad abstracta, ni consiste en una unidad sustancial inmediata que no se exteriorice y autoconciba como sujeto, para así lograr el saber de sí y la autodeterminación racional. Y es que el pueblo sólo puede resultar cabalmente concebido como una figura y un momento dramático en el seno de algún relato o despliegue narrativo, que le confiere su sentido y rol.

Pero, además, el drama de lo absoluto consiste en un trenzado de relatos diversos, que a veces aparentan interrumpir sus cabos, deshacer sus nudos o, incluso, invertir otros hilos conductores de la narrativa de la absolución del espíritu. Tan pronto parece que la inmediatez de la eticidad de los pueblos se va tornando autoconsciente en las esferas espirituales de la moralidad y la religión, para finalmente lograr su plena presencia a sí en el saber absoluto del espíritu; como, en un sentido aparentemente inverso, la autocerteza moral y el abstracto saber de sí dan paso a la efectiva realización de la libertad y la razón, en esa esfera de reconocimiento concreto que es la eticidad de los pueblos. Tan pronto parece que el espíritu logra una autoconciencia universal al realizar el pleno reconocimiento de los singulares en un pueblo particular; como nos encontramos con que los pueblos constituyen únicamente relevos pasajeros en el despliegue del drama de la absolución espiritual. Tan pronto el pueblo representa la más armoniosa totalidad ética; como se nos aparece en tanto que parte sin parte en la soberanía estatal, estado sin el saber de sí del Estado soberano. ¿Constituye, entonces, el sistema hegeliano un contrapunto de relatos diversos, los cuales serían los diferentes hilos con que se teje el drama de lo absoluto? ¿Se entenderían, así, los diferentes roles actanciales que una misma categoría (como la de pueblo) puede desempeñar en la dramatización del espíritu absoluto?

Si consideramos el sistema hegeliano como un ciclo narrativo y un contrapunto de relatos que encuentran su unidad en el drama de la absolución espiritual, resulta razonable preguntarse por los roles actanciales que desempeña el pueblo dentro de la trama narrativa, en vez de pretender definir unívocamente las determinaciones del concepto de pueblo, en su indeterminación abstracta. En todo caso, esta aproximación narrativa al sistema hegeliano nos va a enfrentar a una dificultad adicional: así como los roles actanciales sólo resultan comprensibles a partir de la trama narrativa; del mismo modo, el sentido del relato siempre aparece configurado desde algún género de construcción de la trama narrativa. No en vano, la unidad dramática que provee la construcción trágica de la trama no es la misma que aquella que la comedia aporta.13 Aunque tanto la tragedia como la comedia sugieren la posibilidad de una relativa liberación con respecto a nuestra condición de caída y escisión, la manera de estructurar el sentido del relato pone de manifiesto marcadas diferencias entre ambos géneros. En la trama cómica, se mantiene la esperanza de la elevación del agente por sobre su situación contingente, mediante la perspectiva de una reconciliación final y una reunión feliz de las instancias dramáticas en juego; semejantes reconciliaciones se simbolizan a través de esas ocasiones festivas y esos momentos de exuberante armonía, que abundan en la comedia, y en los cuales el espíritu logra tanto la vinculación intensiva, como la elevación a una nueva experiencia. Sin embargo, en el entramado de la tragedia no encontramos reconciliaciones felices, sino una profundización del estado de escisión que desencadenó el conflicto trágico; de esa manera, los agentes se hunden cada vez más en la destinación del desgarramiento y, desde la conmoción trágica, se enfrentan a los límites inevitables de la acción humana, es decir, a la repetición eterna de esa imposibilidad que se opone fatalmente a una reconciliación absoluta.14

En ese sentido, no sólo hay que preguntarse por los roles actanciales reservados al pueblo dentro del drama del espíritu, e interrogarse acerca de los diversos relatos en que se entreteje la narración del papel del pueblo en la vida del espíritu; también habremos de formular la cuestión de cuál es el género dramático en que se inscribe el drama hegeliano de la absolución del espíritu a través de la historia universal. Podemos anticipar que, en el drama absoluto de la absolución espiritual, la escisión trágica que enfrenta al hombre a cierta destinación va a resolverse en la reconciliación cómica y en la elevación espiritual por sobre las diversas figuras de la finitud. De esa manera, la narrativa hegeliana encuentra su hilo conductor en cierto tránsito tragicómico desde la comprensión de la escisión trágica que atraviesa cada momento histórico-espiritual, hasta la resolución cómica del drama de la historia universal, como un proceso de reconciliación y elevación progresiva del reino del espíritu.15 En suma, dentro del drama absoluto de la absolución del espíritu, la reconciliación en la divina comedia de la historia universal constituye la verdad de la tragedia.16

3. De la tragedia a la comedia

En la narrativa hegeliana del despliegue espiritual de los pueblos, se expresa de modo recurrente una misma estructura dramática (la propia secuencia de todo drama): el relato que va desde la manifestación inmediata, pasando por la escisión y el momento de la diferencia, hasta lograr la reapropiación bajo una nueva figura espiritual, la cual coincide con la absolución del espíritu del pueblo en la historia universal. En ese sentido, escritos hegelianos como El Sistema de la Eticidad escenifican la primera figura del drama espiritual de los pueblos: se trata de la inmediatez de una identidad absoluta, lograda en la universalidad concreta que encarna la esfera ética de un pueblo.17 No en vano, la eticidad de un pueblo realiza la autoconciencia absoluta y la unidad plena de los individuos, de tal modo que, en el seno del pueblo, la universalidad espiritual se halla presente de modo inmediato (como intuición intelectual) en la conciencia de los particulares; éstos, por su parte, se realizan al ser en común, si se reconocen recíprocamente y quedan incorporados en la totalidad orgánica del pueblo. Y es que la comunidad ética de un pueblo no consiste en una multitud sin relación o en la pluralidad dispersa de las diferencias individuales; sólo la universalidad concreta de un pueblo realiza esa totalidad orgánica que integra toda conciencia particular y toda singularidad individual, en la indiferencia viviente del espíritu que nos vincula.18 Así, pues, la eticidad del pueblo constituye la realidad inmediata en que los individuos se reconocen; como automanifestación de la universalidad concreta el pueblo es, por tanto, la figura inmediata de la identidad y unidad absolutas. En palabras de Hegel:

    "En tanto que el pueblo constituye la indiferencia viviente y está aniquilada toda diferencia natural, el individuo se contempla en cada uno como sí mismo, llegando a la más alta objetividad del sujeto (Subjektobjektivität); y precisamente por ello, esta identidad de todos no es una identidad abstracta, no es una igualdad propia de la burguesía (Bürgerlichkeit), sino una igualdad absoluta, y una igualdad intuida, una igualdad que se presenta en la conciencia empírica, en la conciencia de la particularidad; lo universal, el espíritu, está en cada uno y para uno, incluso en tanto que se trata de algo singular o individual (Einzelnes)."19

También en otros escritos del periodo de Jena, como la Filosofía real, Hegel insiste en que la libertad autoconsciente de los singulares sólo se cumple efectivamente en el espíritu de un pueblo, de tal manera que los individuos singulares reconocen en la voluntad general su voluntad particular, al mismo tiempo que resultan reconocidos en su singularidad.20 En ese sentido, el pueblo no sólo se presenta como esfera concreta de reconocimiento, sino, también, en tanto que fuerza efectiva de la voluntad general que conserva su propia unidad:

    "Lo general es pueblo, masa de los individuos en general, el todo existente, el poder general; su fuerza frente al singular es irresistible, y su necesidad y aplastante poder y la fortaleza que cada uno tiene por estar reconocido, es la del pueblo. Pero esta fuerza es efectiva sólo en tanto en cuanto mantiene su unidad, sólo como voluntad. La voluntad general es la voluntad de todos y cada uno; pero como voluntad es simplemente sólo este sí mismo, mientras que el hacer de lo general es esa unidad; la voluntad general tiene que concentrarse en ese uno."21

De ese modo, se abre una encrucijada trágica en la vida del espíritu del pueblo, que se ve escindido así: por una parte, la voluntad general se concentra en la unidad inmediata de cierto individuo natural, en el poder del príncipe, quien constituye el vínculo inmediato del todo; pero, por otra parte, el pueblo termina configurándose como pluralidad de individuos o masa de particulares, la cual enajena su voluntad en la voluntad general, y se ve enfrentada a la fuerza vinculante y a la unidad natural que el poder del príncipe encarna. En todo caso, este desdoblamiento del pueblo (que, de totalidad ética inmediata, pasa a ser masa de particulares contrapuestos y subordinados a la fuerza vinculante del poder del príncipe) encuentra cierta mediación espiritual en el seno de la totalidad orgánica del Estado y a través de la distribución de funciones entre los diversos estamentos que constituyen el orden estatal.22 Así, pues, el drama del espíritu de los pueblos comienza a perfilarse como una narración dramática de la absolución espiritual, a través de la exteriorización, la autoenajenación y el despliegue de las diferencias, para retornar a una unidad plenamente autoconsciente y lograr un saber absoluto de sí.23

El momento álgido de escisión trágica en el drama de la absolución espiritual lo hallamos en la Fenomenología del espíritu. En tanto que realización sustancial de la autoconciencia universal, el espíritu es la realidad ética que constituye tanto el presupuesto del obrar de todos y cada uno, como la obra universal de las autoconciencias singulares.24 Así, pues, las figuras espirituales de la conciencia, la autoconciencia y la razón sólo se cumplen efectivamente en la realización esencial de un mundo espiritual, la cual se da de modo inmediato como la esfera ética que sostiene la vida y actividad del espíritu. Precisamente, el espíritu existe de modo inmediato como la esfera histórico-espiritual de un pueblo, en el seno de la cual se realiza sustancialmente la autoconciencia ética; sólo en la comunidad espiritual de un pueblo se hace efectiva y cobra vida la acción ética:

    "El espíritu es la vida ética de un pueblo en tanto que es la verdad inmediata; el individuo que es un mundo. El espíritu tiene que progresar hasta la conciencia de lo que es de un modo inmediato, tiene que superar la bella vida ética y alcanzar, a través de una serie de figuras, el saber de sí mismo. Pero estas figuras se diferencian de las anteriores por el hecho de que son los espíritus reales [reale], auténticas realidades, y en vez de ser solamente figuras de la conciencia, son figuras de un mundo."25

En ese sentido, en el drama hegeliano de la absolución del espíritu, la 84 inmediatez ha de ser superada de modo que, a través de la escisión y el desdoblamiento, se recobre el pleno saber de sí; por ello, el espíritu ha de salir de la inmediatez de la vida ética de un pueblo, para que pueda emerger la autoconciencia plena del espíritu absoluto.26 Pero lo que desencadena este tránsito espiritual no es sino la propia escisión trágica, el desdoblamiento interno que atraviesa la eticidad inmediata de los pueblos. La sustancia ética inmediata constituye tanto la esencia universal, como la realidad singularizada de la autoconciencia; tanto la existencia inmediata, como el obrar autoconsciente; tanto el presupuesto, como la meta.27 En la medida en que la sustancia ética existe a través de estos momentos contrapuestos, la escisión trágica se instala en la vida del espíritu: ciertamente, la esfera sustancial del pueblo se torna autoconsciente en la ley humana; pero, a esta ley ética, se contrapone la unidad natural de la familia, la cual se reúne en torno a sus antepasados y, así, cumple una ley divina. El desdoblamiento trágico de la esfera ética del pueblo genera una escisión fatal entre la ley divina y la ley humana, entre la familia y la ciudad, entre los deberes hacia lo singular y los deberes hacia lo universal, entre el pathos interior y el pathos cívico. No en vano, la autoconciencia ética contrapone sus derechos a los que la esencia ética reclama; pero, de ambos lados, se patentiza cierta unilateral falta de saber. Y es debido a la unilateralidad de estos momentos del pathos inmediato, por lo que la inmediatez de la vida ética se hunde en la representación de un destino tan ciego como necesario, el cual corresponde a una autoconciencia tan abstracta como vacía.28 En ese sentido, la unidad inmediata de la comunidad ética del pueblo encuentra su destino espiritual en una nueva figura que, no obstante, sigue constituyendo un momento escindido y desdoblado, a saber: la universalidad abstracta de la persona jurídica, que se realiza mediante la relación de equivalencia formal entre los individuos de una sociedad atomizada, y se basa en la vacía independencia personal garantizada por el derecho.29 En conclusión, la tragedia que marca la actividad inmediata de los pueblos concluye con la manifestación de una falta de saber o un pathos unilateral que deviene destino; pero semejante escisión trágica resulta superada bajo el imperio de la universalidad abstracta y formal, desprovista del espíritu viviente de los pueblos.30 De este modo se señala el hilo dramático para que el espíritu retorne a sí, superando sus desdoblamientos y escisiones, hasta que logre finalmente su absolución en un pleno saber de sí y en la presencia absoluta a sí. El destino de los pueblos consiste en superar su naturaleza inmediata, para verse desbordados por formas de reconocimiento más universalistas y por realizaciones espirituales más profundamente autoconscientes; sólo así se cumple la absolución del espíritu en la historia del pensamiento del ser. Nuevamente, la comedia de autoabsolución del espíritu a través de la historia universal recobra su privilegio dramático sobre la conmoción trágica, y, de ese modo, se restablece cierta unidad narrativa en el drama de lo absoluto.

Del mismo modo que ocurría en escritos anteriores, también en los "Principios de la filosofía del derecho", los pueblos aparecen vinculados a la realización de la sustancia ética, es decir, al cumplimiento efectivo de la libertad autoconsciente y la autonomía racional, dentro de la esfera de un nosotros histórico-espiritual y en el mundo existente de una comunidad concreta de reconocimiento. Y es que, en el seno de la vida ética de un pueblo, los individuos reconocen su propia esencia, y ven concretarse los principios compartidos de sus derechos y deberes inmanentes. No en vano, en el espíritu de los pueblos, se hace posible realizar efectivamente la autoconciencia y la objetivación de la libertad, de tal manera que se pueda dar el reconocimiento de la voluntad particular en una voluntad que concilia lo individual y lo universal.31 Claro que, nuevamente, el espíritu de los pueblos ha de autoconcebirse y realizar su concepto; otra vez, se despliega el esquema dramático que, en este caso, nos lleva del momento de la manifestación inmediata de una vinculación natural de la familia, y a través de la exterioridad formal de los individuos independientes en la sociedad civil, hasta lograr la universalidad sustancial en la constitución del Estado.32 De nuevo, la comunidad del pueblo no puede permanecer como una naturaleza inmediata o una unidad indiferente, sino que ha de exteriorizarse en sus momentos y desplegar sus determinaciones, a través de ese proceso dramático en que el espíritu trata de retornar a su ámbito propio y al pleno saber de sí.

En el drama de la realización efectiva de la libertad, que se representa en los "Principios de la filosofía del derecho", aparece muy marcado el momento trágico de la vida de los pueblos: la configuración de un pueblo nos confronta a cierta tensión entre el origen natural común y, por otra parte, la conciencia particular de unidades familiares dispersas que procuran la satisfacción de sus necesidades a través de la acción recíproca.33 En ese sentido, la vida ética de los pueblos resulta desbordada por el juego de las necesidades, las interacciones recíprocas y las formas de entendimiento que se despliegan en la sociedad civil; pero esta esfera de la sociedad civil exhibe una universalidad únicamente formal y abstracta, en tanto que momento de la diferencia y la dispersión de los individuos singulares, quienes persiguen satisfacer de modo colectivo sus necesidades particulares, sin poder evitar el conflicto entre los intereses contingentes. En la sociedad civil, llega hasta tal punto la atomización de la muchedumbre, la abstracción y mecanización del trabajo, así como la dispersión inducida por la necesidad, que el pueblo siempre corre el riesgo de caer en la condición miserable de una plebe.34 Así, pues, en el drama de la realización efectiva de la libertad espiritual, se hace necesario pasar a otra figura que aporte el reconocimiento pleno de la autoconciencia, y realice la unidad sustancial de lo universal y lo particular; esta esfera de realización de una totalidad ética sustancial no es otra que el Estado. En la universalidad objetiva de las instituciones del Estado, el espíritu de un pueblo se sabe a sí mismo sustancialmente libre y autoconsciente; de esa manera, el Estado constituye el fin inmanente universal que subordina a las esferas de la familia y la sociedad civil.35

Ahora bien, aunque el espíritu de los pueblos encuentre cierto ámbito propio dentro del cual organizar su voluntad libre en las instituciones estatales, cabe preguntarse qué papel desempeña efectivamente el pueblo en la constitución de la totalidad ética del Estado. Y es que, por una parte, Hegel reconoce que el Estado constituye el modo en que el pueblo se sabe como espíritu real, de manera que la constitución interna del Estado depende siempre de la autoconciencia general y la libertad subjetiva que le corresponden a cada pueblo determinado; por eso, no se pueden inventar constituciones a priori.36 Pero, por otra parte, resulta que, para Hegel, la soberanía, o sea la autocerteza orgánica y la autodeterminación última del Estado como identidad ideal decisional, no radica en el pueblo, sino en la persona del monarca, encarnación inmediata y natural de la unidad del Estado.37 Así, pues, sólo cabe hablar de soberanía de un pueblo, si con ello queremos indicar que un pueblo constituye un Estado exteriormente independiente de otros, o bien si expresamos lo mismo que al decir que la soberanía corresponde al Estado. Pero no tiene sentido oponer la soberanía del pueblo a la soberanía encarnada en el poder del príncipe, pues el pueblo sólo participa de las determinaciones y aspectos que son propios de la vida política, en la medida en que está organizado en la universalidad concreta del Estado; esto es, si se inscribe en la totalidad articulada de sus esferas institucionales, así como en la distribución específica de funciones entre los diversos estamentos socio-políticos que integran el organismo estatal. Como plantea Hegel:

    "Pero el sentido más usual en el que se ha comenzado a hablar de soberanía del pueblo, es el que la opone a la soberanía existente en el monarca. Tomada en esta contraposición, la soberanía del pueblo es uno de los tantos conceptos confusos que se basan en una caótica representación del pueblo. El pueblo, tomado sin sus monarcas y sin la articulación del todo que se vincula necesaria e inmediatamente con ellos, es una masa carente de forma que no constituye ya un estado y a la que no le corresponde ninguna de las determinaciones que únicamente existen en un todo formado y organizado: soberanía, gobierno, tribunales, autoridades, clases, etcétera. Al surgir en un pueblo el momento que corresponde a una organización, a la vida del estado, aquél deja de ser la indeterminada abstracción que se denomina con la palabra «pueblo» en la representación meramente general."38

En ese sentido, para Hegel, no cabe pensar que la soberanía del Estado, encarnada en el poder del príncipe, tenga su fundamento en la voluntad o en el bienestar del pueblo; como si la idealidad decisional y al majestad del poder del príncipe pudieran deducirse de la voluntad arbitraria de la multitud. Por el contrario, la multitud no tiene acceso al saber autoconsciente y a la voluntad racional, que hacen posible el gobierno del Estado desde un conocimiento idóneo de las instituciones.39 De esa manera, en el drama de la realización institucional de la libertad, el pueblo se inscribe como un significante sumamente ambiguo, el cual designa tanto el sujeto de la constitución política, cuanto una parte específica del organismo del Estado, esa parte sin parte en la soberanía del Estado, ya que ni siquiera sabe lo que quiere (sobre todo, cuando se sitúa en la perspectiva antagonista de una plebe que niega el orden del Estado). Y es que, como ilustra el modo inorgánico de expresión de lo que el pueblo quiere y opina, o sea la opinión pública, el pueblo se engaña por sí solo en la manifestación arbitraria de sus opiniones acerca de los acontecimientos (por más que la opinión pública, como afirma Hegel, contenga también cierto sano entendimiento común y determinado sentido ético, que subyacen a muchos prejuicios).40 De ahí que, en el organismo racional del Estado, la multitud de los individuos, esa masa amorfa del pueblo cuya acción resultaría elemental desenfrenada y caótica, no puede intervenir políticamente, a no ser bajo la forma de la representación de los diversos estamentos, así como a través de la mediación y universalización concreta de los intereses y necesidades de los individuos. En palabras de Hegel:

    "Lo que se suele comprender como pueblo, la multitud de individuos, es por cierto un conjunto, pero sólo como una acumulación, como una masa carente de forma, cuya acción sería precisamente por ello elemental, irracional, desenfrenada y terrible. Cuando respecto de la constitución todavía se oye hablar de pueblo, de ese conjunto inorgánico, se puede ya saber de antemano que no hay que esperar más que generalidades y equívocas declamaciones."41

No en vano, los estamentos socio-políticos constituyen un órgano mediador entre el gobierno y el pueblo; de hecho, al distribuir las funciones 89 de los círculos sociales particulares, inscribiendo y representando sus intereses en el organismo racional del Estado, los estamentos logran evitar que la masa amorfa del pueblo se oponga negativamente a las instituciones, y destruya la organización estatal.42

¿Qué lugar le corresponde, entonces, al pueblo en la organización del Estado? Simplemente, resultar subsumido bajo el orden de una representación orgánica que reproduce cierta articulación jerárquica, así como asumir que su única soberanía radica en reconocerse en la organización racional de las instituciones estatales. En ese sentido, el pueblo exhibe un desdoblamiento trágico a través del drama hegeliano de la realización de la libertad, toda vez que aparece escindido entre lo uno y lo múltiple, entre lo universal y lo particular: figura como sujeto constituyente, pero, también, como multitud desintegrada, que ha de ser incorporada en el reparto funcional y mediada en el orden de la representación orgánica, para configurar así la organización racional del Estado. En conclusión, en la filosofía del derecho hegeliana, el pueblo sólo deviene pleno sujeto político como momento y construcción del orden institucional del Estado; de ese modo, para que el espíritu del pueblo alcance el saber de sí, la autoconciencia sustancial y la autonomía racional, ha de negarse a sí mismo, es decir, ha de negar en sí la multitud constitutiva del pueblo, para reapropiársela orgánicamente. En ese sentido, resulta patente cómo el "pueblo" se inviste con el carácter de significante vacío y flotante, en la construcción de ese orden político-discursivo moderno que tan magistralmente trata de consumar Hegel: el "pueblo" se constituye a través de la inscripción inclusiva de un nosotros histórico-espiritual, mediante la universalización orgánica de lo particular; pero, al mismo tiempo, con el significante pueblo se traza una frontera excluyente que deniega la dispersión de singularidades y la actividad espontánea de la multitud.

En todo caso, topamos nuevamente con un desenlace cómico para los momentos trágicos del drama de la absolución del espíritu. Todo parte con la escisión trágica, que parece hundir la comunidad del pueblo en ese destino pseudo-natural que consiste en devenir populacho desintegrado.43 Pero todo se resuelve cómicamente en la reunión funcional de los círculos sociales particulares y en la feliz representación orgánica de los intereses estamentales, que los eleva a cierta universalidad concreta, siempre dentro de ese divino reino de la libertad realizada que es la totalidad ética del Estado.

Ahora bien, en las relaciones exteriores entre estados independientes, se despliega nuevamente un escenario dramático para la absolución del espíritu; otra vez se desencadenan los diversos actos de esa trama dramática (automanifestación-exteriorización-reapropiación), que atraviesa un momento trágico, para asumir posteriormente un desenlace cómico. De hecho, la soberanía política de un pueblo organizado como Estado se automanifiesta inmediatamente como poder absoluto; sin embargo, en su relación con otros pueblos, ha de garantizar su legitimidad, obteniendo el reconocimiento concreto de otros estados cuya independencia reconoce a su vez. En palabras de Hegel:

    "El pueblo es, en cuanto estado, el espíritu en su racionalidad sustancial y en su realidad inmediata, y por lo tanto el poder absoluto sobre la tierra. Como consecuencia de ello un estado tiene frente a otro una autonomía soberana. Ser en cuanto tal para los otros, es decir ser reconocido por ellos, es su primera y absoluta legitimación."44

De esa manera, las relaciones multilaterales entre estados están marcadas por cierta exterioridad contingente, es decir, por el juego conflictivo entre las voluntades particulares de los diversos estados autónomos, que luchan por el reconocimiento recíproco de su soberanía; no hay instancia supraestatal alguna que pueda mediar o arbitrar en las relaciones interestatales.45 Sin embargo, la exterioridad inevitable y el conflicto trágico que caracterizan a las relaciones interestatales resultan superados en el seno de una realidad espiritual que aporta el elemento universal, en torno al cual se integran dialécticamente las figuras finitas de los espíritus de los pueblos particulares: se trata del espíritu del mundo, tal y como se manifiesta en la historia universal.46 En ese sentido, el drama de la realización de la libertad en las relaciones interestatales tiene su desenlace cómico con la absolución del espíritu en la historia universal; ésta no es sólo la trama narrativa universal que surge de la dialéctica de los espíritus de los pueblos particulares, sino que, además, constituye el único tribunal universal que puede juzgar racionalmente y reclamar derechos sobre los diferentes momentos del desarrollo espiritual hacia la plena libertad autoconsciente y la efectiva absolución. Desde luego, este tribunal de la historia universal no asume la figura trágica de la necesidad irracional de un destino ciego; se trata, más bien, de la absolución y reconciliación cómica del espíritu universal que, a través de sus momentos finitos, va aprehendiéndose en su ser y retorna a sí desde la enajenación, para realizar una figura superior en la autoconciencia de su libertad.47

En el drama absoluto del espíritu universal, rige, por cierto, esa tan cómica astucia de la razón que hace que los pueblos, estados e individuos particulares operen como instrumentos inconscientes de los planes providenciales, orientados al logro de la absolución del espíritu en figuras superiores.48 En ese sentido, las realizaciones de pueblos, estados e individuos sólo adquieren una relevancia ideal, siempre desde la perspectiva de la absolución del espíritu en la historia universal; por ello, el pueblo que encarne naturalmente el momento ideal del espíritu universal en su estadio presente adquiere un derecho absoluto que sitúa al espíritu de ese pueblo más allá del juicio y la justicia convencionales.49 Ahora bien, de esa manera se restablece cierta trama trágica en la historia universal: el drama del auge y caída de los pueblos. Se trata de una destinación necesaria, en virtud de la cual cada pueblo alcanza su momento de gloria al desarrollar y hacer florecer su principio particular, de manera que logre patentizar la idea del espíritu universal en su estadio actual; pero, cuando el pueblo consuma las determinaciones de su principio particular, y consigue reflexionarlas en su concepto, estamos ya asistiendo a la declinación de la iniciativa de ese pueblo. En ese momento, resulta necesario el tránsito espiritual hacia un nuevo principio superior y hacia un nuevo pueblo, que toma el relevo como protagonista de la historia universal:

    "La historia particular de un pueblo histórico contiene en primer lugar el desarrollo de su principio, desde su primitiva situación infantil hasta su florecimiento, en el que alcanza una libre autoconciencia ética e ingresa en la historia universal. En segundo lugar está el período de su decadencia y corrupción, pues allí se señala en él el surgimiento de un nuevo principio como lo meramente negativo del suyo propio. Con esto se indica el tránsito del espíritu al nuevo principio y de la historia universal a otro pueblo. En ese período aquel pueblo ha perdido el interés absoluto, y si bien puede asimilar positivamente el principio superior y formarse de acuerdo con él, se comportará como en un terreno ajeno, sin vitalidad ni frescura. Puede incluso perder su independencia, o bien mantenerse o sobrevivir como estado particular o en un círculo de estados, debatiéndose azarosamente en múltiples intentos interiores y guerras exteriores."50

Sin duda, el recurrente sentido trágico de la narrativa de la historia de los pueblos se patentiza dramáticamente a través de la contingencia exterior y de la lucha por el reconocimiento, en la cual los pueblos se encuentran inevitablemente involucrados, toda vez que está en juego el poder adquirir cierta relevancia en el curso de la historia universal.51 Pero, en el drama absoluto de la absolución del espíritu, el desenlace de la tragedia resulta siempre cómico, es decir, pasa por la reconciliación final y la reunión autoconsciente de las distintas figuras particulares de los espíritus de los pueblos, en un reino superior. De ese modo, se reafirma el sentido dramático de la narración de la absolución del espíritu a través de la historia universal, pues el espíritu recorre una y otra vez el trayecto que lo conduce desde su manifestación inmediata, pasando por la exteriorización de sus determinaciones y la exposición de la diferencia, hasta consumar su absolución en un pleno saber de sí y gracias a la plena presencia en un elemento espiritual propio. En palabras de Hegel:

    "Las ideas concretas, los espíritus de los pueblos, tienen su verdad y su destino en la idea concreta en su absoluta universalidad, en el espíritu del mundo, alrededor de cuyo trono se mueven como agentes de su realización y como testimonios y ornamentos de su magnificencia. En cuanto espíritu, no es otra cosa que el movimiento de su actividad de saberse absolutamente, o sea de liberar su conciencia de la forma de la inmediatez natural y llegar a sí."52

En sus lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Hegel representará este mismo drama de absolución espiritual a través de la historia universal. También allí se asume que el pueblo constituye la forma inmediata que el espíritu reviste, en la medida que la conciencia que el espíritu tiene de sí mismo se expresa concretamente, como una sustancia universal y determinada, en el orden ético de un pueblo. Así, pues, la autoconsciencia del pueblo orienta todos los fines e intereses de esa comunidad histórico-espiritual, y conforma las costumbres, el derecho, la religión, el arte, el estado, así como todos aquellos ámbitos en los cuales los individuos encuentran una atmósfera intelectual, más allá de la cual no pueden remontarse.53 En ese sentido, para Hegel, el espíritu del pueblo constituye el contenido "en sí y para sí" (la sustancia ética devenida sujeto autoconsciente y autodeterminada) que anima al Estado en todas sus determinaciones; junto con la forma universal que la labor de la cultura introduce, la sustancia ética del espíritu del pueblo conforma la estructura objetiva y la existencia concreta de la comunidad política del Estado. Así, pues, el Estado, en sentido amplio (como orbe ético y figura concreta en que se cumple la síntesis de la libertad subjetiva y de la universalidad objetiva), y no sólo como institución política del derecho público, requiere tanto de la singularización del espíritu de un pueblo, cuanto de la autoexpresión del pueblo como un todo orgánico estatalmente organizado.54 Pero, aunque el espíritu del pueblo sea una realización particular, sin embargo constituye una manifestación del espíritu universal en su marcha hacia la plena absolución; de ahí el estatuto ambiguo de los pueblos en la filosofía de la historia hegeliana: constituyen un principio único, pero, a la vez, existen como una figura particular subordinada al despliegue del espíritu absoluto. En todo caso, en el pueblo se realiza la conciencia que el espíritu tiene de sí mismo; en la autoconciencia del pueblo, el espíritu se convierte en objeto para sí mismo, y ha de realizar el mundo histórico-espiritual adecuado a su concepto, de modo tal que se cumpla la idea de sí mismo (en determinada forma de religión, arte, costumbres, Estado, etc.). Se trata, por tanto, de que cada pueblo, como existencia natural de un mundo espiritual, despliegue y cumpla su propio principio interno, para que, así, el espíritu universal pueda ir alcanzando la plena absolución y realizar su libre autoconsciencia.55

El esquema dramático de la narración en que los pueblos operan como eslabones para la absolución del espíritu universal cobra cierto sentido trágico cuando se trama el relato de la grandeza y decadencia de los pueblos. Cada pueblo ha de desarrollar un principio, en el comienzo implícito como tendencia, y que sólo progresivamente se explicita y exterioriza. Pero, cuando el pueblo consigue desarrollar todas sus determinaciones (desplegando su propia forma de arte, ciencia, religión, Estado, costumbres, etc.), de manera que consuma un mundo histórico espiritual, en ese momento comienza también la declinación de ese pueblo, que pierde la iniciativa, y cae en la inercia de estructuras institucionales cristalizadas y sin vida. En ese sentido, el espíritu de un pueblo prepara trágicamente su propia decadencia, que se manifiesta como particularismo, corrupción interna y violencia, tanto interior como exterior. Y, sin embargo, cada pueblo que alcanza relevancia y luego perece en la historia universal constituye tan solo una etapa en la progresión del espíritu hacia su plena absolución; no en vano, la forma universal que el espíritu de un pueblo hizo significativa en la historia (es decir, cierta idea autoconcebida) trasciende en otro pueblo, el cual se hace cargo del elemento universal que estaba presente en el mundo histórico-espiritual ya caduco, para elevarlo a una configuración espiritual superior.56 De esa manera, el drama de la absolución del espíritu a través de la historia universal vuelve a perfilarse como cierta divina comedia.57 Se trata de poner de manifiesto el proceso divino de absolución espiritual, dirigido a consumar la autoconciencia plena y la realización sustancial de un ámbito propio en el cual el espíritu logre saberse a sí mismo de modo absoluto:

    "La historia universal es la manifestación del proceso divino absoluto del Espíritu en sus figuras más altas, la marcha gradual por la que alcanza su verdad y toma consciencia de sí. Los pueblos históricos, los caracteres determinados de su eticidad colectiva, de su constitución, de su arte, de su religión, de su ciencia, constituyen las configuraciones de esa marcha gradual. Franquear esos grados, tal es el deseo infinito y el impulso irresistible del Espíritu universal, porque tanto la articulación como la realización de esos grados son el concepto mismo de ese Espíritu. Los principios de los espíritus de los pueblos, en la serie necesaria de su sucesión, no son sino los momentos del único Espíritu universal. Gracias a ellos, él se eleva en la historia a una totalidad transparente a sí misma y aporta con ella la conclusión."58

En ese sentido, esta divina comedia, con la cual se cancela la tragedia de la vida de los pueblos en el drama de la historia universal, introduce en la narrativa hegeliana el relato de una teodicea. El mal, la negatividad y la escisión, que se hacen presentes inevitablemente en los momentos trágicos de la historia, se tornan inteligibles y devienen racionales, sólo cuando los inscribimos en cierta trama providencial, a través de la cual el narrador del drama absoluto expone el despliegue narrativo del drama de la absolución espiritual.59

4. Una conclusión inconclusa: la apertura de la agencia histórico-política

Después de haber seguido la dramatización hegeliana de la vida de los pueblos, cabe extraer algunas conclusiones, no tan sólo referentes a la construcción narrativa de las identidades histórico-políticas, sino, también, relativas a la ambigüedad constitutiva de las categorías limítrofes que configuran nuestros órdenes político-discursivos. En primera instancia, debemos reconocer que la dialéctica hegeliana aporta una versión sostenible de la agencia histórica-política, sumamente alejada de toda tentación primordialista de sustancializar o naturalizar las identidades colectivas. De hecho, en la filosofía hegeliana, la identidad colectiva del pueblo no consiste en una naturaleza inmediatamente dada; constituye un proceso y un quehacer, a través de los cuales cierta comunidad histórico-espiritual ha de llegar a ser sí misma, devenir sujeto, y lograr un ámbito propio en que realizar efectivamente su libertad. Así, pues, la constitución de la agencia colectiva del pueblo resulta concebida como una experiencia dialéctica de mediación de la inmediatez de las condiciones naturalmente dadas; se trata de un proceso a través del cual el nosotros histórico-espiritual del pueblo actúa en tanto que sujeto y objeto, como constructor de su destino y destinatario de su obra. De más está recordar que esta aventura dialéctica del pueblo no tiene como horizonte la autoclausura y naturalización de cierta identidad colectiva, sino el cumplimiento concreto de la autoconciencia y la libertad histórico-espiritual.

En todo caso, a través de la ambivalente concepción hegeliana del pueblo, se pone de manifiesto que Hegel recela profundamente del principio de igualdad, a pesar de que éste ha sido decisivo en el curso del movimiento democrático moderno. Para Hegel, la extensión de la igualdad abstracta corresponde a una exigencia vacía, planteada desde la perspectiva exterior del entendimiento formal; el igualitarismo constituiría un punto de vista incapaz de concebir el principio interno de las comunidades políticas modernas, la realización efectiva de la eticidad del Estado y la organización inmanente de la libertad pública. En ese sentido, el ambivalente concepto de "pueblo" que Hegel desarrolla (comunidad política estatalmente instituida y, a la vez, trasfondo espiritual expresado en una forma de vida cultural) se opone polémicamente al "pueblo", a las multitudes y a las mayorías del movimiento democrático moderno. Hegel considera que ese pueblo (para el cual el movimiento democrático demanda soberanía e igualdad), no conforma sino una muchedumbre indeterminada y amorfa, incapaz de concebir la organización efectiva de la libertad pública y de la soberanía autorizada en el Estado. Como contrapartida, Hegel privilegia el principio del sujeto, al interpretar las opciones de la realización de la libertad en el Estado moderno; asume la importancia del reconocimiento de los sujetos particulares y de la garantía de los derechos individuales en el marco del Estado moderno, pero también consagra la autoridad soberana que inviste las instituciones y determinaciones del Estado (y el poder del monarca como sujeto decisional). De ese modo, el principio del sujeto informa la concepción hegeliana de la agencia política; aunque se trata de una modalidad de sujeto que es, en realidad, un proceso abierto de subjetivación, el cual requiere de la diferenciación y del reconocimiento de los momentos particulares, así como involucra la articulación inmanente de una soberanía autorizada. Hegel no concibe, pues, al pueblo como una identidad inmediata y abstracta, ni como una dispersión indeterminada de particulares únicamente vinculados por el número mayoritario. Bajo el signo del sujeto (y de la inquietud de la autoabsolución y la reapropiación de sí), el pueblo constituye una tarea de singularización efectiva de formas de vida con un trasfondo común ético-espiritual, que concreten modalidades de reconocimiento públicamente autorizadas y conquisten un ámbito propio de soberanía política institucionalizada.

Por otra parte, la constitución dialéctica de la experiencia del nosotros tiene un trasfondo narrativo en la obra de Hegel: se trata de una construcción de corte dramático, en que el espíritu rompe con su inmediatez, se exterioriza en su diferencia y se reapropia en su plena presencia, logrando así la absolución. En semejante entramado dramático, el pueblo cumple diversos roles actanciales a través de la narración de la absolución del espíritu y en el drama de la consumación del saber absoluto espiritual. En todo caso, la unidad narrativa del sistema hegeliano no es obvia (no se da inmediatamente como una identidad absoluta), pues la obra de Hegel constituye un contrapunto de diversos relatos del quehacer espiritual, a saber: la alienación espiritual, el autocercioramiento del sujeto, la expresión del nosotros, la organización de la libertad, el ardid de la razón, la lucha por el reconocimiento e, incluso, la teodicea del Espíritu. Además, estos diferentes recorridos narrativos se entrelazan e invierten de modo complejo en la trama del sistema hegeliano. Aun así, el esquema propio del drama (automanifestación-exteriorización-reapropiación) sirve como unidad narrativa inmanente que ordena el conjunto de los relatos. Por cierto, hemos podido apreciar que, en la construcción narrativa del sistema hegeliano, se repite insistentemente una misma secuencia dramática en el modo de tramar los relatos, aquélla que va de la escisión trágica, al momento cómico de la reconciliación y elevación espirituales.

Con respecto a la ambigüedad de significantes políticos limítrofes tales como el término "pueblo", cabe señalar que la filosofía hegeliana ilustra muy exactamente cómo operan los significantes vacíos y flotantes, en torno a los cuales se organiza el orden político-discursivo de la modernidad. Y es que, en el relato hegeliano de la absolución del espíritu a través de la historia universal, el significante "pueblo" exhibe una marcada ambigüedad: en el quehacer espiritual, el pueblo es sujeto y objetivación, parte y todo, universalidad e individualidad. Además, esta ambigüedad se refuerza a través de la inscripción del significante "pueblo" (Volk) en una cadena de significantes, la cual comprende el arco semántico que va desde el espíritu del pueblo (Volksgeist) hasta el populacho o plebe (pöbel). En ese sentido, podemos sostener que la narrativa hegeliana lleva a cabo una deconstrucción implícita del orden político-discursivo basado en la categoría fundadora de "pueblo", al remarcar su ambigüedad y contingencia constitutivas.

Y, sin embargo, la filosofía hegeliana nos plantea una sutil invitación a comprometernos en la construcción y organización de la agencia colectiva del nosotros histórico-espiritual en que nos hallamos involucrados. Por más que el significante "pueblo" constituya un significante vacío, así como una construcción histórico-semántica contingente en la narración dramática de la historia universal, Hegel nos conmina a reconocernos en el nosotros histórico-espiritual y a hacernos cargo de su mundo efectivo. No se trata, como es obvio, de conformarse pasivamente con la inmediatez de nuestro mundo epocalmente dado, pues lo que está en juego es la organización de un ámbito propio en que el nosotros histórico-espiritual realice su libertad autoconsciente. Por lo demás, el mundo histórico-espiritual de cada pueblo no agota la vida del espíritu, sino que es apenas un relevo en ese proceso que nos lleva a profundizar sustantivamente el contenido universalista de nuestras experiencias, tanto intelectuales como práctico-políticas. Desde luego, Hegel no consagra un universalismo abstracto, que se limite a imponer exteriormente a todas nuestras experiencias histórico-espirituales el mismo esquematismo formal e idéntico imperativo vacío; pero tampoco se atrinchera en un contextualismo perspectivista, que tan sólo asuma la singularidad insuperable y la autoclausura inconmensurable de toda posición histórico-espiritual. Más bien, la tentativa hegeliana pasa por explorar las opciones de cierto universalismo contextualista, que se hace cargo de la universalización de nuestros horizontes concretos de experiencia y expectativa, pero reconociendo que no podemos saltar por sobre la condición histórico-espiritual del nosotros presente en que estamos involucrados. El desafío que Hegel nos propone consiste, por tanto, en ir logrando un enriquecimiento de nuestra autocomprensión espiritual, a través del quehacer concreto de la historia universal. En definitiva, la tragicomedia de los pueblos en la historia universal tiene como compleja trama conductora el contrapunto de aventuras de nuestro extrañamiento y absolución espirituales, es decir, la realización de la razón autónoma y la libertad autoconsciente en la historia, pero, también, la profundización de las experiencias de autoexpresión y reconocimiento en nuestra comunidad epocal. Se trata, en suma, de enriquecer la apropiación rememorante de los momentos culminantes en nuestro decurso histórico-espiritual, así como de promover la elevación espiritual a nuevas figuras más sutiles en la historia del pensamiento del ser; pero, asimismo, estamos hablando del cumplimiento de formas más plenas de reconocimiento que vayan ampliando la esfera del nosotros histórico-epocal.


Pie de página

1Cfr. Agamben, G. . "¿Qué es un pueblo?", en Medios sin fin, Pre-Textos, Valencia, 2001, pp. 31-36.
2Cfr. Arendt, H. Sobre la revolución, Alianza Editorial, Madrid, 1988, pp. 76-80.
3Cfr. Habermas, J. "¿Qué es un pueblo?", en La constelación postnacional, Paidós, Barcelona, 2000, pp. 19-23.
4Cfr. Laclau. La razón populista. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005, caps. 4 y 5.
5Ibídem.
6En opinión de Hyppolite, éste es un planteamiento fundamental del hegelianismo: "No es dudoso que desde sus primeros trabajos de juventud y particularmente en Tübingen, Hegel piense la vida espiritual como vida de un pueblo. Los términos que emplea en esta época son característicos en este sentido; habla del espíritu de un pueblo (Volksgeist), del alma de un pueblo (Seele des Volks), del genio de un pueblo (Genius des Volks). Pronto buscaremos los orígenes de estas expresiones en la filosofía de su tiempo, pero ellas señalan ya netamente uno de los rasgos característicos del pensamiento hegeliano. Entre el individualismo y el cosmopolitismo, Hegel busca el espíritu concreto como espíritu de un pueblo. La encarnación del espíritu es una realidad a la vez individual y universal, tal como se presenta en la historia del mundo bajo la forma de un pueblo. La humanidad sólo se realiza dentro de los diversos pueblos que expresan a su manera, la cual es única, su carácter universal". (Hyppolite, J., Introducción a la filosofía de la historia de Hegel, Ediciones Calden, Buenos Aires, 1970, p. 20).
7Cfr. Durán, E. "Nación y Estado: el concepto de «pueblo» en Hegel", en: Dialéctica, 1979, I V, no. 7, pp. 43-58.
8Cfr. Ibídem.
9Cfr. Ilting, K. H. "La estructura de la «Filosofía del Derecho» de Hegel", en: G. Amengual, Estudios sobre la «Filosofía del Derecho» de Hegel. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, p. 83, nota.
10En ese sentido, con la concepción del espíritu de los pueblos ocurre lo mismo que con el pensamiento del Estado en la filosofía política hegeliana: constituye tan sólo un momento del saber filosófico total y de la historia del pensamiento del ser. Cfr. Bourgeois, B., El pensamiento político de Hegel, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1972, pp. 12-14.
11Cfr. Ibídem, pp. 17-20.
12Cfr. Ibídem.
13Cfr. Hayden White. Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2001, pp. 20-21.
14Según White: "Las reconciliaciones que ocurren al final de la comedia son reconciliaciones de hombres con hombres, de hombres con su mundo y su sociedad; la condición de la sociedad es representada como más pura, más sana y más saludable como resultado del conflicto al parecer inalterablemente opuestos del mundo; se revela que esos elementos son, a la larga, armonizables entre sí, acordes consigo mismos y con los otros. Las reconciliaciones que ocurren al final de la tragedia son mucho más sombrías; son más de la índole de resignaciones de los hombres a las condiciones en que deben trabajar en el mundo. De esas condiciones, a su vez, se afirma que son inalterables y eternas, con la implicación de que el hombre no puede cambiarlas sino que debe trabajar dentro de ellas. Ellas establecen los límites de lo que se puede pretender y lo que se puede legítimamente proponer en la búsqueda de seguridad y salud en el mundo". (Ibídem, p. 20). Por cierto, la reflexión sobre el espíritu de la tragedia y de la comedia tiene implicaciones filosóficas en la obra de Hegel, tal y como Hyppolite ha planteado: "Tragedia y comedia no son sólo cuadros estéticos sino que traducen posiciones filosóficas de la conciencia. Pero estas posiciones no son equivalentes. La comedia es la elevación del hombre por sobre el destino; la tragedia, por el contrario, es el reconocimiento del destino y su reconciliación con él". (Hyppolite, Introducción a la filosofía de la historia de Hegel, ed. cit., p. 103).
15Ciertamente, el aspecto trágico es tan relevante en la vida del espíritu, que se le ha llegado a atribuir una concepción "pantrágica" del mundo a Hegel, tal y como hace Hyppolite: "Pero la historia del mundo es esta tensión trágica según la cual la vida infinita inmanente a sus manifestaciones exige de cada una de ellas una superación incesante de sí. Cada una expresa y no expresa lo absoluto. Es por esto que ella muere y deviene. Es en esta reconciliación con su destino que el espíritu se eleva verdaderamente a la libertad. La dialéctica hegeliana no hará, más tarde, sino traducir en términos lógicos esta visión pantrágica del mundo. La negatividad está en el seno mismo de lo absoluto, el que no podría ser concebido independientemente de ella, como si pudiera ser al margen de lo trágico de la historia universal". (Hyppolite, Introducción a la filosofía de la historia de Hegel, ed. cit., pp. 103-104). No obstante, existen razones de peso para sostener un desenlace cómico del drama de la absolución espiritual a través de la historia universal; como sostiene White: "El propósito de Hegel es justificar la transición de la comprensión de la naturaleza trágica de cada civilización específica a la comprensión cómica del drama en desarrollo de la totalidad de la historia. Así como en la Fenomenología del espíritu sugería que la visión cómica de Aristófanes era superior a la visión moral contenida en la visión trágica de Eurípides, en su consideración de la historia del mundo trató de dotar a la totalidad de la historia con una importancia cómica que se basa en las implicaciones de una concepción meramente trágica del curso de la vida en general histórica, responde a ellas y sin embargo las trasciende". (White, Metahistoria, ed. cit., pp.118-119).
16Según Bourgeois: "Ciertamente, la comedia es aquí también la verdad de la tragedia, como lo Uno es, para el optimismo hegeliano, la verdad de lo Múltiple: el Dios de Hegel es, en cierto sentido, la divina comedia. Pero lo Uno es la verdad de lo Múltiple en tanto que es lo Uno de lo Uno y de lo Múltiple; lo verdadero es lo singular, es decir, la unidad del punto de vista de lo universal y del punto de vista de lo particular, y por consiguiente la unidad del juego cómico y de lo serio trágico en suma, el juego serio del drama. La comedia del Padre y la tragedia del Hijo tienen como verdad el drama del Espíritu, verdadero Absoluto". (Bourgeois, El pensamiento político de Hegel, ed. cit., p. 20).
17Cfr. Hegel, G. W. F., El Sistema de la Eticidad. Editora Nacional, Madrid, 1983, pp. 155-158.
18Cfr. Ibidem, p. 157.
19Ibídem.
20Cfr. Hegel, G. W. F., Filosofía real. Fondo de cultura Económica, Madrid, 1984, p. 210.
21Ibídem.
22Cfr. Ibídem, pp. 210-217.
23Este desdoblamiento trágico corresponde a la posición absoluta del espíritu, dentro de la filosofía de la conciencia que empieza a esbozarse en la obra de Hegel; ya no será el reconocimiento intersubjetivo, sino la autorreflexión del espíritu, lo que dé cuenta de la constitución de la eticidad de los pueblos. Como plantea Axel Honneth: "La construcción de la esfera ética se lleva a cabo, conforme a esto, como un proceso de transformación de todos los elementos de la vida social en componentes de un Estado global. Con ello, entre él y los miembros de la sociedad tiene lugar una caída de éstos en la dependencia del primero, lo mismo que ocurre entre el Espíritu y los productos de su enajenación; en el Estado, la voluntad general se concentra en «un uno», en el punto de una única instancia de poder, la cual por su parte debe referirse a sus portadores, a las personas de derecho, como a figuras de su producción espiritual. Por ello, Hegel no puede sino abrir la esfera de la Sittlichkeit en cuanto a sus relaciones positivas, no según las relaciones que los sujetos sociales establecen entre sí, sino conforme a las que mantienen con el Estado en tanto que encarnación del Espíritu". (Honneth, A., La lucha por el reconocimiento. Crítica, Barcelona, 1997, p. 77).
24Cfr. Hegel, G. W.F., Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2000, pp. 259-260.
25Ibídem, p. 261.
26En ese sentido, podemos caracterizar la dialéctica del espíritu a través de tres momentos claves: "El espíritu es un «nosotros». Hay que partir del «Cogitamus» y no del «Cogito»; el espíritu es historia, sólo pasa a ser lo que es en un desarrollo histórico, porque cada uno de sus momentos, al hacerse esencia, debe realizarse como un mundo original, o porque su ser no es distinto de la operación por medio e la cual se pone. Finalmente, el espíritu es saber de sí mismo en su historia, retorno a sí mismo a través y por medio de esta historia, de manera que ya no subsiste nada extraño en él y para él, se sabe como es y es como se sabe: el ser del espíritu es su operación propia". (Hyppolite, J., Génesis y estructura de la «Fenomenología del espíritu» de Hegel. Ediciones Península, Barcelona, 1998, p. 292).
27Cfr. Hegel. Fenomenología del espíritu, ed. cit., pp. 261-262.
28Cfr. Ibídem, pp. 262-283.
29Cfr. Ibídem, pp. 283-285.
30Según Hyppolite: "Este desarrollo general puede resumirse así: primero el espíritu inconsciente de los penates es vencido por el espíritu autoconsciente de la ciudad, pero a su vez el espíritu individual de las ciudades desaparece en un imperio sin espíritu". (Hyppolite, Génesis y estructura de la «Fenomenología del espíritu» de Hegel, ed. cit., p. 330).
31Cfr. Hegel, G. W. F. Principios de la filosofía del derecho. Edhasa, Madrid, 1988, §§ 142-156.
32Cfr. Ibídem, § 157.
33Cfr. Ibídem, § 181, obs.
34Cfr. Ibídem, §§ 243-244.
35Cfr. Ibídem, § 261.
36Según Hegel: "Puesto que el espíritu sólo es efectivamente real como aquello que él se sabe, y el estado, en cuanto espíritu de un pueblo, es al mismo tiempo la ley que penetra todas sus relaciones, las costumbres y la conciencia de sus individuos, la constitución de un pueblo determinado depende del modo y de la cultura de su autoconciencia. En ella reside su libertad subjetiva y en consecuencia la realidad de la constitución". (Ibídem, § 274).
37Cfr. Ibídem, § 279.
38Cfr. Ibídem, § 279, obs.
39Sostiene Hegel: "Ha circulado una cantidad tal de falsas representaciones y expresiones acerca del pueblo, la constitución y los estamentos, que sería un esfuerzo vano querer citarlas, explicarlas y corregirlas. La opinión que suele tener la conciencia ordinaria sobre la necesidad y conveniencia de la colaboración de los estamentos, consiste fundamentalmente en suponer que los diputados del pueblo o incluso el pueblo mismo tienen que saber mejor que nadie qué es lo que más le conviene y que tienen sin ninguna duda la mejor voluntad para este bien. Por lo que respecta al primer punto, lo que ocurre es, por el contrario, que el pueblo, en la medida en que con esta palabra se designa una parte determinada de los miembros del estado, expresa la parte que precisamente no sabe lo que quiere. Saber lo que se quiere, y más aún, saber lo que quiere la voluntad en y por sí, la razón, es el fruto de un conocimiento profundo que no es justamente asunto del pueblo". (Ibídem, § 301, obs).
40Cfr. Ibídem, § 317.
41Cfr. Ibídem, § 303, obs.
42Según Hegel: "Considerados como un órgano mediador, los estamentos están entre el gobierno por una parte y el pueblo, disuelto en sus esferas e individuos particulares, por otra. Su función les exige por consiguiente tener el sentido y la disposición tanto del estado y del gobierno como de los intereses de los círculos particulares y de los individuos. Su posición implica al mismo tiempo una mediación, en común con el poder gubernamental organizado, que impide que el poder del príncipe aparezca como un extremo aislado y por lo tanto como mero poder arbitrario y dominador, y que evita también que se aíslen los intereses particulares de las comunidades, corporaciones e individuos, o, más aún, que los individuos se conviertan en una multitud, en un simple agregado, y por lo tanto en un querer y opinar inorgánico, que se enfrente al estado organizado como un poder meramente masivo". (Ibídem, § 302).
43Y es que como Eric Weil plantea existe cierta destinación irracional o necesidad inconsciente en la pseudo-naturaleza de las interacciones sociales: "La sociedad es la causa de la aparición del populacho. Ella no es responsable de eso, por no haberlo querido (puesto que no sabe querer); pero tampoco sabe remediarlo, no ofrece en su dominio el medio de remediarlo. Pues ella no va más allá de la beneficencia, de la buena voluntad, y la buena voluntad no puede bastar al Estado quien, en tanto que organización racional, debe ser en la realización de sus fines independiente de los sentimientos y de las opiniones de sus ciudadanos, pero esta buena voluntad agrava aún más el mal que desea combatir". (Weil, E. Hegel y el Estado. Ediciones Nagelkop, Córdoba, Argentina, 1970, pp. 124-125).
44Hegel. Principios de la filosofía del derecho, ed. cit., § 331.
45Cfr. Ibídem, §§ 333-337.
46Según Hegel: "Los principios de los espíritus de los pueblos son limitados a causa de la particularidad en la que tienen su realidad objetiva y su autoconciencia como individuos existentes. En su relación recíproca, sus destinos y actos constituyen la manifestación de la dialéctica de la finitud de esos espíritus, de la que surge, ilimitado, el espíritu universal, el espíritu del mundo, que es al mismo tiempo quien ejerce sobre ellos su derecho y su derecho es el derecho supremo en la historia universal, erigida en tribunal universal". (Ibídem, § 340).
47Cfr. Ibídem, §§ 342-343.
48Sostiene Hegel: "En la obra del espíritu universal, los estados, pueblos e individuos se erigen sobre su determinado principio particular, que tiene su realidad y su despliegue en su constitución y en toda la extensión de su situación real, y del cual son conscientes y en cuyo interés trabajan. Pero al mismo tiempo son miembros e instrumentos inconscientes de aquel trabajo interior en el que esas configuraciones desaparecen mientras el espíritu en y por sí prepara y elabora el pasaje a su próximo estadio superior". (Ibídem, § 344).
49Cfr. Ibídem, §§ 345-347.
50Cfr. Ibídem, § 347, obs.
51Cfr. Ibídem, § 351, obs. No en vano, la marcha del espíritu en la historia universal no se detiene tan fácilmente; máxime, cuando el espíritu parece seguir actuando como violencia, tal y como Weil plantea: "No, el espíritu no ha llegado aún a la claridad en la cual será completamente consciente de sí, no ha perfeccionado su vuelta sobre sí mismo en la libertad de la existencia real, los espíritus particulares de los pueblos continúan luchando: el juicio final aún no ha sido pronunciado". (Weil, Hegel y el Estado, ed. cit., p. 102). Esta repetición del conflicto y la lucha por el reconocimiento le proporciona a la historia del mundo el aspecto de un drama específicamente trágico; en palabras de White: "La contemplación del proceso histórico produce la comprensión del mismo como una secuencia de tragedias. Lo que originalmente aparecía como un épico «espectáculo de pasiones» se transmuta en una secuencia de derrotas trágicas". (White, Metahistoria, ed. cit., 118).
52Hegel. Principios de la filosofía del derecho, ed. cit., § 352.
53Cfr. Hegel. La razón en la historia. Seminarios y ediciones, Madrid, 1972, pp. 82-83.
54Cfr. Ibídem, pp. 146 -147 y 159.
55Cfr. Ibídem, pp. 84-88.
56Cfr. Ibídem, pp. 92-99.
57Según White: "Lo que importa es que Hegel nos pide que nos veamos a nosotros mismos como actores en un drama que, aunque su fin es imposible de conocer, muestra el orden y la continuidad de una obra teatral bien urdida o de una argumentación dialéctica, y que por lo tanto nos da buenas razones para creer que su resolución no sólo no será algo sin sentido sino que ni siquiera será trágica. A la visión trágica se le reconoce su mérito como medio de iluminar cierto aspecto de nuestra existencia y cierta fase de la evolución tanto de una cultura específica como de la civilización en general, pero se la encierra dentro de la perspectiva superior de la naturaleza cómica del todo". (White, Metahistoria, ed. cit., p. 131).
58Hegel. La razón en la historia, ed. cit., p. 101.
59Cfr. Ibídem, pp. 68-69. Como sostiene White: "Así, toda la serie de dramas patético, épico y trágico contenidos en el registro histórico, se resuelve en un drama de significación esencialmente cómica, una comedia humana, una teodicea que es una justificación no tanto de los actos de Dios hacia el hombre como de los actos del hombre hacia sí mismo". (White. Metahistoria, ed. cit., p. 124).

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