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Praxis Filosófica

versão impressa ISSN 0120-4688versão On-line ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.50 Cali jan./jun. 2020

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i50.8839 

Artículo de investigación

Mentira, Engaño y Desorientación

Lying, Deceiving and Misleading

Alejandro Tomasini Bassols1  1

1 Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México. E-mail: altoba52@gmail.com


Resumen

En este ensayo me ocupo de algunos conceptos que son parte de una misma familia, a saber, los conceptos de mentir, engañar y desorientar. Uno de mis objetivos es ofrecer un análisis que sea afín a la perspectiva wittgensteiniana del lenguaje. Argumento que estos conceptos están jerarquizados y que “engañar” es el más básico de todos, dado que mentir es algo que sólo los usuarios de un lenguaje pueden hacer y el fenómeno del engaño lo encontramos en el reino animal. El objetivo de mi análisis es establecer ciertas verdades gramaticales como la de que no se puede mentir sin tener la intención de engañar, que no es posible mentir usando proposiciones verdaderas, etc. Ofrezco una leve corrección de la definición tradicional de ‘mentir’, remplazando ‘creer’ por ‘saber’. Examino también la noción de mentira descarada y trato de hacer ver que en el fondo es una noción dispensable (por no decir espuria). Examino críticamente la idea de que mentir es siempre una acción condenable y ofrezco algunos contraejemplos. Por último, discuto la interesante cuestión de si es posible aunque no se le mienta desorientar a alguien con verdades y muestro que ello es perfectamente posible.

Palabras clave: mentira; conducta; desorientación; lenguaje; verdad

Abstract

In this essay I deal with some of the concepts which constitutes a particular family, namely, the concepts of lying, deceiving and misleading. One of my goals is to carry out a conceptual analysis which would fit in the Wittgensteinian perspective on language. I argue that those concepts are hierarchically organized and that “deceive” is the most basic of all, since lying is something that only users of language can do and the phenomena of deceiving can be found in the animal kingdom. I try to establish certain grammatical truths like “one cannot lie without intending to deceive” or “it’s not possible to lie using only true propositions”. I suggest a light correction should be done to the traditional definition of ‘lying’ by replacing ‘believe’ by ‘know’. I also examine the notion of bald-face lie and I try to show that it’s a superfluous notion (not to say a spurious one). I critically examine the idea that lying is always an unacceptable action and I offer some examples to support my case. Finally, I briefly discuss the interesting question whether it is possible to mislead someone by means of truths and I show that although no lies are proffered it’s perfectly possible to mislead him.

Keywords: Lie; Behaviour; Mislead; Language; Truth

I. Preámbulo

En ocasiones es muy útil para fines filosóficos tratar de correlacionar las expresiones de nuestros juegos de lenguaje con las acciones naturales o espontáneas que se vinculan con ellos. De lo que se trata es de determinar qué clase de reacciones y qué líneas de conducta pre-lingüística subyacen a dichos juegos de lenguaje. Es evidente, pienso, que esta clase de exploración no es practicable con, por ejemplo, juegos de lenguaje teóricos. La razón es obvia: no hay ninguna conducta peculiar conectada con, por ejemplo, el lenguaje sobre átomos, el simbolismo de ecuaciones diferenciales o el discurso sobre la formación de galaxias. No es este el caso, sin embargo, de otras conductas, como engañar y esto no parece ser muy difícil de mostrar. Tomemos por caso la cacería. Una leona, verbigracia, al acechar a su presa está tratando de confundirla, de engañarla, ocultándose mientras se aproxima, por ejemplo. Y por su parte la presa hace exactamente lo mismo: trata de confundirse con la vegetación o con otros miembros de su especie, es decir, de hacer caer en el error a su enemigo mortal. En casos así hasta podríamos querer describir las situaciones diciendo que tanto predador como presa se ocultan mutuamente información.

El lenguaje, como L. Wittgenstein lo enseñó y lo dejó en claro, por ejemplo, en el caso del lenguaje psicológico, es una prolongación y un refinamiento de conductas y acciones espontáneas o naturales. Deseo sostener que ese también es precisamente el caso de otro grupo de nociones que forman una especie de familia. Me refiero a la familia de nociones emparentadas con “mentir”. Obviamente, los juegos de lenguaje correspondientes dan lugar o permiten líneas de conducta mucho más sofisticadas y sutiles que las correspondientes conductas pre-lingüísticas. Por ejemplo, los hablantes aprenden a chantajear, a amenazar, a blofear, a engatusar, a desorientar y así sucesivamente, esto es, a desplegar conductas que obviamente no vamos a encontrar en el reino de los seres que no disponen de un lenguaje suficientemente articulado o desarrollado. Un niño chiquito, en cambio, muy rápidamente aprende a condicionar a sus padres mediante su llanto, al grado de que puede obligarlos a que sistemáticamente lo carguen, inclusive si nada malo le pasa. Como era de esperarse, los hablantes participan en ciertas formas de vida para lo cual es indispensable que sean usuarios de juegos de lenguaje como los mencionados, esto es, los juegos de lenguaje del engaño, la desorientación, etc., y, sobre todo, del mentir. Por lo pronto, me parece que de entrada, antes de propiamente hablando discutir el tema, podemos apuntar a un resultado que, como veremos, se contrapone a lo que sostienen muchos filósofos que se ocupan del tema de la mentira, a saber, que se puede mentir sin intención de engañar. Esto, aparte de sumamente contraintuitivo, choca con lo sugerido por nuestro ejemplo de la leona. Si no me equivoco, lo que este sencillo ejemplo permite entrever es precisamente que engañar es más básico o elemental que mentir: una leona puede engañar mas no mentir, puesto que carece de un lenguaje suficientemente elaborado para ello. Yo pienso que ese resultado vale por igual para el lenguaje humano y si ello es así, entonces podemos estar seguros de que va a ser imposible demostrar que se puede mentir sin pretender engañar o, como gustan los filósofos de expresarse, sin tener la intención de engañar.

Si bien desde el punto de vista de su gestación o conformación, el concepto de mentir presupone que ya está en circulación el concepto de engañar, desde el punto de vista de los hablantes el verbo que se vuelve prominente es ‘mentir’. Esto, sin embargo, no es inexplicable. ‘Engañar’ apunta a conductas que pueden presuponer tanto un contexto lingüístico como uno meramente práctico y que pueden ser tanto simples como muy complicadas; ‘mentir’ en cambio es un verbo reservado para cierta clase de acciones que sólo seres lingüistizados pueden efectuar. Sólo alguien que hable, que domine el lenguaje, es susceptible de mentir. Ahora bien, “mentir” forma parte de un grupo de conceptos que están entrelazados y que en ocasiones se sobreponen unos a otros. Esta situación puede generar confusiones no tanto para el hablante común, quien obviamente los usa y los aplica correctamente, pero sí en filosofía, puesto que entonces se pueden inventar situaciones en las que los usos paradigmáticos de las palabras relevantes se ven alterados y se propician así cambios desconcertantes en las significaciones de los términos que se estén empleando. La labor de análisis conceptual se vuelve, pues, indispensable. En concordancia con ello, en este trabajo me propongo examinar tres conceptos íntimamente relacionados tratando de mostrar que no dan lugar ni a paradojas ni a situaciones incomprensibles o inexplicables. Las nociones de las que quiero ocuparme son las de mentira (y mentir), engaño (y engañar) y desorientación (y desorientar).

II. Mentira y engaño

Es curioso el que, hasta donde logro ver, nadie haya reparado en el hecho de que la caracterización usual de la mentira es ab initio errada. En general, se define ‘mentira’ como sigue: alguien miente si y sólo si:

  1. dice algo (emplea una oración ‘p’)

  2. el hablante cree que ‘p’ es falsa

  3. el hablante usa ‘p’ para engañar a su interlocutor. La premisa que en general se discute en la literatura es (c), porque dada la existencia de lo que en español podríamos llamar ‘mentiras descaradas’ (bald-face lies) la intención de engañar como elemento del mentir se vuelve un asunto de debate. En mi opinión esta idea es errónea y diré por qué más abajo, pero no es la cuestión que en este momento quisiera considerar. Lo que por ahora me propongo cuestionar es la formulación de la premisa (b), porque pienso que tal como se da está mal. Yo sostengo que no basta con que el hablante “crea” que lo que dice es falso. Se requiere una condición más fuerte y la única alternativa es la siguiente:

  4. b’) el hablante sabe que ‘p’ es falsa.

¿Cómo se puede hace ver que (b) es inadecuada? Una forma efectiva de lograrlo es simplemente mediante contra-ejemplos, mostrando que éstos se pueden fácilmente reproducir y, a partir de ello, generalizar nuestro punto de vista. Así, pues, daré un ejemplo que, como podrá fácilmente apreciarse, apunta en la dirección apropiada para establecer nuestro punto de vista.

Supongamos entonces que A y B son dos alumnos de una misma clase de historia y que están a punto de entrar a un examen. Imaginemos también que todo mundo sabe que para los exámenes el profesor pide fechas concretas concernientes a diversos sucesos y en clase se ha estado tratando el tema de la conquista de México. Ahora bien, resulta que A es un alumno de no buenos sentimientos y no quiere que B obtenga una mejor calificación que él. Supongamos que antes de entrar al examen B le pregunta a A si recuerda la fecha de la caída de Tenochtitlán y A le responde, con la intención de engañarlo, que eso pasó en 1521. O sea, A afirma que p (donde ‘p’ = Tenochtitlán cayó en 1521), él cree que ‘p’ es falsa y usa esa oración con la intención de engañar a B, es decir, de inducirlo a que dé una respuesta equivocada. A, por consiguiente, está convencido de que le mintió a B. Para su desgracia, sin embargo, resulta que la fecha que él dio es la correcta y B saca una buena calificación, contrariamente a lo que A pretendía con lo que él creía que era información equivocada, i.e., su mentira. O sea, A genuinamente creía que p era falsa pero estaba en un error, es decir, lo que le dijo a B era verdad. Por lo tanto, él no le mintió a B, puesto que lo que le dijo no es falso, a pesar de que él creía lo contrario y, por consiguiente, de que lo estaba engañando. Esto es así porque, salvo en casos especiales que habría que analizar, en general podemos sostener que no se miente cuando se enuncian proposiciones verdaderas o, dicho de manera más coloquial, no se puede mentir con la verdad, por más que uno crea que está mintiendo. Si lo que se dice es verdad, aunque el hablante esté totalmente convencido de que está mintiendo, entonces no está mintiendo. Ciertamente, como veremos, se puede desorientar o inclusive engañar a alguien con la verdad, pero no mentirle. De ahí que una condición necesaria para poder hablar de mentira es que uno sepa que lo que afirma es falso, no nada más que lo crea.

El otro debate interesante, y con mucho el más discutido, en relación con la naturaleza de la mentira y del mentir tiene que ver con el elemento subjetivo de la intención del hablante al mentir. Aquí el paralelismo que se puede de inmediato trazar es con la supuesta objeción de Gettier a la definición tripartita de la verdad. Normalmente se acepta que A sabe que p si y sólo si:

  1. ‘p’ es verdadera

  2. A cree que p, y

  3. A está justificado en creer que p.

Lo que Gettier pone en tela de juicio es (3) y ofrece en su famoso artículo un par de supuestos contra-ejemplos para mostrar que alguien puede cumplir con las condiciones enunciadas y, sin embargo, no saber que p. No voy a discutir el punto de vista de Gettier, dado que no es mi tema y que ya dije lo que tenía que decir al respecto en otro lugar.2 Aquí yo sólo quería señalar que hay un cierto paralelismo entre quienes cuestionan la premisa (3) de la definición clásica de ‘conocimiento’ y quienes cuestionan la condición (c) de la definición usual de ‘mentir’. Mi posición es entonces que así como pienso que Gettier no demuestra lo que él cree demostrar y que sus contra-ejemplos a final de cuentas no son convincentes, también pienso que lo mismo sucede, mutatis mutandis, en el caso de la mentira. Una vez hecha esta aclaración podemos ahora sí abordar nuestro tema.

Quienes cuestionan la idea de que mentir comporta la intención de engañar en general lo hacen a través de ejemplos e introducen la noción (ya mencionada) de mentira descarada. ¿Qué es una mentira descarada? Es simplemente una mentira que el oyente sabe que es mentira. Del hecho de que el oyente sepa que el hablante está mintiendo y de que el hablante sepa que el oyente sabe que está mintiendo, parecería desprenderse la idea de que entonces el hablante no puede tener la intención de engañar al oyente, por la sencilla razón de que él sabe que el oyente ya sabe que no está diciendo la verdad. ¿Se dan casos así? Yo creo que sí, pero lo que no creo es que en general estén bien analizados por quienes piensan que podemos desligar conceptualmente la idea de mentir de la idea de tener la intención de engañar. Ejemplifiquemos esto con algún ejemplo conocido en la literatura sobre el tema.

Supongamos que A ve que un peligroso delincuente, miembro de alguna asociación de gángsters, mata a una persona. A es citado a declarar pero, conociendo el carácter peligroso del sujeto y de su asociación se rehúsa a declarar que él lo vio matar a la persona en cuestión. Como la escena habría quedado grabada en un video, el juez, los miembros del jurado, el fiscal, etc., todos saben que el sujeto vio cuando se cometió el crimen pero saben también que, motivado por el miedo, cuando él niega haber visto que el delincuente mataba a la persona él está descaradamente mintiendo. Todo mundo sabe por qué lo hace y él sabe que los demás saben que está mintiendo. En esas condiciones parecería seguirse que el sujeto no puede estar pretendiendo engañar a nadie con su mentira (“nunca vi que alguien matara a una persona”), puesto que todos están, por así decirlo, prevenidos: ya saben que miente. A partir del momento en que él sabe que todos ellos saben que miente, entonces su intento de engaño automáticamente pierde sentido y queda bloqueado. Su declaración sería una “mentira descarada”, esto es, una mentira inoperante. Parecería entonces que en efecto “mentir descaradamente” cancela toda pretensión de engañar al (los) interlocutor(es) por parte del hablante. Si ello es así, se habría entonces demostrado que efectivamente la condición (c) no entra en la definición de ‘mentira’.

El ejemplo suena plausible. No obstante, yo creo que no tiene el carácter demostrativo que usualmente se le adscribe. Yo creo que la conclusión que mucha gente extrae de este y de otros ejemplos como este es completamente equivocada, dado que se funda en un mal análisis de la situación. Por ejemplo: ¿es siquiera concebible que alguien jure ante un juez, en un tribunal, durante un juicio, no decir más que la verdad y únicamente la verdad para inmediatamente después decir algo que es palpablemente falso, algo que el juez sabe que es falso, cuando además el hablante sabe que el juez, los fiscales, etc., saben que lo que estaría diciendo es falso? De entrada, la situación es sumamente artificial, por no decir ininteligible. ¿Qué significado y qué interés tendría mentir en semejantes circunstancias? Más que una mentira lo que tenemos aquí es una parodia de mentira. Dudas como estas hacen pensar que quizá podríamos encontrar razones suficientemente sólidas como para rechazar como viable la disociación del mentir y el tener la intención de engañar. Veamos, pues, qué se puede decir al respecto.

A mí me parece, en primer lugar, que se puede hacer ver que la situación ab initio está mal descrita cuando se dice que el hablante está “mintiendo descaradamente”, puesto que se reconoce al mismo tiempo que hay un sentido importante en el que no es él quien se está expresando, sino el delincuente que lo chantajea. Este es un caso en el que tendría sentido afirmar que alguien habla a través de otra persona. Es por eso que no se le puede adscribir al hablante la intención de mentir, puesto que en cierto sentido no es él quien se está pronunciando. Esto no es muy difícil de hacer ver, porque ¿qué diferencia esencial habría entre la situación del ejemplo y otra en la que por tener el hablante una pistola puesta en su sien declarara que no fue testigo de ningún crimen? A partir del momento en que el acto de habla no es libre, la adscripción de intenciones automáticamente se modifica. No se puede, por lo tanto, afirmar que estamos frente a un caso en el que el hablante miente sin tener la intención de engañar a sus interlocutores, porque en cierto sentido no es él quién habla (i.e., su lenguaje es impuesto por otro hablante). Ahora bien, si aceptamos que hay un sentido en el que es el delincuente quien habla a través de la persona a quien tiene chantajeada o amenazada, entonces de inmediato nos volvemos a topar con la idea de que mentir sí entraña el intentar engañar a los demás, porque es claro que el delincuente, está, pretende engañar al jurado y al juez. Así, pues, el ejemplo, tal como es presentado y utilizado, es insuficiente para romper la vinculación que se da entre la mentira y la idea de pretender engañar a los oyentes.

En segundo lugar, creo que para que el ejemplo permitiera extraer en forma válida la idea de que la intención de engañar no está presente en el acto de mentir se tendría que hacer ver que es lógicamente imposible que hubiera alguien entre los oyentes que le creyera al hablante. Pero esa imposibilidad no fue establecida. Lo único que se establece es que el juez, los miembros del jurado, la policía, etc., de facto no le creen, pero no está excluida la posibilidad de que alguna de las personas en la sala acepte su versión, por la razón que fuera. Alguien, por ejemplo, podría pensar que en el momento en que pasaron las cosas al hablante se le nubló la vista y entonces, efectivamente, él no pudo ver lo que estaba pasando a pesar de estar presente. Siguiendo con el ejemplo, queda claro que la posibilidad lógica de que a pesar de haber estado allí el hablante no hubiera sido testigo del crimen no queda cancelada.

En tercer lugar, me parece que dado el contraste tan marcado entre lo que el hablante afirma y lo que otras personas vieron (i.e., quienes vieron que él era un testigo presencial del crimen), lo que habría que inferir es que en realidad el acto de habla del sujeto equivale a otra cosa que a una declaración de ignorancia de los hechos. Así, a través de la enunciación de algo que todo mundo de entrada sabe que es falso lo que el hablante parece estar diciendo es más bien algo como “Por favor, no me hagan declarar”, “Mi declaración no tiene ningún valor”, “Es obvio que no me estoy expresando libremente”, etc. Casi podría decirse que en circunstancias como las del ejemplo lo único que el hablante no podría hacer sería mentir!

Por último, quisiera decir que me parece obvio que la categoría de “mentira descarada” está siendo en general mal empleada. Desde el punto de vista del mentiroso toda mentira es una mentira “descarada”, puesto que el mentiroso conscientemente emplea una oración que sabe que es falsa. Por lo tanto, la idea de “mentira descarada” no se aplica a su acto de habla. Para quien sí tiene sentido la diferencia entre mentira común y mentira descarada es para el oyente: es porque el oyente está persuadido de que el hablante está mintiendo que lo que el hablante dice le parece una “mentira descarada”. Pero es muy importante que el oyente no sepa, en el sentido estricto de ‘saber’, que el hablante está mintiendo, porque si él lo supiera entonces la mentira quedaría automáticamente bloqueada. ¿Qué pasaría en ese caso? La mentira ya no cumpliría su función, que es obviamente la de engañar al oyente. De hecho, más que de calificarlo como ‘descarado’ habría que decir de quien miente cuando su interlocutor sabe que miente que es un tonto, puesto que estaría intentando engañar a alguien que tiene cómo neutralizar su “pseudo-información” y que, por lo tanto, es inmune a su engaño.

Si lo que he dicho es acertado, podemos inferir que no se ha demostrado que se pueda desligar la idea de mentir de la idea de pretender engañar o de tener la intención de engañar al oyente. Desde mi perspectiva, como ya dije, intentar eso es como pretender desligar la idea de conocimiento de la idea de justificación. Pienso que los “contra-ejemplos” que se dan aparentemente logran su cometido sólo porque constituyen descripciones fantásticas, mutiladas o declaradamente absurdas de situaciones. En casos así sí se puede efectuar el corte conceptual que algunos piensan que se debería reconocer. Este punto es interesante porque nos lleva al núcleo del concepto de mentira, respecto del cual quisiera decir unas cuantas palabras.

III. Utilidad y peligros del mentir

Debería ser evidente que si nuestro lenguaje incorpora un verbo como ‘mentir’ es porque éste es absolutamente imprescindible en la vida humana. Pensar que podría haber un mundo en el que los usuarios del lenguaje en ese mundo no tuvieran que recurrir a dicho verbo es algo tan fantasioso, en el peor de los sentidos de la palabra, como pensar que podría haber un mundo en el que los usuarios del lenguaje en ese mundo no usaran nunca la negación o que no dijeran nunca algo falso. Así de absurdo es pensar que el verbo ‘mentir’ y palabras de uno u otro modo vinculadas a él podrían no formar parte de nuestro léxico. Mentir es un juego de lenguaje como cualquier otro y, por lo tanto, cumple una función benéfica en multitud de circunstancias. Mentir es algo que los hablantes hacen, es una práctica, una forma de vida. ‘Mentir’, por lo tanto, es un instrumento lingüístico crucial en la vida humana. No hay más que pensar un momento en todo lo que nos estaría faltando, en todo lo que no podríamos hacer, en la cantidad inmensa de situaciones problemáticas que no podríamos eludir si no dispusiéramos del verbo ‘mentir’ para ipso facto darnos cuenta de la importancia del concepto de mentir en nuestras vidas. Mentir, como acabo de decir, es una técnica (lingüística) y, como cualquier otra dicha técnica puede ser empleada para bien o para mal, signifique eso lo que signifique. O sea, la interiorización de la práctica no garantiza que siempre se haga un uso positivo de ella. Alguien de manera espontánea podría protestar exclamando que no puede haber “usos positivos de mentiras”. Yo creo que no tendríamos que ir muy lejos para refutarlo. En verdad, sólo un rigorista de corte kantiano podría intentar negar la utilidad del mentir sin darse cuenta de que el intento mismo de hacerlo le estaría automáticamente poniendo límites a la validez de su teoría ética o, para decirlo con todas sus palabras, a la validez del imperativo categórico como regla suprema para medir el valor moral de una acción.

Ejemplos tanto imaginarios como reales de la utilidad del mentir abundan. Considérese el caso de un delincuente que asalta en la calle a una persona y exige que le entregue todo su dinero. La persona en cuestión mete la mano en el bolsillo derecho, saca unos billetes, se los entrega y el delincuente se va contento y convencido de que había logrado extraer de su víctima todo su dinero. Lo que esta, sin embargo, no le dice es que en su bolsillo izquierdo llevaba diez veces la cantidad de dinero que le entregó cuando le dijo que era todo lo que tenía. Es obvio que el sujeto mintió, pero ¿se atrevería alguien con un mínimo de sensatez a decir que hizo mal en mentirle al asaltante? Sinceramente, no lo creo. Demos otro ejemplo. Un niño de, digamos, 5 años, corre peligrosamente a lo largo de una azotea. Alguien lo ve y para evitar que se caiga y se mate lo llama prometiéndole que le va a comprar un chocolate. El niño entonces se acerca y la persona en cuestión lo toma de la mano, lo pone a buen resguardo, lo regaña severamente y, a manera de castigo, no le da ningún chocolate. Ciertamente, la persona que evitó que el niño muriera lo engañó puesto que no le dio lo que le había prometido, pero ¿podría alguien decir que hizo mal al engañarlo? ¿Cómo podría ser una mala acción mentir para salvar a un niño de un peligro inminente? Dado que ejemplos como estos se pueden reproducir por miríadas, sinceramente, no creo que la idea de que mentir es siempre una acción condenable resista el examen.

Es muy importante entender que el mentir es, como dije, un instrumento por lo que, como todo instrumento, puede tener tanto un uso perfectamente justificado o justificable como uno imposible de justificar. Lo que quiero decir es que mentir en sí mismo es éticamente neutro. Lo que determina el status moral del mentir son las razones que se tienen o que se puedan ofrecer para justificar la mentira en cada caso particular. Es quizá probable que, por su propia naturaleza, en la mayoría de las veces mentir sea una acción reprobable, pero lo importante es entender que eso no se puede establecer a priori para todos los casos. Podríamos quizá expresar la idea de este modo: puede ser que mentir de entrada no sea aceptable, pero su justificación no es excluible a priori. Salvo en casos un tanto extraños, el hablante normal no miente por el mero gusto de mentir. En principio, todo hablante que miente lo hace por alguna razón. Lo que complica el asunto es, evidentemente, que en numerosísimas ocasiones puede hacerse ver que las razones que se ofrecen para justificar la mentira son malas razones, pero en todo caso eso sólo puede quedar establecido empíricamente, esto es, ex-post facto.

De todos modos, cabe preguntar: si para todo caso de mentira se podría en principio ofrecer alguna razón que permitiera justificarla: ¿por qué no podemos o nos resulta tan difícil desprendernos de la idea de que mentir es algo esencialmente condenable? ¿Se trata acaso de un mero prejuicio de nuestra parte, por ejemplo de un prejuicio en favor de la verdad? Presentado de esa manera sería un tanto difícil armar un caso en contra del mentir. El asunto, evidentemente, no es de psicología. Yo pienso que el problema radica en algo distinto, a saber, en algo que tiene que ver con el aprendizaje del lenguaje. Cuando un ser de nuestra especie aprende a hablar, lo que aprende es a usar las palabras para decir cómo son las cosas. O sea, lo que en primer lugar se nos enseña cuando aprendemos a hablar es a decir la verdad o, como se dice, a hablar con la verdad. Este proceso es fundamental, porque es sobre la base del aprendizaje del lenguaje que se refuerzan los vínculos entre las personas. La comunicación se funda en la confianza generalizada que se genera con el uso espontáneo o de arranque del lenguaje. El verbo ‘mentir’ sólo puede empezar a ser empleado por el hablante cuando éste ya domina suficientemente el lenguaje. Es evidente que mentir es algo que vendrá a incrustarse o sobreponerse al uso natural o normal del lenguaje y de alguna manera mina o debilita nuestra plataforma lingüística inicial. Así entendido, aunque reconocemos que podría haber una justificación para cualquier mentira, comprendemos también que salvo de manera excepcional mentir equivale prima facie a deshacer o romper vínculos entre las personas. Esto nos resulta obvio tan pronto caemos en la idea de que el lenguaje, con todo lo que él acarrea, no podría arrancar a base de mentiras. Si mentir fuera, por así decirlo, una necesidad orgánica, el lenguaje desaparecería. Si los padres no tuvieran bases para creer lo que sus hijos les dicen o, peor aún, pensaran que sus hijos los engañan todo el tiempo, la relación entre ellos simplemente se derrumbaría. En otras palabras: mentir es en primera instancia condenable porque atenta contra vínculos fundamentales entre los seres humanos en la medida en que tiende a alterar el modus operandi normal del lenguaje y eso, sin duda alguna, tiene graves consecuencias.

Una razón por la que el recurso a la mentira es peligroso se debe simplemente a que se trata de un expediente que muy fácilmente puede convertirse en un hábito lingüístico reforzando así conductas en principio anti-sociales. El problema es que la frontera entre una mentira defendible y la mentira sistemática es apenas perceptible y es muy fácil de cruzar. Quien miente una, dos, tres veces termina mintiendo por mentir, desvirtuando así la técnica lingüística del mentir. Es importante entender que en principio mentir es un mecanismo ideado para salir de aprietos, evitar peligros, resolver problemas y cosas por el estilo. O sea, un hablante normal que en algún momento dado, en una situación determinada se ve forzado a mentir ofrece sus razones, se justifica y sigue adelante usando el lenguaje de manera normal, en tanto que quien transforma la técnica del mentir en una práctica miente por mentir, es decir, ya sin necesidad alguna de mentir. Quien evoluciona en esa dirección es alguien que ya deformó su técnica lingüística y desde luego alguien que vició ya de raíz sus relaciones con los demás. Quien miente sistemáticamente le miente a sus adversarios, rivales, enemigos, etc., pero también a sus padres, amigos, parientes y demás. Por eso es aconsejable mentir lo menos posible.

En resumen: mentir es una técnica lingüística más, por lo que en sí misma es éticamente neutra, pero es de entrada una práctica sospechosa por sus potenciales efectos negativos en la comunicación y en las relaciones humanas. Es evidente a priori que la práctica de la mentira no se puede generalizar y que el lenguaje se auto-bloquearía si se pretendiera hacerlo arrancar a base de mentiras. La carga moral de la mentira, por lo tanto, recae sobre las razones que se ofrezcan como su justificación.

IV. Engañar y desorientar

Es obvio que hay vínculos interesantes y no del todo fáciles de sacar a la luz entre los conceptos de mentir, engañar y desorientar, aunque obviamente tienen aplicaciones que son claramente diferenciables. Para desentendernos por el momento del mentir, podemos contentarnos con la definición de ‘mentir’ como ‘deliberadamente no decir la verdad’, independientemente de los objetivos que se persigan al mentir. Así entendido el mentir, de inmediato nos damos cuenta de que tanto engañar como desorientar son prácticas lingüísticas mucho más sofisticadas y, por así decirlo, refinadas que el burdo mentir. Ahora bien, para nosotros aquí se complican un poco las cosas porque a las dificultades conceptuales tenemos que añadir algunas complicaciones lingüísticas propias de la lengua española. El verbo ‘engañar’, por ejemplo, tiene dos sentidos, sentidos que en inglés quedan recogidos respectivamente por los verbos ‘deceive’ y ‘mislead’. En ambos casos en español hablamos de “engañar”, pero ciertamente podemos querer decir cosas muy diferentes por medio de una y la misma palabra. Por una parte, a alguien se le engaña cuando se le miente y el receptor de la mentira le da, por así decirlo, el visto bueno a la falsa información. Un padre, por ejemplo, podría decirle a su hijo: “Me engañaste. Me dijiste que habías pasado los exámenes y reprobaste”. En este primer caso, ‘engañar’ quiere simplemente decir: ser objeto de una mentira exitosa, es decir, el hablante mintió, el oyente le dio crédito a una falsedad y, por lo tanto, generó una creencia falsa (‘he was deceived’). Pero hay también otro sentido de ‘engañar’, como cuando el hablante logra generar en el oyente una creencia falsa pero no por medio de una mentira, sino por medio de un enunciado verdadero, de una verdad. O sea, contrariamente a lo que pasa con mentir, en el caso del engañar es tan factible engañar o ser engañado (según la perspectiva) tanto con la mentira como con la verdad. Es a esto último a lo que se le llama ‘desorientar’ o ‘hacer creer’. En este segundo sentido, ‘me engañaste’ significa lo mismo que ‘me desorientaste’ o, de manera más coloquial, ‘me hiciste creer algo que no era el caso; no me mentiste, pero me engañaste’ (‘I was mislead by what you said’). Así, pues, engañar en el sentido interesante es inducir una creencia falsa en alguien a través de una verdad. ¿Es eso algo que realmente se dé? A mi modo de ver es de lo más común, como intentaré hacer ver a través de un par de ejemplos.

Consideremos el siguiente ejemplo imaginario. María es novia de Juanito, pero no sabe que su amiga Luisa está perdidamente enamorada de él. Ésta sabe que no puede romper la relación entre María y Juanito, pero está convencida de que puede contribuir a su deterioro. Entonces una tarde platicando le dice a María: “¡Qué éxito tiene tu novio con las mujeres!”. Supongamos que María es una persona insegura y entonces interpreta lo que Luisa le dice como si ésta le estuviera transmitiendo genuina información en forma discreta. Ahora bien, es perfectamente imaginable que María no hubiera mentido, porque de hecho Juanito, por sus cualidades personales (es bien parecido, es buen conversador, da buenos consejos, no es mal intencionado, es simpático, se sabe muchos chistes, etc.) sería alguien de mucho éxito con las mujeres. María, sin embargo, cae víctima de una creencia falsa, porque lo que ella cree ahora, inducida por Luisa, es que Juanito tiene muchas aventuras y que la está traicionando con otras mujeres. Así, ella es engañada por alguien que, aprovechando astutamente un contexto particular, le dice algo que es verdad, pero que la desorienta, esto es, la encamina por la vertiente de las creencias falsas. Eso es engañar con la verdad y en eso consiste el desorientar.

Por lo pronto a nuestra convicción de que si se miente se engaña podemos añadir la de que no es cierto que si se engaña entonces también se miente. Eso es precisamente lo que no tiene por qué ser el caso puesto que, como lo aclaramos al principio, engañar es más básico que mentir. Ahora bien ¿cómo se produce el fenómeno del engaño en su versión de desorientación? Es obvio que la desorientación sólo puede producirse si se está en el contexto apropiado para ello. Pero ¿cuál es ese contexto? Son incontables los contextos de relaciones humanas en los que un hablante pueda querer desorientar a otro. Eso es algo que uno intentaría hacer si tuviera celos, envidia, resentimientos, deseos de diversa índole, objetivos ocultos, si se es diplomático, agente secreto, hombre de negocios, alumno, vendedor de seguros y así indefinidamente. O sea, en prácticamente cualquier contexto discursivo cualquier hablante puede en principio querer generar en su interlocutor creencias falsas sin mentir, es decir, usando verdades. Ahora bien, el juego de lenguaje de la desorientación no es tan simple, es decir, no es un juego de lenguaje del cual automáticamente cualquier hablante pueda hacerse usuario. Se requieren habilidades lingüísticas desarrolladas, cierta clase de astucia, claridad de objetivos, sentimientos muy bien definidos, etc. El juego de lenguaje de la desorientación es un poco como el juego de lenguaje del contrapunto o de la teoría de conjuntos: no todos toman parte en ellos. Pero dejando de lado este aspecto del asunto, hay otro que quisiera resaltar y que tiene que ver más bien con las personas qua hablantes. Me refiero a lo que podríamos llamar las ‘etapas de la desorientación’. Primero, quien engaña desorientando a un interlocutor usa una oración verdadera; segundo, el oyente tiene la opción de tomar lo que se dijo literalmente o interpretarlo. Tercero, si el oyente toma lo que se le dijo literalmente, entonces el acto lingüístico de desinformación falló. En nuestro ejemplo, se trata tan sólo de una observación sobre Juanito. Por último, si lo que se produce es desorientación lo que sucede entonces es más bien que el hablante le apuesta a que, por el contexto de la conversación, su conocimiento del interlocutor y el trasfondo de los hechos, su oyente/receptor del mensaje optará por interpretar lo que él dice de una manera acorde a su situación personal (sus sentimientos, sus tendencias, su estado anímico, etc.). Si opta por interpretar lo que se le dijo, entonces (por así decirlo) cayó en la trampa, puesto que de ahí en adelante habrá hecho suya una creencia falsa. Empero, lo interesante del caso es que lo que la víctima de la desorientación ahora cree no es necesariamente lo que el hablante dijo. Siguiendo con nuestro ejemplo, María sólo insinuó algo y era prerrogativa de Luisa qua oyente aceptar la insinuación o conformarse con tomar al pie de la letra lo que el hablante dijo. ¿Cómo se le llama a la persona que es especialista en inducir en la gente creencias falsas a través de verdades? Se les llama ‘insidiosos’ y ‘pérfidos’. Moralmente, desde luego que los insidiosos y los pérfidos son en general reprochables, pero es indudable que verbalmente tienen que ser muy hábiles.

V. Mentir y moralidad

Yo sería de la opinión de que podemos corregir de lo que hemos dicho que el carácter moral del mentir es, si no contradictorio, por lo menos sumamente complejo y quizá no esté de más empezar por señalar que lo que puede tener un cariz moral no es una mentira sino la acción de mentir, esto es, algo que un hablante hace o puede hacer. Una mentira es simplemente una oración falsa usada deliberadamente por alguien que tiene un objetivo preciso para emplearla durante una conversación, de manera que una mentira en sí misma no tiene ningún status moral. Por otra parte, lo que hemos expuesto deja en claro que es lógicamente imposible catalogar a priori y de una vez por todas el mentir como una acción moralmente condenable, por la sencilla razón de que son múltiples las ocasiones en las que mentir es precisamente lo que se debe hacer. Si unos sicarios entran al salón buscando a una persona para hacerle daño, le preguntan al profesor si la persona a la que señalan se llama de tal y cual manera y el profesor miente, de entrada diríamos que lo que el profesor hizo es correcto. Hay desde luego situaciones imaginables en las que, si nos dejamos llevar por las apariencias, la acción de mentir por parte del profesor sería criticable,3 pero aceptemos que en condiciones normales mentir sería en casos así una acción laudable. La moraleja es simple: no podemos determinar a priori, en cada caso de acción mentirosa, si la acción es loable o condenable. Para ello, necesitamos conocer la situación así como las razones de los hablantes involucrados.

Por otra parte, es innegable que aunque íntimamente relacionados, el mentir, el engañar y el desorientar no tienen el mismo valor moral. Supongamos que un hablante tiene intenciones aviesas respecto a un conocido suyo a quien quiere ganarle un negocio y que intenta, primero, desorientarlo, posteriormente engañarlo y, por último, cuando se encuentra con él, le miente. Las tres acciones son condenables, pero su grado de maldad es diferente aunque sea por lo siguiente: en su intento de desorientarlo y de engañarlo, el hablante puede en todo momento fallar, pero en lo que no puede equivocarse es en mentirle. El oyente puede ser lo suficientemente inteligente como para bloquear la desorientación y el engaño, pero él no puede hacer nada frente a la mentira. Es factible desorientar a alguien sin darse cuenta, por ejemplo. Eso se vería posteriormente al hacer aclaraciones. El hablante podría decir algo como: “No, pero lo que quise decir fue …”. Y aunque es menos fácil imaginar una situación semejante con el engaño, de todos modos es lógicamente posible: es imaginable que alguien engaña a una persona sin querer hacerlo, por error, por ejemplo porque el agente le da el documento importante a la persona equivocada y entonces la engaña sin pretender hacerlo. Cosas así pueden suceder, pero lo que ciertamente no puede pasar es que el hablante le mienta a su interlocutor sin saber que le está mintiendo. Uno podría ciertamente transmitir “información falsa” sin saber qué es eso lo que está haciendo, pero lo que no podría pasar es que el hablante mintiera, por así decirlo, inconscientemente, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, como si quisiera decir una cosa pero de su boca saliera un enunciado diferente. Esa posibilidad no la reconocemos. La expresión ‘todo acto de mentir es consciente y deliberado’ es una verdad gramatical, no un descubrimiento empírico (esto, obviamente, no vale para mentiras forzadas). Lo que eso significa es simplemente que ‘mentir inconscientemente’ no tiene sentido, no es una expresión que se pueda usar significativamente. Pero eso tiene consecuencias respecto al valor moral del mentir: el mentir (en condiciones normales, desde luego) no tiene excusas. Yo puedo afirmar, hablando con amigo: ‘Discúlpame, sin quererlo te engañé, porque lo que yo quería decir era…’, pero no puedo decir ‘Discúlpame, porque te mentí sin darme cuenta de que te estaba mintiendo’. Eso no tiene sentido. La implicación de estas consideraciones es simplemente que si un hablante miente y su acto de mentir es condenable (porque no tiene justificación), entonces no hay forma de eximirlo de su culpabilidad, de redimirlo. El mentiroso, salvo cuando se logra demostrar que su mentira sirvió para salvar a alguien, para rescatar a alguien, para evitar una injusticia, etc., no queda nunca moralmente limpio, puesto que siempre habría estado consciente de que estaba actuando mal y, sobre todo, de que en principio podía haber actuado de un modo diferente.

La evaluación del mentir resulta ser un asunto sumamente complicado, porque muy pronto nos damos cuenta de que de hecho en la vida cotidiana real es prácticamente imposible no mentir, que los hablantes mienten permanentemente, en las más variadas circunstancias y que hay toda una gama abierta de atenuantes y justificaciones de la acción mentirosa. Es vital entender, primero, que ‘mentir’ es un instrumento y, por lo tanto, se puede hacer tanto un buen uso como un mal uso de él. O sea, mentir no es esencialmente malo, salvo cuando no tiene en lo absoluto la más mínima justificación. Pero pensar que mentir es siempre condenable es un prejuicio del que debemos desprendernos. Y, segundo, con simplemente examinar las situaciones por las que uno pasa a lo largo de un día basta para entender que no podríamos vivir sin ese instrumento. Demos un par ejemplos.

A) Un profesor sale de la Facultad al terminar su clase y se dirige con ansiedad a ver a un amigo que acaba de llegar del extranjero y que no ha visto en mucho tiempo. Cuando está por abordar su auto, un colega lo interpela para preguntarle sobre algún evento que habría de realizarse la semana siguiente en la Facultad. El sujeto se ve un tanto inquieto y entonces su conocido le pregunta: ¿tienes prisa? Como el sujeto no quiere ser rudo con su colega pero como tiene razones para apresurarse, le dice algo como: “Sí, mira, tengo que ir al hospital y me están esperando. Nos vemos mañana y te digo qué pienso sobre eso”. El sujeto ciertamente miente pero, sin haberle hecho daño a nadie, su mentira le sirve para sortear un obstáculo que le impedía irse lo más pronto posible a ver a su amigo. Mentir le sirvió para superar un pequeño escollo, resolver una pequeña dificultad. Situaciones como esas se producen todo el tiempo.

B) Un sujeto invita a un amigo a cenar. El invitado sabe que su anfitrión gusta de beber alcohol y que fácilmente se molesta cuando no comparten con él la bebida. El problema es que el invitado definitivamente no quiere ingerir alcohol esa noche. Estando ya sentados a la mesa el anfitrión le ofrece a su amigo algo de tomar y entonces éste le responde que desafortunadamente no puede acompañarlo porque “está tomando antibióticos”. Supongamos que su amigo acepta de buena gana la explicación, ya no insiste y la cena se desarrolla en una buna atmósfera. El hecho es que el invitado mintió, pero es fácil imaginar por qué lo hizo: no quería tener una discusión exasperante con su amigo, quería pasar un buen rato con él, no tenía el menor deseo de tomar ese día, etc. Mentir como lo hizo era el expediente fácil para salir del apuro. ¿Hizo mal? ¿Debió haberle dicho a quien lo estaba invitando que no quería compartir con él lo que le estaba ofreciendo a sabiendas de que eso podría generar una molestia, arruinar la cena, etc.? Prima facie, no.

Tal como considero el asunto, lo problemático con el mentir radica, primero, en que nunca es totalmente transparente la determinación de si mentir es inocuo o no, de si está justificado o no, si valía la pena o no; y, segundo, que es muy fácil transitar de la utilización de un mecanismo para sortear un obstáculo a convertir dicho mecanismo en un hábito, de manera que quien a él recurre termina por convertirse en un mentiroso total. El peligro consiste en que es en verdad muy fácil transformarse en alguien que miente sistemáticamente pero eso ya tiene otras implicaciones, tanto vitales como morales, todas ellas indeseables y que desde luego debemos a toda costa tratar de evitar. El problema real es: ¿cómo vivir sin mentir nunca? ¿Habrá habido alguien en la historia de la humanidad que nunca haya mentido? Lo menos que podemos decir es que ello no es verosímil.

VI. Consideraciones finales

Parte del problema con mi punto de vista es que podría sentirse que lo que en el fondo estoy haciendo es elaborar una apología del mentir. Pienso que eso sería una crítica injusta. Lo que pasa es que yo pienso que la vida humana es mucho más compleja de lo que permite entrever una fácil dicotomización de “decir la verdad/bueno y “mentir/ malo”. Yo sé perfectamente bien que un porcentaje inmenso de las mentiras que los hablantes emiten diariamente son tan superfluas como injustificables, pero sé también que en muchas ocasiones mentir puede ser un instrumento utilizado en favor de la vida, de que ésta fluya sin demasiados obstáculos, barreras, cortes. De hecho, creo que en principio se podría establecer toda una taxonomía de mentiras (superfluas, piadosas, crueles, descaradas, etc.), desarrollar una fenomenología del mentir (¿hay algo así como la experiencia del mentir, alguna emoción especial quizá?) y efectuar un análisis gramatical de “mentira” y nociones con ella vinculadas (‘Mientes’, ‘él mintió cínicamente’, ‘yo no recuerdo haber mentido’, ‘ella no reconoce que mintió’, ‘todos ellos son unos grandes embusteros’, etc.). Dada la complejidad de la temática, una investigación así es forzosamente material propio de otro trabajo.

Referencias bibliográficas

Tomasini, A. (2001). Teoría del Conocimiento Clásica y Epistemología Wittgensteiniana. Ciudad de México, México: Plaza y Valdés [ Links ]

1Licenciado en filosofía de la UNAM, Master of Letters de la University of Oxford, Doktorat Nauk Humanistycznych de la Uniwersytet Warszawski. Investigador Titular B, T. C. Definitivo del Instituto de Investigaciones Filosóficas en la UNAM. Entre sus principales publicaciones se encuentran: Los Atomismos Lógicos de Russell y Wittgenstein, Lenguaje y Anti-Metafísica, Teoría del Conocimiento Clásica y Epistemología Wittgensteiniana, Filosofía de la Religión. Análisis y discusiones, Ensayos sobre las Filosofías de Wittgenstein, Filosofía Analítica: un panorama, Pena Capital y otros ensayos, Explicando el Tractatus. Una introducción a la primera filosofía de Wittgenstein, Pecados Capitales y Filosofía, Tópicos Wittgensteinianos, Releyendo a Wittgenstein, Psiquiatría, Conceptos Filosóficos y Filosofía, Wittgenstein: del Tractatus a las Investigaciones. Sus áreas de trabajo y de investigación son filosofía del lenguaje, filosofía de la religión, filosofía de la mente, teoría del conocimiento, historia de la filosofía.

2Véase la sección correspondiente en mi libro (Tomasini, 2001).

3Por ejemplo, imaginemos que el profesor no sabía que quienes entraron no eran sicarios sino miembros de la policía secreta y estaban allí para impedir que el sujeto que buscaban pusiera una bomba en la facultad. En un caso así, por ignorancia el profesor habría realizado una mala acción.

Recibido: 06 de Diciembre de 2019; Aprobado: 12 de Diciembre de 2019

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