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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.49 Cali July/Dec. 2019

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i49.8126 

Reseña

Davey, Nicholas. Unfinished Worlds. Hermeneutics, Aesthetics and Gadamer. Edimburgo: Edinburg University Press. 2013. 190 pp.

1 Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México. ORCID: 0000-0002-6931-8688 E-mail: camil69@hotmail.es

Davey, Nicholas. Unfinished Worlds. Hermeneutics, Aesthetics and Gadamer. Edimburgo: Edinburg University Press, 2013. 190 pp.,


Unfinished Worlds es un libro incompleto que, en cuanto obra, unidad o ensamble, articula un caleidoscopio que permite avisar nuevas configuraciones de la obra de Gadamer. No pretendo insinuar que esté escrito a medias o que tenga cortes y errores inexplicables que dificulten su lectura. Más bien, quiero señalar que se trata de un escrito que pone en movimiento las tesis de Gadamer sobre la textualidad y asume radicalmente uno de sus postulados: no existe un sentido completo o acabado, el sentido siempre se está realizando. La ontología del lenguaje y de la lingüisticidad (o mejor, lenguajidad) nos revela su ´fundamental´ finitud en cuanto la lengua es siempre una visión parcial de mundo que sólo pervive en su trasmisión. Sin embargo, también ocurre con el sentido algo desconcertante: la belleza que se manifiesta en la obra de arte es avasalladora y acapara nuestra atención con una promesa de perfección e infinitud. Entonces, al experimentar lo bello no podemos más que decir con Goethe “so wahr, so seiend” (tan verdadero, tan siendo). ¿Cómo sobrevive la hermenéutica filosófica a esta aparente contradicción?

Esta tensión entre la finitud del sentido y su patente concreción en la belleza es un misterio que Nicholas Davey se encarga de explorar en el marco de problemáticas más amplias. Por una parte, está la discusión formulada por Collin Davis en Critical Excess: Overreading in Derrida, Deleuze, Levinas, Žižek and Cavell, dónde se desarrolla paralelamente un examen de los alcances y los límites de la sobreinterpretación (overinterpretation)1 y un estudio de la forma en que diferentes pensadores han aplicado este principio hermenéutico a las obras de arte, especialmente al cine y a la literatura. Esta investigación sugiere, específicamente en los estudios que hace sobre Derrida y Žižek, que en la obra de arte posee un exceso de sentido que marca las fronteras de la investigación estética, pues se trata de un resto irreductible a esquemas de inteligibilidad o experiencias sensibles. La obra de arte, entonces, es muestra de un plus que es real en la medida en que se manifiesta como productividad de la obra (su influencia), como azar caprichoso en el mercado del arte (plusvalor), como límite epistemológico en la investigación sobre su impacto en las formas de socialidad (aura), etc. En este contexto, la hermenéutica de Gadamer ofrece perspectivas muy interesantes, en especial una comprensión no-esencialista de la obra de arte que permite entender este exceso no como un límite sino como una expansión de la estética (Davey, 2016, p. 2). Aunque la obra de arte es más de lo que se puede decir de ella, la lingüisticidad que resuena en su acontecimiento siempre puede ser explicitado.

Simultáneamente, otra discusión en la que se inscribe el trabajo de Davey es el problema del estatuto hermenéutico de la verdad en la manufactura del sentido de obras de arte de naturaleza diferente (por ejemplo, la pintura y la poesía). Ciertamente Gadamer se acercó a este problema y lo abordó de una forma magistral en su famoso ensayo Palabra e imagen. “Tan verdadero, tan siendo”. Allí concluye en que existe una radical analogía entre las artes de la palabra y las gráficas que se hace evidente desde el fenómeno de la lectura (G. Gadamer, 1996). Tanto la imagen como el texto se pueden leer, esto es, se pueden articular, organizar, desplazar, etc.; de ello se sigue que nuestro acercamiento a ambas manifestaciones del arte no es fenomenológicamente inconmensurable. Sin embargo, Gadamer no desarrolla a profundidad los compromisos ontológicos que están detrás de su propuesta. Es decir ¿con respecto a qué se lee? ¿con base en el mero significante, es decir, atendiendo apenas a la huella sensible? o mejor ¿atendiendo a la semejanza de lo presentado con lo que representa? Ciertamente Gadamer sigue el camino de la mimesis entendida como un acontecer propio del asunto (Sache). Con ello, la pregunta se transforma: ¿cuál es el carácter de esta imitación?, ¿cabe llamarla imitación en el mismo sentido en que decimos ‘copia’?, ¿acaso la imitación se encuentra en una posición de inferioridad con respecto al original?, ¿la originalidad puede entenderse al margen de sus imitaciones? En conclusión, ¿cuál es el ámbito en el que la obra gana su potencia y su legibilidad?

La forma en que Davey se adentra en estas discusiones supone varios movimientos teóricos importantes. En primer lugar, será necesario explicitar las tesis importantes que desarrolla Gadamer con respecto a la forma en que la estética se comprende a sí misma (Cap. 1. Hermeneutic and Aesthetics: Contextual Issues). Desde la perspectiva abierta por la primera parte de Verdad y método, es necesario reconocer que la estética puede ser absorbida por la hermenéutica en la medida en que la obra de arte puede ser entendida como un juego lleno de sentido. Esto no quiere decir que se elimine el aspecto material de la obra, su carácter sensible, social e histórico, ni que la obra tenga que ser siempre avasallada por el sentido que lleva “dentro”. Más bien lo que está en juego con esta aproximación es una reformulación de la distinción entre el materia y forma, es decir, entre el elemento empírico de la obra y su estructura formal y performativa. Es común encontrar en muchas teorías estéticas la convicción de que el sentido encuentra sus límites en la experiencia sensible, es decir, en lo que se conoce como sense data. De cierta forma habría un límite de significatividad allí donde parece no haber conceptos, es decir, en la más cruda inmediatez sensible que se resiste a ser conceptualizada. Sin embargo, frente a esta idea que también parece ser el punto de quiebre entre las formas tradicionales del arte y las vanguardias, Gadamer apuesta que no existe tal inconmensurabilidad, pues la resistencia propia de la sensación no es ajena a la estructura fenoménica del sentido. Para mostrar esto, Gadamer examina ciertas formas clásicas de arte (como el retrato y la poesía lírica) y encuentra allí que el sentido se manifiesta como pura sensibilidad, como sentido que se siente. Con ello, la estética no debe moverse en el ámbito de lo que se mantiene al margen del sentido, sino que debe reincorporarse a la hermenéutica en cuanto búsqueda y despliegue de la investigación sobre el sentido y su acontecer. Esto significa que sus preocupaciones ganan un carácter ontológico en sentido heideggeriano, pues la investigación estética atiende a los elementos fundamentales de la co-pertenencia entre acontecimiento y obra de arte.

Esta reformulación de esta tensión exige explicitar cómo se reorientan las investigaciones estéticas en la hermenéutica filosófica (Cap. 2 Gadamer’s Re-Orientation of Aesthetics). Forma y materia no son dos polos de una batalla que se desarrolla en una obra de arte sino un continuo que permite su comprensión y que se despliega como un acontecer ontológico; por ello es necesario preguntar por el lugar que tiene la obra de arte en la experiencia del ser humano. En primer lugar, es importante preguntar por el lugar del espectador y su papel en el obrar de la obra. Esta idea fue desarrollada por Gadamer en Verdad y método como una crítica de aquella forma de entender el arte que lo circunscribe a lo experimentado por la subjetividad de quién lo contempla. No obstante, su objetivo no es precisamente una crítica a la subjetividad en general sino una comprensión de la obra de arte que la reduce a sus elementos subjetivos. En este sentido, todavía podemos preguntarnos por una descripción adecuada de la experiencia subjetiva que participa en el acontecimiento de la obra de arte.

Para responder esto es importante señalar que la obra de arte acontece como participación del intérprete en ella, específicamente como juego. Además, no hay que olvidar que, así como el juego es mucho más que lo que cada jugador tiene en mente, tampoco hay juego sin jugadores, es decir, no hay algo como un juego en sí. De esto se sigue que la obra no re-presenta nada, ella es una presentación plena de lo tematizado. Esta manera de acercarse al asunto tiene consecuencias paradójicas: una de ellas es que, pese a que la obra presenta al ente (mimesis), esta presentación no puede ser completamente tematizada por un intérprete. Existe un entramado que permite el obrar de la obra que se mantiene implícito y sólo así puede mantener su elocuencia. Esta dimensión ontológica (pues el arte es un acontecer en la medida en que explicita la tensión entre mostrar y ocultar) señala radicalmente su articulación especulativa. En este sentido, la obra de arte hace lo imposible: revela la totalidad del lenguaje desde su propia finitud cuando hace resonar el sentido de lo implícito desde lo explicito. La pregunta central de Davey será ¿cómo participa la subjetividad en este acontecer?, ¿acaso la subjetividad es producto de este modo de ser del lenguaje y sus productos más preciados? (Cap. 4. Theoros and Spectorial Participation)

Esta pregunta supone esclarecer la ontología de la obra de arte y explicar el sentido de la participación del intérprete en su acontecer (Cap. 5. Presentation, Apperance and Likeness). Esto significa examinar fenomenológica y hermenéuticamente la categoría de mimesis. Si la obra es el presentarse de algo, es necesario esclarecer el carácter de dicho presentar con respecto a aquello que presenta. Por ejemplo ¿en qué sentido Los girasoles de Van Gogh dicen algo sobre el mundo? ¿qué dicen sobre el ser de los girasoles? ¿acaso es una copia, una re-presentación, que tiene más un sentido metafórico que cognitivo? o por otra parte ¿no acontece junto a Los girasoles todo el semblante de la naturaleza, la resonancia de un mundo humano y más que humano que encuentra su presentación en las pinceladas del artista? Como ya se señaló cuando hablamos de presentación nos movemos en un plano más ontológico que epistemológico. No es que la obra sea un medio para acceder a un sentido profundo, su despliegue no se limita solo a la forma o a la indicación. En la obra ya está aconteciendo el mundo, la naturaleza y su tragedia. Otra consecuencia paradójica de esto es que, si lo que dice Gadamer es cierto, el mundo no es más que la obra. ¿Qué significa esto? ¿acaso una obra agota la totalidad de sentido del mundo y lo abarca? ¿cómo es posible entonces la tradición y la vanguardia? La pregunta de fondo es concretamente: ¿qué es lo que acontece en la obra?; o mejor, para seguir con Heidegger ¿cuál es el obrar de la obra? El asunto (Sache) de la obra es lo que se presenta. La obra enriquece el ser de lo que tematiza en cuanto el intérprete se acerca a ella. En este sentido, el obrar de la obra es uno con el del intérprete, pero, aquí viene una observación brillante de Gadamer: la obra es como un juego. El intérprete no tiene mucho por hacer, él también se da al obrar de la obra. En este sentido, el acontecer del arte existe como aplicación, como fusión de horizontes o como interpretación; con ello, el ser de la obra no es más que sus múltiples interpretaciones. El ser de lo interpretado es aquello que se refigura cada vez de forma diferente. En cierto sentido es el mundo entero, porque, para aludir a este eterno ‘darse de nuevo’, el arte debe hacer un giro especulativo, debe señalar lo no-dicho. Debe, en palabras de Gadamer, hacer resonar la totalidad de la lengua, por tanto, del mundo y de la experiencia.

Entonces, ¿qué es lo que se presenta? En concreto, el ser del asunto. La cosa misma. Sin embargo, para ir más a fondo ¿en qué consiste su objetividad? es decir ¿cómo podemos decir que dicha presentación es efectivamente artística? Justamente en nuestra época podemos experimentar de una manera diferente la obra de arte, pues en los últimos veinte años se ha reformulado su materialidad y con ello se ha potenciado su capacidad de ser reproducida. Cualquiera puede ‘presentar’ un girasol en una fotografía y no por ello es un gran fotógrafo. Para explicar esto, Davey retoma la recuperación que hace Gadamer del retrato (Davey, 2016, pp. 120-122). Desde una perspectiva fenomenológica no tiene sentido decir que lo que está en el retrato es la esencia del modelo, esto sería decir de más. Sin embargo, lo que aparece en un gran retrato2 tampoco se puede reducir a una copia o a un mero recuerdo. Entonces ¿qué acontece en el cuadro? En resumidas cuentas: un elemento que puede brindar unidad, es decir, un aspecto que puede dar sentido al conjunto de presentaciones dispare. Lo que está en juego en un retrato es el conocimiento de sí mismo del retratado. La vida humana se mueve en una vorágine de roles, tareas, afanes y esfuerzos que a su modo van dejando una huella sobre el cuerpo y sobre el semblante. Así mismo, dicho semblante nos se muestra siempre, sino que se mueve en diferentes presentaciones que, a la vista de un agente externo, podrían ser interpretadas como un caos. Figurar uno de esos aspectos como aquel en el que se encuentran referidos (explícita o implícitamente) todos los demás es el trabajo del retratista. Lo que se pone sobre el lienzo no es una mera representación particular del modelo, sino la presentación de un semblante que puede articular toda su vida en un momento, en una imagen. Justo en este sentido Davey sostiene que el arte es verdadero.

Sin embargo, nuestra pregunta se mantiene: ¿cuál es la participación del intérprete en el acontecer de la obra de arte? Todo lo anterior ha dejado claro que el acontecer de la obra se traduce en el enriquecimiento del asunto (Sache) que la obra tematiza. Este enriquecimiento no se da al margen de la interpretación, se trata de un rendimiento del diálogo entre el intérprete y la obra. Sin embargo, no es un mero intercambio. El diálogo se manifiesta como una tensión que se despliega entre las anticipaciones del intérprete y la configuración de la obra. No obstante, la obra no permite el fin de esta tensión. Paradójicamente, la mantiene y la despliega. Así, la obra siempre es un sentido en obra: su pretensión a la unidad señala un telos que la articula, pero, al mismo tiempo hace referencia a otros ámbitos de significatividad que no son explícitos en ella (Vale la pena recordar el análisis que hace Heidegger de Un par de zapatos de Van Gogh). Esto significa dejar abierto un horizonte de posibilidades prestas a articularse. Lo reiteramos, con ello, la obra tiene su propio horizonte de sentido que se manifiesta como posibilidades prestas a articularse. El intérprete se enfrenta a este despliegue llevado por el hacer de la obra, el cual se confunde con el suyo. Con esto podemos una vez más comprobar que la descripción de la obra como un juego da en el punto: no jugamos, siempre somos jugados y por ello somos afectados o transformados (Gadamer, 1977).

Esto nos lleva a preguntarnos por el lenguaje de la obra, pues esclarecer en qué sentido el arte “dice” nos ayudará a entender cómo nos transforma (Cap. 6. Art and the Art of Languaje). Para responder, vale la pena comenzar por profundizar un poco en la comprensión que tiene Gadamer del lenguaje y de la lingüisticidad. En primer lugar, el lenguaje no se reduce propiamente a las lenguas naturales o artificiales que utiliza el ser humano. Cuando aquí hablamos de lenguaje no debemos dirigir nuestra atención exclusivamente a las palabras propiamente dichas o a los símbolos que constituyen cualquier tipo de lenguaje gráfico o escrito. Quizá una expresión precisa sería “lenguajidad” como ha propuesto varias veces Carlos B. Gutiérrez. Pues, lo que interesa a Gadamer no es la esfera lingüística cómo ha sido entendida en la modernidad por las ciencias, más bien se trata del ámbito mucho más amplio de la significatividad que, en palabras de Davey, siempre debe entenderse en tanto relaciones significativas. En este sentido, los movimientos corporales, los sonidos, los ciclos naturales, las relaciones de parentesco, etc., participan del fenómeno que a Gadamer le interesa. En segundo lugar, una expresión (una palabra, un gesto, un sonido o un movimiento) no significa por sí misma, debe su significación a la dimensión especulativa de la lenguajidad. En El idioma analítico de John Wilkins, Borges narra el intento de John Wilkins por lograr un lenguaje que “cada palabra se define a sí misma”. Esto lo lleva a pensar un sistema en el que cada símbolo resultaría significativo en función de un sistema categorial, por ejemplo, según su lugar, cada letra significaría género, especie, tiempo, lugar, etc. Cada palabra se definiría a sí misma, con tanta autonomía como los ciclos de la naturaleza y una precisión mayor a la de las matemáticas3. La idea de Gadamer es radicalmente opuesta: el lenguaje de Wilkins está al mismo nivel de los lenguajes ordinarios, no es ni más autónomo ni más preciso. De entrada, las palabras que puede construir dependen de las categorías que se han determinado, lo cual significa que ante nuevas experiencias el lenguaje quedaría obsoleto. Pero aún más importante, dicho lenguaje no es autónomo, cada palabra hace una referencia implícita a un marco categorial previo. Su lenguajidad no está contenida en lo explícito, de hecho, aquello que permite que signifique está fuera de lo dicho. Esto, según Gadamer, es un rasgo general de la lenguajidad: toda expresión se refiere a un ámbito previo de sentido que sostiene la significatividad de dicha expresión. De forma más sencilla, esto significa que todo sentido explícito (texto) se debe a su contexto (Davey, 2016, p. 147).

El arte dice de diferentes maneras, por medio de imágenes, de palabras, de sonidos o de configuraciones espaciales o teatrales. En todo caso, para lograr comunicar hace uso de su horizonte y el del intérprete. Lo que se presenta en la obra (Sache), como ya señalamos, se juega en la tensión entre estos dos horizontes. La obra mantiene esta tensión por medio de su pretensión de unidad y perpetua apertura. Esta última, en tanto que la obra interpela, no se extiende a lo profundo de la subjetividad de cada quién (como pretenden algunos estetas), sino que dirige nuestra atención a la dimensión no explícita que permite su significatividad. Esto quiere decir que la obra no nos dice con palabras o a partir de las formas establecidas de comunicación, nos interpela desde el mundo de la vida en general. El intérprete se ve transformado en función de su habilidad para hacer frente a aquellos prejuicios que no le dejan ver el verdadero transfundo significativo que la obra manifiesta. Al atender a dichas anticipaciones gana libertad con respecto a sí mismo y su mundo.

***

Por otra parte, me gustaría señalar un punto que me parece que ayudarían a profundizar en el problema al que se enfrenta Davey y que en cierto sentido me parece que se encuentran inexplícito en su libro. La forma en la que Davey se enfrenta al problema de la multiplicidad de los lenguajes de las artes es comenzar por establecer un sentido general del lenguaje y ver cómo puede entenderse a partir de este el obrar lenguajico de cada arte. Es decir, para evitar el problema de la inconmensurabilidad entre pintura y poesía (o entre artes gráficas y artes de la palabra), se construye y se justifica una noción general de lenguaje que elimina sus diferencias particulares y las pone al mismo nivel. Esto me parece problemático en la medida en que no es un procedimiento genuinamente hermenéutico ni, mucho menos, fenomenológico; pues no se parte desde la experiencia del arte para caracterizar su lingüisticidad sino a partir de una descripción ontológica que pretende abarcar todos los ámbitos del sentido. El mismo Gadamer conocía los límites de este proceder y constantemente se preguntaba por el carácter de la universalidad hermenéutica y las formas en que se manifiesta. De hecho, este problema fue aludido al principio, al intentar ubicar el libro de Davey en el ámbito de los problemas estéticos de la hermenéutica. Por ejemplo, en Palabra e imagen. “Tan verdadero, tan siendo” Gadamer se esfuerza mucho por encontrar un punto en el que la pintura y la poesía (por no hablar de la escultura) no sean inconmensurables; para intentar solucionar esto es necesario un estudio de la lectura en la medida en que es un ámbito en el que las imágenes y las letras están al mismo nivel. Si suponemos que la imagen se lee en el mismo sentido en el que el texto se lee, de esto se sigue que en el trabajo de lectura hay un espacio en el que ambas formas de expresividad son conmensurables y pueden entablar un diálogo. Ahora, esto no implica la construcción de un criterio meta-artístico en el espacio subjetivo del lector, el cual pasará a ser la nueva subjetividad privilegiada en el arte (lugar que le correspondía al artista o al crítico). Gadamer sabe muy bien los problemas de pensar este tipo de subjetividad. Más bien, esto apunta a un estudio profundo del fenómeno de la lectura desde la perspectiva de nuestra tradición lectora. Se trata de un proyecto enriquecedor, pues implica investigar sobre las diferentes formas de leer que se articulan en función de los diferentes objetos o textos.

Para terminar, vale la pena reconocer la importancia de este tipo de estudios que buscan pensar la hermenéutica filosófica desde sus pretensiones y más allá de ellas. Son valiosos en la medida en que logran perspectivas desde las que la hermenéutica puede seguir siendo diciente y no solo un aparato teórico para nostálgicos, como señala Niekerk en su ensayo sobre la actualidad de la hermenéutica (Niekerk, 2004). Definitivamente se trata de una perspectiva teórica que puede aportar muchos rendimientos metodológicos (para el despliegue de las ciencias humanas) y ontológicos (como respuesta a los movimientos post-hermenéutica, comandados por Ferraris y el Nuevo realismo). Luego de una época saturada de interpretaciones, la salida más apropiada no debe ser la de los hechos ciegos a sí mismos, sino la de una hermenéutica radical que reflexione sobre su propia objetividad y rigor. Esta no tiene por qué llevarnos a un relativismo neoconservador, más bien se trata del camino verdaderamente ilustrado: el de una hermenéutica filosófica crítica que sepa reconocer sus alcances y sus límites y que, además, pueda apropiarse genuinamente de su lugar en el caótico panorama académico y político actual.

Referencias bibliográficas

Davey, N. (2016). Unfinished worlds: hermeneutics, aesthetics and Gadamer. Edimburgo, Escocia: Edimburg University Press. [ Links ]

Davis, C. (2010). Critical Excess: Overreading in Derrida, Deleuze, Levinas, Žižek and Cavell. Stanford, EUA: Stanford University Press. doi: 10.1093/screen/hjs015. [ Links ]

Gadamer, H.-G. (1977). Verdad y método I. Salamanca, España: Sígueme. [ Links ]

Gadamer, H.-G. G. (1996). Estética y hermenéutica. Madrid, España: Técnos. [ Links ]

Niekerk, C. (2004). Why Hermeneutics? Rereading Gadamer’s “Wahrheit und Methode”. Monatshefte, 96(2), 163-168. [ Links ]

1Para profundizar en esta categoría vale la pena consultar Interpretation and overinterpretation de Umberto Eco. Este es el libro que formula esta distinción y señala, al menos formalmente, su naturaleza (cf. Davis, 2010).

2El ejemplo de Davey es el retrato de la Reina de Bohemia hecho por Gerard von Honthorst´s.

3“Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no son torpes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que las integran es significativa, como lo fueron las de la Sagrada Escritura para los cabalistas. Mauthner observa que los niños podrían aprender ese idioma sin saber que es artificioso; después en el colegio descubrirán que es también una clave universal y una enciclopedia secreta.”

Recibido: 29 de Septiembre de 2018; Aprobado: 19 de Octubre de 2018

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