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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.48 Cali Jan./June 2019

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i48.7159 

Artículo de investigación

Trabajo y pasiones tristes. El sentido de lo negativo en Gilles Deleuze

Work and Unhappy Passions. The Meaning of Negativity in Gilles Deleuze

Renata Prati1  1

1Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina. E-mail: rprati@filo.uba.ar


Resumen

Este artículo propone una lectura de la crítica de Gilles Deleuze a la dialéctica hegeliana, con especial foco en los problemas de la negatividad y las “pasiones tristes”. A partir de allí, se evaluará si acaso existe en el pensamiento deleuziano una cierta tendencia felicista que resulta en una reducción de la diferencia, de signo inverso pero en lo demás simétrica a la que Deleuze critica en Hegel. El artículo busca mostrar que hay, en estas cuestiones, una tensión interna en el pensamiento deleuziano que no puede resolverse sino por medio de una elección en la lectura.

Palabras clave: dialéctica; negatividad; problema; pasiones; diferencia

Abstract

This article advances an interpretation of Gilles Deleuze’s critique of Hegelian dialectic, specially focusing on the problems of negativity and the “unhappy passions”. On this basis, we will pose the question of whether there is a certain “canon of joy” within Deleuzian thinking, that could result in a reduction of difference reverse but symmetrical to the one Deleuze objected in Hegel. This article aims to show, regarding these problems, the presence of an internal tension within Deleuzian thinking that can only be resolved through an interpreting decision.

Keywords: Dialectic; Negativity; Problem; Passions; Difference

“La potencia de las preguntas viene

siempre de otra parte que las respuestas”

Gilles Deleuze, Diferencia y repetición

Para Gilles Deleuze, todo pensar es a la vez un acto de libertad y de creación como, paradójicamente, un accionar forzado. Siempre hay algo que fuerza a pensar, algo que asedia al pensamiento por fuera de él, que lo motiva o lo acorrala, y es gracias a esta fuerza que el pensamiento permanece cerca de la vida, de sus valores y sus preocupaciones. En este trabajo, lo que mueve la reflexión tiene que ver con la cuestión de cómo entender la existencia insuprimible de experiencias como el dolor, el cansancio, la tristeza, la apatía; en suma, de lo que Spinoza llama “pasiones tristes”, que pueden ubicarse, al menos desde un cierto sentido común, en el ámbito de lo negativo.2

La pregunta guía del presente artículo es, entonces, la pregunta por el sentido y el valor de las pasiones tristes en el pensamiento de Gilles Deleuze: ¿qué lugar tienen allí las experiencias relacionadas con una voluntad de nada, o con las de una nada de voluntad? Esta pregunta pondrá en juego también otros problemas, en cierto sentido complementarios: ¿qué tipo de estatus tienen en el pensamiento deleuziano la productividad y el trabajo, la creatividad y la alegría? ¿Existe acaso en Deleuze una tendencia felicista, un “canon de la alegría”?3 ¿Interviene esa inclinación en su crítica a la dialéctica hegeliana, tal como la formula especialmente -pero no solo- en el marco de Diferencia y repetición? Y por último, esa tendencia felicista, si existe, ¿acapara todo Deleuze, o es aún posible encontrar, dentro del mismo corpus textual, una tendencia opuesta que la contrarreste? La hipótesis de este trabajo es que hay, en lo que hace a estos temas, una tensión interna en el pensamiento deleuziano, y que quizás esta tensión no pueda resolverse sino por medio de una elección en la lectura.

Deleuze contra Hegel

La interpretación más difundida de la relación de Deleuze con Hegel es de oposición. Sin embargo, quizás podría considerarse otra manera de pensar esta relación, esta vez a partir de un punto en común: tanto Hegel como Deleuze, en contextos muy diferentes, buscan romper con un esquema de pensamiento organizado en dicotomías. Este punto de partida similar cuando menos matiza el hecho de que, a partir de allí, sus caminos se vuelven a separar; para Hegel, la tarea consistía en reunir, reconciliar, lo que los modernos falsamente habían separado, y las críticas de Deleuze se dirigirán precisamente hacia ese movimiento reconciliatorio y superador. Retomando a Kierkegaard y a Nietzsche, Deleuze considera que la dialéctica es “movimiento falso” (Deleuze, 2009, p. 31), en el sentido en que en definitiva no mueve (no conmueve) nada: es un movimiento conservador y teleológico, “solo la circulación infinita de lo idéntico” (Deleuze, 2009, p. 92). Esta crítica a la dialéctica se basa en el papel que cumple en ella la negatividad: la dialéctica en sí no sería la culpable de haberse convertido en este falso movimiento reconciliatorio, sino que “pierde su poder propio” en el momento en que se la hace “caer bajo el poder de lo negativo” (Deleuze, 2009, p. 242).

Según Deleuze, Hegel evita pensar la diferencia en sí misma, y solo la concibe en tanto contribuye a la totalidad y es ulteriormente superada por ella. En la medida en que Hegel subordina la diferencia a una lógica dialéctica, la reduce así a la negatividad como una mera herramienta, a la negación como limitación u oposición de otro ser, nunca una diferencia afirmativa, nunca una diferencia plena con su ser en sí misma. La negación funciona aquí, según Deleuze, como una suerte de falsificación de la diferencia: es la diferencia, sí, pero solo como momento del ascenso dialéctico a la totalidad y la reconciliación superadora, justamente, de las diferencias. Lo negativo es, en tanto imagen distorsionada de la diferencia, lo que la traiciona: “lo negativo es la imagen de la diferencia, pero su imagen aplastada e invertida” (Deleuze, 2009, p. 95). El movimiento de lo negativo aplasta la diferencia porque suprime todo lo que de ella no pueda ser reconducido a la reconciliación, todo lo que no pueda ser aprovechado en ese sentido. Así, la crítica a Hegel tiene que ver también con la asociación entre dialéctica y trabajo, es decir, con la dialéctica entendida como movimiento de mediación y superación (Aufhebung) y, a partir de allí, como esfuerzo, elaboración, ejercicio y tarea.4

Frente a eso, para Deleuze, se trataría de pensar la diferencia por fuera de todo movimiento de reconciliación, la diferencia sin necesidad de solución, el problema sin respuesta. “Restaurar lo diferencial en la idea [...] es romper ese lazo injusto que subordina la diferencia a lo negativo” (Deleuze, 2009, p. 398): esa sería la tarea principal de Diferencia y repetición, y para ello es preciso articular una idea de diferencia sin negación. Esto significa pensar la diferencia como un trasfondo de fuerzas diferenciales, intensidades y potencias, que no son ni límites ni oposiciones sino puras diferencias:

La diferencia tiene su experiencia crucial: cada vez que nos encontramos frente a una limitación o dentro de ella, frente a una oposición o dentro de ella, debemos preguntarnos lo que supone semejante situación. Supone un pulular de diferencias, un pluralismo de las diferencias libres, salvajes o no domadas, un espacio y un tiempo propiamente diferenciales, originales que persisten a través de las simplificaciones del límite o de la oposición. Para que puedan dibujarse oposiciones de fuerzas o limitaciones, es preciso, en primer lugar, un elemento real más profundo que se define y se determina como una multiplicidad informal y potencial (Deleuze, 2009,p. 92).

Deleuze se opone de lleno, por lo tanto, a la vieja tesis según la cual “toda determinación es negación”; las fuerzas diferenciales de las que habla son justamente determinaciones que no necesitan pasar por la negación para alcanzar el ser. El ser es ante todo diferencia, y solo luego se recortan las negaciones, las mediaciones conceptuales que producen identidades a partir de la diferencia. Al remover del ser la negación, no por ello se deja al ser como algo indeterminado, sino todo lo contrario: el ser es diferencia, y no precisa de la negación para diferenciarse ni determinarse.

Deleuze y Nietzsche

Una y otra vez los distintos comentadores de Deleuze señalan la ausencia de un libro dedicado a Hegel, habida cuenta de la importancia que sus estudios sobre Bergson, Spinoza o Nietzsche tienen en la formación de su propio pensamiento. Una de las explicaciones es que no sería una buena estrategia optar por una oposición frontal a la dialéctica hegeliana, ya que esta que tiene la extraña virtud de fagocitar lo que se le opone como un mero momento de sí misma (Butler, 2012, p. 260). Contra Hegel, entonces, vale más adoptar una estrategia oblicua, triangular el ataque a través de otros autores -Bergson, Spinoza o Nietzsche-, para poder alcanzar una distancia segura, e incluso una suerte de indiferencia; ya no escribir contra Hegel, sino sin él (Fruteau de Laclos, 2014, p. 141).

Muchos de los argumentos contra Hegel que aparecen en Diferencia y repetición hacen referencia a reflexiones que Deleuze hace en sus estudios sobre otros pensadores, si bien los desarrolla aquí en nuevos términos. Salvando las distancias entre textos de muy distinta madurez y contexto, se podría decir que en más de una ocasión el Deleuze de Diferencia y repetición vuelve sobre motivos nietzscheanos ya desarrollados en Nietzsche y la filosofía. Quizás sea justamente a esos desarrollos a los que remita -al menos en parte- cuando hacia el final de Diferencia y repetición dice que:

a decir verdad, todo esto [la crítica a la dialéctica] no sería nada sin las implicaciones prácticas y los presupuestos morales de semejante desnaturalización. Hemos visto todo lo que significaba esa valorización de lo negativo, el espíritu conservador de esa empresa, la monotonía de las afirmaciones que así se pretende generar […] (Deleuze, 2009, p. 397).

Si bien la articulación del razonamiento y de la argumentación en contra del hegelianismo presente en Diferencia y repetición es muy diferente de los textos tempranos, cabe hacer un desvío por Nietzsche y la filosofía en la medida en que es en este texto donde estos motivos que Deleuze considera como “ya vistos” encuentran un desarrollo más explícito. Es especialmente allí donde Deleuze desarrolla cómo entender las ideas de fuerza o potencia, afirmación y negación, vida, salud y enfermedad, y donde explicita también que lo que tiene para reprocharle a Hegel en el plano teórico o especulativo está indisolublemente atado a lo que le critica en un plano práctico:

La enseñanza especulativa de Nietzsche es la siguiente: el devenir, lo múltiple, el azar, no contienen ninguna negación; la diferencia es la pura afirmación; retornar es el ser de la diferencia excluyendo todo lo negativo. Y quizás esta enseñanza aparecería oscura sin la claridad práctica en la que se baña. [...] Que la diferencia es feliz; que lo múltiple, el devenir, el azar, son suficientes y objetos de alegría en sí mismos; que solo la alegría retorna: esta es la enseñanza práctica de Nietzsche. (Deleuze, 1994, pp. 264-265; las itálicas me pertenecen).

La oposición a la dialéctica es entonces una oposición tanto en lo teórico como en lo práctico; en el primer sentido, Deleuze se opone a la negatividad como principio motor del falso movimiento dialéctico y, en el segundo, se opone a la valorización del sufrimiento y de las pasiones tristes, que entiende como una manera de justificar y redimir a la existencia de su culpabilidad esencial. Además, es el sentido práctico de esta oposición lo que “baña de claridad” al momento especulativo, lo que da cuerpo o sentido a la crítica metafísica.

Esto quiere decir que la pregunta importante, para Deleuze, no es qué es la dialéctica, sino quién la quiere: qué tipo de voluntad quiere la dialéctica.5 Y la respuesta que da Deleuze es que la voluntad que quiere la dialéctica es una voluntad agotada, enferma, resentida, definida por una incapacidad de afirmar la diferencia que la lleva a buscar una mera apariencia de afirmación por medio de la negación de lo otro de sí. Se trata de una voluntad sin fuerza para afirmar ni para crear, una voluntad parasitaria, que niega para generar la ilusión de una afirmación cuando, en realidad, para Deleuze, no hay manera de lograr un sí partiendo del no: “jamás se ha hecho un deseo con no-quereres” (Deleuze y Parnet, 2004, p. 108).

Es entonces en el terreno práctico en donde se dirime el criterio que sustenta la crítica a la dialéctica hegeliana. Si, en el plano ontológico, el ser es diferencia, y estas fuerzas diferenciales son lo (único) que hay, lo (único) que nos queda como criterio es una distinción entre fuerzas según como se relacionan consigo mismas y entre ellas. Es fundamental identificar este criterio, puesto que sobre él descansan todos los valores en torno a los cuales se articula la obra de Deleuze; en otras palabras, es vital encontrar una manera de definir y explicar cómo una fuerza puede ser afín u hostil a la vida. Y ese criterio es la distinción entre fuerzas activas y reactivas, que se encuentra en Nietzsche y la filosofía. Esta distinción no es entre fuerzas más o menos fuertes (puesto que eso requeriría un criterio de medida externo), sino que se formula de la siguiente manera:

La fuerza reactiva es: 1° fuerza utilitaria, de adaptación y limitación parcial; 2° fuerza que separa la fuerza activa de lo que esta puede, que niega la fuerza activa (triunfo de los débiles o de los esclavos); 3° fuerza separada de lo que puede, que se niega a sí misma o se vuelve contra sí misma (reino de los débiles o de los esclavos). Y, paralelamente, la fuerza activa es: 1° fuerza plástica, dominante y subyugante; 2° fuerza que va hasta el final de lo que puede; 3° fuerza que afirma su diferencia, que hace de su diferencia un objeto de placer y de afirmación. (Deleuze, 1994, p. 89).

La diferencia entre fuerza activa y reactiva encuentra su piedra de toque solo en la fuerza misma: la cuestión no es de cantidad, ni siquiera de calidad, sino si se separa, o no, a la fuerza de lo que esta puede hacer. Una fuerza reactiva, justamente, es aquella que no es activa, que no hace, que no va hacia el final de su poder. Por lo demás, ir hacia el final de su poder no tiene otro sentido que ese, literal, de poder lo que puede, poder su poder, afirmar su diferencia, en lugar de negarse o negar la diferencia del otro.

La dialéctica es el producto de una voluntad cansada, resentida, reactiva, por cuanto que hace de la negación el motor de su movimiento, y ese movimiento es falso movimiento, un movimiento que no se funda en ninguna verdadera acción, puesto que no afirma sino niega, esto es, se separa de lo que puede y separa a las fuerzas activas de lo que ellas pueden. La dialéctica cae así del lado de las fuerzas reactivas, es producto del resentimiento, de una voluntad enferma: “la enfermedad como tal es una forma del resentimiento” (Deleuze, 1994, p. 161). Se anudan aquí, por fin de manera algo más explícita, las inquietudes con las que se abría este trabajo: la crítica a la dialéctica y el estatus de las pasiones tristes, la tristeza, el cansancio, la enfermedad, que parecen compartir, desde este punto de vista, un lugar desagradable, casi repugnante, insoportable, a ojos de Deleuze.

Arnaud Villani: ¿Podríamos decir que a lo largo de toda su obra a usted lo conduce un amor a la vida, en su espantosa complejidad?

Gilles Deleuze: Sí, lo que me repugna, teóricamente, prácticamente, es cualquier tipo de queja respecto de la vida, toda cultura trágica... es decir la neurosis. No soporto mucho a los neuróticos. (Deleuze, 2016, p. 87).

Contra Deleuze

Hasta aquí, parece posible encontrar, en las páginas de Nietzsche y la filosofía y de Diferencia y repetición, un cierto Deleuze que se opone a la dialéctica y a las pasiones tristes, aunque con un tipo de oposición distinta a la negatividad a la que se opone, una oposición o una negación ni dialéctica ni triste. Esta negación no dialéctica sería una negación completamente destructiva, cruelmente selectiva y ligera en su selección; para ella, el negar no es una carga, no siente pena por lo que aniquila, que sería, justamente, la pena, el resentimiento, la enfermedad. Pero, de nuevo, ¿tiene sentido siquiera pensar en una negación de la negación, en una supresión de la pena, de la tristeza, del cansancio, de toda una gama de experiencias que hacen a la “espantosa complejidad” de esa vida, por cuyo amor Deleuze confiesa guiarse?

Como se ha visto, Deleuze se opone a la dialéctica porque entiende que la dialéctica hegeliana es ese “lazo injusto” que confunde diferencia con la mediación de negatividad, y esta última está ligada al trabajo, al esfuerzo, al dolor. Ahora bien, en ese esfuerzo por distanciarse de Hegel, por romper ese lazo con lo negativo, por destruir toda negatividad, quizás podríamos terminar diciendo lo mismo, aunque invertido, del propio Deleuze: quizás también él cae en un nuevo lazo injusto, uno que subordinaría la diferencia a lo positivo, a lo pleno, a lo alegre.

Como señala Philippe Mengue, “la filosofía de la afirmación, filosofía anti-dialéctica [...] no ha renunciado jamás a hacer lugar a la negación y a la destrucción, todo lo contrario. Pero el rol de lo negativo no es más que de consecuencia (aún si cronológicamente está al principio), y permanece subordinado, controlado por lo afirmativo” (Mengue, 2008, p. 150; las itálicas me pertenecen). Es decir, ese resto de no-ser que Deleuze no consigue erradicar tiene que poder ser reconducido a la afirmación y la positividad, debe ser puesto “al servicio de una potencia positiva” (idem.), para encontrar un lugar que la ontología deleuziana pueda soportar. En este punto, cabe preguntarnos si esta operación no repite un movimiento típicamente dialéctico: subordinar el momento negativo a un desenlace productivo, hacer trabajar a la negación al servicio de otros intereses que no serían los suyos. Se podría quizás identificar aquí un cierto gesto, vinculado con esta ontología de la diferencia positiva, que tiende a reinterpretar o reconducir todo signo de negatividad a un efecto de positividad supuesto de antemano. Es decir, ante cualquier indicio de negatividad, debe haber un ser positivo y pleno que la explique, que le dé sentido, que le dé razón de ser.

Esta hipótesis encontraría cierto apoyo en el esquema desarrollado en Nietzsche y la filosofía, pero también en ciertos pasajes de Diferencia y repetición en los que la argumentación oscila entre lo descriptivo y lo prescriptivo, como el que sigue:

Debemos reservar el nombre de positividad para designar ese estatuto de la Idea múltiple, o esa consistencia de lo problemático [esto es, la ligereza, los “finos mecanismos diferenciales” de la Idea]. Y cada vez, debemos vigilar la manera en que ese (no)-ser perfectamente positivo se inclina hacia un no-ser negativo, y tiende a confundirse con su sombra, pero encuentra en ello su más profunda desnaturalización, por obra de la ilusión de la conciencia. (Deleuze, 2009, p. 306).

Se trata de una cuestión delicada, en la que se juega una línea difusa, fina, difícil de asir. “Positividad” sería el nombre que debemos reservar para nombrar algo que sin embargo no es un deber ser, sino una descripción del ser como Diferencia y como Idea. Pero en la siguiente frase la prescripción ya no atañe a los nombres, sino al ser: se nos dice que debemos vigilar que ese (no)-ser se incline hacia la negatividad, se confunda con ella, se reduzca nuevamente a ella.6 De nuevo, la diferencia aquí es sutil.

Sin embargo, incluso si Deleuze no propone un nuevo deber-ser, es posible que haya cierta base textual para leer entre líneas algo similar. Hay, a veces, ciertos giros de su argumentación que apuntan a una concepción en la que la negatividad valiosa es una que puede ser reutilizada, reconducida, puesta al servicio de la positividad. Es decir, a pesar de que la positividad es la diferencia como previa a la partición de oposición entre negación y positividad (en sentido no específico), en varios lugares persiste un lenguaje y una lógica de oposición y de reaprovechamiento (o de Aufhebung).

En otras palabras, justamente al buscar alejarse de la dialéctica hegeliana, que entiende como un sistema de circulación de lo idéntico (esto es, un sistema en el que no puede surgir nada nuevo) por medio del trabajo, del esfuerzo y del dolor, un cierto Deleuze podría haber terminado en un lugar inquietantemente parecido. En esta línea, se podría quizá decir de Deleuze lo que Derrida, siguiendo a Bataille, dice de Hegel: que para él “la negatividad es un recurso” en una particular economía de la vida (Derrida, 2012, p. 356). Al exorcizar toda negatividad de su sistema, negándola de llano o buscando reincorporarla “al servicio” de lo positivo y de la vida, reaparecería en ciertos pasajes deleuzianos una lógica económica, dialéctica, hasta conservadora, en el sentido en que todo debe trabajar para la vida, para conservarla, aumentarla, enriquecerla.

Quizás, en esta línea, valdría también para Deleuze lo que Bataille dijera sobre Hegel, que la suya era “una filosofía del trabajo, del ‘proyecto’” (Bataille, 2016, p. 106); para permitir que las fuerzas lleguen al final de su potencia, se tratará de suprimir o reconducir hacia la positividad (poner a trabajar al servicio de la potencia afirmativa) todo aquello que las coarte, todo aquello que interponga un “no” en el proyecto de las fuerzas. Si llevamos al extremo esta hipótesis, podríamos incluso preguntarnos si este elogio de la afirmación no termina de alguna manera convirtiéndose en un nuevo deber ser, tanto o más opresivo que los anteriores. La crítica que le formula Slavoj Žižek, en una entrevista con José Fernández Vega, iría en el mismo sentido:

Se trata de una verdadera obligación: ¡goza! [...] Es como una moral kantiana al revés. En otros tiempos la obligación moral era llevar una vida “justa”. Si traicionabas a tu esposa, te sentías culpable por buscar el placer. Ahora es lo contrario, si no buscas el placer, si no estás dispuesto a gozar, te sientes culpable. [...] La gran paradoja es que el mandamiento que se escucha hoy no es “¡obedece! ¡sacrifícate!”, sino más bien “¡lleva una buena vida, goza!”. Y quizá se trate de un mandamiento mucho más cruel. (Fernández Vega, 2013, pp. 102-103; las itálicas me pertenecen).

En resumidas cuentas, se perfila aquí un cierto Deleuze que no soporta a los neuróticos, que no soporta el sufrimiento; el problema sería que, cuando quiere liberarse de ellos, cuando intenta deshacerse de toda negatividad y de toda dialéctica, reaparecen como síntoma. Este Deleuze no habría logrado encontrar una diferencia no dialéctica, esto es, una diferencia tal que, como decía Butler, logre cambiar el sentido del trabajo de lo negativo, una diferencia que “convertiría lo negativo solo en más negatividad” (Butler, 2012, p. 261) en lugar de asimilarlo a una positividad que lo supere. Así, al oponerse a la dialéctica, con tanta fuerza y con tanta esperanza en la afirmación, terminaría siendo fagocitado por aquella; al querer eliminar de raíz la negatividad y el sufrimiento, quizás termina alimentándolos, quizás incluso de manera mucho más cruel.

Todo esto quizás sea cierto para este Deleuze. Pero, ciertamente, no es el único Deleuze posible.

Otro Deleuze

Junto con ese Deleuze, quizás sea posible delinear los contornos de otro Deleuze, uno que no traicione su esfuerzo de articular una filosofía que tome en cuenta la diferencia como tal. No creo que sea posible afirmar cuál tiene más derechos, cuál es el “verdadero” Deleuze; lo único que intentaré mostrar aquí es que este Deleuze también es posible, que su presencia puede reconocerse en estos y otros textos, y que entra en tensión con el Deleuze del apartado anterior. Lo primero que podría decirse para caracterizar a este Deleuze es que no organiza el ser de la diferencia en términos dicotómicos (tristeza y alegría, problema y solución, negación y afirmación, ausencia y presencia, etc.), sino problemáticos.

Se nos hace creer que la actividad de pensar, y también lo verdadero y lo falso en relación con esa actividad, solo comienzan con la búsqueda de soluciones, solo conciernen a las soluciones. […] Es un prejuicio infantil […] [y] además es un prejuicio social -cuyo interés visible es mantenernos niños- que siempre nos invita a resolver problemas venidos de otra parte y que nos consuela o nos distrae diciéndonos que hemos vencido si hemos sabido responder: el problema es un obstáculo, y quien responde, una especie de Hércules. […] Como si no permaneciéramos esclavos, en tanto no disponemos de los problemas mismos, de una participación en los problemas, de un derecho a los problemas, de una gestión de los problemas. (Deleuze, 2009, p. 242; las itálicas me pertenecen).

Este “derecho a los problemas” no puede igualarse sin más con un derecho a la negatividad, ya que, como hemos visto, negación y problema no son lo mismo; sin embargo, sí hay conexiones importantes que trazar. Este “derecho a los problemas” implica que tenemos derecho a disponer de nuestros problemas sin recibirlos ni encajarlos en una estructura prearmada de problema/solución. También significa que, a menos que los enfrentemos por fuera de esa estructura, que prefigura una expectativa bajo la forma de una solución, no estaremos vinculándonos genuinamente con el problema, no tendremos una participación ni una experiencia reales del problema. “Nunca la forma del reconocimiento santificó otra cosa que lo reconocible y lo reconocido, nunca la forma inspiró otra cosa que conformidades” (Deleuze, 2009, p. 209): si se parte de una forma reconocible es imposible que surja nunca nada nuevo ni diferente. El problema no se agota jamás en sus soluciones, sino que “insiste y persiste”, y “goza de un libre fondo que no se deja resolver” (Deleuze, 2009, pp. 250, 170).

El estatus de lo problemático es justamente lo que más arriba se citaba como positividad, en la medida en que lo problemático es precisamente el ser como diferencia y este ser es pleno o positivo, ya que no está constituido por ninguna falta que deba ser colmada, ningún molde que deba ser alcanzado. “Positividad” es un nombre engañoso, eso que en el aprendizaje de un idioma extranjero se conoce como un “falso amigo”, ya que hace pensar en la diferencia entre afirmación y negación cuando, en realidad, refiere a una instancia más allá o más acá de esa oposición, puesto que se trata de una noción problemática. Lo criticable, para este Deleuze, es la estructura dicotómica,

El error de las teorías tradicionales consiste en imponernos una alternativa dudosa: cuando tratamos de conjurar lo negativo, nos declaramos satisfechos si mostramos que el ser es plena realidad positiva y no admite ningún no-ser; a la inversa, cuando tratamos de fundar la negación, estamos satisfechos si llegamos a enunciar en el ser, o con relación al ser, un no-ser cualquiera [...]. Sin embargo, quizás tengamos razones para decir a la vez que el no-ser existe y que lo negativo es ilusorio. […] el ser es la Diferencia misma. El ser es también no-ser, pero el no-ser no es el ser de lo negativo, es el ser de lo problemático, el ser del problema y de la pregunta. La Diferencia no es lo negativo, por el contrario, el no-ser es la Diferencia […]. (Deleuze, 2009, pp. 111-112).

Aquí se trata también, por lo demás, de los límites del lenguaje mismo, y de la dificultad de expresar, en un lenguaje estructurado lógicamente, el estatus “oceánico” del ser como diferencia, que desborda todos los canales de la lógica. En otras palabras,

No hay por qué asombrarse de que la diferencia sea literalmente inexplicable. La diferencia se explica, pero precisamente tiende a anularse en el sistema en el que se explica. […] Explicarse para ella es anularse, conjurar la desigualdad que la constituye. (Deleuze, 2009, p. 341).

Quizás tenga que ver con esta limitación el hecho de que surjan, en el esfuerzo deleuziano por articular una filosofía de la diferencia, tensiones e indecisiones como las que este trabajo intentó rastrar. Nociones como las de identidad y oposición son ficciones, pero ficciones inevitables, “ficciones engendradas por el eterno retorno. Hay en esto, esta vez, no ya un error, sino una ilusión: ilusión inevitable, que se encuentra en el origen del error, pero que puede ser separada de él” (Deleuze, 2009, p. 195).

Con esta última aclaración, de aire nietzscheano y perspectivista, se puede entender mejor cómo conviven en los textos esos dos “Deleuzes” tan diferentes. Habría una oscilación al interior de la filosofía de la diferencia, una tensión indecidible, producto en última instancia de su voluntad de encontrar justamente aquello que no tiene lugar definido ni definible.

Conclusiones

“Deleuze”, en suma, se dice de muchas maneras. En principio, cuando decimos “Deleuze” podemos estar haciendo referencia a la persona, a la “obra” (entendida como un conjunto más o menos cerrado y objetivo de fuentes textuales), y a los efectos de lectura, esto es, lo que se ha construido como “Deleuze” en los distintos contextos de recepción de su obra. A su vez, ninguno de estos tres se dice tampoco de una sola manera. Son muchos los perfiles posibles que pueden encontrarse en los textos, y en cada contexto se construye una nueva recepción de Deleuze, con líneas de continuidad pero también de desplazamiento con respecto a la persona y la obra.

Deleuze “mismo” creía que la filosofía estaba (o debería estar) más cerca del arte que de la ciencia, más cerca de la invención y la creatividad que de lo objetivo y lo fundamentado. Desde esa lógica, quisiera sugerir aquí que quizá no sea tan importante determinar cuál es el Deleuze “original”, es decir, fijar una especie de canon interpretativo único de las fuentes, sino más bien identificar sus efectos posibles, los Deleuze a los que elegimos dar cuerpo cada vez que los volvemos a leer, a discutir, a imaginar desde nuestras propias coordenadas. ¿Qué rescatamos de ese corpus para lo que nos importa pensar hoy, qué conceptos retomamos y cuáles criticamos? ¿Cuáles de sus gestos decidimos homenajear, en cuáles nos queremos ver reflejados y en cuáles no, y por qué?

Con estas distinciones en mente, es de suma importancia aclarar que las hipótesis de este trabajo apuntaron en particular a cuestionar, a partir de la lectura de las fuentes, ciertos efectos y derivaciones que esta lectura situada puede tener. Una de las notas dominantes, a mi entender, de la entusiasta recepción que ha tenido Deleuze en la Argentina de los últimos veinte años, es la tendencia a un cierto optimismo, una suerte de “lectura felicista” de Deleuze que puede convertirse rápidamente en una guía moral, en una máxima general que indica elegir, casi en cualquier situación, el polo de la alegría, de la afirmación, de la actividad, etcétera.7

Contra esa lectura felicista, quizás convenga preguntarse seriamente si ésta “en el fondo no reitera la negación abstracta del entendimiento, que ve oposiciones y contradicciones en todas partes, pero pretende reducirlas privilegiando uno de los extremos” (Cadahia, 2015, p. 34); en este caso, el extremo de la vida, de la felicidad, de las pasiones alegres. Quizás la tarea de nuestra época -bien distinta por cierto de la que le tocó pensar a Deleuze- sea evitar que el pensamiento reincida en las lógicas dicotómicas y prescriptivas que tanto le costó combatir; que, por recuperar el derecho al placer frente a la moral cristiana y kantiana, el gesto no sea el de negar la experiencia del dolor o el derecho a los problemas. Puede ser que el dolor, el desánimo, las ganas de “no”, sean también algo así como un derecho humano inalienable; quizás no sean un camino deseable -ya que es justamente el camino donde los deseos empalidecen-, pero es un camino que debe mantenerse dentro del abanico de los posibles.

Si se busca honrar la aspiración deleuziana de escapar de la dialéctica como circulación de lo idéntico por medio del trabajo, el dolor y el esfuerzo como monedas de cambio, es preciso romper el círculo económico que asigna un valor a las pasiones. Es decir, estar realmente a la altura de la diferencia -sin endilgarle ningún “lazo injusto”, sin subordinarla ni a lo positivo ni a lo negativo- quizá signifique, con Derrida,

desgarrar convulsivamente la cara de lo negativo, lo que hace de él la otra superficie tranquilizadora de lo positivo, y exhibir en él, por un instante, lo que ya no puede llamarse negativo. Precisamente porque no tiene reverso reservado, porque no puede ya dejarse convertir en positividad, porque no puede ya colaborar en el encadenamiento del sentido, del concepto, del tiempo y de lo verdadero en el discurso, porque, literalmente, no puede ya laborar y dejarse apresar como “trabajo de lo negativo”. (Derrida, 2012, p. 356).

En esta lectura de Deleuze, el movimiento principal parece ser el de liberar a lo negativo de una lectura que lo encasilla en un sistema de valores, en una economía regida por las pasiones alegres. Sin embargo, no es el único movimiento presente, ni tampoco es el que anima la lectura; el propósito de fondo no es, insisto, reivindicar anacrónica e hipócritamente un supuesto valor de lo negativo sino, por el contrario, desbaratar los valores de lo negativo y lo positivo y, en la medida de lo posible, poner en cuestión la efectividad o la deseabilidad de organizar de manera tan dicotómica, tan maniquea, el sistema de valores por el cual se rigen hasta los momentos más íntimos de nuestras vidas. Como señala Mengue, la cuestión es “saber si la voluntad de liberar al pensamiento filosófico de lo que subsiste de resentimiento [...] debe conducir a eliminar toda forma de angustia. La angustia, ¿está enteramente del lado [...] de una voluntad de despreciar la vida?” (Mengue, 2008, p. 169). Mi respuesta, en principio, sería que no; si se trata de elegir un cierto perfil de Deleuze, elegiría más bien el segundo, el que se entrega de lleno a la experiencia de los problemas.

Aprender a nadar, aprender una lengua extranjera, significa componer los puntos singulares del propio cuerpo o de la propia lengua con los de otra figura, con los de otro elemento que nos desmembra, pero nos hace penetrar en un mundo de problemas hasta entonces desconocidos, inauditos. ¿Y a qué estábamos consagrados, sino a problemas que exigen hasta la transformación de nuestro cuerpo y nuestra lengua? (Deleuze, 2009, p. 290).

Aquí, de lo que se trata no es del aumento de la vida y de nuestra potencia de actuar, de afirmar, o no solamente; se trata más bien, en cambio, de consagrarse a los problemas, a las preguntas, aun cuando nos desmembren, nos pongan en peligro, nos desestabilicen y transformen nuestras maneras de estar y sentirnos cómodos en la tierra, en el cuerpo y en la lengua. Aunque hagan todo eso, o quizás porque y para que hagan todo eso…

Si bien no es más que una noción vaga, apenas una intuición, hay una idea que ronda subterráneamente por este trabajo: la de que solo si somos capaces de desvincular nuestras pasiones de esta maniquea organización en bandos podremos ser justos con la diferencia y con la “espantosa complejidad” de la vida. Quizá se trate, en cambio, y quizá a esto deba aspirar y consagrarse una filosofía que ame la vida en toda su contradictoriedad, de ser capaces de distinguir los tonos, los matices, los momentos, los ritmos, en que se juegan y se parten nuestras angustias y placeres, nuestros duelos y deseos.

Referencias bibliográficas

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1Becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Licenciada en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Su línea de investigación son: filosofía contemporánea y corporalidad. Ha realizado las siguientes publicaciones: (2014) “Enfermedad mental y plasticidad. Neurociencias, psicoanálisis y crítica cultural en Catherine Malabou”, en Revista de Humanidades, (12), 173-192. ISSN: 0717-0491, Universidad Nacional Andrés Bello, Santiago de Chile. Publicación con referato. En prensa. “Política y amor. La deconstrucción y el lugar de la mujer”, en Instantes y Azares. Escrituras nietzscheanas 15-16, otoño-invierno de 2016, ISSN: 1666-2849, ISSN (en línea): 1853-2144, pp. 127-139. Publicación con referato.

2Tomo aquí la expresión de Spinoza en un sentido no estricto, para englobar varias experiencias en un único nombre de manera de enfatizar, a la vez, que lo que comparten y lo que las distingue de las pasiones alegres es una cierta relación con la potencia, esto es, disminuir o expandir la potencia de hacer y de ser afectados.

3Culp presenta este “canon of joy” como una lectura naïve de Deleuze aunque, casi enseguida, señala que hay en la obra y en la biografía de Deleuze cierta base para esta lectura (Culp, 2016, pp. 1-3).

4Esta relación entre dialéctica y trabajo, especialmente clara en los famosos parágrafos sobre el señor y el siervo de la Fenomenología del espíritu, merecería por cierto un mayor desarrollo del que resulta posible aquí, ya que implica una reflexión sobre la reelaboración marxista de los textos hegelianos. Basta decir aquí que, si bien la interpretación marxista de la dialéctica como trabajo no es la única que los complejos textos hegelianos encierran, ciertamente parece ser posible y, lo que es más, históricamente relevante.

5La importancia de la pregunta por el quién aparece desarrollada también en Diferencia y repetición (Deleuze, 2009, p. 285).

6“The difficulty with joy is that it lies in the slippage between metaphysics and normativity” (Culp, 2016, p. 11).

7Si esta tendencia es propia de la Argentina o si es más global es algo que excede los marcos de este trabajo; sin embargo, cabe señalar que Andrew Culp hace un diagnóstico similar: “Contemporary Deleuze scholarship tends to be connectivist and productivist” (Culp, 2016, p. 66).

Recibido: 02 de Agosto de 2018; Aprobado: 14 de Septiembre de 2018

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