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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.42 Cali Jan./June 2016

 

El infinito en Descartes y el propósito práctico de su filosofía

Infinity in Descartes and the practical purpose of his philosophy

Julio Armando Morales Guerrero
Doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia, Magister en Filosofía de la Universidad del Valle, y Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia. Profesor de tiempo completo en la Universidad del Atlántico, Barranquilla, Colombia. Sus áreas de trabajo y de investigación filosófica son: Filosofía Antigua, Cartesianismo, Enseñanza de las matemáticas en la educación primaria. Dirección postal: Universidad del Atlántico, Antigua vía a Puerto Colombia, Km 7.
E-mail: juliomorales@mail.uniatlantico.edu.co

Recibido: julio 26 de 2015
Aprobado: octubre 16 de 2015


Resumen

El concepto de infinito en Descartes hace referencia a las categorías de substancia y cantidad, por eso difiere del de la teoría moderna del continuo matemático, relativo a la de cualidad. El cartesianismo se soporta en ese infinito que equivale a Dios, cuya demostración lo supone, y luego explica el cogito como consecuencia de Dios, así mismo explica el mundo y su inteligibilidad. La vida humana es sui generis porque transcurre entre lo finito y lo infinito inabarcable, también se realiza según la necesidad y según la libertad. Esta visión del hombre convoca a Descartes a buscar la verdad con el propósito práctico de vivir lo mejor que se pueda.

Palabras clave: Dios; infinito; finito; certeza; doctrina moral.


Abstract

Descartes' concept of the infinite refers to the categories of substance and quantity; it's different to modern mathematical theories of the continuum, related with quality. Cartesianism is based on an infinite which is God; the infinite supposes God and cogito is a consequence of God; this idea explains the world and its intelligibility. Human life is sui generis as goes by between the finite and the measureless infinite; also it is realized because necessity and freedom. This man's vision takes Descartes to find out the truth with the practical purpose to live as well as possible.

Keywords: God; infinite; finite; certainty; moral doctrine.


Introducción

El concepto de infinito sirve de soporte a la filosofía de Descartes, tanto teórica como práctica. Este concepto difiere del que contemporáneamente se usa asociado a la teoría del continuo matemático de Dedekind y Cantor. La dicha diferencia se ilustra mejor remitiéndonos a las categorías de Aristóteles para hacer ver que en Descartes el infinito es una noción relativa a las categorías de substancia y cantidad, mientras que en la matemática moderna se refiere a la categoría de cualidad. Por esta razón, siendo pleno de sentido decir que, para Descartes, Dios no sólo es infinito sino que es intercambiable por el infinito; carece de sentido predicar de Dios la infinitud de la que hablan hoy los matemáticos, ya que este concepto de infinito se refiere a una cualidad de ciertas colecciones respecto de su numerosidad o enumerabilidad. Para contribuir a dilucidar este asunto, también conviene recordar la distinción de Hegel entre verdadero y falso infinito; del primero se ocupó Descartes; del segundo, Bertrand Russell. Igual a como Descartes expresó su contento máximo en la contemplación del verdadero infinito, Russell, con plena conciencia de la señalada distinción, también expresó su satisfacción por poder discurrir sobre el falso infinito. (Russell, 1973a, p. 1232)

En lo sucesivo, aquí se procura destacar el papel que juega la mencionada noción de infinito en la filosofía de Descartes, haciendo notar que la filosofía cartesiana se desarrolla animada por el propósito práctico de mejorar la vida de los hombres y la suya propia procurando comprender y hacer lo mejor que se pueda para conseguir que en la vida nos vaya bien.

La búsqueda de certeza

Descartes es quizás el filósofo que más se detuvo a examinar el inventario de creencias y opiniones que integran nuestro saber pre-científico y con arreglo a las cuales interpretamos los datos nuevos. Este examen lo condujo a distinguir de entre esa multitud de nociones las que tenían por fundamento episodios históricos de nuestra infancia, que nos fueron útiles en una etapa inicial de la ontogénesis de la razón, pero en la época de madurez más bien estorbaban su adecuado desempeño. Mientras que otras, llamadas por él "nociones comunes" y "semillas de verdad", parecían constitutivas de nuestra estructura mental. Por la meditación de estos asuntos clasificó las ideas en las tres categorías que conocemos como adventicias, ficticias e innatas, según su origen. Igual a como hizo Platón y como han hecho todos los que han filosofado, se detuvo a examinar la noción de unidad y parece haber asimilado la idea de número a la operación de contar, haciendo de esta operación una noción tan general como la numérica, con la consecuencia negativa de hacer confusa la noción de infinito, siendo esta última la piedra angular de su construcción.

El hábito de contar mediante la adición reiterada de una unidad nos permite obtener el número de elementos de una colección y fácilmente concluimos que el número de cualquier colección es el que se obtiene contando a partir de uno. Esta idea de que los números son los que se obtienen contando, conduce directamente a negar la existencia de números infinitos. En efecto, los números naturales se obtienen contando; los racionales, no. Pero, debido a que éstos se expresan como una relación entre dos naturales, se llega a la conclusión de que tienen la misma naturaleza que los naturales, sobre todo cuando se está habituado a tratar con relaciones y proporciones, como en el caso de Descartes. Los naturales son una clase de números y otra la de los racionales; son, como dice Russell, tipos lógicos distintos (Russell, 1973b, p. 1234). La definición de número allí contenida es incompleta, de la misma manera como si hubiéramos definido los mamíferos nombrando las vacas, pues no podremos explicar bien las ovejas, ya que serían vistas como una clase de vacas pequeñas.

Al partir de esa definición del número, siempre se sostuvo que no podían existir números infinitos y se daban muchos ejemplos, siendo memorable el de la correspondencia de los números naturales con los números pares que forman dos colecciones con el mismo número de términos a pesar de ser los pares sólo la mitad de aquellos. También Galileo (1953, p. 859) proponía el caso de los números naturales y sus correspondientes cuadrados perfectos, siendo dos colecciones que tienen el mismo número de términos, a pesar de ser la de los cuadrados perfectos una colección escuálida respecto de la otra. Estas paradojas y muchas otras célebres desde la antigüedad clásica muestran que no existen números infinitos, y de haberlos resultan incomprensibles, como dirá Descartes de lo infinito, ya que contradicen las nociones comunes, constitutivas de nuestro entendimiento, entre ellas la que establece que el todo es mayor que la parte.

En las segundas objeciones a las Meditaciones metafísicas y en sus respuestas, se usa esta idea de infinitud como el incremento uno a uno. Pero Descartes cae en la cuenta de que por esa vía no se alcanza el infinito; aunque ha dicho que su conocimiento, al incrementarse poco a poco, parece llegar a ser infinito y así sentirse tentado a creer que puede comprender a Dios; en esta dirección, compara la posibilidad de formar la idea de Dios con la manera como se trata de obtener la idea de una línea o un número infinito. De todos modos rechaza ese camino.

La teoría de los tipos lógicos de Russell contribuye a aclarar el fundamento de la afirmación de Descartes de que el infinito nos es incomprensible. No obstante la incomprensibilidad de lo infinito para Descartes, él tiene la clara conciencia de estar presente en cada uno de nosotros la infinitud por la experiencia inmediata de la voluntad carente de límites. Esta conciencia de la presencia en nosotros de lo infinito a través de la voluntad dará lugar a la doctrina de la generosidad, que se resume en la expresión de Descartes de tener la firme disposición de no carecer jamás de voluntad para realizar lo que la razón nos indique ser lo mejor: esta voluntad infinita se encuentra en todos los hombres. La diferencia que va de uno a otro tiene que ver con cierta debilidad de las almas que no los incita a ejercer bien su razón para que la resolución de la voluntad sea firme en la misma proporción en que se le muestran con claridad las cosas que el entendimiento discierne. El error es un resultado de esta disparidad entre la finitud del entender y la infinitud del querer, ya que los deseos rebasan el límite de lo que la razón comprende. Por consiguiente, la filosofía, como dedicación a la búsqueda de la verdad, robustece la razón y disminuye la posibilidad del error. Los Principios de la Filosofía, comienzan como un manifiesto de la tensión entre lo finito y lo infinito y el primer enunciado de las Reglas para la Dirección del Espíritu hace explícito el propósito moral del estudio.

Por el carácter incomprensible del infinito, que es Dios, se descarta averiguar las causas finales y el hombre deja de ser el fin de la creación. Además, se infiere que el universo debe ser infinito como le corresponde ser a la obra de un creador infinito. Entonces, el hombre no debe asombrarse su imperfección porque tanto él como su hábitat, dado por la tierra, son una pequeña parte de un universo inmenso; sin ser la parte principal de la creación. Especialmente si se tiene presente que los designios de Dios nos son incomprensibles.

Es la idea del infinito lo que libra a Descartes del solipsismo, ya que por las razones que ha dado sobre la realidad objetiva de las ideas y la necesidad de existir una causa de las mismas cuya realidad formal o eminente sea al menos igual, encuentra que sólo de esta idea de infinito no puede darse dicha causa en él, siendo necesario que exista otra entidad además de él mismo. Lo más perfecto no puede ser hecho por lo que es menos perfecto, y esto es así no sólo respecto de las cosas sino de las ideas mismas. Después de descubrir su existencia como cosa pensante nada más podría avanzar si no fuera porque su presupuesto de ser el todo mayor que la parte le hace ver que la idea de lo perfecto e infinito que encuentra en él, y por la cual sabe de su finitud e imperfección, tiene que proceder de otra instancia diferente de él mismo. Por esta vía descubre a Dios y se asegura de no estar solo. Entonces, reflexionando, encuentra que él no tiene por qué ser lo único creado por Dios.

El argumento central de Descartes es el de distinguir lo concerniente a Dios de lo que concierne al hombre. Los argumentos de los ateos tienen en común, según él, que otorgan a Dios afectos humanos, o al hombre una desbordada capacidad para entender y comprender todo lo relativo a Dios. Esto ocurre por no tener en cuenta lo finito que es el hombre y lo infinito que es Dios. Este razonamiento de Descartes recuerda el antiguo fragmento de Jenófanes donde se quejaba de la misma manera de la insensatez de los hombres al asignar a los dioses propiedades humanas.

Resulta extraño que el infinito para Descartes no constituya una noción paradójica, sino más bien el medio de resolver las paradojas. En esta dirección presenta una salida a la incompatibilidad de la libertad humana y la divina como algo sólo aparente y cuya incompatibilidad se desvanece al introducir la noción de infinitud, entendiendo la infinitud casi en el sentido literal de la expresión, es decir, como la carencia de límites (Descartes, Principios, 1995, p. 42); en este caso, del poder y de la voluntad de Dios.

Considera Descartes que lo ilimitado es inabarcable e incomprensible desde todo punto de vista: con los brazos y con la mente. Lo que cabe comprender al pensar en la libertad de Dios y la nuestra es que Dios es infinito y nosotros finitos. Esto basta para darnos cuenta, según Descartes, de que no hay ninguna paradoja o incompatibilidad en pensar que existan una y otra libertades, las cuales de hecho se verifican. En cambio, habría error en negar lo que conocemos bien por experiencia directa, como nuestra libertad, en vista de lo que no comprendemos bien. Y esto que no comprendemos bien, no es por falta de atención, sino por su propia naturaleza (Descartes, 1995, p. 42). Pues se ha definido infinito como lo incomprensible y caeríamos en una contradicción en los términos si ahora lo hiciéramos comprensible. Este razonamiento se parece al de Bertrand Russell en la "paradoja de Tristan Shandy" (Russell, 1973b, p. 677); la cual, dice él, no es de carácter lógico sino psicológico. Debe advertirse el uso ambiguo de la palabra comprender que hace referencia a abarcar y a entender. Como si operara una oculta analogía entre lo que ocurre en el ámbito de lo extenso y en el de lo pensado; en fin de cuentas, para Descartes, son dos las substancias: la extensa y la pensante.

Al ofrecer el ejemplo del rey que prohíbe los duelos y los súbditos que se baten, (Descartes, 1996, p. IV 353) Descartes consigue ejemplificar a cabalidad lo que quiere, precisamente porque acude, como no puede ser de otra manera, a imágenes de lo finito para representar lo infinito. Igual que Russell, en la mencionada paradoja, más o menos fracasa, con su ejemplo de los números naturales para, mediante el término n en la sucesión, representar el número de años o de días de la eternidad. Pues así como cualquier término n en la sucesión infinita desvirtúa la infinitud, también toda pre-visión o prescripción de la acción libre de los hombres que le obedecen arruina la libertad de dicha acción.

La lectura inicial de Descartes se ofrece desorientadora porque abundan los paralogismos. Entre los cuales se destaca el de Dios infinito, que lo considera incomprensible pero cuya idea le resulta ser la más clara y distinta; de parecida manera se encuentra la paradoja de descubrir a Dios a partir del descubrimiento del ego, el cual, a su vez, encuentra la razón de ser en la existencia de Dios. También cabe mencionar entre dichos paralogismos el criterio de la certeza nacido de la claridad y la distinción de lo percibido, a sabiendas de no tener manera de corroborar nuestras creencias más firmes en alguna instancia superior al intelecto; lo mismo ocurre con la duda llevada a extremos que conducen al escepticismo para terminar en la certeza inamovible de la existencia del yo pensante, de la cual el contenido es ínfimo pero de ese hilo hará pender todas las demás certezas. De otra parte, se postula la afirmación de la libertad humana y la libertad absoluta de Dios que son incompatibles y, sin embargo, no se puede negar ni la una ni la otra; la primera por ser lo más evidente y vivido, y la segunda porque equivaldría a negar el fundamento.

Otro caso de apariencia paradójica lo constituye el concepto del hombre como unión substancial del alma y el cuerpo, que los considera como dos substancias antitéticas reunidas en una sola entidad indisoluble, y, en general, su obra que discurre como una empresa especulativa en el terreno de la metafísica y de la ciencia siendo ante todo una filosofía de la vida humana. En fin, su vida misma, que estuvo anclada a la existencia normal es bien lejos de ser extravagante como podría imaginarse la del filósofo que cuestiona el fundamento de todas las creencias. En todo ello se percibe una estela del problema del infinito puesto en evidencia en nuestra voluntad y la de Dios como si se tratara de infinitos de distinto orden que Descartes reconoce posibles, tal como lo ha declarado al padre Mersenne en su carta del 15 de abril de 1630:

Pero a propósito del infinito, Usted me ha propuesto un problema…Usted decía que si hubiera una línea infinita tendría un número infinito de pies y de toesas y, por consiguiente, que el número infinito de los pies sería seis veces más grande que el número de las toesas1. -Concedo totum- (Concedo todo). -Por lo tanto, que este último no es infinito.- Nego consecuentiam (Niego la consecuencia). -Pero un infinito no puede ser mayor que otro.-

¿Por qué no? Quid absurdi? (¿Qué hay de absurdo?), principalmente si sólo es mayor in ratione finita, ut hic ubi multiplicatio per 6 est ratio finita, quoe nihil attinet ad infinitum. (Según relación finita, como aquí donde la multiplicación por 6 es relación finita, que en nada corresponde al infinito). Y, además, ¿Qué razón tenemos para juzgar si un infinito puede ser mayor que otro o no? Puesto que cesaría de ser infinito si pudiéramos compren- derlo. (Descartes, 1996, p. I 146).

La señalada circunstancia incita a estudiar a Descartes analíticamente para descubrir las inconsistencias lógicas ocultas en su lenguaje cercano al del habla común, lenguaje que sólo excepcionalmente recurre a los tecnicismos de la tradición escolástica; esta parece haber sido la intención de autores como Margaret Wilson y Bernard Williams. Pero en la misma medida en que aumenta la familiaridad del lector con sus obras se desvanecen sus paradojas y se empieza a caer en la cuenta de que Descartes, planteando decididamente el asunto central de la filosofía, volvió como Jenófanes y Parménides a examinar el hecho de que el hombre no tiene a dónde acudir para validar sus saberes, y que siendo la lógica el instrumento primordial de la inteligencia humana, toda su ciencia es una especie de sistema cerrado que permanecerá por siempre como una gran conjetura.

Vemos que Descartes, convencido de que su explicación del sistema del mundo es lo más verdadero, lo considera una "fábula del mundo" (Descartes, 1996, p. XI, ix), al modo en que Jenófanes dijo de su propia opinión ser lo más parecido a la verdad. "Pues, ¿qué puede importarnos que alguien imagine ser falso a los ojos de Dios o de los ángeles aquello de cuya verdad estamos enteramente persuadidos, ni que diga que, entonces, es falso en términos absolutos? ¿Por qué hemos de preocuparnos por esa falsedad absoluta, si no creemos en ella, y ni tan siquiera la sospechamos?" (Descartes, 1977, p. 118. AT IX 113). Responde diciendo que todo lo que podemos alcanzar es una "certeza moral", suficiente para todos los efectos de la vida humana; sin embargo, no niega que si Dios nos otorgara una revelación, entonces tendremos una "certeza más que moral".

Descartes distingue el mundo en un plano de realidad y Dios en otro, situando al hombre en el medio (Alquié, 1987, p. 237). En cierto modo el hombre no es parte ni del mundo ni de Dios, pero participa de una y otra realidad, y es por esta razón por la que la acción humana no se reduce a la actividad técnica o instrumental, es acción moral. No es sólo libertad, también, como cosa del mundo, se rige por la necesidad. En ese ámbito intermedio en el que transcurre la existencia humana no rigen enteramente ni leyes de la naturaleza ni leyes de la libertad, en consecuencia, no cabe pensar en una metafísica de las costumbres que determine leyes de la moralidad, sino en reglas prácticas para este dominio de lo contingente.

Al leer a Descartes hay que tener en cuenta que está inscrito en una tradición de pensamiento aristotélica, en la cual todo lo que se piensa o dice se atribuye a un sujeto porque subyace el principio de inteligibilidad de la substancia y sus atributos, de tal manera que también una relación, al ser algo, se toma como un sujeto y se reducen los juicios de relación a juicios de sujeto-predicado. Por ejemplo, la velocidad, siendo la relación entre una distancia recorrida y un tiempo dado, se toma como una substancia al hacerla el sujeto de una proposición; de la misma manera el movimiento es tomado, no como la relación a establecer entre lugares y momentos ante el hecho de que algo ocupa distintos lugares en tiempos distintos, sino como una entidad. Esto mismo ocurre con el infinito, el cual no se asume como una relación o cualidad, sino como una substancia. De manera que los argumentos de Zenón de Elea también se aplican a la visión cartesiana del infinito.

Descartes al pensar la substancia hace énfasis en el rasgo propio de ser por sí, de donde concluye que Dios es la substancia por excelencia, porque no requiere de nada para existir. "El concepto de substancia con Descartes y sus contemporáneos sufre una transformación radical, obviando su relación con los atributos para atender principalmente su ser por sí" (Marion, 1986, p. 236). Pero al extenderse este sentido a cualquier cosa o entidad, no siendo ya el infinito un accidente sino un sujeto con propiedades, también será substancia, y Descartes dirá que sólo a Dios conviene ese nombre porque no requiere de nada para existir y retomando la distinción tradicional de la Escuela afirma que el término substancia no es unívoco para referirse al creador y a las criaturas. Si la antigua concepción de la substancia impedía asignarla a Dios, porque en él no se distinguen los atributos de la esencia, ahora esta nueva impide asignarla a todo lo demás distinto de Dios (Marion, 1986, p. 237). Como la substancia, entendida en relación con el accidente, no permite distinguir a Dios de las otras substancias, se requiere introducir el infinito; es decir, introducir una substancia infinita, y más bien se habla de un infinito substancial; al modo en que lo expresó Jean Damascène "quoddam pelagus infinitae substantiae" -un océano de substancia infinita-. "La definición de la substancia -brevemente la substancia de la substancia- se enuncia pues: El infinito" (Marion, 1986, p. 239). "La filosofía medieval ha recibido del judeocristianismo, con una nueva concepción del infinito, la revelación de un irracional de otra suerte y sobre todo de otro valor" (Laporte, 1950, p. xii).

La noción de infinito que emplea Descartes es la misma de Galileo y otros filósofos como Bruno y Nicolás de Cusa, consistente en lo muy grande o muy pequeño que no se alanza a determinar su cantidad. La de la matemática, desde Dedekind, no es de carácter cuantitativo sino cualitativo, especialmente se refiere a una cualidad de ciertas colecciones, sin importar si son grandes o pequeñas. Se trata de una cualidad relativa a la numerosidad de sus elementos. Pero aquí se desliza una variación en la idea de número que pasa de ser cantidad a ser una relación. Bertrand Russell ilustra esta visión del número diciendo, en calidad de ejemplo, que el número dos no es una pareja de cosas sino más bien la propiedad o la etiqueta que se asigna a la colección de todas las parejas del mundo, la cual debe de ser infinita (Russell, 1973c, p. 1236).

Saber teórico y práctico

De esta idea de Dios como la substancia infinita que es por sí, en quien no se distinguen sus atributos de su esencia, procede la unidad del saber teórico y el moral en Descartes, y se pone de manifiesto en su concepto de las verdades eternas; porque las hace depender indiferentemente de la voluntad y del conocimiento de Dios al no establecer distinción entre una y otra facultad en Dios, pues dice que en él son lo mismo "videre et velle". Al ser un mismo acto el de creación y el de voluntad, decir de las cosas que son equivale a decir que son buenas. En efecto, todo lo que existe Dios lo ha creado y sólo crea lo bueno. "La misma operación divina crea a la vez los valores y las cosas" (Laporte, 1950, p. 286). Por esta razón, cuando Descartes indaga por la causa del error, que es un mal, encuentra que no puede ser algo positivo creado por Dios sino una negatividad; el error será una consecuencia del uso inadecuado que hace el hombre de las facultades positivas y buenas que Dios le ha otorgado y, por consiguiente, todo error, sea práctico o teórico, podrá evitarlo si se acostumbra a usar con diligencia su razón y su voluntad. De aquí se obtiene la consecuencia de que el conocimiento científico y el moral son el mismo, y es por esto por lo que Descartes pasa de referirse a las líneas rectas en geometría a la conducta recta sin hacer un uso metafórico de la rectitud (Descartes, 1996, p. XI 46); el camino más corto entre dos puntos es el que más fácilmente se discierne por el entendimiento y lo mismo se determina por la voluntad. De igual manera el estudio de las pasiones del alma, cuya regulación es el asunto de la moral, se lleva a cabo en el dominio de la medicina y de acuerdo con las leyes de la física. Esto parece una rareza, porque estamos acostumbrados a distinguir un dominio de lo teórico y otro de lo práctico, de acuerdo con la tradición venida de Aristóteles en su distinción de las cosas que ocurren con necesidad y las que "pueden ser de otra manera", (Aristóteles, EN 1112b, 1140a), cuya distinción corresponde a lo que está sometido, por una parte, a las leyes causales y, de otra, a la contingencia de la libertad. Lo cual se asocia a la correspondiente distinción aristotélica de las virtudes de la inteligencia que contempla una razón científica y otra calculadora. Pero en Descartes, aunque se distingue un ámbito de lo teórico y otro de lo práctico, no se agrega esa distinción de la razón, pues la considera una sola e indivisible.

Se requiere tener en cuenta que la voluntad de Dios no varía, para concluir que lo entendido y lo querido por él son necesarios, de donde se obtienen las leyes de la física; como la de la inercia, la igualdad de la cantidad de movimiento en el universo, etc. Pues si la voluntad inamovible de Dios crea una cosa, ésta debe permanecer idéntica: en tamaño, quietud, movimiento y todo lo demás; no cambiará su estado espontáneamente. Además, no hay razón para pensar que Dios cambia en su manera de crear y habría creado las cosas de un modo y la inteligencia humana de otro. Es todo esto lo que hace al mundo inteligible, pues, entender, querer y poder son una misma cosa en Dios. Esta afirmación de Descartes sobre la indiferencia con que Dios crea y la necesidad con que lo hace, se nos ofrece paradójica, pero esa apariencia se disuelve al concebir dos planos de realidad: el de Dios y el del hombre, lo cual equivale a distinguir el del infinito y el de lo finito. Relativo al nuestro lo creado es necesario, pero respecto de Dios carece de sentido dicha categoría de necesidad. Este es el origen de los contrasentidos surgidos al pensar el infinito con categorías de lo finito.

El principio de no-contradicción no opera para Dios. Este principio no es ontológico, sino lógico. Sin ser el asunto así de simple, pues lo real se rige a su vez por este principio y por consiguiente toma carácter ontológico. Entonces se viene a caer en la cuenta de que lo Real lo es respecto de nosotros. Ya decía Descartes que la consecuencia es buena de nuestra mente a las cosas. Se trata de saber, además, si la relación de Dios con los seres finitos puede expresarse en términos de necesidad y contingencia. Como Dios está más allá de lo posible, no es adecuado pensar en estos términos; lo necesario es aquello de lo cual lo contrario es imposible, y lo contingente, aquello de lo cual lo contrario es posible, decía Leibniz al pensar en esta relación entre Dios y el mundo (Russell, 1938, p. 258). Se comprende que por el concepto mismo de lo divino, respecto de Dios todo es posible. De esta manera, desde nuestro pensar lógico se puede ver coherente lo que dice Descartes con aspecto paradójico al hacer referencia a lo absoluto desde lo finito que es contingente y relativo.

De la reflexión sobre la indiferencia y la necesidad en la libertad de Dios se es conducido a comprender que el principio de no contradicción es relativo a nuestra estructura mental y que no obliga a Dios por su condición de ente infinito. Precisamente -dirá Descartes- se ofrecen también paradójicas las propiedades del infinito porque son consideradas de conformidad con nuestros principios lógicos. Además, no hay otra posible manera de abordarlo, y esto lo hace ver Descartes cuando advierte que no debemos ocuparnos del infinito para comprenderlo, justamente por ser infinito. También, como consecuencia de dicha reflexión, se constata que las pruebas de la existencia de Dios se reducen a la primera de ellas en la tercera meditación, a saber, que Dios existe porque tengo su idea como la idea de lo infinito. Así lo reconoce Descartes en su carta a Mesland del 2 de mayo de 1644.

Como el Dios infinito de la filosofía, incomprensible por la razón, es el mismo de la fe perceptible y constitutiva de la experiencia íntima, Descartes ve en la religión una fundamentación de la moral. Así lo da a entender en su carta a los doctores de la Sorbona al presentar sus Meditaciones, y lo ratifica en otros lugares, particularmente cuando dice que se necesita ofrecer un premio por tirar al blanco para motivar a los buenos arqueros a apuntar y disparar, diciendo con ello que lo que mueve a los hombres es la utilidad, por cuya razón se necesita que tengan el temor a Dios. Los que no tienen fe deben ser persuadidos de la religión mediante la razón: "y por ello no juzgué que me fuera ajeno investigar cómo se hace, y por qué vía se conoce a Dios con más facilidad y certeza que a las cosas del mundo" (Descartes, 2009, p. 45. AT IX 5).

Descartes tiene un designio práctico; ante todo desea que le vaya bien en la vida. Su obra puede verse como momentos o etapas del recorrido hacia ese propósito práctico. Por esta razón encuentro en Descartes una mayor afinidad con las máximas morales del epicureísmo que con las del estoicismo, no obstante su familiaridad con esta última perspectiva moral. Basta leer algunas de sus cartas a Elisabeth de Bohemia para confirmarlo (Descartes, 1996, p. IV, 271). Naturalmente, si el camino a recorrer es muy prolongado hasta el punto de permanecer más en él que en el lugar de destino, se podría entender, aunque erróneamente, que el caminante prefirió como estancia el camino mismo. Tal vez sea este el caso por el que se tiende a verlo como un filósofo especulativo y de la ciencia antes que de la vida práctica. El propio Descartes no desconoció esta circunstancia, de la cual es testimonio su moral de provisión. Su concepto del hombre como entidad intermedia entre el mundo y Dios, entre lo finito y lo infinito, libre y sometido a la necesidad, encuentra corroboración en el hecho de que el hombre no tiene un tiempo para aprender y otro para obrar; mientras los demás seres vivientes están dotados desde el nacimiento del saber requerido para vivir, el hombre debe aprender mientras vive, por consiguiente, se necesita distinguir el plano de la búsqueda de la verdad del de la vida práctica. Para conducirse en el primero ha optado por las reglas del método, para el segundo ha optado por las máximas de la moral de provisión, con las conocidas metáforas: la del caminante perdido en un bosque, a quien conviene tomar un sendero cualquiera para evitar sucumbir al no atreverse a elegir por falta de certeza, y, la referida al hombre que se provee alojamiento provisional mientras construye la morada definitiva. Esta moral, presentada en el año de 1637 en el Discurso del Método, no es provisional sino la que en definitiva corresponde a la naturaleza de la vida humana, caracterizada por construirse y consumirse simultáneamente. Dicha moral vuelve a enunciarla en el año de 1645 diciendo explícitamente que son esas reglas de la moral del Discurso las que bastan para alcanzar el estado de satisfacción del espíritu en que consiste la vida en beatitud.

Es tan firme el designio práctico de Descartes que, al presentar Los Principios de la filosofía para su edición en francés, sorprende, porque contra su acostumbrada modestia cortés, en tono jactancioso, dice: "Hubiera querido poner aquí las razones que sirven para probar que los verdaderos principios por los que se puede llegar al más alto grado de sabiduría, en lo que consiste el soberano bien, son estos que yo he puesto en este libro" (Descartes, 1996, p. IX-II, 9 ).

La urgencia de los asuntos de la vida no permite en lo práctico alcanzar la certeza deseable como podría aguardarse en la ciencia; pero Descartes dice que no es preciso obtenerla. Esto ha llevado a pensar que en materia moral basta con conjeturas o verdades probables y no se persiguen verdades ciertas. Para Descartes es inconcebible una doble manera de ser de la razón. Tal vez por su espíritu de matemático ve la razón como una única estructura procedimental que intuye y deduce, cualquiera sea la materia de que trate. Además, en el siglo de Descartes no existía esa diferencia entre ciencias inductivas o empíricas y ciencias deductivas más que para distinguir las que, como la física, obtenían su conocimiento de los efectos hacia las causas por los signos perceptibles, de las que, como la matemática, lo obtenían de las causas hacia los efectos, porque partían de definiciones y nociones generales; pero de ninguna manera se piensa en ciencias duras y blandas, pues, los conocimientos ciertos y los probables pertenecían a las ciencias de los distintos objetos, y es precisamente Descartes quien propone no admitir más que conocimientos ciertos en las ciencias que, por lo demás, él estima son una sola.

De acuerdo con la visión antropológica de Descartes, la ciencia es un asunto de la incumbencia del espíritu sólo, en su dominio se puede y se debe obtener la certeza, incluso como certeza lógica. En cambio, el ámbito de la moral, siendo el de la unión de la sustancia pensante y la extensa, no puede contener proposiciones lógicas únicamente, pues sería perder de vista la contingencia propia de la vida humana; o lo que viene a ser un olvido de la libertad del hombre. Mal puede entonces pensarse en reglas de moral del tipo de máximas de deber sin negar la libertad. Como la libertad no es un asunto que requiera demostración, sino un dato ineludible de experiencia, porque ejercer la razón es ya un acto de libertad, no hay lugar para distinguir una razón teórica y una práctica, simplemente hay una razón que se ejerce dentro de la oportunidad o deja de ejercerse cuando se trata de asuntos de la vida ordinaria. Pero, en la ciencia, al no intervenir la contingencia de la vida, la variable oportunidad no cuenta y la razón se ejerce sin considerar el tiempo o la dilación del asentimiento. Estas últimas verdades adquiridas cuando la duda ya implicaba contradicción en los términos, son las que de preferencia se utilizan en cualquier dominio, en especial para resolver las cuestiones que surgen en la vida ordinaria, y es por esto por lo que en cuanto más verdades podamos alcanzar nos irá mejor en la vida; pero especialmente si nos acostumbramos a ellas, porque la perspicacia del espíritu se acrecienta y nos facilita entender con prontitud en los asuntos ordinarios de la vida. El mejor conocedor será el mejor actor. Como no se trata de dos personajes, sino que es el mismo espíritu que teoriza el que está fundido en el cuerpo, el mayor bien en esta vida es el perfecto conocimiento del mayor número de cosas para iluminar la voluntad en sus decisiones.

Citas de pie de página

1 Toesa es una unidad de medida antiguamente usada en Francia y equivale a seis pies.


Referencias

Alquié, F. (1987). La Découverte métaphysique de l'homme chez Descartes (3 ed.). Paris, France: Presses Universitaires de France.         [ Links ]

Aristóteles. (1985). Ética Nicomáquea. Madrid, España: Gredos.         [ Links ]

Descartes. (1977). Meditaciones Metafísicas con Objeciones y Respuestas. (Trad. V. Peña) Madrid, España: Alfaguara.         [ Links ]

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