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Praxis Filosófica

versión impresa ISSN 0120-4688versión On-line ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.43 Cali jul./dic. 2016

 

ACADÉMICOS VERSUS PIRRÓNICOS: ESCEPTICISMO ANTIGUO Y FILOSOFÍA MODERNA

Acadêmicos versus Pirrônicos: Ceticismo Antigo e Filosofia Moderna

Roberto Bolzani Filho
Profesor del Departamento de Filosofía de la Universidade de São Paulo, São Paulo, Brasil. Recibió el título de Doctor en Filosofía de la misma universidad. Sus temas de interés son la filosofía antigua, especialmente Platón, Aristóteles y el escepticismo. Se destacan sus libros: (2014) A certeza. São Paulo: Editora WMF/martinsfontes; y (2013) Acadêmicos versus Pirrônicos.
São Paulo: Alameda Casa Editorial.
Correo electrónico: robertof@usp.br

Traducción: Christian Felipe Pineda Pérez
Licenciado en filosofía de la Universidad del Valle, Cali, Colombia. Su trabajo de grado titulado Las relaciones entre filosofía y retórica en el pensamiento de Cicerón obtuvo la mención laureada. Asistente del grupo de investigación Daimôn-Ágora del Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle. Sus temas de interés son la filosofía ciceroniana, la filosofía romana, el escepticismo antiguo y la retórica.
Correo electrónico: chrz1990@hotmail.com

I

Una de las cuestiones que más ha interesado a los historiadores modernos y contemporáneos del escepticismo antiguo es aquella que concierne a las diferencias entre las dos corrientes escépticas tradicionales, denominadas académica y pirrónica. Este interés está completamente justificado pues se trata, en realidad, de una cuestión clásica planteada por los antiguos, tal como nos informa Aulo Gelio en las Noches Áticas: "Es una cuestión antigua, considerada por muchos escritores griegos, en cuánto difieren los filósofos pirrónicos de los académicos. Pues ambos son llamados escépticos, suspensivos, aporéticos, ya que ambos nada afirman y juzgan que nada se aprehende"1. El hecho de que estemos frente a un problema antiguo que permanece vigente muestra, por lo que todo indica, que hay allí mucho más que aquella frecuente dificultad con la que se enfrenta el helenista: la ausencia de documentación y doxografía. Son los textos mismos, las fuentes principales referentes a las dos tradiciones que nos quedan, los que, en ciertos momentos, entran, como veremos, en conflicto. El problema es de fondo: en un momento dado de la historia de la filosofía, en Grecia, se configura un modo de pensar que se pretende substancialmente original en relación a toda la filosofía anterior, portador de una nueva propuesta filosófica, que significaría, a decir verdad, la descalificación de toda esa filosofía, denominada de ahora en adelante "dogmática", "precipitada", "autoritaria", etc. Y con todo, ella misma tendrá, en poco tiempo, una controversia que sería más agradable encontrar exclusivamente en el dogmatismo que tanto critica.

Para comprender mejor el "estado de la cuestión" veamos, sucintamente, en dónde se encuentran las dificultades y qué consecuencias han producido en los intérpretes. El escepticismo pirrónico recibe esta denominación porque pretende ser una recuperación de las ideas de Pirrón de Elis, que vivió en el siglo IV a.C. y no escribió nada. Entre los pocos nombres de pensadores escépticos pirrónicos que nos han llegado, figuran con esencial importancia Timón de Fliunte, discípulo directo de Pirrón, Enesidemo, Agripa y Sexto Empírico, este último, al parecer, vivió en el siglo II o III d.C. De él nos quedan dos textos pirrónicos: sus Hipotiposis pirrónicas, que son un resumen del pirronismo contenido en tres libros: una exposición de las características de la filosofía pirrónica (Libro I) y de los argumentos dirigidos contras las filosofías dogmáticas (Libros II y II). También nos quedan once libros denominados Adversus Mathematicos, que desarrollan y enriquecen con nuevos argumentos la crítica a las diversas ciencias y técnicas dogmáticas. En el libro primero de las Hipotiposis, texto privilegiado para una comprensión del pirronismo, leemos que el escéptico es llamado pirrónico porque Pirrón fue el primero en dedicarse claramente a la sképsis, a la postura escéptica (PH I, 7), significando así una especie de padre fundador, o al menos patrono, de esas posturas que los libros de Sexto van a escudriñar. Pero esa remisión a Pirrón no está desprovista de un carácter polémico si recordamos las dificultades que lo rodean. Como no escribió nada, Pirrón es objeto de discusiones que, en el límite, no se pueden solucionar definitivamente. Todo intento de trazar su perfil filosófico se hace, en mayor o menor medida, basado en conjeturas. La razón de ello es que las fuentes principales parecen atribuirle un vocabulario y un conjunto de conceptos que, muy probablemente, provienen de pirrónicos posteriores empeñados en caracterizarlo como un iniciador de un escepticismo auténtico. A excepción de los fragmentos laudatorios de Timón, los otros textos que han fundamentado las interpretaciones padecen de esa dificultad, entre ellos, la descripción atribuida al filósofo peripatético Aristocles encontrada en la Preparatio Evangelica de Eusebio de Cesarea (XVI, 18). En este texto, en el que hay referencias a Timón, algunos temas e ideas caros al pirronismo de Enesidemo y Sexto Empírico aparecen como típicos del pensamiento del filósofo de Elis, como, por ejemplo, la investigación de la verdad, la suspensión del juicio y la inaprehensibilidad. Pero un análisis histórico más detenido revela cuán problemático es atribuir a Pirrón tales ideas2. También tenemos el testimonio filosóficamente menos rico de Diógenes Laercio que, además de también contener un vocabulario, como todo indica, posterior, enfatiza en el desinterés de Pirrón por la elaboración de una "doctrina" propiamente dicha, tal como la encontramos en el libro primero de las Hipotiposis pirrónicas.

Tales dificultades no han impedido, por otro lado, los análisis del fragmento de Aristocles del cual emerge Pirrón como escéptico indiscutible, como el legítimo precursor, en teoría, de lo que dirán sus seguidores3. Eso no significa, necesariamente, una mala interpretación. Aunque Pirrón no haya sido el "teórico" que la tradición pirrónica sugirió y procuró construir, su postura podría ser vista como la más cercana a lo que el pirronismo entenderá como "escepticismo". Recordemos que, cuando Sexto Empírico explica esa filiación, hace, en realidad, una comparación: en relación a sus antecesores, Pirrón parecer haberse dedicado más claramente y más notablemente al escepticismo. Pues, para el escéptico, como informa Diógenes Laercio, el escepticismo ya se insinuaba en Homero (DL IX, 71), que ya exponía los conflictos de opiniones entre los hombres. Los argumentos que reflexionan sobre las dificultades del conocimiento del mundo también son tomados de las filosofías anteriores, como, por ejemplo, la de Demócrito, Jenófanes y Zenón de Elea (DL IX, 72). Ciertas doctrinas llegan incluso a tener aspectos semejantes con el pirronismo, aunque no puedan ser denominadas escépticas, al punto que las Hipotiposis, en su primer libro, tratan ampliamente el tema de las diferencias entre los pirrónicos y las filosofías que a ella "se aproximan" (PH I, 210-241). Es en el contexto de esa búsqueda retrospectiva de los orígenes del escepticismo que Pirrón aparece, de manera privilegiada, como la figura cuya historia parece comportar una asimilación más amplia, una, por así decirlo, aproximación.

Pero los testimonios sobre Pirrón no sólo tienen las características mencionadas. Contrariamente a las fuentes arriba citadas, encontramos también un Pirrón que difícilmente podría ser visto como un escéptico. Es lo que nos informan algunos textos filosóficos de Cicerón: Pirrón es defensor de una doctrina de la "indiferencia" en relación a todas las cosas, doctrina que, según Cicerón, ni siquiera merecer ser comentada (Fin. II, 35 y 43; Off. I, 6). Pero Pirrón sería, al mismo tiempo, un moralista austero que cree en la virtud suprema (Fin. IV, 43). Ahora, si consideramos el testimonio ciceroniano como la fuente más autorizada, difícilmente podríamos ver en Pirrón un escéptico, ni siquiera en germen. Así, la reivindicación del pensamiento de Pirrón que hacen los pirrónicos posteriores tendría que ser interpretada como una tergiversación del sentido real de su posición4. Por otra parte, algunas lecturas sobre Pirrón podrían verlo incluso como alguien que no se pronuncia sobre la existencia de las cosas o sobre la idea misma de "cosa", por lo que, incluso, no es muy compatible con el pirronismo posterior (Bett, 1994, pp. 163, 168-71, 181).

Estaríamos, en suma, a partir de esos testimonios tan dispares, delante de aquello que Robin denominó, para comprender las dificultades aquí en juego, "dos efectos contrarios de una misma causa"5. Ahora bien, lo que importa comprender de todo esto son los motivos que subyacen a tales dificultades: si los testimonios "escépticos" de Pirrón, por un lado, pueden pecar por exceso, es porque se trata de encontrar patrocinio en un pasado hasta hace poco reciente; en el caso de Cicerón, por otro lado, un juicio tan crítico podría deberse al hecho de que, como recuerda Robin, se reivindica, en su obra filosófica, a los académicos -la llamada Nueva Academia- un escepticismo genuino.

Parece haber sido en la Academia fundada por Platón, ya en el siglo III a.C., que el escepticismo, en efecto, se desarrolló por primera vez como "teoría", más allá de la práctica de Pirrón. Éste, mucho más preocupado por las "acciones" (érga) que por los "discursos" (lógoi) (DL IX, 66), no debió haber elaborado una "filosofía escéptica". Mientras tanto, la ya tradicional escuela creada por Platón se verá, durante algún tiempo, tomada por un modo de pensar un tanto diferente -aunque muy poco según pretendieron sus defensores- del antiguo platonismo. El iniciador de esa nueva dirección del pensamiento había sido Arcesilao de Pitane que, según Diógenes Laercio, conoció a Pirrón (DL IV, 33). Según la gran fuente que poseemos sobre el escepticismo académico, los Académicos (Academica) de Cicerón, Arcesilao sería el primer escéptico, el fundador e iniciador de esa postura que se mantendrá dominante en la Academia por los menos hasta el siglo I a.C., en la época de Cicerón, que escribe sus Académicos ya después de una desviación en dirección al estoicismo que se dio en la Academia bajo los auspicios de Antíoco de Ascalón. Así pues, el juicio "dogmático" de Cicerón en relación a Pirrón pudo haber sido motivado por la intención de alejar una interpretación pirrónica del escepticismo, a juzgar por el testimonio según el cual Enesidemo, uno de los principales escépticos pirrónicos, había sido inicialmente miembro de la Nueva Academia, pero, descontento con el rumbo impreso allí al escepticismo, se había apartado y luego encontró en Pirrón un punto de partida más adecuado. El pirronismo sería, bajo este ángulo, en tanto movimiento ya no sólo práctico sino también teórico, fruto de una disidencia del escepticismo académico -según parece, dispuesto en ese entonces a un ablandamiento de sus principios debido a Filón de Larisa, de quien Cicerón fue auditor (Sedley, 1980, p. 16; Striker, 1981, p. 2).

Así pues, las alusiones recíprocas entre las dos corrientes son hechas bajo el telón de fondo de una disputa: por un lado, el Pirrón que Cicerón nos describe ahora puede ser la alternativa disidente de Enesidemo para el establecimiento del verdadero "espíritu" del escepticismo, frente a la pretensión de los académicos de localizarlo en Sócrates y Platón; por otro lado, la acusación pirrónica de que los académicos son dogmáticos, claramente expresada en las Hipotiposis pirrónicas, sería también dictada por la necesidad de establecer aquella filiación como la auténtica, alejando al escepticismo de una contaminación con el dogmatismo que acabaría por culminar, en la Academia, con la introducción del estoicismo.

Estas conjeturas, como sucede muchas veces en un análisis de la filosofía griega, implican problemas puntuales de datación cuyas soluciones, en el límite, son siempre sujetas a discusión. Nos basta, con todo, destacar que esas informaciones podrán contribuir a relativizar y matizar las diferencias de contenido entre las dos corrientes, o al menos para hacer razonable la duda sobre tales diferencias: ¿hasta qué punto, a la luz de las informaciones expuestas arriba, se puede decir que los académicos y los pirrónicos realmente difieren? Así, la vetus quaestio referida por Aulo Gelio tiene su razón de ser. Y la historiografía moderna ha sospechado, con una frecuencia cada vez mayor, que, si existen realmente diferencias importantes, hay también semejanzas relevantes, a veces incluso justificadas. Semejanzas que los antiguos, como decía Aulo Gelio, debieron haber notado. Y hoy es claro para muchos helenistas aquello que las dos corrientes, en el calor de la disputa, no supieron -o no quisieron- ver: las semejanzas son tan o más significativas que la diferencias6.

Pero la historia de esa lucha de familia no sólo ha motivado al historiador de la filosofía, también ha tenido consecuencias filosóficas. Pues gradualmente se configuró una idea que, con Hume, ganó quizás su expresión más acabada, pero que se presentaba ya en pensadores anteriores al menos desde Montaigne: en relación al escepticismo pirrónico, el escepticismo académico no es más que una variante "moderada". Eso cuando no es visto, por ese motivo, a la vez como otra forma de dogmatismo: como la negación de la posibilidad del conocimiento. Sea este último juicio, sea el primero, que en Hume adquiere un carácter positivo -y el pirronismo pasa a ser visto como "excesivo"-, el hecho es que los académicos la mayoría de las veces pasaron por ser, en esos siglos en que la presencia del escepticismo fue a sabiendas tan sobresaliente como lo fue en los siglos XVII y XVIII, o bien dogmáticos o bien -expresión paradójica, pero que en la época tenía sentido- "no tan escépticos". Rastrear la génesis de ese cuadro no es nuestra intención aquí, es suficiente señalar que las Hipotiposis de Sexto Empírico se volvieron accesibles a los hombres de letras, en traducción latina, desde siglo XVI, y que el corpus ciceroniano ejerció una enorme influencia desde el Renacimiento. Se trata de evaluar si ese juicio en relación a los académicos, tal como está presente en el pirronismo, corresponde con aquello que encontramos en los textos de Cicerón, especialmente en los Académicos. Un análisis más detallado de este último escrito, en confrontación, al mismo tiempo, con las Hipotiposis y otros pasajes de Sexto, podrán revelar, no sólo que tal juicio no corresponde a lo que proponían los académicos, sino también la presencia de concordancias significativas. Tal vez al punto de alejar definitivamente aquella concepción moderna, ciertamente pautada en las Hipotiposis, de los académicos como defensores de un escepticismo parcial o sólo aparente.

Lo que no quiere decir que no existan, entre las dos corrientes, diferencias relevantes. Pero estas serán mejor divisadas, así nos parece, si emergen del inventario de semejanzas. Pues estas se encuentran en el nivel mismo del marco conceptual básico que orienta a pirrónicos y académicos. Y las diferencias, en gran medida, parecen concernir al modo en que se tratan ciertos temas, tratamiento que es, sin embargo, guiado por una preocupación común -la crítica al dogmatismo-, así como en la forma de su expresión. Aquí, nos parece interesante destacar ciertas particularidades académicas en la orientación de algunas cuestiones y en el análisis del dogmatismo, así como también algunas consecuencias de esa orientación singular. Pues, en relación al par pirrónico, parecen apercibir las características que se volverán valiosas en un modo de pensar que, en la filosofía moderna, ganará un estatus fundamental. El análisis de esas particularidades, hechas a partir del esclarecimiento previo del estatus escéptico de la Nueva Academia, deberá ocupar aquí un lugar privilegiado, permitiendo quizá establecer una determinada línea de continuidad entre antiguos y modernos que podrá, a primera vista, parecer increíble, pero cuya pertinencia nos parece posible o, al menos, digna de ser considerada.

II

Ya en el inicio de las Hipotiposis, Sexto Empírico establece que, para el pirronismo, los académicos representan una posición filosófica incompatible con el escepticismo. Distinguiendo tres tipos generales de filosofía, caracteriza a los filósofos de la Academia -"Carnéades, Clitómaco y otros"- como defensores de lo que podríamos llamar un "dogmatismo negativo": los "dogmáticos", como Aristóteles, Epicuro y otros, sostienen que la verdad puede ser aprehendida, y los académicos, que no puede serlo. En cuanto a los escépticos, en términos de Sexto, "aún investigan" (PH I, 1-2). Tal permanencia en la investigación, en la búsqueda (zétesis) de la verdad, expresa aquello que, en la secuencia del tratado, se mostrará como la marca registrada del escepticismo, siempre pirrónico: la suspensión del juicio (epokhé). Después de todo, investigar significa, pues, no determinar cómo verdadero o falso ningún discurso o proposición acerca de la realidad, incluso aquel discurso o proposición que niegue que podamos tener acceso a la realidad de manera fiel. La suspensión del juicio expresa la abstención de tomar postura respecto a ese y cualquier otro problema epistemológico y filosófico. Y las respuestas negativas a semejantes problemas en nada parecen distinguirse, desde el punto de vista de las intenciones que las mueven, de los intentos de solucionar positivamente esos mismos problemas. Así, por ejemplo, al concluir sus consideraciones sobre la idea de un criterio de verdad, quizá el más general y estratégico de los conceptos a la hora de fundamentar cualquiera postura dogmática, el pirrónico no deja de señalar las especificidades de su posición:

Es suficiente decir esto, por ahora, en resumen, en relación al criterio 'de acuerdo con el cual', como se decía, las cosas son juzgadas. Pero debe notarse que no nos proponemos afirmar que el criterio de verdad es irreal (pues eso es dogmático); pero, dado que los dogmáticos parecen haber establecido de modo plausible que realmente hay un criterio de verdad, oponemos a ellos argumentos que parecen ser plausibles; y, aunque no afirmemos positivamente que son verdaderos o más plausibles que sus opuestos, sin embargo, debido a la igual plausibilidad que aparece entre esos argumentos y aquellos propuestos por los dogmáticos, concluimos en la suspensión del juicio (PH II, 79).

Combatiendo la pretensión optimista y positiva del dogmatismo, el escéptico no terminará por desplazarse al otro extremo. La inaprehensibilidad que, según el pirronismo, caracteriza a los académicos, no es nada más que, en últimas, una forma peculiar y menos frecuente de dogmatismo que no por eso es menos dogmática. Y la diferencia es afirmada categóricamente:

Los partidarios de la Nueva Academia, aunque afirmen que todo es inaprehensible, no obstante difieren de los escépticos justamente en que, según parece, no afirman que todo es inaprehensible (pues lo hacen positivamente, mientras que el escéptico acepta la posibilidad de que algo sea aprehendido) (PH I, 226).

El texto arriba citado sobre el criterio de verdad ya revela también que aquella permanencia en la investigación, si de algún modo se dirige a la verdad como meta, se efectúa como una práctica constante de oposición de argumentos. Pues, la búsqueda de la verdad se revela pronto como una empresa mucho más problemática de lo que le gustaría admitir a las diversas filosofías dogmáticas. Perturbado por el misterio que el espectáculo del mundo nos exhibe, el pirrónico, que en un principio compartía la creencia común de los filósofos de que al adquirir la verdad suprimiría tal perturbación, se lanza, también, a una investigación del problema (PH I, 12). Pero -y aquí comienza a distinguirse de la tradición- pronto se enfrenta con diversas propuestas de explicación sobre los mismos temas, propuestas que acaban por configurar un conflicto que, analizado con neutralidad, parece indecidible, incapaz de resolverse, a falta de criterios de juico unánimes e indiscutibles. El resultado inevitable de ese estado de equilibro entre posturas opuestas o simplemente en conflicto, pero que todas consiguen argumentar persuasivamente, es la incapacidad de optar por una de ellas. He aquí la suspensión del juicio que, originada a partir de ese equilibrio, termina por traer, inesperadamente, la deseada supresión de la perturbación (PH I, 12; 26).

"Oponer a todo argumento un argumento igual" se convierte, entonces, en el principio programático del pirronismo (PH I, 12). He ahí porque gran parte de las Hipotiposis (los libros segundo y tercer completos, y parte del primero), como todos los libros de Adversus Mathematicos, consisten en la exposición de argumentos en conflicto con el objetivo de obtener la suspensión del juicio. Así pues, el escepticismo se definirá como una capacidad antitética orientada a la búsqueda de la igual fuerza persuasiva de los discursos, en toda cuestión propuesta, equipolencia que llevará a la suspensión del juicio y, consecuentemente, a la supresión de la perturbación (ataraxía) (PH I, 8-ss.). Es a partir de ese marco conceptual que el pirronismo afirma su originalidad de cara a la tradición filosófica con la que se encuentra, y expresa una actitud filosófica que denunciará, en la negativa dogmática a reconocer cuán problemáticas son sus pretensiones, lo que tiene de precipitada, autoritaria y arrogante, como también la perturbación que produce (PH I, 90; 237; II, 205; 246; III, 235; 281; M VII, 134; XI, 112). Al presentarnos un camino trazado conforme a las estrictas exigencias de un ideal de racionalidad que el propio dogmatismo concibe, pero no consigue hacer efectivo, el escepticismo, extirpada la perturbación, nos proporciona además lo máximo que podemos obtener de felicidad (M XI, 161). Y, al parecer, la posición negativa de los académicos, por su parte, terminaría por llevarnos a aquellas mismas limitaciones y desventajas que el dogmatismo positivo acarrea.

Encontramos realmente, en los Académicos de Cicerón, pasajes en los que los académicos afirman defender la inaprehensibilidad (Ac. II, 73; 78; 109-110). Pero es preciso comprender bien en qué sentido lo hacen. Por lo tanto, es necesario reconstruir la génesis, en la Academia, de la postura escéptica, lo que nos llevará a constatar semejanzas sustanciales con lo que encontramos en el pirronismo.

El libro primero de los Académicos, o lo que poseemos de él, nos muestra con claridad el hilo conductor, el leitmotiv de la obra: contra las pretensiones estoicas de Antíoco de Ascalón, uno de los escolarcas de la Academia, se trata de establecer que la posición filosófica iniciada con Arcesilao y desarrollada por Carnéades, Clitómaco y Filón, es la que se debe atribuir la continuación genuina del espíritu de la filosofía de Sócrates y Platón. Al introducir el estoicismo en la Academia, Antíoco de Ascalón, según la exposición de Cicerón, pretende lo mismo para esa doctrina. La filosofía estoica coronaría, con algunas correcciones, todas las doctrinas ahí desarrolladas o generadas, incluyendo las de Aristóteles y los peripatéticos (Ac. I, 35; 40). Tal polémica con el estoicismo, con todo, no se inicia con la empresa de Antíoco; es, en verdad, la ocasión de una confrontación que se remonta aproximadamente dos siglos antes del texto de Cicerón, cuando Arcesilao se convirtió en el jefe de la Academia. Por eso, Cicerón regresa a él tan pronto inicia su réplica a Antíoco, representado, en ese libro primero, por la figura del amigo de Cicerón, Varrón, que expone y defiende el estoicismo y sus pretensiones.

Al final de lo que nos queda del libro primero, Cicerón inicia su respuesta a Varrón describiendo la posición de Arcesilao. Momento importante para el análisis, principalmente porque, además de revelar las semejanzas con el pirronismo, ayuda a esclarecer el tema de la relación, recordada críticamente por Sexto Empírico, entre Arcesilao y Platón. Según Sexto Empírico, la posición presumiblemente escéptica de Arcesilao revela sólo una iniciación al platonismo: el ejercicio aporético de Arcesilao, dirigido al interlocutor, procuraría preparar a este último para la recepción de los dogmas de la Academia (PH I, 234). Ahora bien, a la luz del libro primero de los Académicos, tal relato suena extraño, pues se describe a Arcesilao como si, por así decirlo, diese un paso adelante en relación al elégkhos socrático, pero un paso que en nada siguiere un encaminamiento en dirección a una eventual doctrina dogmática platónica. La originalidad de Arcesilao consiste, ahí, en considerar a la filosofía anterior como un esfuerzo permanente en denunciar la obscuridad en la que todo está envuelto. Tal es el caso, por ejemplo, de Demócrito, Anaxágoras y Empédocles (Ac. I, 44). Sócrates será aquel que, a su manera, extraerá la tesis general de que la única verdad que poseemos es la de que no sabemos nada -la famosa expresión "sólo sé que nada sé", atribuida a Sócrates, cuyo sentido podemos desprender de la Apología de Sócrates de Platón (21a-23c)7.

He ahí, en el vocabulario escéptico y en su universo conceptual, la fórmula de la inaprehensibilidad, del dogmatismo negativo atribuido a los académicos. Con todo, Arcesilao no adhiere a la tesis socrática. Si todo es oscuro, la propia afirmación de la oscuridad es, en sí misma, oscura (Ac. I, 45). El paso adelante se da, por lo tanto, en el sentido opuesto al que presenta el juicio pirrónico. La aporía, buscada por Sócrates, según parece, con fines mayéuticos, será ahora indicio de epokhé. Pues resulta de ahí, para Arcesilao, la necesidad de abstener el asentimiento (Ac. I, 45). Y la oscuridad de la que habla Arcesilao, el alcance pretendido por ella, se muestra similar a la idea misma de suspensión del juicio llevada a cabo por el pirronismo, como nos mostraba el ejemplo de la cuestión del criterio de verdad. Pues se sigue de la oscuridad de las cosas que la "conclusión" de que todo es oscuro, como quiera que se exprese, no es vista como algo excluido de esa oscuridad -idea bastante próxima a la manera en la que el pirrónico caracteriza, en varios momentos de las Hipotiposis, su suspensión del juicio (PH I, 14; 191). Si es así, el texto de Cicerón permite concluir que Arcesilao fue, históricamente -recordemos las dificultades presentes en el intento de atribuirla a Pirrón- el primero en proponer una noción escéptica de suspensión del juicio8.

La continuación del relato de Cicerón nos revela un itinerario que en mucho nos remite a aquel que, como vimos, el pirronismo describe (PH I, 8-ss.). Si todo es oscuro y debemos retener el asentimiento, queda emprender una práctica aporética, con el fin de hacer ver al interlocutor la igual fuerza de los argumentos y discursos en juego (Ac. I, 45). En varios otros lugares de su obra, Cicerón constata en Arcesilao un precursor de la argumentación crítica sin pretensiones dogmáticas (Fin II, 1-2; V, 10; ND I, 11-12; De or. III, 68), remontándola, es verdad, a Platón y Sócrates. Pero lo que los Académicos nos muestra es que ese mos dialogorum encuentra en Arcesilao una utilización y sentido originales al mismo tiempo que inéditos. No se puede negar que esa originalidad, en otros pasajes de Cicerón, es muchas veces dejada de lado a favor de la intuición de inscribir la filosofía de la Nueva Academia en la más remota tradición socrático-platónica. Nos parece, entonces, que eso tiene su razón de ser esclarecida a la luz de una comprensión del proyecto ciceroniano como una totalidad -lo que, como veremos, no sólo no hace conflictivas esas afirmaciones, sino que también proporciona una explicación posible para las crítica hechas por Sexto Empírico.

Una diferencia a destacar entre Arcesilao y el pirronismo es la ausencia, en el primero, de la idea de ataraxía. Arcesilao, al parecer, permanece ligado a un ideal de sabio, heredado sin duda del estoicismo, que, como dice Cicerón, es el blanco de la crítica, el dogmatismo al que Arcesilao se dirige. Será solamente con Carnéades que la práctica argumentativa se extenderá a toda las filosofías (Ac. I, 46). Con Arcesilao, el escepticismo de la Nueva Academia está todavía apegado a aquello que, en la época, se configuraba como la más influyente filosofía dogmática. Vemos con claridad ese hecho en el libro segundo de los Académicos, cuando Cicerón expone el ataque de Arcesilao a Zenón de Citio, fundador del estoicismo (Ac. II, 67-68). Allí, en contraposición al ideal estoico de sabio -aquel que nunca emite opiniones y da siempre su asentimiento a lo verdadero-, Arcesilao concluirá, frente a las dificultades presentadas por el optimismo cognitivo del estoicismo, que al sabio sólo le quedará rechazar el asentimiento, suspender el juicio (Ac. II, 67). El estatus de esta "sabiduría" a la que llega la argumentación es controvertido. De hecho, puede sustentarse que tiene una función meramente dialéctica: una especie de reductio ad absurdum, partiendo del concepto dogmático de sabio, llegamos a su inviabilidad, a su imposibilidad9. Con todo, ¿por qué no decir de ahora en adelante, con la constatación de aquellas dificultades, que suspender el juicio es la fase final de la "sabiduría"? (Ac. II, 77). Cuestión polémica para ser examinada más detenidamente. Pero, por ahora, es importante observar que las denominaciones "sabiduría" o "sabio" no son necesariamente marcas de dogmatismo, se trata, a través de ellas, de llamar la atención sobre aquello a lo que una investigación racional e imparcial nos conduce, a saber, al inevitable rechazo de un discurso tético y definitivo sobre el mundo.

En su crítica al estoicismo de Zenón, el escepticismo de Arcesilao dirigirá su atención a una noción que, en el estoicismo, tiene una función e importancia absolutamente nucleares: la representación (phantasía), más específicamente la representación aprehensiva (phantasía kataleptiké). En el diálogo entre ambos elaborado por Cicerón en el libro segundo de los Académicos (Ac. II, 77-78), es a tal concepto que recurre Zenón para tratar de contestar a las intenciones polémicas de Arcesilao, formalizadas anteriormente, de forma general, en el siguiente razonamiento: (i) si el sabio da su asentimiento a algo, algunas veces emitirá una opinión; (ii) pero él nunca emite opiniones; (iii) por lo tanto, el sabio no dará su asentamiento a nada (Ac. II, 67). La conclusión expresa la posición de Arcesilao a favor de la suspensión del juicio. Cicerón relata que ese silogismo era aprobado por él, Arcesilao, mientras que Antíoco y los estoicos decían que la primera premisa era falsa -es decir, cuando el sabio da su asentimiento a algo, no opina. Recordemos, ciertamente, el texto del libro primero en el que se exponía las innovaciones de Zenón: dada la teoría de la representación aprehensiva y de la aprehensión, nos dice Varrón:

Una cosa captada por los sentidos él la llamó una sensación, y una sensación tan firmemente captada de modo que sea irremovible por el razonamiento él la denomino conocimiento, pero una sensación no captada de ese modo la denominó ignorancia, y esa era también fuente de opinión, inestable y semejante a la falsedad y la ignorancia [...], al error, la precipitación, la ignorancia, la opinión, y, en una palabra, a todas las cosas alejadas del asentimiento firme y estable, Zenón las excluyó de la virtud y la sabiduría (Ac. I, 41-42).

Los estoicos y Antíoco no podían aceptar la primera premisa porque distinguían ciencia y conocimiento de ignorancia y opinión. Distinción que encontramos presente en la descripción hecha también en Sexto Empírico en relación a la argumentación de Arcesilao. Conocimiento es "aprehensión clara y segura, inmutable por la razón", presente solamente en el sabio, y opinión es "asentimiento débil y falso", presente en el no sabio (M VIII, 151-152). Así pues, sólo el sabio posee ciencia y nunca tiene opinión -él sólo asiente a lo que es conocimiento cierto. Cuando propone el silogismo, Cicerón había mencionado de ante mano que tal era la opinión expuesta por su interlocutor, Lúculo, expositor de la posición estoica y de Antíoco. Ahora bien, si estos sostienen esa distinción, es porque consideran posible el conocimiento. Así pues, al mencionar la no aceptación estoica de la primera premisa, Cicerón afirma:

Pero la premisa mayor, que si el hombre sabio da su asentimiento estaría sosteniendo una opinión, tanto los estoicos como su defensor Antíoco declaran que es falsa, argumentado que el sabio es capaz de distinguir lo falso de lo verdadero y lo inaprehensible de lo aprehensible (Ac. II, 67).

Para que Arcesilao pueda establecer la primera premisa frente a los estoicos y Antíoco, dando lugar al argumento y su conclusión, será entonces necesario incidir sobre la pretensión de que el sabio puede distinguir lo verdadero y lo falso, lo perceptible y lo imperceptible. Así, Cicerón dirá a Lúculo:

Si tomo de mí mismo que no hay absolutamente nada que pueda ser aprehendido, y acepto tu admisión de que el sabio no forma opinión, eso probará que el sabio retendrá todo acto de asentimiento, de modo que tendrás que considerar si prefieres esa postura [que el sabio no da su asentimiento], o la postura de que el sabio mantiene opiniones. 'Ninguna de las dos', dirás. Vamos, por lo tanto, a centrarnos en el punto de que nada puede ser aprehendido, pues es en torno a eso que gira toda la controversia (Ac. II, 68).

¿Ello significa argumentar a favor de la inaprehensibilidad? En el mismo libro segundo de los Académicos, algunas páginas adelante, después de una digresión sobre Antíoco y una crítica hecha por Lúculo a la acostumbrada recurrencia a los filósofos anteriores hecha por los académicos, Cicerón describe cómo Arcesilao criticaba a Zenón, imaginando un diálogo entre ambos, que retoma y desarrolla el silogismo arriba expuesto. Frente al rechazo de Zenón de aceptar la inaprehensibilidad y, consecuentemente, de reconocer que el sabio emite opiniones, tesis propuesta por Arcesilao, el primero evoca "una representación impresa, señalada y marcada a partir de un objeto real, en conformidad con su realidad" (Ac. II, 77); esto es lo que el estoicismo entiende por representación aprehensiva. Se trata de una especie de representación. La representación es el "punto de partida del conocimiento en el ser vivo" (M VII, 163) y el primer concepto a partir del cual todo el proceso cognitivo puede ser explicado (DL VII, 49). Definida como una "afección (páthos) de la parte regente (tò hegemonikón)" (PH II, 71) del intelecto (diánoia), la representación significa, en ese sentido, la "traducción" de las afecciones que ocurren en los sentidos (PH II, 72; M VIII, 381). Se distingue de la simple "aparición" (phántasma), que es una "visión del intelecto, tal como surge en los sueños" (DL VII, 50), un "desplazamiento vacío" (M VII, 241) del intelecto, fruto de afecciones internas, no originadas de los objetos externos. Las representaciones verdaderas son, pues, las que se originan a partir de lo real.

Dentro de las representaciones verdaderas, la representación denominada aprehensiva es "impresa a partir de un existente según el propio existente, tal que no puede surgir de un inexistente (PH II, 4; M VII, 248; 402; 426; VIII, 86; DL VII, 46). Pero, además de eso, tal representación "es eminentemente perceptiva de los existentes, y reproduce todas sus características artísticamente" (M VII, 248). De ese modo, la representación aprehensiva debe, así, satisfacer dos requisitos:

El primero, surgir a partir de un existente, pues muchas entre las representaciones ocurren a partir de un no-existente, como en el caso de los locos, y esas no serían aprehensivas. Segundo, que sea a partir un existente y de acuerdo con el propio existente; pues algunas son a partir de un existente, pero no se asemejan al propio existente (M VIII, 249). Debe ser también impresa y estampada a fin de que todas las característica de los objetos representados sean artísticamente reproducidas (M VII, 250; Ac. I, 41-2; II, 18).

Cuando la representación se dé en nuestro intelecto en esas condiciones, ella es portadora de una incuestionable evidencia (enárgeia, declaratio; Ac. I, 41; perspicuitatem aut evidentiam, Ac. II, 17; 45), proporcionada por la presencia en ella, fielmente reproducida, de su objeto de origen. El intelecto, que es capaz de dar o rechazar voluntariamente su asentimiento a una representación (Ac. II, 40-41), frente a ese tipo de representaciones no puede hacer más que rendirse a tal evidencia: una representación aprehensiva "nos agarra por los cabellos y nos arrastra al asentimiento, sin necesidad nada más que impresionarnos o señalar su superioridad en relación a las otras" (M VII, 257). "Como el plato de una balanza debe inclinarse necesariamente cuando son puestos pesos en él, así la mente debe necesariamente asentir a las presentaciones evidentes" (Ac. II, 38). Cuando damos el asentimiento a una representación aprehensiva, tenemos aprehensión (katálepsis) de lo real (M VIII, 397; XI, 182).

Por todo esto, para el estoicismo, la representación aprehensiva es criterio de verdad, el canon que permite discernir lo verdadero y lo falso, la aprehensión de lo real y su ausencia. Pues lo que permite distinguirla como tal, su evidencia, viene con la propia representación. El intelecto apenas reconoce esa evidencia, al darle su asentimiento. Las representaciones aprehensivas traen en sí la marca distintiva de su verdad ("Visis non ómnibus adiungebat fidem sed iis solum quae propriam quandam haberent declarationem earum rerum quae viderentur"; Ac. I, 41). Por lo tanto, es "verdadera y tal que no podría tornarse falsa" (M VII, 152). Esa es la base sobre la que se fundamenta la respuesta de Zenón a Arcesilao: una doctrina de la evidencia que proporciona un criterio indiscutible de distinción entre lo verdadero y lo falso -entre, por lo tanto, el conocimiento-ciencia y la ignorancia-opinión. Ahora bien, argumentar a favor de la inaprehensibilidad será, entonces, atacar el núcleo de esa doctrina. He ahí por qué la próxima intervención de Arcesilao en el diálogo imaginado por Cicerón se dará en los siguientes términos:

¿Eso valdría si una representación verdadera fuese del mismo modo que una falsa? [Prosigue Cicerón] En ese punto imagino que Zenón sería suficientemente perspicaz para ver que, si una representación procedente de una cosa real fuese de una naturaleza tal que una procedente de una cosa no- existente podría ser del mismo modo, no habría representación que pudiese ser aprehendida. Arcesilao concedería que esa adición en la definición sería correcta, pues sería imposible aprehender o bien una representación falsa o bien una verdadera, si la verdadera tuviese un carácter tal que igualmente pudiese tener una falsa (Ac. II, 77).

Así, mostrar esa "comunidad de carácter" entre las representaciones verdaderas y las falsas, mostrar que de alguna forma se asemejan y tienen algo en común, significaría la imposibilidad de distinguirlas como verdaderas y falsas respectivamente. Ello configurará la estrategia de Arcesilao y de los académicos en general: "Arcesilao acentuó aún más ese punto en cuestión, a fin de mostrar que ninguna representación procedente de un objeto real es tal que una representación procedente de un objeto falso no podría ser del mismo modo" (Ac. II, 77). Esa imposibilidad de distinguir las representaciones como verdaderas o falsas significa la imposibilidad de percibir las cosas como son -por lo tanto, del conocimiento, de la ausencia de opinión-, y la necesidad de suspender el juicio en todos los casos. Y Cicerón concluirá, contra Lúculo, como en un pasaje anterior (Ac. II, 68):

Si la opinión correcta [el conocimiento] y la aprehensión son abolidas, se sigue sin duda que todos los actos de asentimiento deben ser retenidos, de modo que, si me doy por bien servido en mostrar que nada puede ser aprehendido, tienes que admitir que el sabio nunca dará su asentimiento (Ac. II, 78).

Antes de analizar lo que nos interesa en relación a los argumentos que los académicos utilizan para alcanzar ese objetivo, es preciso establecer algunos puntos y apuntar otros. Observemos que esos dos momentos importantes de los Académicos nos muestran que la argumentación a favor de la inaprehensibilidad se hace como un momento preparatorio para la suspensión del juicio, como un paso necesario para su obtención. Y si, como vimos al final del libro primero, la práctica argumentativa de Arcesilao busca la equipolencia, es delante de ese específico telón de fondo que se debe comprender la búsqueda de la inaprehensibilidad. Lo que, al menos en líneas generales, no parece diferir del modo como el propio pirrónico caracteriza su utilización de esa idea: también el escéptico pirrónico afirma que no aprehende nada, pero lo hace, bien sabido, como una forma de expresar el establecimiento de la equipolencia y la obtención de la epokhé (PH I, 201). No parece haber, por lo tanto, diferencias fundamentales, en este tópico, entre Arcesilao y el pirronismo. Nótese que, además, cuando la distinción de los académicos como defensores de la inaprehensibilidad en el primer libro de las Hipotiposis, Sexto nombra a "Carnéades, Clitómaco y otros", lo que sugiere que Arcesilao tal vez no estaba ahí incluido. En el capítulo sobre las diferencias con los académicos, el mismo Sexto llega a reconocer la gran proximidad de Arcesilao (PH I, 232), constatando su dogmatismo, según indica, en aquel vínculo estrecho con el platonismo que, como ya vimos, no se sostiene a la luz de los Académicos. No habría entonces motivos substanciales para rechazar a la filosofía de Arcesilao como la expresión de un escepticismo auténtico, tal como es elaborado por el pirronismo.

Es preciso resaltar también que el ataque exclusivo de Arcesilao al dogmatismo, en particular al concepto de representación aprehensiva, encuentra cierto paralelo en las Hipotiposis. Es verdad que, en esta obra y en todos los libros de Adversus Mathematicos, el pirrónico argumenta contra todas las filosofía dogmáticas. Pero el estoicismo parece recibir un tratamiento diferenciado, no sólo por ser el blanco más frecuente de la crítica, sino también, y principalmente, por serlo cuando se trata de temas fundamentales como, por ejemplo, el del criterio de verdad, concepto de elaboración estoica. Indicativo de esa importancia especial conferida al estoicismo como, por así decirlo, la más completa expresión del dogmatismo, serían también los diez Modos para la suspensión del juicio, atribuidos a Enesidemo, localizados no por casualidad en el primer libro de las Hipotiposis, libro esencialmente dirigido, como se sabe, a una elucidación de la filosofía escéptica. Estos Modos también parecen construidos con el fin exclusivo -o al menos principal- de derrumbar el concepto estoico de representación aprehensiva10, pues se construyen a partir de la noción de representación, constituyéndose en diversas maneras de explorar el carácter relativo de nuestras representaciones y de constatar que, de un mismo objeto, surgen representaciones diferentes y al mismo tiempo en conflicto (PH. I, 40; 80; 106; 112; 114; 132). No habiendo criterios para decidir qué representaciones retratan fielmente su objeto, no nos que más que suspender el juicio (PH I 59; 78; 87; 93; 112; 114; 121; 128; 134; 140; 144; 163).

Una señal aún más ilustrativa de esa importancia será la íntima relación que el escéptico pirrónico establece entre la representación estoica y el concepto fundamental de fenómeno, criterio de acción del pirronismo: el fenómeno es "prácticamente su representación" (dynámei tèn phantasían autoü; PH I, 22). No nos interesa aquí intentar clarificar esta difícil afirmación. Bástenos constatar la presencia del concepto estoico en la elaboración y enunciación de aquello que permitirá al pirronismo desarrollar su parte "positiva". Ahora bien, nos parece que algo semejante ocurrirá con los académicos, como intentaremos mostrar. Cuando Carnéades amplía el ataque escéptico a todos los otros dogmáticos, todavía el estoicismo proporcionará, también aquí, un punto de referencia para pensar una "positividad" en los académicos. No es de extrañar que también Cicerón se detiene de manera privilegiada en la filosofía estoica.

III

¿Cuál será la estrategia argumentativa de los académicos para establecer, contra el estoicismo, la inaprehensibilidad? Son varios los procedimientos argumentativos expuestos en los Académicos, dirigidos tanto a los sentidos y su capacidad aprehensiva (Ac. II, 79-90) como a la "dialéctica" estoica, supuestamente apta para distinguir lo verdadero y lo falso (Ac. II, 90-98). Nos interesa aquí especialmente la crítica a los sentidos, ya que parece, en el caso del estoicismo, fundamental, pues es en ella que se atacan las ideas de evidencia, representación aprehensiva y aprehensión, las cuales son básicas y al mismo tiempo anteriores para que una lógica y una teoría de la demostración puedan operar. También porque en ella encontramos, junto a las semejanzas generales de intención con el pirronismo, particularidades relevantes.

La crítica al poder de aprehensión de los sentidos inicia con los argumentos que constatan que, muchas veces, aquellos nos conducen a engaños. Por ejemplo, un remo parcialmente inmerso en el agua se muestra torcido, cuando fuera de ella es recto; el cuello de una paloma visto a la luz del sol exhibe varios colores, teniendo, de hecho, uno solo. Así pues, las "ilusiones de los sentidos" nos mostrarían que la eficacia de nuestro aparato sensorial no es tan grande como se podría pensar, comprometiendo sus pretensiones cognitivas. A eso Lúculo replicará, en el inicio del libro segundo, categóricamente: eso no significa la debilidad de los sentidos. Cámbiense las intensidades de la luz, disminúyase o auméntese la distancia, cámbiese la posición del objeto,

[...] tómense varias medidas hasta que las la simple vista nos haga confiar en el juicio que la forma. Lo mismo en el caso de los sonidos, olores y sabores, de modo que no haya ninguno entre nosotros que desee poderes más agudos de juicio en los sentidos, cada uno en su clase (Ac. II, 19).

La respuesta de Cicerón, aquí como en todas las aclaraciones que hará frente a las objeciones de Lúculo contra los argumentos escépticos, indica que no comprendió bien lo que está en juego y cómo lo está. Es verdad que, dice Cicerón, "en el ejemplo del remo, yo percibo que lo visto no es real y, en el del cuello, que en los diversos colores que son vistos no hay más que uno" (Ac. II, 19). Ahora bien, lo que importa notar es a qué vienen esos ejemplos: distinguir entre ser y parecer. Para elucidad el sentido de la argumentación, Cicerón recurre a otro ejemplo, un tanto diferente, pero que tendría el mismo valor que los anteriores. Al dirigir la mirada a una fuente de luz y torcer los ojos, ella se duplica. Vemos entonces dos llamas al dirigir la mirada hacia el fuego y, a menos que Lúculo asevere, como los epicúreos, que ambas son verdaderas -puesto que los sentidos, para ellos, nunca mienten-, lo cual no hace, pues distingue, como representante del estoicismo, las representaciones verdaderas de las falsas, deberá responder a la pregunta: ¿cómo distinguirlas, es decir, como saber cuál es verdadera y cuál es falsa? Es claro que en este ejemplo se trata de dos imágenes idénticas contenidas en la misma impresión visual, situación limítrofe y bastante distinta de las anteriores. Pero el objetivo sería, así nos parece, llamar la atención sobre el hecho de que no estamos, en verdad, en el nivel de la realidad, sino en el nivel de lo único a lo que tenemos acceso: el de la representación, del aparecer de la cosa. Comentando la postura epicúrea, inaceptable, de que toda sensación es verdadera, Cicerón afirma: "como si la cuestión fuese sobre lo que existe, no lo que parece (existir) (Quasi quaeratur quid sit, non quid videatur) (Ac. II, 80). Por lo que parece, no le quedaría al epicúreo, en el caso de la imagen doble de la llama, sino admitir que hay realmente dos llamas. Pero, en lo que concierne al estoico, tal vez el objetivo sea más limitado y, con todo, no menos importante: indicar que el tema del poder de aprehensión de los sentidos debe ser tratado sin recurrir a criterios, por así decir, externos. Así, poco importan las circunstancias que producimos para obtener una visión adecuada del objeto. Las eventuales distinciones del valor de verdad de las representaciones deben ser obtenidas en las mismas y extraídas de ellas. ¿Y esta exigencia no es, finalmente, plenamente coherente con los conceptos estoicos de representación aprehensiva y evidencia? Pues "ella misma posee gran fuerza, suficiente para, indicarnos por sí misma las cosas que son, tal como son (satis magnam habet vim ut ipsa per sese ea quae sint nobis ut sint indicet)" (Ac. II, 45. Énfasis nuestro). La propia radicalidad de la doctrina estoica, según la cual el intelecto no hace sino rendirse a tal representación evidente, es lo que lleva al análisis crítico a localizarse en la representación y en su presencia en el intelecto. Era lo que ya proponía, como vimos, la polémica entre Arcesilao y Zenón descrita hace poco.

Nótese que, una vez más, estamos próximos a los Modos de Enesidemo, al comenzar por los ejemplos del remo y la paloma, presentes también en el quinto Modo (PH I, 119-120). También porque, como vimos, en ambos procedimientos se problematiza el poder representativo de las representaciones, también en ambos procedimientos se observan diferencias en sus manifestaciones, en su aparecer. Pero el pirronismo explorará el conflicto de las representaciones provenientes de un mismo objeto de una forma que parece consolidar cierta tendencia argumentativa esencialmente formal: en el intento de encontrar un criterio que solucione el conflicto, algunas veces, en los Modos, el dogmático se verá enredado en los razonamientos circulares y regresos al infinito (PH I, 122-123; 114-117), o en una admisión injustificada e injustificable de un criterio (PH I, 60-61; 88; 90; 98). Entonces, para expresar de manera resumida las lecciones de esos Modos, ellos impiden afirmar que los sentidos proporcionan al intelecto medios para pronunciarse sobre la realidad de modo fiel. Pues los Modos de Enesidemo nos prohíben evocar cualquier semejanza entre nuestras sensaciones y sus objetos de origen, justamente al exhibir aquel conflicto de representaciones y provocar la constatación de que los sentidos sólo nos informan sobre sus propias afecciones, no sobre tales objetos (PH II, 74). Estaríamos en la situación de alguien que, por no conocer a Sócrates, no puede evaluar si un retrato de él es semejante a él (PH II, 75). Así, no podemos elegir una representación como verdadera a no ser recurriendo a otra, lo que nos llevaría a un regreso al infinito (PH II, 78). Ahora, esta estrategia nos parece bastante diferente a la estrategia que orienta la argumentación académica. Para entenderla, volvamos al libro segundo de los Académicos.

En cierto momento de su exposición, Cicerón afirma que es preciso "limitar la controversia". Para eso, inmediatamente a continuación presenta a Lúculo un conjunto de proposiciones que nos colocan en el núcleo de la cuestión sobre la aprehensibilidad y que aclaran el razonamiento a favor de que nada puede ser conocido, percibido o aprehendido: (i) hay algo como una representación falsa; (ii) una representación falsa no puede ser aprehendida; (iii) dentro de las representaciones entre las cuales no hay diferencia, es imposible que algunas puede ser aprehendidas y otra no; (iv) no hay representación verdadera que se origine en una sensación, frente a la cual no haya, en oposición, otra representación que corresponda precisamente a ella y que no puede ser aprehendida (Ac. II, 83). De esas representaciones, sólo el tosco sensualismo del epicúreo no acepta la primera. La segunda y la tercera todos la aceptan, incluso los estoicos. Toda la controversia gira en torno a la cuarta, que retoma el punto de llegada de aquel diálogo entre Arcesilao y Zenón. Nótese lo que el establecimiento de esa proposición acarrea: la constatación de algo común en las representaciones supuestamente verdaderas y las representaciones supuestamente falsas, en la ausencia de una marca distintiva de lo verdadero y de lo falso. Ahora bien, sin tal marca, toda representación se vuelve sospechosa:

Si un único caso de semejanza engaña a los sentidos, todo se tornará dudoso; pues, cuando aquel canon adecuado para el reconocimiento fue removido, incluso si el hombre que usted ve es [realmente] aquel que le aparece, con todo usted no hará ese juicio, como dice que debe ser hecho, mediante una marca de una especie tal que una representación falsa de la misma forma no pueda tener el mismo carácter (Ac. II, 84. Énfasis nuestro).

Incluso en los casos en que el aparecer es como lo que aparece (¿cómo saberlo?), como no hay aquella marca distintiva, canon de verdad y conocimiento, no se puede pretender haberlos obtenido, pues puede haber una sensación "correspondiente" que no puede ser aprehendida -que es considerada no-aprehensiva (cuarta proposición).

La situación discutida a propósito de esas afirmaciones era que, más de una vez, nos engañan los sentidos, cuando confundimos dos hombres diferentes. Para Lúculo ese argumento es inaceptable: no hay tan gran cantidad de semejanza en las cosas. Ahora, replica Cicerón, el punto es, nuevamente, que, aunque no la haya, tal semejanza aparece (videre; Ac. II, 84). En otras palabras, aparecen semejanzas entre las representaciones denominadas "verdaderas" y "falsas" que no permiten pensar más en aquella "marca distintiva" que autorizaría separarlas y hablar de una aprehensión de lo real. Y la radicalidad de la conclusión extraída -un único caso de engaño sensorial vuelve todo dudoso- es directamente proporcional a la radicalidad de la doctrina estoica de la evidencia que vimos arriba, haciendo inútiles los criterios de solución que sobrepasen el ámbito de la representación. Es lo que más de una vez buscará Lúculo al comentar la sobrevalorada dificultad de distinguir dos hermanos gemelos: así como sus parientes, todos serán capaces de reconocerlos si conviviesen con ellos habitualmente (Ac. II, 56). Nuevamente, en su réplica Lúculo no se daba cuenta del sentido preciso de la argumentación del académico, pues ignoraba el alcance pretendido del criterio estoico y de su doctrina de la evidencia.

La crítica a los sentidos y a su poder de aprehensión, que, así nos parece, establece categóricamente la inaprehensibilidad y permite comprender precisamente el sentido de toda esa argumentación, ocurre cuando se analizan los casos de los sueños y las alucinaciones. Si bien no se puede decir que sea explícito en el texto de Cicerón un estatus privilegiado conferido a esos casos en el conjunto de la crítica, parece que por medio de ellos el académico consigue esclarecer la intención que motivaba la exploración de los órganos de los sentidos. Pues, en cierta forma, con el sueño y la alucinación nos encontramos frente a un ejemplo límite. Recordemos que el estoicismo caracterizaba como aprehensiva a la representación que se origina de lo real y, además de eso, lo reproduce fielmente. Además, que existen representaciones que, originándose de lo real, no lo retratan así. En ambos casos se trata de una representación, de una phantasía, que no se confunde con un phantasma, con una aparición originada de una afección interna, un evento del intelecto que, justamente por tener ese origen, es vacío. Incluso el sueño proporcionaba al estoico un ejemplo de ese tipo de aparición (DL VII, 50), así como la locura (M VII, 249). Se trata entonces, realmente, de establecer un "caso de semejanza" entre aquello que, para el estoico, es absolutamente inconfundible. Y tal vez ese simple pero significativo hecho -algo en común entre una phantasía y un phantasma- opera como el ejemplo particular que mejor expresa el alcance universal de los resultados obtenidos. Como nos decía Cicerón, un único caso de semejanza basta para sospechar de toda representación y socavar los conceptos de criterio de verdad, evidencia y representación aprehensiva. Ahora bien, ¿cuál es el caso más privilegiado para expresar tal alcance? Si podemos mostrar que incluso un mero phantasma exhibe algo en común con las representaciones supuestamente evidentes, todo lo demás se verá obviamente comprometido. En ese sentido, un "argumento de los sueños y las alucinaciones" tendría, en la crítica a los sentidos, un lugar central. Tal vez sea ese el motivo de la relativamente pequeña importancia que Cicerón dará a los otros dos casos que son mencionados con los anteriores: la embriaguez y la imaginación. Lúculo los menciona (Ac. II, 51), pero en la réplica de Cicerón (Ac. II, 88-90) no seguirá hablando de imaginación e aludirá poco a la embriaguez (Ac. II, 88).

Una vez más, para Lúculo, los argumentos son injustificados:

Hay una sólo manera de alejar la dificultad referente a las representaciones irreales, bien sea las formadas por la imaginación, que admitimos ocurren frecuentemente, bien sea las que ocurren en el sueño o bajo la influencia del vino o la locura: declaramos que todas ellas están desprovistas de evidencia (perspecuitas), a la que debemos ceñirnos (Ac. II, 51)

Lúculo alegará a favor de esa posición que, cuando salimos de estos sueños, los distinguimos claramente y percibimos las diferencias entre las representaciones evidentes y las irreales (perspicua et inania; Ac. II, 51). Después de un sueño, cuando despertamos sabemos inmediatamente que se trataba de un simple sueño y no consideramos las visiones que tuvimos en él como si fueran del mismo tipo de las que tenemos despiertos (Ac. II, 51). Al dormir, no tenemos los mismos poderes mentales y sensoriales que tenemos en la vigilia. El ebrio no actúa sin duda ni vacilación, y da un asentimiento más débil a las representaciones de lo que lo haría sobrio. Aquel que alucina sabe, desde el comienzo de su alucinación, que lo que le aparece no es real, y lo hará también después de alucinar (Ac. II, 52). No es posible, pues, confundir una aparición ilusoria, un phantasma -denominado "representación irreal" en el texto de arriba-, con una representación verdadera, originada de la realidad. Por ello, no ayuda en nada, añade Lúculo, la afirmación de Cicerón de que "en el momento en que aparecen, esa representaciones [irreales] son iguales que las que nos aparecen despiertos (dum videntur eadem est in somnis species eorumque quae vigilantes videmus)" (Ac. II, 52).

La respuesta de Cicerón será, nuevamente, una aclaración a Lúculo de que no comprendió precisamente el sentido del argumento -más exactamente, no percibió que el enfoque dado por la argumentación al caso del sueño y las alucinaciones es más sutil y complejo de lo que la crítica de Lúculo sugiere. No se trata de negar que, cuando despertamos, reconozcamos que sólo hemos soñado y que, después de un ataque de alucinación, estemos conscientes de que sólo alucinábamos. El argumento no propone la imposibilidad de distinguir la vigía del sueño, la cordura de la locura. "Lo que investigamos es cómo (las cosas) aparecían cuando eran vistas (tum cum videbantur quo modo viderentur, id quaeritur)" (Ac. II, 88). Así, en un análisis del momento preciso en el que se dan los datos presentes en el sueño y la alucinación es que el argumento aparece. Cicerón lo dirá nuevamente al final de sus consideraciones sobre el tema:

Ustedes no hacen nada cuando refutan las representaciones falsas de los que deliran o duermen, por medio de sus propios recuerdos. Pues no se investiga qué tipo de recuerdo suelen tener los que se despiertan o deja de delirar, sino cuál era el tipo de visión de los que deliran o duermen en el momento en que las padecían (qualis visio fuerit aut furentium aut somniantium tum cum movebantur) (Ac. II, 90. Énfasis nuestro).

Esto significa que, en realidad, no es tan importante notar que las apariciones en el sueño y la alucinación son semejantes en contenido que las representaciones verdaderas. No es simplemente el caso de afirmar tal semejanza comparándolas y notando un determinado contenido común, era eso lo que Lúculo pensaba que estaba refutando. Ahora, observar el momento en que ocurre lo dado tiene otras consecuencias. Después de dar un ejemplo de alguien que recordaba un sueño, Cicerón añade: "Cuándo recordó, era capaz de considerar esas visiones soñadas, como lo eran, pero las aceptó como reales mientras dormía, como si estuviese despierto" (Ac. II, 88). Lo mismo se da en los casos de la locura: las personas en esas condiciones son afectadas por cosas falsas con tanta certeza como en la cordura (Ac. II, 89). En otras palabras, cuando soñamos, "vivimos" nuestro sueño, nos sentimos como si estuviésemos despiertos, como si fuese real. En la alucinación pensamos estar, más de una vez, experimentando algo real. La semejanza está en ese simple hecho, pues es entonces cuando una representación supuestamente falsa e irreal, una mera aparición, exhibe algo en común con la representación considerada verdadera, originada de lo real. ¿Cómo expresar correctamente tal semejanza? ¿Cuál es, finalmente, el parámetro, el punto de referencia que permite extraerla?

La conclusión extraída por Cicerón y que finaliza sus observaciones sobre la cuestión lo esclarece: "todo esto ha sido dicho para establecer lo que es lo más cierto posible (quo certius nihil potest esse), que, en lo que se refiere al asentimiento del alma (ad animi adsensum), no hay diferencia entre representaciones verdaderas y falsas" (Ac. II, 90). Por lo tanto, se trata de observar, en el momento en que ocurre lo dado, qué tipo de asentimiento le damos. Y constatamos que, si al soñar o alucinar acogemos tales apariciones como reales, es porque le damos a ella el mismo asentimiento que le damos a las representaciones verdaderas. Tal constatación socava las bases de la doctrina estoica, bases que es preciso recordar: las representaciones verdaderas y aprehensivas de lo real traen consigo una evidencia tal que al intelecto sólo le queda reconocerla, dándole su asentimiento. Asentimiento que es un acto voluntario de ese intelecto, que puede, cuando no se encuentra con tal evidencia, negarlo. Ahora bien, eso es lo que debería ocurrir en los sueños y las alucinaciones, pero no es, argumenta el académico, lo que ocurre. Así, para que la doctrina estoica de la evidencia pudiese ser sostenida, sería necesario que, incluso durante los sueños y las alucinaciones, estuviese conscientes de estar frente a apariciones ilusorias. Pero, al enfocarnos en nuestro acto de asentimiento en esos estados, constatamos que es idéntico al que debería ser privilegio de las representaciones reales y aprehensivas, lo que significa que la "evidencia" que portan no es diferente. Si es así, ¿cómo evocar todavía una marca distintiva entre lo verdadero y lo falso inscrita en los contenidos del intelecto, en todo y en cualquier momento en que ocurre una representación?

Entendido así el sentido de la argumentación del académico, una particularidad nos parece digna de señalar. Para ello observemos, a modo de comparación, cómo el pirrónico, en los Modos de Enesidemo, operaba sobre los sueños y las alucinaciones. El cuarto Modo explora las diferentes circunstancias que rodean a las representaciones -estados naturales y antinaturales, vigilia y sueño, diferencias de edad, movimiento y reposo, odio y amor, predisposiciones, embriaguez y sobriedad, etc. De todas estas circunstancias se concluye que nuestras representaciones son relativas, que diferentes representaciones surgen del mismo objeto. Es lo que ocurre, por ejemplo, con aquellos que, "en un estado de frenesí o éxtasis (hoi phrenitízontes kai theophoroúmenoi)", juzgan escuchar voces de demonios, mientras nosotros no oímos nada (PH I, 101). O cuando alguien, ebrio, comete sin pudor actos que, estando sobrio, considera vergonzosos (PH I, 109). También con el sueño y la vigilia se trata de denunciar la relatividad:

También debido al sueño y la vigilia surgen representaciones diferentes, puesto que aquello que representamos en el sueño no lo representamos despiertos, ni lo que presentamos despiertos lo representamos en el sueño, de modo que el ser o el no-ser no son absolutos en las representaciones, pero si relativos, relativos al sueño y la vigilia. Probablemente, entonces, en el sueño vemos aquello que en la vigilia no existe, aunque no sea inexistente completamente, pues existe en el sueño, del mismo modo que las cosas reales existen, aunque no en el sueño (PH I, 104).

Tal relatividad resulta en un desacuerdo irresoluble, pues para juzgarla sería preciso estar inmune a toda circunstancia, lo que es imposible. Y quien se encuentra en alguna circunstancia, que es parte del desacuerdo, no la puede juzgar.

Alguien despierto, por ejemplo, no puede comparar las representaciones de los que duermen con las de los que están despiertos, tampoco la persona saludable puede comparar las de los enfermos con las de los sanos; pues asentimos más preferiblemente a lo que nos afecta en el presente que a lo que no está presente (PH I, 113).

Aquí, el sueño y la alucinación son sólo ocasiones, entre otras, para exponer la relatividad, a los participantes en la producción del conflicto. Y además veremos que la argumentación finaliza con la constatación de una relación de circularidad entre la prueba y el criterio en el intento de juzgar el desacuerdo (PH I, 114-117), con la estrategia típica de buscar las aporías formales que los Modos representan11. Es cierto que el objetivo de ese y de todos los Modos es, en últimas, denunciar, contra la objetividad plena pretendida por la doctrina estoica, la presencia de elementos inevitablemente "subjetivos" que implican nuestro acceso representacional al mundo. Pero los Modos son obtenidos, en verdad, de una intersubjetividad problemática y, además, irresoluble. Ahora bien, en la argumentación de los académicos, permanecemos en el nivel estricto de una subjetividad inherente al aparato cognitivo individual. Aquí, el desafío lanzado a la objetividad se alimenta de aquello que, en el intelecto, es por definición responsabilidad del "sujeto" que realiza el proceso cognitivo -de aquello que, en ese intelecto, es activo. La representación es una afección, una pasividad experimentada por el intelecto, mientras que el asentimiento es en sí un acto voluntario. La lección ofrecida por el académico al estoico, la exigencia que le prescribe será, por lo tanto, la siguiente: si la representación revela a nuestro intelecto un objeto que no está en él y, por lo tanto, consigue imponerse por su evidencia al punto de obtener la adhesión de aquello que expresa ese mismo intelecto en su autonomía, es entonces al asentimiento,que debemos dirigirnos para constatar los efectos de esa evidencia. El resultado, ya lo sabemos, es la imposibilidad de distinguir las representación en relación a su valor de verdad.

Es cierto que los Modos de Enesidemo también presentan argumentos que exploran las características posiblemente constitutivas del aparato cognitivo, como vemos en el tercer Modo, que versa justamente sobre las diferencias de los sentidos. En ese Modo, el pirrónico observa el hecho de que obtenemos del objeto cinco tipos de sensaciones, correspondientes a nuestros cinco órganos de los sentidos, no garantizando la objetividad. Y es también posible que el objeto posea más cualidades de las que percibimos, dado que estamos limitados a cinco órganos sensoriales (PH I, 94-99). Pero este tipo de argumentación no configura una tendencia establecida. Siempre que es posible, el pirrónico busca las aporías formales mencionadas arriba, lo que tal vez significa que la estrategia dialéctica del pirrónico es más rica. Con los académicos, según parece, se privilegia aquí un enfoque strictu sensu subjetivo, que encontramos dispersos en el pirronismo, al punto de delinear un género propio de crítica que, aunque más puntual, no por eso pretende ser menos general.

Nos parece, así, una hipótesis de lectura muy razonable el constatar tales especificidades en la estrategia argumentativa académica en relación al pirronismo y, además de eso, aproximarla a una concepción moderna de subjetividad. Ello porque, al dejar de lado en su análisis la dimensión objetiva de la representación y, como consecuencia, al dar poca importancia a las diferencias y las semejanzas de contenido, concentrándose en aquello que, en el interior del proceso cognitivo, es puro intelecto, el escéptico académico estaría operando, arriesguémonos a decirlo, una pequeña "introspección del espíritu"12.

IV

Cuando, en el libro primero de las Hipotiposis, Sexto Empírico describe la doctrina de los académicos, después de atribuirles la tesis de la inaprehensibilidad, agrega:

Ellos difieren claramente de nosotros en el juicio de qué es lo bueno y qué es lo malo. Pues los académicos no afirman que algo es bueno o malo como nosotros, pero lo hacen añadiendo la creencia de que lo que dicen es bueno es más probable que su contrario, y de modo semejante en el caso de lo que es malo; y nosotros afirmamos que algo es bueno o malo sin añadir que juzgamos probable lo que decimos, sino que lo seguimos sin opinar en la vida, para que no seamos inactivos (PH I, 226).

E inmediatamente después la distinción es generalizada: "nosotros decimos que las representaciones son iguales en tanto credibilidad o no-credibilidad, en lo que concierne al discurso, pero ellos dicen que determinadas representaciones son probables y otras no-probables" (PH I, 227). Como resultado de esta distinción que ya deja clara la atribución de dogmatismo por el pirrónico, se afirma otra diferencia decisiva:

A pesar que los académicos y los escépticos [pirrónicos] dicen tener ciertas creencias, es evidente la diferencia de las dos filosofías en este punto. Pues 'creer' se dice de modo diferente: no resistir sino simplemente seguir sin fuerte inclinación e impulso, como se dice que un niño sigue al instructor; y, también, dar asentimiento a algo con elección y una especie de simpatía producto de un fuerte querer, como el incontinente que cree en aquel que defiende un modo de vida extravagante. Por ello, puesto que los partidarios de Carnéades y Clitómaco afirman creer que algo es probable con fuerte inclinación, pero nosotros creemos de acuerdo con una simple aceptación sin impulso, también esto diferimos de ellos (PH I, 229-230).

Además del dogmatismo negativo afirmado en el inicio de las Hipotiposis, el pirrónico ve en la doctrina académica del llamado probabilismo una forma, por lo que todo indica, dogmática de distinguir las representaciones y, consecuentemente, una noción excesiva de creencia. Veamos entonces lo que los Académicos de Cicerón tienen para informarnos sobre este respecto.

En la crítica que se hace a los académicos en el libro segundo, Lúculo, al defender la posición de Antíoco y del estoicismo, se refiere a esa tesis académica de que no se pueden distinguir las representaciones verdaderas y las falsas en los siguientes términos:

A partir de eso surge la exigencia, propuesta por Hortensio, de que su escuela debería decir que el sabio aprehende al menos el simple hecho de que nada puede ser aprehendido. Pero cuando Antípatro acostumbraba a hacer la misma exigencia y decir que alguien que afirma que nada podía ser aprehendido podía, por lo tanto, decir de modo consistente que ese único hecho podía ser aprehendido, a saber, que nada más podía serlo, Carnéades, con gran astucia, acostumbraba a oponerse a él; acostumbraba a declarar que eso estaba tan lejos de ser consistente: pues el hombre que dice que no hay nada que sea aprehendido no hace excepción y, así, ni siquiera la imposibilidad de la aprehensión podría, ella misma, ser aprehendida y percibida de cualquier modo, porque no fue exceptuada (Ac. II, 28).

Se nota que aquí no encontramos un Carnéades defensor del dogmatismo negativo que le imputa Sexto Empírico en el primer capítulo de las Hipotiposis, sino un continuador de aquello que en el libro primero de los Académicos atribuía a Arcesilao: no excluir de la oscuridad la afirmación de que todo es oscuro (Ac. II, 28). Ahora bien, con todo, es preciso mostrar que esa posición puede ser sostenida y cómo puede serlo. Será preciso, por lo tanto, comprender la "astucia" de Carnéades. Por lo tanto, veamos en qué términos se desarrolla la polémica con el dogmatismo estoico de Antíoco de Ascalón. Pues este continuará y profundizará la crítica que acabamos de ver que Carnéades responde. Es lo que Lúculo narra en seguida:

Antíoco pareció oponerse más rigurosamente a esa posición: él argumentó que, puesto que los académicos sostenía con 'decisión' (imagina ahora que yo uso ese término para traducir dogma) que nada podía ser aprehendido, ellos estaban obligados a no dudar en su propia 'decisión' como lo hicieron en todas las demás cosas, especialmente porque ella es la clave de su sistema, pues es la regla de toda la filosofía, la prueba de la verdad y la falsedad, del conocimiento y la ignorancia; y que, puesto que ellos adoptan ese método y desean enseñar cuáles representaciones deben ser aceptadas y cuáles rechazadas, ellos, incuestionablemente, deben haber aprehendido esa decisión misma, la base de todo criterio de verdad y falsedad; pues (él dice) las dos mayores cosas en la filosofía son el criterio de verdad y el fin de los bienes, y no podría ser sabio ningún hombre que fuese ignorante de la existencia o del principio del proceso del conocimiento o del fin del apetito y que, consecuentemente, no conociese de qué partir o a qué debe llegar; pero dudar en cuanto a esas materias y no sentirse seguro de ellas de modo inamovible es estar muy lejos de la sabiduría. Con base en eso, por lo tanto, ellos deben haber estado obligados a decir que esa única cosa, al menos, era percibida -la imposibilidad de percibir cualquier cosa (Ac. II, 29).

¿En qué consiste la crítica de Antíoco? Ya no parece tratarse, como lo hacía Antípatro y Hortensio, de sólo detectar una eventual limitación y una incoherencia a la que se verían forzados los académicos con la afirmación de la inaprehensibilidad, por el hecho de que algo -esa misma afirmación- permanece aprehensible. Los términos de la crítica de Antíoco parecen más fuertes: (i) la "tesis" de la inaprehensibilidad tiene que ser dogmática, pues se trata del punto central de la empresa académica, a partir del cual todo continúa. Como él dice respecto a la cuestión del criterio de verdad, no puede ser algo "inaprehendido", debe haber una "certeza" en esa "decisión", puesto que, en materia del criterio de verdad, uno de los puntos mayores de la filosofía, no puede haber "duda", ese principio debe ser dogmático. Antíoco parece querer decir que no es posible eliminar todo dogma, algo debe permanecer como objeto de la creencia dogmática, sino el propio filosofar se impide. (ii) En el mismo sentido, en la medida en que la defensa de la inaprehensibilidad se convertiría en un modo de caracterizar las representaciones, incluso, como aceptables y rechazables, ella parece estar, también, pretendiendo fundamentar y permitir un criterio de acción. Pero, también aquí, debe haber un "fin" concedido dogmáticamente, pues este es el otro punto mayor de la filosofía. En suma, verdad y acción, teoría y práctica, no pueden acontecer sin al menos un primer dogma, un asentimiento fuerte, para que se efectúen. Antíoco nos dice, entonces, en otras palabras: (i) la filosofía implica necesariamente el dogma -no es posible un escepticismo total. (ii) la acción implica necesariamente el dogma -no es posible vivir sin creer.

Comprendamos el contexto en el que esa crítica se hace. Ella se inserta en la defensa de Lúculo (Antíoco) de la aprehensibilidad (Ac. II, 19-39. En 19-36 a los sentidos; 37-39 al asentimiento). Ahí, Lúculo argumenta, por ejemplo, que, si fuesen las nociones derivadas de la sensación indistinguibles como verdaderas y falsas, "¿cómo podríamos actuar con base en ellas?, ¿cómo, además de ello, podríamos ver lo que es consistente con un hecho dado, y lo que es inconsistente?" (Ac. II, 22). La argumentación se desarrolla en dirección a establecer que actuar con sabiduría implica un dogma:

Debe haber un primer principio establecido para que la sabiduría se oriente cuando inicia una acción, ese primer principio debe ser consistente con la naturaleza; pues de otra forma el apetito, por el cual somos impelidos a actuar y procuramos obtener un objeto representado en nuestra visión, no puede ser puesto en movimiento; pero la cosa que lo coloca en movimiento debe, ante todo, ser vista, y debe ser acreditada, lo que no puede ocurrir si un objeto visto fuese indistinguible de uno falso; pero, ¿cómo puede el intelecto ser movido por el apetito, si no percibe si el objeto visto es consistente con la naturales o ajeno a ella? Y, del mismo modo, si lo que es su función nunca impresiona al intelecto, el apetito nunca hará nada, nunca será impelido por cualquier objeto, no hará un movimiento; en cuento se debe alguna vez hacer algo, lo que lo impresiona tiene que parecerle verdadero (Ac. II, 24-25)

Además de eso, la doctrina de la indiscernibilidad significaría la supresión de la razón y, por lo tanto, de la inclinación a la investigación, del descubrimiento y de la demostración (Ac. II, 26). Sin todo ello, la propia filosofía y la sabiduría se suprimen (Ac. II, 30). Después de que introduce una "fuerza natural" del intelecto que lo dirige a sus objetos, así como una "naturalidad" en el proceso cognitivo -de la sensación a la elaboración de la noción, inclusión de la argumentación lógica, una clara percepción de la cosa en cuestión, a la sabiduría (Ac. II, 30) -, resumida en la afirmación: "el intelecto del hombre está supremamente bien adaptado para el conocimiento de las cosas y para la estabilidad de la vida" (Ac. II, 31), dice Lúculo:

A partir de ahí el intelecto impregna los sentidos y también crea las ciencias como una segunda serie de sensaciones, y fortalece la estructura de la propia filosofía al punto de que puede producir la virtud, la única fuente de ordenación de toda la vida (Ac. II, 31).

Si así es, ¿qué pensar de los que pregonan la indiscernibilidad y la inaprehensibilidad?

Por lo tanto, aquellos que afirman que nada puede ser aprehendido nos privan de esas cosas que son los propios instrumentos y equipamientos de la vida, o antes, realmente subvierten toda la vida desde sus fundamentos y privan a la propia criatura animada del intelecto de la anima (Ac. II, 31).

Así pues, la crítica de Antíoco vendrá en el interior de la defensa de la aprehensibilidad y del dogmatismo, considerados indispensables en todos los sentidos. Y el escepticismo académico, proponiendo la indiscernibilidad y, por lo tanto, la imposibilidad de dar el asentimiento con certeza a algo como absolutamente verdadero y cierto, es denunciado como insostenible al pretender eximirse de todo dogma y como impracticable por el mismo motivo. Por ello, la defensa de los académicos tendrá que neutralizar esas exigencias, mostrando que no son necesarias pare hacer viable un discurso y una práctica consistentes.

Nos encontramos aquí frente al mismo tipo de crítica que debe haber movido al pirronismo de las Hipotiposis a escribir sus capítulos iniciales, que abordan la cuestión del posible dogmatismo del escéptico y de su criterio de acción. Al inicio, se responde la objeción de que el escéptico dogmatiza (PH I, 13-15); del mismo modo, Sexto Empírico esclarece y aleja la acusación, así como la anteriormente lanzada por el dogmatismo, de que el escéptico tiene una doctrina (PH I, 16-17). Y luego el escéptico tratará de afirmar que posee un criterio no dogmático de acción (PH I, 21- 24). Ahora, en todos esos casos, un concepto de fenómeno es lo que estaría permitiendo al pirrónico responder al mismo tipo de objeción que vemos ahora propuesta al académico. En cierto sentido, el pirrónico "dogmatiza" -da el asentimiento a los fenómenos. En cierto sentido, el pirrónico tiene una "doctrina" -un modo de pensar según los fenómenos. Y el escéptico actúa en conformidad con los fenómenos. De la misma forma, su discurso será apenas enunciativo de los fenómenos (PH I, 4). En todos esos casos el pirrónico pretende eximirse del dogmatismo, del asentimiento a lo "no- evidente", pues se refiere a los fenómenos y evoca apenas "lo que aparece" (tò phainómenon), y eso sin infringir la suspensión del juicio, pues no se trata, en ese caso, de pronunciarse sobre lo que es por naturaleza, sobre si algo es tal como aparece (PH. I, 14-15; 19-20). Por lo tanto, se trata ahora de saber cuál es el equivalente académico al concepto de fenómeno elaborado por el pirronismo y, evaluando semejanzas y diferencias, observar si proporcionan también exención de dogmatismo. Posibilidad que, tengamos en mente desde ya, el pirrónico no ve:

Pero también en lo que dice respecto al fin [práctico] diferimos de la Nueva Academia; pues los que se denominan sus partidarios utilizan lo probable en la vida, pero nosotros siguiendo las leyes, las costumbres y las afecciones naturales, vivimos sin emitir opiniones (adoxástos) (PH I, 231).

El escepticismo académico, con Carnéades y posteriormente su discípulo Clitómaco, pretende solucionar esas dificultades con una noción de probabilidad y de representación probable o persuasiva. En el segundo libro de los Académicos (Ac. II, 99-111), Cicerón explora la doctrina del probabilismo y aleja a las críticas hechas por Lúculo y Antíoco. Pero una vez más, es preciso partir de las objeciones de Lúculo para comprender bien el sentido correcto de lo que el académico pretende. En su defensa de la idea de aprehensión, Lúculo ya hacía alusión también al probabilismo académico, identificando "probable" y "semejante a lo "verdadero" (veri simile) y agregando: "eso les proporciona [a los académicos] una norma de juicio tanto en la conducción de la vida como en la investigación filosófica y la discusión" (Ac. II, 32). De hecho, el relato de las ideas de Carnéades y Clitómaco introduce una noción de "verosimilitud" (similia veri, Ac. II, 99; veri similitudinem, Ac. II, 108) íntimamente ligada a la terminología de lo probable (probabilia, probabilitas, Ac. II, 99; probabilia, Ac. II, 108). Veamos entonces cómo Antíoco, en la voz de Lúculo, critica esa caracterización, recordado que se mantiene la imposibilidad de distinguir las representaciones verdaderas de las falsas:

¿Qué es ese canon de verdad y falsedad, si no tenemos noción de la verdad y la falsedad por la razón de que son indistinguibles? Pues, si tenemos una noción de ellas [la verdad y la falsedad], debe haber una diferencia entre lo verdadero y lo falso, así como la hay entre lo cierto y lo errado; si no hay ninguna, no hay canon, y el hombre que tiene una representación de lo verdadero y de lo falso que es común a ambos no puede tener algún criterio o alguna marca de verdad en absoluto (Ac. II, 33)

La crítica es categórica y parece consistente: al hablar de verosimilitud, el académico restablece la necesidad de una verdad. Pero, si no hay manera de distinguir entre representaciones verdaderas y falsas, ¿cómo hablar de la probabilidad como "semejanza con lo verdadero"? Entonces, o bien hay verdad y falsedad, y un criterio para distinguirlas, o no hay tal criterio, ni tampoco ningún otro. Pues lo verosímil supone por definición que poseemos un medio de aprehender distintamente lo verdadero de lo falso para saber lo que se "asemeja" a ella. Se trata, así, de un dilema propuesto al académico:

Por lo tanto, si propones la "representación probable" o una "probable y no impedida", como sostenía Carnéades, u otra cosa, como guía para seguir, tendrás que regresar a la representación con la que estamos tratando. Pero, si en esa hay comunidad con una representación falsa, no contendrá criterio de juicio, porque una propiedad especial no puede ser indicada como una marca común, mientras si, por el contrario, no hay nada común entre ellas, obtengo lo que quería, pues estoy buscando algo que pueda parecerme tan verdadero que no pueda parecerme de la misma forma si fuese falso (id enim quaero quod ita mihi videatur verum ut non possit item fa is um videri) (Ac. II, 33-34).

Si Antíoco tiene razón, el probabilismo imposibilitaría y suprimiría una postura escéptica. Veamos, entonces, en la exposición de Cicerón, cómo entiende Carnéades ese probabilismo, y si puede eliminar la crítica y la amenaza que la acompaña. Ya al inició de la exposición, sugiere que, nuevamente, es la mala comprensión del sentido de la doctrina a la que se deben las dificultades surgidas:

Carnéades sostiene que hay dos géneros de representaciones (duo genera visum); en una, la división es entre representaciones que pueden ser aprehendidas y representaciones que no pueden ser aprehendidas; mas, en el otro lado, unas representaciones son probables y otras no-probables; y, así, sostiene que las cosas que se dicen contra los sentidos y la evidencia (contra sensus contraque perspicuitatem) pertenecen a la primera división, y contra la segunda [división] nada se debe decir. Pero eso juzga que ninguna representación es tal que se siga la aprehensión, pero muchas son tales que se sigue la probabilidad (probatio) (Ac. II, 99).

El texto parece ambiguo. El modo de expresión puede dar a entender que la totalidad de las representaciones cuenta con dos géneros excluyentes y, por lo tanto, dos divisiones que constituirían dos especies en el interior de esa totalidad. Desde ese punto de vista, una representación probable nunca podría ser, en teoría, verdadera, ni una no-probable podría ser, en teoría, falsa. Según esta interpretación, la idea de verosimilitud realmente nos llevaría a considerar un subconjunto de representaciones que se aproximan a las verdaderas y las falsas, sin nunca llegar a ser tales. Lo que le daría a la objeción de Antíoco toda la virulencia pretendida, pues probable y no- probable sólo tendrían sentido a la luz de lo verdadero y lo falso, estando a medio camino de estas representaciones. Sin embargo, una relación de exclusión no es tan simple, a juzgar por lo que, decía Clitómaco según relata Cicerón:

La escuela académica sostenía que hay, entre las cosas, desemejanzas de un modo tal que algunas de ellas parecen probables y otras, lo contrario; pero eso no es una base adecuada para decir que algunas cosas pueden ser aprehendidas y otras no pueden, porque muchas cosas falsas son probables, pero nada falso puede ser aprehendido y conocido (multa falsa probabilia sint, nihil autem falsi perceptum et cognitum possit esse) (Ac. II, 103. Énfasis nuestro).

El pasaje es delicado, principalmente porque se afirma que la diferencia entre representaciones probables y no probables se sigue de una diferencia de las cosas (esse rerum dissimilitudines). Por ahora, dejemos de lado esa afirmación, para destacar que el hecho de que lo falso puede ser probable muestra que estamos frente a dos formas distintas de interpretar un mismo contenido, no habiendo tal exclusión entre los dos "géneros". Así nos parece que debe ser entendido el texto anterior en relación a Carnéades. Clitómaco nos recuerda además que en nada se modifica, con la noción de probable, la tesis de la indiscernibilidad entre lo verdadero y lo falso:

Y, consecuentemente, él [Clitómaco] afirma que aquellos que dicen que la Academia nos priva de nuestras sensaciones están violentamente equivocados, puesto que esa escuela nunca dice que el color, el olor y el sonido no existen, sino que afirma que esas representaciones no contienen una marca de verdad y certeza particular a ellas mismas y que no se encuentra en ninguna otra parte (Ac. I, 103).

Y el probabilismo no puede, por lo tanto, transgredir lo que la crítica al dogmatismo establece, y debe construirse teniendo en su horizonte la inaprehensibilidad.

Antes de desarrollar y esclarecer aquella forma de división de las representaciones, retornemos al pasaje de arriba en el que Cicerón afirma estar tomando a Clitómaco y que habla de la desemejanza de las cosas. ¿Ello significaría justamente esa transgresión que la crítica al dogmatismo ha establecido? Comprender el estatus de esa desemejanza afirmada por Clitómaco nos lleva a un aspecto de la doctrina que es fundamental. Cuando Cicerón termina su exposición sobre Clitómaco, leemos:

Si no obtenemos vuestra aprobación para esas doctrinas, concedamos que de hecho sean falsas; ciertamente no son detestables, pues no los retiramos a ustedes de la luz, pero, cuando hablas de las cosas como siendo percibidas y aprehendidas (percipi comprehendique), nosotros hablamos de esas mismas cosas (eadem), si es que son probables, en tanto que nos aparecen (videri) (Ac. II, 105. Énfasis nuestro).

Aquí, hay dos puntos a resaltar: (i) el probabilismo comprende que podemos recuperar, bajo un nuevo registro que se pretende no dogmático, por así decir, todo lo dado, lo que permitiría, como veremos, sostener un plan de acción que nada nos lo quitará realmente. Véase, además, que nuevamente se afirma que la diferencia entre representaciones verdaderas o falsas y probables y no-probables no es de contenido sino de punto de vista: es siempre de lo mismo que se habla en relación a ambos "géneros"; (ii) todo lo que se dice sobre el probabilismo es también, apenas, algo probable. Pero ahora se específica mejor su sentido: se trata de afirmar un aparecer, que proporcionará la fuente adecuada para el discurso y la acción, y que se consolida en contraposición a la aprehensión. Ahora bien, ello parece significar que la afirmación de la "desemejanza de las cosas" es un aparecer para nosotros, que la afirmamos en base en este punto de vista que la doctrina de lo probable legitima. Veremos que el vocabulario de esas doctrinas a veces está cargado de connotaciones dogmáticas, pero es indispensable recordar que se trata siempre de expresar un aparecer. En ese sentido, el académico hablará incluso de un aparecer verdadero, como en la secuencia del relato de Cicerón en relación a Carnéades:

Así el hombre sabio hará uso de cualquier representación aparentemente probable (specie probabile) que encuentre, si no se le presenta nada que sea contrario a aquella probabilidad, y todo su plan de vida será establecido de esa manera. De hecho, incluso la persona que vuestra escuela establece como el hombre sabio sigue muchas cosas probables que no aprehende, percibe o asiente, pero que poseen verosimilitud (probabilia, no comprehensa neque percepta neque adsensa sed similia veri); y si no él no las aprobase, toda la vida sería suprimida. Otro punto: cuando un hombre sabio viaja a bordo de un navío, ¿seguramente obtiene el conocimiento ya aprehendido en su alma y percibido de que viajará como lo desea? ¿Cómo puede? Pero si, por ejemplo, estuviese navegando desde aquí a Puteoli, una distancia de treinta estadios, con una tripulación confiable y un buen timonel y en el presente clima calmado, le parecería probable (probabile ei videatur) que llegará ahí a salvo. Por lo tanto, él será guiado por representaciones de ese tipo al adoptar planes de acción y de inacción, y estará más pronto a aceptar que la nieve es blanca de lo que estaba Anaxágoras (que no sólo negó que eso fuese así, sino también afirmó que, para él, incluso la nieve parecía blanca, porque sabía que era hecho de agua solidificada y que el agua era negra); y cualquier objeto que entre en contacto con él de un modo tal que la representación sea probable y no impedida por cualquier cosa, él será puesto en movimiento. Pues él no es una estatua esculpida en piedra o creada en madera; él tiene un cuerpo y un alma, es movido por el intelecto y por los sentidos, de modo que muchas cosas le parece que son verdaderas (ut esse ei vera multa videantur) aunque no le parece que posean aquella marca distinta y particular de la aprehensión (insignem illam et propriam percipiendi notam), y de ahí la doctrina de que el hombre sabio no asienta debido a que es posible que para una representación falsa acaezca una del mismo modo que una verdadera (Ac. II, 99-101).

Son varios los puntos a destacar en este texto. Vemos un ejemplo de lo que vendría a ser actuar por medio de las probabilidades, con el objetivo de mostrar que éstas son suficientes en la práctica, y que ese criterio implica la "remoción de obstáculos". El propio "sabio" estoico se conduce, muchas veces, por lo probable. Podemos también elaborar un discurso sobre las cosas que evite el valor estricto de verdad: diremos, sí, que la nieve es blanca, pues tenemos de ello una representación probable. Y nada, realmente, se perderá, al contrario de lo que pretendía Lúculo en su crítica: el sentir y el pensar permanecen posibles, pues en ellos basta el criterio de la probabilidad para distinguir los datos.

Ese hombre sabio del que yo (Cicerón) estoy hablando contemplará el cielo, la tierra y el mar con los mismos ojos que el sabio de tu escuela, y percibirá con los mismos sentidos el resto de los objetos que caen sobre cada uno de ellos (Ac. II, 105).

La usencia de aprehensión no suprime la memoria (Ac. II, 106), como quería Lúculo, ni las técnicas, que siguen lo que aparece (id quod videtur) (Ac. II, 107)13. Y el "aparecer probable" permite evocar un "parecer verdadero". Es preciso ahora justificar esa asociación y encontrar lo que permita, con la noción de probable y verosímil (aparecer verdadero), fundamentar ese cambio de registro en la lectura de las representaciones. Para eso, los Académicos de Cicerón ayudan poco. Será en la exposición de Sexto Empírico sobre Carnéades que podremos encontrar soporte para ello y, por lo tanto, el paso final para la compresión de la doctrina del probabilismo.

Al describir la doctrina de la Nueva Academia -Arcesilao y Carnéades-, Sexto se centra principalmente en la teoría carneadiana de lo probable (M VII, 166-189). La caracteriza, como Cicerón, como criterio de acción (M VII, 166). Es fundamental prestar atención a este hecho, pues ayuda a comprender cierto vocabulario que será utilizado: es con fines prácticos que se hablará ahora. La exposición inicia con lo que nos parece que es el punto neurálgico de la doctrina:

La representación, entonces, es una representación de algo -de aquello a partir de lo que ocurre (toû te aph'hoû gínetai), y aquello en lo que ocurre (kai toû en hôi gínetai), y aquello a partir de lo que ocurre dicen que es el objeto sensible externo, aquello en lo que ocurre, que es el hombre. Y, siendo tal, tendría dos maneras de ser (skhéseis), una en relación al objeto representado (pròs tò phantastón), la segunda en relación aquel que tiene la representación (pròs tò phantasioúmenon). Según la manera de ser en relación a lo representado, la representación viene a ser verdadera o falsa (alethès è pseudés), verdadera cuando concuerda con lo representado, falsa cuando es discordante. Pero, según la manera de ser en relación a aquel en que representa, una representación "aparece verdadera" (phainoméne alethés), otra "no aparece verdadera" (ou phainoméne alethés) (M VII, 167-169).

Aquí se esclarece, con estas dos "maneras de ser" de la representación, bajo qué punto de vista se debe entender lo probable o verosímil: ello se constata en el interior de una dimensión subjetiva de la representación, en términos de un aparecer verdadero o falso. Pero, ¿qué vienen a significar estas expresiones? La representación que aparece falsa y no aparece verdadera "surge de un inexistente, o de un existente, pero no concuerda o no está en conformidad con él", como ocurre cuando Orestes pensó ver en Electra una de las Erinias (M VII, 170). Aquí, parece que se trata de aludir a lo que el estoico denominaba phántasma, ocurrencia de sueños y alucinaciones. Al utilizar el mismo vocabulario estoico, el académico pretende reportar, en el nivel subjetivo del aparecer, la misma distinción, con finalidades prácticas. Podemos, pues, distinguir el sueño y la vigilia, la alucinación y la cordura, la alusión y la realidad -ya lo sabíamos también cuando se trataba, desde el punto de vista teórico, de movilizar esos estados para minar la noción de evidencia. Hay, así, una distinción entre esos dos tipos de representación que se expresará, ahora, según una terminología que nos parece proviene de aquel enfoque subjetivo: "De las representación, la que aparece verdadera es denominada émphasis por los académicos, probabilidad y representación probable. Pero la que no aparece verdadera es denominada apémphasis, no-persuasiva y no-probable" (M VII, 169).

Los términos son de difícil traducción. Émphasis significa, literalmente, el hecho de "aparecer en" (emphaínein); apémphasis, el hecho de "aparecer distante en" (apemphaínein). Diferente a lo que acontece generalmente, no parece que sean expresiones comunes al vocabulario estoico. Apenas una vez, por lo que parece, el término émphasis se encuentra en textos referentes al estoicismo con un significado técnico, cuando Sexto Empírico, en el segundo libro de las Hipotiposis, analizando el concepto estoico de signo indicativo, se refiere a los que "juzgan por implicación" (hoi dè têi emphásei krínontes) y dicen que un silogismo es verdadero cuando el consecuente está "potencialmente contenido" (periékhetai dynámei) en el antecedente (PH, II, 112). Recordemos, para entender lo que está implicado en esa noción, en qué consiste el signo indicativo: es "un antecedente en un silogismo hipotético válido, que es revelador del consecuente (ekkalyptikòn toâ légontos)" (PH II, 104), es debido a que esa forma de inferencia traduce el hecho de que, en realidad, existen eventos que revelan otros -por ejemplo, el movimiento del cuerpo es signo indicativo del alma (PH II, 101). Parece entonces que la existencia del alma "aparece en" el cuerpo. Se trata de expresar realidades que se manifiestan por medio de otras, es en una relación objetiva entre eventos a lo que la expresión nos conduce14. Ahora bien, con los académicos, el objetivo no es la expresión de un hecho que se muestra en otro, sino una representación que "aparece en" quien la representa; estamos hablando ahora del modo de ser de la representación en relación a quien la tiene, al hombre. Y aquí, una representación que aparece verdadera en él aparece de un modo en que la que aparece falsa no participa, pues esta aparece, por así decirlo, "distante". El concepto de émphasis, ahora, expresa ese cambio de registro y aplicación. Para entender mejor a lo que este cambio nos lleva, es preciso comprender si poseemos algún medio de discernir esas distinciones en el nivel subjetivo:

De las representaciones que aparecen verdaderas, una son oscuras (amydrá) -aquellas, por ejemplo, que se encuentran en el caso de aquel que tiene una percepción confusa y no-distinta (sygkekhyménos kai ouk ektypos) debido a la pequeñez del objeto visto, debido a la extensión del intervalo [distancia] o debido a la debilidad de la visión-, mientras otras, además de parecer verdaderas, poseen ese aparecer con fuerza (sphodrón). De estas, nuevamente, la representación que es oscura y débil (amydrá kai éklytos) no sería un criterio; pues, por el hecho de no indicar claramente (tranôs) a sí misma o lo que la produce, no es de naturaleza tal que nos persuada o conduzca al asentimiento. Pero la que aparece verdadera y suficientemente así (hikanôs emphainoméne [literalmente: "que aparece en lo bastante"]) es criterio de verdad según los partidarios de Carnéades (katà toús peri tòn Karneáden) (M VII, 171-173).

Por lo tanto, en la vivacidad de las representaciones en aquel que las tiene es que debemos dirigirnos para distinguirlas y orientar nuestra acción. Podemos, entonces, traducir émphasis por énfasis.

La probabilidad no nos puede ofrecer un criterio infalible -no hay aprehensión-, sino una regla que se muestra eficaz "en la mayoría de las cosas" (M VII, 175). Nuestra vida, así piensa el académico, se vive como antes. Pero ahora lo que nos inclina hacía esta o aquella actitud práctica no es la "fuerza de la naturaleza" de la que hablaba Lúculo y que la representación comunicaría, sino la fuerza de la representación en el intelecto, en el evento intelectual puro y simple. Es claro que el académico, en la práctica, no se pregunta si la vivacidad de sus representaciones no refleja diferencias reales, y no lo pretende. El académico sólo encuentra un medio para releer no dogmáticamente el mundo y actuar en él sin transgredir la imposibilidad de la aprehensión que constata. Así, lo que no valía para el estoico, cuando intentaba defender la evidencia -medidas que retiren los obstáculos de la sensación-, vale ahora, porque se trata apenas de la probabilidad, de la persuasión: el académico, al entrar a un cuarto oscuro y encontrarse con una silueta que se asemeja a un rollo de cuerda y a una cobra al mismo tiempo, al inicio se asusta, pero examina y la empuja con un bastón, teniendo entonces la "certeza" de que es un rollo de cuerda (M VII, 187-188). Comprendido así el probabilismo, tal vez se torne inconsistente la crítica pirrónica al concepto de creencia que atribuye al académico. Pues ahora se comprende mejor que el "fuerte querer" (sphódra boúlesthai) y la "fuerte inclinación" (metà proklíseos sphódras) que la acompañan y al mismo tiempo determinan no implican ningún criterio de aprehensión objetiva de lo real, sólo la fuerza del evento en el intelecto15.

En un importante pasaje del tratado Sobre la naturaleza de los dioses, Cicerón afirma categóricamente la relación de continuidad entre la postura suspensiva y la doctrina de lo probable:

Nuestra posición no es la de que nada aparece verdadero, sino la de afirmar que todas las cosas verdaderas están asociadas a las falsas, tan semejantes a ellas, que no contienen una marca infalible para nuestro juicio y asentimiento. A partir de ello se establece esto (ex quo exstitit illud), que muchas cosas son probables, las cuales, aunque no sean aprehendidas, por ellas se rige la vida del sabio, porque poseen una representación clara y distinta (inlustrem et insignem) (ND I, 12).

El probabilismo deriva de la inaprehensibilidad y, por lo tanto, de la suspensión. Y eso parece que puede ser sustentando justamente porque la dimensión subjetiva de la representación, que constituye la instancia decisoria para distinguir exitosamente las representaciones probables como no-probables, se descubre cuando la crítica al dogmatismo la localiza y explora como instancia decisoria no exitosa para distinguir esas mismas representaciones como verdaderas y falsas. Tal punto de vista subjetivo es, por definición, inmune a la suspensión y por eso puede ser desplegado con finalidades prácticas.

Si anteriormente evocamos a Descartes para una aproximación con la filosofía moderna, ahora es la ocasión de aludir a Hume. Pues la importancia conferida a la vivacidad de la representación y un concepto de creencia asociado a ella parecen incluso presagiar, al menos en líneas generales, la concepción humeana de creencia. Indicios que pueden incluso ayudar a comprender mejor el sentido del famoso "escepticismo académico o mitigado" del filósofo escoces16.

V

Esta interpretación del escepticismo académico, como vimos, buscó establecer semejanzas con el pirronismo que pudiesen fundamentar su pretendido estatus escéptico y, al mismo tiempo, procuró constatar las diferencias que permitirían señalar puntos en común con aquello que caracteriza la filosofía moderna de modo esencial y original. Hagamos entonces algunas consideraciones al menos generales sobre el tema, observaciones que podrán orientar un posterior análisis más puntual y profundo. En su famoso estudio sobre Descartes, Gueroult observa que, desde las Reglas para la dirección del espíritu, ya se establece para el filósofo el proyecto de determinar el alcance y los límites de nuestro conocimiento (Regla 8) y ya se afirma el intelecto como punto de partida del conocimiento (Regla 10). Y añade:

El establecimiento de ese principio que formulará en la "Segunda meditación" de la siguiente manera: el Cogito es el primero de los conocimiento, el espíritu es más fácil de conocer que el cuerpo, pues el espíritu se conoce sin el cuerpo, pero el cuerpo no puede conocerse sin el espíritu, abre la era del idealismo moderno e invierte el punto de vista escolástico (Gueroult, 1953, p. 16).

Pero no basta afirmar las primeras verdades de las Meditaciones para comprender la "inversión" que realiza la subjetividad moderna. Como observa el propio Gueroult: "ese primado de la reflexión sobre sí, erigida en el principio metódico para la determinación de los límites de nuestras facultades, marca la impronta del empirismo por el cartesianismo". Y, después de observar también la semejanza con el proyecto kantiano, agrega: "esa subordinación de toda la empresa filosófica a la determinación del poder de nuestro conocimiento y sus límites se encuentra en los grandes cartesianos: Spinoza, Malebranche, Leibniz" (1953, p. 15-16). Aunque irónicamente, será en las filosofías que se oponen al cartesianismo que se retomará la intención declarada en las Reglas: En la "Carta al lector", en la Introducción del Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke y en la primera sección de la Investigación sobre el entendimiento humano de Hume, es que se reafirmará la necesidad de encontrar los límites del conocimiento, ello -ya lo muestra los títulos- partiendo de un análisis del intelecto.

Se puede entonces pensar el concepto moderno de subjetividad desde un punto de vista suficientemente amplio, de modo que incluya a Descartes y al llamado empirismo. Un concepto general de subjetividad se expresaría, al parecer, indicándonos que "los criterios de reconocimiento, que son garantías metódicas de la verdad, son pensados en la esfera de la subjetividad, primeramente de forma autónoma e independiente" (Silva, 1993, p. 9). O tal vez también como una "inspección de ideas, una ruta a través del interior de las representaciones" (Silva, 1993, p. 10). Pese a que la referencia ahí sea a Descartes, eso vale también para Hume, que busca y encuentra en el intelecto una explicación para los fenómenos de la certeza y de la creencia que tenemos en las "cuestiones de hecho".

En ese sentido más general y no por eso menos riguroso de subjetividad es que nos parece posible aproximar a los escépticos académicos tanto a Descartes como a Hume. La manera por la cual los académicos enfocan los estados del sueño y la alucinación plantea una exigencia que en nada nos parece diferente de lo que encontramos en los modernos. Localizar, como vimos, en el asentimiento del intelecto, en su acto voluntario, el paso decisivo en el análisis del problema del criterio de verdad, prohibiendo con eso la intromisión de aquello que en las representaciones indique su origen apenas posiblemente objetivo, ¿no es prescribir que, "en la esfera de la subjetividad", tal criterio se investigue "de forma autónoma e independiente"? El hecho de que, en el caso de los académicos, esa búsqueda conduzca a una suspensión del juicio que no es sólo preparatoria para el encuentro de la verdad no invalida la semejanza de las exigencias. Por eso, nos parece poco preciso y apenas parcialmente correcto el diagnostico de Rorty:

Pero debemos distinguir el tradicional escepticismo pirrónico en relación a nuestra capacidad para alcanzar la certeza del nuevo escepticismo del velo de las ideas que Descartes hace posible al esculpir el espacio interno. El escepticismo tradicional había estado principalmente preocupado por el "problema del criterio" - el problema de dar validez a los procedimientos de investigación, procurando evitar tanto la circularidad como el dogmatismo. Este problema, que Descartes pensó haber solucionado a través del "método de las ideas claras y distintas", poco tenía que ver con el problema de pasar del espacio interno al espacio externo - el "problema del mundo externo", que se volvió un paradigma de la filosofía moderna. La idea de una "teoría del conocimiento" creció en torno a este último problema - el problema de saber si nuestras representaciones internas son exactas (1988, p. 115).

Pero hablar de subjetividad es también hacer referencia a algo más específico. En el caso del cartesianismo, es evocar y descubrir un "polo irradiador de certeza" (Silva, 1993, p. 7). Afirmar, como decía Gueroult, verdades que se obtienen en el espíritu, en esa esfera autónoma. Aquí, la originalidad cartesiana produce un abismo no extrapolable al escepticismo académico. "Claridad y distinción", en el caso de esas verdades primarias, ya son criterio de verdad, en cuento a los académicos sólo podían ver en eso probabilidad, persuasión y creencia. El Cogito, la gran innovación cartesiana, es todavía impensable al proceso de subjetivación emprendido por el escepticismo antiguo, incluso si aquel ya elabora un sentido para la idea de autonomía de lo subjetivo.

Ahora, la aproximación con Hume parece más fructífera, pues ya no se trata, por así decirlo, de una subjetividad substancial. Si bien el proyecto es de la misma intención que el de Descartes, los resultados son muy distintos -incluso incompatibles, así lo pretende Hume. Se trata, en cierto sentido que será preciso esclarecer, de un análisis crítico a un dogmatismo radical, análisis que se traduce en una reinterpretación que limita el alcance del conocimiento y, en esa medida, desemboca en resultados que, con la noción de creencia, se asemeja a lo que proponían los académicos. Pero hay una diferencia importante, que separa a los académicos no sólo de Descartes sino también de Hume y que expresa otra característica original de la filosofía moderna: si los escépticos académicos llegan a una subjetividad plenamente delineada con la doctrina del probabilismo, los modernos parten de ella en tanto, por así decirlo, tribunal de la razón. De cualquier modo, nos parece, en principio, correcto afirmar que el escepticismo académico esboza una figura de subjetividad que, con Hume, se presentará como una opción crítica frente al cartesianismo17.

Notas de Pie

1. "Vetus autem quaestio et a multis scriptoribus Graecis tractata, an quid et quantum Pyrronios et Academicos philosophos intersit. Utrique enim skeptikoí, ephektikoí, aporetikoí dicuntur, quoniam utrique nihil adfirmant, nihilque comprehendi putant (XI, 5-6)" (Caizzi, 1986, p. 147). [Todas las traducciones de las obras clásicas son traducidas directamente de la traducción portuguesa del autor. N. del. T.].

2. "En ninguna de las fuentes antiguas sobre Pirrón aparece el tema de la investigación de la verdad" (Caizzi, 1986, p. 150). Sobre la inaprehensibilidad (akatalepsia) y la suspensión del juicio, Robin afirma: "La primera sólo tiene sentido por oposición a la famosa 'representación comprensiva', catalepsis, de los estoicos que combatía la Academia. En cuanto a la segunda, no tiene en absoluto, en el tiempo de Pirrón, el significado que recibió más tarde en correlación con la acatalepsia" (1944, p. 15). [Todas las traducciones de las citas de estudios críticos y comentaristas en italiano, francés, inglés y portugués hechas por el autor corren por mi cuenta. N. del T.].

3. Ese es el caso de Stough. Nótese, no obstante, que su capítulo sobre Pirrón parece deliberadamente pasar de largo las dificultades históricas, pretendiendo, incluso, que sea una introducción a los capítulos siguientes: "Este capítulo, por lo tanto, en el que las ideas germinales del escepticismo griego son localizadas en los fragmentos y exploradas brevemente por sus implicaciones, constituye principalmente, de acuerdo con la advertencia anterior, un prefacio a la discusión de las doctrinas escépticas que se encuentran en los capítulos siguientes" (Stough, 1969, p. 16).

4. Es la posición a la que se inclina Brochard: "Si sólo conociéramos a Pirrón por los pasajes bastante numerosos en donde Cicerón habla de él, jamás sospecharíamos que fue un escéptico" (1969, p. 59); "conservando la letra de su doctrina, [los pirrónicos posteriores] alteraron su espíritu" (1969, p. 75).

5. "Por un lado, los filósofos de la Nueva Academia reivindicaron la duda filosófica como la característica original de su restauración del Platonismo. Como consecuencia, pudieron estar naturalmente inclinados a obscurecer el aspecto teórico de la posición de Pirrón e, inversamente, a iluminar vivamente el aspecto moral. Pero, por otro lado, aquellos escépticos que vinieron después de la Nueva Academia pudieron ceder inconscientemente a una tendencia contraria: protestando contra la pretensión de la Nueva Academia, pudieron estar inclinados a enriquecer lo que había, en el ancestro, de escepticismo real con toda la argumentación que después de él la escuela había sistemáticamente acumulado y sistematizado. Estamos entonces en presencia de dos efectos contrarios de una misma causa (Robin, 1944, p. 12).

6. "La contraposición entre el escepticismo académico y el escepticismo pirrónico no es tan radical como podría parecer a primera vista" (Caizzi, 1886, p. 148).

7. Evidentemente, el juicio de Arcesilao sobre la posición socrática es dictado por sus motivaciones propias por el escepticismo, siendo sin duda problemático en tanto comentario fiel del espíritu del socratismo -como, de hecho, toda interpretación sobre el maestro de Platón.

8. Ver el importante artículo de Couissin sobre ese respecto (1929, p. 390).

9. Parece que la de Couissin es la principal interpretación general de Arcesilao y de los académicos que procura verlos como dialécticos sin ningún tipo de compromiso doctrinal (Couissin, 1983, p. 31-63).

10. Sobre este punto, véase Stough, 1969, pp. 92-93.

11. Nos parece acertada la siguiente afirmación de Williams: "El escepticismo pirrónico explota los problemas epistemológicos 'formales' del criterio y la regresión de la justificación. Central al escepticismo académico, sin embargo, es un argumento muy diferente: ya que las percepciones no verídicas pueden ser idénticas a o, al menos, indistinguibles de las percepciones verídicas, ninguna percepción garantiza su propia veracidad. En consecuencia, ya que todo conocimiento inicia con la percepción, no hay nada que garantice la veracidad de todo lo que aceptamos: esto es, nada puede ser conocido" (1986, p. 133).

12. Nos parece que en el artículo citado, Williams, en el intento de establecer la originalidad del cartesianismo en la utilización de los argumentados tomados del escepticismo antiguo, no presta atención al sentido real de la argumentación académica. Aunque perciba, como se observa en la nota anterior, que los académicos y los pirrónicos proceden de una manera diferente, sus conclusiones parecen radicales. Es realidad el argumento de los sueños dirigido por los académicos a la distinción entre el sueño y la vigilia permanece intacto, diferentemente a lo que sucede en Descartes (Williams, 1986, p. 128). Además, es necesario que así sea para que el argumento tenga fuerza, siendo correcto, por lo tanto, afirmar que implícitamente está presupuesto que, al contrario de las representaciones en la vigilia, en las representaciones en el sueño no hay una causa externa, lo que hace de la indiscernibilidad entre ellas un problema. Pero esto es un presupuesto compartido por los escépticos y los dogmáticos, explorado dialécticamente por los académicos, lo que no invalida decir que los datos son ahora vistos como eventos del intelecto exclusivamente, y así proporcionan al académico que la instancia decisiva deba encontrarse en el asentimiento. No estamos de acuerdo, al menos en el caso de los argumentos de los sueños y las alucinaciones, que "los escépticos académicos conciben la sensación en términos parcialmente físico-causales, como una afección del organismo viviente" (Williams, 1986, p. 134). Así, sin pretender cuestionar lo que hay de novedoso en la verdadera revolución filosófica producida por la obra de Descartes y "su nueva concepción de lo mental, lo que le permite concebir las 'sensaciones' en abstracción de los sentidos" (Williams, 1986, p. 134), juzgamos que esta última afirmación, a la luz de lo que propusieron los escépticos académicos, en alguna medida vale también para ellos.

13. Nótese la semejanza de la argumentación de Cicerón en el caso de la memoria con la que encontramos en las Hipotiposis sobre el tema del "concepción mental" (noesis). Cicerón argumenta al estoico que, si no podemos recordar las representaciones por no ser aprehendidas, no es posible que alguien se acuerde de los dogmas de Epicuro, lo que es absurdo. Entonces, tenemos que admitir la verdad del epicureísmo, lo que el estoico nunca aceptaría. Este será entonces forzado a reconocer que la memoria no requiere de la aprehensión de lo real. Es similar lo que encontramos en Sexto Empírico: si la investigación escéptica de una doctrina exigiese que de ella se tuviese una aprehensión dogmática, entonces el propio dogmatismo se vería imposibilidad de criticar un dogmatismo adversario (PH II, 4-6). Frente a eso, el escéptico puede afirmar: "Pues, a mi juicio, al escéptico no le es prohibido una concepción (noesis) que, a partir de los fenómenos (apó te tôn phainoménon) que, con evidencia, le ocurren pasivamente, surge por el propio intelecto y no introduce en absoluto la realidad de lo que es concebido" (PH II, 10).

14. Observemos los ejemplos del uso de ese vocabulario que Croissant encuentra en Aristóteles: "No es sólo el término emphasis que debemos tomar en consideración en nuestra investigación, sino también los verbos que le corresponden, emphainein y emphainesthai, que son de un empleo cuya frecuencia se irá amplificando con el tiempo y del que no es inútil revelar algunas apariciones filosóficamente significativas. Emphainein, que significa 'dar a ver' y, en consecuencia, 'dar a entender', 'indicar', aparece en el Fisiognómica del Pseudo Aristóteles. Pero sobre la forma en voz media emphainesthai, Aristóteles nos proporciona dos empleos que merecen ser revelados. Pensemos en primer lugar y sobre todo en el pasaje de Metaphysica Z, 1, donde Aristóteles aconseja emplear el participio en lugar del infinitivo para designar ciertos estados categoriales (tò badízon en lugar de badízein) porque el sujeto substancial del que es soporte se revela a través (emphainetai) de esta formulación. Y en libro II de De Anima, Aristóteles subraya que en una buena definición -tanto del alma como de la cuadratura- la causa debe estar presente y hacerse manifiesta (enyparkhein kai emphainesthai)" (Croissant, 1986, p. 316). Los pasajes de Aristóteles son: Metaphysica Z, 1, 1028a 20-28 y De Anima, II, 413al5-16.

15. Es preciso advertir que la crítica de Sexto Empírico se muestra inconsistente, a nuestro parecer, al ser dirigida a Arcesilao y Carnéades. Tanto un pretendido dogmatismo negativo como una doctrina dogmática del probabilismo y de la creencia nos parecen ser alejados a la luz de los textos que se refieren a ambos. Lo que no significa que el pirrónico no tenga sus motivos cuando emite su juicio. Recordemos de qué manera finaliza el texto en el que Sexto describe el núcleo de la doctrina de lo probable: con los "partidarios de Carnéades", la representación probable se había convertido en criterio de verdad. Se trata probablemente de una alusión a las modificaciones por las que pasó el pensamiento de los académicos con Filón de Larisa, de quien Cicerón fue oyente y que lo influyó mucho en su exposición de la doctrina. Según Sexto, Filón decía que "en relación al criterio estoico, o sea, la representación aprehensiva, las cosas son inaprehensibles, pero en relación a la naturaleza de las cosas mismas, ellas son aprehensibles" (PH I, 235). Tal vez sea una filosofía académica ya contaminada de dogmatismo lo que Sexto conoce y comenta, cuando ve en el probabilismo y en el concepto de creencia ligado a él algo absolutamente incompatible con el pirronismo. Lo mismo, además, vale para ciertos momentos de los Académicos de Cicerón, en donde la doctrina primitiva es descrita bajo una prisma ciertamente ya filoniano, pero también, y principalmente, según motivos que son del propio Cicerón. Nos parece que una buena lectura del escepticismo académico sólo se realiza completamente si dejamos de ver en Cicerón sólo una fuente doxográfica y empezamos a enfrentar seriamente su expresa filiación a los académicos, afirmada también en otras obras. Pues encontraremos algunas diferencias importantes, sintomáticas de una intención distinta que mueve esa filiación, produciendo resultados singulares. En principio, nótese que, al elogiar el método aporético del diálogo que los académicos ejercitaban y que remonta a Sócrates, muchas veces Cicerón lo ve como un medio de obtener lo probable y no de investigar la verdad (Tusc. I, 8; Fat. I, 1; Off. II, 7-8). Para el académico, en efecto, se sigue lo probable porque no se consigue encontrar la verdad, y la práctica de oposición de argumentos, como el propio Cicerón afirmaba en los Académicos sobre Arcesilao, busca obtener la igual fuerza y suspender el juicio. El concepto de probable o verosímil es lo que le interesa a Cicerón, porque funciona como un operador que el permite, en sus textos, no asumir dogmáticamente una doctrina. Concordamos, así, con la afirmación de Ribeiro: "tal vez por esta maleabilidad es que la Academia había recibido la adhesión de Cicerón" (1994, p. 74). Cicerón no busca defender una doctrina; quiere justamente introducir el género filosófico en las letras latinas (ND I, 6-10; Div. II, 12), lo que lo lleva a exponer el diálogo filosófico bajo el registro de la verosimilitud y entronizarla como la buena manera de combatir la autoridad y la precipitación. Eso nos parece fundamental para entender, en los Académicos, los pasajes en que lo probable se dice con excesiva fuerza. Y lo que ocurre cuando Cicerón expone la doctrina de Carnéades, y, después de referirse a la distinción de los dos géneros de representación, verdadero-falso y probable-no-probable, se dirige a Lúculo y afirma: "pues es contra la naturaleza que nada sea probable, y se sigue el trastorno completo de la vida al que tú, Lúculo, te referías (Etenim contra naturam est probabile nihil esse, et sequitur omnis vitae ea quam tu, Luculle, commemorabas eversio)" (Ac. II, 99).

16. El otro indicio digno de investigar es la presencia, en el relato de Sexto sobre Carnéades, de la idea de costumbre. Comentando los modos que el académico utiliza para aumentar la probabilidad de una representación y después de comprobar que las representaciones nunca se dan de modo único y están "ligadas unas a las otras de modo no separado", el texto añade: "Entonces, cuando ninguna de esas representaciones nos inclinan al aparecer falso, sino que todas aparecen verdaderas de modo concordante, creemos más. Pues creemos que este es Sócrates por estar en él todo lo que es de costumbre (tà eiothóta) -color, tamaño, forma, etc." (M VII, 177-178). El texto, sin embargo, es problemático, pues a continuación dirá que de ese conjunto de representaciones concordantes se emite un "juicio de verdad" (M VII, 179). Tal vez se trata de un probabilismo posterior ya cargado de dogmatismo, a la manera de Filón.

17. Será preciso también investigar hasta qué punto se puede afirmar una influencia históricamente comprobable en la elaboración, por ejemplo, de la primera Meditación de Descartes y, principalmente, en la obra de Hume. Es cierto que los Académicos fueron una fuente utilizada por Descartes y que Hume, lector voraz de Cicerón, evoca la "filosofía académica" explícitamente. Pero, ¿podemos encontrar indicios a favor de una influencia en la doctrina humeana de la creencia y de la vivacidad de la idea? ¿O una respuesta cartesiana dirigida directamente a los académicos? El tema es importante, principalmente, porque los resultados obtenidos al respecto deberán proporcionar fortaleza a la comparación.


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