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Praxis Filosófica

versión impresa ISSN 0120-4688versión On-line ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.44 Cali ene./jun. 2017

 

Articulos

HÁBITO Y AUTONOMÍA DEL SUJETO: LA PRESERVACIÓN CARTESIANA DE LA SALUD A TRAVÉS DE LA DIETA

Habit and autonomy of the subject: the Cartesian health preservation through diet

Sergio García Rodríguez1 

1Universitat de les Illes Balears Islas Baleares, España


Resumen

La “conservación de la salud” ha constituido el eje sobre el que se han articulado y evaluado las aportaciones de Descartes a la medicina. Sobre ello, las interpretaciones canónicas se han circunscrito a la terapéutica cartesiana para las enfermedades, obviando otras dimensiones a las que el proyecto médico cartesiano también se dirigió. De ese modo, el presente artículo aborda un segundo sentido de conservación de la salud entendido como “preservación de la salud”, dirigiéndose, para ello, a un análisis de la dieta cartesiana, cuyo empleo evita, según Descartes, la contracción de distintas afecciones. Dicho examen trata de mostrar en qué sentido la dieta posibilita la preservación de la salud, y cómo ésta se justifica apelando a la propia fisiología cartesiana.

Palabras clave: autonomía; conservación de la salud; dieta; hábito; medicina cartesiana.

Abstract

“Maintenance of health” has embodied the axis on which have been articulated and evaluated the contributions of Descartes to medicine. Scholars have been centred on the Cartesian therapeutic for diseases, ignoring other dimensions which the Cartesian medical project also studied. Thus, this article affirms the existence of a second sense of conservation of health understood as “health preservation”, analyzing the Cartesian diet, which prevents ―according to Descartes― the contraction of different diseases. That examination seeks to show in which way the diet allows the preservation of health, and how it is justified by appealing to the Cartesian physiology.

Keywords: autonomy; diet; habit; maintenance of health; Cartesian medicine

Introducción

Las aportaciones realizadas por intérpretes como Lindeboom (1979) o Aucante (2006) han puesto de manifiesto el importante papel que la medicina juega en el proyecto científico cartesiano. Siguiendo la descripción realizada por Descartes en el Discurso del método, el objetivo de la ciencia cartesiana ―en una línea baconiana― es convertirnos en “dueños y poseedores de la naturaleza” para así obtener los frutos señalados en los Principios de la filosofía, a saber, moral, mecánica y medicina. Será respecto a ese objetivo de intervención en la naturaleza donde los “frutos de la medicina” encarnen uno de los pilares sobre los que se centre su investigación. El propio Descartes reconoce en diversas ocasiones que “[...] [l]a conservación de la salud ha sido desde siempre el objetivo principal de mis estudios”1. De esta forma, las contribuciones cartesianas a la medicina poseerán como objetivo último la “conservación de la salud”, instrumento para “[...] librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta quizá la debilidad que la vejez nos trae” (AT VI, p.62). Este sentido de medicina circunscribe el desarrollo de un conocimiento teórico a unas vinculaciones prácticas donde el sujeto que busca la conservación de la salud interviene sobre el mundo ―en este caso se hace “señor” de su cuerpo―, presentándose, en consecuencia, la necesidad de elucidar el sentido de dicha conservación.

Se ha tendido a entender la “conservación de la salud” cartesiana como sinónimo de recuperación de la salud tras una enfermedad, acudiendo para ello a los distintos remedios terapéuticos expuestos en el De vires et remedia medicamentorum (AT XI, pp.641-4), así como en su correspondencia. Esta línea interpretativa implica prescindir de un sentido de “conservación de la salud” más amplio, donde no se trata sólo de hallar una terapéutica para distintas afecciones, sino también de prevenir la enfermedad a través de un buen cuidado de la salud. Bajo esta lectura más amplia del término, tanto la prevención de la enfermedad, como su curación mediante los remedios medicamentosos y psicosomáticos constituirán los diversos procederes en que es posible conservar la salud. Así, sostiene Descartes:

“Y la utilidad que debemos esperar de este conocimiento [se dirige también a] [...] la Medicina, donde creo que puedo encontrar muchos preceptos muy seguros, tanto para curar enfermedades como para prevenirlas” (Descartes, 2011)

El propósito del presente artículo se encamina a analizar las prescripciones dietéticas que Descartes realiza a fin de prevenir las afecciones, esto es, las prácticas alimenticias que se describen como beneficiosas para nuestra salud, pues evitan que ésta se vea menoscabada y que, en consecuencia, enfermemos. Cabe añadir que la cuestión de la preservación de la salud a partir de la dieta ha sido exiguamente mencionada en los estudios cartesianos, cuya atención se ha centrado en otras cuestiones como el retraso del envejecimiento (AT XI, p.223), por ello, el presente artículo tratará de contribuir a este aspecto. Para tal tarea, se desarrollará, en primer lugar, una descripción fisiológica sobre el modo en que nuestros hábitos alimenticios posibilitan una “conservación de la salud”. Posteriormente, se estudiarán las prescripciones cartesianas respecto al régimen como forma de preservación de la salud, atendiendo también a su dimensión fisiológica. Por último se analizarán los hábitos dietéticos de Descartes como ejemplo de régimen cartesiano basado en dichas máximas dietéticas, facilitando una comprensión encarnada de dicha teoría.

El influjo fisiológico de la alimentación sobre la salud según Descartes

El siglo XVII ilustra una época de profundas transformaciones en la ciencia del momento, cuyo impacto fue variable según la disciplina. Mientras en algunos campos, como el de la física, suceden modificaciones radicales vinculadas a una nueva concepción del mundo en términos cuantitativos y matematizables, otras disciplinas continuaron muy unidas y determinadas por el peso de la tradición, como sucedió en la medicina. A pesar de las alternativas explicativas formuladas desde la medicina espagírica que entre el XVI y el XVII surge en Europa, cuya impronta se materializó en una renovación médica a nivel fisiológico y farmacológico, el peso de la tradición galénica basada en la teoría humoral constituyó el paradigma dominante, tal y como Descartes evidencia. La importancia de la dieta cartesiana en relación a su capacidad tanto para curar enfermedades, como para prevenirlas, conformará así herencia de una tradición donde “[...] la dietética fue situada al mismo nivel que la cirugía y la farmacología en la batalla contra las enfermedades; de hecho, algunos la ubicaron por encima de éstas, con el argumento de que la medicina dietética juega un rol igual de importante en la prevención que en la cura de afecciones” (Nutton, 2004, p. 125).

De ese modo, la teoría médica cartesiana de las enfermedades, como toda concepción galénica, parte de un desarrollo de las nociones de equilibrio y desequilibrio que, sobre el cuerpo y el alma, actúan como eje central. Es el equilibrio entre los humores aquello que garantiza la salud de nuestro cuerpo, mientras que el desequilibrio en éstos constituye la causa de las afecciones, de forma análoga a las teorías humorales donde “[...] la enfermedad [era entendida] como el resultado de un desequilibrio dentro del cuerpo. La salud, tal y como era entendida, era recobrada cuando el equilibrio era restaurado” (Longrigg, 1993, p. 53). La explicación fisiológica cartesiana de las enfermedades se efectúa, consecuentemente, en base a los desequilibrios de tres elementos que se hallan en permanente conexión: partículas de la sangre, espíritus animales y humores. Descartes sitúa el origen de las dolencias en las alteraciones que se realizan sobre los cuatro humores ―enmarcándose así en la tradición galénica e hipocrática―, pues las manifestaciones sintomáticas que poseen las distintas afecciones son resultado del desequilibrio entre éstos:

“[...] es de temer, tanto en el caso de Vuestra Alteza como en el de su señora hermana que el frío de la estación haya retenido los humores que así se purgaban, y esos humores podrían acarrear la misma dolencia en primavera, o ponerlas en peligro de contraer cualquier otra enfermedad” (AT IV, p.625)

Ahora bien, a pesar de que los humores sean artífices de las enfermedades, la modificación en éstos proviene de la relación que mantienen con las partículas de la sangre a través de los espíritus animales. Dicha vinculación se funda en el papel que la sangre posee respecto a la generación de los espíritus animales, donde son las partículas más sutiles de la sangre (AT XI, p.335) que se dirige al cerebro aquellas que “[...] dejan de tener la forma de sangre y se llaman espíritus animales” (AT XI, p.130). En otras palabras, es la sangre aquello que engendra los espíritus animales (AT XI, p.129), de tal manera que “[...] todo lo que es causa de cambio en la sangre puede serlo también en los espíritus” (AT XI, p.169). El influjo de las partículas de la sangre constituirá uno de los elementos explicativos más genuinos de la posición cartesiana, pues el poder de éstas apela a las diferencias entre las diversas propiedades de las partículas cuyo movimiento puede ocasionar diversas reacciones ―esto es una teoría médica fundada en el mecanicismo―, distanciándose de una comprensión galénica vinculada a propiedades no cuantificables como el calor o la humedad. Los espíritus animales, presentes ya en la tradición galénica, poseen, a su vez, un poderoso influjo respecto a los humores, dado que las distintas propiedades de los espíritus ―abundancia, tamaño, agitación e igualdad―, resultado de las partículas sanguíneas, determinarán los humores (AT XI, p.167). Así, la influencia que las partículas de la sangre ejercen en los espíritus animales conlleva, en última instancia, una manifestación en los humores, pudiendo generar perturbaciones en éstos que ocasionen a su vez enfermedades. La alteración de las partículas de la sangre conformará una de las principales causas de las enfermedades junto con los desequilibrios psicosomáticos. En este punto cabe analizar la forma en que se componen y alteran las partículas de la sangre, para lo que conviene apelar al origen de éstas como resultado de la alimentación.

La explicación cartesiana de la digestión (Gaukroger, 2002, pp. 21-22 sostiene que, una vez ingeridos los alimentos, éstos se separan en partículas con distintas propiedades debido a la acción de los líquidos que el estómago utiliza para disolverlos. El resultado del proceso digestivo (Aucante, 2006, p.155) da, así, lugar a:

“[...] sutiles partículas de alimento, [que] al no ser todas iguales y al estar aún mal mezcladas, componen un licor que permanecería turbio y blanquecino, si no fuera porque una parte se mezcla al instante con la masa de sangre contenida en las ramificaciones de la vena llamada porta (que recibe ese licor de los intestinos), en todas las de la vena llamada cava (que lo conduce hacia el corazón) y en el hígado, como si se tratara de un único vaso sanguíneo” (AT XI, p.122-3)

Las partículas de los alimentos ingeridos son, consecuentemente, absorbidas por la sangre, llegando Descartes a afirmar que “[...] la sangre no es otra cosa que una acumulación de muchas porciones pequeñas de los alimentos que hemos tomado para alimentarnos” (AT XI, p.250), de modo que las partículas de la sangre corresponderán a las partículas que formen a los alimentos ingeridos. Esta conexión, reiterada por Descartes en numerosas ocasiones (AT XI, p.404), constituye una aclaración fundamental en la consideración que la dietoterapia cartesiana posee respecto a la salud, pues evidencia que las partículas de la sangre conforman un reflejo de la alimentación. Así, son las viandas ingeridas las responsables últimas de las modificaciones en la sangre, cuyas partículas generan un correlato en relación a las respuestas del cuerpo ―como se evidencia en el caso del vino:

“Esta desigualdad [en las partículas de los espíritus animales] puede proceder de las diversas materias de que están constituidos, como se ve en los que han bebido mucho vino: los vapores de este vino, entrando rápidamente en la sangre, suben del corazón al cerebro, donde se convierten en espíritus que, al ser más fuertes y más abundantes que los que allí hay de ordinario, resultan capaces de mover el cuerpo de varias extrañas maneras. La desigualdad de los espíritus puede proceder [...] de todas las demás partes que contribuyen a su producción” (AT XI, p.340)

Por tanto, siguiendo a Sutton (2000, p.704), toda alteración en la dieta es susceptible de ejercer una influencia decisiva en la composición de las partículas que conforman la sangre, pudiendo ocasionar, en algunos casos, perturbaciones en los espíritus animales que se trasladen, en último término, a los humores. Dicho influjo de la alimentación se evidencia a su vez en las prescripciones dietéticas que Descartes realiza en los casos de enfermedad y que sólo pueden justificarse ateniéndose a la explicación fisiológica de la conexión entre alimentación y partículas de la sangre. La dieta no es una mera cuestión de costumbre, como algún autor ha sugerido (Garber, 2000, p. 22), sino que solamente si las viandas ingeridas son capaces de intervenir sobre la composición sanguínea puede sostenerse que Descartes aconseje a Boswell, ante su afección, no consumir vinagre, aceite o especias (AT, IV, p.698), así como que a la princesa Isabel le recomiende tomar caldos refrescantes (AT IV, p.590). Se observa, pues, que la explicación fisiológica cartesiana de las enfermedades concede a la alimentación un cometido fundamental con vistas a una posible influencia sobre el cuerpo.

En definitiva, la procedencia de las partículas sanguíneas atribuye a la alimentación un papel decisivo respecto a la salud y posibilita a la dieta ejercer un control sobre las propiedades de las partículas sanguíneas. Consecuentemente, como sostiene Shapin, “[...] el alimento era la base de todos los elementos corporales, incluyendo los espíritus [animales]” (Shapin, 2000, p.148). El poder de las viandas sobre el cuerpo posee, asimismo, una importancia fundamental en relación a los remedios farmacológicos que Descartes recomienda ante las enfermedades, dado que la mayoría de ellos deben ser ingeridos. Ahora bien, el régimen constituirá además uno de los elementos con los que se puedan prevenir las afecciones, reconociendo Descartes que “[...] el mejor procedimiento para prolongar y conservar la vida es una buena dieta” (AT V, p.178).

La dieta y su función en la preservación de la salud: la autonomía dietética del individuo

Una vez examinada la importancia de la digestión respecto a la constitución de los espíritus animales y los humores, conviene analizar las prescripciones realizadas por Descartes para mantener una dieta saludable que asegure nuestra resistencia frente a las enfermedades. Ante las descripciones escuetas del régimen cartesiano que intérpretes como Shapin (2000) han realizado, se percibe como necesario un examen de la dieta más exhaustivo que permita dilucidar cómo la formulación de determinadas máximas alimenticias por parte de Descartes solo es justificable a partir de una explicación desde sus fundamentos fisiológicos.

La dieta cartesiana encarna su primera propiedad en lo que denominaré autonomía dietética del individuo, entendida como la necesidad de que sea el propio sujeto quien determine qué alimentos desea que compongan su régimen. Dicho carácter autónomo adquiere su justificación gracias, en primer lugar, al sentimiento agradable que nos otorga el poder comer aquello que deseamos, pues “[...] todo lo que nos agrada es bueno para la salud, mientras nos agrade” (AT V, p.178). Asimismo, la autonomía dietética se explica en tanto que conforma un reflejo de lo que la naturaleza de nuestro cuerpo nos hace desear, generando implicaciones para la salud. En otras palabras, dado que Descartes sostiene que es el “poder de nuestro cuerpo” aquello que primeramente posibilita prevenir o tratar las afecciones (AT V, p.65), toda dieta que esté en consonancia con lo que esta naturaleza nos indica será beneficiosa para nuestra salud. El sujeto autónomo encarna, por tanto, a aquel que sigue a su naturaleza en la alimentación ―basándose en el criterio de aquello que le agrada―, contribuyendo a mantener la primera línea de defensa contra las afecciones que es el “poder de nuestro cuerpo”. La libre elección de la dieta por parte del sujeto estará, además, amparada por la experiencia que adquiera éste respecto a las consecuencias de consumir determinados alimentos:

“[A la pregunta de cómo saber qué alimentos conforman una dieta buena] Esto nos lo enseña la experiencia misma, pues siempre sabemos si un alimento nos es útil o no, y a partir de aquí podremos aprender si debemos tomarlo otra vez del mismo modo y en el mismo orden. Y según la sentencia de Tiberio (aunque yo creo que es de Catón), ninguna persona de treinta años debería necesitar un médico, porque a esta edad él mismo puede saber por experiencia qué es lo que le aprovecha y qué le perjudica, y ser así su propio médico” (AT V, p.179)

Ejercer la autonomía dietética constituye, así, un elemento que favorece la preservación de la salud. Posee ésta, además, una serie de implicaciones fisiológicas que evitan o posibilitan superar la enfermedad. Por otra parte, la renuncia a la autonomía alimentaria conlleva, desde la óptica cartesiana, un error, dado que ante una enfermedad no ingerimos los alimentos que deseamos sino otros que nos son prescritos por médicos y donde, al no coincidir con lo que nuestra naturaleza nos indica, el proceso de recuperación será más prolongado:

“Y quizá si los médicos permitieran a los enfermos que coman y beban lo que desean, a menudo se restablecerían mucho mejor que con tediosos medicamentos. Esto lo prueba la experiencia, porque en tales casos la misma naturaleza se esfuerza en lograr su restablecimiento, cosa que ella, perfectamente consciente de sí misma, conoce mejor que un médico” (AT V, p.179)

Por tanto, la autonomía dietética debe entenderse como un reflejo de aquello que nuestra naturaleza nos induce a ingerir. Es el propio sujeto quien, en base a la satisfacción y la utilidad que los alimentos le proveen ―cuestión ratificada empíricamente2―, construye su propio régimen. El papel de las pasiones poseerá un cometido fundamental en la dietética cartesiana, pues “[...] el efecto principal de todas las pasiones en los hombres es incitar y disponer su alma con el fin de que quieran las cosas para las cuales preparan sus cuerpos” (AT XI, p.359). En otras palabras, la pasión es el mecanismo por el que nuestra naturaleza nos inclina hacia determinados alimentos. La pasión del deseo será, así, aquella que incite al alma a desear un determinado alimento que el sujeto considere beneficioso. No obstante, aquí se introduce la experiencia como elemento corrector de dicha pasión. Dado que las pasiones nos pueden inducir a error en nuestras evaluaciones sobre un bien, la experiencia del sujeto debe actuar como elemento corrector en los juicios que efectuamos movidos por nuestras pasiones.

La segunda máxima dietética que complementa a la autonomía alimenticia cartesiana consiste en una exigencia de regularidad en la dieta. Para Descartes el consumo habitual de determinados alimentos está estrechamente vinculado a la conservación de la salud, pues “[...] nuestro cuerpo llega a estar bien acostumbrado al estilo de vida que nosotros llevamos” (AT V, p. 558). Consecuentemente, toda alteración en nuestro régimen conforma la causa de afecciones, dado que “[...] cuando nosotros cambiamos este estilo de vida, entonces, mucho más a menudo, nuestra salud empeora” (AT V, p.558). Los excesos (AT XI, p.200), como una forma de desequilibrio de nuestra regularidad alimenticia, constituirán aquello que se debe evitar, ya que Descartes afirma en repetidas ocasiones que “[...] no es fácil enfermar, a menos que se cometa un exceso notable” (AT I, p.507). Ahora bien, regularidad dietética no sólo comprende unos alimentos determinados, sino también unas cantidades determinadas. Atentamos contra nuestros hábitos alimenticios al consumir una cantidad mucho mayor o menor de alimentos de la que acostumbramos, ocasionando alteraciones en la salud. Ante la conexión entre irregularidades dietéticas y la eventualidad de enfermar, no es de extrañar que Descartes se preocupara por el régimen que su amigo Mersenne debía seguir en sus visitas a Italia ―los viajes “[...] son incómodos y los cambios en la forma de vida son peligrosos para la salud” (AT IV, p.497), o que advirtiera a Huygens del peligro que representaba para su salud la falta de apetito que manifestaba por la enfermedad de su esposa (AT I, p.371).

En definitiva, la perspectiva dietética cartesiana sostiene que una dieta regular y autónoma encarna el mejor instrumento para preservar nuestra salud ante las enfermedades, de tal manera que si “[...] nosotros nos guardamos de ciertos errores que nosotros tenemos la costumbre de cometer en nuestra dieta [régime de nôtre vie], podríamos sin otras invenciones [sans autres inventions] llegar a una vejez mucho más larga y mucho más afortunada” (AT I, p.507).

Conviene elucidar en este punto el fundamento fisiológico de los principios dietéticos cartesianos. Dado que el cuidado de la salud se halla ligado al régimen que seguimos, abordaré la justificación fisiológica de los beneficios de esas máximas mostrando cómo, el no seguir adecuadamente estos principios conlleva la posibilidad de enfermar, es decir, que su utilización previene contraer distintas afecciones. La noción central para ello se circunscribirá al concepto de hábito, cuyo uso permite a Descartes explicar la influencia del régimen en el compuesto alma-cuerpo.

Como se ha mostrado en el apartado anterior, la alimentación puede ser vinculada al desarrollo de enfermedades en tanto que posee la capacidad de originar desequilibrios en los humores apelando únicamente a los movimientos generados por las partículas sanguíneas de determinados alimentos digeridos. En otras palabras, es en la conexión entre las partículas de los alimentos y las de la sangre donde radica la posible perturbación de los equilibrios a los que estamos acostumbrados. Por ejemplo, Descartes advierte a la princesa Isabel ante los riesgos de ingerir remedios químicos como el mercurio, pues, siguiendo la tesis hipocrática, “[...] el cambio más pequeño en su preparación, incluso aunque sea con la intención de mejorarlos, puede alterar por completo esas virtudes y convertir dichos remedios de medicinas en venenos” (AT IV, p.590). El consumo de determinados productos que se alejan de nuestros hábitos dietéticos puede implicar problemas de salud por la forma en que sus partículas se transforman en espíritus animales, cuyas propiedades perturbarían los humores. Esa amenaza es la que motiva a Descartes alertar a Mersenne sobre los peligrosos cambios de alimentación que puede sufrir durante sus viajes:

“Vuestro viaje a Italia me genera inquietud, ya que es un país muy poco sano para los franceses; sobre todo hay que comer poco, pues las carnes de allí se alimentan (nourrissent) demasiado” (AT II, p.623)

La regularidad dietética constituye la salvaguarda ante las afecciones causadas por los propios alimentos. La explicación fisiológica de este fenómeno se halla en el hábito que se genera al acostumbrar el cuerpo a determinadas partículas ―resultado de una dieta regular― que causan unas modificaciones concretas. La cuestión se centra, consecuentemente, en la capacidad que el sujeto posee de influir en el “temperamento del estómago” (AT III, p.65), entendiendo éste como una determinada disposición del estómago para digerir los alimentos. Además, Descartes afirma que la disposición de los órganos puede ser natural o adquirida, y es precisamente en esta última posibilidad donde se circunscribe la capacidad del sujeto para influir a través de una dieta concreta sobre la disposición de las fibras de su estómago ―como puede suceder con otros órganos como el cerebro:

“En cuanto a la disposición de las fibras que componen la sustancia del cerebro, puede ser adquirida o natural, y como la adquirida depende de todas las demás circunstancias que cambian el recorrido de los espíritus” (AT XI, p.192)

Así, mediante un determinado régimen al que nos habituamos, ocasionamos una modificación en la disposición de las fibras del estómago que transforma el temperamento del estómago a la hora de digerir los alimentos. Este proceso adquirido de digestión dará lugar a unos espíritus animales con unas propiedades concretas, pues “La desigualdad de los espíritus puede proceder también de las diversas disposiciones del corazón, del hígado, del estómago [...] y de todas las demás partes que contribuyen a su producción” (AT XI, p.340). De esta forma, la regularidad dietética obtiene su justificación fisiológica a partir de la salud que una alimentación regular produce a partir de un hábito generado en forma de temperamento estomacal. Obligar al estómago a enfrentarse a alimentos a los que no esté acostumbrado constituirá, asimismo, otra práctica que pueda dar lugar a enfermedades.

El segundo fenómeno fisiológico a explicar se circunscribe a la autonomía dietética del individuo. La caracterización de esta máxima fundada en la búsqueda de aquellos alimentos que nos agraden establece una conexión necesaria entre las pasiones y la dieta. Descartes menciona en repetidas ocasiones que las pasiones poseen efectos positivos, pues incitan “[...] al alma a consentir y contribuir a las acciones que pueden servir para conservar el cuerpo” (AT XI, p.430) y “[...] que el efecto principal de todas las pasiones es incitar y disponer su alma con el fin de que quieran las cosas para las cuales preparan sus cuerpos” (AT XI, p.359). El deseo que sentimos de consumir alimentos que por experiencia nos han parecido beneficiosos para nuestra salud constituye una de esas pasiones que contribuyen a la conservación de nuestra salud. Dicho apetito es amparado por nuestra naturaleza, estableciéndose una conexión entre la experiencia del alimento que evaluamos y esa misma naturaleza. La pasión jugará un papel importante en este vínculo entre lo que nuestra naturaleza nos indica y el deseo, dado que “[...] [las pasiones] disponen al alma para querer las cosas que la naturaleza nos prescribe como útiles” (AT XI, p.372). De hecho, ese sentimiento agradable que experimentamos al consumir los alimentos que nos gustan es descrito por Descartes como una pasión (AT XI, p.430), evidenciando una estrecha conexión entre las pasiones y nuestra autonomía dietética. Por tanto, la explicación fisiológica de la autonomía posee su fundamento en las pasiones que, al ser seguidas, nos aportan la satisfacción descrita por Descartes.

Esta máxima también apela al hábito que conforma la asunción de un determinado régimen por parte de un sujeto, pues supone, en relación al cuerpo, establecer una unión entre un “pensamiento” y un “acto corporal”. Es en este punto donde se observa cómo los dos principios que guían el proceder dietético cartesiano se entrelazan, vinculando el “acto corporal” que entraña consumir habitualmente determinados alimentos y cantidades con un “pensamiento”, como es la satisfacción que nos produce tal manjar. Recordemos que “[...] todo lo que nos agrada es bueno para la salud, mientras nos agrade” (AT V, p.178). De esta forma, generamos un hábito en nuestro cuerpo, descrito por Descartes como “[...] tal vinculación entre nuestra alma y nuestro cuerpo que, cuando hemos unido alguna vez un acto corporal con un pensamiento, en lo sucesivo ya no se nos presenta uno sin el otro” (AT XI, p.428), cuyo ejemplo es análogo a los planteados por Descartes:

“El olor de las rosas puede haber causado un gran dolor de cabeza a un niño cuando aún estaba en la cuna, o puede haberle asustado mucho un gato, sin que nadie se haya dado cuenta de ello ni él lo recuerde en absoluto, aunque el sentimiento de aversión que entonces tuvo por dichas rosas o por el gato permanezca impreso en su cerebro hasta el fin de su vida” (AT XI, p.429)

Este hábito da lugar a una conexión cuyo resultado es un sentimiento agradable. De tal manera, consumir alimentos que nos puedan producir sentimientos contrarios podría ocasionar afecciones. Es, en suma, el hábito, entendido como una correlación que establecemos entre un determinado estímulo corporal y un pensamiento concreto, el responsable de que la alimentación que encarnan ambas máximas nos prevenga de las enfermedades que puede ocasionar una alimentación deficiente e irregular. Ahora bien, en este punto parece surgir una incoherencia en la propuesta cartesiana, pues se debe conciliar la existencia de unos hábitos dietéticos autónomos ―es decir, que dependen únicamente del sujeto y de lo que le indica su naturaleza― con el hecho de que Descartes prescriba dietas y remedios en multitud de ocasiones, lo que atenta contra dicha autonomía. Es aquí donde debemos recordar las múltiples afirmaciones cartesianas respecto a la constitución falible de los sujetos. Tal y como sostiene en las Meditaciones metafísicas, nuestra naturaleza corporal puede inducirnos a veces a error (AT IX, p. 67), haciéndonos desear objetos que nos son perjudiciales ―como sucede en el caso del hidrópico:

“[...] por ejemplo, hidrópico, sufrir sequedad en la garganta, lo que suele indicarle al espíritu el sentimiento de la sed, y estar dispuesto por esta sequedad a mover sus nervios y sus demás partes de la manera requerida para bebe, y aumentar así su mal y hacerse daño” (AT IX, p.67)

La posibilidad de error en aquello a lo que nos dispone la naturaleza (Cottingham, 2008, p. 298) posee, a su vez, su explicación en nuestras pasiones, pues implican una evaluación de los hechos para juzgar su grado de utilidad donde, en algunas situaciones, pueden “[...] engañar al alma y [...] hacerle ver las razones que sirven para persuadir al objeto de su pasión como mucho más fuertes de lo que realmente son y como mucho más débiles las que sirven para disuadirla” (AT XI, p.487). Así, la tesis cartesiana de que no debemos seguir ciegamente nuestras pasiones adquiere su justificación, dado que, aunque éstas en multitud de ocasiones nos dirijan hacia elementos positivos, también pueden conducirnos a objetos perjudiciales para nuestra salud ―y que nosotros habíamos juzgado de forma errónea, como el hidrópico, positivas para nuestra salud. La pasión de desear un determinado alimento ―que da lugar a un juicio donde se evalúa positivamente un alimento― se corrige, por tanto, apelando al segundo rasgo que constituye la autonomía dietética: la experiencia que poseemos sobre las consecuencias de ingerir dicho alimento.

Es, por tanto, ante este tipo de situaciones donde debemos ubicar las prescripciones cartesianas tanto dietéticas como farmacológicas. Precisamente, el hecho de que Descartes no recomiende una dieta concreta ―qué utilizar para prevenir la salud―, pero sí unos remedios determinados ante la enfermedad, se ajusta a este hecho. Nuestra naturaleza es la mejor guía que poseemos tanto para preservar la salud, como para restablecernos de una afección. Ahora bien, es la posibilidad de errores en lo que deseamos por naturaleza ―nuestra condición falible― aquello que justifica la existencia de prescripciones por parte de Descartes.

Un ejemplo de alimentación regular y autónoma: la dieta de Descartes

Según se ha evidenciado, la dieta constituye uno de los instrumentos principales empleados por Descartes para preservar la salud. En este punto conviene mostrar la forma en que estos principios se encarnan en un régimen determinado. Para ello, es interesante reparar en los hábitos alimenticios del propio Descartes como forma de poner en práctica dichas máximas. La dieta cartesiana ha sido objeto de sucintos análisis (Shapin, 2000, pp.144-145), caracterizados por la falta de una dimensión teórica que aborde tanto las máximas dietéticas, como su explicación fisiológica. Dado que el presente artículo ofrece dicho bagaje teórico, explorar el régimen de Descartes nos permitirá analizar profundamente un ejemplo de dieta cartesiana.

Descartes manifestó a lo largo de su vida un interés central por la conservación de la salud, que consideraba “[...] el primer bien y fundamento de los otros bienes de esta vida” (AT VI, p.62). Ahora bien, no debe entenderse que la importancia otorgada a este tipo de fines se expresara únicamente en un plano teórico, sino que, como ejemplificará el caso de la dieta, Descartes trató de seguir en su propia práctica aquellas máximas y fines a los que se debe aspirar. Así, junto a su actitud vital positiva (García, 2015, pp.159-165), él asumió un régimen alimenticio determinado como método para adquirir ese fin que constituye la preservación de la salud. De esta forma, según se observará en la descripción realizada por Baillet, su dieta se ajusta rigurosamente a las prescripciones analizadas con anterioridad. En primer lugar, Descartes concedió una gran importancia a la regularidad en su dieta; ello se evidencia tanto en la uniformidad de los alimentos injeridos, como en el respeto escrupuloso de los tiempos para su consumo. A propósito de ello, afirma Baillet que “[s]u tipo de dieta era siempre uniforme” (Baillet, 1691, p.447) y que “[s]us horas para comer estaban marcadas rígidamente, y nunca sobrepasaba la mesura que había prescrito respecto a la cantidad de alimentos que debía tomar” (Baillet, 1691, p.447). Por tanto, la regularidad constituyó la divisa de sus hábitos dietéticos, y es mediante ella como él “[...] había acostumbrado su gusto a todo aquello que no era perjudicial para la salud de su cuerpo” (Baillet, 1691, p.448).

La autonomía dietética conformó un segundo rasgo propio de su alimentación. En ella, Descartes apela a sus experiencias como el criterio para distinguir qué alimentos debía consumir habitualmente:

“Él [Descartes] había comprobado mediante sus experiencias que no había nada mejor que una tortilla compuesta de huevos incubados durante ocho o diez días, pues se volvería detestable si el plazo fuera mayor o menor” (Baillet, 1691, p.449)

Así, sus experiencias le permitieron elaborar una dieta que “[...] no consistía en comer de forma rara, sino en distinguir la calidad de la comida” (Baillet, 1691, p.448). Entre sus alimentos principales destacaban las frutas y verduras, pues los consideraba “[...] como mucho más adecuados para prolongar la vida del hombre que la carne de los animales” (Baillet, 1691, p.448). En consecuencia, la carne representaba una pequeña parte de la dieta cartesiana, evitando además “[...] en tanto que le era posible comer carnes demasiado energéticas (nourrissantes)” (Baillet, 1691, p.447). En consecuencia, la verdura y la fruta jugaban un papel clave en su alimentación, dado que Descartes “[...] tenía cuidado de utilizar cada día su tabla de legumbres (legume) y hierbas en todo momento, como los nabos, coliflores, panecillos, lechugas de su jardín, manzanas con pan grande” (Baillet, 1691, p.448). En suma, la autonomía dietética le condujo, a través de sus experiencias, a determinar como más positivo para su salud un régimen rico en vegetales.

Por otro lado, la importancia para Descartes de la preservación de la salud se manifestó en el empleo de otro tipo de prácticas cuya finalidad era facilitar los procedimientos digestivos y, en consecuencia, preservar los beneficios de una dieta regular y autónoma. Descartes previene en varias ocasiones de las cualidades saludables que posee una digestión ligera (AT XI, p.402), por lo que toda costumbre que facilite ese proceso contribuye a la conservación de la salud. De esta forma se justifica el que Descartes estimara “[...] que era bueno dar ocupación continua al estómago y a las vísceras” (Baillet, 1691, p.448), pues ello evitaba una acumulación muy grande de alimentos en el estómago, favoreciendo las digestiones ligeras. Asimismo, Descartes adquirió el hábito de cortar toda la comida en trozos pequeños antes de ingerirla:

“[...] él mezclaba todo aquello que deseaba comer durante una comida en una placa y hacía un picadillo que tomaba con la intención de aliviar a su estómago y facilitar la digestión de los alimentos” (Baillet, 1691, p.448)

Dicha costumbre adquiere su justificación fisiológica en tanto que el picar la carne implica reducir el tamaño de las partículas de los alimentos, lo cual facilita el que los líquidos del estómago descompusieran éstas, dando lugar a una digestión ligera.

En suma, la dieta de Descartes constituye un ejemplo de dieta que preserva nuestra salud ante las enfermedades, pues se ha observado como ésta se ajusta a los principios descritos a lo largo de este artículo: autonomía dietética del individuo y regularidad alimentaria. Consecuentemente, a través del ejemplo cartesiano se evidencia el procedimiento y la forma en que se encarnaba un determinado tipo de régimen.

Conclusión

Una vez analizado el papel de la dieta en el proyecto médico cartesiano, queda evidenciada la relevancia del mismo respecto a la conservación de la salud ―tanto como remedio a las enfermedades, como en su forma preventiva (Grmek, 1968, p. 300). Los hábitos alimenticios, al materializarse, en última instancia, en partículas de la sangre poseen un estrecho vínculo en relación al equilibrio de los humores, pues la sangre es aquello que puede a su vez ocasionar alteraciones en los espíritus animales que se trasladen a los humores. Por tanto, la dieta constituye una forma de generar equilibrios o alteraciones en el organismo. A esta conexión debe unírsele la importancia que nuestras costumbres dietéticas generan en nuestro organismo, dando lugar a hábitos que determinan que algo pueda ser beneficioso o perjudicial para salud. De esta forma, el régimen cartesiano conforma a varios niveles un elemento fundamental que posibilita preservar la salud. Asimismo, la complejidad de las constituciones corporales de cada individuo será aquello que justifique la imposibilidad de ofrecer una dieta que se adecue universalmente a todos los individuos. Los distintos temperamentos corporales junto con los hábitos que cada uno suscita en sus órganos conducirán a una alimentación basada en los principios de la autonomía dietética del individuo y la regularidad alimentaria. En ellas, el papel de la experiencia ―siguiendo la importancia que manifiesta a lo largo de todo el proyecto científico cartesiano― se percibe como central, pues conformará el instrumento que posibilite al sujeto determinar aquello que le es saludable e intervenir para garantizar su bienestar.

En definitiva, la dieta cartesiana, encargada de preservar la salud, sintetiza sus dos principios más elementales en la autonomía dietética del individuo y en la regularidad alimenticia. Serán estas máximas las que posibiliten generar las regularidades de nuestro cuerpo que eviten el contraer distintas afecciones. La importancia del régimen deberá, consecuentemente, dilucidarse en relación a que su utilidad no sólo se dirige como remedio a una enfermedad, sino que es fundamental para realizar una tarea de preservación de la salud.

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1Las referencias de la obra de Descartes expuestas en las notas al pie se acogerán a la edición clásica de Adam & Tannery ―a partir de ahora AT― (Adam, C., Tannery, P., Oeuvres de Descartes, XII Vol., París, Leopold Cerf, 1897-1913). Así, se indicará que la referencia pertenece a AT, junto con el correspondiente volumen y página. Las traducciones expuestas en el texto se realizarán, salvo que se indique una traducción propia, en base a la edición de Flórez publicada por Gredos (Descartes, 2011) indicando la página a la que corresponden. Dada la amplitud de los escritos de Descartes, recogidos en varios volúmenes de AT, se especificará en cada caso el escrito a la que pertenece cada referencia. “Carta de octubre de 1645”, (AT IV, p.329).

2La importancia de la experiencia en la dietética cartesiana se articula de forma plena en su propuesta científica. Recordemos que el papel de ésta en el proyecto científico cartesiano es irrenunciable, pues, aunque la ciencia pueda ser en algún sentido derivada de los principios metafísicos, la experiencia representa el elemento central que posibilita el avance en las investigaciones de Descartes. En este sentido cabe recordar las contribuciones de Clarke, que han mostrado la importancia de la experiencia en dicho proyecto: Cf. Clarke, D., Descartes’ philosophy of science, Manchester, Manchester University Press, 1982.

Recibido: 08 de Marzo de 2016; Aprobado: 04 de Mayo de 2016

Autor de correspondencia: Sergio García Rodríguez. Doctorando en la Universitat de les Illes Balears (España). Sus líneas de investigación son el pragmatismo norteamericano y Descartes. Ha publicado en revistas como Estudios Filosóficos (Valladolid), Revista de Filosofía (Madrid) o Contrastes. Revista Internacional de Filosofía (Málaga). sergio.garcia@uib.es y grsergio91@hotmail.com

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