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Praxis Filosófica

versão impressa ISSN 0120-4688versão On-line ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.49 Cali jul./dez. 2019

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i49.8319 

Editorial

Editorial

François Gagin


Querido Lector,

Vivimos -otros, invadidos por una dulce nostalgia, dirán sufrimos- unos tiempos desafortunados y, de hecho, varias son las voces -sea de un modo íntimo o silencioso o de uno colectivamente bullicioso- que enuncian un diagnóstico abigarrado y patético, bajo la tonalidad de un lamento furioso. En verdad, ¿cómo no darles razón? ¿No asistimos al declive de los valores que, no hace mucho (una cuestión de unas pocas décadas), aseguraban una suerte de trascendencia, que le permitía a cualquiera soportar las vicisitudes cotidianas y compensar, con esperanzas locas, la angustiante finitud de la existencia? El consuelo se daba antaño con el ofrecimiento de un sentido para la vida. Algunos levantaban los ojos hacia el Cielo o vivían y morían por la Patria; otros obraban para alcanzar un Mundo mejor en pro de una Humanidad superior y que asegurara a las generaciones venideras algún Porvenir; mientras que unos más querían preservar el Patrimonio supuestamente glorioso de sus honorables ancestros y, si fuese posible, incrementarlo. Pero ahora la vacuidad reina en la confusión emocional de unos sentimientos donde imperan el narcicismo y el consumismo, amplificados por la conquista desenfrenada de una tecnología que somete el hombre al lenguaje de las máquinas. Ellas ofrecen otro Edén que todos -digamos la gran mayoría- gozan en la inmediatez de un presente olvidadizo de un pasado y que, por bastarse, no requiere de ningún futuro. La Eugenesia está al alcance de todos y el imperio de las pasiones tristes, de los instintos primarios, arrojan en un ímpetu globalizado las almas - ¡y los cuerpos! - hacia los populistas y los extremistas que hacen su rentable comercio con la miseria humana, tanto la material como la espiritual. ¿Hay aquí un declive ineluctable o quizá se trata de una crisis necesaria en pro de abordar un nuevo y prometedor giro civilizacional? ¿Quién lo sabe? Faltarían aún más espíritus críticos, unos que no confundan la novedad con la modernidad y, menos, con la noción de progreso. Mas, la uniformidad de un lenguaje reductor, pobre en palabras y en ideas, y falsamente democrático amplifica los márgenes de la mediocridad y seca los corazones. Frente a los relativismos de toda índole y de unas verdades circunscritas a los gritos pasionales del individuo que confunde el parecer con el ser, ¿dónde está la filosofía y qué puede? Ahí está, querido Lector, en esas páginas y en muchos otros escenarios en donde el hombre no renuncia a su parte de eternidad ni a su movediza y superficial presencia. Y cuando el hombre es inventivo e irónico, su hedonismo ascético es el indicador que otras vías estarían por trazarse, diferentes a las de estas autopistas en sentido único que ofrece la ideología contemporánea.

Regresar a los grandes Sofistas ayuda no solamente a no confundir relativismo con perspectivismo, sino que nos libera de una representación academicista y clasista de la filosofía, al penetrar en la configuración de una antropología, cierta naciente (en relación con nosotros) pero que modifica el filosofar al dar cuenta de los matices culturales y políticos que moldean al hombre. De paso, esas consideraciones nos permiten, desde el número 48, celebrar nuestra relación internacional, con Cahiers critiques de philosophie; un intento, dentro de muchos, por cultivar la excelencia académica y el renombre de Praxis Filosófica, a la par que reclamamos más movilidad estudiantil y profesoral para poner a dialogar las culturas entre sí desde la topografía y la temporalidad, sin comparación alguna, que ofrece esta extraña institución que es la Universidad. La provocación que engendra la filosofía sobre la constitución de su propia historia requiere, sin duda, de la valentía típica, del hablar-franco de los cínicos, que no está apartado ni de una idea del hombre ni de sus altas posibilidades en el marco político; una filosofía que no fuera cínica, es decir que no sea libre, abierta y radical con sus descubrimientos volverá a encontrar indudablemente las opiniones falsamente sabias que se asientan sobre los buenos sentimientos. Los buenos sentimientos que no son sino la faz viciada e hipócrita que permiten vivir, ciertamente, en comunidad, pero que están lejos de constituir un vivir a plenitud, feliz y libre. He ahí una forma de heroísmo que, por ser inscrito en otros tiempos, no está al alcance de todos y, quizás, tampoco sea deseable, al menos que lo provoquemos, por ejemplo, con la ruptura poética y artística ofrecida por el compromiso y el obrar de Antonin Artaud. He ahí otra radicalidad que puede inquietar o fascinar, mas esa provocación deberá reencontrarse con el hecho político, toda vez que el hombre es inevitablemente un ser social. Es decisivo volver a pensar la configuración íntima y pública del hombre, desde el advenimiento griego del oikos y de la polis -para hacer prevalecer los márgenes de una aprehensión de lo económico en relación con la filosofía y, por vía de contraste, diagnosticar mejor nuestra diferencia (cultural) con ese famoso pasado occidental, esperando, así, tener una mejor ascendencia sobre nuestro presente. ¿Quién sabe si ese presente que nos acosa y que atormenta a las mentes filosóficas no procede y no es antecedido de una ultra-valoración de las ciencias humanas con su correlato, el de una fe progresista en la razón ilustrada? ¿Habría que proclamar después de la muerte nietzscheana de Dios, la muerte foucaultiana del Hombre? Regresar sobre los malentendidos reductores de esas posturas, frutos de un pensamiento vivo y denso, desemboca sobre la cuestión controvertida de la moral y de la política, una política de los cuerpos, es decir, una bio-política. Se asienta la oposición entre un pensamiento sistemático, para unos estudiosos, o discontinuo, para otros. La remembranza de la política que confine a la moral atrae la problemática de la alteridad (humana y natural), co-extensiva al ejercicio y a la tensión -dinámica, si se quiere- que demanda la filosofía en su aceptación (y su condena, también); cuidar de sí, sin descuidar de los otros, es un recuerdo socrático difuso: quien quiere gobernar debe primero gobernarse y conocerse a sí mismo. Los límites de la moral (y, por ende, de la cosa política) requiere provocar al sujeto o provocar, por lo menos, a esas subjetividades que se asientan entre lo cultural y lo natural. Por más moderna que sea la antropología filosófica, ella debe objetivar su contra-punto que es la Naturaleza. En pro de las preocupaciones contemporáneas sobre un nuevo orden ecológico, una relectura kantiana (sobre la noción de Naturaleza) ayudaría a entender nuestro rol y corregir nuestra hybris que un defecto de conocimiento (de nosotros y del mundo) engendra. Y hacia atrás (cronológica y culturalmente hablando), no podemos subestimar el momento renacentista de la filosofía, si estamos convencidos -¿y cómo no serlo?- que la filosofía y la historia son dos disciplinas hermanas y complementarias, por lo que ellas no tienen un objeto predeterminado de su estudio (y por lo tanto, no tiene ni un discurso ni una metodología únicos); la razón de ello es que, en gran medida, el hombre, es abierto a unas indeterminaciones (si lo comparamos con otras especies) y se hace y se deshace en esos discursos y actos. Él es, a la vez, el sujeto y el objeto de las problemáticas históricas y filosóficas. Convocar a Marsilio Ficino permite, por un lado, abrir una renovada comprensión de esa otra forma de alteridad que es el amor, aunque ese amor esté vinculado a la cristiandad (cuando nos situamos en el umbral de la modernidad), mientras que la asimilación de una forma de manierismo en Pico della Mirandola permite, de otro lado, ajustarse esa otra aprehensión moderna de los mayores socráticos, esta vez vía la noción de concordia. El distanciamiento crítico desde la ambivalencia `amor versus concordia´ nos arroja una vez más a nuestro presente y a las huellas durables que imprimen, en término de ideas y de prácticas, lo que somos, incluso a pesar de nosotros mismos.

Iniciamos con una suerte de constatación sobre un estado de delicuescencia moral o política -los dos términos en esa presentación son adecuados- que invade la vida cotidiana, tanto la privada como la pública. Podríamos extender esas consideraciones a la Universidad pública, que sufre de ciertas inercias ajenas; cada vez que, por ejemplo, impera una orientación socavada, que pretende una forma de privatización paulatina. La privatización de los espíritus se asientan tanto sobre una suerte de renuncia - ¿qué podemos hacer, cuando las estructuras sociales son inamovibles y cuando el hombre no deja de ser el hombre?- como sobre una facilidad en acomodarse a las modas que deshacen lo que una temprana historia había elaborado, al descuidar el genio de la lengua materna en pro de un lenguaje mercantil y productivista, finalmente alienante. Pero existe otra cara de esa moneda, facilitadora de unos fútiles intercambios, una cara acuñada y figurada por la auténtica postura filosófica. Ésta se manifiesta en las transformaciones inesperadas que el diálogo impulsa en unos cursos, durante unas conferencias o en la intimidad extraña de la lectura y de la escritura. Y en esa revolución, inaudible para los olvidadizos de la cultura o, que es lo mismo, olvidadizos de los diversos contornos que han tomado su existencia, está la vitalidad inventiva y exigente de la eterna juventud estudiantil. De algún modo, nos debemos críticamente a esa exigencia. No se trata de una fútil promesa, sino de un compromiso ineludible. Es este el compromiso que existe, ya hace un tiempo, entre Praxis Filosófica y Usted.

Querido Lector, nos alegramos, desde ya, por nuestro próximo encuentro filosófico.

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