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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.46 Cali Jan./June 2018

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i46.6250 

Reseñas

Fernández Druetta, Lelio. Un claro laberinto. Compilador y editor Jean-Paul Margot

Andrés Lema1 

1 PhD (Ottawa) & PhD (Cornell). Asociate Profesor of Spanish-American and Culture, University of Colorado, Denver EEUU. E-mail: andres.lema.hincapie@gmail.com

Fernández Druetta, Lelio. Un claro laberinto. Compilador y editor Jean-Paul Margot, Cali, Col.: Universidad del Valle, 2016.


Tanto le debo a Lelio Fernández... La enumeración incompleta de esa deuda me lleva a mis años de filosofía en Cali, Colombia, de 1985 a 1989. En sus clases, gracias al placer por la lectura en detalle, Lelio contagiaba con la emoción de querer entender; lograba conectarnos con la historia de la cultura sin desplegar ninguna ayuda “audio-visual”; transmitía su deseo de estar siempre saboreando las obras de Baruch Spinoza (1632‒1677) y de Jorge Luis Borges (1899‒1986); se limitaba a sentarse detrás de un escritorio en los salones de clase, hablando bajo y con precisión y con emoción contenida; era necesario llegar casi dos horas antes a ese salón de clase en la Universidad del Valle para no estar obligado a medio-escuchar sus pensamientos en el corredor; me ayudó en la traducción de los apartes en latín, y aún no publicados en castellano, que Umberto Eco (1932‒2016) incluyó en El nombre de la rosa; y tradujo al castellano, con Jean-Paul Margot, el Breve tratado de la reforma del entendimiento también de Spinoza.

Años después, en la mitad de la década de los noventa y también en la Universidad del Valle, el paso del tiempo me haría encontrar en Lelio Fernández uno de mis más admirados colegas y, sin lugar a dudas, a un generoso mentor intelectual que entendería la importancia de un proyecto de investigación que nunca logré convertir en letra escrita: la eclesiología en el pensamiento de Immanuel Kant (1724‒1804). Pero no es sobre mí de quien escribo esta historia.

La obra que ahora tiene el lector en sus manos, o que quizás leerá en un futuro, consiste en una colección de ensayos y en algunas reseñas que Fernández escribió y publicó entre 1982 y 2010-si bien algunos no incluyen ni fecha de escritura, ni fecha de publicación.

Quienes conocemos a Fernández recordamos siempre que él se auto-diagnosticaba, sin sufrirla ni del todo, ni efectivamente, la enfermedad de la “agrafía”. Este libro demuestra que, si bien esa expresión estaba cargada de broma, ella también expresa la lucha de Fernández con la necesidad de escribir bien y de evitar repetir lo que otros han podido decir mejor que él mismo. Fernández tampoco hacía referencias públicas en sus clases a los documentos escritos por mano propia y, en cierto modo, ha buscado la invisibilidad editorial de lo propio. No obstante, su amigo y colega el Profesor Jean-Paul Margot emprendió la tarea difícil de perseguir y de desempolvar algunos escritos de Lelio Fernández. Yo imagino que todavía habrá otros escritos más, los cuales escaparon a la labor de sabueso de Jean-Paul Margot.

Un claro laberinto, título tomado de tres palabras de un soneto de Jorge Luis Borges-“Spinoza”-, muestra las preguntas y los filósofos que Fernandez frecuentó, estudió y enseñó. Antes que nada, el título de esta colección de ensayos exige atención y pensamiento. El título transcribe el verso de un poema de Borges titulado de manera lacónica “Spinoza”. Ahora bien: este poema, que el mismo Fernández se dio a la tarea de recordar a menudo ante su audiencia colombiana, no deberá ser confundido con otro poema también de Borges, “Baruch Spinoza”. El primero apareció en el poemario titulado El otro, el mismo, que Borges publicó en 1967; el segundo, en un poemario de publicación posterior, en el año de 1976, y que lleva un título más contundente que lacónico: “Baruch Spinoza”. No disgustará ni al lector de esta reseña, ni a Fernández, que cite ambos sonetos completos. Importa mantener la entonación, la atmósfera de las palabras, las cadencias, las rimas y los ritmos. En pocas palabras: escanciar adecuadamente estos versos y recuperar la atmósfera filosófica a la que quieren apuntar no solo es creer-como creo que Borges creyó-que Spinoza sería el filósofo más querible de la historia de la filosofía. Creo que, también, en estos dos sonetos en la poesía de Borges, hay incluso algo más que un artificio retórico por medio del cual el poeta argentino quiso causar en el lector el afecto entrañable que él mismo sintió por el filósofo de Ámsterdam. Así como Borges crea una imagen amable y amistosa de Spinoza, Lelio Fernández busca enamorar a su lector para que este sienta amistad, amabilidad, aun afecto por los filósofos y por los temas filosóficos estudiados en Un claro laberinto-si bien, algunos de esos filósofos y de esos temas puedan merecer condenas éticas o legales.

En fin, “Spinoza” reza así:

Las traslúcidas manos del judío

Labran en la penumbra los cristales

Y la tarde que muere es miedo y frío.

(Las tardes a las tardes son iguales.).

Las manos y el espacio de jacinto

Que palidece en el confín del Ghetto

Casi no existen para el hombre quieto

que está soñando un claro laberinto.

No lo turba la fama, ese reflejo

De sueños en el sueño de otro espejo,

ni el temeroso amor de las doncellas.

Libre de la metáfora y del mito

Labra un arduo cristal: el infinito

Mapa de Aquél que es todas Sus estrellas. 1

Facsímil del manuscrito del poema “Spinoza”. Becco, Horacio Jorge, Jorge Luis Borges: Bibliografía total 1923/1973, Buenos Aires, Librería Casa Pardo, 1973, p. 54.

Y vaya aquí “Baruch Spinoza”:

Bruma de oro, el occidente alumbra

La ventana. El asiduo manuscrito

Aguarda, ya cargado de infinito.

Alguien construye a Dios en la penumbra.

Un hombre engendra a Dios. Es un judío

De tristes ojos y de piel cetrina;

Lo lleva el tiempo como lleva el río

Una hoja en el agua que declina.

No importa. El hechicero insiste y labra

A Dios con geometría delicada,

Desde su enfermedad, desde su nada,

Sigue erigiendo a Dios con la palabra.

El más pródigo amor le fue otorgado,

El amor que no espera ser amado.2

Retomo ahora el contenido del libro de Fernández. Pienso que sería, metodológicamente valioso, clasificar bajo unas pocas categorías de género literario los diversos documentos de este libro. La primera categoría, que incluye el mayor número de documentos, comprende ensayos académicos-otros nombres para estos ensayos podrían ser capítulos de libros eruditos o artículos temáticos. Bien se ajustaría otro nombre para los documentos de esta primera categoría: scholarly articles. Estos ensayos académicos exploran un tema filosófico preciso y despliegan una alta profundidad de focalización. Por supuesto, en la segunda categoría habría que contar las introducciones, didácticas y panorámicas y muy sugestivas, las cuales compiten en número con los documentos de la primera categoría. Una tercera categoría tiene que ver con las reseñas, que a veces Fernández asimismo denomina “notas”. Por un lado, hay reseñas cortas y de naturaleza más bien sumaria y a todas luces informativa; por otro, hay reseñas de mucho mayor aliento, donde el reseñador asume posiciones de combate crítico. Existe, finalmente, una última categoría con la cual se abre el libro de Fernández. Esta categoría no es fácil de denominar, pues combina las anécdotas personales con reflexiones de corte exegético, y todo ello en conexión con recomendaciones de lectura y con una atractiva dosificación de pensamientos cargados con elementos de la filosofía de la cultura. Es a esta última categoría a la que pertenecen las páginas iniciales de la obra. Esas afectuosas páginas llevan por título “Recuerdos de unas experiencias de lectura”.

La lista de los ensayos académicos de Fernández es esta: “Esclavos por naturaleza: Aristóteles, Política I”, “Spinoza: la Naturaleza, o sea, Dios”, “Baruc Spinoza no toma en falso el nombre de su Dios”, “El sentido del panteísmo de Spinoza”, “El carácter naturalista de la ética de Spinoza”, “Presencia de ánimo y generosidad: la ética de Spinoza”, “Spinoza y el maquiavelismo”, “Freud y Platón” y, por último, “Trilogía con Carl Schmitt, mentiras vitales y razón cínica”.3

Pueden ser leídos como muy atrayentes introducciones “La política de Aristóteles”, “Maquiavelo y El príncipe”, “Las dos preocupaciones radicales de Baruc Spinoza”, “Derecho natural y poder político” y “Ronald Dworkin: El gobierno según principios”.

Finalmente, la categoría tercera, con las reseñas, comprende “Reseñas”, “Nota sobre L’Anomalie sauvage, de Antonio Negri” y “Notas sobre el carácter y su corrosión”.

Quiero avanzar ahora una propuesta panorámica de síntesis, la cual identifica las preocupaciones filosóficas transversales en el libro de Fernández. Propongo: las preguntas son de naturaleza ética, de naturaleza política y de naturaleza legal; los filósofos Aristóteles (384‒322 a. C.), Maquiavelo (1469‒1527), Hobbes (1488‒1579), Spinoza, Platón (circa 428/423‒circa 348/347 a. C.), Freud (1856‒1939), Ronald Dworkin (1931‒2013), Carl Schmitt (1888‒1985) y Richard Sennett (1943‒). Es fácil constatar que los estudios de Fernández giran particularmente en torno de la obra y de la vida de Baruch Spinoza-Fernández prefiere la ortografía “Baruc”. De ahí que Spinoza adquiera el protagonismo no únicamente en el número de páginas que Fernández le consagra, sino asimismo en la intensidad exegética con la cual Spinoza y su obra son estudiados.

Eché de menos en Un claro laberinto la reproducción del “Estudio preliminar” que Lelio Fernández y Jean-Paul Margot escribieron en 1987 y que abre su traducción castellana del Tratado de la reforma del entendimiento (Tractatus de intellectus emendatione, 1662). Esta traducción primero apareció publicada por la Universidad Nacional de Colombia y, más tarde, en 1987, fue llevada a la prensa por la editorial madrileña Tecnos. En fin: un tema-guía o leitmotiv conectaría las 360 páginas de este libro. Pienso en el fuerte y a veces angustiado interés de Fernández por ayudar a leer bien documentos filosóficos, literarios o, simplemente, documentos sin más. Ese interés aparece como un motto explícito en el primer ensayo del volumen, “Recuerdos de unas experiencias de lectura”. Con gran tino, el editor Jean-Paul Margot decidió abrir Un claro laberinto con esas páginas, pues en él Fernández se detiene en la propuesta de un método para leer bien, a través de anécdotas familiares, referencias a Homero o líneas sobre un poema de Borges.

Fernández se empeña en destejer el texto (de textil: tejido). Si los autores entregan el producto final de un tejido complejo, Fernández quiere guiar a sus lectores en el proceso de separar “tramas” y “urdimbres” de lo que está escrito. Es, ni más ni menos, las prácticas vespertinas de desarmar los documentos cuando Fernández nos enseñaba a leer en sus cursos de filosofía de la Universidad del Valle. Sí: para robarle a George Steiner una expresión-maître à penser-, este libro de Fernández nos muestra con gran vigor su vida de maître à lire. Además de palabras técnicas de la filosofía como “polis”, “virtus”, “conatus”, entre muchas más, hay una palabra de aparición muy conspicua en los escritos de Fernández: lectura. Lelio Fernández aspira a que, en su compañía, sus lectores y sus estudiantes en clase puedan siempre leer mejor. Y, leer mejor apunta al descubrimiento de lo que dice un autor, sin duda, pero más precisamente de cómo él dice lo que dice. Reconstruyendo una situación de clase, Fernández escribe: “porque la lectura había comenzado a descubrir que un escrito es un texto, es decir, un tejido. Algo hecho según propósitos, con intenciones, con un orden calculado para producir tales o cuales efectos en quienes lo leyesen” (p. 15).

Con el fin de entregarle un abrebocas más sugestivo al lector de esta reseña, persuadiéndolo de la importancia de Un claro laberinto, paso ahora a resumir-muy apretadamente-un documento tomado de cada una de las cuatro categorías de las que hablé arriba. Empiezo con uno de los ensayos eruditos, para seguir después con un ejemplo de las introducciones. A continuación, me refiero a una de las reseñas, para terminar con las páginas de anécdotas que sirven de hall de entrada al volumen Un claro laberinto.

Si bien reconozco que mi conocimiento de la obra y de la vida y de la bibliografía sobre la filosofía de Spinoza alcanza la escasa profundidad de la que posee un colegial filósofo, me animaré a referirme con brevedad a este ensayo erudito de Fernández: “Baruc Spinoza no toma en falso el nombre de su Dios” (pp. 131-151). Aquí, Fernández rechaza dos interpretaciones de lectores de Spinoza: ni sería adecuado seguir a H. Barker cuando reclama que es necesario evitar el uso de la palabra latina Deus en la obra de Spinoza, en razón a que esa palabra no significaba según el sentido dado por el lenguaje común-esto es, una realidad sobrenatural para las religiones y con claras resonancias místicas; ni, como han querido enemigos de Spinoza, él habría sido maestro del ateísmo gracias a los sentidos que le asigna a la palabra Deus. Fernández defenderá que Deus sí es la palabra adecuada con la que Spinoza nombra “esa substancia a cuya naturaleza pertenece la extensión espacializante no menos que el pensamiento, que no crea un imposible mundo distinto de sí misma y que, ‘propiamente hablando, no ama a nadie,’ (Ética 5, prop. 17 corol.)” (p. 180).

Fernández identifica después dos textos en la Ethica more geometrico demonstrata (1677) que serían claves para comprender lo que, por una parte, Spinoza entendió por dios y, por otra, que en esa comprensión de la palabra Deus no habría implicado ningún tipo de blasfemia. Estos dos últimos textos establecen lo que cabría llamar una teoría semántica o, si se quiere, el principio que establece el sentido de las palabras. El primer texto Fernández lo encuentra en la Tercera Parte de la Ética, y que viene a continuación de las definiciones que Spinoza ofrece de dos afectos: aprobación (favor) e indignación (indignatio). En esos textos, Fernández descubre que, por una parte, Spinoza toma palabras siguiendo el sentido que esas palabras tienen según el uso cotidiano-póngase el caso de la palabra Deus. Y, no obstante, Fernández se apresura a precisar: para palabras como substancia, libre, obrar, amor y odio “en la decisión espinosista parecen o pueden parecer radicalmente distintas de sus significados en el uso cotidiano. Sin embargo, en cada caso se puede mostrar que no hay una transmutación total del significado: algo que ha marcado a la palabra en su uso habitual marca también a la palabra tal como la usa Spinoza. O, viendo las cosas desde otra perspectiva, tal vez más acertada: en Spinoza, como en muchos hombres y mujeres muy distintos, cada una de esas palabras produce algo que nunca es del todo distinto en cada uno” (p. 136).

Por su parte, Fernández encuentra que en el escolio a la proposición 47 de la Segunda Parte de la Ética Spinoza elabora argumentos sobre los buenos y sobre los más frecuentes usos de la palabra Deus. Así, Deus no puede ser entendido ni como una representación antropomórfica a partir de prejuicios humanos de finalismo sobre la realidad, ni refugio para las ignorancias de los teólogos frente a lo que escapa a sus capacidades para comprender o para explicar. Como una vía de salida a las dos maneras inadecuadas que el uso consagra para el sentido de Deus, Fernández caracteriza así la manera espinosista sobre el sentido de Deus, es decir, un sentido que tomaría “en verdadero” el nombre de Dios: “En Baruc Spinoza ya estaba la palabra religiosa Deus que se une con la idea de la esencia infinita en una definición nominal y real. En este acto del pensamiento, es confirmado el uso cierto de ese nombre. Subrayo aquí el verbo porque lo tomo del capítulo XII del Tratado teológico-político, donde es usado para decir que allí no se está destruyendo ‘la palabra de Dios’: se la confirma con una interpretación que la robustece en su verdad. La palabra Deus en Spinoza es asumida en una superación de todo uso desviado” (p. 139).

En el intento de identificar líneas significativas, donde haya evidencias documentales sobre la religiosidad de Spinoza y sobre su teología, Fernández cita con esperanza de revelación las siguientes líneas. Ellas pertenecen a una carta-la 73-del epistolario de Spinoza y está dirigida al teólogo de Bremen Heinrich Oldenburg (circa 1619‒1677): “Establezco (statuo) que Dios es causa inmanente, como se suele decir, de todas las cosas, y no trascendente. Y por cierto afirmo que todas las cosas son en Dios y en Dios se mueven; lo afirmo con San Pablo y quizás también con todos los antiguos hebreos, por cuanto es posible conjeturarlo a partir de algunas tradiciones, si bien muy adulteradas” (p. 143). Y, algunos párrafos más adelante, Fernández elabora otras resonancias que la palabra Deus habría tenido para Spinoza: “Deus no era en la formación y en el ánimo profundo del autor de la Ética una advenediza palabra latina (Spinoza aprendió latín hacia los veinte años); era, ante todo, el nombre por excelencia en el portugués familiar, y la fuerza anímica de ese nombre jamás se debilitó” (p. 145).

Luego de pasar revista-de un modo sintético y preciso admirable-a algunos de los más notables intérpretes de Spinoza, en particular sobre la religiosidad del hombre Spinoza y de su obra-dichos intérpretes son Martial Gueroult, Jules Lachelier, Ferdinand Alquié, Vasily V. Sokolov, Jonathan Bennett, Giles Deleuze y Antonio Negri, Fernandez asegura que hay un terreno común: esos intérpretes estarían de acuerdo en afirmar que, “en la medida en que se reconoce la existencia de un panteísmo en Spinoza, se admite, al menos implícitamente, que Spinoza recurre al término ‘Dios’ para designar algo que no es solo la totalidad de los seres singulares” (p. 147)

Con todo, Fernández insiste en que la religiosidad de Spinoza no pasa por la creencia en un dios personal y supra-natural. Más bien, la religiosidad de Spinoza comporta, por un lado, la confianza en un dios que es la naturaleza entendida como infinito positivo y, por otro, en un amor devoto para con el conocimiento de eso que es la naturaleza-en sus dos modos de acceso al saber humano: el modo de la extensión y el modo del pensamiento.

Termina este artículo erudito con la advertencia contra los facilismos: hay dificultades para establecer qué es lo religioso en Spinoza y cómo Spinoza vivió en la intimidad personal el vínculo religioso con su dios.

Es tiempo ahora de considerar de modo injustamente sumario la segunda categoría de los documentos compilados en Un claro laberinto. Así, pues, lanzo mi atención a “Maquiavelo y El príncipe” (pp. 83-99). No únicamente con su lectura efectiva es fácil constatar la naturaleza introductoria. Sirve además recordar aquí que “Maquiavelo y El príncipe”, ocupando las páginas desde la 9 hasta 33, abren la siguiente edición hecha en 1992 por El Grupo Editorial Norma de Santa Fe de Bogotá, Colombia: El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, según la traducción y notas de Lelio Fernández.

Como hábil contador de historias, primero Fernández atrapa a su lector con datos emocionantes sobre la vida de Maquiavelo. La materia de El príncipe echa sus raíces en los afanes del mismo Maquiavelo. Relata Fernández: “Desde 1498, cuando fue nombrado Secretario de la segunda Cancillería de la república [florentina], la de los Díez-especie de ministerio de gobierno y de ministerio de guerra a la vez y encargada de enviar ciertas misiones diplomáticas-Maquiavelo se dedicó a escribir mucho, por obligaciones de su oficio y por su interés cada vez más avasallador por la política. Escribió infinidad de cartas oficiales, conservadas todavía hoy en gran parte, instrucciones militares, discursos sobre cuestiones históricas, propuestas de reforma política de la república, ‘retratos’ de pueblos (franceses, alemanes, suizos) e informes confidenciales sobre sus misiones diplomáticas” (pp. 85-86).

Fernandez atrae la atención sobre el hecho de que la correspondencia política en la época de Maquiavelo ayuda a construir teorizaciones sobre la Realpolitik y ello con independencia de las elucubraciones de la teología y de la filosofía. Y, en un segundo momento, Fernández con vitalidad veloz de buen relator narra hechos históricos conectados con la tensísima situación en Florencia-los que corresponden también a eventos de celeridad bélica consignados en el comercio epistolar entre Maquiavelo y los Díez. Fernández rescata de las cartas dos aspectos que anteceden y que más tarde nutrirán la escritura de El príncipe: “ante todo la manifestación del deseo dominante de Maquiavelo por comprender, en todo lo que ve, oye y siente, los principios de una política grande; y su prosa, nacida de ese deseo” (p. 87).

En párrafos siguientes, Fernández se detiene en la naturaleza misma de la prosa de Maquiavelo. La atención constante por los detalles en la obra completa de Maquiavelo confirma que Fernández no es tan solo lector de esa obra, sino que igualmente ejerció la difícil y satisfactoria tarea de traducir El príncipe al castellano. Al igual que su traducción en 1984/2003 del Breve tratado de la reforma del entendimiento, y con seguridad las otras traducciones de Fernández que todavía no se conocen, esta introducción a El príncipe promueve en el intérprete tanto el placer por todo detalle-porque ninguno es nimio-de un documento escrito, cuanto la hiperconciencia de que, en palabras de la helenista francesa Jacqueline de Romilly (1992) “c’est dans le détail où se trouve le secret” [es en el detalle donde se encuentra el secreto]. En consonancia, que bien podría convertirse en un principio central para toda lectura, en su introducción a El príncipe Fernández no deja escapar, avanzando interpretaciones muy sugestivas, la referencia en una carta de Maquiavelo a la vestimenta de un personaje -un gabán de color verde con forro de color negro. A renglón seguido, en medio de las páginas sobre esa prenda de ropa, Fernández construye este principio abstracto de narratología: “En toda buena ficción, aun la que tiene como sustancia un relato histórico, necesita la fuerza que le infunden ciertas minucias” (p. 90).

La actualidad de El príncipe Fernández la encuentra en varios hechos: las ideas en esa obra “no han debilitado su capacidad escandalosa de desafiar el pensamiento” (p. 92); la obra El príncipe sitúa a Maquiavelo como uno de los interlocutores inevitables con quien deben discutir los más importante filósofos de la ética y de la política; la Realpolitik o decisiones políticas basadas en intereses y en acciones por sobre pensamientos-simples “fantasmagorías” del no-ser desde la Realpolitik-de naturaleza ética y política; la preocupación fundamental del autor por la libertad de los ciudadanos, “porque en ella veía uno de los rasgos del Estado ideal, en vista del cual valía la pena construir la figura del príncipe que propuso en su tratado” (p. 94); y, entre otros hechos más y no menos centrales, la descripción de “los medios para conservar la integridad del Estado de los que se vale el gobernante movido sólo por una pasión, la de su propio poder” (p. 95).

Fernandez, en los párrafos que van concluyendo su introducción, lanza con claridad su interpretación del motto tan repetido y, asimismo, tan poco comprendido cuando es hora de entender el fin justifica los medios. Cito a Fernández en extenso: “cuando hay que refrenar la ambición desmedida de los poderosos, la insolencia desbordada de las masas o la inhumana rapacidad de los soldados, cuando hay que enfrentar la agresión exterior o la sedición, cuando la autoridad del gobernante tiene que sobrenadar por encima de fuerzas prepotentes de la sociedad civil o de organismos del Estado que él no puede anular, [la] doctrina de Maquiavelo afirma que, en esos casos, un gobernante que no tenga el ánimo para hacer algunas cosas malas, hará lo peor: con su omisión permitirá la destrucción del bien de todos. Es innegable que esta es una concepción en la que el fin justifica los medios, pero no cualquier fin, ni cualquier medio: sólo ese fin que es ‘el bien común de la patria’” (p. 97).

Fernández cierra sus páginas con una definición de clásico. El príncipe de Maquiavelo sería todavía un clásico del pensamiento mundial, porque “siempre vuelve a poner al lector en la necesidad de pensar la relación entre las teorías éticas y la realidad” (p. 99).

En cuanto a las reseñas incluidas en este libro, ya largas, ya cortas, es necesario caracterizar su talante general. En las reseñas de obras, Fernández evita caer en la tendencia inveterada de innúmeras revistas académicas. Para estas revistas, reseñar consiste, por lo general, en la presentación sumaria de algunos conceptos, de algunas ideas, de algunos argumentos y de algunas conclusiones sobresalientes que pertenecen a la obra reseñada. A este corpus de una reseña tradicional, estarían agregadas, por último, unas cuantas líneas de crítica y de elogio, las cuales sitúan a la obra en cuestión dentro de una genealogía de obras en torno de un mismo tema. De modo respectivo, el elogio o la crítica animan o desaniman a los lectores potenciales de la obra reseñada. Fernández, por el contrario, recurre a la reseña para comparar, para contradecir, para discutir, para ampliar o, en dos palabras, para pensar.

En “Nota sobre L’Anomalie sauvage, de Antonio Negri” (pp. 249-253), Fernández reseña con juicio crítico esa obra del pensador italiano. El bello título escogido por Negri, a mi entender una redundancia hiperbólica-¿no es lo anómalo ya en sí mismo algo salvaje?-, viene circunscrito por un subtítulo. Este subtítulo incluye el nombre del autor que estudiará Negri, así como los dos temas privilegiados en sus análisis: “Puissance et pouvoir chez Spinoza”. Fernández sintetiza la obra que Negri publicó en 1982: “El libro de Negri es el intento más notable de ligar la disolución del panteísmo en un ateísmo radical con la negación de la unidad de la Ética como libro, aun cuando afirme la unidad de la filosofía de Spinoza” (p. 251). Fernández avanza, con rapidez, y presenta argumentos con el fin de negarles verdad a las dos tesis centrales de L’Anomalie sauvage, a saber: que el panteísmo espinosista sería un ateísmo radical y que la Ethica more geometrico demonstrata sería un libro cuya unidad le vendría dada más por razones de tipo editorial y no debido ni a su temática, ni a sus argumentos.

Fernández no solo echa mano de exégetas del espinosismo tan reputados como Martial Gueroult y Jonathan Bennett. Él también discute contra las interpretaciones de Negri por medio de un uso de tecnicismos cuya complejidad presupone la familiaridad del experto en Spinoza. Lo anterior causa una exigencia que no todos los lectores de esta reseña podrán cumplir-como es mi caso: Fernández supone aquí, para su lector, cierta erudición sobre la obra de Spinoza. Para ilustrar mis palabras, cito a Fernández en su ataque académico a Negri: “Negri ve como punto de partida de la Ética una consideración encantada de la unidad del ser concebido como ‘identidad preconstituida’, como conjunto de todas las posibilidades, como centralidad que atenúa la consideración de los atributos. Sin embargo”, continúa Fernández, “esa unidad es en realidad el resultado de una construcción que parte de las ‘sustancias de un solo atributo’, es decir, de la consideración de cosas extensas y del pensamiento. Por eso, tampoco es cierto que la teoría de los atributos sea, en un segundo momento, un intento de hacer coincidir hecho y valor, como si eso no estuviese asegurado ya desde el inicio” (p. 252).

En todo caso: para quien como yo no es un erudito del espinosismo y para quien tampoco haya leído el libro de Negri, únicamente le queda reconocer esta sospecha: la reseña dramatizaría una muy rica discusión de ideas alrededor de los conceptos fundamentales para la filosofía de Spinoza en su Ética.

Llego, en último término, al documento que abre la compilación Un claro laberinto y al que me referí páginas atrás. “Recuerdos de unas experiencias de lectura” es un documento híbrido donde coexisten felizmente contenidos de la memoria personal de Fernández. Allí Lelio es un padre que escucha, es un maestro que orienta, es un visitante que admira, es un lector que apasiona, y es un intérprete que, con delicadeza y con respeto, muestra los modos como un documento ha sido compuesto-o, más bien: tejido. De estas páginas iniciales, voy a limitarme a rescatar algunos principios de lectura, los cuales son valiosos tanto para todo lector como para aquellos lectores que viven sus vidas enseñando a leer. Fernández pide que (a) “siempre será mejor comenzar las lecturas por lo ya conocido y, mejor aún, si eso ya conocido es algo querido, gustado, compartido” (p. 13); (b) “el memorismo consiste en el esfuerzo por retener lo no bien comprendido o lo no gustado, o lo no gustable. Aprender de memoria es atesorar algo valioso, cargado de sentido, amable” (p. 14); (c) “el aprendizaje de diversas disciplinas se enriquece con descripciones adecuadas” (p. 15); (d) “la escuela es un camino hacia placeres cada vez más variados. Si no se va formando el hábito de saber postergar satisfacciones momentáneas, no se logrará nada parecido a un carácter, en el fuerte sentido ético que tiene el término. También el ejercicio de la lectura y de la escritura ha de ser una contribución ética” (p. 16); y (e) “¿Por qué no buscar los modos de que nuestros chicos y nuestras chicas descubran, con placer, el uso y el goce de [técnicas destinadas a desencadenar una experiencia estética]”, como son las técnicas de la hipálage en Jorge Luis Borge y Virgilio?

Y voy clausurando mi ya larga reseña.

Mis pecados, nacidos de décadas leyendo volúmenes de erudición académica y enseñando a Borges, causan en mí una inercia injusta. Me explico: a pesar de un número limitadísimo de lo que el mismo Lelio Fernández llama “borgerías”-esto es, fracasados epítetos que resuenan a los epítetos luminosos en la escritura de Borges-, a la falta de un prólogo o de un epílogo y a la ausencia de una bibliografía final y total, juzgo que Un claro laberinto pide los elogios para el autor y luego para el compilador. Al compilador, Jean-Paul Margot se le debe la tarea nada evidente de encontrar páginas de difícil hallazgo, de trascribirlas a formatos digitales de hoy y de proceder a editarlas con pulcritud-aplaudo, en este último caso, la decisión de las notas a pie de página, del tipo de letras usadas, de los generosos espacios marginales, del tipo amarronado del papel para las carátulas y para las páginas interiores y de la reproducción en la portada de El filósofo en meditación de Rembrandt. Al autor, Lelio Fernández, hay que expresarle un agradecimiento muy especial, porque desde ahora su libro Un claro laberinto enriquecerá la literatura de exégesis filosófica en Colombia y, con mucha mayor amplitud de resonancia, en los estudios que más allá de Colombia tengan que ver con autores como Spinoza, Aristóteles, Maquiavelo o Sennett.

En pocas palabras: como lo esperaba el filósofo colombiano Cayetano Betancur y como lo ha repetido con impaciencia otro filósofo colombiano, el Profesor Rubén Sierra Mejía, Un claro laberinto (2016) tendrá el gran mérito de colaborar con la normalización de la filosofía en Colombia. Muchos encuentran la vanagloria en publicar mucho. Lelio puede preciarse de haber publicado poco-y por ello, en su caso, vuelve la recomendación latina: non multa sed multum [Mi traducción muy libre: no publiques muchas cosas, sino, más bien, publica solo aquello que comporta una intensidad sostenida].

Lelio Fernández Druetta, por tus enseñanzas como maestro y como colega, y por Un claro laberinto, gratias tibi agimus ex imo pectore.

Cali/Denver, 2 de enero de 2018

Referencias bibliográficas

Fernández D., L. (2016). Un claro laberinto . Compilación y edición: Jean-Paul Margot. Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. [ Links ]

Romilly, J. (1992). Pourquoi la Grèce? Paris: Editions de Fallois [ Links ]

1Borges, Jorge Luis, “Spinoza”, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 930.

2Borges, Jorge Luis, “Baruch Spinoza”, La moneda de hierro, Buenos Aires, Emecé, 1976, pp. 117-119. A partir de un lapsus linguae de Borges, Fernández asegura confirmar la conjetura de que el cuadro de Rembrandt El filósofo en meditación inspiró el soneto que Borges publicó en 1966. Para mí, por el contrario, y si es que Rembrandt reverbera en uno de los dos poemas de Borges, la reverberación más nítida apunta tal vez mejor al poema publicado en 1976, “Baruch Spinoza”. Aquí yo no puedo confirmar una conjetura, según quiere Fernández. Yo me limito, en todo caso, a sentir que el poema de Borges de 1976—que no el de 1966—es una ekphrasis más plausible de la pintura de Rembrandt (1606‒1669).

3Descubro que lo que el índice anuncia sufrió luego, en el corpus del libro, la equivocación de una paginación equivocada. Por ello, en la página 153 el título correcto es “Spinoza y el maquiavelismo”, mientras que “El sentido del panteísmo de Spinoza” sería el título adecuado con el contenido del ensayo erudito editado entre la página 207 y la página 213. Durante las laboras de imprenta, tal vez este error fue debido a una confusión en el momento del pegado de los cuadernillos que componen el libro.

Recibido: 18 de Diciembre de 2017; Aprobado: 21 de Febrero de 2018

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