Introducción
En 1752 comenzó a circular en Francia un manuscrito anónimo que contenía una virulenta crítica al catolicismo. El texto llevaba el título de Sermon des cinquante y el autor no era otro que Voltaire. El cuestionamiento a las autoridades eclesiásticas a través de manuscritos anónimos, a los que los especialistas han llamado “manuscritos clandestinos” o “manuscritos filosóficos clandestinos”, era, como se sabe, una práctica común en Francia durante el siglo XVIII, en la medida en que cualquier escrito debía ser aprobado por los censores antes de su publicación y que las críticas directas a los poderes civiles o eclesiásticos podía desencadenar persecuciones, encarcelamiento, el envío del autor a galeras, etcétera1. El secreto con respecto a la autoría del texto, sin embargo, fue revelado algunos años después por Jean-Jacques Rousseau en sus Lettres écrites de la Montagne (1764), lo que generó una violenta respuesta de parte del filósofo francés a través de un panfleto anónimo publicado bajo el título de Sentiment des citoyens (1764)2.
El propósito de este trabajo no es volver sobre la figura de Voltaire en tanto autor de manuscritos clandestinos, un tema que han abordado magistralmente Miguel Benítez (2009) y Geneviève Artigas-Menant (2001) 3, tampoco se trata de estudiar el rol de los panfletos en los escritos del filósofo francés (Guiragossian: 1963; Ferret: 2009, 167-177)4. El objetivo de este artículo es evaluar, a la luz de las críticas de Voltaire a Rousseau en el panfleto de 1764, el alcance de la idea de “tolerancia” en la filosofía del autor de la Henriade durante la década del 60’. Se demuestra que se trata de una idea de tolerancia limitada, moderada, que resulta difícil articular con la imagen de Voltaire como “apóstol de la tolerancia”, una figura forjada en el mismo siglo XVIII, que se convirtió en un lugar común con el paso del tiempo.
La estructura del trabajo es la siguiente: en primer lugar (i), se analizan las críticas de Voltaire a Rousseau en el Sentiment des citoyens, a la luz del Traité sur la tolérance, que se había publicado un año antes; en segundo lugar (ii), se muestra que ya en el Traité se observan ciertas tensiones con respecto al alcance de la idea de “tolerancia”; finalmente (iii), se revisan algunos textos escritos por Voltaire en esos años 60’ contra los ateos, con el fin de poner de relieve que de estos se desprenden nuevos límites a la idea de “tolerancia” defendida por el filósofo.
Las críticas a Rousseau en el Sentiment des citoyens
En el Traité sur la tolérance (1763) Voltaire reconstruye el proceso al que fue sometido el comerciante Jean Calas y aboga por la idea de “tolerancia”. Como se sabe, en marzo de 1762, Jean Calas había sido sometido a torturas, colgado y quemado por orden del Parlamento de la ciudad de Toulouse. A Calas se lo había condenado por la muerte de su hijo, quien había intentado convertirse al catolicismo. Voltaire, sin embargo, consideraba que el motivo real era el protestantismo que Calas profesaba, es decir, que se trataba de un caso de bárbara y cruel intolerancia religiosa5. Por ese motivo, emprendió la rehabilitación de Calas ante los tribunales, con resultado positivo (el proceso fue revisado el 12 de marzo de 1765). Voltaire, en ese marco y tras los pasos de John Locke, cuyo texto A Letter Concerning Toleration (1689, original en latín) es expresamente mencionado en el texto, y Pierre Bayle6, defendió en el Traité el concepto de “tolerancia”, un concepto que se comenzó a forjar en el marco de las guerras religiosas del siglo XVI7 y que él asocia allí a la libertad de conciencia y de culto (Voltaire: 1879a, 37, 108).
En el Traité, que no está estructurado, a pesar de su título, como un tratado, un trabajo sistemático8, se pueden distinguir tres argumentos en la defensa del concepto de “tolerancia”, realizado por Voltaire: [a] la tolerancia favorece el bien común y endulza las costumbres; [b] la intolerancia es contraria al derecho natural y [c] los hombres son iguales entre sí y ninguno puede, dada su débil constitución ontológica, adjudicarse el conocimiento de los decretos divinos. En primer lugar [a], Voltaire afirma que la tolerancia favorece el “bien común”, es decir, promueve avances en la agricultura y el comercio, pero también contribuye a la paz social. Para justificar esa declaración apela a sus conocimientos históricos; menciona diferentes casos que apoyan su tesis: lo sucedido en esos tiempos en Inglaterra, Holanda e Irlanda, pero también en el imperio ruso, China e India (31, 32). Por el contrario, allí donde domina la intolerancia se observa, explica, una declinación de la industria, el comercio y la agricultura, despoblación, emigración, pobreza, estancamiento y persecuciones y masacres por motivos religiosos. En segundo lugar [b], apoyándose en la tradición del ius naturale que llega a él a través de los trabajos de Locke, pero también de los autores clásicos que frecuentó durante sus años de formación en el colegio jesuita Louis le Grand, afirma que la tolerancia se apoya en el mismo derecho natural, o sea, explica, “en el derecho que la naturaleza indica a todos los hombres” (40). Señala que el rechazo de ese principio implicaría la aceptación de la “ley de los tigres”, una ley “absurda y bárbara” (41). Finalmente [c], retomando lo que en los años 30’ había desarrollado con respecto a los límites del conocimiento humano -un tema sobre el que volveremos en el próximo apartado-, a partir de la epistemología de Locke, con cuya filosofía entró en contacto durante su exilio en Inglaterra a fines de los años 20’, arguye que la imposibilidad de conocer los atributos de la divinidad debe llevar a los hombres a aceptar los diferentes cultos (104, 106).
Un año después, en 1764, repitió los razonamientos del Traité en la entrada Tolérance del Dictionnaire philosophique portatif. Llamativamente, ese mismo año Rousseau lo acusó en sus Lettres écrites de la Montagne de no ser consecuente con la idea de “tolerancia” que promulgaba. El filósofo ginebrino se refería a un caso particular en el que él mismo estaba implicado: en la quinta lettre del texto, que fue redactado por Rousseau en Môtiers, en el montañoso distrito de Val-de-Travers, con el fin de responder a las Lettres écrites de la Campagne (1763), escritas por el Procurador General de Ginebra, Jean-Robert Tronchin, menciona expresamente a Voltaire, vinculándolo a los miembros del Consejo, que condenó sus obras y su persona, y recriminándole “no haber inspirado [a los miembros del Consejo] el espíritu de tolerancia que sin cesar predicaba” (Rousseau, 2007: 170-1719)10. Rousseau, además, señala allí a Voltaire como el autor del Sermon des cinquante, un manuscrito anónimo y crítico del catolicismo, que había comenzado a circular en Francia en 1752 y que se publicó finalmente en 1762, bajo un pseudónimo y con una fecha falsa (1749), para evitar la censura.
La respuesta de Voltaire, cuya relación con el filósofo ginebrino se había resquebrajado en esos años, no se hizo esperar y parece justificar la acusación de Rousseau, con respecto a la inconsecuencia del filósofo francés. En diciembre de 1764 apareció un panfleto escrito por Voltaire, pero no firmado, bajo el título Sentiment des citoyens, donde califica a Rousseau como “loco”, “irascible” y “bufón” (Voltaire: 1997, 59), lo acusa de publicar escritos impíos e indecentes y de comportarse como un “vil sedicioso” y pide que se lo castigue, por este último motivo, nada menos que con la “pena capital” (66). Afirma que en ese caso “la tolerancia, que es una virtud, sería un vicio” (59). Además, lo acusa de haber abandonado a sus cinco hijos, una acusación de la que Rousseau intentaría defenderse en sus Confessions, que comenzó a redactar en 176511.
Se podría objetar que, en todo caso, tampoco Rousseau se comportó de una manera acorde a ese principio, a pesar de haberse inclinado en varios escritos por la libertad de conciencia y de culto12. En el mismo Contrat social condena al exilio a aquellos que no acepten los “dogmas” de la religión civil allí propuesta: “hay por lo tanto una profesión de fe puramente civil cuyos artículos corresponde al soberano fijar (…). Si bien el soberano no puede obligar a nadie a creer en ellos, puede desterrar del estado a todo el que no los crea (…)” (Rousseau: 2012, 611, 612). Así, Rousseau justifica la exclusión del estado del Contrat de aquellos que no adopten los dogmas de la religión civil u oficial (Villaverde: 2011, 243 y ss.). Esto, no obstante, no hace menos contradictorio el modo de proceder de Voltaire.
Ahora bien, ¿es lícito evaluar el alcance del concepto de “tolerancia” en los escritos de Voltaire a partir de un caso particular, de unas líneas deslizadas ligeramente en un panfleto publicado de manera anónima? ¿No se podría pensar que, en todo caso, la actitud de Voltaire fue algo excepcional en su obra, un escrito motivado por una cuestión coyuntural, una de las tantas polémicas que tuvieron lugar en el seno de lo que se ha llamado la “República de las Letras”, que, a pesar de la imagen idealizada que se ha formado acerca de ella, fue un campo de batalla y disputas ideológicas, estéticas y políticas, como han puesto de relieve diferentes trabajos en los últimos tiempos (Mostefai: 2016, 9 y ss.; Badinter: 1999)? La respuesta parece ser negativa, en la medida en que las tensiones con respecto a la cuestión de la tolerancia, como veremos a continuación, desbordan este panfleto, estando ya presentes en el mismo Traité sur la tolérance y otros trabajos de los años 60’.
¿Tolerar al intolerante?
Voltaire, como se sabe, no participó durante los 60’ solamente en el caso Calas. Entre otros, intervino en 1766 en los procesos del protestante Pierre-Paul Sirven, logrando en 1771 la revocación de la condena a la que se lo había sentenciado, y del caballero de La Barre. Además, redactó un Avis au public sur les parricides imputés aux Calas et aux Sirven (1766), donde repasa los casos Sirven y Calas, repitiendo las críticas al fanatismo y recomendando una vez más, a modo de “remedio”, la “mutua tolerancia” entre los hombres (Voltaire: 1766, 29). No pudo en el caso de La Barre evitar la ejecución de la pena, que tuvo lugar en Abbeville el 1 de julio de 1766, pero redactó una serie de trabajos, entre ellos una Relation de la mort du Chevalier de la Barre (1766), donde repasa los momentos del proceso que culminó con la muerte del caballero de la Barre, con el fin de que Europa no olvide el atroz suceso.
John Renwick señala que durante los años 60’ el filósofo lleva a la arena pública con gran empeño sus “meditaciones” acerca de la cuestión de la tolerancia, es decir, lo que hasta ese momento se encontraba en el plano de lo “ideal”, en una especie de “torre de cristal” (Renwick: 2009, 184,185). En efecto, la defensa de la idea de “tolerancia” y la lucha por su implementación adquirió durante los años 60’ una particular importancia en la vida de Voltaire, pero las bases teóricas ya estaban presentes en trabajos anteriores. La cuestión de la libertad de pensamiento en la filosofía de Voltaire no se puede desligar de su preocupación por el fanatismo y sus consecuencias, un tema que ya se anuncia en sus obras de juventud, como por ejemplo, la Henriade (1728. Publicado originalmente en 1723, bajo el título La Ligue ou Henry le grand: poème épique), un poema épico donde, en el marco del asedio de París (1590), que tuvo lugar durante las Guerras de religión en Francia y que enfrentó a Enrique IV con la Liga católica, el autor ya denuncia el fanatismo religioso. Pero hubo que esperar a los años 30’ para que el tema recibiera un tratamiento sistemático.
El tema central del Traité de métaphysique, un trabajo redactado en 1734 (publicación póstuma en 1785), es la figura de Dios, una inquietud que, como ha demostrado René Pomeau en su magistral tesis doctoral, defendida en 1954 y publicada dos años después bajo el título La Religion de Voltaire(1956), atraviesa toda su vida. Los grandes temas que inquietan al hombre, a saber, “cómo los hombres obtienen sus ideas, si existe un alma como algo distinto del cuerpo, si ese alma es eterna, si es libre, si hay virtudes y vicios, etcétera”, explica Voltaire, dependen de la respuesta a la pregunta por “la existencia o la inexistencia de un Dios” (Voltaire: 1879b, 193). Ofrece dos argumentos, tomados de la tradición, para demostrar la existencia de Dios. Señala que el orden del mundo requiere de la existencia de un “ser inteligente” que haya actuado como su causa. Ese ser, concluye, es Dios (194). El segundo argumento también parte de las cosas. Si existe una cosa, dice, es necesario pensar que, o bien la misma ha sido siempre y por lo tanto es responsable de su propia existencia, siendo por lo tanto Dios, o bien que esa cosa recibió la existencia de otra cosa, y esta última de una tercera, y así sucesivamente. En este último caso, para evitar una regresión al infinito, también es necesario, explica, pensar que tiene que existir un ser responsable de su propia existencia y de la existencia de los demás seres. Ese ser es Dios, concluye (195). Inmediatamente se ocupa de responder a los materialistas ateos, a aquellos que consideran que “el mundo material existe por sí mismo”, utilizando un argumento poco fiable, falaz: las partes de este universo no son autosuficientes, por lo tanto, concluye, afirmar que el universo como un todo es autosuficiente es una contradicción (195).
La idea de Dios que aceptó Voltaire no es la misma que la de las religiones reveladas; no es el Dios de los católicos, los musulmanes, los judíos o los protestantes; no es un Dios que se revela a los hombres e interviene en sus vidas. Se trata, simplemente, de un “Ser supremo, inteligente, infinito y causa originaria de todos los seres” (195). La “debilidad de la razón”, su imposibilidad de franquear ciertos límites, un tema que Voltaire pone de relieve a partir de la epistemología de Locke, a quien había dedicado un apartado un año antes en sus Letters Concerning the English Nation (1733, publicadas en francés un año después bajo el título Lettres philosophiques), no permite afirmar nada más al respecto (209). Voltaire, aconseja, por ese motivo, no franquear esos límites: “los errores de todos aquellos que han intentado escrutar aquello que es inaccesible a todos nosotros debe enseñarnos a no pretender ir más allá de los límites de nuestra naturaleza” (205).
Estos argumentos, si bien no son los únicos como hemos visto, serían recurrentemente retomados en los años 60’ para justificar la idea de “tolerancia”. “Que los que encienden cirios en pleno mediodía para celebrarte [celebrar a Dios] soporten a los que se contentan con la luz de tu sol; que los que cubren su cuerpo con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a los que dicen lo mismo bajo una capa de lana negra…”, dice Voltaire en la conclusión del Traité, la cual es presentada como una oración a Dios (Voltaire: 1879a, 108). Para apoyar su pedido alude, precisamente, a la debilidad del ser humano, a los límites de sus luces. Los hombres deben tolerar sus diferentes ideas acerca del ser de todos los seres pues nadie puede arrogarse la verdad en este aspecto: “me parece que no corresponde en absoluto a unos átomos de un momentos como nosotros anticiparnos sobre los juicios del creador” (106). Lo mismo dice en la ya mencionada entrada Tolérance del Dictionnaire (1764): “es claro que debemos tolerarnos mutuamente porque somos todos débiles, inconsecuentes y estamos sujetos a la mutabilidad y el error” (Voltaire: 1964, 368).
La “historia fallida del espíritu humano”, que Voltaire menciona en Remarques pour servir de supplément à l’Essais sur les mœurs -un trabajo que formó parte de la edición revisada del Essais sur les mœurs, publicado originalmente en 1756, que Voltaire hizo aparecer en 1763, o sea el mismo año que el Traité- pone de relieve las consecuencias negativas de no advertir los límites cognitivos del espíritu humano e intentar imponer una interpretación de la divinidad (Voltaire: 1963, 905). Voltaire denuncia allí y en otros trabajos históricos e historiográficos, los “errores” de aquellas sectas, personajes o naciones que han perseguido, torturado y asesinado a los hombres por sus ideas religiosas. Así, por ejemplo, lamenta las “querellas teológicas” que han hecho correr tanta sangre en Alemania y que han desolado Inglaterra en la época de Enrique VIII (930); los “hombres perseguidos”, sometidos a “suplicios”, condenados a la “tortura de la rueda” o las “llamas” por motivos religiosos (932) y, en general, los “crímenes cometidos en nombre del Señor” (935). Myrtille Méricam-Bourdet afirma que los trabajos históricos e historiográficos de Voltaire, particularmente durante los 60’, parecen servir a fines propagandísticos, a su lucha contra la religión revelada. Bourdet denuncia, así, la distancia entre el rol de historiador imparcial que Voltaire se asigna a menudo y las prácticas que efectivamente realiza (Méricam-Bourdet: 2011, 191, 192).
Ahora bien, la libertad de pensamiento y culto que el filósofo pretende defender no es ilimitada. En efecto, en el apartado XVIII del mismo Traité, que lleva por título “Únicos casos en que la intolerancia es de derecho humano”, Voltaire afirma que “no cabe ser tolerante con los fanáticos” (Voltaire: 1879a, 96). El filósofo arguye que para que los hombres merezcan ser tolerados “no deben perturbar el orden social”, que el fanatismo perturba la sociedad y que, por lo tanto, no se puede tolerar a los fanáticos, a aquellos que expresan intolerancia hacia otras sectas o personas. Acto seguido afirma que en la medida en que los luteranos y los calvinistas piensen que son “el verdadero rebaño” y que deben exterminar a las otras sectas no pueden ser tolerados (97) y, con respecto a los judíos, aconseja “condenarlos a todos galeras” por la misma razón (98)13. En el mismo sentido, en la entrada Tolérance del Dictionnaire, donde pone como ejemplo de tolerancia al emperador de Turquía, capaz de gobernar sobre diferentes sectas, dice que en ese imperio “el primero que quiere incitar el tumulto [a partir de sus ideas acerca de la divinidad] es empalado y todo el mundo vive en paz” (Voltaire: 1964, 365). Por otra parte, en el capítulo IV del Traité (“De si la tolerancia es peligrosa y en qué pueblos está permitida”), niega que “los que no son de la religión del príncipe tengan derecho a compartir los privilegios de los que son de la religión dominante” (Voltaire: 1879a, 33).
El motivo en el que Voltaire apoya el cuestionamiento a los “fanáticos” es el mismo que había utilizado un año antes para afirmar que se debía condenar a Rousseau, a saber, la necesidad de mantener el orden social14. Ahora bien, ¿puede la idea de tolerancia hacer lugar a esta excepción, a este “único caso en el que la intolerancia parece razonable” (98)? Haciendo lugar a esta excepción, Voltaire parece contradecirse, en la medida en que pide, por un lado, que se permita a las personas mantener cualquier tipo de ideas religiosas y cultos, pero, por otro, excluye algunas de esas posiciones, en la medida en que pudieran resultar peligrosas para la conservación del orden social. ¿No podría este argumento justificar la intolerancia con respecto a cualquier ideología o culto que no coincidiese con los establecidos? ¿No sería en ese caso, incluso, la misma filosofía volteriana y la de les philosophes en general objeto de persecución y condena en la época de Luis XV?
Contra los ateos de la coterie holbachique
En el apartado XX [“Si es útil mantener al pueblo en la superstición”] del Traité, Voltaire valora positivamente las supersticiones en determinados casos. Afirma que “es mejor ser subyugado por todas las supersticiones posibles (…) que vivir sin religión”. Es preferible, agrega, “adorar imágenes fantásticas de la Divinidad que entregarse al ateísmo” (100). El filósofo considera que una sociedad no puede mantenerse sin una religión [“allí donde hay una sociedad establecida se necesita una religión” (100)] y que, por lo tanto, donde no se ha establecido una religión pura es conveniente que los hombres tengan supersticiones. Ese es, llamativamente, el precio que Voltaire parece dispuesto a pagar para mantener el orden social. Pierre Bayle en sus Pensées diverses sur la comète (1682) había sostenido que una sociedad de ateos no sólo era posible, sino que además podía llegar a ser mejor que otras sociedades (Bayle: 1704, 327 y ss.). Voltaire, retomando el planteo de Bayle, niega que una sociedad de ateos o dominada por el ateísmo pueda ser una buena sociedad: “los lobos viven así”, exclama en la entrada Athéisme que redactó para las Questions sur l’Encyclopédie (1770), al referirse a las sociedades “sin dios”. No acepta, incluso, que una sociedad de ese tipo sea realmente una sociedad: “una sociedad no es simplemente la unión de un montón de bárbaros antropófagos” (Voltaire: 1770, 288). Ahora bien, a pesar de las críticas al ateísmo, Voltaire no demanda en el Traité que se apliquen sanciones civiles o eclesiásticas a los incrédulos. Pero, los cuestionamientos al ateísmo irían in crescendo en esos años, probablemente motivados por el progresivo distanciamiento entre Voltaire y los integrantes ateos del salon del barón d’Holbach, la coterie holbachique.
La relación entre los ateos de la coterie y el filósofo francés pasó por diferentes etapas en los años 60’, un momento en el que, tras una década difícil, el clima era favorable a les philosophes (en 1765 se termina de publicar la Encyclopédie y durante esos años se restablece el vínculo entre les philosophes y las autoridades políticas, Denis Diderot, por ejemplo, intercambia correspondencia con la emperatriz Catalina II de Rusia y Jean le Rond d’Alembert, con el rey Federico II de Prusia. Además, dominan la Academia francesa). En un primer momento el vínculo era cordial en la medida en que compartían un programa en común, a saber, la lucha contra las religiones reveladas. En ese marco, Voltaire pretendía desde su residencia en Ferney convertirse en una especie de director del grupo, intercambiaba correspondencia con varios integrantes del salon, a los que llamaba “hermanos” y se reservaba para sí mismo el título de “patriarca”15. La relación, sin embargo, se tornaría problemática con el correr de la década.
La tormenta entre el filósofo y la coterie comenzó a formarse a mediados de los años 60’ con la publicación del Christianisme dévoilé (1766, publicado originariamente de manera anónima) del barón d’Holbach, donde el autor denuncia los aspectos de la religión cristiana que consideraba contradictorios. El tenor de las críticas a la religión allí expresadas inquietaron a Voltaire que se quejó en los márgenes del ejemplar que él poseía por el trato dispensado a la misma. En una carta a Mme de La Tour du Pin de Saint-Julien del 15 de diciembre de 1766 afirma, luego de criticar cuestiones de estilo del trabajo: “ese libro es completamente contrario a mis principios. Ese libro conduce al ateísmo que yo detesto” (Voltaire: 1833a, 475). Un año después, en 1767, publicó un trabajo que lleva por título Homélies prononcées à Londres, compuesto por cuatro capítulos llamados irónicamente “homilías”16, que contienen una respuesta sistemática al ateísmo.
En las Homélies presenta tres argumentos contra el ateísmo, algunos ya utilizados en el Traité de métaphysique. En primer lugar (i), esgrime un argumento lógico-metafísico acerca de la existencia de Dios. Una obra, dice, tiene que tener un responsable, por lo tanto, concluye, el orden del mundo y de la naturaleza prueban la existencia de Dios: “el curso de los astros y de toda la naturaleza demuestran la existencia de su creador” (Voltaire: 1879c, 316). Inmediatamente imagina dos posibles contra-argumentos de los “discípulos de Estratón y Zenón”, es decir, los materialistas ateos de la coterie: a) Dios no es necesario, porque el movimiento es esencial a la materia (316); b) la existencia del mal en el mundo prueba la inexistencia de Dios (319). Frente a la primer objeción (a) responde (a.i) que “los sabios consideran que la materia es indiferente al movimiento y al reposo” (316); que (a.ii) aun aceptando que el movimiento es esencial a la materia no es necesario negar la figura de Dios y que (a.iii) el ejemplo de los dados, que arrojan diferentes combinaciones al ser lanzados en diferentes ocasiones, es insuficiente para probar que el mundo no requiere un artesano (317). Con respecto a la segunda objeción (b), dice que, puesto que ya ha demostrado la existencia de Dios y que pensar en la existencia de un “dios malvado” es un absurdo desde el punto de vista lógico-metafísico, se debe reconocer -incluso aceptando la existencia del mal en el mundo- la existencia de “un Dios justo”, un “Dios remunerador y vengador” (321)17. El segundo argumento (2) contra el ateísmo es un argumento ético-político: es necesario reconocer la existencia de un dios remunerador y vengador, puesto que “ninguna sociedad puede subsistir sin recompensa y sin castigo” (322). El criterio para afirmar la existencia de Dios en este último caso no proviene de la lógica o la metafísica, sino de la utilidad social. Para apoyar su afirmación, pone como ejemplo los horrores de la época de Nerón, la sangre derramada en una sociedad donde “dominaba el ateísmo” (323). El ateísmo, concluye, “puede causar tanto mal como las supersticiones más groseras” (323) y se refiere al ateo como un “impostor”, un “monstruo”, un “hombre ruin” y “sanguinario” (324). Finalmente (3), presenta un tercer argumento de carácter gnoseológico. El ateísmo, dice, no es un conocimiento pleno, seguro, sobre el cual el espíritu pueda reposar con tranquilidad como lo hace sobre “el conocimiento geométrico” (327). Explica que fueron en realidad los teólogos quienes, deformando la religión, “crearon a los ateos”. Las absurdas máscaras que pusieron a la divinidad llevaron a muchos a negar la existencia de Dios, señala. El ateísmo es para Voltaire, sencillamente un error, un falso conocimiento18.
Los cruces no terminaron con estos textos. En una breve reseña del trabajo publicada en 1767 en la Correspondance littéraire, dirigida por uno de los integrantes de la coterie, Grimm, se afirma que las Homélies de Voltaire es un trabajo superficial (Grimm: 1879, 345). Ese mismo año, 1767, Voltaire publica otros trabajos en los que ataca a los ateos, como L’examen important de Milord Bolingbroke y Lettres à S. A. Mgr le prince de *** sur Rabelais et sur d’autres auteurs accusés d’avoir mal parlé de la religion chrétienne, un nuevo “manuscrito clandestino”19. Pero, es en el texto Dieu et les hommes, publicado por Voltaire en 1769, donde la escalada alcanza el punto más álgido. Allí se puede leer:
Aunque me enorgullezco de ser muy tolerante, me inclino a pensar que se debería castigar a aquellos que dicen en la actualidad: “Señores, señoras, Dios no existe, calumniad, mentid, engañad, robad, asesinad, envenenad, todo es igual mientras seáis los más fuertes o los más hábiles”. Es claro que ese hombre es muy peligroso para la sociedad […] (Voltaire: 1879d, 133).
Una vez más la cuestión del lazo social es el criterio que lleva a Voltaire a poner un límite a su concepto de “tolerancia”. Esta vez no es el fanático, sino el ateo, quien no puede ser tolerado, en la medida en que resulta “muy peligroso para la sociedad”.
El enfrentamiento continuó en 1770 con la publicación del Système de la nature, donde d’Holbach ataca directamente el deísmo defendido por el autor de la Henriade. Sostiene que el Dios de los deístas es “un ser inútil para los hombres”, en la medida en que no interviene en las acciones humanas (Holbach: 1982, 496); que los deístas como los teístas “admiten un ser que no es más que una pura ficción” (497) y que resulta difícil diferenciarlos de los hombres supersticiosos, aquellos que “menos razonan sobre el tema de la religión” (498). Unos meses después Voltaire escribía en una carta a M. Saurin del 10 de noviembre de 1770 que el libro de d’Holbach era, a causa del ateísmo que se desprendía de él, un “trabajo maldito”, “un pecado contra la naturaleza” (Voltaire: 1833b, 481). Además, respondió a través del trabajo Dieu. Réponse au Système de la nature, que publica ese mismo año y cuyas líneas centrales retomaría poco después en la entrada Dieu de las Questions sur l’Encyclopédie (1770). En ambos trabajos reproduce las críticas lanzadas en 1767.
Así, los ataques de Voltaire contra los ateos se fueron haciendo cada vez más violentos hacia fines de los años 60’. En 1775 retomaría una vez más la lucha contra el materialismo ateo20 en una obra de ficción, Histoire de Jenni ou le Sage et l’athée, donde los ateos pervierten al buen Jenni.
Conclusión
René Pomeau, cuyos trabajos sobre Voltaire revitalizaron el interés por los escritos del filósofo francés en el siglo XX, saluda al autor del Traité en la conclusión de su célebre Voltaire en son temps como el “apóstol de la tolerancia” (Pomeau: 1995, 665)21. Poco tiempo después, Charles Porset lo calificaba como el “abanderado” de la tolerancia en un trabajo donde compara sus ideas con las de uno de sus discípulos, el marqués de Condorcet (Porset: 1997, 55). Por otra parte, John Renwick afirma que en los años 60’, en el marco de una “frenética actividad de parte de Voltaire en favor de la idea de tolerancia y su implementación”, se puede observar en sus obras y actividades una “obsesiva insistencia en una visión absoluta de la libertad” (Renwick: 2009, 188). Se desprende de las tensiones señaladas en este trabajo la necesidad de matizar estas interpretaciones, que el mismo Voltaire ayudó a forjar [Voltaire mismo utilizó la figura del “apóstol de la tolerancia” en una carta a Jean-Henri Samuel Formey del 26 de agosto de 1771: “su carta me ha afectado profundamente y me hace esperar que me recuerde con piedad tras mi muerte. Usted podrá reprocharme no haber creído en las mónadas ni en la armonía preestablecida, pero no podrá negar que he sido el apóstol de la tolerancia (apôtre de la tolérance)” (Voltaire: 1785, 193)], que fueron aceptadas por muchos de sus coetáneos (Selles: 2008, 255-267) y que, como señalaba pocos años atrás Nicholas Cronk, no han perdido vigencia (Cronk: 2009, 5). No ha sido el propósito de este trabajo negar el compromiso del filósofo francés con el concepto de “tolerancia”, sino mostrar que en los años 60’ no estuvo en algunos momentos a la altura del valor que pretendía defender, como en el caso del panfleto contra Rousseau, y que esa idea de “tolerancia” es, en todo caso, limitada, moderada, en la medida en que excluye a los fanáticos y los ateos, o sea, a aquellos cuyas posiciones acerca de la religión son consideradas peligrosas para la conservación del orden social