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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.33 Cali July/Dec. 2011

 

LOS PAPELES PERIÓDICOS Y EL ESPACIO PÚBLICO
En torno a la legitimidad de las funciones cognitivas del espacio público*

Newspapers and Public Sphere.
About the Legitimacy of Public Sphere's Cognitive Effects

María G. Navarro
Centro de Ciencias Humanas y Sociales-CSIC (España)
maria.navarro@cchs.csic.es

* El trabajo de investigación que ha dado como resultado este artículo forma parte del Proyecto Acción Integrada Hispano-Alemana. (DAAD)/Projektbezogener deutsch-spanischer Personenaustausch "Evolución de las relaciones entre filosofía y público desde finales del siglo XVII a comienzos del siglo XIX" [HA 2006-0132] financiado por la Universidad Complutense de Madrid y la Universidad Técnica de Berlín. Este resultado se inscribe dentro de la participación desarrollada por la autora en calidad de miembro del equipo del Instituto de Filosofía del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
La autora desea expresar su agradecimiento a dos evaluadores anónimos de la revista Praxis Filosófica por su lectura crítica del texto y sus comentarios sobre el mismo.

Recibido: septiembre 2011 aprobado: octubre 2011


RESUMEN

A partir del análisis concreto de las primeras revistas científicas escritas en español en la llamada República de las Letras, la autora examina la progresiva constitución de la prensa escrita en lo que hoy entendemos como un espacio público de opinión y pensamiento. La formación de este espacio público es aquí analizado desde el punto de vista de su dimensión como agente cognitivo, así como agente de derecho. En el artículo se exploran las contradicciones, paradojas y limitaciones de esa doble dimensión, a saber, la cognitiva y la jurídica, que tiene el espacio de la opinión pública en el seno de la sociedad civil pero también en el de la comunidad científica.

Palabras clave: Espacio Público, Publicidad, Prensa escrita, Ilustración española, Ciencia Tecnología y Sociedad.


ABSTRACT

Taking into account the critical analysis of the first scientific magazines written in Spanish during the so-called "República de las letras", the author explores the progressive constitution of the written press as an ideal public space to express opinion and thought. The study analyzes the formation of the abovementioned public space from a point of view of its dimension as both a cognitive and juridical agent. In this article, the contradictions, paradoxes and limitations of this double dimension are explored. The two dimensions, namely the cognitive and juridical, are examined in the context of public opinion for both the civil and scientific society.

Key Words: Public Sphere, Publicity, Spanish Enlightenment, Cognitive agent, Science, Technology and Society.


Los papeles periódicos entendidos como residuos orales

Según un conocido estudio de Goldgar (1995) en el que el autor analiza, entre otros aspectos, la expansión de la prensa periódica, los códigos con los que se identificaban los productores del conocimiento universal en la República de las Letras fueron cambiando durante el siglo XVIII. Esto fue así en parte debido a exigencias de cortesía y civilidad, así como a los aspectos económicos implícitos en el pujante mercado editorial a que daba lugar precisamente la dedicación de la época a los también llamados papeles 228 periódicos.

Este último concepto, a saber, el de papeles periódicos, connotaba un amplio conjunto de textos impresos: panfietos, hojas de noticias, gacetas metropolitanas, publicaciones misceláneas con anuncios de ventas, espectáculos, artículos de crítica, recensiones, catálogos bibliográficos de bibliotecas públicas o institucionales mas también de librerías personales, así como almanaques, artes y diccionarios, y un largo etcétera.

La publicidad, entendida como una técnica de divulgación de anuncios de carácter comercial, no sólo fue una consecuencia de la imprenta sino un efecto de lo que Ong (BRIGGS, 2002) ha denominado 'residuos orales'; respecto a los cuales el texto impreso haría las veces, por una parte, de soporte material y, de la otra, de reproducción (de un residuo, de una expresión) impresa. Para representarnos rápidamente el impacto de la aparición de esta forma de publicidad comercial bastaría con mencionar que en 1659 un periódico londinense reservaba espacio para cinco anuncios en su interior, pero apenas cien años después ese número ascendía hasta llegar a cincuenta. También hay autores que han considerado el efecto publicitario de las novelas del siglo XVIII, que estimulaban a comprar para seguir el ejemplo de las heroínas o los héroes dramáticos, e incluso los hay que aseguran poder probar que, sólo en Inglaterra, el número de almanaques vendidos en el mencionado siglo pudo ascender a cuatro millones de ejemplares. Por todo ello, parece evidente la relación entre, de una parte, el desarrollo de la noción de autoría individual favorecida a partir de la imprenta y, de la otra, el despliegue de las fuerzas del mercado. Una relación que, ya en la época, hubo de suscitar recelo cuando, según Briggs y Burke (2002) la revista El Espectador, en su primer número aparecido en 1711, se burlaba de aquellos lectores que no podían disfrutar de la lectura de un libro si no sabían si el autor era negro o blanco, casado o soltero, tranquilo o colérico.

Los residuos orales entendidos como espacio público de opinión

Dedicaré unas breves líneas a la descripción histórica del soporte material de estos residuos orales de una época, antes de abordar algunos aspectos relacionados con las implicaciones de la reproducción impresa en relación a la conformación de un espacio público de opinión.

Uno de los autores que mejor ha descrito las peculiaridades materiales de estos variados papeles periódicos es Munck, quien resalta la fiexibilidad de las técnicas de impresión cuando menciona la facilidad con la que se podía pasar del tipo de impreso propio de un libro a un folleto noticiero. Como el mismo autor indica: "Los periódicos dieciochescos se componían de formato pequeño y, por lo común, se maquetaban con una sucesión de texto sin encabezamientos, de modo que, en la práctica su aspecto no difería del de un pliego de libro" (MUNCK, 2001: 155).

Este aspecto material explica que muchos editores o impresores (en la mayor parte de los casos desempeñando estas dos funciones la misma persona) cambiaran un folletín o una revista por otra si la primera empresa no tenía éxito. A partir del estudio de estos soportes noticieros se han llevado a cabo investigaciones tan variadas como para abarcar las metáforas lingüísticas, o el estudio del desarrollo de las técnicas periodísticas para captar la atención del lector, el uso de titulares y encabezamientos adecuados según se quisiera ser sensacionalista o conservador, o si era el caso que se publicaban cartas de lectores, comentarios ingeniosos, observaciones sobre decoro, asuntos internacionales, religión, crítica literaria y reflexión filosófica, etc.

La investigación relacionada con el soporte de estos papeles impresos (el tamaño del papel utilizado, sus caracteres, la tipología de los periódicos, etc.) acaba vertiendo luz sobre aspectos que, aunque no sean propiamente materiales, la mayoría de las veces guardan una estrecha y significativa relación con aspectos formales de la impresión y la difusión. De este tipo son, por ejemplo, el problema de la adecuación de los contenidos y el estilo en la redacción, la captación del público lector, el uso del periódico como soporte publicitario de la propia gaceta informativa, el desarrollo de sistemas de venta que van desde el voceo a la suscripción, así como la movilización de los llamados 'líderes sociales' tales como párrocos que se encargaban de hacer llegar periódicos y revistas en las zonas rurales (CAL MARTÍNEZ, 1990). Seguramente, una genealogía del periódico como publicación diaria habría de abundar en estos aspectos materiales para explicar por qué fue en opinión de Weill (1962) en Gran Bretaña donde, en 1702, apareció el primer diario propiamente dicho; era el Daily Courant que siguió editándose hasta 1735. Entre los factores materiales destaca el interés de los ingleses por la riqueza y la actividad comercial como expresión inseparable de la vida política. Uno de los más destacados especialistas en la labor periodística de Nifo, Luis M. Encino Recio, lo ponía de manifiesto cuando escribía:

"Un escenario de libertades y bienestar material favorece, pero no explica, el auge del periodismo en Gran Bretaña. Hay que invocar, además, otros factores. El primero de ellos es la validez y variedad de los papeles periódicos, desde las gacetas políticas a las gacetas morales, los magazines, los periódicos de anuncios, los diarios o las modestas hojas de la prensa barata. Mérito preferente tuvieron también los periodistas de oficio — 230 hábiles, osados, creativos, de pluma dúctil o, en ocasiones, de calidad— y los colaboradores extraordinarios. Baste, para conversaciones de ello, unos cuantos nombres: Defoe, Steele, Addison, Swift, Fielding, Cave, Junios, Wilkes, Bolingbroke, Johnson. Con razón pudo decir este último que el pueblo inglés, gracias a las gacetas, poseía una educación superior a los demás países" (ENCINO RECIO, 1990: 152).

Respecto al caso español, una de las investigaciones clásicas sobre historia de la prensa y el periodismo, en la que se dedica una especial atención al siglo XVIII, sigue siendo la obra de Guinard (1973). En general, si aceptamos las conclusiones de aquel, la primera mitad del siglo no presenta un panorama nada halagüeño. Como constatación de esta afirmación, se cuenta con el ya clásico estudio estadístico entre los años 1736 y 1756 de Pérez de Guzmán (1902), utilizado por el propio Guinard, y en el que constataba que la tirada de unos seis mil ejemplares por número suponía un total de 74.898 reales. Seguramente los demás periódicos alcanzaban cotas inferiores. Es probable que la Gaceta madrileña fuese leída por más de 50.000 personas; cifra que tendría que engrosarse con las numerosas lecturas en voz alta que se practicaban en las tertulias, además del uso compartido que se hacía de los mismos ejemplares en las Sociedades Económicas, y que habría de contribuir igualmente a hacer la cifra antedicha más alta; y mucho más, si tenemos presente juicios como los de un lector del Mercurio Peruano quien en 1791 aseveraba que un ejemplar de la revista podía "servir a más de cien personas" (CLÉMET, 1993: 41). Además, las gacetas y mercurios tenían lectores suscriptores en América; una modalidad que fue emprendida por Nifo en 1761: idea muy perspicaz y a la que no le faltaba ingenio desde el punto de vista económico, si tenemos presente que era una modalidad conveniente a la Monarquía por lo que encontró fácil promoción. Según el estudio de Guinard, uno de cada diez suscriptores procedía de Hispanoamérica. Pero los datos sobre el perfil del lector de nuestras propias letras impresas se deben también al estudio más reciente de Luis M. Encino Recio (1987), quien sostiene que la clientela de estos periódicos, así como de las revistas científicas era gente letrada (ya fuesen civiles o eclesiásticos), personas procedentes del mundo de la Biblioteca real, los conventos, los Consejos, la burguesía intelectual (entre los que destacaban funcionarios, magistrados, comerciantes, artesanos, industriales, financieros, de negocios, de profesiones liberales), etc. Todos ellos "se interesaban por la lectura de una prensa filosófica, de costumbres o de divulgación científica" (ENCINO RECIO, 1987: 117). No menos importantes son los numerosos estudios que han dejado constancia de la labor no sólo informativa sino especialmente de la importante labor documental (sobre todo bibliográfica) a la que la prensa se destinó durante todo el siglo XVIII; por lo que no es de extrañar que las conclusiones suelan ser de esta guisa al respecto: sin la labor periodística, la ilustración española habría sido más precaria y tardía (Sarrailh, 1957 y Herr, 1964).

En todas las investigaciones referidas, se coincide en que fue durante el reinado de Carlos III cuando tuvo lugar el auge de la prensa periódica. Así, por ejemplo, una de las fechas importantes es 1738, año en que Mañer publica la traducción al español del Mercure de La Haya, ó 1742 en que se editan las Mémoires de Trévoux, pero también 1752 resulta de especial importancia en la conformación de la mentalidad ilustrada, año en el que Juan Enrique de Graef comienza a publicar uno de los más valiosos periódicos por sus ideas ilustradas, a saber, los Discursos mercuriales económico-políticos. La edición de esta última publicación se prohibirá cuatro años más tarde a través de una orden gubernamental por utilizar la palabra ciudadano en lugar de vasallo. Según Aguilar Piñal (1990): "la Monarquía hispánica aún no estaba preparada para este cambio tan sustancial […] Estamos en el reinado de Fernando VI, de gran apertura cultural, pero todavía sujeto a tremendas presiones sociales y religiosas que impiden una política verdaderamente ilustrada" (p. 12). Sin embargo, no hay que olvidar que algunos autores, entre ellos Guinard o el propio Aguilar Piñal, se han preguntado por las razones que llevaron a una dedicación tan extensa a temas literarios y científicos en un medio cuya finalidad era, a la postre, la formación de la opinión pública. La hipótesis explicativa que ha acabado aceptándose en razón del grado de su consistencia histórica es bien sencilla: la censura civil impedía la heterodoxia en temas políticos y religiosos.

Tal vez esta sencilla razón explique que los papeles diarios se decantaran claramente por los temas filosóficos y científicos, los problemas agrónomos, los asuntos literarios y, en el caso de la crítica social más aguda, la sátira relacionada con las costumbres, cuando no con la visión edificante y moralizadora. Sin embargo, la crítica política, tal y como la conocemos a día de hoy, no estaba presente en aquellos papeles. ¿No habría de cambiar este factor de naturaleza coercitiva, con todo derecho, una interpretación inocente –sobre la que no pesara ninguna forma de sospecha o recelo– acerca de la presunta libertad de ideas con que la prensa de la época se decantó, aparentemente de manera espontánea, por temas científicos, filosóficos y/o literarios? Así parecen haberlo entendido los autores españoles ya mencionados. Sea como fuere, a aquel que se introduce en la génesis del periodismo en España, no sólo le puede sorprender la existencia de un cierto consenso acerca de la cuestión planteada, a saber, que la publicación de asuntos científicos muchas veces sólo encubría la falta de libertad para ofrecer noticias sobre política y crítica social sino, sobre todo, el hecho de que los mismos autores que investigan este periodo histórico a través de la prensa escrita reparen en que un siglo más tarde, tras una evolución ideológica y social en la que, con toda seguridad, jugó un papel importante la ponderada prensa escrita, los valores ilustrados hubieran de servir de acicate –pese a sus veleidades con el poder– en la transformación del régimen en una monarquía constitucional.

Sobre este asunto tal vez sean de interés las cifras que ofrece Jean Pierre Clément en torno a la tipología de la producción libresca. El autor asegura que esta fue cambiando durante el siglo XVII: si bien al comienzo dominaba la dedicada a obras de tema religioso, a comienzos del siglo XVIII se fue imponiendo el auge de la producción en ciencias y técnica. El autor se apoya en una investigación del Centro de Estudios del siglo XVIII de la Universidad de Oviedo de la época, donde quedaba claro que los libros de teología y religión representaban el 40 por 100 de la producción total hacia 1745; pero que hacia 1755 no representaban, sin embargo, más del 28 por 100. Hacia 1784-1788 los libros de teología y religión (en este caso, según un estudio de François López citado en Clément (1993: 42) no llegaban a constituir más del 19, 5 por 100 del conjunto de los libros editados, mientras que los libros sobre ciencias y artes representaban el 32, 7 por 100 y los de bellas artes el 31, 7 por 100. Estas cifras dan una idea del creciente interés de la sociedad hacia la ciencia en general, y seguramente serían de muy difícil interpretación al margen de la proliferación de libros de ciencia popular (por ejemplo, la famosa serie Bibliothèque Blue de Troyes que fue muy bien acogida entre campesinos franceses) entre los que destacan almanaques, calendarios, opúsculos e incluso recetarios, etc. Todas estas publicaciones ofrecían información e instruían a las personas más humildes.

Sin embargo, la alianza del espíritu de las luces con la razón y el saber lo es también respecto al poder. El fervor científico de la época y el desarrollo de tan ingeniosas iniciativas científicas1 tienen que entenderse no sólo como expresión de la luz del entendimiento sino a partir de las luces del despotismo ilustrado. Un punto de vista que mantiene Clément cuando afirma que "la doctrina –no codificada pero admitida por todos– se fundamenta antes que nada en el Trono" (CLÉMENT, 1993: 9). En este sentido podría decirse que la luz caía desde arriba.

Ahora bien, la pregunta que nos formulamos aquí, al hilo de lo anterior, es qué concepto de espacio público de opinión2 cabe esgrimir para, de este modo, comenzar a aproximarnos al meollo de la cuestión, a saber: la reflexión atemperada en torno a la naturaleza del texto impreso como soporte material, sí, pero, sobre todo, como lanzadera y propulsora del concepto de reproducción impresa de una expresión de opinión que va constituyéndose, paulatinamente, en tanto espacio público de opinión. Que los aspectos materiales de las publicaciones periódicas dan una idea de aspectos cualitativos, esto es, aspectos concernientes a la naturaleza de esa reproducción impresa de expresiones o residuos de opinión, y a la postre proporcionan generosas pinceladas sobre las concesiones que la gestación del conocimiento concedía a la paciencia de los lectores (en definitiva los elementos constituyentes del espacio público de opinión), puede observarse, por ejemplo, en la siguiente anécdota. En 1793 se dedicaron seis números del Mercurio Peruano (órgano de la Sociedad Académica de Amantes del país de Lima) a exponer íntegramente la nomenclatura química presentada ante la Academia de Ciencias de París por Lavoisier. ¿Qué revista de nuestra época sacrificaría de ese tan generoso modo su espacio público de opinión en virtud de un celo semejante por la transmisión del conocimiento? ¿Era el público, el lector, en la Ilustración, algo más que una representación necesaria y conveniente al ideal de publicidad de la ciencia? ¿No es contradictorio que, en una época como la nuestra, en la que se defiende la participación del público en los programas de investigación científica (por decirlo con Lakatos) se entiendan el celo y minucia exhibidos por el Mercurio Peruano como un despropósito editorial y un exceso innecesario de publicidad? ¿Con qué criterios filosóficos se podría llegar a enfrentar una genealogía (a partir de los rastros materiales de estos papeles periódicos) del concepto de espacio público de opinión en tanto representación de agentes no sólo cognitivos (capaces de efectuar cogniciones) sino de agentes epistémicos (capaces de generar conocimiento)?

El espacio público de opinión entendido como agente cognitivo

El acceso a las ciencias experimentales y a las ciencias humanas no sólo se ha presentado como un espacio abierto a las opiniones del público, sino como campos que se benefician y amplían desde el punto de vista epistémico (por ejemplo, aumentando la calidad del conocimiento producido) a consecuencia de la participación general del público.

En base a esta hipótesis, algunos autores (FULLER, 1987) han llegado a sostener –por inverosímil que resulte desde perspectivas afines a la sociología del conocimiento– que los propios productores del conocimiento, o sea, los especialistas, pervierten (frecuentemente buscando sus propios fines) el desarrollo natural del conocimiento: toda vez que según esta posición el fin último de éste estaría indisolublemente vinculado a acciones y técnicas por medio de cuya aplicación se obtendría e incluso se promocionaría el acceso igualitario al conocimiento.

Qué duda cabe que cuando comprobamos la producción libresca, la actividad periodística, la agitada vida pública e instuticionalizada del saber y de las relaciones humanas basadas en la transmisión del conocimiento y la experiencia que dio vida a las Academias y a las Sociedades de la época, tal vez nos olvidemos de la ingenuidad implícita en mantener posturas afines al desarrollo natural del conocimiento, y tal vez, presa de la admiración ocasionada por este trasiego de la época, seguramente tendamos inopinadamente a contemplar el surgimiento de los papeles diarios a la luz del concepto modal de necesidad en el ámbito epistémico, como si éste se pudiera aplicar sin más sobre el devenir de la historia y de las acciones humanas.

Ya se ha insinuado aquí que, en numerosas ocasiones, habría que atribuir a la mera acción coercitiva del despotismo ilustrado el hecho de que la producción libresca no se volcara con afán en la vida de la ciencia y, por el contrario, sí se dedicase a la crítica social a través de los usos en cierto modo perifrásticos del humor, las metáforas y el propio sarcasmo.

En relación a lo anterior, se podría ir más allá aludiendo al hecho de que algunos filósofos de la ciencia (FEHÉR, 1990) hayan descrito como exotérica o externa la dependencia epistémica del público respecto a la ciencia, en contraposición a la dependencia epistémica esotérica o interna de los productores del conocimiento respecto a la propia comunidad científica (incluyendo aquí, por supuesto, sus objetivaciones: revistas, instrumentos científicos, técnicas de medición, presupuestos, teorías, etc.). Si nos fijamos, estos conceptos nos advierten de la relación asimétrica que media entre ambos, y constituyen algo más que una declaración acerca de la presencia de relaciones de poder en el interior de los procesos de difusión, transmisión o expresión del conocimiento. No es lo mismo atribuir el nacimiento de los papeles impresos a ideales pedagógicos e ilustrados de transmisión del saber, incluso en los casos en los que se instaba al público a reproducir famosos experimentos dando detalladas instrucciones impresas al respecto, que vincular estos hechos a sencillas relaciones asimétricas entre el público como colectivo no especialista (a veces hasta iletrado cuando no analfabeto) y la comunidad científica. ¿En qué radica esa asimetría? Una de las razones que se pueden esgrimir es que los segundos, esto es, los miembros de la comunidad científica, no necesitan apoyo cognitivo sino, a lo más, financiero, político, jurídico y/o moral. Cualquiera de estas últimas condiciones puede instar a la comunidad científica a conseguir que el público apoye cognitivamente una demostración o un experimento como verdadero sin que este apoyo cognitivo suponga un apoyo epistémico, es decir, una adhesión teórica fundada en una auténtica constatación empírica o en el desarrollo de razonamientos inductivos consistentes, pongo por caso.

Si el público no tiene la capacidad de dar ese apoyo ni desde el punto de vista especulativo ni desde el técnico, bien porque no conozca el conjunto de tradiciones, presupuestos y conocimientos generales implícitos en el desarrollo argumentativo de las tesis, bien porque no tenga los costosos medios técnicos y los laboratorios para reproducir experimentalmente las hipótesis que se prestasen a ello, ¿qué clase de legitimidad podría llegar a aportar la figura del espacio público de opinión a la actividad de las ciencias experimentales y aun de las ciencias humanas, toda vez que estas últimas exigen una formación igualmente costosa e incluso la dedicación de la propia vida al estudio, convirtiendo así el tiempo individual en una especie de laboratorio imposible de improvisar con dinero?

También habría que preguntarse qué clase de apoyo o de servicio obtiene el público de la comunidad científica. Una pregunta que, debido a su carácter exotérico o externo, no siempre ha formado parte de la historia y filosofía de la ciencia, por lo que su formulación eclipsa actualmente a la investigación científica: no siendo propiamente una cuestión de fácil dilucidación desde las ciencias experimentales, habrá de serlo desde la historia, la filosofía, sociología e incluso la psicología de la ciencia.

Si la relación del público respecto al conocimiento es externa y, por tanto, no especializada, podría resultar indeseable en comparación con la productiva relación interna de una comunidad de especialistas respecto a lo que al cabo es su propio acerbo de conocimiento.

No es cierto que a esta relación asimétrica no contribuya la propia difusión de la ciencia, sobre todo en el caso del periodismo científico, pues si ya esta relación se ha comprobado que no es fundamentalmente de índole epistémica (al no cumplirse funciones lógicas de comprobación, predicción, refutación, contrastación, etc.), sí se presenta como una relación de mera legitimación. A diferencia de la epistémica en la que sí cabe la controversia como instante de depurada expresión de la racionalidad que la propia actividad científica aviva a través de canales de difusión en los que se articula el pensamiento, el problema de la legitimación enfrenta al espacio público de opinión a un medio mucho más difícil de acotar, y en el que, con toda seguridad, el público se presenta como un agente indispensable: es el ámbito de la moral y del derecho.

La cuestión de la legitimidad, contemplada desde la doble dimensión ética y jurídica, afecta internamente a la ciencia, ya que ningún especialista lo es respecto al conjunto de los campos de conocimiento por lo que, de facto, siempre podríamos esgrimir la crítica lanzada por Hobbes a la Royal Society cuando este hacía notar que los miembros más selectos organizaban reuniones en las que se llevaban a cabo experimentos que sólo podían seguir ellos por lo que no eran realmente experimentos públicos.

Ahora bien, así las cosas, si a esta situación habríamos de vernos abocados siempre (considérese la ruinosa situación en la que se encontraría cualquier celebérrimo científico en un encuentro dieciochesco para el que, sin duda, no contará con la provisión de conocimiento suficiente como para seguir adecuadamente el experimento: por lo que el especialista se vería relegado a la posición de la persona no especializada), incluso contando con la utilización de métodos de comprobación como nuevas instancias de autoridad cognitiva que habrían de dotarnos de una ecuánime capacidad de acceso a las verdades de la ciencia (pues ya se sabe lo bien repartido que está el buen sentido…), entonces, no parece muy razonable pensar que valores epistémicos como los de colaboración o cooperación puedan salvar la distancia impuesta por el problema de la legitimación, ya que éste, yendo más allá del ámbito epistémico, somete a las prácticas y a los conocimientos a un límite de índole jurídico, social y moral.

Sin embargo, desde el punto de vista epistémico, la comunidad científica, en tanto en cuanto espacio público de conocimiento, encuentra dificultades para presentar por sí misma como legítimas estas incursiones en otros campos de conocimiento. Esto es así en parte porque tanto el público no especializado como las dimensiones propias del mundo de la vida (presentes en la teoría del derecho, así como en la moral) han contribuido a la unidad paradigmática de la ciencia, de manera que finalmente acaban pagando el precio de la asimetría. Fehér presentaba esta idea cuando afirmaba:

"La al menos en apariencia unidad paradigmática de tipo kuhniano entre el conocimiento científico y el método de cognición se mantiene, así, cuando la ciencia aparece ante los ojos del público. Y no se trata únicamente de una cuestión de apariencia: la imagen pública de la ciencia es internalizada, reactivamente, por los propios científicos. De esta forma cabe decir que, en un sentido en cierto modo paradójico, la existencia de un público no especializado contribuye al mantenimiento de la unidad paradigmática de la ciencia" (FEHÉR, 1990: 438).

El espacio público de opinión entendido como agente de derecho

Como es bien sabido, Habermas se ha dedicado en muchos de sus escritos a la reflexión y orientación de esta controvertida situación en torno al problema de la legitimidad política del espacio público de opinión. De entre todos ellos, traigo aquí a colación algunos problemas analizados en la sección intitulada "Sobre el papel de la sociedad civil y de la opinión pública política" en su obra Facticidad y validez, donde puede leerse:

"El espacio público-político lo hemos descrito como caja de resonancia para problemas que han de ser elaborados por el sistema político porque no pueden ser resueltos en otra parte. […]. Desde el punto de vista de la teoría de la democracia el espacio público-político tiene que reforzar además la presión ejercida por los problemas, es decir, no solamente percibir e identificar los problemas, sino también tematizarlos de forma convincente y de modo infiuyente, proveerlos de contribuciones, comentarios e interpretaciones, y dramatizarlos de suerte que puedan ser asumidos y elaborados por el complejo parlamentario" (HABERMAS, 1998: 439-440).

Antes de extraer algunas consideraciones en torno al modo con que Habermas encauza el problema de la legitimidad del espacio público de opinión –espacio que aquí se presenta en tanto agente de derecho– podemos demorarnos en el sugestivo término dramatización. Este término alude a la construcción y vertebración del público como espacio de opinión, una actividad llevada a cabo en los medios de comunicación. Si bien esta propiedad dramática parece más visible en los medios de comunicación audiovisual, cabe decir que también en la prensa escrita ha lugar a la dramatización. En la época ilustrada, por ejemplo, iba refrendada por la mediación de voceros, lectores espontáneos en los primeros cafés del siglo y otros profesionales dedicados a la actividad de leer y escribir lo que se les encargase, así como por el escenario político de las Academias, los Salones y otros espacios donde se ensayaban fórmulas diversas de cortesía y civilidad. Así lo han visto algunos autores cuando afirman:

"Los medios de comunicación, a su vez, suministran los recursos simbólicos, distribuyendo así los distintos significados de la realidad. Son «maquinarias» de significados, que hacen algo más que observar: dramatizan, creando imágenes vivas y un vocabulario. En definitiva, enmarcan un acontecimiento, una organización o una movilización" (CRUZ, 1997: 21).

Describir el espacio público de opinión a la luz de los medios de comunicación una vez aceptadas las funciones de constitución, vertebración y mediación de éstos en la producción de la interpretación de lo público dentro de este espacio colectivo, no puede ofrecer más que una perspectiva limitada, de facto, acerca del problema de la legitimación de la ciencia (como conjunto de conocimientos y de prácticas), así como de la presunta

legitimidad de la acción pública propiamente dicha a la que también se ha llamado acción colectiva en los últimos años.

En los medios de difusión de la información y comunicación el problema de la legitimidad en cuanto tal aparece cercenada, pues su aproximación no es ad radice, y su descripción es presa de la falacia genética, ya que da cuenta del problema del espacio público de opinión mediante razonamientos que no son sino una descripción del proceso que ha de presuponerse para llegar ciertamente a la realidad cuya razón de ser se pretende al mismo tiempo justificar: la opinión, la opinión pública, en el espacio de la opinión pública.

Como quiera que sea, aceptando o no la existencia de una cierta falacia genética muy recurrente, por cierto, en el uso de razonamientos que no sobrepasan, en verdad, la función descriptiva del lenguaje hacia las virtualidades de la función propiamente argumentativa –aun cuando se les atribuyan valores epistémicos a los que no llegan por derecho–, lo cierto es que Habermas conviene en que el espacio de la opinión pública no puede entenderse como una institución ni como una organización ni como un sistema sino, en todo caso, como un espacio social. Espacio donde se despliegan acciones comunicativas amparadas en el dominio público del lenguaje natural. Siendo así incluso en aquellos escenarios virtuales de los medios de comunicación en los que las interacciones entre las personas (lectores, oyentes, relatores, espectadores) se revisten de una complejidad mediata si bien con efectos inmediatos equivalentes a los que nos sobrecogen en la experiencia de la comunicación presencial.

Sin embargo, el continuo entre un entorno y otro (entre el mundo de la vida propio de las interacciones comunicativas del presente y lo que Javier Echeverría (1994) ha definido como 'tercer entorno' para referirse al medio virtual en el que se despliegan acciones igualmente políticas, y que aquí puede tomarse de ejemplo para entender en general la virtualidad propia de los medios de comunicación y/o representación), es decir, la consideración de que ambos –mundo de la vida y medios de comunicación– son espacios sociales da una idea del problema por el que quedan afectados radicalmente, a saber: la brecha entre el infiujo fáctico y el infiujo legítimo. De ahí que el servicio que el espacio público de opinión (materializado en los papeles diarios, pongo por caso) presta en relación con la constitución y articulación del infiujo fáctico (su transformación en infiujo político mediante procedimientos de dramatización, consignación semántica, etc.) ni garantice ni otorgue ninguna clase de legitimidad a dicho espacio social en virtud de su carácter público. Si no se lo otorga al conjunto de redes sociales que conforman un espacio público de opinión, ¿puede llegar a otorgar alguna forma de autoridad reconocida por derecho a lo expresado por dichos canales de comunicación, verbigracia, la difusión del conocimiento científico? Todo parece apuntar, a que la dinámica de la ciencia es presa igualmente de la brecha entre el infiujo fáctico y el infiujo legítimo. A mi modo de ver, la salida de esta paradójica situación a través del discurso social de la ciencia es de difícil representación. Después de todo, lo que garantiza a los discursos sociales de la ciencia su arraigo en el espacio público y político es la dimensión lingüística y comunicativa en la que estos se asientan por lo que el estudio de su manifiesta apariencia o de sus efectos en es espacio público coincide, por así decir, con la compartida y popularizada experiencia del conocimiento. Nada ni nadie queda al margen de ellos para mirarlos o evaluarlos desde fuera.

Como en el caso de los medios de comunicación, la brecha entre facticidad y validez tal vez sea consustancial a los espacios públicos y a la vida colectiva en el curso de la historia. La erradicación de dicha brecha es ilusoria tanto en el caso de la ciencia (por ejemplo, a través de mecanismos de participación ciudadana en la elaboración del conocimiento y en su aplicación al mundo de la vida) como, en el caso del periodismo, mediante la disolución de toda forma de independencia respecto a los actores políticos. Suele decirse que la realización de esa independencia es ilusoria porque, en el mejor de los casos, el valor de la imparcialidad de los medios de comunicación y/o de sus agentes colisiona con el interés de estos últimos por acercar (cuando no conducir) a la opinión pública hacia el retrato de sus propios intereses, así como al reconocimiento de las propias preocupaciones e incluso de los testimonios (pero, ¿cuáles de entre todos?) de la opinión pública en cuanto tal.

Lo que se nos plantea, en última instancia, es la razón de ser de una asimetría que aquí se presenta bajo la imagen de una metáfora, a saber, la brecha que media entre facticidad y validez. Una asimetría que, pese a sus notables funciones epistémicas, no parece superable a través de una construcción de la ciencia como instancia capaz de proporcionar formas de emancipación política —ni individual ni colectivamente—, pues el problema de su asimetría compete, en última instancia, al orden jurídico, y habría de comprenderse como expresión de la inextricable diferencia (o brecha, se ha dicho) entre el orden jurídico y la vida política, de la que es expresión el así llamado espacio público de opinión. La expresión de esa inextricable diferencia se manifiesta, respecto al primero (el orden jurídico): bajo la aparición de una comunidad jurídica radicada en el espacio público; y respecto a la vida política: como comunidad política de memoria y mundos de vida. Lo paradójico es que sea esa diferencia radical entre el orden de lo jurídico y el orden de lo político la que pueda llegar a propiciar la articulación del espacio público de opinión como agente de derecho.

La historia del nacimiento de esos papeles periódicos no puede identificarse sin más con la genealogía del espacio de la opinión pública: siempre hay otros residuos a partir de los cuales cabe rastrear otra genealogía de lo público, cuando no de lo comunitario (ora a través de acciones, ora en ideas, narraciones, descubrimientos, residuos orales, etc.). Pero precisamente por ello el nacimiento de los papeles periódicos está indisolublemente ligado a la evolución del espacio público. ¿Por qué este espacio de lo común (como si de un sujeto colectivo se tratara) rebasa la materialidad e incluso la virtualidad de la prensa diaria, así como la de sus lectores individualmente considerados? En estas páginas se ha presentado una respuesta tentativa según la cual tanto el espacio público como los trabajos y objetos empleados para su representación, forman parte indisoluble del desarrollo de funciones epistémicas colectivas. Son por ello un objeto más de representación de lo colectivo con un poderoso y siempre controvertido efecto sobre el mundo de la política y el universo jurídico cuyas formas de representación de lo colectivo y de lo público no tienen su nacimiento en los papeles periódicos sino en los discursos, en la voz de los voceros que agitan el brazo y suben el tono para dar a entender la importancia y acaso el espanto de la noticia. Por esa razón el debate sobre la legitimidad no sólo de las funciones sino de la presunta justificación epistémica de los conocimientos, creencias y representaciones alcanzadas en el espacio público se debe mantener siempre abierto. Para que la luz no caiga con despotismo desde el trono, necesitamos que el debate político se haga público bajo la forma de papeles diarios. Aunque sólo sea para que la violencia simbólica de los discursos encuentre sus protagonistas bajo las perifrásticas figuras (y viñetas) del humor y el sarcasmo.


Pie de página

1 Improvisemos un sencillo inventario: Fundaciones reales, Observatorios y Gabinetes, Colecciones, Jardines Botánicos, Lecciones y Cursos Públicos, becarios y pensionados en el extranjero, Expediciones científicas, Viajes, Ayudas oficiales a la edición de textos impresos, Academias, Sociedades Económicas de Amigos del País, Bibliotecas (reales, religiosas, privadas), edición de libros para gente ilustrada, para la juventud, para técnicos y cortesanos, para el público popular, Diccionarios técnicos, bilingües, Enciclopedias, grabados, prensa no especializada, prensa especializada, instrumentos científicos, etc.
2 El término alemán Öffentlichkeit, si seguimos el criterio que Manuel Jiménez Redondo esgrimía en una nota a pie de página en una de sus más importantes traducciones al español de Habermas, a saber, Facticidad y validez, podría equivaler al término "espacio público" o bien "espacio público de opinión". A juicio mío, este último ("espacio público de opinión") es preferible dado que no todo espacio público lo es de opinión; si bien, en puridad, todo espacio público, incluso en los casos de la desnuda representación de un estilo o una corriente arquitectónica o de una tendencia urbanística por poner algún ejemplo, exige presuponer la existencia de un conjunto de opiniones en sentido político. De esto último da cuenta, por ejemplo, la noción de gusto que alude a una doble dimensión: la estética y la política. Por lo que incluso el espacio de la representación arquitectónica y aun la plástica es un espacio de opinión. No obstante, como la opción primera ("espacio público") exige cierta sutiliza de entendimiento hasta llegar a la representación de la opinión pública, nos decantamos aquí por "espacio público de opinión". Por último, es interesante destacar la apreciación de Jiménez Redondo en torno a la traducción "esfera pública" que se ha llegado a imponer, en ocasiones, "por infiuencia americana", y que él rechaza porque "parece quererse abstraer expresamente de metáforas espaciales" (REDONDO, 1998: 441).


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